Los espacios de la memoria [...] son lugares, efectivamente,
en los tres sentidos de la palabra -material, simbólico
y funcional-, pero simultáneamente en grados diversos.
Incluso un lugar de apariencia puramente material [como
un templo] sólo es lugar de memoria si la imaginación le
confiere un aura simbólica. Un lugar puramente funcional,
como un libro [...], un testamento, una asociación [como las
cofradías] sólo entra en la categoría si es objeto de un ritual.
Pierre Nora, Los lugares de la memoria
Con esta frase, Pierre Nora define la función de esos lugares en los que reside la memoria colectiva y donde se depositan sus discursos legitimadores en forma de narraciones. La veracidad de dichos discursos es incuestionable, pues sus orígenes se remontan a un hecho sacralizado que es reactualizado continuamente por medio de celebraciones festivas. Lugares y rituales, insertos en una visión integradora y sin rupturas, hacen visible la memoria en una constante lucha contra el olvido. Los templos y los santos, espacios privilegiados para tales fines en las sociedades preindustriales de Occidente, representan tanto física como simbólicamente la conjunción entre el cielo y la tierra; su funcionalidad es patente, pues atraen el favor divino por medio de los rituales. Los altares de todos los templos están consagrados a la celebración eucarística, es decir, a la actualización del sacrificio de Cristo en la cruz, y se ponen bajo la advocación del Salvador, la virgen o los santos, cuyas fiestas a lo largo del año sirven también para rememorar sus vidas y milagros.
La memoria, construida retóricamente en templos, narrativas y rituales, tiene fuertes cargas de violencia, en especial en sociedades surgidas de una conquista. Para Pierre Bourdieu, la dominación impuesta por la fuerza sólo se vuelve eficaz por medio de sistemas simbólicos que hacen posible el consenso moral y contribuyen a la reproducción del orden social. Para explicar dicho proceso este autor acuñó el término violencia simbólica, expresión con la cual se enfatiza el modo en que los dominados aceptan como legítima su sujeción y el mundo de la desigualdad. Al narrar y exhibir las crueles torturas de los santos mártires o al mostrar los tormentos de los condenados en el infierno se pretende provocar en los receptores una aceptación de la violencia como el orden natural de las cosas, como algo ordenado por Dios; Él ha creado un mundo de desigualdad y jerarquías y ejerce actos de violencia sobre los cuerpos como signos de dominio. Cuando todo el mundo está de acuerdo en la existencia de un orden simbólico inamovible es posible justificar el dominio de la Iglesia y de la monarquía, así como la superioridad del clero y la nobleza sobre la plebe.1
Esa sujeción avalada por la violencia simbólica se refuerza con la idea cristiana de un Dios monarca que otorga gracias y favores a cambio de ofrendas, oraciones y sacrificios. Su poder está representado en los templos, en su distribución, en sus muros llenos de imágenes y en las liturgias que en ellos se realizan. Por principio de cuentas los esquemas de autoridad se manifiestan en esa monarquía celestial con coronas, tiaras y cetros que las personas de la Trinidad y la virgen ostentan como atributos de poder. Por debajo de ellos, los santos fungen como una corte celestial en la que funcionan, al igual que en la tierra, los lazos clientelares y familiares. Esos humanos excepcionales, junto con los espíritus angélicos, estaban sujetos a vínculos clientelares con Dios, igual que los cortesanos con el rey. Bajo ese esquema, los santos eran vistos como patronos de sus fieles, quienes debían relacionarse con ellos al igual que los allegados de menor rango lo hacían con sus nobles, mostrando sumisión y dependencia, y cumpliendo sus obligaciones basadas en el dar para recibir.
