Desde sus primeros escritos, Friedrich Nietzsche apuntó sobre Sócrates algunas de sus más afiladas invectivas. Sócrates, el más feo de los hombres, el suicida, el despreciador del cuerpo y de esta vida, era señalado, junto con Eurípides, como el asesino de la tragedia (Nietzsche, 1994 [1872]). Pero la encarnación de esa racionalidad estrecha, que reduce la existencia a una ecuación de premios y castigos que garantiza la felicidad y la justicia al sapiente,1 albergaba en sí misma la voz de la objeción que Nietzsche amplifica. Un sueño de Sócrates, que él mismo confiesa, parece darle la razón al autor de Así habló Zaratustra. En Fedón, el Tábano de Atenas reconoce ser presa de un sueño repetido que lo insta, una y otra vez, a hacer música. Hasta poco antes de morir, lo entiende como un estímulo para continuar en su tarea, la filosofía, a la que consideraba la más alta forma de la música. Pero cuando le anuncian la proximidad de la muerte, Sócrates compone, por si acaso, unos poemas sobre la base de las fábulas de Esopo, y un proemio dedicado a Apolo, según explica, para cumplir una obligación piadosa: una solución de compromiso que no podía deshacer lo que a Nietzsche le parece la voracidad de la racionalización que deglute a la tragedia griega.
Desde esta perspectiva, el abandono de la estética y su estigmatización (se recordará la expulsión de los poetas de la República) se había consumado mediante el “socratismo estético”. Pero con el rechazo de la estética trágica se hacía algo mucho más profundo que instigar a la despreocupación por el cultivo de lo bello, porque el campo original de la estética no es el arte sino la realidad -la naturaleza corporal, material-. Nietzsche encuentra allí los gérmenes del trasmundismo: la maldición contra el cuerpo y la materia. La estética, como recuerda Eagleton (2006), nace como discurso del cuerpo, y como tal será segregado dentro de la tradición metafísica (o por cierta metafísica racionalista). El cuerpo es considerado un obstáculo para el pensamiento, al punto de que en el mismo diálogo citado, al referirse a la actitud ante la muerte, Sócrates contrapone los filósofos a los “amigos del cuerpo”. Estos últimos, dice Sócrates (Platón, 1988: Fedón: 68e) sintomáticamente, serán con seguridad amigos de las riquezas y de los honores. En otras palabras: cuerpo y vicio se copertenecen. El cristianismo vulgarizará y profundizará este desprecio, que ni siquiera tendrá al Logos como su dios.
Antisocrático y anticristiano, Nietzsche intentará una revalorización de este mundo. Como parte de su programa (político, estético, psicológico) rechaza ciertos aspectos de la idiosincrasia de los filósofosmetafísicos como el odio a la noción de devenir, que llama egipticismo, y que va ligada a una consideración moral: “Los filósofos -enuncia Nietzsche- creen otorgar un honor a una cosa cuando la deshistorizan, sub specie aeterni [desde la perspectiva de lo eterno], cuando hacen de ella una momia” (2007b [1889]: 51). Heráclito se equivoca al decir que los sentidos mienten: es lo que nosotros hacemos del testimonio de éstos lo que introduce la mentira de la unidad, la coseidad, la substancia, la duración. La “razón” es la causa de que falseemos el testimonio de los sentidos.
La estética -entendida como el desarrollo de la sensualidad y la sensibilidad- no abandonará a Nietzsche nunca: a partir de Humano, demasiado humano deja la “metafísica del artista” pero no renuncia jamás a su confianza en los sentidos. El conocimiento mismo depende de una confianza en el cuerpo: “Hoy nosotros poseemos ciencia exactamente en la medida en que nos hemos decidido a aceptar el testimonio de los sentidos -en que hemos aprendido a seguir aguzándolos, armándolos, pensándolos hasta el final” (Nietzsche, 2007b [1889]: 53). Las múltiples perspectivas habilitadas por Nietzsche tienen un criterio de valoración y jerarquización enunciado con claridad: el cuerpo como centro de gravedad para pensar la existencia ( Jara, 1998).
