La democracia es una fuente de oportunidades
para gozar de derechos y el modo en que ellos
sean asegurados y ejercidos resultará decisivo
para ampliar los horizontes democráticos
del régimen, del estado y de la sociedad
Guillermo O’Donell1
Introducción
Es reciente en nuestro horizonte democrático el reconocimiento del derecho humano individual y universal a la no discriminación y el proceso de cambio legal e institucional orientado a combatir las diversas prácticas socioculturales que atentan contra este derecho fundamental.2 También es novedosa la instrumentación de políticas públicas grupalmente orientadas en este sentido realizadas por el Estado, así como la generación de conocimientos y producción académica sobre el fenómeno de la discriminación en México.
Hace poco más de una década, en 2001, se introdujo en la Constitución Política una cláusula igualitarista que prohíbe toda forma de discriminación en México. Hasta el 2003 se aprobó la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación que amplía el espíritu del texto constitucional, establece obligaciones del Estado para promover a las personas que pertenecen a algún grupo en situación de vulnerabilidad y agrega la figura de acción afirmativa o medida compensatoria para enfrentar y prevenir las prácticas discriminatorias; en ese mismo año, se crea a nivel federal el Conapred (Consejo Nacional para Prevenir la Discriminación) como organismo público especializado, encargado de garantizar el derecho a la igualdad, orientar y evaluar la acción gubernamental en esta materia e intervenir en la resolución de conflictos generados por actos discriminatorios cometidos por particulares o autoridades federales. Tiene el mandato de promover políticas públicas tendientes a la inclusión social y de contribuir a la construcción de una cultura igualitaria y al desarrollo democrático del país.
Actualmente, con las recientes reformas constitucionales en materia de derechos humanos de 2011, se brinda una mayor protección a los derechos de las personas al establecer que todos los mexicanos gozarán de los derechos humanos reconocidos tanto en la Constitución como en los Tratados Internacionales de los que el Estado mexicano forme parte, sin que pueda haber ningún tipo de discriminación. Se trata, evidentemente, de una reforma que impacta a todo el ordenamiento jurídico y da mayor sustento al principio de igualdad y al sentido de progresividad de las libertades fundamentales, ampliando con ello el ámbito del derecho y sus garantías. De esta manera, se conforma un andamiaje jurídico robusto al conjugar la legislación internacional y las vías constitucionales y legales nacionales para prevenir y superar la discriminación en México, a partir de lo cual surgen nuevas perspectivas e instrumentos de acción que pueden contribuir a insertar de manera decisiva el principio de igualdad y el derecho antidiscriminatorio en la agenda pública en todos los ámbitos de la vida en común.
La discriminación, entendida como forma grave de desigualdad de trato y dominio que limita y/o anula los derechos fundamentales y las oportunidades de las personas que la padecen, es uno de los grandes problemas de México. Este fenómeno social está relacionado con otras formas de desigualdad, exclusión e injusticia, como la desigualdad socioeconómica, pero tiene entidad, orígenes, configuraciones y consecuencias propias. Por tal razón, es indispensable que el tema de la discriminación sea abordado de manera directa para escudriñar sus causas, los elementos que la reproducen de manera sistemática y estructural, los nexos que guarda con otros problemas y los impactos sociales particulares que tiene en las condiciones de vida y desarrollo de las sociedades. De esta manera estaremos en condiciones de identificar lo que divide a la sociedad y determinar el peso específico que tienen las distintas formas de discriminación, el papel de los distintos agentes institucionales, poderes fácticos y actores sociales que inciden en su reproducción, así como sus correlaciones con otras prácticas y procesos sociales que tienen como efecto la negación o vulneración del ejercicio de los derechos humanos; pero, también, contaremos como sociedad con más elementos de intervención para prevenirla y erradicarla, transformando de fondo esta forma de dominio que convierte la diferencia en desigualdad social.
A pesar de que se trata de un asunto relevante y complejo que demanda atención y el concurso de diversas áreas del conocimiento, todavía son incipientes e insuficientes las producciones teóricas y las investigaciones empíricas que abordan de manera directa y específica el fenómeno de la discriminación. Por lo general encontramos, por un lado, estudios que hacen teoría desde lo jurídico y desde la filosofía política; por otro, investigaciones sociológicas, antropológicas, económicas y políticas, así como diagnósticos, que aportan datos empíricos sobre la situación de determinados grupos sociales, pero cuyo análisis por lo común no se hace desde la óptica del derecho a la no discriminación.3 Frente a este panorama, se impone la construcción de un paradigma antidiscriminatorio con sus objetos, métodos, conceptos, supuestos y objetivos propios, pero que dialoga con distintas disciplinas y tradiciones académicas y se nutre, de manera especial, de los aportes que desde el campo de las ciencias sociales se han hecho al estudiar, entre otros, los temas de derechos humanos, de género, de justicia social, de diversidad sexual, de racismo y de desarrollo e inclusión social.
En nuestro país coexisten prácticas cotidianas discriminatorias que están ampliamente extendidas en la sociedad, resultado de una experiencia histórica de exclusión, abuso y desprecio hacia grupos completos de personas.4 Si bien es un tema que, como ya lo indicamos, tiene poco tiempo de ser visible y tener un lugar en la agenda pública y gubernamental, y apenas empieza a constituirse en un objeto de estudio específico de las ciencias sociales nacionales, no debe ignorarse su importancia social y trascendencia política. Mientras los problemas estructurales de orden socioeconómico han sido documentados, analizados, denunciados y son objeto de políticas públicas de gran calado, la especificidad cultural de las prácticas discriminatorias ha quedado oculta tras las graves situaciones de desigualdad, pobreza y exclusión social que prevalecen en México.
Con todo y que ahora existe un campo más fértil para el impulso y protección de los derechos humanos en su conjunto, dados los avances formales en el ámbito del derecho, la inclusión del derecho a la no discriminación en la Constitución y algunas políticas institucionales, sabemos que no bastan para garantizar el ejercicio de derechos y su defensa ciudadana. Estas medidas resultan insuficientes para combatir las prácticas discriminatorias y de exclusión fuertemente enraizadas en nuestra cultura, en cuya reproducción participan las estructuras históricas de poder, particularmente el Estado y las instituciones, los poderes fácticos y los diversos grupos que conforman la sociedad. En este sentido, consideramos que la discriminación es un fenómeno de carácter estructural sociocultural y a la vez sociopolítico.
Hace falta, entre otras medidas, construir de manera colectiva un paradigma social y cultural de la no discriminación, así como una política de Estado en esta materia que vaya acompañada de una racionalidad científica, crítica y comprometida socialmente con el discurso de los derechos humanos y las exigencias de igualdad, justicia y cohesión sociales. Esta propuesta de construcción de una racionalidad o paradigma antidiscriminatorio, que compartimos con otros académicos nacionales, debe desplegarse en todos los campos de las ciencias, de manera especial en el terreno de las ciencias sociales y las humanidades, y nutrir tanto la acción gubernamental y sus políticas públicas como las diversas agendas ciudadanas. 5 Desde luego, la tarea no se constriñe a definir términos y delinear conceptos sobre la discriminación y el universo de problemas asociados a este fenómeno, sino que implica construir justificaciones teóricas y normativas para la agenda pública igualitaria. Se trata, por una parte, estimular el desarrollo de trabajos analíticos y conceptuales, de estudios empíricos, históricos y sobre casos particulares, de complementar y ampliar los incipientes estudios disponibles, para aportar a una comprensión teórica sobre la naturaleza, las dimensiones y efectos de la discriminación; por otra, de contribuir por esta vía de generación de conocimientos aplicados a orientar la obligación constitucional del Estado mexicano de hacer realidad la promesa democrática de igualdad y el derecho a la no discriminación.
