Como otros tantos saberes de la modernidad europea, la historiografía occidental se ha construido en torno a una oposición fundante: lo falso -o verdadero. De esta dicotomía se derivó una taxonomía del saber científico que, además de conducir hacia la especialización de las distintas disciplinas, paulatinamente fue distanciando a la literatura de la historia. La primera orientada al campo de la ficción; la segunda, encargada de dar cuenta de lo “realmente acontecido” -tal como lo tematizó un positivismo decimonónico vigente hasta nuestros días.
De hecho, como bien lo argumentó Michel de Certeau hace algunos años, más que mostrar “lo verdadero”, el saber historiográfico ha denunciado “lo falso”, para de allí deducir que, aquello que no es “falso”, entonces es “verdadero”.1 Inicio con estas ideas para establecer mi disenso con aquellos que pretenden ubicar Misericordia. El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España, de Antonio García de León, como un trabajo que oscila entre la novela y la historia. Algunos, más temerarios, la han llegado a catalogar como una novela histórica. Ambas posibilidades, además de resultarme limitadas me parecen erróneas. Me explico.
La obra que aquí presentamos, al igual que Resistencia y Utopía, Tierra adentro mar en fuera, El mar de los deseos, Ejército de ciegos o “La isla de los tres mundos” (que al calce diré que siempre me ha gustado mucho más que “El Caribe Afroandaluz”), constituyen la puesta en escena de un proyecto historiográfico de gran envergadura que reflexiona en torno a las maneras en que la memoria social -con sus voces, ritmos, silencios, fraseos, imágenes, augurios e invenciones- encuentran su lugar en el discurso histórico, como contrapeso de las narrativas del poder que tanto han marcado y orientado el quehacer historiográfico.
Si tuviese entonces que aventurar algunas claves desde las cuales recepcionar y decodificar el esfuerzo historiográfico de nuestro autor, diría que se trata de un ejercicio intelectual que se plantea: a) recuperar en el análisis histórico la polifonía de la vida social, b) reconstruir en sus respiraciones y mudanzas las dinámicas de la vida material y c), dar cuenta de los artilugios y figuraciones del lenguaje, desde las cuales, unas y otros dan cuenta de su estar en el mundo.
El fascinante relato que García de León nos cuenta de unos apaches que a fines del siglo XVIII se fugaron de una collera de prisioneros que los conducía camino a Veracruz y de sus esfuerzos y hazañas por regresar a su tierra (Sonora), constituye una obra histórica de enorme originalidad que hace de la comprensión precisa de los procesos históricos que marcan el fin de la sociedad de antiguo régimen y del examen incisivo de las paradojas sociopolíticas del sistema colonial español tardío, el acicate de la imaginación histórica. Por ello, en mi opinión, Misericordia no es un trabajo que “deja de ser” histórico para “volverse” literatura; menos aún, de un ejercicio literario que “se apoya” en documentación de archivo. Se trata a mi entender de un logrado ensayo historiográfico que parece asumir al reto que, como Ricardo Piglia nos ha recordado, Macedonio Fernández dejó sembrada en su discípulo Jorge Luis Borges: el asunto no reside en responder en qué medida la realidad se cuela en la ficción. Sino en dar cuenta cómo la ficción actúa en la realidad, sobre la realidad.
Se presenta así al historiador el reto de dar cuenta de una memoria social que escapa a los documentos escritos y encuentra su expresión y se renueva en piedras parlantes, en las consejas populares, en los sueños de los niños, en las paredes de los cementerios o en los bailes con sus glosas y tonadas. Tomando distancia del canon historiador, Misericordia muestra cómo García de León hace de la memoria social, un horizonte de posibilidad para el análisis historiográfico.
