Preliminar
Los barrios, denominados inicialmente como de “indios”, nacieron en la periferia de San Cristóbal de Las Casas y conformaron sus primeros enclaves territoriales. Por la singular geografía del valle, estos asentamientos constituyeron, sin que haya evidencia de que alguien se lo propusiera, una frontera “extramuros” que separaba a los indios de los españoles y protegía a la ciudad de los grupos hostiles que habitaban las inmediaciones (Aubry, 1991). Posteriormente, los barrios de indios experimentaron un proceso de mestizaje, de modo que se conurbarían con el recinto español, dando lugar a nuevos asentamientos que también se denominaron barrios.
Con excepción de los barrios originales, el resto nacería en distintos momentos y circunstancias históricas; sin embargo, todavía en los primeros años de la década del 70 del siglo pasado, estos eran similares en cuanto al paisaje urbano y gozaban de una territorialidad propia, separada casi siempre por humedales, despoblados o puentes. El comercio regional que no fuera el sostenido con las comunidades indígenas del entorno apenas existía y, por lo mismo, los barrios se ocupaban de surtir los bienes y servicios que la población requería, actividad que daría lugar a los oficios que más adelante serían distintivos de la ciudad. San Ramón, por ejemplo, elaboraba pan “coleto” o local, el Cerrillo se dedicaba a la herrería, los de Cuxtitali eran “cucheros”,1 los de Mexicanos, “textileros”, los de San Antonio, “polvoreros”, y los de Guadalupe, comerciantes -fijos en la calle Real de Guadalupe, circuito comercial del barrio, y ambulantes cuando se desplazaban a las ferias de los pueblos circunvecinos-.2
San Cristóbal, a pesar de su temprano tránsito de villa a ciudad, apenas creció durante su larga vida colonial e independiente, y después de cuatro siglos y medio, su población solo era una séptima parte de la actual. Sería hasta la aparición del inesperado éxodo indígena que se producirá el primer disparador de un crecimiento que de lento pasaría a ser masivo y anárquico: se invadieron humedales en favor de colonias irregulares, al mismo tiempo que surgían por todos lados espacios residenciales exclusivos y unidades de “vivienda popular” promovidas por desarrolladores y programas de gobierno. El paisaje urbano cambió drásticamente, las mojoneras naturales entre los barrios fueron desapareciendo bajo la presión de la mancha gris y aparecerían asentamientos inéditos como los de colonia y fraccionamiento.
El llamado Centro también dio un vuelco cultural, pasando de residencia de familias coletas3 a espacio de entretenimiento y patrimonio histórico. Buscando sacar provecho de un entorno promisorio en lo económico, aunque conflictivo en lo político y excluyente en lo social, irrumpieron entonces el turismo, las agencias de viajes, las franquicias hoteleras, los restaurantes gourmet, los operadores políticos de las distintas izquierdas, el movimiento campesino, las caravanas zapatistas, los ambientalistas y defensores de derechos humanos, las organizaciones no gubernamentales, los portadores de culturas alternativas, la percepción de inseguridad en el espacio público y toda suerte de personas y actividades que marcaron con su tono cosmopolita y multicultural el fin de milenio en la ciudad (Paniagua, 2014).
Frente al viraje cultural y el crecimiento incontrolado de la mancha urbana, los viejos barrios dejaron de crecer en territorio, mientras que los recientes se incrustaron en los últimos resquicios de los humedales que quedaron. El vínculo de origen entre asentamiento barrial, oficios económicos y geografía se rompió, dejando como única salida la reconstitución de una identidad barrial sin fronteras territoriales, o, más propiamente, desterritorializada.
¿Qué factores incubaron ese cambio, cómo se produjo y cuál es su vínculo con una red de devotos católicos que construyó un espacio imaginario sustentado en un sentido de pertenencia ritual? Esas son las interrogantes a las que el presente texto pretende dar algunas respuestas.4 En otros términos, se busca explicar que es la dinámica del cambio histórico del Barrio en San Cristóbal, la que ha hecho posible su continuidad hasta el momento actual sin constituir una esencia mística e inmutable. De ahí que se asuma, retomando a Braudel (1979) y su concepto de la “larga duración”, que existe un vínculo dialéctico -y no una paradoja- entre el pasado de la ciudad y su actualización en el presente etnográfico; en particular, se mostrará que las transformaciones barriales constituyen un proceso que ha conducido a desplazar el territorio convencional para dar lugar a un espacio imaginado o red ritual a partir de festividades patronales.
Sobre el método. A propósito de los conceptos
Desde una perspectiva que trata de explicar la diversidad cultural mediante conceptos espaciales y territoriales, el texto se estructuró siguiendo el criterio del tiempo largo braudeliano, asumido como la historia profunda que hace inteligible el presente etnográfico. En su aplicación al ciclo largo de la ciudad, se estableció un arco histórico que incorpora, en la medida que es posible en el marco de la estrechez de un artículo, los tres momentos espacio-temporales por los que han transitado el “valle”, el barrio y la ciudad: el espacio geográfico (característico del período precolombino), el territorial (surgido propiamente con los barrios y la fundación de la villa española), y el que aquí se denomina espacio imaginado (el nuevo sedimento barrial después de la crisis de territorio que San Cristóbal ha padecido durante los más recientes 50 años).5
Esa ruta analítica inicia con la época arcaica y precolombina, cuando el “valle” es únicamente naturaleza o espacio geográfico; se ocupa luego del Barrio-territorio en la época colonial y el siglo XIX, para arribar, a partir de ahí, a una de las posibles explicaciones de la historia reciente de la ciudad: un conjunto de turbulentos cambios, desastrosos en términos culturales, territoriales y de población que derivaron en una “crisis de territorio”. A la postre, en el último apartado, se plantean algunas consideraciones sobre el intento del Barrio (exitoso, como veremos) por sobrevivir a ese tsunami social, reorganizando su sentido de pertenencia alrededor de un espacio imaginado o ritual. En el epílogo, más que recapitular los principales hallazgos -obvios a lo largo de todo el artículo-, se consideró conveniente una reflexión obligada del efecto combinado que la pandemia de la covid-19 y las inundaciones tuvieron en la continuidad acostumbrada del ciclo de festividades.
Es verdad que el primer apartado, “Hueyzacatlán o lugar donde crece alto el zacate”, tiene un estilo narrativo distinto al resto -es el único que recurre a fuentes arqueológicas y lingüísticas y a citas en el cuerpo del texto-, lo que podría cuestionar su pertinencia, sobre todo tomando en cuenta que la historia territorial de San Cristóbal empieza con su fundación en 1528. Pero su inclusión, además de responder al criterio metodológico adoptado, contribuye a esclarecer por qué el “valle” no conformaba en tiempos prehispánicos un espacio habitado con un pasado territorial, a diferencia de otras regiones. Como veremos, lo que los hallazgos sobre el período revelan es que Hueyzacatlán era un espacio geográfico no apto para su conversión en territorio. Que ese espacio vacío haya sido ocupado para fundar una villa por razones de clima o estratégicas es una fatalidad conectada, como lo reflexionaremos al final, con un presente agobiado por la sobrepoblación, las inundaciones y la extinción de lo que un día fue la mancha verde.
Sobre las categorías espaciales utilizadas, sabemos que son polisémicas, pues mucho dependen de los enfoques teóricos que se adopten. No obstante, en favor de la claridad, es importante señalar que los conceptos clave aquí utilizados -espacio geográfico, espacio social, territorio, desterritorialización-, provienen de la geografía humana y su contenido ha sido definido, por lo mismo, a partir del modo y grado de relación del hombre con su entorno. Así, la ausencia de la presencia humana en el medio natural, o una relación débil o intermitente con el mismo, remite al espacio geográfico, mientras que la noción de territorio nos indica una apropiación de ese espacio por la acción humana.6 La desposesión del territorio, que para autores como Haesbaert (2011) es un “mito”, posibilita el concepto de desterritorialización producido por lo que Guattari llama “líneas de fuga” (Guattari, 2013). El espacio imaginado tiene igualmente una naturaleza social, pero a diferencia de la categoría de territorio no depende de una geografía delimitada por elementos objetivados o físicos, sino de una red humana que se constituye subjetivamente, gracias a la línea de fuga, con ciertos propósitos -ese es el caso del Barrio-.
