Si limpiasen las puertas de la
percepción, todas las cosas
aparecerían ante el hombre
como son: infinitas.
William Blake
Una de las mayores virtudes del escritor mexicano Salvador Elizondo es su versatilidad. En su tránsito como poeta, narrador, traductor, ensayista, articulista, crítico, cineasta, pintor y docente, Elizondo desarrolló un perfil artístico e intelectual de múltiples aristas que fueron sumando riqueza y complejidad a su figura y a su obra literaria. Por ello, a juicio de Gonzalo Lizardo “pocas obras como las de él han cuestionado tan a fondo nuestra idea de literatura” (80). En efecto, la escritura de Salvador Elizondo, desde la publicación de sus primeros textos de carácter ficcional,1 perfiló la experimentación de formas y técnicas narrativas que indagan en la elaboración de un discurso que pone en juego diversos sistemas y códigos culturales, y cuya primera culminación fue Farabeuf o la crónica de un instante (1965). La publicación de esta, su primera novela, le otorgó un lugar definitivo en las letras mexicanas del siglo XX y lo caracterizó como un escritor complejo, de narrativa experimental, pero también como parte de una tradición en la que la violencia, el erotismo, el sadismo y la muerte transitan caminos paralelos.
De acuerdo con una de las reseñas más tempranas de Farabeuf, a cargo de Ramón Xirau, “hay en Elizondo la tentación de la experiencia límite, como en Céline o en Bataille . . . hay en su libro un mucho del Marqués de Sade y acaso un poco (puede ser coincidencia), de la condesa Erzebeth Bathori: la tradición ‘demoniaca’ de Europa” (43). Nos importa recuperar esta última observación para los fines de este texto, ya que el tratamiento del erotismo como experiencia límite (tópico poco explorado en su momento en la narrativa mexicana y que tiene a Bataille como su más claro referente2) ha sido ampliamente tratado, mas no así el reconocimiento de la impronta que hay en la novela y en la obra general del autor de esa tradición “demoniaca”, aludida por Xirau, que acerca a Elizondo a la vertiente del género terror de la tradición romántica europea.3 Como muestra, valga reconocer algunos de los proyectos que Elizondo desarrolló paralelamente a la escritura de Farabeuf,4 los cuales convocan mecanismos estéticos afines. Uno de ellos es el filme Apocalypse 1900 (1965), donde se ilustra un hipotético fin del mundo por medio de fotogramas de revistas científicas del siglo XIX, cuya estética -además de la relación que guarda con la técnica del montaje de Sergei Eisenstein como búsqueda más evidente- crea un clima de efectos disonantes que por momentos llegan a ser incluso macabros. Otro de tales proyectos es Narda o el verano (1966), primer libro de cuentos del autor, en el que incluyó dos textos previamente publicados (“Puente de piedra” y “En la playa”) y tres inéditos: “Narda o el verano”, “La puerta” y “La historia según Pao Cheng”.5 En estos cuentos, a excepción del último, Elizondo echa mano de recursos que abonan a la configuración de relatos de efectos perturbadores, con personajes que lindan con lo ominoso (en el caso de “Puente de piedra” y “Narda o el verano”), el tema del asesinato (como “En la playa”) y el delicado trabajo en la construcción de atmósferas lúgubres (como en “La puerta”), en los que conjuga su particular estilo y sus preocupaciones estéticas. Si bien no todos estos relatos pueden ser pensados como cuentos de terror, lo cierto es que implican mecanismos emparentados con este género. Dicha relación, de hecho, ha sido observada por otros en su conexión con la tradición del gótico, de la que deriva el género terror.6
En ese sentido, seguimos la línea que reconoce en la obra de Elizondo el tratamiento de temáticas, mecanismos y códigos del terror, para concentrarnos en el modo en que estos operan en el cuento “La puerta”, perteneciente al volumen Narda o el verano, específicamente en su relación con lo siniestro. La relación terror-siniestro podría pensarse incluso como natural si atendemos a sus implicaciones, ya que ambos operan, en términos estéticos, para la consecución de un efecto desestabilizador. Dicha relación es justamente la que nos importa recuperar, ya que en ella se funda la configuración del cuento analizado.