El cuerpo es, para Zaratustra (Nietzsche, 2007a [18831885]), no la sede de los engaños y del pecado sino una Gran Razón, y desde esa certeza el profeta del superhombre juzga que toda la filosofía ha sido hasta ahora un malentendido del cuerpo (Nietzsche, 2001 [1882]: 64). Este malentendido parece ser en Nietzsche, a veces, inescindible de la voluntad de comprensión racional, como si la razón (al menos en lo que ha sido hasta ese momento) no pudiera evitar tratar con violencia al cuerpo para enfermarlo. Así, a veces no es sencillo distinguir la crítica de una forma específica de “razón” mediada por la metafísica y la religión del rechazo sin más de la razón. La crítica de la metafísica y de la religión (una de las formas de la metafísica) como sistemas de tortura del cuerpo es tan radical que incluso cabe afirmar que el sacerdote ascético más antiguo y más poderoso no es para Nietzsche otro que el lenguaje. Así se entiende que llegue a decir: “Temo que no vamos a desembarazarnos de Dios porque continuamos creyendo en la gramática” (2007b [1889], “La «razón» en la filosofía”, §5, p. 55). Dada la imposibilidad de abandonar el lenguaje en un ilusorio salto de retorno a la animalidad prelingüística, se tratará entonces de reinventar un lenguaje (una cultura) capaz de no asfixiar y, por el contrario, de celebrar las pasiones; capaz de no ser un instrumento de vejación del cuerpo, sino de constituirse en el soporte de su elevación, incluso al precio (acaso irrenunciable) de la violencia contra las pasiones, pero de una violencia que tiene (o cuanto menos puede tener) el fin de intensificarlas. En otras palabras, quizá haya que recrear un lenguaje en sintonía con un conocimiento potenciador: con una ciencia jovial, y no ya con un conocimiento que se solape con la pulsión de muerte.2
II
Nietzsche es uno de los más destacados impulsores de una tradición que reacciona contra este desprecio del cuerpo y de la materia que hereda y profundiza el cristianismo. Él recrea un materialismo aristocrático sobre el cadáver de Dios, e, indagando como nunca antes en las profundidades del alma, se declara el primer y auténtico “psicólogo”. Del peculiar materialismo nietzscheano, Sigmund Freud extraerá ideas centrales sobre las que desarrollará su pensamiento, tales como la interpretación de los sueños, la escisión psíquica, la introyección de la agresión como requisito cultural, el concepto de sublimación y más tarde el del ello, el desdén por la doctrina del pecado original y el rechazo de toda teleología. En pocas palabras, toda la genealogía de la cultura freudiana, así como la crítica psicoanalítica de la moral y de la religión, se hallan en diálogo más o menos explícito con el pensamiento nietzscheano.3 La aparición del psicoanálisis y muchas de sus transformaciones clave (por ejemplo en lo concerniente a la doctrina de las pulsiones) son incomprensibles si no se repara en el autor de La genealogía de la moral. Hijo del positivismo decimonónico, pero además del Humanismo, crítico de la tradición que identificó la racionalidad con la conciencia y prudente lector de Nietzsche (cosa que quizá no se recuerda lo suficiente),4 Sigmund Freud contribuye a resituar al cuerpo en el centro del pensamiento del siglo XX.