Las líneas de fuga cuestionan, desde la micropolítica -enfoque de investigación creado por Deleuze y Guattari (2002: 237) en el libro Mil Mesetas -, la concepción reproductivista de la sociedad, según la cual una sola semiótica dominante controla el sentido de las prácticas sociales y anula la capacidad de agencia colectiva. Frente al poder emanado del Estado, vertical y jerárquico, se afirma la presencia inmanente en la vida cotidiana de líneas de acción que visibilizan otros lenguajes y mundos de lo posible. Estas otras líneas de segmentaridad, necesariamente moleculares y rizomáticas frente a las molares y arbóreas, si bien fueron planteadas inicialmente en el ámbito de cierta filosofía y el análisis político o esquizoanálisis (2002: 237), han sido trasladadas a la reflexión geográfica y antropológica como un concepto que permite una mejor comprensión de la movilidad humana, particularmente de los procesos de desterritorialización-reterritorialización.
Como podrá observar el lector, cada una de las partes del texto está guiada por las categorías mencionadas, pero conforman una suerte de diálogo con la historia -o más exactamente la etnohistoria, por el sentido en que aquí se aborda, como explicación del presente-, cierta sociología de la globalización y la etnografía.7 En el plano temporal, según la época que se aborde, cierto grupo de categorías tiene primacía sobre las restantes, pero en conjunto se busca hacerlas coincidir en una sola interpretación coherente de las relaciones socio-territoriales entre el barrio y la ciudad. Para esta visión integrada a través del espacio-tiempo, el concepto de “larga duración” de Fernand Braudel (Paniagua y Perezgrovas, 2019),8 una cartografía sustentada en imágenes satelitales (inéditas) y lo que aquí se denomina experiencia vivida han sido fundamentales.9 Todos estos argumentos e instrumentos recorren analíticamente la ciudad de San Cristóbal: el “tiempo largo” permite explicar el cambio en profundidad de la historia barrial, aunque también, a través de la categoría del “tiempo corto”, su historia reciente y vida cotidiana;10 la cartografía ilustra gráficamente el cambio territorial del “valle de Jovel”, desde que constituía un espacio verde hasta transformarse en otro sobrepoblado padeciendo una crisis de territorio;11 por último, la experiencia vivida conecta la memoria del autor con su propia interpretación de los hechos.
Sobre esto último, importa aclarar que se trata de algo diferente al trabajo antropológico in situ que remite al diario de campo, a la observación planeada de la “otredad” y al encuentro con los informantes “clave”. El pasado, sus personajes y paisajes de algún modo ya se fueron o han cambiado, por lo que el autor trató de invocarlos en el presente “echando mano” de lo que vivió y vio a lo largo de medio siglo como urbanita en la ciudad. Se trata de rescoldos de la memoria personal acumulada, algunos nítidos y otros oscuros o poco articulados, sobre todo por mi separación temporal y de retornos intermitentes a la ciudad durante algunos años.12 Con todo, alcanza (eso espero) junto con otros escritos, documentos y testimonios, para recuperar algo del sentido que los actores dieron a su cotidianidad en la ciudad.
Pensando en que el artículo pueda ser útil tanto para el lector en general como también para la academia y el público especializado, deliberadamente se estructuró la redacción en lo que podrían considerarse dos secciones complementarias: en el cuerpo del texto se exponen los elementos y argumentos que responden al propósito principal, el tránsito del barrio como territorio a espacio imaginado, mientras que en el pie de página se desarrollan del modo más detallado posible los respaldos conceptuales, los razonamientos teóricos y los datos adicionales que se juzgaron oportunos. Sé de antemano que no es lo usual el uso de citas a pie de página tan largas en una revista científica, pero acotarlas (como dicta la norma) obligaría a incorporar en el cuerpo del texto una serie de disquisiciones teóricas que no necesariamente son de interés para el lector común al que se pretende llegar.
Hueyzacatlán o lugar “donde crece alto el zacate”
Hueyzacatlán, como área de montaña, aunque sea extraño por su geografía y distancia en relación con la costa y la tierra caliente, habría emergido del mar hace unos 110 millones de años, en la época temprana del período cretácico, y en un dilatado proceso natural que duraría unos 50 millones de años (Weber, 2014: 13). De ahí surgirían los picos más altos de una red de volcanes de fuego, las dos principales elevaciones que custodian al altiplano: el Huitepec, con 2700 metros de altura sobre el nivel del mar, y el Tzontehuitz, con 3000 metros sobre el nivel del mar (2014: 13).13
De acuerdo al consenso de geógrafos y geólogos (Weber, 2014), Hueyzacatlán -lugar donde crece alto el zacate, en náhuatl- o Jovel -zacate pajón, en maya tzeltal-14 constituye una cuenca endorreica de 75 km2 con un único desagüe natural conocido como los Sumideros.15 A juicio de Ramos Maza (2014: 24), más que un valle, Jovel sería una depresión o “cuenca de hundimiento provocada por la acción del agua subterránea que ha horadado toda la región”.16
Debido a ese origen acuático, las características del suelo (pantanoso, colmado de lagunas y ojos de agua, y saturado de zacatonales) hicieron la vida difícil a los habitantes del mal llamado valle. Semejante paisaje natural, más “los espejos de agua de los terrenos inundables, fue la imagen que se ofrecía a comienzos del siglo XVI” (2014: 24). Con independencia de los factores sociales que derivarían de la conquista, se puede entonces responder en parte a la interrogante de por qué los pueblos de la región prefirieron habitar las colinas, y no una extensión pantanosa e inundable en las estaciones de lluvia.17
A pesar de ello, Thomas Lee (2014), uno de los pocos investigadores que hizo trabajo arqueológico en los Altos buscando presencia humana, ha señalado una ocupación intermitente de Jovel en distintas épocas, sin que en algún momento haya podido florecer un asentamiento precolombino importante. A diferencia de las laderas montañosas que bordean Hueyzacatlán (y hasta el momento de la conquista), este al parecer nunca conoció, en el sentido social de la geografía humana, un proceso de apropiación territorial.18
Se ha calculado, tomando como punto de partida el arribo del hombre al continente americano entre el año 70 000 y 28 000 a. C., que en la época arcaica, aproximadamente en el 14 000 a. C., existían 20 sitios humanos en México, localizándose dos de ellos en lo que hoy es Chiapas: uno en la región Altos y otro en los valles contiguos de Teopisca y Aguacatenango. Así lo muestra la evidencia encontrada en el centro de la ciudad, unas puntas de proyectil que datan del año 8 000 a. C.19 No obstante, fuera de estos vestigios líticos no se han encontrado restos distintos, más que una cueva que presumiblemente sirvió de protección y que en la actualidad es conocida como “corral de piedra”, al oriente de la ciudad.
Pueden esgrimirse, a juicio de T. Lee (2014), muchas suposiciones acerca de la ausencia de construcciones permanentes en esa lejana época, pues la tendencia histórica en la medida en que el hombre se hizo sedentario fue buscar como hábitat las tierras bajas y las vegas de los ríos. Sin embargo, la hipótesis más plausible apunta al hecho de que la transición generalizada del cazador nómada al agricultor sedentario no sucedió ni en Jovel ni en sus cerros circundantes. La razón estribaría no solo en la humedad de la superficie plana, sino en la dificultad en ese entonces de obtener maíz y otros cultivos en el clima frío. Habría existido en el mundo arcaico una interacción estacional de “microbandas” con el espacio geográfico, mas no una apropiación sostenida y permanente que implicara, como todo espacio devenido en territorio, conglomerados humanos y relaciones sociales.
Podemos imaginar que el hombre llegaba al valle sólo en ciertas estaciones del año para cazar y recolectar, como en la primavera o en el otoño, después de las lluvias de septiembre y octubre, cuando el valle ofrecía sus gramíneas maduras y sus encinos llenos de bellotas. Esta zona podría haber servido como una reserva temporal (Lee, 2014: 5).