En efecto, el tema de la discriminación es complejo y admite distintos abordajes metodológicos, múltiples lecturas, diversas narrativas y cursos de acción. Este texto se propone articular una serie de conceptos, ideas y reflexiones que nos permitan comprender el papel crucial que el derecho a la no discriminación juega en la construcción de un sistema democrático incluyente y de calidad. Enmarcado en el debate sobre la democracia y en el horizonte de los derechos de ciudadanía, ofrece un acercamiento a la naturaleza compleja y diversa de esta forma particular de desigualdad basada en prejuicios y estigmas sociales, esto es, en ideas prestablecidas, estereotipos y marcadores sociales que asignan lugares distintos a las personas y grupos sociales en el tablero social y generan, en consecuencia, relaciones asimétricas de poder. Asimismo, se delinean algunos de los retos que plantea este novedoso derecho humano a la agenda pública en lo general y a las distintas agendas institucionales en lo particular, en la que se incluye la académica, para abonar a la construcción de una racionalidad científica y una política de Estado antidiscriminatoria.
El presente escrito está organizado en tres apartados que, como anticipamos en las previas líneas introductorias, dialogan con los postulados de la democracia incluyente, esto es, con los derechos humanos en su conjunto, pero de manera especial con los derechos de ciudadanía, como vía para construir un marco teórico comprensivo sobre el derecho a la no discriminación. Y es que, aunque mucho se ha dicho y se ha avanzado en la exposición de la situación que viven los grupos sociales en situación de vulnerabilidad, pobreza, desigualdad y exclusión social, persisten una serie de prejuicios, mitos y supuestos de orden social, político y cultural que obscurecen la visión e impiden identificar aspectos centrales del funcionamiento de nuestra sociedad discriminadora. Algunos de estos supuestos son objeto de reflexión y discusión en este texto.
En la primera parte, se sugieren algunas líneas de acercamiento conceptual a partir de uno de los significados lingüísticos del vocablo discriminación que, además de marcar la pauta para comprender en qué consiste el derecho a la no discriminación, aporta elementos para la construcción de una definición política de la misma. Se intenta dar cuenta del contexto de significación sociopolítica de este vocablo para evitar distorsiones que ensombrecen sus significados relevantes y abonar el camino de los argumentos y las reflexiones. En el segundo apartado, sobre la base del principio democrático de igualdad, destacamos el vínculo estrecho y virtuoso entre el derecho a la no discriminación y los derechos de ciudadanía. Partimos de la idea de que la condición de ciudadano se adquiere por derecho, pero la conciencia de ser sujeto de derechos y las capacidades para ejercerlos en su integralidad es resultado de aprendizajes sociales y de las condiciones existenciales de realización. Por último, en el tercer apartado, retomamos planteamientos desarrollados en el cuerpo del texto para ligarlos a uno de los grandes desafíos de la democracia: la construcción de un paradigma igualitario, acompañado de una racionalidad antidiscriminatoria, que haga efectivas las libertades fundamentales, en el sentido de todos los derechos para todas las personas y grupos de nuestra sociedad. En lo particular, se delinean retos para la agenda pública y se plantean tareas para contribuir a la construcción de una democracia incluyente, desde el derecho a la no discriminación que abraza al conjunto de derechos de las personas y de los ciudadanos.
Apuntes sobre el concepto y el fenómeno de discriminación
Discriminar es una palabra de uso común y cotidiano que parece comprensible y transparente para todos. Sin embargo, no es lo mismo separar, seleccionar o distinguir una cosa de otra, que diferenciar a una persona o grupo social por características físicas o motivos de carácter social, hacer una distinción adversa a alguien, o dar un trato de inferioridad al otro diferente. La discriminación es un vocablo ambivalente; el primer sentido simple de separar y marcar diferencias de una cosa frente a otra, tal como lo establece el Diccionario de la lengua española, no implica ninguna valoración ni contiene un significado negativo; en cambio, las distinciones que se derivan de la acción de discriminar a otros, por la razón que sea, sí conllevan valoraciones negativas y aluden a prácticas de exclusión social.6 Este segundo sentido es complejo y da lugar a negar, ignorar, anular, mostrar desagrado, rehusar, señalar fronteras, restringir, limitar y rechazar a los otros diferentes, entre otras de las acciones de “negación de lo otro” que, como bien advierten Camps y Giner (2001), traen consigo nuestra propia distanciación.7
Si bien la definición lexicográfica es una puerta de entrada para entender el concepto de discriminación, la cual establece que hay dos sentidos del verbo discriminar, uno descriptivo y otro normativo, uno neutro y otro axiológico, resulta imprecisa y no contribuye a la comprensión de la discriminación como fenómeno sociopolítico y cultural. De ahí que algunos estudiosos coincidan en plantear la necesidad de una clarificación conceptual que permita determinar su posible alcance y dar cuenta de las consecuencias perniciosas que la discriminación tiene sobre los derechos fundamentales y oportunidades de las personas, esto es, de sus efectos nocivos no sólo para quienes la padecen sino para la sociedad en su conjunto.8 Tiene razón Chantal Mouffe (1999) cuando afirma que los conceptos políticos, como es el caso, no son definiciones cerradas y representan, más bien, un campo de batalla argumentativa en el que se busca acreditar un significado o sentido para los términos centrales de nuestras propias discusiones e interpretar significados que no están a la luz del día.9
El lenguaje de los derechos humanos es el adecuado para abordar el derecho a la no discriminación, aunque la realidad sobre este fenómeno no se agota en este discurso. Una primera pista la ofrece la noción jurídica de discriminación que da la Constitución y la Ley Federal para Prevenir y Eliminar la Discriminación: toda distinción basada en un factor que anula, excluye, restringe o limita el ejercicio de un derecho. El artículo 1º constitucional es la garantía del derecho a la igualdad de todos los mexicanos y en su párrafo tercero estatuye que
Queda prohibida toda discriminación motivada por origen étnico o nacional, el género, la edad, las discapacidades, la condición social, las condiciones de salud, la religión, las opiniones, las preferencias sexuales, el estado civil o cualquiera otra que atente contra la dignidad humana y tenga por objeto anular o menoscabar los derechos y libertades de las personas. También se entenderá como discriminación la xenofobia y el antisemitismo en cualquiera de sus manifestaciones.