Indicios de este compromiso por incorporar los distintos registros de la memoria al análisis histórico pueden reconocerse a lo largo de un texto en el que la voz del narrador expande o contrae los tiempos de lo acontecido; se sumerge en la rememoración de lo vivido (representaciones del mundo) o multiplica y pone en juego causalidades, efectos y posibilidades históricas. Si en un primer momento se anuncia que el relato de los hechos cubre un espectro temporal que abarca de diciembre de 1796 a febrero de 1797 (cuando se extinguen las últimas noticias de los apaches huidos en su intento por volver a su tierra), el lector se percatará que surgen otras historias que se entretejen y cruzan con aquella que se viene reconstruyendo de los apaches fugados. La narración agarra entonces nuevos caminos y se mueve de lugar.
Como si se tratara de senderos que se bifurcan, los últimos rastros de los reos fugados se entreveran con la marcha de soldados que van en camino a poner en calma al pueblo de Acambay, luego de los episodios disidentes ocurridos allí, entre febrero y marzo de 1797. Y cuando pareciera que el relato termina y que no hay nada más que decir, el destino de los otros apaches, de aquellos que sí fueron remitidos a Veracruz, desplaza el recuento de los hechos a Cuba que fue el destino final de varios de ellos. Aparece entonces, casi como viento fugaz, el mundo caribeño y las no poco frecuentes experiencias de convivencia social inter-étnica entre los excluidos y marginales del orden colonial: negros cimarrones, criminales, indios mecos, artesanos y ex-militares mulatos o incluso piratas. Las hazañas del Indio Grande y el Indio Chico y sus acciones transgresoras en la manigua cubana, ya en pleno arranque del siglo XIX hacen que los episodios iniciados en el Real de Bacoachi, Sonora encuentren uno de sus desenlaces en Pinar del Río, Cuba.
Misericordia. El destino trágico de una collera de apaches en la Nueva España es un sugerente e interesante libro de historia que pone en juego esa tensión inestable entre las pruebas y posibilidades, entre los registros escritos de lo acontecido y los artificios expresivos de la memoria social. En buena medida porque como nos ha recordado Carlo Ginzburg, lo “verdadero” además de ser una fabricación, es tan sólo el punto de partida, no el punto de llegada.2
Quienes se pregunten por qué el libro se llama Misericordia…, la respuesta sencilla podrán encontrarla en la página 154. Si en cambio pretenden construir una solución más compleja a esta interrogante sugiero vincular la persecución de dieciocho apaches fugados y sus casi 3 000 perseguidores -en un momento preciso de la historia-, con los sueños extáticos, los bailes y el irrefrenable deseo de libertad de aquellos que, resulte creíble o no, han logrado convertirse en pájaros. En la solidaridad de los subalternos y oprimidos -no como regla, sí como posibilidad histórica- y en las expectativas de un mundo menos desigual e injusto, puede encontrar el lector claves para comprender el libro que ahora nos ocupa.
Si existen panteones como el de Zapaluta, en donde sólo se entierra “a los que siguen viviendo” en el pueblo del mismo nombre;3 o si persiste el recuerdo de una elefanta que tras un largo trajinar desde la India y Filipinas arribó a Veracruz para desde allí ser embarcada con rumbo a Cádiz, en donde se paseaba triunfal a orillas del Guadalquivir acompañada de una banda de gitanos,4 no tendría por qué extrañarnos que en los estertores del mundo colonial, unos apaches, indios chichimecos fugados de una collera y luchando a muerte por regresar a su tierra, a punto de ser recapturados, se convirtiesen en aves para escapar así del asedio de sus enemigos.5
A fin de cuentas, la memoria de la gente dispone de sus propios artilugios: asegurarse que en los relatos que se cuentan de boca en boca, de generación en generación -esos que constatan que las cosas así sucedieron nomás porque así se cuentan- sea otra muy distinta la suerte de los débiles y los oprimidos. Y toca a la historiografía saber qué hacer con una memoria social que sorprendentemente permanece viva.
De persecuciones, premoniciones y revelaciones: la historia a través del espejo de las fuentes6
“Una cosa es afirmar que toda la historia es narración, sostiene Iván Jablonka, otra es dar vida a un razonamiento en un texto”.7 El texto de Antonio García de León, Misericordia, nos da testimonio de la narración como instrumento para arribar a la historia como razonamiento estilizado, puesto en clave de crónica, a partir de una fuga que se transforma en averiguación sobre los distintos tiempos y actores que vivían desde la Nueva España en el ocaso del dominio colonial.