Si bien es generalizado en el ámbito local asociar a la población de origen mesoamericano con el concepto de etnoterritorio (Barabas, 2004),20 lo cierto es que en el caso de Jovel sería hasta las postrimerías del preclásico que se encuentran en las márgenes del valle los primeros montículos, probablemente de uso ritual, junto con restos de cerámica similar al de la tierra caliente, en el oeste. Ello sugiere, y tal vez esto es lo más interesante del período, que los primeros habitantes establecidos hablaban zoque y no maya. El hecho, a decir de Lee (2014: 6), no es de extrañar, ya que en el preclásico era común que la lengua zoque fuera predominante a lo largo del río Grijalva.
El arribo de mayas a la tierra fría ocurrirá poco antes del clásico. La lengua que hablaban provenía del cholano, tronco lingüístico de las tierras bajas y del cual surgiría el tzeltal en el 1 300 d. C. Una división posterior daría lugar al tzotzil.21 En la actualidad, estas dos últimas lenguas son las de uso más generalizado en los Altos de Chiapas. Es de hacer notar que en este período los mayas expulsarían a los zoques de asentamientos como el del Cerro de Santa Cruz, marcando el inicio de las disputas, ahora sí, etnoterritoriales en la región (2014: 6).
Las rivalidades aumentarían en el período clásico (250 al 900 d. C.), y estarían protagonizadas por los pueblos de Ecatepec y Moxviquil.22 Sin embargo, también de esta época son los restos encontrados en Ecatepec, consistentes en tumbas de laja tendida y ofrendas mortuorias, vasijas y otros artículos. Pero, sin duda, por su complejidad arquitectónica y ritual, Moxviquil constituyó el centro social y ceremonial más importante a la mitad del clásico (500 d. C.). Su florecimiento tendría que ver no solo por el control del ojo de agua frente a la colina que ocupaba, sino con la explotación de un yacimiento de pedernal, fundamental en la región -ante la ausencia de obsidiana- para elaborar herramientas cortantes.23
Con el fin de tener mejor claridad sobre el pasado precolombino en los Altos de Chiapas, es necesario señalar que ha sido lo más estudiado por la arqueología. Las excavaciones datan desde los años 50 del siglo pasado y han podido corroborar la ausencia de una apropiación física del valle de Hueyzacatlán, lo que no obsta para que fuera nombrado y conocido. Este hecho es fundamental para comprender la dinámica histórica que se originó a partir de la fundación de la villa española. No hubo despojo territorial (a diferencia de pueblos como Comitán que estaba habitado), sino el tránsito de espacio geográfico a territorio. Los restos encontrados sugieren una serie de pueblos situados únicamente en las laderas de Ecatepec, Huitepec, Moxviquil y Santa Cruz. La vida cultural de estos pueblos no permanecería ajena al militarismo (característico del posclásico) y, hasta la conquista por los españoles, estarían enfrentados entre sí.
Cabe también hacer notar que la cultura clásica, manifestada en una compleja organización social y ritual, construcciones monumentales, escritura en estelas, grabados, conocimiento matemático y de los astros, fue propia de las tierras bajas y nunca impactó a los Altos de Chiapas, excepto por ocasionales encuentros comerciales en que se introdujeron ciertos objetos elaborados con cerámica. De ahí que la decadencia maya deba comprenderse regionalmente por las guerras intestinas, el empobrecimiento y dispersión paulatina de los grupos que habitaban el área.
La ciudad y el territorio en el pasado. Los primeros barrios
San Cristóbal de Las Casas sería fundada como Chiapa de los Españoles en 1528 por el capitán Diego de Mazariegos en un frío y húmedo valle, deshabitado, pero con vecinos hostiles cercanos. Desde el nombre se establecía la diferencia con el asentamiento prehispánico de Chiapa de los Indios, sede de los chiapanecas, grupo cultural que heredaría su nombre a la entidad. Corría el 31 de marzo y el escribano Jerónimo de Cáceres dejaría asentado en el libro de cabildo ese momento estelar en que tuvo lugar el traslado de la villa española, inicialmente fundada en una de las márgenes del río Grijalva, a su nuevo sitio en el valle de Hueyzacatlán.24
[…] y habiéndose visto los términos y asientos de estas comarcas, les pareció que en este campo de Gueyzacatlan hay y concurren las calidades necesarias para la dicha población, por ser la tierra fría y en ella haber el río y fuentes de muy buena agua, y prados y pastos y aires [...] y tierra para ganados y montes y arboledas y comarca cercana y conveniente […] por tanto […] dijeron que mudaban y mudaron el asiento de dicha Villa Real (citado en De Vos, 2010: 49).
No obstante que la Villa fue fundada como una población de origen novohispano, Jovel en realidad era un mosaico de culturas y de lenguas conformado, sobre todo, por los indios auxiliares o “tropa de a pie” de Mazariegos. Procedían del centro de México y por su filiación étnica eran mexicas, tlaxcaltecas, mixes y zapotecas, aunque también había quichés y a la postre tzeltales y tzotziles -hablantes de lenguas mayas-.25 La singular situación multilingüística del lugar obligaría a usar el náhuatl como lengua común en el siglo XVI (De Vos, 1994).26
Reparar en los diferentes nombres con los que se ha conocido la ciudad ilustra muy bien los cambios políticos, casi siempre desavenencias, entre lo que fue la administración de la Nueva España y la Capitanía General de Guatemala. Además de las denominaciones prehispánicas de Jovel (maya) y Hueyzacatlán (náhuatl), San Cristóbal se conocería como Villaviciosa de Chiapa desde el 21 de julio de 1529, en alusión a Juan Enríquez de Guzmán, que desde la Audiencia de Guatemala vendría a sustituir a Mazariegos. El apelativo duraría apenas un poco más de 2 años, hasta el 14 de agosto de 1531, fecha en que Pedro de Alvarado renombrará al poblado como San Cristóbal de Los Llanos, seguramente en reconocimiento a la villa fundada con el mismo nombre por el capitán Pedro de Portocarrero.27
Con todo, el nombre que prácticamente duraría casi tres siglos es el de Ciudad Real, y sería gestionado por Luis de Mazariegos, hijo del conquistador. Provendría de un decreto emitido por la corona española el 7 de julio de 1536, y estaría vigente hasta el 28 de julio de 1829. El nombre de Ciudad Real significaría también adquirir el rango de ciudad.28 Posteriormente, como parte del México independiente, la ciudad mudaría su nombre todavía varias veces por acuerdos del Congreso del Estado: San Cristóbal, desde el 29 de julio de 1829; San Cristóbal de Las Casas, a partir del 31 de mayo de 1844, en recuerdo a Fray Bartolomé de Las Casas; Ciudad Las Casas, por decreto del 7 de febrero de 1934 y atendiendo a la prohibición anticristera de poner nombres de santos a los pueblos chiapanecos; por último, y hasta nuevo aviso, el 4 de noviembre de 1943, recuperaría su nombre de San Cristóbal de Las Casas (Trens, 1957: 157).29 Es destacarse que, a pesar de sus múltiples denominaciones a través del tiempo, la ciudad es mejor reconocida como Ciudad Real -cuando se alude a su permanencia histórica- y San Cristóbal de Las Casas -por ser su denominación actual-.
En las ciudades novohispanas, junto al asentamiento español, fue generalizada la ocupación de la periferia por los indios aliados que acompañaron a los españoles en la empresa de conquista. Ciudad Real no sería la excepción y los barrios conformarían inicialmente un grupo humano a prudente distancia territorial y social del asentamiento español, ubicado en el centro o Recinto. Según Aubry (1991: 25), el Recinto “comprendía 12 manzanas y 18 calles”, y lo habitaban -de acuerdo con el Libro de Cabildo- inicialmente 70 españoles peninsulares a los que luego se agregarían otros 13, posiblemente soldados de Portocarrero que decidieron quedarse a vivir en la nueva Villa. Y si bien en un principio la colonia procuró mantener separado al Barrio del pequeño grupo de conquistadores, lo cierto es que al poco tiempo se producirían entre indios y españoles relaciones de esclavitud y servidumbre.