A partir de esta cláusula constitucional se atenúan las confusiones del término discriminación en el marco de los derechos humanos y se establecen los rasgos que se utilizan comúnmente para dar un trato diferenciado a las personas. Existen otras aproximaciones conceptuales que ayudan a enfrentar los dilemas de la igualdad y la vida democrática y dejan entrever la presencia de fenómenos más complejos como la discriminación indirecta y la discriminación múltiple de que son objeto diversos colectivos sociales. Una primera definición de carácter político, que destaca las causas y efectos que tiene la discriminación como una forma grave de desigualdad y dominio que limita y anula los derechos fundamentales y las oportunidades de las personas que la padecen, es la que propone Jesús Rodríguez Zepeda (2011) :
Una conducta culturalmente fundada y socialmente extendida, de desprecio contra una persona o grupo de personas sobre la base de prejuicios o estigmas relacionados con una desventaja inmerecida, y que tiene por efecto (intencional o no) anular o limitar tanto sus derechos y libertades fundamentales como su acceso a las oportunidades socialmente relevantes de su contexto social.10
Otra coordenada conceptual de la discriminación como fenómeno sociológico es la que ofrecen Pedro Salazar Ugarte y Rodrigo Gutiérrez Rivas (2008) :
Una de las tantas formas de violencia u opresión que existen en las sociedades contemporáneas. Se trata de una violencia ejercida por grupos humanos en posición de dominio, quienes, consciente o inconscientemente, establecen y extienden preconceptos negativos contra otros grupos sociales determinados, que dan por resultado la exclusión o marginación de las personas que conforman a esos últimos”.11
Para Luis Salazar (2008) , la discriminación
Es un término que ha adquirido un significado intelectual, moral y jurídicamente negativo en la medida en que remite a una distinción o diferenciación que afirma que determinados grupos de personas, caracterizadas por un rasgo específico (color, sexo, origen étnico o nacional, idioma, religión, opiniones, preferencias sexuales, etcétera) no deben tener los mismos derechos ni deben ser tratadas igual que las personas pertenecientes al grupo que posee los rasgos que las identifica como normales o superiores.12
Las anteriores aproximaciones conceptuales marcan la pauta para distinguir entre el acto personal de discriminar y establecer diferencias entre las cosas y las personas en función de ciertas características o atributos, como función cognitiva cotidiana que no está exenta de interferencias emocionales o afectivas, de la discriminación que se ejerce socialmente de forma sistémica y estructural contra grupos o colectivos que se inscriben dentro de una determinada categoría social menospreciada o valorada negativamente. Visto de otra manera, una cosa es el acto de discriminar y el mal trato en las relaciones interpersonales, las cuales pueden lastimar, ofender o lastimar a individuos concretos en un momento determinado, y en esa medida son reprobables; otra, a la que nos estamos refiriendo, es la discriminación como fenómeno sociocultural y práctica naturalizada e institucionalizada, que tiene que ver con el disfrute de privilegios y con el poder, con imaginarios y etiquetas sociales, y con un sistema de jerarquización social y distribución diferenciada de libertades, capacidades y oportunidades sociales.
Desde esta perspectiva, hemos de reconocer que todos tenemos imágenes estereotipadas o prestablecidas que se activan ante situaciones nuevas e imprevistas y que los prejuicios pueden surgir espontáneamente como reacción ante lo desconocido, la molestia o dificultad que causa una persona que casualmente tiene cierto distintivo. Pero el fenómeno de la discriminación social se basa en el desprecio y exclusión del otro-distinto, esto es, de grupos sociales que aparecen como causa abstracta de los problemas que tiene la sociedad o que representan una supuesta amenaza a la propia seguridad o identidad personal.
Estigma y prejuicio están detrás de la discriminación o desigualdad de trato. Para Norberto Bobbio (1997) los prejuicios son opiniones o creencias que obedecen a intereses, deseos y pasiones, las cuales se caracterizan por ser tenaces y resistirse a ser reconocidos como tales y a transformarse cuando se demuestra su falsedad o irracionalidad. Suelen presentarse como verdades e ideas indiscutibles y compartidas.13 Por su parte, el estigma social, que adquiere estatus teórico en la sociología a través de Ervin Goffman, alude a una característica, marca o señal que desprestigia a un individuo o grupo frente a los demás, dando lugar a un proceso de categorización o estigmatización social mediante el cual se agrupa a las personas en función de ciertos rasgos que, por lo común, son desacreditados socialmente.14
En definitiva, más allá de identificar una diferencia -en sintonía con el primer sentido simple y neutro del verbo discriminar-, la discriminación social de corte despectivo alberga una actitud de rechazo y un sentimiento de superioridad sobre otros considerados inferiores (mujeres, indígenas, menores de edad, adultos mayores, migrantes, homosexuales, entre otros grupos), basado en un marcador social o rasgo diferenciador que imprime identidad y se valora como esencial, decisivo o fundamental. Al clasificar o agrupar a las personas según su pertenencia a determinado grupo social con supuestos atributos, se establece una distinción entre “nosotros” y los “otros” que conlleva una oposición entre sujetos colectivos legitimada o validada por creencias e ideologías que se configuran como prejuicios persistentes.15
Como fenómeno fundamentalmente cultural, la discriminación tiende a mirarse como un fenómeno natural, un tanto inevitable, de manera mucho más sutil de lo que explican o revelan las narrativas convencionales. Los estigmas y los prejuicios, los estereotipos y las etiquetas sociales, nutren nuestras ideas, imágenes, creencias y representaciones acerca de lo social, las cuales se manifiestan en sentimientos sexistas, xenofóbicos, racistas, homofóbicos o clasistas, entre otras actitudes intolerantes y excluyentes de larga data y de raíces profundas, transmitidas de generación en generación y exacerbadas en situaciones específicas. Esta renovación generacional es resultado de los aprendizajes obtenidos en los procesos de socialización temprana de los individuos que tienen lugar tanto en las instituciones y prácticas informales, como también en los procesos educativos formales que ocurren sobre todo en los sistemas de educación básica y en el adoctrinamiento religioso.16
Así, pues, las prácticas discriminatorias son propias de sociedades jerárquicas en las que las diferencias de grupo o identitarias (de género, de etnia, de edad, de religión, de posición social, de preferencias sexuales, entre otras más) son vistas como grados de calidad en la condición humana y a partir de ellas se pretende justificar la desigualdad de trato hacia determinados grupos humanos -que se expresa en sentimientos de rechazo, desprecio y desaprobación y adquiere formas graves de subordinación, marginación y exclusión-, las relaciones de poder asimétricas y la fragmentación social. Al decir de Martín Hopenhayn y Alberto Bello (2001), la importancia de categorías y conceptos como raza, etnicidad, género y clase reside en que, a través de la historia y hasta la fecha, son causa de desigualdad, discriminación y dominación de un grupo que se autodefine como superior o con mejores y más legítimos derechos que aquellos a los que se desvaloriza y excluye. Representan verdaderos sistemas y mecanismos culturales, sociales e institucionales de dominación a través de los cuales se impide el acceso equitativo de grandes grupos humanos a los frutos del desarrollo económico. Así, sea cual sea el motivo, los actos discriminatorios implican una operación simultánea de separación y jerarquización: el otro (racial o étnico, creyente, discapacitado, migrante, etc.) es juzgado como diferente y a la vez como inferior en cualidades, posibilidades y derechos.17
Lo cierto es que las desigualdades y desequilibrios sociales son también producidos culturalmente. Vemos como recursos, oportunidades, capacidades, posiciones, privilegios y valores son distribuidos de manera desigual entre las personas y grupos sociales en función de elementos de orden cultural. Podemos considerar, como lo hace Cristina Palomar (2011) al abordar el género como una de las formas específicas y más graves de desigualdad, que la discriminación opera como un principio simbólico de ordenamiento social que tiene su base en distintos marcadores sociales y se concreta en normas y reglas, prácticas, imágenes y símbolos, rituales, formas de organización y políticas, entre otros elementos de la vida cotidiana que conforman una estructura naturalizada con efectos en todos los ámbitos de la vida institucional y social. Este principio se basa en la producción, reproducción, expresión de ciertos significados y comportamientos entendidos como “normales” en los marcos institucionales. De ahí que “la discriminación de género se produce tanto de manera individual como colectiva, deliberada e inconsciente, en la medida en que está entramada con las costumbres y tradiciones institucionales”, afirmación que resulta pertinente para dar cuenta del fenómeno de la discriminación en su conjunto y de prácticas de poder en lo específico.18
Sabemos que las relaciones de dominación de unos grupos sobre otros no son nuevas en la historia de la humanidad y esto explica, en buena medida, que la discriminación ha sido vivida como una forma natural de convivencia humana que se renueva generacionalmente. Como práctica específica de poder y dominio antigua y con un fuerte arraigo sociocultural, prevalece en las sociedades contemporáneas valorando a ciertos grupos identitarios en detrimento de otros, hecho que tiene efectos del todo nocivos para la sociedad al cancelar derechos fundamentales y anular las condiciones de igualdad para el desarrollo de personas y grupos sociales, particularmente de aquellos quienes viven en situación de vulnerabilidad. Desde esta perspectiva, en la que se conjugan relaciones asimétricas de poder e impactos negativos en la vida de las sociedades, cabe insistir no sólo en el carácter sociocultural del fenómeno de la discriminación sino también en su carácter eminentemente político.