El concepto de lo siniestro remite, sin posibilidad de elusión, al ensayo de Sigmund Freud, “Das Unheimliche” (1919), en el que toma como base la tradición romántica y, especialmente, el cuento “El hombre de arena” (1817) de E. T. A. Hoffman para definir lo siniestro -o bien “lo ominoso”, según la traducción al castellano que se le ha dado al término Unheimliche- como un “sentimiento” de angustia que deriva de una represión que retorna. En los códigos psicoanalíticos desde los que escribe Freud, lo siniestro es efecto de “algo reprimido que retorna nuevamente . . . lo ‘Unheimliche’ sería todo lo que debía permanecer en secreto, en lo oculto y ha salido a la luz” (Freud 115). En otras palabras, lo siniestro designa:
un sentimiento que pertenece al orden de lo pavoroso, de lo escalofriante, de lo que excita angustia, y por otro nombra una causación específica y que todo aquello que debiendo quedar en lo oculto, en la latencia, sin embargo ha salido a la luz, es decir . . . que habla de algo familiar a la vida anímica que se hace ajeno por la represión. (Klimkiewicz 28)
Como se mencionó, Freud dio forma a la teoría de lo siniestro tomando como referente la literatura romántica del siglo XIX, la cual trajo consigo temas como lo horrendo, lo maldito, lo demoniaco o lo abyecto, que los artistas convocan para, como apunta Ernst Jentsch (autor recuperado por el mismo Freud), “to conjure up most detailed terrifying visions out of the most harmless and indifferent phenomena” (12).7
Las contribuciones de Freud han sido recuperadas en incontables ocasiones, como es el caso de Eugenio Trías, quien en su también ya clásico libro Lo bello y lo siniestro (1982), esquematiza los motivos de lo siniestro propuestos por Freud de la siguiente manera: 1) “un individuo siniestro es portador de maleficios y de presagios funestos” -que lleva al infortunio como el “fracaso amoroso, la muerte, el asesinato, la demencia-, 2) el mismo individuo “tiene o puede tener el carácter de un doble”, 3) “la duda de que un ser aparentemente animado sea en efecto viviente y la inversa: de que un objeto sin vida esté en alguna forma animado”, 4) “la repetición de una situación en condiciones idénticas . . . el genuino retorno de lo mismo” y 5) “imágenes que aluden a amputaciones o lesiones . . . despedazamientos y descuartizamientos” (Trías 43-44).8 Estos motivos son asumidos como siniestros por la convivencia que manifiestan entre lo familiar y lo extraño, pero lo más relevante es el “sentimiento” que despiertan.
El terror como género se define también en función de su efecto, el cual ha sido referido por Devendra Varma, como “an awful apprehension”9 (130), por Peter Penzoldt como “terror and awe”10 (146) o por Rafael Llopis como el miedo amparado en el instinto de muerte (13-25). A su vez, Noël Carrol reconoce bajo la denominación de “terror-arte” la relación afecto-efecto que define la categoría de obras de distintos géneros “destinadas a despertar cierta clase de afecto . . . Los miembros del género de terror se identificarán como narraciones y/o imágenes . . . que merecen ese predicado a partir de la generación del efecto de terror” (44). Aunque esta definición se arriesga a ser tautológica, importa recuperarla justamente por la insistencia en la relación afecto-efecto, en la que se ampara el vínculo entre el terror y lo siniestro: el afecto sería justamente ese “sentimiento” (que quizá sea mejor llamar “afección”) reconocido por Freud para lo siniestro. Sin embargo, cabe aclarar que no todo terror es necesariamente siniestro. Para el caso importaría reconocer aquello que Lionel F. Klimkiewicz apunta como “causación específica” en lo siniestro, donde, en el sentido literario, operan los mecanismos que encaminan hacia el efecto -ya estético- particular del terror.