El sistema de subordinaciones se reforzaba, además, al insertarse en el modelo familiar patriarcal, a la cabeza del cual estaba un dios padre representado en la tierra por un santo padre, el pontífice romano, y por los reyes que fungían como padres de sus súbditos, quienes entre sí eran hermanos. En la jerarquía celestial, después de los ángeles, la familia humana de Jesús (la virgen, José, sus abuelos, Joaquín y Ana, su tía Isabel y su primo Juan el Bautista) tenía una mayor cercanía al rey; le seguían los apóstoles, los mártires, los obispos y reyes y los religiosos, quedando al final de todos las monjas y los seglares santos. Esa misma jerarquía se imponía en la tierra, donde los laicos (como hermanos) debían estar sujetos a los padres sacerdotes, no sólo porque el celibato (sinónimo de pureza) les daba superioridad a éstos, sino porque además el clero tenía el poder de consagrar y convertir el pan y el vino en el cuerpo y la sangre de Cristo. Así como el cuerpo estaba sometido al espíritu, los seres carnales (los laicos) debían estar sujetos a los espirituales (los clérigos), al igual que las mujeres respecto de los hombres.2 Los vínculos clientelares, el esquema familiar y los signos de dependencia y sujeción remarcaban también la diferenciación social. Eso se puede observar en el tratamiento que se les daba a los santos, a quienes se les llamaba señores, y a la virgen, nuestra señora. Con ello se sacralizaba el sometimiento que los fieles debían mostrar ante los representantes de los santos en la tierra, quienes eran tratados con los mismos títulos. En contraste, los frailes llamaban a sus santos fundadores con el título de nuestro padre a partir de otro esquema de sumisión, el familiar patriarcal.
Memoria, violencia y sujeción, avaladas por ese esquema jerárquico-patriarcal, se convirtieron en mecanismos de control a partir de las primeras décadas que siguieron a la conquista de México Tenochtitlan; sus principios comenzaron a funcionar en Nueva España cuando los conquistadores-encomenderos (representados en el cabildo de la ciudad de México) y los frailes franciscanos se dedicaron a construir ermitas conmemorativas de la conquista en un entramado urbano que iba transformando la fisonomía de la antigua capital mexica e imponía la nueva traza española. Dichas capillas funcionaban como espacios de memoria, violencia y sujeción, pues, por un lado, servían como un recordatorio de las gloriosas hazañas bélicas de los españoles y de los sufrimientos a los que estuvieron sujetos y, por el otro, manifestaban el agradecimiento a las fuerzas celestiales católicas que avalaban su posición de dominio frente a las de los indígenas y sus dioses-demonios derrotados.
Dos hechos acontecidos entre 1520 y 1521 -que terminaron con la conquista de México Tenochtitlan a manos de las huestes españolas e indígenas comandadas por Hernando Cortés- serían considerados nodales por los participantes hispanos, pese a las desavenencias que después tendrían entre ellos. El 30 de junio de 1520 ocurrió la huida de la ciudad (conocida como la Noche Triste), en la cual murieron varios de los conquistadores en la calzada de Tlacopan. Entre mayo y agosto de 1521 se llevaría a cabo el asedio y destrucción parcial de las ciudades lacustres de Tlatelolco y Tenochtitlan. Esos eventos estaban muy relacionados con la religión católica, su éxito se atribuyó al auxilio de las fuerzas celestiales y se conmemoraron con la erección de cruces y templos dedicados a diversas advocaciones de la virgen y a tres santos guerreros. Podemos por tanto llamar a esas edificaciones exvotos por su carácter de "instrumentos de acción de gracias" por los favores recibidos del cielo durante la gesta "conquistadora". 3