La discriminación, sin lugar a dudas, está asociada al ejercicio del poder. El predominio de unos cuantos -superiores- sobre otros muchos -inferiores por ser distintos- es la base de la dominación que ha estado y está presente en todo tipo de práctica discriminatoria. Un acercamiento puntual para entender el fenómeno de la dominación la ofrecen Pierre Bourdieu y Loic J. D. Wacquant (1995) : un orden social que no requiere justificación y se impone como universal y evidente en la medida en que está naturalizado y legitimado a través de las prácticas sociales hegemónicas; un orden que está inscrito en la objetividad de las estructuras sociales, pero también y de manera importante en la subjetividad de las estructuras mentales, es decir, en los marcos cognitivos inscritos en los cuerpos y en las mentes de los individuos, los cuales conforman nuestra visión del mundo.19
En este orden de ideas, la discriminación alude a una realidad cultural y estructural que, además de tener que ver con el poder como lo acabamos de señalar, encuentra su asidero en las representaciones simbólicas que los sujetos tienen de los grupos humanos, en los modos de ver el mundo y en los imaginarios sociales que establecen pautas para relacionarnos con los otros distintos.20 Por lo tanto, no es lo mismo discriminación que desigualdad social o económica. Si bien son conceptos hermanados, no se pueden asimilar en la medida en que refieren situaciones distintas dentro del mismo contexto social.21
El hecho de que la discriminación ha estado escondida entre los factores estructurales de la pobreza y las condiciones socioeconómicas de existencia explica, en parte, su asimilación como desigualdad social. Pero sus raíces son otras y sus prácticas adquieren expresiones distintas según los contextos particulares y los perfiles socioeconómicos, políticos y culturales de los grupos sociales. Mientras que la desigualdad económica, que en el lenguaje común ha sido asimilada como desigualdad social, remite a una situación inequitativa de distribución o redistribución de los recursos y a ingresos desiguales que afectan directamente las condiciones de vida de las personas y su realidad socioeconómica, los actos discriminatorios obedecen a elementos de carácter cultural basados en estereotipos, prejuicios y procesos de estigmatización de los “otros” que se expresan en maltrato o desigualdad de trato. Ambas, desigualdad social y discriminación, son estructurales y de carácter político en la medida en que afectan las condiciones de existencia cotidiana de las personas, vulnerando el ejercicio de sus derechos fundamentales.
Es necesario reconocer que los procesos de desigualdad económica y discriminación o desigualdad de trato no se producen en forma aislada y, con frecuencia, aparecen articulados entre sí, de manera que un mismo colectivo social puede padecer al mismo tiempo ambos tipos de desigualdad y, además, distintos tipos de discriminación, esto es, discriminación múltiple en función de las diversas pertenencias identitarias de las personas. Esta situación demanda, en nuestra opinión, soluciones diferentes y específicas para atender sus particularidades, pero también es deseable una política que de manera integral enfrente los problemas de justicia que padecen diversos grupos sociales. De ahí que es posible distinguir dos tendencias en las reivindicaciones de la igualdad: la injusticia socioeconómica, aquella asociada con el ingreso de las personas y las medidas redistributivas, y la injusticia cultural que alude al reconocimiento efectivo de derechos. Estos dos tipos de falta de justicia generan desigualdades y sitúan a grupos de población en desventaja en relación con otros. 22
En suma, discriminación es una categoría relacional, de carácter abierto, que articula múltiples realidades y está asociado a otros conceptos. En tanto concepto, tiene luz propia y es resultado de una construcción histórica que revela que la valoración de los rasgos que se utilizan para justificar la desigualdad de trato han sido variables en el tiempo y en función de los diversos escenarios locales, regionales y nacionales. Es, sin duda, una noción dinámica y controvertida que está sujeta a múltiples interpretaciones y, por consiguiente, al debate abierto sobre su significado y alcance. Como fenómeno sociocultural y político, la discriminación apenas empieza a ser atendida y estudiada en su especificidad, al menos en el caso de México, porque había quedado atrapada y oculta en los diagnósticos, análisis, políticas y discursos de la pobreza, la exclusión y la desigualdad socioeconómica.
En tanto derecho humano fundamental, el novedoso derecho antidiscriminatorio resulta crucial para hacer realidad el principio democrático de la igualdad y el ejercicio pleno de todos los derechos humanos y ciudadanos en su conjunto, en una suerte de sinergia positiva y reforzamiento recíproco entre éstos. Así, pues, democracia, igualdad, libertades y derecho a la no discriminación, son categorías históricamente construidas que comparten la característica de ser instituciones en desarrollo, en el sentido de conquistas sociales que hay que defender constantemente y de realidades que expresan decisiones políticas y acciones sociales múltiples y polémicas que implican a las instituciones de un Estado de derecho. Estas conquistas democráticas han estado y son acompañadas de tradiciones, prácticas y discursos, mandatos legales y valores sociales, actores e instituciones, que derivan en diferentes posiciones y consecuencias políticas y sociales, a la vez que generan y recogen expectativas y aspiraciones ciudadanas.
Los derechos de ciudadanía y la no discriminación
La inclusión del paradigma antidiscriminatorio resulta crucial para la creación y ampliación de la ciudadanía en las democracias. En la medida en que concibamos el derecho a la no discriminación como un derecho articulador y promotor de otros derechos fundamentales, de todos los derechos, estaremos en condiciones de valorar su enorme potencial para la construcción de ciudadanías democráticas en el marco de un Estado de derecho. Indudablemente, a partir de la aparición de este derecho humano en el escenario nacional, surgen nuevas perspectivas analíticas y se plantean mayores retos para la acción sociopolítica encaminada a hacer efectivo el ejercicio pleno de las libertades individuales y los derechos sociales de todas las personas y grupos que integran la sociedad.