“LA PUERTA”: UN CUENTO DE TERROR
“La puerta” narra la historia de una mujer, de quien no se conoce más que las iniciales de su nombre, “JHS”, interna en un manicomio, donde pasa sus días entre jardines, pasillos y habitaciones. La forma en que se desarrolla el relato es la de un movimiento guiado por los pasos del personaje en los espacios del manicomio, cada vez más constreñidos, que son pautados por el cruce de puertas, las cuales serán primero físicas y luego simbólicas. La dimensión espacial del relato se construye bajo una lógica que modula la narración en una serie de tránsitos por umbrales que llevan al personaje en un vaivén entre “el recuerdo y la esperanza; el sueño y la vigilia; la vida y la muerte” (Gutiérrez 73-74).
El espacio es prolijamente descrito en este texto para crear la atmósfera en la que se sostiene su efecto. A decir de Daniel Sada, “La puerta” es “una prueba contundente de que el lugar de los hechos (escenografía) es tan importante como la anécdota misma” (60), recurso que, como se sabe, es uno de los principales elementos del terror. Según Lovecraft, en su ya clásica revisión de la tradición, “el ambiente es primordial, ya que el criterio terminante de autenticidad no es el ensamblaje de una trama, sino la creación de una sensación determinada” (31), aspecto que realiza hábilmente Elizondo. Este recurso, que en la obra de Elizondo tiene más de una implicación en su habilidad narrativa-descriptiva, expone la influencia que ejercieron en él algunos autores. Para este caso, importa recuperar sin duda a Edgar Allan Poe. Tanto Lovecraft como Elizondo reconocen en Poe su papel como creador del cuento moderno,11 así como:
su influencia permanente en cuestiones como el mantenimiento de una atmósfera única y la consecución de un efecto único en un cuento, y la reducción drástica de incidentes a sólo los que tienen una relación directa con la trama, que desempeñarán un papel importante en el clímax. (Lovecraft 79)
Observamos en “La puerta” estas características, que beben de las valoraciones estéticas del autor de El cuervo por parte del escritor mexicano:
Poe fue el primer autor norteamericano que leí y también el primer escritor que me dio a entender, desde la primera juventud, la idea de la literatura como un proceso deliberado y como un producto de la voluntad y de la sensibilidad conducidas por un imperativo técnico omnipresente. (Elizondo, Mi primer)
Desde sus primeras líneas, “La puerta” da muestra de esta “sensibilidad conducida”, amparada en el manejo detenido del ambiente, guiando al lector en el paso del personaje por los espacios del manicomio, los cuales, en efecto, cumplirán un papel determinante en el clímax del relato. Al pasar la primera puerta de acero inoxidable y vidrio que delimita el edificio del nosocomio, se encuentran un vestíbulo y las salas de visita; cada uno de los espacios está delimitado por puertas. Para llegar a la primera de estas, hay que pasar por jardines bien cuidados, la segunda puerta lleva a otro mundo “aparentemente apacible y silencioso” (Elizondo, “La puerta” 86)12: el de la locura.
Enmarcado por una suerte de deslizamiento en el espacio físico del manicomio, el cuento prepara una introspección hacia el “espacio mental” del personaje, mediante un movimiento gradual que profundiza en las evocaciones de recuerdos nebulosos que “transportan” a JHS hacia una de las escenas cruciales del relato: el umbral -o bien, la puerta- que separa “su vida anterior” y la locura. El personaje evoca el “antes” o el “más allá” de su experiencia presente, albergado en su memoria, en una serie de imágenes y acciones inconexas: despertar en una mañana cubierta de neblina, situarse frente a una ventana, una canción que se repite en su mente, el trazo de las iniciales de su nombre en el vaho del cristal.13 Después, la confusión de fragmentos informes: el hijo durmiendo en su cama, la agitación, la desnudez y lágrimas silenciosas resbalando por su cuerpo: “Eso era todo. No podía recordar más” (89). Esta escena, construida a modo de secuencia, funciona como transición hacia la lobreguez del “alba grisácea” (92) de la locura del personaje que tornará cada vez más siniestra la atmósfera del relato.