Freud (2006e [1901]) se propuso explícitamente remplazar la metafísica con una metapsicología; contribuyó a desmontar la estigmatización de las pasiones, en especial de la sexualidad, y aun habiendo realizado aportes sustantivos sobre la importancia del lenguaje, las fantasías inconscientes, los mitos y la interpretación en lo que hoy llamamos los procesos de subjetivación, definió al psicoanálisis como una ciencia de la Naturaleza hasta el final de su vida (Freud, 2006c [1940]). Para fundamentar la centralidad del cuerpo y de la materialidad en la obra freudiana, bastaría con recordar de modo genérico la doctrina de las pulsiones o las fases del desarrollo psicosexual explicadas en Tres ensayos de teoría sexual (Freud, 2003b [1905]). Con este trabajo, la tipificación de los destinos libidinales no pierde nunca su relación con parcelas de la corporalidad, al tiempo que se separa de la sanción moral. El cuerpo es en gran medida arrancado de la red moral judeocristiana de prejuicios demonizantes que lo condenaban al pe cado, al error y a la fealdad desde la infancia, y por todo ello lo convertían en tabú, y, acaso más radicalmente, deja de ser lo otro absoluto del alma. Freud desnaturaliza la ideología moral judeocristiana y “naturaliza” (en el sentido de que restituye la naturaleza a) la espiritualización idealista del cuerpo.
El cuerpo vuelve a entrar en escena, abriéndose paso en el lenguaje, en los actos fallidos, en los olvidos, en los sueños. Las zonas no conscientes están cargadas de una materialidad muda pero que se hace decir, en la que decantaron milenios de historia: basta pensar en el concepto del ello o en la parte del yo denominada yocuerpo (Freud, 2006b [1923]). El inconsciente freudiano no se reduce al Verbo ni a la cadena significante de una lengua de ubicación extrapsicológica. El cuerpo es el fundamento anatomofisiológico sobre el que se apuntalan las pulsiones (en un condicionamiento recíproco entre lo que solemos llamar “naturaleza” y aquello -supuestamente otro respecto de la pura biología- que denominamos “símbolos”), y el sistema perceptivo es crucial para organizar el “aparato psíquico” (o la “tópica”, que no por nada tiene ese nombre), aunque su confiabilidad deba explicarse. Freud no elude el problema. En el historial del “Hombre de las Ratas”, enumera los paradigmas de la duda a los que se aferra el neurótico para apartarse de este mundo, a saber: la filiación paterna, la duración de la vida, la vida después de la muerte y, por último, la memoria, “a la que solemos prestar creencia sin poseer la menor garantía de su confiabilidad” (Freud, 2008b [1909]: 182). La lista podría añadir a la percepciónconciencia. Descartes (1970), que había dudado de las fuentes del conocimiento, y por ende de la sensibilidad, ya lo había planteado. Para salir de la encrucijada, el filósofo hacía depender la regla de la evidencia de la existencia de Dios: el testimonio de los sentidos es fuente de verdad en cuanto tiene la anuencia del Padre, es decir, de la autoridad que aparentemente intentaba erradicarse. Dios nos da la posibilidad de neutralizar, en la medida en que hagamos un recto uso de la razón, la malignidad del genio que hace hiperbólica la duda. El espíritu metafísico es el que presta legitimidad al cuerpo. Freud, un judío sin Dios, no recurriría al altísimo para legitimar la sensibilidad (y la conciencia de la sensibilidad), a la que otorgaría un lugar central en su comprensión del desarrollo psicosexual.5
La capacidad para establecer una diferencia entre las alucinaciones y las percepciones fue un problema que abordó con gran interés desde el Proyecto de psicología de 1895 (2006d), donde destacó la importancia de la postergación de la satisfacción pulsional para la consolidación de un principio de realidad articulado en un conjunto de representaciones estables que organiza el yo, o en La interpretación de los sueños, el “proceso secundario” (Freud, 1992c [1900]). El sistema perceptivo contribuye a consolidar un yo relativamente estable que regula la relación del individuo con el mundo. Las partes concientes del yo que cumplen dicha función tienen para el vienés una localización.6 La comprensión de las operaciones del inconsciente y de la mitología de las pulsiones exigió los mayo res esfuerzos teóricos del creador del psicoanálisis, por lo que un desarrollo sistemático del problema de la conciencia fue una y otra vez postergado. Pero no por eso fue subestimado. No obstante sus dimensiones inconscientes, el yo no se constituye en Freud como una instancia por completo engañadora o puramente ilusoria; pese a todas las dificultades que tengamos para expresarlo, y a la infinidad de grados intermedios entre dos polos cuya forma pura es sólo postulable de modo abstracto (la fantasía/la realidad objetiva), la posibilidad de distinguir la fantasía de la realidad material es crucial: no sólo para la teoría freudiana, sino más básicamente, desde un punto de vista práctico (praxis).7 Freud hace depender algunos criterios diagnósticos de la capacidad de reconocer la diferencia entre la percepción de la cosa y su recuerdo o imaginación (cf. específicamente: Freud, 1992a [1924] y 1992b [1924]).