El seguimiento es una apasionada narración de los incidentes que una collera de mezcaleros, genéricamente nombrados mecos, produjo en el centro-norte del reino, y a la vez una disección en cortes longitudinales sobre el espacio -desde praderas, desiertos, cañadas y lomos de montaña-, sobre la textura étnica de los distintos grupos sociales indígenas, “gente de razón”, negros, mulatos-, sobre los actores políticos del régimen colonial -del Consejo de Indias a virreyes, burócratas y militares- hasta los propios perseguidos como náufragos de un racimo de etnias en proceso de extinción.
La fuga de dieciocho guerreros apaches, de una cuerda de 57 forzados, se produjo en Plan del Río, entre Jalapa y el puerto de Veracruz a la “hora de la oración” del 7 de noviembre de 1796, desatando una furiosa persecución de casi 90 días y 300 leguas. De los prófugos uno fue capturado en el intento, tres murieron en refriegas, y catorce quedaron al final de la “peregrinación de sombras” en que devino la fuga, de los cuales otros tres habrían de perder la vida en la batalla final, desatada en el cerro de El Capulín, el 2 de febrero de 1797. Allí, cinco fueron capturados y destinados a Cuba, mientras otros seis desparecieron heridos y silenciosos en Acambay, burlando el cerco tendido por más de seiscientos perseguidores.
Aquellos prófugos dejaron una cauda de historias en secuencia: de sangrientos encuentros y prodigiosos acontecimientos que se coagularon en la memoria colectiva durante la persecución. Estos “dos senderos de una misma tragedia”, entre la Nueva España y La Habana, irán tirando la línea roja de la insumisión, que tendría otro desenlace de rebelión en Cuba conjuntando a los apaches con negros y mestizos guachinangos. Un sendero ardiente que alumbraba las debilidades de un dominio colonial agónico, encaminado al absurdo de guerras atlánticas perdidas y encarnizadas batallas internas. ¿Cómo observar en un microanálisis esta debacle de un imperio que gravitaba alrededor de un desfiladero de insumisión y resistencias pasivas?
Para deshojar este texto, que de suyo es una unidad compleja, es preciso observar tres temas desde la perspectiva de un lector atrapado por la narración y aficionado a buscar los subtextos que la tragedia de la collera nos revela sobre su época. Primero, la crónica desde sus capas sucesivas de tiempos locales, virreinales e imperiales; segundo, sobre la subjetividad de los actores; tercero, sobre la realidad de los prodigios ocurridos y su vívida narración.
Lo que el grueso volumen 77 del ramo Indiferente de Guerra del Archivo General de la Nación de México despertó en el autor como un “turbador sentimiento”, es ocasión para abrir la rendija a un desplegado paisaje sobre los usos y términos de la gobernanza del Orbe católico frente al ignoto salvajismo de los indios bravos, insumisos por naturaleza y apóstatas por convicción. Son los que tienen en sus montes, ríos y bestiario (el búho, el venado y los bisontes) su propia cosmovisión del sitial que ocupan en aquel mundo de violencias, y al mismo tiempo al Sol como referencia del camino a la reposada eternidad, en una época que los condenó al exterminio.
Los testimonios revelan la bitácora de la persecución de dos obstinados hombres de armas del ejercito borbónico, Juan de Ugalde y Nicolás de Cosío, en donde la competencia por construir una narrativa de méritos y desvelos movía a una lealtad inverosímil. Los perseguidores quisieron tender un manto de opacidad que pusiera a la sombra la corrupción y violencias ejecutadas al cobijo de la leyenda del salvajismo de los apaches: la lucha civilizatoria, en favor de la fe y la religión, fue una suma de crueldades a las que se añadió el terror y la obediencia de los “indios de comunidad” que, obligados a cooperar, ejercieran de delatores, perseguidores y verdugos.