“La puerta” se alimenta también, sin duda, de recursos aprendidos por Elizondo del cine, medio al que, como hemos mencionado, fue cercano como crítico y también como realizador y cuya impronta se constata en varios momentos de su obra. Uno de los elementos más llamativos en “La puerta” es el logro de sonoridad que alberga en su narración, recurso ampliamente aprovechado en el relato cinematográfico de terror. El texto convierte en una suerte de leitmotiv la canción, referida anteriormente, que resuena en la mente de JHS : “Come closer to me” (1958) de Nat King Cole, la cual genera una especie de eco en el relato por efecto de su repetición -el “genuino retorno de lo mismo” al que se refiere Trías- en los momentos de mayor intensidad narrativa. Para quienes tengan presente esta canción, tal eco generará un efecto perturbador al confrontar la apacible cadencia de su melodía y la vertiginosa descripción de los pensamientos que acompañan a la protagonista. Esta “sonoridad vertiginosa” acompasa varios momentos del cuento, como el recorrido de JHS por el pasillo que conduce a su habitación en el manicomio, en el que las puertas entreabiertas dejan escuchar “a veces, canciones populares salidas de radios de transistores, imprecaciones apenas balbucidas, conversaciones informes plagadas de palabras obscenas, gemidos producidos por convulsiones” (90). Bajo esta atmósfera, el pasillo funciona como un enroque entre lo que el relato construye desde la enmascarada apacibilidad de lo cotidiano en el manicomio y su latente perturbación: por un lado, están los lugares tranquilos que quedan detrás de las dos primeras puertas; por otro lado, en el pasillo, la gran cantidad de puertas trasporta a JHS al espacio desnudo de la locura y más puntualmente al de la propia, como se explica a continuación.
Al caminar por el pasillo, JHS traspasa una puerta más, la de su habitación, donde se recuesta en la cama cruzando los brazos sobre su pecho y sus piernas a la altura de los tobillos. El detalle de las piernas cruzadas no es menor, la acción tiene, para JHS, un simbolismo de suma importancia: “siempre cruzaba las piernas a la altura de los tobillos para no parecer un cadáver” (90). Tanto el cruce de las piernas, como el del pasillo, pueden ser considerados como catalizadores y a su vez contenedores -entendido “contenedor” como retención- de la locura, son espacio y acción, respectivamente, liminales, de umbral. La mención del cruce de piernas anticipa e introduce la ruptura con la apacibilidad que domina en la primera parte del cuento: “por mirar ese cielo que le recordaba la libertad perdida olvidó cruzar las piernas. Se percató al cabo de un rato de que yacía sobre esa cama un cuerpo quieto, inanimado, que era el cuerpo de ella: su cadáver” (90). En lo siniestro participan elementos o situaciones encargados de romper la normalidad con resultados funestos sobre los personajes. Si en el cuento de Hoffman la muñeca Olimpia o el encuentro con el hombre de arena cumplen esta función, en el caso del relato elizondiano, la omisión de JHS al no cruzar las piernas es lo que desata los resultados funestos para el personaje. A partir de este descuido, el cuento da un giro drástico: pasa de ser la historia de una mujer con recuerdos borrosos internada en una clínica, a convertirse en una historia que intensifica los recursos de extrañamiento al introducirse en el espacio de la demencia del personaje.