No es sostenible en el tiempo una democracia que es deficitaria en la creación de ciudadanía y en su capacidad para difundirla al conjunto de la población; esto significa, entre más cosas, que el conjunto de derechos -y de manera destacada el derecho a la no discriminación- se configura como un sistema creador de ciudadanía. Para el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD), no está a discusión el hecho de que la calidad de la democracia está directamente vinculada con su capacidad para generar ciudadanía.23 La idea central es que, como miembros de una sociedad democrática y una comunidad política determinada, todos somos sujetos de todos y cada uno de los derechos humanos, es decir, del conjunto de derechos de manera integral. Los derechos son complementarios, pues sin unos no podemos ejercer completamente los otros y viceversa, porque todos juntos hacen posible que vivamos dignamente.
Como hemos visto, el contenido del derecho antidiscriminatorio es complejo y su campo de estudio se amplía al explorar las posibilidades que ofrece la relación estrecha y recíproca entre este derecho y cada uno de los otros derechos, en lo particular, o bien con el universo de derechos humanos, en lo general. En tanto fenómeno sociocultural, resulta evidente la relevancia de la conexión del derecho a la no discriminación con los derechos sociales, como condición de posibilidad para su cumplimiento.24 En este sentido, el derecho antidiscriminatorio constituye una herramienta conceptual, política y jurídica para promover la exigibilidad de los derechos sociales.
La discriminación es una violación mayor e inaceptable al principio de igualdad que, junto con el principio de libertad, son el cimiento normativo del modelo democrático y el fundamento de los derechos individuales y sociales contenidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. El principio de libertad promueve el ejercicio libre de la ciudadanía, mientras que el principio de igualdad quiere decir que los ciudadanos son iguales ante la ley, por lo que su nexo con el concepto más amplio de justicia es inequívoco.25 Sin embargo, sabemos que las desigualdades ahí están y son causa de exclusión y discriminación, a pesar de que desde hace siglos el principio de igualdad es el fundamento de la justicia y que los derechos de las personas se proclaman como universales sobre una base igualitaria. Lo cierto es que no todos los seres humanos tienen reconocidos todos los derechos ni todos tienen condiciones y capacidad para ejercerlos, dados los distintos contextos de realización efectiva de la igualdad.26
Ahora bien, la universalidad es un atributo de los derechos humanos y refiere tanto a su validez universal en la teoría de la justicia como a la idea de que los derechos corresponden por igual a todos los seres humanos. En este sentido, para Fernando Savater (1998) , la dignidad humana se basa en el hecho de que todos los seres humanos somos lo que fundamentalmente tenemos que ser respecto a los demás: humanos y semejantes. De ahí que en la política se debe reconocer la dignidad humana sin distinciones de ningún tipo, sin clasificaciones de seres humanos de primera, de segunda o de tercera, ni permitir el racismo, el sexismo y otras formas de exclusión, o creer que las clases sociales marcan diferencias de dignidad entre las personas.27
Lo cierto es que la diversidad social introduce tensiones entre los derechos y en el modo en que la igualdad y la universalidad son concebidas, por lo que su defensa pasa por la consideración de las circunstancias distintas en las que se desenvuelven los sujetos, muchas de las cuales contribuyen a legitimar situaciones de dominación que son incompatibles con la autonomía y con los derechos de las personas. El desarrollo del derecho antidiscriminatorio surge, de manera significativa, del reconocimiento de que existen circunstancias que producen problemas para la dignidad de las personas y de la constatación de que la igualdad exige desmontar las situaciones de dominación que padecen aquellos cuya imagen no se corresponde con la del “titular abstracto” de derechos.28
Desde esta perspectiva, los derechos sólo pueden juzgarse como democráticos si su distribución es igualitaria. Sin embargo, aun cuando la igualdad exige generalidad (que la ley sea la misma para todos), también requiere de normas específicas para garantizar la igualdad de trato, considerando que la igualdad de derechos es un concepto más amplio que la igualdad jurídica consustancial a la noción de ciudadanía. Se trata de la igualdad material o sustantiva que, a diferencia de lo ya conseguido en la igualdad formal, está pendiente de realización y reclama de la intervención del Estado para modificar las situaciones que no son similares y establecer un trato diferenciado cuando las diferencias son relevantes y no se comparten características del contexto.29 De manera particular, en materia de derecho a la no discriminación el Estado debe respetar y proteger, pero sobre tiene la obligación de actuar para hacerlo efectivo, en la medida en que es expresión de la igual dignidad de todas las personas, esto es, del principio de igualdad que da sustento a la democracia.
En efecto, la especificación de derechos implica considerar que existen circunstancias que producen problemas para la dignidad de las personas y que es necesario compensar y aproximar al titular abstracto de derechos a las personas que viven circunstancias distintas, en muchos de los casos negativas, que no afectan por igual a todos los seres humanos. Para algunos críticos este proceso de especificación supone dejar de lado la universalidad, pero hay que insistir que el derecho a no ser discriminado en una sociedad democrática es una prerrogativa de toda persona y no el privilegio de unos cuantos, por lo que las estrategias de tratamiento preferencial hacia los grupos discriminados se justifican porque son parte necesaria de la garantía de este derecho. Al respecto, Jesús Rodríguez Zepeda (2011) sostiene que la igualdad de oportunidades y las acciones afirmativas, entendidas como compensaciones orientadas grupalmente, son palancas estratégicas para hacer avanzar el ideal normativo de la igualdad, sin dejar de reconocer que la aceptación de este tratamiento diferenciado plantea paradojas y es fuente de debates porque parece plantear una exigencia contraria al valor de la igualdad.30
La igualdad de oportunidades como política del Estado resulta insuficiente cuando opera exclusivamente sobre las condiciones normativas y procedimentales, porque no resuelve el problema de la discriminación estructural. La justificación de las acciones positivas está en erradicar la pervivencia de estructuras opresivas y discriminatorias en el presente, no solamente en compensar las desventajas pasadas. Con todo, hay que tomar conciencia del riesgo de que este tipo de medidas produzcan el efecto contradictorio e indeseable de estigmatizar o valorar negativamente a las personas que se encuentran en esa situación y son destinatarias de acciones afirmativas. A veces, como advierte María del Carmen Barranco (2011), tras la atribución de derechos específicos, se observa una minusvaloración de lo que significa ser mujer, niño, migrante, adulto mayor, homosexual, extranjero, ateo, etc.
Ahora bien, la emergencia de la figura del ciudadano como sujeto de derechos, entre ellos y de manera destacada el derecho a la no discriminación como el primer eslabón de una cadena de derechos, ha dado lugar a cambios en la relación política fundamental entre gobernantes y gobernados, así como a diversas concepciones de ciudadanía en las que se discute la naturaleza del individuo y el carácter del Estado y de la sociedad modernos. Cualquiera de los derechos, ya sean civiles, políticos, económicos, sociales o globales, no sólo -en teoría- protegen sino que también dan poder a los ciudadanos; aluden, al ciudadano como sujeto activo que participa en las relaciones de poder. En este sentido, se destaca el valor que tiene en sí mismo el derecho a la no discriminación por los bienes que encarna y protege, pero también su valor instrumental, toda vez que su garantía es una condición para el acceso, exigencia ciudadana de cumplimiento y el disfrute pleno del esquema de derechos fundamentales de las personas. Representa, pues, una puerta sólida y segura para exigir el cumplimiento de los derechos ya reconocidos sobre una base igualitaria, a la vez que hace posible el acceso de las personas y grupos sociales al ejercicio del sistema de derechos fundamentales, incluyendo el derecho a la diferencia.31
Decir que los derechos ciudadanos conforman un sistema significa que entre ellos hay claras relaciones de implicación mutua y que un orden democrático deja de serlo no sólo si uno o más de ellos está ausente, sino también cuando su desarrollo conjunto es desigual o abarca a sectores reducidos de los ciudadanos.32 Dicho en otras palabras, la ausencia o debilidad de cualquiera de las dimensiones de la ciudadanía y de los derechos que las conforman afecta inevitablemente a las demás y la exclusión de cualquier grupo social de su goce pone en entredicho su vigencia. En este sentido, el derecho a la no discriminación representa una nueva y poderosa plataforma en manos de los ciudadanos para ejercer y exigir el ejercicio pleno de las libertades básicas reconocidas, pero también para la conquista de nuevos derechos ciudadanos.