Los frailes franciscanos, que tuvieron un importante papel en la configuración de esos espacios y santorales, fueron también quienes impulsaron la justificación de la conquista como una lucha para extirpar las idolatrías y vencer al demonio. Esto no desentonaba con los temas evangelizadores, pues la guerra se consideraba una cruzada, manifestación de la lucha cósmica entre el bien y el mal. Bajo el mandato de los religiosos se promovieron igualmente imágenes y templos dedicados a los santos mártires y al mismo Cristo, en cuyos cultos y emblemáticas subyacía una violencia simbólica que reforzaba la justificación de la conquista. Los cuerpos sangrantes de los mártires, referentes obligados del cristianismo al igual que sus mensajes militaristas, estaban en perfecta consonancia con los ritos y símbolos sacrificiales y guerreros de las antiguas religiones, lo cual facilitó su aceptación y resignificación.4
Conforme se iban instaurando en la ciudad nuevos actores sociales (funcionarios de la corona, virreyes, obispos, provincias religiosas, clérigos seculares y gobernadores indígenas) el significado de dichos espacios se actualizó y enriqueció con nuevas narrativas alrededor de los santos mártires y sus fiestas, como parte de sus mecanismos autorreferenciales. Aunque el origen histórico con el que fueron construidos se mantuvo en la memoria colectiva urbana, incluso en la de los descendientes de los derrotados, su significado se transformó a partir de las necesidades, intereses y expectativas de sus respectivas corporaciones, llevando sus mensajes de sujeción y violencia a las masas indígenas y mestizas de la ciudad. Algunos de los primeros templos creados por encomenderos y frailes desparecieron, pero muchos se conservaron como espacios de memoria de la conquista de Tenochtitlan-Tlatelolco y del martirio de algunos de sus conquistadores, y tuvieron un importante papel en las celebraciones cívicas y religiosas a lo largo de los tres siglos virreinales.
Los santos guerreros y la Vera Cruz en medio de una década conflictiva (1521-1530)
Una vez consumada la toma de Tenochtitlan, Hernando Cortés decidió mantener la sede del antiguo poderío mexica como capital de Nueva España a causa de su situación insular estratégica, de su poder simbólico y de su importancia como centro receptor de tributos. En ella se instauró la ficción de dos repúblicas que convivían en un mismo espacio, con un centro español (la traza) y un entorno indígena (los barrios).5
En 1522, mientras la ciudad era liberada de cadáveres y escombros y se planeaba desde Coyoacán el nuevo emplazamiento urbano, Carlos V reconocía a Hernando Cortés como capitán general y gobernador de la Nueva España, cargos que venía desempeñando de hecho desde el año anterior. En función de su oficio dio permiso para que a la entrada de la calzada de Tlacopan, la más cercana a tierra firme y una de las principales vías de acceso para llegar a la isla, se construyera el primer templo exvoto de la ciudad, quizás en los inicios de 1522. El conquistador de origen africano Juan Garrido hizo a su costa esa ermita pequeña y circular en medio de la calzada y antes del canal de los Toltecas, lugar desde el cual los mexicas atacaron a las huestes de Cortés que huían la noche del 30 de junio de 1520. La edificación, que quedó adosada a los muros del acueducto, se erigió como un osario donde se depositaron los cráneos de los españoles sacrificados por los indios y rescatados, recién tomada la ciudad, del tzompantli de Tenochtitlan.6
Al poco tiempo el cabildo mandó erigir adelante del canal de los Toltecas, muy cerca de la capilla de los mártires de Juan Garrido (y quizás para sacralizar el lugar con un verdadero mártir santo), una ermita que se dedicó a san Hipólito, en cuyo día (13 de agosto) fue supuestamente tomada la ciudad. Frente a dicho templo se celebraban desde 1524 alardes militares con despliegue de ruido, caballos y mosquetes para inhibir posibles revueltas indígenas, muestra de la inseguridad en que vivían los españoles en un territorio aún precariamente sometido. Esas primeras ermitas fueron construidas por trabajadores indígenas enviados por el gobernador de Tenochtitlan nombrado por Cortés, Juan Velázquez Tlacotzin, el cihuacóatl de Cuauhtémoc.