Contra esa narrativa de los perseguidores, estampada en los expedientes, García de León discrimina y reinterpreta los argumentos que formalizaban una historia construida para ganar favores y ocultar aversiones, a la vez que reconstruir desde los testimonios una ruta de escape que sembraba insolencias, temores y rebeliones pasivas que hicieron de la fuga de los apaches un corte en los tensores de la fidelidad de nahuas y otomíes a sus principales, pero también frente a los personeros del virrey Branciforte.
Es aquí donde la narración adquiere un valor excepcional, ya que supone el reto asumido por el historiador de penetrar la subjetividad de los actores como explicación de su conducta desde las profundidades de sus cavilaciones, sus dilemas, hasta llegar a responder sobre los azares de sus decisiones. Por ello no es trivial que la escritura sea más que una narración del pasado, y se asuma el desafío de penetrar el escarpado camino de los pensamientos de sujetos políticos, actores y colectivos étnicos que se enfrentan a un decurso inesperado en una historia contada coralmente: actúan, escriben y cavilan. Atrapados en sus meta/narrativas de creencias religiosas y milagrería ponen a fuerzas sobrenaturales en el territorio de la acción colectiva, y de la mano del azar se conduce la aventura en los terribles episodios de una historia que no fluye en una sola continuidad sino en una multiplicidad de escenarios, tiempos y espacios de subjetividad cultural. Allí radica, a nuestro parecer, su profundidad explicativa.
Y en ello hay una poética de la historia que plantea que, si nos ponemos en la tesitura de historiadores de hechos, ignoramos que la narrativa de lo prodigioso forme parte de la historia, que hay testigos y que sus imágenes y rememoraciones son, también, fragmentos de la historia que debemos inscribir en una narrativa realista.
Esta estrategia narrativa, más audaz y virtuosa, nos coloca a los lectores en los marcos de la subjetividad de los actores, pautados por su posición en esta trama de violencias y temores. Puede verse esto en el relato sobre el niño mestizo cautivo, Juan Alonso Avilés (a) Gavilán, que como otros tantos raptados por los apaches en sus correrías habría de ser “apachizado”, adiestrado “para su sobrevivencia y la de los suyos en el arte de la caza y de la doma de caballos”, quien más tarde sería recapturado y puesto al servicio del brigadier Juan de Ugalde, el genízaro de los “ojos zarcos”, como rastreador e intermediario cultural. Este intérprete de la época, convocado como testigo de las subjetividades de dos mundos culturales, de sus creencias y premoniciones, iría “llevando consigo toda la carga emocional que implicaba ser parte de los opresores de su propia gente”.8
Más tarde, habiendo sufrido de las sospechas y desconfianzas de sus captores “de razón” correría la suerte de los sujetos a la collera, y sería entonces que Gavilán tomaría el partido de los fugados que a un “grito de muerte” tomaron las armas de su captores, hiriendo a sus vigías y escapado entre la maleza, para iniciar un largo periplo en donde este “intermediario cultural” sería intérprete de dos cegueras de violencia, en la obstinada lucha de los fugados por volver al nicho de su gentilidad.
En una interpretación de esas cavilaciones, García de León nos glosa el pensamiento íntimo que, quizá, haya escapado de las angustias y aspiraciones de actores de la trama. En el caso de Avilés:
Ah, si pudiéramos escapar por la luz de este espejo -se dice a sí mismo, mientras dibuja un mapa de arena, calculando la posible llegada al gran camino que los conduzca a la Sierra Blanca, al seno de la tierra que los espera en el retorno de los guerreros triunfantes, hijos pródigos de una ilusión que se mantiene en la memoria como tenue llama encendida.9
Su perseguidor más tenaz, don Nicolás de Cosío, tan imbricado en la guerra apache y en cuya conciencia cargaba la memoria de crueldades, traiciones y masacres contra aquellos indios, que le produjeron fuertes dolores de pecho y melancolía, confiesa en sus debilidades en la interpretación del historiador:
Me duelen los huesos, el pecho apretujado me corta el resuello y al atardecer estoy tan cansado que pierdo todo rastro de hambre -decía para sus adentros-. Hay ratos en que a duras penas subo a la montura, me acomodo en la silla y hago que uno de los guías se adelante para que asuma la tarea de llevarnos por donde ventee la presa […] Los insomnios me restan lucidez, aunque sé que cuando uno no puede dormir es que está despierto en los sueños de otra persona.10
Los discursos de subjetividad, en la escala de cada actor y en su sitio de fragilidad, dan cuenta de su momento de angustia y de una incomprensible persecución que desnuda la rapacidad de un régimen de esclavización, violenta aculturación y exterminio, que los puso en los cabos de una cuerda tensa, lentamente deshilvanada, sin posibilidad de escapar a su desenlace y que los atrapaba en un juego cruel de cacería y evasión que es, en muchos sentidos, una escala diminuta de la ruptura que aguarda la caída del imperio español en América.