Hacia 1911, en Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico, define la neurosis como una pérdida de la “función de lo real”, como resultado de la represión. En la psicosis alucinatoria el enfermo desmiente el acontecimiento que provocó la insania; el neurótico hace lo mismo con una parcela de la realidad objetiva: “Así, se nos impone la tarea de investigar en su desarrollo la relación del neurótico, y en general del hombre, con la realidad, y de tal modo incorporar el significado psicológico del mundo exterior realobjetivo a la ensambladura de nuestras doctrinas” (Freud, 2008a [1911]: 223224). En este texto, Freud se refiere por primera vez al “examen de la realidad”, tema sobre el que volvería per manentemente. En El porvenir de una ilusión, Freud (2004a [1927]) distingue la ilusión del delirio porque aquélla no es necesariamente “falsa”. “Falso” es allí sinónimo de irrealizable.8 Al final de su vida, en Esquema del psicoanálisis, Freud (2006c [1940]) lo volvió a abordar. Considerando que por obra de la función del lenguaje también los procesos interiores del yo pueden adquirir la cualidad de con ciencia, como ocurre en las psicosis, este dispositivo que regula la relación con el mundo realobjetivo intenta distinguir aquello que en la percepción no es sólo signo, representación, o, dicho de otro modo, no es signo independizado por completo de la estructura de la realidad: es decir, que esta instancia apunta a reconocer la especificidad y la relativa autonomía de aquello que Freud llamaba realidad objetiva.9 El haber advertido la dificultad de distinguir con claridad las percepciones del mundo exterior de las alucinaciones no autoriza a concluir que la diferencia carezca de valor. El pensamiento freudiano no se deja seducir por las tentaciones de la abstracción teórica, y se mantiene anclado con firmeza en la vida práctica, que exige y supone el funcionamiento regular, y más o menos común a todos, de este dispositivo en el que se enredan la percepción y la ideología.
La conciencia acerca de la función constitutiva de la experiencia que tiene el lenguaje, así como de la existencia de fantasías inconscientes que modulan las relaciones del sujeto con los otros, no significa que la relación con el mundo se limite unilateralmente al relato con que el sujeto envuelve su experiencia. Dicho de otro modo: el lenguaje tiene una referencialidad que no se agota en otros eslabones de la cadena significante (aunque no pueda desatarse de éstos), y que incluso más, precede y excede a lo verbal. En Psicoanalizar, Didier Anzieu (2001) se aproxima a esta dinámica de un condicionamiento recíproco entre cuerpo y lenguaje cuando afirma que el “simbolismo”, una lógica que pertenece a los procesos primarios descritos por Freud, es la fantasmática del cuerpo. Anzieu recuerda que el psicoanálisis no puede reducirse a la lingüística, aunque deba aprender de ella:
Los deseos, los afectos, las angustias, las fantasías o por lo menos sus elementos constituyentes están apuntalados en las funciones del cuerpo y están imaginariamente articulados con las regiones del cuerpo; antes de la adquisición del lenguaje propiamente dicho, los niños adquieren, por la representación simbólica, un prelenguaje que es universal porque sus significantes se refieren a las partes del cuerpo (del cuerpo del niño y del cuerpo de la madre), mientras que las lenguas propiamente dichas son múltiples y diversas y solamente facilitan la comunicación entre locutores en el interior de la misma lengua [2001: 83].