En este orden de ideas, la figura del ciudadano y los derechos de ciudadanía adquieren especial relevancia. Si bien no vamos a desarrollar aquí la conceptualización de la ciudadanía, ya que rebasa con mucho los propósitos del presente texto, cabe hacer mención a los tres ejes clave sobre los que ha girado el debate en torno a la noción de ciudadanía, la cual ha estado anclada en la definición legal de los derechos y obligaciones que la constituyen: el ideológico, desde el que se pretende definir la naturaleza de los sujetos que se consideran ciudadanos; el teórico, que analiza el contenido de los derechos del ciudadano (civiles, políticos, económicos-sociales, colectivos y globales) y escudriña sobre las relaciones entre ellos y el principio de universalidad; y el eje político, que determina las responsabilidades y compromisos inherentes a la relación ciudadanía-Estado.33
El concepto de ciudadanía se ha convertido en uno de los términos clave del debate político a partir de la década de 1990 en los países de América Latina, convirtiéndose en un objeto de disputa respecto a su significado y alcances.34 La centralidad que adquiere este concepto, entendido en su doble sentido como la calidad personal de ser portador de derechos frente al Estado y los demás ciudadanos y como libre opción de involucrarse en las decisiones y asuntos públicos de la sociedad a través de diversas instituciones y mecanismos, revela la convicción de que la democracia requiere no sólo de un conjunto preciso de normas e instituciones, sino de la existencia de ciudadanos con derechos y responsabilidades, y de valores y principios que le son consustanciales.35
La resignificación del concepto de ciudadanía y la ampliación de sus contenidos, acompañado de un imaginario social cargado de expectativas diversas y controvertidas interpretaciones respecto a su significado y alcances sociales, revela que el orden democrático aparece asociado no solamente a un estatus jurídico mediante el cual el ciudadano adquiere derechos como individuo y deberes respecto a una colectividad, además de la facultad de actuar en la vida colectiva de un Estado; así como tampoco se limita a lo electoral y a mejores reglas de representación política, ni opera exclusivamente en función del “principio de mayoría” de las democracias procedimentales. Ahora, en cambio, la democracia está estrechamente asociada a resultados sociales y al efecto acumulado del desempeño institucional, lo que revela una conexión entre democracia y calidad de vida, entre democracia como forma de gobierno y equidad social. 36 Se trata de la democracia sustantiva que reivindica la dimensión universal de la ciudadanía, como sustrato común y ámbito de encuentro entre individuos y grupos, integra las exigencias de justicia derivadas de los derechos individuales con los derechos colectivos (pertenencia comunitaria), pero que sobre todo incluye los principios de igualdad y justicia, por lo que la democracia no puede ser entendida como un fin en sí misma sino como un medio para resolver los problemas de la sociedad que abraza esta forma de gobierno.
Para Elizabeth Jelin (1997) , ser ciudadano o ciudadana significa, además de poseer un sentimiento de pertenencia a una comunidad política y ser reconocido por ésta, el derecho a salir del plano subordinado, lo que conlleva una concepción de la ciudadanía como “práctica conflictiva vinculada al poder, que refleja las luchas acerca de quiénes podrán decir qué en el proceso de definir cuáles son los problemas sociales comunes y cómo serán abordados”. En este sentido, la contracara de la ciudadanía es la exclusión, cuando existen otros que no pertenecen a una determinada comunidad. 37
A partir de la idea de que el ciudadano no es un súbdito y que la ciudadanía es un vínculo (demos) que une a quienes viven en una comunidad política (el Estado de derecho) desde las diferencias de etnia, lengua, religión, género y estilo de vida, entre otras, Adela Cortina (2010) se opone a las nociones que remiten a una ciudadanía simple, en las que se defiende una igualdad que elimina o ignora las diferencias y asoma un ciudadano sin atributos. Por el contrario, en consonancia con el derecho a la no discriminación, propone una concepción de ciudadanía compleja que integre las múltiples diferencias legítimas sin eliminarlas y asegure a todos los ciudadanos una base de igualdad que les permita llevar adelante sus proyectos y planes de vida, sin impedir a los demás hacer lo propio. Toda vez que los ciudadanos lo son desde sus diferencias y distintas identidades, esta noción de ciudadanía compleja demanda al Estado tratar a todos con igual respeto a su identidad e integrar las diferencias, sin apostar por ninguna de las identidades en lo particular, lo que implica -entre otras cosas- gestionar y articular la diversidad en la que se tejen las identidades sociales. 38
Los movimientos de mujeres y los postulados de las teorías feministas se han convertido en el terreno de prueba de los ideales más radicales de la ciudadanía y la democracia. Entre otros aportes, han puesto en la mesa de discusión la contradicción democrática que desencadena las tensiones entre la igualdad y la diferencia, entre la inclusión y la exclusión, entre lo público y lo privado; asimismo, han revelado los contextos socioculturales y prácticas discriminatorias que están detrás de las demandas que exigen la consideración de ciudadanías diferenciadas. Desde el derecho a la no discriminación, la diferencia sexual aparece como signo de diferencias múltiples y las discusiones en torno a las condiciones históricas de subordinación y desigualdad de las mujeres incluyen a otras diversidades que se construyen a partir de la etnia, la clase social, la edad, la preferencia sexual, la religión o cualquier otra condición o categoría social que marca diferencias.39 Chantal Mouffe (1993) se refiere a la ciudadanía como una categoría patriarcal porque, aun cuando las mujeres ya son reconocidas en las democracias liberales, la ciudadanía formal ha sido ganada dentro de una estructura de poder patriarcal donde las tareas y cualidades de las mujeres todavía no son valoradas y cuya identidad sexo-género afecta su pertenencia y participación en la vida pública. 40
Surgen, pues, nuevas formas de ciudadanía que no admiten limitaciones de ningún tipo y se ligan al reconocimiento del otro en su especificidad y diferencia cultural. Al respecto, Norbert Lechner (2003) se opone a la restricción de las imágenes de la ciudadanía posible y deseable; sostiene que los sujetos vivenciamos nuestra ciudadanía en el marco de un imaginario colectivo que nos reconoce como tales y que es capaz de imprimirle dinamismo y fuerza.41 Por su parte, Martín Hopenhayn y Alberto Bello (2000) proponen repensar la construcción de ciudadanía incorporando, como uno de sus elementos constitutivos, la diversidad cultural. En este contexto, la ciudadanía aparece como un valor en el que es vital el reconocimiento del otro como un semejante en derechos, pero también en su especificidad y diferencia cultural. De esta manera “un nuevo campo de conflictos ciudadanos, donde la aceptación del otro se prefigura como un tema medular, entra en la escena de la discusión pública con mayor fuerza”, lo que constituye una señal de que la democracia no puede prescindir hoy de una construcción ciudadana con su importante carga cultural. En su opinión, para contrarrestar la discriminación histórica de grupos sociales, debe conjugarse el respeto a las diferencias en el campo político con la promoción de la igualdad de oportunidades en el campo social, acompañada de mecanismos de acción positiva. 42
En lo general, podemos constatar un incremento notable de análisis y estudios sobre el estado que guardan las democracias en la región de América Latina junto con un creciente y renovado interés por todo lo que tiene que ver con los ciudadanos, lo que ha dado pie al surgimiento de distintas ideas en torno a una “ciudadanía activa” desde una pluralidad de enfoques teóricos que entran en tensión. Esto representa una vía fructífera para analizar la posición de las personas y de los grupos sociales en los procesos de democratización surgidos en la última década del siglo pasado, desde el enfoque de los derechos de ciudadanía. La reciente aparición del derecho a la no discriminación en este contexto ratifica que tanto el concepto de ciudadanía como los derechos asociados a esta condición jurídica, política y social registran cambios y están en proceso permanente de evolución y reinterpretación de sus contenidos, dimensiones y alcances, en consonancia con los grandes cambios sociales de inicio de siglo.