Fray Juan de Torquemada, al hablar en su Monarquía indiana del mercado que en su tiempo se encontraba frente al templo de San Hipólito, menciona un rumor que circulaba sobre la caída de Tenochtitlan, acaecida un día antes del que tradicionalmente se celebraba (el 13 de agosto). Por caer tal fecha en la celebración de santa Clara de Asís, y al no estar esta santa "en la tabla general del rezado" se decidió pasar "al inmediato que se le sigue donde están los benditos santos Hipólito y Casiano".7 La extraña noticia nos hace pensar que detrás de dicha solución hubo otros motivos que los meramente litúrgicos. Una monja mística difícilmente podía representar una celebración relacionada con hazañas militares; tampoco era funcional para el suceso Casiano, un santo pedagogo martirizado por sus discípulos. En cambio, san Hipólito había sido un soldado romano, carcelero del presbítero hispano san Lorenzo y convertido por la predicación de éste antes de ser ambos martirizados. El oficio militar de Hipólito, al igual que su martirio y nombre (vinculados ambos con los caballos, animales de guerra) respondían muy bien a los intereses de los conquistadores.8
El sentido de su advocación, además, se correspondía con el de la otra ermita que por la misma época se levantaba sobre los restos del templo mayor de la ciudad indígena de Tlatelolco. Su dedicación a "nuestro patrón y guiador señor Santiago", como lo llama Bernal, recordaba la ayuda prestada por este santo apóstol a los conquistadores; convertido en guerrero "matador de moros", este santo apóstol de Cristo y "evangelizador de las Hispanias" había tenido un importante papel simbólico durante las guerras de Castilla contra los musulmanes en la llamada Reconquista. A él se le atribuyó el triunfo de la batalla de Centla y la caída de Tlatelolco, centro ceremonial que había sido el primero en sucumbir durante la toma de Tenochtitlan en 1521 bajo las armas conquistadoras dirigidas por Pedro de Alvarado. La capilla se puso al cuidado de un clérigo secular y en ella los españoles comenzaron a celebrar la fiesta patronal de Santiago el 25 de julio. Esa primera ermita fue ampliada antes de 1524 (Cuauhtémoc aún vivía, según cuenta Bernal Díaz) y al abrir los cimientos para "hacerlos más fijos" para la nueva iglesia "en lo alto de aquel cu" se encontraron "con mucho oro, plata y chalchihuis y perlas y aljófar y otras piedras". Toda aquella riqueza "se quedó para la obra de la santa iglesia de señor Santiago".9
Dicha obra fue edificada con mano de obra indígena organizada por Pedro Temillotzin, nombrado por Cortés gobernador de Tlatelolco, con lo cual se restituía el señorío tlatelolca independiente, después de haber estado sometido desde 1473 a los tenochcas. Cortés y los gobernadores Tlacotzin y Temillotzin recibieron en 1523 a los tres franciscanos flamencos (fray Pedro de Gante, fray Juan de Ayora y fray Juan de Tecto) quienes, junto con los doce arribados al año siguiente, se convertirían en actores esenciales en el proceso de ocupación de la ciudad. Cortés otorgó a los frailes un solar para su convento a espaldas de su palacio,10 y a pesar del poco tiempo que frecuentó a los doce misioneros castellanos, pues a tres meses de su llegada partió a la expedición de las Hibueras, encomendó a fray Toribio Motolinía que cuidara "no se alzase México ni otras provincias" en su ausencia.11
Desde su llegada, los franciscanos estaban convencidos de que la conquista armada había sido necesaria, pues con ella fue vencido el demonio, inspirador de las idolatrías. Imbuidos por las ideas apocalípticas, dedicaron el barrio indio de Moyotlán a san Juan Evangelista, el visionario de Patmos, cuyo emblema, el águila, fue asociado desde muy pronto con el símbolo de la capital de los mexicas y con su dios Huitzilopochtli. Por otro lado, dichos frailes impulsaron el culto a la Inmaculada Concepción, asociada ya para entonces con la mujer vestida de sol y coronada de estrellas descrita en el Apocalipsis. No fue por tanto casual que desde fechas tempranas (quizás durante la ausencia de Cortés) una capilla en los barrios orientales de la ciudad se pusiera bajo la advocación de la Inmaculada que, como nueva Eva, pisó la cabeza del dragón de siete cabezas, símbolo del demonio y del pecado de la idolatría.