Recinto y Barrio serían, entonces, las dos modalidades que dieron su origen a la ciudad colonial como territorio, transformando el espacio físico de la cuenca en un espacio social compartido, pero jerárquico y con obvias relaciones de dominación del español hacia los nativos. En términos de Raffestin (2011) y su concepción del espacio como una “geografía del poder”, estamos frente a un espacio social donde coexisten la diversidad y la asimetría como formas de interacción cotidiana. Diagrama 1
Como ya se mencionó, los barrios que nacieron con la Villa fueron habitados por mexicas, tlaxcaltecas, mixtecos, zapotecos y quichés, y de ahí que algunos de ellos, Mexicanos y Tlaxcala, llevaran nombres alusivos a la condición étnica de sus pobladores. Los mixtecos y zapotecos, por su parte, fueron ubicados en los barrios de San Antonio y San Diego. Finalmente, Cuxtitali es asociado con mayas quichés que habrían llegado de Guatemala como la tropa auxiliar de Diego de Portocarrero, conquistador rival de Mazariegos.30 Años después de la conquista, un sexto barrio, el del Cerrillo, surgiría en 1549 con mayas tzotziles que habían dejado de ser esclavos por decreto de la corona española.
Los barrios en esta primera etapa se ajustan a la definición de etnoterritorios. Nótese en el mapa satelital cómo los barrios guardan contigüidad geográfica, formando una especie de anillo que aísla y protege al recinto español.
Entre Barrio y Recinto, por siglos, se extendió un vasto espacio geográfico que apenas hasta los años 50 del siglo XX empezaría a poblarse por el crecimiento en dirección de la periferia al centro. Un siglo después de su nacimiento, en Ciudad Real la mayoría de las edificaciones estaban construidas con paredes de adobe y techos de teja -materiales locales-, y la población peninsular había pasado de 70 a 40 personas. Con el impulso urbanístico del obispo Núñez de la Vega (1684-1706) en el siglo XVIII, y el trabajo forzado a que fue sometido la mano de obra indígena, se pasaría del mudéjar, estilo arquitectónico propio del mundo rural, a las edificaciones barrocas (Aubry, 1991: 30-32). Con ello, habría que agregar, la ciudad caminaría también de territorio a paisaje, entendido este último como el sedimento histórico resultado de la acción humana a través de sucesivas generaciones (Santos, 2000). Ciudad Real incorpora ahora a su geografía, con las limitaciones impuestas por su proverbial modestia, un panorama citadino materializado con los estilos arquitectónicos de la época. Ya no solo hay sociedad, sino también un paisaje urbano que admirar.
El cambio barrial
Lo que en un principio sería rigidez y estricta separación territorial y étnica, con el tiempo empieza a desdibujarse. Debido al mestizaje, intenso en los dos primeros siglos de la ciudad, el Barrio dejaría de ser “barrio de indios”, al mismo tiempo que el Recinto, exclusivamente español. Cualquier asomo de originalidad étnica o racial, a pesar de su insistencia en el presente -a veces todavía se dice indios y mestizos, y hay algunos que agregan a supuestos criollos-, queda aquí sepultado por las evidencias de la historia local. Surge el nuevo barrio de La Merced, como una extensión del Centro hacia el Oeste, y ahí coexisten ahora “criollos”,31 castas, mestizos, mulatos y naborios; se mantienen las fronteras territoriales, pero se han vuelto permeables a todas las herencias de sangre y cultura. En el siglo XVIII la ciudad es plenamente híbrida -multicultural en los términos de hoy-, aunque como en los primeros años coloniales están vigentes los tributos y la servidumbre.
Durante el siglo XIX y hasta buena parte del siglo XX, tanto los habitantes del Centro como de los barrios se asumen como ladinos -noción a menudo tomada localmente como equivalente de mestizo-. Mientras tanto, el indígena o indio citadino -entendido como lo opuesto al ladino- se ha ruralizado, es extraterritorial, vive en el llamado paraje o comunidad, y su presencia en la ciudad es concebida como transitoria o circunstancial.
Puede observarse aquí la lenta conformación en el tiempo de dos tipos de fronteras territoriales: la que divide a los ladinos del Centro y del Barrio, y la que separa al Centro y al Barrio de las llamadas comunidades indígenas. La primera es intramuros y da cuenta de la rigidez clasista al interior de la ciudad; la segunda, es externa, y, sobre todo en el caso de las familias del Centro, pareciera trazar simultáneamente una línea étnica y de clase con todo aquello que es parte de la región, pero ajeno a la ciudad. Esa marca social conocida como ladina o coleta recorre transversalmente las asimetrías clasistas -hay ladinos ricos y ladino pobres-, y si bien en el imaginario urbano es representada según la condición social (los del Centro pueden presumirse criollos y los del Barrio simplemente no indígenas o ladinos), la fuente reivindicatoria común es la herencia cultural española.
Debido a ese patrón de crecimiento centrípeto, es que en el siglo XIX surgiría un segundo anillo de barrios conformado por Guadalupe, Santa Lucía y San Ramón. Los nuevos barrios, varios de ellos contiguos al Centro, definirán no solo un espacio territorial, sino que junto con los de origen colonial orientarán su ocupación económica a distintos oficios. En pequeñas tiendas adaptadas en los corredores, patios y zaguanes de las casas, el Barrio producirá y comerciará buena parte de lo que la ciudad requiere, mercadeando tanto con los indígenas como con los ladinos ricos del Centro. Ante el débil lazo económico y de abastecimiento con el resto de la entidad, localmente la actividad económica se orientará a la matanza de puercos y reses, la gastronomía, el pan, la herrería, los textiles, la pirotecnia, la tejería, la elaboración de velas rituales, muebles y juguetes de madera. En barrios como Mexicanos, además del trabajo textil, tomaría fama la curandería practicada por los conocidos como “brujos” -mote que luego se generalizaría a todo el barrio-. Con el tiempo, la práctica de cada oficio especializado se convertirá en el distintivo de la identidad barrial.32
Son tiempos de una modesta estabilidad y también de rigidez. En los años 50 del siglo XX, las diferencias económicas entre los ladinos del Centro -profesionistas y/o comerciantes- y los ladinos del Barrio -especializados en oficios- no facilitan la movilidad socio territorial de un sector a otro. Todavía en los inicios de la década de los 70, San Cristóbal es una pequeña ciudad de 32 mil 833 habitantes (INEGI, 1980) que respira provincialismo y sensación de aislamiento. Su contacto pareciera ser únicamente con el entorno indígena y con ocasionales viajeros y empleados de gobierno.33
La urbanización caótica típica del desarrollismo vendría después y, mientras tanto, en el Barrio y en el Centro había coletos, y sus señas de identidad se reproducían y guardaban en torno a los espacios naturales de su terruño. Hasta ese momento, tenemos que la vida intramuros transcurre sin sobresaltos en un medio ambiente inmediato integrado por ríos (el Fogótico y el Amarillo), despoblados (La Isla), lagunas o lagos (Chapultepec y María Eugenia), y, desde luego, montañas, producto del antiguo círculo de volcanes de fuego y ahora volcanes apagados -Tzontehuitz, Huitepec, Ecatepec, los principales-. Abundaban los renacuajos, larvas de anfibios que después de eclosionar hacían surgir las ranas entre zacatonales y pantanos, y el popoyote -pez de río, microendémico, propio de cuencas cerradas como la de Jovel-. La mancha verde tenía primacía sobre la mancha gris y los puentes -Puente Blanco, Tlaxcala, Peje de Oro, la Almolonga, Morelos, el Santuario-, que constituían el paso necesario para transitar de un barrio a otro.
En los nombres de los nuevos barrios y colonias persiste todavía la marca de lo que en el pasado todavía no muy lejano eran lomeríos y zonas verdes y boscosas: Los Pinitos (hoy colonia Los Pinos con sus cuatro calles del mismo nombre), Explanada Huitepec (hoy Barrio de Fátima), La Isla (hoy Barrio Santa Cecilia), Cerros de la Delicias y de la Santa Cruz (hoy asentamientos de los barrios del mismo nombre). El antiguo “campo de aviación”, una extensión de terreno respetable, es ahora la Unidad Administrativa y sede del gobierno municipal. La icónica carretera panamericana, símbolo del fin del aislamiento con Tuxtla y Comitán, constituye tal vez la división más notoria entre la ciudad vieja y el nuevo San Cristóbal. Hacia el Centro está la ciudad centenaria con sus paredes de adobe, techos de teja y aleros “pecho de paloma”; hacia el Sur, los nuevos fraccionamientos, barrios y colonias, resultado del poblamiento de no más de medio siglo. La zona norte, una vasta área de humedales, en la actualidad conforma un intricado complejo de colonias conformadas inicialmente, en su mayoría, por indígenas conversos originarios de los municipios aledaños.