Por último, en el debate sobre los contenidos y el proceso de construcción de ciudadanías democráticas desde su basamento igualitario, que incluye el derecho a la no discriminación, se introducen nuevas reflexiones que vale la pena considerar. Dado el tema central de este escrito, hemos enfatizado en la idea de que el ciudadano es un sujeto de derechos, pero es indispensable no perder de vista que también es un sujeto de obligaciones. Hasta ahora, estas dos condiciones -derechos y deberes- están enmarcadas en los límites territoriales del Estado moderno, que sigue siendo el actor político central y referente vinculatorio de los ciudadanos. Desde esta premisa, considerando que los deberes morales y políticos contribuyen a que la comunidad política sea más justa y cívica y que, en su conjunto, los derechos, los deberes y la justicia son partes de la construcción de ciudadanía, Ángel Pujol (2010, p.56) formula las siguientes interrogantes:
¿Tiene el ciudadano algún deber con quienes no son sus conciudadanos y ni siquiera residen en su Estado? ¿Existen deberes positivos más amplios hacia el conjunto de la humanidad, como eliminar la pobreza o evitar las escandalosas desigualdades sociales y económicas que hay en el mundo? 43
Estas preguntas dan pie al autor para posicionar el cosmopolitismo como nueva perspectiva analítica y política, que se cuestiona sobre la existencia de obligaciones previas y más fuertes entre los individuos, más allá de su pertenencia nacional, e incluso de sus deberes de carácter asistencial hacia la humanidad, las cuales tienen que ver con la reparación de las injusticias estructurales y globales que se generan en todas las relaciones sociales que tienen lugar en el mundo, en la medida en que todos los seres humanos de manera directa o indirecta contribuimos a ellas. Más que en el principio de responsabilidad, la fuerza normativa de esta postura radica en el principio de igualdad que se basa en el vínculo moral más profundo que nos une a los demás y que es previa a la existencia de las instituciones políticas, esto es, del Estado. En suma, sostiene que el poder moral de la igualdad es la base de las obligaciones con la humanidad que trasciende la conciencia moral individual para presidir los asuntos políticos.
Apunte final
La no discriminación es un derecho relevante en el sistema de derechos humanos, tanto para la ampliación de ciudadanía como, en consecuencia, para el fortalecimiento de la democracia. Ésta nos pone en condiciones de deliberar colectivamente, en el mismo proceso democrático, sobre lo que no se visibiliza y mucho menos se discute, entrever las causas de los problemas que aquejan a la sociedad y los factores que nos dividen, imaginar escenarios, acordar con otros para proponer soluciones, identificar las causas de la discriminación y sus perversos efectos sociales, comprender las carencias estructurales y los factores culturales que nos fracturan como sociedad, así como exigir el cumplimiento efectivo de los derechos y conquistar nuevas libertades.
Si bien se han registrado avances graduales en términos de normatividad constitucional y legal en torno al derecho antidiscriminatorio y se empieza a dar cuenta de las graves y perniciosas consecuencias del fenómeno de la discriminación en México por parte de las autoridades competentes en la materia y actores de la sociedad civil, todavía es incompleto el proyecto político de transformación hacia una cultura igualitaria y democracia incluyente en nuestro país.
Dada la naturaleza de los actos discriminatorios, se impone un proceso simultáneo de deconstrucción de los prejuicios y estigmas sociales normalizados y de construcción de nuevas concepciones y condiciones de igualdad. A lo largo de este texto hemos visto que la discriminación como estructura cultural da lugar a esquemas clasificatorios, concepciones y categorías que operan distinciones y prácticas que atentan contra la dignidad de las personas y que, a su vez, operan como estructuras simbólicas que permean nuestras visiones del mundo y se traducen en decisiones y acciones políticas. Nos percatamos que el problema no está en las diferencias y en la singularidad de las personas y de los grupos sociales, sino en que éstas se traduzcan en desigualdad socioeconómica y desigualdad de trato basadas en relaciones asimétricas de poder. Asimismo, de manera paradójica, advertimos que el derecho a la no discriminación abre la ventana a nuevas oportunidades para el ejercicio efectivo por parte de los ciudadanos de todos y cada uno de los derechos fundamentales.
La lucha contra la discriminación es parte imprescindible del proceso de construcción democrática y exige, dada su naturaleza y contenidos, transformaciones de orden cultural y medidas de orden político. La experiencia de México, junto con otras experiencias nacionales, indican que la democracia no tiene una senda institucional única, pero, como bien lo apunta Joan Prats (2005) , sí existe un pilar normativo que soporta la construcción democrática: el valor igual de la vida humana, que conlleva la consideración de los seres humanos con un fin en sí mismo y libremente autodeterminados, sin que exista ninguna razón moralmente admisible que justifique su instrumentalización por otras personas. Desde esta perspectiva
Un apoyo efectivo y sincero a la democracia pasa por una batería de políticas cuyo propósito común de fondo ha de ser la distribución del poder económico y político a la vez que el aumento de las oportunidades vitales para todos los ciudadanos. La democracia es la lucha incesante por conseguir la participación política igual y libre de todos los ciudadanos en las diversas y cambiantes condiciones sociales, económicas y culturales. Por eso no es un punto de llegada. No hay consolidación democrática. Siempre hay oportunidades y amenazas democráticas. Sin libertad la igualdad es tiranía. Sin igualdad, la libertad de participación es falsedad porque falta la autonomía personal. Cuando falta la libertad-autonomía de la persona no hay democracia verdadera. La responsabilidad de los demócratas es a la vez combatir la concentración del poder y crear las condiciones sociales, económicas e institucionales de la participación igual y libre.44
Ahora bien, si entendemos la discriminación como un fenómeno histórico producto de una construcción cultural y social, estaremos en condiciones de colocarnos en un horizonte de futuro para actuar colectivamente y transformar la realidad, toda vez que las prácticas discriminatorias que vulneran y niegan derechos y libertades a personas y grupos sociales son desmontables y transformables. Aunque sabemos que no son suficientes los cambios en las legislaciones para hacer efectivos los derechos ciudadanos y dotar de calidad a la democracia, las normas jurídicas vigentes, sobre todo la cláusula constitucional antidiscriminatoria, son puntos a favor para introducir mecanismos democratizadores en las instituciones. En esta tónica, hay que considerar que los contextos cambiantes inevitablemente generan nuevos problemas, pero también ofrecen nuevas posibilidades de acción.