La capilla de la Concepción Tequipeuhcan había sido construida por los indios en el espacio donde Cortés se entrevistó con Cuauhtémoc después de ser apresado. Esta capilla (que hoy se encuentra en el corazón de Tepito), según el relato del Códice Florentino, estaba en Amáxac, en la casa de un guerrero mexica que resistió a los conquistadores; desde su azotea Cortés pudo ver la captura de Cuauhtémoc y su séquito y ordenó que fuera llevado a su presencia; ahí ocurriría la dramática escena en que el tlatoani vencido pediría a Cortés le atravesara el pecho con una daga. El significado del nombre náhuatl (Tequipeuhcan "donde comienza la servidumbre") sería el único referente que dejó en esas primeras ermitas la "visión de los vencidos".12
El papel simbólico y escatológico de la conquista como erradicación de la idolatría antes del fin del mundo estuvo también presente en la erección de dos capillas dedicadas al arcángel san Miguel, capitán de los ejércitos angélicos, quien, según el Apocalipsis (12: 7-9), expulsó a Luzbel y a sus secuaces del cielo antes de que todo fuera creado.13 Bajo su advocación los franciscanos pusieron una ermita situada en Nonoalco, un centro dependiente de Tlatelolco, cuya construcción aún se encuentra frente a la torre de Banobras y bajo el puente de Nonoalco. Es muy probable que dicha capilla fuera dedicada a san Miguel como exvoto, pues en ese lugar Pedro de Alvarado estableció una avanzada de su campamento entre junio y agosto de 1521.14
La connotación militar del arcángel guerrero (a quien según Motolinía los franciscanos tenían "por capitán y caudillo"),15 al igual que la de Santiago, san Hipólito o la Inmaculada Concepción, fue esencial para la construcción de la conquista armada como una batalla contra la satánica idolatría. Por ello, una segunda ermita en recuerdo de lo que significó la caída de Tenochtitlan como guerra contra Lucifer fue dedicada al arcángel san Miguel en el cerro de Chapultepec.16 Para los religiosos, el guerrero celestial debía suplantar con su presencia los ritos idolátricos que tenían lugar en dicho montículo sagrado para los mexicas. Chapultepec era el punto de partida de las procesiones rituales cuando un monarca era entronizado y en su ladera la ciudad celebraba las fiestas anuales de las divinidades acuáticas con danzas y sacrificios, pues era el lugar donde nacía la fuente de agua potable que abastecía a la ciudad.17 La fundación de la ermita de san Miguel en Chapultepec se volvía así el último acto conquistador de la ciudad pagana y con ella se daba inicio a la conversión de sus habitantes a la nueva fe bajo la impronta de los frailes de san Francisco.
Dichas fundaciones habían nacido en la primera década de existencia de la ciudad colonial, época conflictiva en la que se enfrentaron amigos y enemigos de Hernando Cortés y las primeras autoridades enviadas por la Corona y que concluyó con la actuación de la nefasta Primera Audiencia y de su presidente Nuño de Guzmán. Mientras el conquistador estaba en las Hibueras (1524 a 1526), las pugnas entre facciones amenazaron con volverse una guerra civil en la capital.18 A principios de 1526, al poco tiempo de su regreso, Cortés inauguró una capilla dedicada a la Vera Cruz para celebrar la llegada de él y sus hombres a las playas de Chalchicueyecan el Viernes Santo de 1519. Un año después en ella se fundaba un hospital atendido por una cofradía.19 La Santa Cruz era celebrada con dos fiestas: una, el 3 de mayo, conmemoraba la invención o hallazgo de la Vera Cruz por santa Elena, la madre de Constantino, emperador cuya conversión se produjo gracias a que consiguió el triunfo en la batalla del puente Milvio por haber enarbolado este signo; la segunda, el 14 de septiembre, rememoraba otro hecho militar, el triunfo del emperador Heraclio sobre los persas que habían capturado la reliquia de la Santa Cruz unos años antes, y él la regresó a Jerusalén.20 Aún estaba vivo también, como veremos, el recuerdo de las cruzadas que intentaron recuperar Tierra Santa y ponerla de nuevo bajo el signo de la cruz. Con la fundación de una ermita dedicada a la Vera Cruz, Cortés les recordaba a todos que él había enarbolado la cruz como signo de victoria, como lo hicieron los emperadores Constantino y Heraclio en sus batallas y los caballeros cruzados desde el siglo XI.