Esta tesis, que podemos entender como una interpretación psicoanalítica del mito de Babel, invita a recuperar la mirada en el cuerpo -materialidad divorcia da del lenguaje por la religión y la metafísica-, donde podría residir la clave para la reconstrucción de una semántica universal (Eco, 1999).
III
Si la Filosofía de la conciencia ha separado tradicionalmente el conocimiento de las pasiones, Nietzsche y Freud transvaloran ese movimiento, lo decretan in viable y dejan ver que así como somos “sujetos del lenguaje”, no dejamos de ser “sujetos del cuerpo” y “hablados por el cuerpo (sexuado)”. Estos “médicos de la cultura” no son filósofos pero amigos del cuerpo, sino filósofos porque amigos del cuerpo.10 Y bien, ambos “psicólogos” demuestran que la negación metafísica del cuerpo se prolonga como negación religiosa, y es un punto de partida que, lejos de limitarse al dogma y a los rituales clericales, impregna toda la cultura política, por más secularizada que se pretenda: ¿o no había notado Nietzsche (2008 [1887]) que la ciencia puede estar al servicio del ideal ascético?
Insistimos sobre el énfasis nietzscheano y freudiano en lo que podríamos denominar “los derechos del cuerpo y de la materia” a partir de la hipótesis de que el desprecio religioso por el cuerpo -entendido por Nietzsche, y luego especialmente por Freud, como la negación de la sexualidad- se prolonga en la teoría como una renegación subjetiva y política de los sentidos que el mundo nos arroja como demandas y límites, e incluso como advertencia de un malestar sobre lo más propio y lo común (tópica/tópico).11 La negación de la libido -del cuerpo y, en fin, como ha dicho León Rozitchner (2001), de la materialidad-,12 su demonización y su calvario, incluso bajo la forma de su racionalización “lógica”, resuena como un retorno del corazón de la religiosidad cristiana que no cesa de aparecer, de modo más amplio, como una desmentida del mundo y de la estética (en el sentido ya explicitado). Como si la negación “interior” de la libido exigida por la ley paulina se extendiera como renegación “exterior” de toda forma de cognición lograda a través de los sentidos corporales, de sus condicionamientos, posibilidades y límites. Este prejuicio milenario se prolonga como una suspicacia difusa sobre la posibilidad del acceso científico y reflexivo a la realidad,13 o como una renuncia a tal pretensión en algunas teorías “seculares” que en lugar de enfrentar el problema de la materialidad se lanzan (infructuosamente) a la tentativa de quitárselo de encima bajo la coartada de la omnipresencia del significante y/o del fatalismo de la ilusión yoica, cuando no de la reducción lingüística (verbal) de la racionalidad. En una de sus versiones,14 esta actitud pareciera suponer que, puesto que no podemos referirnos a un significante si no es con la ayuda de otro, podemos prescindir del cuerpo y del mundo como epifenómenos de una lengua señorial. En consecuencia, y en lo que concierne en particular al psicoanálisis, las pulsiones son nuevamente sospechadas, censuradas, traducidas: castradas. Se admite que el lenguaje coloniza lo que se imagina de un modo simplista como las determinaciones mecánicas de una biología preverbal, pero se olvida hasta qué punto el lenguaje acarrea las marcas de la historia, y aun de la historia de la naturaleza (cf. Bordelois, 2006).