El acceso físico a las cabeceras y comunidades de los municipios de la región hasta hace poco fue complicado por lo accidentado de la geografía y los pésimos caminos de terracería (intransitables en la época de lluvia), pero fue paliado eficazmente por dos estaciones de radio que surgirían algunos años antes de que la ciudad decidiera el giro turístico: la “WM” -ahora Suprema Radio- y la “Radio Comunidad Indígena” -integrante en la actualidad de la cadena de radio gubernamental denominada Radio Uno-. La primera capitalizó la negativa reiterada de la Secretaría de Comunicaciones para autorizar otras señales radiofónicas, incluyendo una cultural promovida en su momento por la Universidad Autónoma de Chiapas, y la segunda sería el enlace más efectivo con el medio rural indígena, transmitiendo noticias y mensajes en español y tzotzil. Finalmente, en el marco de otras voces que exigían diversificar los canales de expresión -el Internet todavía estaba por llegar- el monopolio radiofónico se rompió, y no por la vía de la autorización oficial de nuevas frecuencias, sino por el surgimiento de una constelación de estaciones “piratas” tanto religiosas como comerciales.
En lo que en la reflexión sobre los espacios sociales se ha concebido como el “lugar practicado” o “espacio representado”,34 la vida social también tenía referencias de encuentro inevitables y aceptadas. Esas que hacen la diferencia entre cualquier espacio y el llamado lugar o terruño. Los negocios se conocían con el nombre de los propietarios y más frecuentemente por sus apodos. Eran tan escasos que todos los vecinos, provinieran del Centro o del Barrio, confluían cotidianamente en ellos. Si se trataba de abarrotes estaban las Tres RRR, Don Olinto y los Supermercados Jovel; si la ocasión ameritaba un casimir o un traje de vestir, la Casa Sarquis, Don Sixto González y las sastrerías Morales y Cañaveral; si se pensaba hacer estrenar a toda la familia en ocasiones como bautizos, primeras comuniones, bodas o cumpleaños, “Doña Chole” y La Cigüeña de la “Tía Elenita”; si lo que se buscaba era un regalo para un día especial, “el Titiritero” o “las Licas”; si el motivo era la diversión, los billares de “Don Abraham” o el Salón Primavera; si se trataba de jóvenes, los cines Las Casas y Variedades (en el presente el Hotel Catedral y el Teatro Zebadúa), o bien las cafeterías Delicias y del Centro; para comer, cenar o degustar algún pan o antojito local, el “Negro Luis”, “Las Matis”, “la Tía Deli”, “Doña Amanda”, “Doña Trini”, “Las Gordas”, “los Palomas”, “Don Pepe Aceves”, “Don Lino”, El Molino la Dulcería San Cristóbal. En materiales escolares competían tres papelerías, las de “las Madres”, la Karlet de “Don Rigo” y la Papelería Nueva de “los Zepeda”. En el Centro, eso sí, “los Pimas” eran la única peluquería recomendable. La educación superior solo contaba con la Escuela de Derecho, que luego formaría parte del Campus III de la Universidad Autónoma de Chiapas, la escuela Normal Larráinzar para egresados de la secundaria, y el Colegio la Enseñanza (un internado para mujeres con mucho prestigio entre las familias de otras ciudades del estado de Chiapas).35 Solo había una escuela particular: el Colegio Tepeyac, hasta la fecha administrado por monjas. Las prepas se dividían únicamente en dos: la “prevo” y la prepa del Estado.
Destacable es decir que casi no había hoteles, menos hostales, moteles y posadas (algo que suena extraño en la Ciudad Real de nuestros días).36 Se sabía únicamente de dos hoteles, el Español y el Jardín (en el presente Sombra del Agua y Ciudad Real), auto clasificados como de “primera”. Los otros dos hospedajes, Nabolom (en los límites entre el Cerrillo y Cuxtitali) y el Molino de la Alborada (en el extremo Sur, en la parte posterior de María Auxiliadora) se rumoraba que eran para “gringos”.
Una pequeña flotilla de no más de una docena de autos Impala (esos de 8 cilindros llamados “lanchas” por su gran tamaño) proporcionaba a los vecinos el servicio de taxi a través de un teléfono por operadora, siendo la subida más por gusto que por necesidad. Los autobuses de Don David, de los llamados de “trompa”, conocidos con el mote de “veinteros” (por cobrar veinte centavos el pasaje) circulaban por algunas calles de la ciudad y comunicaban al mercado municipal (el que estaba en el parque de La Merced) con lo que se percibía como el lejano poblado de San Felipe Ecatepec. Igual están en la memoria de los citadinos el Laguito Azul, el Salón Mundial y La Oaxaqueña para beber, y boticas como la De Dios, San Martín, Morenita, Cruz Blanca, Regina, Tepeyac y La Popular para curarse. No había mucho más, solo las tiendas de los “otros” que, sobre todo en la calle Real de Guadalupe y las inmediaciones del mercado Miguel Alemán y luego Castillo Tielemans, comerciaban con los campesinos indígenas machetes, azadones, morrales y sombreros. Era una época en la que también se podía adquirir y vender legalmente algún arma de fuego, y la Segoviana, a unos metros del parque central, tenía el mejor surtido en armas cortas y rifles de caza.
Muy pocos negocios sobrevivirían “modernizando” sus giros comerciales. La “Chalupería el Negro Luis”, por ejemplo, ahora con el nombre de “Antojitos Carmelita”, ampliaría su oferta de productos, remozaría sus instalaciones, emularía a las franquicias fundando sucursales, y a través de agencias de viajes, hoteles y los buenos oficios de los guías de turistas, coptaría un nuevo segmento de clientes integrado por foráneos deseosos de entrar en contacto con lo “tradicional”. Parecido es el negocio del pan, identificado en el pasado con el oficio principal del barrio de San Ramón, en el poniente de la ciudad. El “pan coleto”, por supuesto, sigue vigente y ha crecido su mercado. Sin embargo, ello ha implicado varios cambios en su producción y distribución. Muchos hornos de leña han sido sustituidos por los de gas y ahora se oferta, más que en su barrio de origen, en una cadena de comercios pensados más en función del turismo y visitantes de ciudades vecinas -es el caso de las panaderías Santa María, una cadena local con sucursales estratégicas en algunos barrios, y las panaderías Doña Isabel, negocios de los descendientes de “Don Sixto”-. El producto tampoco es el mismo, sus ingredientes han cambiado y, por la demanda de los mismos consumidores, coexisten con el conocido como pan de “panificadora”.
Una excepción notable fue la pequeña industria refresquera conocida como “Nectarín”. Su origen se remonta a 1944-1945, y gracias a su temprana modernización con una planta semiautomática en la década de los 70 logró con un mercado alternativo -primero conformado con locales que viven fuera de la ciudad y que periódicamente regresan, y luego con el propio turismo- no ser engullido por las embotelladoras transnacionales.37
De Zona de Monumentos Históricos a Pueblo Mágico
Es ese pasado, lentamente conformado, el que trató de preservar la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) cuando en 1986 decidió incluir a San Cristóbal de Las Casas en su “Lista Indicativa” de ciudades candidatas a ser consideradas “Patrimonio Cultural de la Humanidad”.38 No se pretendía, por raro que parezca, exaltar deslumbrantes construcciones de cantera presentes en ciudades como Oaxaca, Querétaro, Guanajuato, San Luis o Zacatecas; más bien se aludía a una historia modesta pero centenaria, donde la población había logrado en el tiempo largo mantener un ejemplar vínculo con su medio ambiente natural. Se otorgaba un reconocimiento a un modelo social de urbanidad expresado en relaciones irreprochables entre las personas y su entorno.