Esta última búsqueda, en la rasgadura social que produjo la persecución de los apaches, le permitió a nuestro autor escudriñar en las rebeliones que precedieron a la fuga y que remiten a un memorial de la desobediencia, represión y crueldades que le sucedieron. Como ocurrió con el episodio en el cual la cuadrilla de perseguidores les arrebató la caballada a los indios otomíes, a la sazón colaborantes en la búsqueda, y que habría de conducir a estos últimos a una rebelión pasiva, gracias a la cual los apaches sobrevivientes de la batalla de El Capulín lograron escabullirse como sombras, cubiertas por el manto de la complicidad.
Pero la fuga no es solo en el terreno de la guerra entre cañadas, llanuras lomos de cerros, sino también en una muerte que como dice nuestro autor tiene otro sentido de trascendencia: “es un paso de transformación para fundirse en el Universo, escapando de los fuegos y los infiernos prometidos por los predicadores, convirtiéndose en estrellas y acompañando al sol en su destino[…]”.11
García de León, sin resistirse a considerar realista lo que la imaginería de los testigos refiere, nos narra con virtuosismo el vuelo de chamanes y guerreros que, apelando a ese tránsito a la mortalidad estelar, cobra tinta en los documentos del expediente. Dos ejemplos:
En “el vuelo” se glosa el testimonio del parte de guerra del cabo Luis Bernardi, sobre la escapatoria de un chamán apache, quien a petición de uno de sus guardas para que “imitara el canto del tecolote”, después hacerse de unas plumas y ramas:
Levantó los brazos y lentamente empezó a agitarlos, y con sus piernas arrancó a correr con ritmo lento y a ulular a modo de búho nocturno. Abrió los ojos con desmesura y ante la sorpresa de los guardianes, su cuerpo se llenó de plumas. Levantó el vuelo de improviso dando unos ruidosos aleteos que causaron una oscuridad repentina, pues casi apagaron las llamas de la fogata. Tomando velocidad y como un relámpago rodeado de las chispas de aquel fuego, atravesó el campo de la media luna, cruzando la barranca como una fugaz sombra; volando cada vez más alto, despareció en la penumbra y dejó a los soldados burlados en la oscuridad de la noche.12
La historia de la fuga es un fresco de la desobediencia y los temores de una Nueva España que vivía al borde de un colapso, como nos los repite el autor; sin embargo, las premoniciones de dicha hipótesis no conducen a una teleología de la revuelta en revolución, sino a un examen del tejido blando de la gobernabilidad colonial, de la fractura del mando y de lo prodigioso que resultó de una docena de fugados que logró dislocar por noventa días la autoridad virreinal. Pero el ciclo de capturas, deportaciones y exterminio de apaches forzados no terminaría allí, sino que sería repetido por las imágenes de otra collera, que habiéndose cruzado con los fantasmales evadidos, pasaría desapercibida ya que “nadie de los militares que la conduce parece percatarse de su presencia: solo un niño apache, un poco rezagado del convoy, se ha detenido y los sigue con la mirada medida que se alejan”.13
Y estos escapes, ya sean por la muerte en lances de armas, por haber volado al sol o por haber podido atravesar las llanuras para alcanzar el Camino de Tierra Adentro, nos transmiten un humor de época y una historia de sensibilidades ocultas en un mundo de violencia y desigualdad.