El lenguaje, que comenzaba en aquella simbiosis maternofilial babélica, protopraxis envuelta en melodías y ritmos, aromas, tacto, imágenes y sabores, se convierte en lengua (Verbo) articulante. Desarraigada de la memoria del cuerpo, ésta flotaría exclusivamente en un espacio metafísico, extrapsicológico, y se interpondría como una muralla entre los sujetos, haciendo imposible la comunicación y la intersubjetividad, y sometiendo tiránicamente al mundo (sujeto incluido), que se constituiría de cabo a rabo al ser designado. Así, en lugar de superar la metafísica de la subjetividad o la filosofía de la conciencia por la vía materialista, el giro lingüístico nos llevaría de vuelta a la fe en la “omnipotencia de los pensamientos” (Freud, 2004b [19121913]), pero no la de un individuo aún inmune a las humillaciones narcisistas, sino a la omnipotencia de los caprichosos pensamientos de una lengua autónoma: ¿estaríamos entonces frente a un idealismo del lenguaje?
Después de haber estado condenado al ostracismo durante siglos, detrás de la conciencia y la representación, el lenguaje (entendido fundamentalmente en lo relativo a lo verbalproposicional) parece haber reclamado a modo de compensación una centralidad absolutista que debió equilibrarse para integrar el pensamiento a la praxis y deberá integrar a la compleja realidad objetiva. El “sentido de la realidad”, tan despreciado en épocas surcadas por la rebelión snob, estratégica o reactiva contra la referencialidad del lenguaje, es un índice elemental que para el vienés hace posible distinguir la ilusión del error, la religión de la ciencia y la neurosis de la psicosis. Además, de un modo que nos recuerda a Nietzsche, hacia el final de El porvenir de una ilusión, la confianza en los sentidos es para Freud (2004a [1927]) lo que hace posible la ciencia.15 Sin embargo, para distanciarse del “extravío biologizante de la sexualidad en Freud”, que no sin razones ha señalado Laplanche (1998), ciertas lecturas contemporáneas del fundador del psicoanálisis han mudado el acento del cuerpo a la lengua de un modo tan pronunciado que parecen configurar rasgos de un extravío desbiologizante de la psicología, y con ello de la teoría social. Pero la voluntad freudiana de construir una metapsicología basada en la doctrina -siempre en devenir- de las pulsiones se deja aprisionar difícilmente por una traducción al formalismo, no diríamos del matema (Lacan, 2012),16 pero sí al menos de su vulgarización. No sorprende que en la reproducción ubicua de dicha traducción (e incluso antes del desarrollo de ese concepto en el pensamiento lacaniano, con la distinción tajante entre necesidad y deseo) sea subrayada, una y otra vez hasta el cansancio, la diferencia “radical”, inconmensurable y fundamental entre los humanos y “los otros animales”,17 en un gesto poco freudiano (y menos nietzscheano) que, en su carácter difuso e inespecífico, parece tener más de ritual que de científico, y más de dogma que de crítica. Al rechazo freudiano de la reducción economicista y “temporal” (en el sentido de que no atiende la complejidad del “pasado” en sus múltiples relaciones con el presente) de la materialidad por parte del marxismo, debemos añadirle su complemento: el rechazo de la reducción formal de la subjetividad, y/o de la reducción lingüística de la racionalidad, que condenan al cuerpo a ser el más allá inaprensible de una cadena significante.
Con su justificado rechazo de la religión, del psicologismo y del biologismo -los cuales apuntan, la primera a desnaturalizar al hombre, el segundo a erradicar el inconsciente, y el tercero a reducir al humano a un conjunto de reacciones físicoquímicas-, el psicoanálisis resistió y resiste al estrangulamiento de la palabra, del pensamiento y de la experiencia. Con todo, no es infrecuente que el movimiento reactivo se convierta en síntoma. En plena crisis de un capitalismo progresivamente inmaterial, la voluntad de formalización que intenta traducir (¿reducir?) la metapsicología a la lógica enfrenta el riesgo de hospedar un desplazamiento del cuerpo -al que se le adjudica sintomáticamente el estatuto de “resto”-, de llevar adelante un injustificado abandono de la psicología y la biología (e incluso de cierta concepción de la historia),18 dimensiones indispensables para pensar la política y la subjetividad.