Con todo, para ese momento, la imagen urbana se había arruinado irremediablemente, y en el año 2001 la UNESCO retiraría su reconocimiento.39 No quedó otro margen más que el de la nostalgia. Las ocupaciones de humedales -a veces negociados con algunas familias ladinas acaparadoras del suelo urbano-, los intereses privados -sobre todo el negocio rentista, responsable del encarecimiento de inmuebles en el Centro Histórico-, el oportunismo de los políticos -que solapaban a los caciques a cambio del voto indígena-, la gentrificación de los barrios aledaños al Centro, el comercio informal, la ausencia de planeación urbana -del que siempre hizo caso omiso la política urbana municipal-, entre otras calamidades, habían hecho su trabajo de devastación. Los bancos de arena concesionados por el propio gobierno erosionarían los cerros, y las áreas verdes de la periferia circundante se transformarían en interminables caseríos irregulares. La presión sobre el suelo y el espacio público, aunada al reavivamiento del localismo xenófobo frente a la diáspora indígena, cristalizaría en un efectivo disparador de conflictos físicos y simbólicos que darían al traste con el pintoresco pueblo de montaña. Se trata de una mutación ambiental y social, acumulada en sus causas en apenas unas cuantas décadas, pero que de ahí en adelante marcaría el antes y el después en el rostro urbano de Ciudad Real.
Y es que apenas despuntaba la década de los setenta cuando el tiempo lento se estremecería por un aluvión de acontecimientos que transformarían radicalmente el espacio natural y social preexistente de la ciudad y sus barrios. Dos fenómenos deben ser subrayados entre los más importantes: el crecimiento demográfico acelerado -al que nos referiremos en la siguiente sección- y la incorporación de la ciudad a los programas gubernamentales y empresariales. El primero, de naturaleza local, debe ser asociado con la diáspora indígena a la ciudad; el segundo, con el decreto donde en 1974 el Congreso de la Unión declaraba a San Cristóbal “Zona de Monumentos Históricos”,40 abriendo con ello las puertas al mercado turístico global.41
Se giraría, sin transición de por medio, de una pequeña ciudad desatendida y encerrada en su pasado, con algunos resquicios representados por las instituciones nacionales, a la realidad transnacional. Más allá de una sociedad apacible en la que se respiraba provincialismo, subyacía la discriminación, el conservadurismo a ultranza, la pobreza urbana, el aislamiento social, la devastación del entorno, la economía informal y otras contradicciones acumuladas. Todos estos lastres locales convergerían con las nuevas tendencias del mundo global, por lo que ante la imposibilidad del desarrollo comercial e industrial, San Cristóbal -sin buscarlo ni proponérselo, y tal vez porque no había más salida en sus condiciones- apostaría su rumbo económico al mercado mundial del turismo.
Es de destacarse la paradoja, pues mientras por un lado en la política de esos años se insistía en la consigna de que “todo en Chiapas es México”, intentando convencer a los chiapanecos de que ya no pertenecían a Guatemala, por el otro, la ciudad -antigua capital de la provincia- se encaminaría a una inserción poco clara con el mundo globalizado, el cual acometía contra todos los espacios de vida local y aniquilaba las distancias culturales, pero simultáneamente comenzaba a evidenciar signos de fragmentación.42
Eran los años 70 y, obviamente, detrás del interés político por enraizar el sentimiento mexicano entre los chiapanecos, estará el atractivo de los recursos naturales de la entidad. Recordemos que es en ese período cuando despegaría la extracción de petróleo crudo y gas natural,43 al mismo tiempo que las hidroeléctricas de Chicoasén, Malpaso y La Angostura (y luego se agregaría Peñitas) abastecerían de energía al desarrollo industrial de centro y norte del país.44 En la actualidad, hay que decirlo, la situación ya no es la misma, entre otras razones porque se diversificaron las fuentes de abastecimiento y los estados del norte optarían por obtener energía de Estados Unidos.45
Lo anterior se reflejaría en cambios drásticos en la estructura económica de la entidad. Crecieron las ciudades y con ello la terciarización de la economía, a la par que se “descubría” en el turismo la llave mágica para invertir en la industria sin chimeneas.46
Así, rumbo a los 500 años de la fundación de Ciudad Real, tenemos la misma complejidad étnica y lingüística del pueblo colonial del siglo XVI. Es el mismo mosaico de culturas del comienzo, pero ahora con una diferencia que a veces pasa desapercibida: ya no existe la ciudad dual, aunque algunos -sobre todo gobernantes excluyentes- estén anclados en esa visión. Estamos ahora frente a un escenario donde los protagonistas ya no son únicamente indios y ladinos, sino locales, -de todos los orígenes y universos culturales- en un conglomerado de relaciones a menudo difíciles y tensas con extranjeros y nacionales de otra parte del país. La ciudad es vivida por todos, si bien hasta hoy las distintas visiones sobre la misma parecen ser más de disputa que compartidas.
En ese contexto, vanamente en el 2010 se reintentará incorporar a San Cristóbal de Las Casas a la lista nominal de la UNESCO,47 por lo que los esfuerzos se dirigirían a la búsqueda de nuevos reflectores que mantuvieran el interés del turismo cultural. Entre los distintivos conseguidos estarían el de “Pueblo Mágico” (2003) y el “Premio a la Diversificación del Producto Turístico” (2010-2011), otorgados por la Secretaría de Turismo.48 La UNESCO, por su parte, en una especie de premio de consolación, reconocería a Ciudad Real como “Ciudad Creativa” en la categoría de artesanía y arte popular.49
Refiriéndonos al Barrio, desde fines del siglo pasado y lo que va del nuevo, deja de ser entonces la única modalidad de asentamiento territorial, y surgen las colonias y los fraccionamientos; las primeras asociadas a la población indígena que, como ya se mencionó, llegó del campo en proceso migratorio atípico (por masivo y tardío), y los segundos con la población local y de otras partes del país que decidió mudarse por motivos de estudio, trabajo o simplemente recreativos. Finca también su residencia en la ciudad un segmento importante de población extranjera que junto con ladinos del Centro adquieren o contratan terrenos y construyen viviendas en la nueva periferia, antes despoblada.
El Centro es ahora “Centro Histórico”, los barrios pierden su capacidad de expansión territorial y se produce lo que aquí se denomina una “crisis de territorio”.
La crisis de territorio
Desde una perspectiva territorial, el curso de estas transformaciones puede ilustrarse bien si comparamos, con el apoyo de mapas satelitales, la relación por época entre la mancha urbana y el área verde de la añeja cuenca. El ejercicio resulta eficaz porque vuelve a mostrar ese mismo pasado que se ha venido narrando, solo que ahora (digamos) de manera gráfica.
Al llegar los españoles en 1528 a la cuenca todo era naturaleza. Los pocos pobladores se localizaban en las partes altas y vivían de los recursos que podían aprovechar de las zonas más templadas (Mariaca, 2005: 7, citado en Paniagua, 2010: 5). Después, en el transcurso del siglo XVI, una parte de las tierras serían aprovechadas para el trabajo agrícola y la ganadería. Había ganado ovino, vacuno y caballar, y se cultivaban trigo, hortalizas y frutales de clima templado. Pese a ello, la ocupación del entorno es modesta y al concluir la centuria tendremos escasamente 2 mil 075 habitantes establecidos en el 3.37 % del valle (Paniagua, 2010).
Con todo, durante los tres primeros siglos de vida de la ciudad, el tamaño de la población permanecerá estancado y en varios momentos su crecimiento será negativo. La escasa productividad de las tierras de montaña en un suelo frecuentemente inundado hará depender en extremo a la población de la fuerza de trabajo indígena. Así, iniciando el siglo XX, Ciudad Real solo contará con 14 mil habitantes, padeciendo la mayoría pobreza, aislamiento geográfico y abandono (Aubry, 1991: 57). Las calamidades naturales y los acontecimientos políticos resultantes en inundaciones, enfermedades, alzamientos indígenas, pugnas internas entre las élites políticas, abonarían al estancamiento poblacional durante el siglo XIX. Al aislamiento geográfico habría que agregar el aislamiento comercial, pues la ruta más plausible para esta actividad era la región del Soconusco. Siguiendo el corredor costero, los comerciantes podían trasladarse indistintamente a Centroamérica o al centro de México. 50
El acontecimiento a finales del siglo decimonónico que cerraría el círculo de los infortunios de Ciudad Real, sería el traslado de los poderes a Tuxtla Gutiérrez, perdiendo con ello su condición de capital. Como era de esperarse, ese ambiente de reclusión constituiría el mejor caldo de cultivo para reforzar la idea colonial de que la ciudad era para la vida citadina de los herederos de la cultura española, mientras que los indios deberían resignarse a la vida premoderna, prejuiciada y rural. En ese contexto, a mediados de siglo XIX tenemos que en la ciudad únicamente vivían 10 mil 295 personas que abarcaban el 5.78 % del área verde (Aubry , 1985).