El texto transita así a un ambiente de indefinición, porque no sabemos si el flujo del pensamiento del personaje después de observar “su cadáver” es producto de un estado de duermevela -intermedio entre el sueño y la vigilia-, un sueño o incluso de una disociación mental. Solo sabemos que la visión del personaje le produce “la revelación súbita del rompimiento de todas las cosas de su vida. Todo, en ese momento, le fue ajeno, menos ese cuerpo blanco, suave, doliente que yacía sobre la cama” (91). Este estado de JHS recuerda a uno de los héroes que Rafael Argullol propone en relación con los personajes de la época romántica y al cual denomina como “el sonámbulo”:
Del mismo modo que quiebra la frontera entre la vida y la muerte, el héroe romántico soporta mal la separación del mundo de la realidad y el mundo del sueño. A él se puede aplicar la enigmática inscripción de una voluta de Westminster Abbey según la cual “nuestra materia y la de los sueños son iguales”: en el sonámbulo se proyectan los espacios oníricos que, insospechados e incontrolados, están negados a la perceptividad racional-empirista. (287)
En ese estado solo una imagen acude al personaje: la de una puerta al final del pasillo que se le presenta como “barrera infranqueable, un sexo secreto e inviolado” (91). Al traspasar esta última puerta se cumple en el relato una de las máximas que Freud propone al hacer irrumpir, en lo real, lo que antes permanecía en la sombra de la secrecía: lo imaginado o lo soñado se hace realidad. Esto desemboca y culmina en el relato de Elizondo con la aparición del doble.14 Se cumple así la latencia de lo siniestro, aquello que Trías menciona como “algo sentido y presentido, temido y secretamente deseado por el sujeto, se hace, de forma súbita, realidad” (44).
La última puerta revelará su secreto y dará paso al terror, derivado del manejo narrativo de secuencias que se detienen en los movimientos del personaje y alargan el ejercicio del suspenso. De acuerdo con Vélez García “la puerta simboliza la inminencia de la revelación de lo maldito, lo prohibido, el estigma, lo excéntrico, lo no ortodoxo, la muerte, lo informe, y manifiesta el procedimiento narrativo centrado en los ‘pasos de umbral y de frontera’” (“La forma” 123). La escena final donde JHS se arma de valor y busca su destino es la antesala del clímax narrativo:
Corrió y al llegar ante la puerta se detuvo jadeante. Se sentía desfallecer. Cerrando los ojos trató de recobrar el aliento. Alargó la mano temblorosa hasta tocar la cerradura reluciente y fría. Volvió a abrir los ojos y a mirar su mano que como la garra de una arpía retenía epilépticamente la bola de bronce. “Come clo… ser to meeee…” sonaron las palabras en sus oídos. (93)
Todos los elementos se conjuntan en esa última puerta: la pesadilla, el temor y el deseo de saber lo que hay detrás, ¿su cadáver? Además, el lúgubre pasillo provee a la atmósfera otros elementos que refuerzan el efecto perturbador: “una carcajada demente” que atraviesa el silencio y “el agitado palpitar de su corazón abrumado por el imperativo de su angustia” (93), a lo que se sumará el eco en sus recuerdos de la canción, casi a modo de una invocación.
Una vez traspasada la puerta, después de todas las situaciones que se le presentaron, ese día gris y extraño, que desde el principio de la historia la misma JHS presentía como diferente, culmina con el encuentro de un espejo cuyo reflejo ominoso le regala “el encuentro consigo misma”. Siguiendo la línea de Freud, dos motivos de lo siniestro se conjugan en la historia con la implicación del espejo: el universo demencial y el tema del doble. Sobre este último, al hablar de lo siniestro, Umberto Eco dice que “el colmo de lo inexplicable inquietante es, por último, la aparición de un sosias, es decir, nuestro doble” (322). La aparición en escena de este tercer elemento crea, de esta manera, una tríada compuesta por JHS, la puerta y el doble, unidos tanto por el temor como por el deseo que gobiernan sobre el personaje.