Ante contextos cambiantes, nuevos derechos, viejos problemas y la emergencia de nuevos actores sociales que defienden distintas reivindicaciones, se impone la construcción de un paradigma igualitario que atraviese la vida pública nacional y pueda generar efectos positivos en las distintas agendas institucionales (políticas, culturales, sociales, económicas y académicas) y, por supuesto, en la diversidad de agendas ciudadanas. Desde luego, la garantía del derecho a la no discriminación corresponde al Estado mexicano, para lo que requiere desplegar una amplia, estructural y coherente política para su reducción, prevención y posible abatimiento.
Ahora bien, en la tarea de posicionar en la agenda pública el derecho a la no discriminación, el campo académico juega un papel crucial. Consideramos que a través de investigaciones teóricas, estudios empíricos y del análisis y deliberación académicas, es posible identificar -entre muchos otros elementos- los efectos e impactos sociales de las prácticas discriminatorias, indagar sobre sus causas y desmontar los prejuicios y las imágenes estereotipadas en que se sustentan, evidenciar los diversos costos individuales y colectivos de las omisiones, así como identificar cómo los distintos grupos sociales padecen los procesos y prácticas discriminatorias, dentro del universo posible de distintos y productivos abordajes teórico-metodológicos específicos.
Sin embargo, en nuestra opinión, la tarea no concluye aquí; por el contrario, la producción de conocimientos debe ligarse de manera directa a la construcción de una racionalidad antidiscriminatoria comprometida con las políticas públicas de Estado, en todos los órdenes de gobierno y en relación con los diversos grupos de población que padecen la discriminación, y, sobre todo, con las reivindicaciones de los ciudadanos y las agendas de la sociedad civil. Se trata de incidir de manera efectiva tanto en el ciclo de las políticas públicas instrumentadas por los gobiernos “desde arriba”, como en las iniciativas y exigencias que surgen “desde abajo” derivadas de propuestas de colectivos de ciudadanos. Dicho de otro modo, se precisa establecer interlocución con las instancias de gobierno y con los diversos actores sociales que tienen que ver con la problemática, así como de estar en condiciones de emitir opiniones documentadas y autorizadas respecto a los programas gubernamentales, proyectos de intervención social y propuestas de origen ciudadano.
Hasta ahora, aun cuando la discriminación -como parte de toda cultura- está presente en las instituciones y condiciona su sentido social, observamos que no se han desarrollado consistentes líneas de investigación que permitan esclarecer cómo impacta este fenómeno en México, en los distintos ámbitos de convivencia social, en los campos de ejercicio profesional -incluido el terreno académico-, en el desarrollo de las comunidades, en la gestión pública, en la formación de las futuras generaciones y, evidentemente, en el ejercicio efectivo de los derechos humanos. Desde nuestra visión, una comprensión teórica y empírica de este tipo de desigualdad de trato permitiría avanzar en políticas y cursos de acción adecuados en beneficio de la sociedad, sobre todo en políticas educativas encaminadas a la construcción de ciudadanías democráticas.
Más allá de lo “políticamente correcto” y de la “razón retórica” que encuentra en sí misma su razón de ser, justifica al mismo tiempo cualquier orden establecido, y no deja lugar a lo desconocido, como sugiere Marc Augé (2007) , en este caso es importante desentrañar las prácticas discriminatorias cotidianas e identificar las relaciones entre éstas y los discursos institucionales que las expresan y sostienen.45 Quienes estamos en las ciencias sociales hemos de reconocer, como lo sugieren varios autores, que somos parte del mundo social que estudiamos y que, por tanto, uno mismo y el propio acto de investigación son objeto de la propia investigación. 46Ante este hecho, la reflexividad, que se juega en todo proceso serio y consciente de conocimiento e investigación, nos conduce a pensar sobre los efectos que la propia participación en el mundo social tiene en la transformación de la realidad.
En efecto, a la pluralidad de académicos y diversidad de Instituciones de Educación Superior corresponde generar información y desarrollar conocimiento que muestre como problema la presencia de distintas prácticas de discriminación en las instituciones y en los diferentes escenarios sociales, que son los que permiten observar y transformar los vínculos específicos entre los ciudadanos y el sistema político. A la vez, se requiere de su contribución para analizar los contenidos, dimensiones, relaciones y alcances del derecho a la no discriminación y dar lugar, desde el diálogo entre las distintas disciplinas de las ciencias sociales y en interlocución con los distintos actores sociales y políticos, a la construcción de propuestas de política pública que incluyan las expectativas sociales y consideren las condiciones de realización para hacer operativa una perspectiva antidiscriminatoria en todos los planos de la vida institucional y social.
En el área de formación, toca buscar la manera más adecuada de incluir en los programas curriculares de la educación básica, media y superior la perspectiva antidiscriminatoria y contenidos referidos al derecho a la no discriminación y a la inclusión social, en el marco de la educación para la ciudadanía. Un asunto clave, además de introducir el tema en los planes de estudio, es estimular la introducción de esta perspectiva como criterio y eje rector en las políticas institucionales de apoyo a la producción académica y como objeto de estudio específico en los proyectos de investigación. Para redondear este asunto y consolidar el conocimiento en materia de discriminación, resulta pertinente promover el intercambio académico especializado, la discusión intelectual y la conformación de redes plurales, abiertas y multidisciplinares de investigadores.
Todas las acciones deben estar necesariamente acompañadas de un esfuerzo institucional y consistente de difusión para sensibilizar a la sociedad sobre los temas y problemáticas, socializar los resultados de las producciones académicas y las propuestas derivadas de las mismas y articular los intereses de los diversos actores sociales ligados al problema. La idea es, pues, desplegar una estrategia de comunicación creativa que contribuya a posicionar el tema de la discriminación como campo específico de estudio y legitimar el papel estratégico que juega el derecho antidiscriminatorio en la transformación de la sociedad, y así abonar el camino para la búsqueda de mecanismos que garanticen una cultura más democrática e inclusiva.
El estado que guarda la democracia mexicana confirma la relevancia de abordar, desde todos los frentes, el papel del derecho a la no discriminación en la construcción de ciudadanías democráticas desde la perspectiva del pleno ejercicio de los derechos y libertades fundamentales en un Estado de derecho y de políticas públicas específicas antidiscriminatorias en contextos institucionales definidos. Sin duda, este derecho puede generar una discusión renovada sobre el papel del Estado en los procesos de democratización de la sociedad.
Finalmente, hemos de reconocer que “nosotros” y los “otros” es un asunto propio de la democracia, de la convivencia democrática y del régimen democrático. En esto radica su sentido: en la naturaleza de lo diferente, en la recreación de la pluralidad y en el reconocimiento de la diversidad.