Sería hasta el arranque del siglo XX que San Cristóbal modificará su patrón demográfico. A partir de los primeros cuarenta años el número de habitantes se multiplicará cada década, y posteriormente a esa fecha en que se reduce en 16% la población, el crecimiento se producirá nuevamente con un ritmo sostenido (Aubry, 1991: 73). De ahí que no debería de extrañar que un siglo después la mancha verde comenzará a retroceder. Es así que, en 1973, con todavía un 13.1% de mancha urbana, los asentamientos barriales se desbordarían a los humedales en las zonas bajas. Es cuando tiene lugar la primera oleada masiva de migrantes indígenas a la ciudad, y también cuando se produce la más grave inundación en lo que sería el siglo XX (1991: 73).
Como se mencionó, en este entorno el barrio como territorio se debilita al mismo tiempo que empiezan a surgir las primeras colonias indígenas. Es el comienzo de la turistificación de la ciudad, ese recorrido que la llevaría en un lapso de tres décadas de “Zona de Monumentos Históricos” a “Pueblo Mágico”.
Aledaños al barrio tradicional, que con el término ladino forjó el rostro cultural urbano por siglos, emergerían fraccionamientos y colonias que para 1997 ocuparían ya más de la mitad del valle (ibídem). No sólo se incrementa el tamaño de la ciudad, pasando en 10 años, 1970-1980, de 32 mil 838 a 60 mil 550 habitantes (Censo General de Población y Vivienda, 1980), sino que el paisaje urbano se diversifica notablemente” (Paniagua, 2010: 6).
Es frecuente atribuir los cambios a la aparición pública del zapatismo en enero del 94, un movimiento social cargado de enorme simbolismo, entre otras razones por irrumpir en el corazón mismo de la ciudad que había negado la presencia indígena. Activistas, políticos, académicos, periodistas, literatos, artistas y simples curiosos voltearon a mirar a Chiapas y se trasladaron a San Cristóbal para observar, analizar y participar en el singular hecho, a todas luces inédito. Producto de tal efervescencia sería la idea de que a partir de entonces San Cristóbal configuraría su aspecto poblacional y cosmopolita. Pese a ello, los datos contradicen lo que hasta la fecha se sigue a menudo repitiendo. Y es que a mitad de los años 90 la ciudad sumaba 160 mil 729 personas, casi el doble que en 1980 (INEGI, 2000), lo que muestra que la curva demográfica ya se había disparado debido a fenómenos estructurales como la migración indígena masiva y el salto al mundo global como destino turístico de montaña (Paniagua, 2010).
De igual modo, para ese momento, los conceptos de centro histórico y patrimonio edificado orientan los cambios de la ciudad, además de que el flujo turístico está bien afianzado. De discreto laboratorio de antropólogos estudiosos del pasado indígena, Jovel sería ahora, al menos desde los años ochenta, sede de varios centros de investigación y sendos programas de docencia, así como de recurrentes eventos académicos y políticos. Paralelamente, se multiplicarían los residentes extranjeros y las organizaciones no gubernamentales; lo nuevo en los 90 será “quizá la profundización del tono consumista, excluyente y patrimonialista del centro histórico, y la aparición -junto a grupos globalifóbicos y movimientos que reivindican, asesoran o apoyan al zapatismo- de un turismo vinculado a la ecología y las culturas alternativas” (Paniagua, 2010: 6).
Por su parte, el turismo -alternativo, cultural, ambientalista o militante-, la hotelería -local pero también de franquicias-, los restaurantes de comida gourmet, las tiendas con prendas exclusivas de artesanía reinventada por diseñadores enamorados de lo “autóctono” y las agencias de viajes con tours a la carta darán fama cosmopolita a la ciudad. A ello contribuirían, al menos desde un década antes, “las organizaciones no gubernamentales, las universidades y centros académicos públicos y privados, los prestadores de servicios alternativos y los lugares masivos de recreación y consumo” (Paniagua, 2010: 7).
En este horizonte social y sus respectivos universos culturales, de contornos borrosos e inestables, es donde se fraguará el nuevo mapa social de San Cristóbal de Las Casas. Un frágil entramado que no pudo transitar sin exabruptos del pasado provinciano a la modernidad.
Del barrio como territorio al espacio imaginado
Con el fin del siglo XX y el advenimiento del tercer milenio, se iniciará un proceso de reconstitución del barrio que dejará sin efecto las condiciones previas de territorio y oficios económicos; el cambio, es importante destacarlo, no solo estribará en el nuevo significado de la identidad barrial, basada ahora en cultos patronales, sino en el establecimiento de una extensa red ritual que a falta de mejor nombre aquí se denomina “espacio imaginado”.51 Estamos ante un punto de quiebre donde la red devocional, y el sentido de pertenencia que proporciona, es finalmente la “razón simbólica” (Sahlins, 1997) del suceso festivo: la alternativa intersubjetiva del barrio frente a la asfixia territorial que desarticuló los asentamientos tradicionales.52 Como espacio de reelaboración religiosa, cargado de revelaciones y milagros producto de un catolicismo popular suigéneris, la red ha devenido en un eficiente imaginario que transitó del espacio privado familiar al espacio público deslocalizado.53
En la actualidad, y ya con un piso ritual bien establecido y compartido, encontramos más de una centena de barrios con escaso o nulo vínculo con territorios originarios, pero que han integrado un mecanismo de identificación a través del cual se reproduce el “modo de ser” ladino (según unos) o coleto (según otros). Esa reconversión identitaria no es lineal y menos absoluta; por el contrario, debido a que los barrios son distintos en origen, historia, ubicación, magnitud geográfica, prestigio, población, modo de vida y paisaje urbano, el proceso se presenta de manera desigual y con diferentes ritmos. Por esta razón, el imaginario religioso y su despliegue en festividades masivas ha conformado un sentido de pertenencia en el que no dejan de expresarse las diferencias generacionales, de género, clase, políticas o de cualquier otra índole.54 Tal vez el criterio jerárquico con el que son organizadas las Juntas de Festejos es el mejor ejemplo de que la identidad barrial, lejos de ser un lazo social inmutable y armónico, constituye más bien un consenso en la diferencia, precario (si se quiere) pero real y, sobre todo, funcional.
De alguna forma la vida religiosa en los barrios siempre ha sido importante, basta con recordar que al menos los primeros se fundaron bajo el auspicio de santos protectores; pese a ello, resignificarla como vínculo simbólico de pertenencia implicó un sinuoso itinerario que en varios casos duró varias décadas.55
Las celebraciones barriales no son de la misma naturaleza que otras celebraciones religiosas, como las privadas, ni tampoco se asemejan a otros rituales públicos que tienen lugar en algunos templos de la ciudad. Es verdad que la vida ritual de todos estos eventos está mediada por la divinidad y lo que se espera es el favor del milagro ante la necesidad y/o la enfermedad. Sin embargo, en toda festividad patronal hay un núcleo que auto-organiza las prácticas tanto religiosas como seculares. Esta modalidad de organización interna son las “Juntas”, un conjunto de instancias en las que se participa según el sexo y la edad (Paniagua, 2010).
Aunque a veces se les confunde, la Junta Procuradora y la Junta de Festejos son las responsables de normar y conducir la vida ritual del barrio: la primera se ocupa de todo lo concerniente al templo, mientras que la segunda al aspecto lúdico de la festividad. En los barrios llamados históricos puede haber varias juntas de festejos -Junta de Señoritas, Junta de Jóvenes, Junta del Anuncio, Junta de Pólvora o Polvoreros, Junta de Maitines o Maitineros, Junta de Señores o Junta Mayor-, si bien en todos los casos solo se permite una Junta Procuradora.56
La Junta del Anuncio es un poco especial, pues si bien implica una mesa directiva integrada a menudo por jóvenes, el suceso festivo que organiza permite participar a cualquier persona con la condición de que se disfrace y forme parte de la comparsa en el desfile callejero al que se convoca. Esta costumbre parece tener como antecedente más importante el recorrido del Anuncio en el barrio de La Merced.