Una historia que hace presente, y que nos trae al presente, con ese episodio de un pasado largamente reposado en el volumen 77 de Indiferente de guerra, porque su autor ha confesado su oficio como un recuperador de “memorias perdidas” desde “los intervalos que se despliegan en el enorme acervo de los archivos, recorriendo por dentro las muchas puertas de los pasadizos interminables del relato, tratando de reconstruir los silencios o de intuir el sonido de los intervalos, ése que apenas se escucha en el coro de los acontecimientos y que toma su lugar espontáneamente en la medida en que se despliega como una lírica del tiempo; esa es la historia a la que intento llegar”.14
Debemos a García de León el prodigio de una desafiante obra de narrativa histórica, que lo pone en la línea interpretativa de Jablonka: una historia-literatura que logra probar, complacer y conmover con una interpretación razonada del pasado.
Respuesta
Misericordia, a través del espejo
Los territorios desiertos del norte habitados por las tribus indómitas que se defendían de las expediciones colonizadoras no habían estado nunca en mi horizonte; así que al encontrar a los apaches y a otros indios de la Norteamérica española hacinados y forzados en las cárceles de San Juan de Ulúa, en espera de ser deportados como esclavos hacia las plantaciones de Cuba y otras islas del Caribe, me vi comprometido a buscar los orígenes de ese cautiverio y las circunstancias de una guerra terrible y lejana. Así fue como me enganché a esta historia siguiendo una collera de cautivos desde el Real de Bacoachi en el norte de Sonora, caminando junto con ella hasta los palenques de esclavos fugitivos de Pinar del Río, recorriendo ese camino accidentado y hostil que viene desde las Provincias Internas del norte y que penetra en las aguas del Caribe.
Las evidencias de esos hechos estaban asentadas en el volumen 77 del ramo Indiferente de Guerra del Archivo General de la Nación y sus resonancias conducían por muchos caminos tortuosos y plagados de las angustias más atroces. El relato que se desprendía del expediente, y de varios otros documentos que empezaron a confluir en él, era la bitácora de la fuga de 18 cautivos de una collera desde el precario puerto interior de la Venta de Plan del Río en los días finales del otoño de 1796. Contenía un informe de operaciones militares que se adentraba en la persecución y en la posible captura de los evadidos: acompañado de epistolarios, informes detallados, reportes de enfrentamientos y un diario de campaña que en un principio se erigía como el hilo conductor en la reconstrucción de los hechos.
Sin embargo, sin pretender hacer una historia de la conquista del norte y la guerra apache, este relato me condujo al interior de una memoria llena de complejidades, teñida por la presencia simultánea de varios pisos de frontera que se empalmaban en el despliegue de aquellos episodios. En principio, la precaria línea del imperio español en su avance hacia el Gran Norte, el margen que dividía la vida sedentaria y el orden cristiano de la Nueva España de las regiones indomables cada vez más alejadas del centro de la vida colonial; y de manera paralela, un límite incierto que en esta situación de guerra albergaba dos concepciones opuestas de la vida y la muerte: pues si bien los perseguidores seguían los principios del arte de la guerra de salvaguardar la vida a toda costa, los apaches la guarecían ritualmente con la esperanza de llegar más allá del umbral, pretendiendo una victoria sobre el tránsito final al escapar del flujo lineal de la historia.