No resulta extraño que la manifestación del doble se exteriorice a través del espejo, uno de los símbolos más ricos de la cultura general y con amplia presencia en la obra de Elizondo.15 En la opinión de Sánchez Rolón:
La función del espejo en cada texto de Elizondo es diversa a pesar de que se funda en unas cuantas líneas obsesivas no autónomas: el umbral al espacio de lo fantástico, la violencia de la identidad y a la metaficción: la duplicación y la fragmentación de espacios, identidades y escritura; y el espejo como prótesis autorreflexiva donde los sujetos y la escritura se miran a sí mismos y lo que normalmente estaría fuera de su campo de visión. (15)
Históricamente el espejo ha sido de gran importancia para la religión, la mitología y la literatura universal, al igual que para el imaginario social. En la mitología griega lo encontramos como uno de los emblemas de Afrodita, la diosa de la belleza; en el catolicismo también aparece, en manos de la virgen María, para “hacer referencia a su castidad impoluta y al cristo niño como espejo de Dios” (Tresidder 92); la importancia que tiene en la literatura se observa en libros como Alicia a través del espejo, donde funciona como puerta a otro mundo. Una de las supersticiones más conocidas alrededor de este objeto es que se le considera capaz de hacer caer el infortunio sobre quien ose romperlo, hecho que está relacionado con creencias antiguas que decían que “el reflejo de una persona contiene parte de su fuerza de vida o un ‘alma gemela’” (Tresidder 99).
Sobre el significado del espejo hay que rescatar algunos pasajes que menciona Jack Tresidder:
Veracidad, conocimiento de sí mismo, sinceridad, pureza, iluminación, adivinación; símbolo primordialmente positivo por su asociación antigua con la luz, en especial la luz de los discos como espejos del sol y la luna, que se creían reflejaba la divinidad a la Tierra. . . . Aunque los espejos a veces aparecen en el arte occidental como atributos de censura de Orgullo, Vanidad o Lujuria, con mayor frecuencia simbolizan la Verdad, la sabiduría popular de que el espejo nunca miente . . . Casi en todas partes, los espejos se han vinculado con la magia y, en especial, con la adivinación, ya que pueden reflejar sucesos pasados o futuros además de los presentes. (92-93)
El espejo funciona en el relato de Elizondo como el portador del conocimiento, como revelador del secreto oculto. Muestra el resultado de todo lo que llevó a JHS a convertirse en un personaje maldito que no puede escapar de los infortunios que la persiguen porque en realidad ella es su depositaria. Así, el espejo funciona como el revelador de la verdad para la protagonista, como una puerta que se abre ante ella para mostrarle un rostro oculto para sí misma: su figura demencial:
Un rostro la miraba fijamente desde ese resquicio sombrío. El terror de esa mirada la subyugó. Se acercó todavía más al pequeño espejo que lucía en la penumbra. El rostro sonreía dejando escapar, por la comisura de los labios, un hilillo de sangre que caía, goteando lentamente, en el quicio. De pronto no lo reconoció, pero al cabo de un momento se percató de que era el suyo. (94)
Su “verdadero yo” opera así en términos de su doble, como un yo-otro que se le revela en el nivel más alto de intensidad lograda en el relato. Lo aterrador radica no en la locura del personaje per se, sino en su revelación a la consciencia a través del espejo. Se trata de un efecto que se sostiene en la configuración narrativa desde la entidad omnisciente que da forma a la experiencia de loca, recurso que “posibilita la verosimilitud en el relato, ya que el discurso se despliega como un ejercicio metódico y ordenado de estructuración de una experiencia que no sería creíble si se cediera la voz a un personaje ‘desestructurado’” (Gutiérrez 72). Elizondo recurre a esta estructura para que el desenlace sea contundente en el efecto de lo oculto asumiendo la forma de lo real: en este caso, el rostro desconocido de la locura que JHS encarna, revelado para sí misma.
Como señala Rafael Llopis, la locura, al igual que la muerte, son “vivencias ambas exteriores al ámbito habitual del ego, vivencias terribles que suponen la destrucción de la propia identidad consciente” (23-24). Esta destrucción es llevada en “La puerta” de Salvador Elizondo al nivel de lo consciente y en ese trasvase radica la inminencia del terror, conducido por la conformación de lo siniestro. El cadáver imaginado por JHS, “su cadáver”, es por ello simbólico en el entendido de que anticipa, hace latente en su consciencia, la muerte simbólica que supone la revelación de su locura. Desde estas consideraciones, hemos propuesto pensar “La puerta” como un cuento de terror, cuyos mecanismos otorgan a los miedos, a lo reprimido, a aquello que debiera quedar oculto, la aterradora cara de lo propio.