La Festividad del Anuncio en La Merced es normada y representada por una estructura especial encabezada por los llamados “Cautivos de la Virgen”. Se trata de un montaje escenificado por cientos de disfrazados que personifican, en el espacio público de las principales calles de la ciudad, las modas globales del cine, la televisión, el internet y su impacto en los imaginarios locales. Este conglomerado multicultural, fiel reflejo del cosmopolitismo citadino, proviene de distintos barrios, fraccionamientos y colonias, e incluso de otras partes de la entidad y el país. Se participa individualmente, en grupos de amigos o familia. El desfile de los “panzudos”, nombre genérico con el que conoce la Festividad del Anuncio, es el evento que más ha crecido, y desde hace varios años es motivo de exposiciones gráficas, videos y ahora inunda de fotos a las redes sociales.
El recorrido, celebrado cada 22 de septiembre, es el que mejor define el alcance transterritorial de la festividad patronal, al mismo tiempo que representa una oportunidad para mostrar que su vigencia y solidez radica no en la “pureza” de su contenido y personajes -siempre hay quien piensa que las cosas por no ser como antes se están desnaturalizando-, sino en su naturaleza abierta, híbrida y flexible. ¿Podría ser de otro modo?
La transformación de la festividad en entretenimiento masivo es muy rentable y ha pagado por ello su costo, provocando en varios casos -sobre todo en los barrios “grandes”- la formación de grupos de interés y la injerencia de autoridades locales. A ello, habría que agregar el que muchas personas y familias también están divididas por barreras políticas, generacionales, étnicas y económicas o de clase.
De igual forma, el propio sujeto barrial ha producido mecanismos diferenciadores entre los distintos barrios: hay barrios del centro y barrios de la periferia, barrios chicos y barrios grandes, barrios pobres y barrios ricos, barrios indianizados y barrios ladinos, barrios legítimos y barrios advenedizos, barrios conflictivos y barrios “de bien”, entre otros factores de jerarquización. Y aunque estas clasificaciones, o más bien descalificaciones, son una fuente de conflicto y exclusiones, lo cierto es que de acuerdo a lo observado hasta ahora, la experiencia ritual compartida prevalece sobre las tendencias desintegradoras dentro del mismo barrio.
Puede confirmarse, de esta manera, que la larga duración, definida como lo hicimos al principio de este texto -la permanencia en el cambio- está vigente en la ruta del Barrio: un dilatado recorrido histórico que conecta a lo largo de medio milenio el presente de la ciudad con su pasado. Reflexionada desde una lectura espacial, podríamos decir que la historia territorial de San Cristóbal de Las Casas es de algún modo la trayectoria de sus barrios.
Epílogo. El espacio barrial, un mapa social inacabable
Durante el segundo semestre del 2020, la continuidad de las festividades patronales quedaría en entredicho por las disposiciones legales derivadas de la covid-19 y la pandemia suscitada por su causa. A la contingencia se agregarían varias inundaciones en los barrios bajos, sobre todo en la parte oeste de la ciudad. Es la misma tragedia que recorre a la antigua capital de Chiapas desde fines del siglo XVI, cuando corrió la voz, sin confirmarse, de que Ciudad Real se había inundado debido a que el cerro Huitepec era un volcán de agua que terminaría por anegar al valle. Lo seguro es que, por su condición de hondonada, el espacio geográfico en que el conquistador Mazariegos decidió fundar la villa novohispana no es propiamente habitable. Ese “error histórico” de asentarse en una quebradura de cerros, gestada durante millones de años, sin drenes naturales más que los llamados “Sumideros”, lo han pagado los habitantes de Jovel una y otra vez, con el agravante de que ahora los humedales, verdaderas esponjas verdes que paliaban las lluvias de cada año, han sido sepultados bajo la mancha gris.
Medio siglo después del crecimiento poblacional desmedido, combinado con los imperativos del turismo adoptado como único destino, San Cristóbal vive una crisis de territorio marcada -como en el pasado- por epidemias, terremotos e inundaciones. Ante ello, el Barrio, al concluir la segunda década del milenio, se vio impelido a cancelar la mayoría de las celebraciones presenciales del ciclo festivo. Sin embargo, la actividad de las juntas de festejos no cesó, y en lugar de los eventos en “vivo” de los años anteriores se montó un nuevo entramado a través de las redes sociales. Así, al espacio imaginado, una suerte de mapa social abierto dispuesto a la ruptura para reconstituirse en otras direcciones, se sumó un espacio virtual promovido tanto por núcleos organizados como por devotos en lo individual.
No se trató únicamente de la reproducción del ritual público en otro espacio-escenario -el del Internet-; por el contrario, apelando a recursos como la narrativa y la crónica, se estimuló con información e imágenes inéditas la fe de los clientes rituales. Entre otros desplazamientos significativos, el culto en la iglesia del barrio se “descentró” en una multitud de celebraciones familiares en los hogares de los devotos, mismas que fueron transmitidas en “tiempo real”.
Algunos de los grupos más importantes por el número de adeptos son, en Facebook: “Tradicional Fiesta Mercedaria en San Cristóbal de Las Casas”, con 2 mil 275 miembros, y “Recuerdos Sancristobalenses”, con 26 mil 606 personas; el primero promueve en particular la festividad de la Virgen de La Merced, y el segundo las celebraciones de la mayor parte de los barrios. A la par, como gestor paralelo o en convergencia con las juntas de festejos, ha surgido un grupo de jóvenes, “eruditos rituales” -algunos de ellos con carreras universitarias-, que desde años atrás difunde en la radio y el Internet lo que llaman la “cultura tradicional” de la ciudad. De hecho, como depositarios de varias de las cuentas en las redes, son ellos quienes cotidianamente elaboran cápsulas informativas destinadas a destacar lo que consideran la singularidad y bondades culturales de las devociones.
Aunque los grupos son públicos, se requiere para acceder el permiso de los administradores, lo que se consigue sin problema con solicitarlo. El principal requisito es subir a la red únicamente fotografías, videos y comentarios referidos a la festividad. Como es obvio, el contenido que se promueve es el fomento virtual de la devoción, principalmente a través de misas, crónicas de las celebraciones, entrevistas y homenajes a personajes de los barrios -vivos y fallecidos-, relatos sobre las virtudes milagrosas de las imágenes veneradas y concursos de altares. Sin duda, los dos aspectos más socorridos, por su riqueza visual muy a modo para las redes sociales, son el desfile del “Anuncio” en el barrio de La Merced y las celebraciones guadalupanas (estas últimas por su doble carácter de festividad nacional y de barrio).
¿Qué nuevos derroteros tomará la festividad en los años venideros? ¿Habrá un nuevo cambio o se consolidará ese doble espacio devocional y virtual? No hay razones para suponer que el espacio imaginado entrará en un proceso de debilitamiento, sobre todo partiendo de que es la mejor respuesta encontrada para respaldar una identidad barrial generadora de auto reconocimiento, vínculos, ciudadanía y posicionamiento frente a la alteridad. De hecho, a pesar de la llamada tercera ola en la pandemia, el ciclo festivo del 2021 -sin abandonar las celebraciones virtuales- discretamente está regresando a los eventos presenciales.
Con todo, el Barrio -no olvidemos- nació con la ciudad y, finalmente, solo con ella su vigencia como entidad cultural tiene sentido. Entonces, tal vez haya que redireccionar las preguntas y orientarlas a lo que pasará en el futuro cercano de una ciudad que, al menos por lo pronto, parece navegar sin brújula entre la tempestad del desastre ecológico, la violencia urbana, el turismo excluyente y los pésimos gobiernos locales. Algo habrá de cambiar en los mecanismos de participación para que el llamado por la Secretaría de Turismo “Pueblo Mágico” abandone los artificios que maquillan su problemática -capital cultural de Chiapas, ciudad creativa, el más mágico de los pueblos mágicos, entre otros membretes- y se enfile de nuevo a lo que una vez la UNESCO definió, a propósito de un pueblo de montaña, como un ejemplar equilibrio entre la población y su entorno. Nada más, pero nada menos.