Lo que teníamos entonces, alrededor de un expediente denso y de lo que pudimos completar en varios archivos, era la saga de una collera de un centenar de cautivos, hombres, mujeres y niños, custodiada desde el norte hasta el puerto de Veracruz, cuyo punto de fuga de una parte de ellos se realiza de manera violenta, casi al llegar a su destino, en aquella noche de noviembre de 1796 en Plan del Río. La huida dramática de unos cuantos guerreros, de la que se derivan lances, combates y varios partes de guerra, encarnaba en su descripción documental la visión y el poder represivo del Estado colonial. Como parte del dossier estaba el diario de campaña del capitán Nicolás de Cosío, curtido en la “guerra apache” y comisionado para la captura de los evadidos -que vino desde Texas con sus rastreadores tahuacanes-, y que daba al virrey información precisa tanto de las escaramuzas como del amplio contexto del suceso mismo y de los tiempos de descontento, de crisis agraria y social en que se desarrollaba la persecución, así como de los demás sucesos atropellados que el entorno avivaba y anunciaba, ya que en el horizonte se erguía como un ruido de fondo la guerra civil de independencia que estalló 12 años después. Había entonces un trayecto accidentado descrito por una única mirada, la de los dragones y milicianos empeñados en reducir a los bárbaros. Porque si bien es cierto que Nicolás de Cosío lleva su diario de campaña y en él vierte con detalle sus avances y frustraciones, yo intentaba alcanzarlo para armar el camino en paralelo, la bitácora de los fugitivos.
Entonces, mi empeño fue narrar esta historia desde el interior de la fuga, de las acciones de los perseguidos, de los que aparecían furtivos y que totalizaban en silencio todo el registro. Para esto hubo que emprender un camino alterno, recopilando todas las evidencias posibles para documentar la misma secuencia trágica, acompañándolos uno por uno mientras surgían o se des vane cían en las escabrosas quebraduras del terreno y los desiertos. Por medio de los despojos y los objetos abandonados por los prófugos había que irrumpir dentro de esa collera silenciada: en sus estrategias, sus angustias, pesares e invocaciones. Era introducirse en sus tiempos y en sus horas, en sus maneras de cazar y acechar a sus presas y a sus enemigos, en sus desplazamientos sobre el terreno, en su serena relación con los animales: por ejemplo, mientras para los militares los caballos eran transporte y piezas de guerra, insertos en el mercado de los bienes materiales; para los apaches eran presa, arma imprescindible, alimento, instrumento de viaje y vagabundeo, materia prima de ropa y calzado, símbolo funerario y cabalgadura celestial.
Entonces, era remar a través de sus huellas y vestigios, reco gien do fragmentos para llenar el vacío que no ocupan en la historia. Su recorrido constituía una bitácora desde el momento en que se develaba implacable, mirando hacia afuera tanto como hacia adentro, reflejando mil imágenes registradas por los expedientes, pues no tenían ni voz ni nombre, sólo lo que pueden englobar las palabras de sus enemigos, con lo que contiene el carácter destructivo del lenguaje en esas circunstancias.
Así fue como pude asistir al cerco de aniquilamiento en el cerro del Capulín y a la furtiva huida que los hizo desaparecer para siempre: sombras, habitantes del otro lado del espejo, del anverso que no se cuenta, respirando el polvo de discordias y motines que levantaban a su paso. Nunca los perseguidores supieron el final de muchos de ellos; si habían alcanzado los desiertos y su morada de Sierra Blanca o si se habían unido a los Gemelos Divinos en el infinito nocturno, en un acto de desafío que fue su mayor venganza.
Corriendo a trancos por las escabrosas veredas que conducen de la niebla a la costa, alcancé en San Juan de Ulúa a los que no lograron escapar de aquella Venta del camino de Jalapa. Abordé con ellos el Ángel de la Guarda hasta ser en La Habana entregados a cautiverio. Tuve que seguirlos después en la nueva fuga que los llevó hasta los palenques de negros cimarrones en Pinar del Río; en donde después de un feroz combate, tuve que aferrarme a la mano arrancada de la Virgen de la Pura y Limpia y subir al cielo junto con el Indio Chico, el último de los guerreros de esta historia…
Una oración final…
Porque estas alas ya no son alas para volar
Sino sólo abanicos que baten el aire
El aire que ahora es terriblemente angosto y seco
Más angosto y más seco que la voluntad
Enséñanos a preocuparnos y no preocuparnos
Enséñanos a quedarnos sentados quietos
Ruega por nosotros pecadores ahora y en la hora de nuestra muerte
Ruega por nosotros ahora y en la hora de nuestra muerte.
T. S. ELIOT, Miércoles de ceniza, I, 1930.