A lo largo de los dos años previos a la toma de Tenochtitlan, la cruz había sido uno de los instrumentos que Cortés utilizó para suplantar los ídolos en los altares paganos; a la llegada de los frailes constituyó también un símbolo del triunfo de Cristo sobre la muerte y, colocada en cerros y atrios, se volvió instrumento para extirpar idolatrías y vencer al demonio.21 Muy posiblemente fue también Cortés quién mandó colocar una enorme cruz sobre la calzada de Iztapalapa, en Acachinanco, lugar donde estaba su real durante el asedio (cerca de la actual estación del metro Chabacano). Esa cruz, colocada sobre los restos de un templo de la diosa Toci, sería una referencia visual en dicha calzada durante el siglo XVI, como aparece representada en el plano de Uppsala (véase la figura 1).22
Junto al símbolo cortesiano de la cruz, alrededor de 1527 los conquistadores construían una ermita dedicada a santa María de la Victoria en el cerro Otoncapulco. En 1528 dicho templo ya aparecía mencionado en las actas de cabildo de la capital y, el año anterior, a varios blasfemos enjuiciados por el inquisidor apostólico fray Domingo de Betanzos se les había dado por penitencia peregrinar descalzos a esa ermita que estaba a varias leguas de la ciudad.23 La advocación de la Victoria, que cambió tiempo después por la de los Remedios, se le impuso, según Bernal Díaz, para dar gracias a la virgen en el lugar donde los españoles pudieron resguardarse durante la huida de la Noche Triste.24
Por las mismas fechas (13 de agosto de 1528), el cabildo organizó una fiesta oficial a san Hipólito, la cual consistía en trasladar el pendón real supuestamente utilizado por Cortés en la conquista desde las casas consistoriales hasta su templo. Ese año el ambiente de inestabilidad política llegó a un punto crítico, pues Cortés quiso restablecer su papel rector, restaurando su derecho de nombrar regidores del ayuntamiento y de ser consultado en todos los asuntos. Es probable que, con el acto simbólico de dicha celebración, el juez Alonso de Estrada, abiertamente contrario al conquistador, apoyado por el cabildo, intentara detener las pretensiones de Cortés.25
Una vez que el ayuntamiento capitalino tomó bajo su cargo la fiesta del pendón en 1528, san Hipólito fue considerado oficialmente patrono de la ciudad española. A partir de entonces se establecieron las bases de la ceremonia anual: la participación de los caballeros con sus bestias en el paseo, la celebración de juegos de cañas y corridas de toros y el traslado solemne del pendón real acompañado por trompetas y tambores desde las casas del ayuntamiento hasta la iglesia de San Hipólito, donde se celebraba una misa de acción de gracias. En las actas de cabildo del 31 de julio de ese año de 1528 se señalaba también que en las fiestas de san Juan, Santiago, san Hipólito y "Nuestra Señora de Agosto, se corran toros y jueguen cañas y que todos cabalguen".26
Los tres santos guerreros, la Inmaculada y la santa cruz tuvieron un papel muy importante en Nueva España a partir de entonces, aunque al principio sólo los españoles estuvieron involucrados en su culto y la participación indígena en sus celebraciones fue escasa, salvo como fuerza de trabajo. Ante el temor a que los indios se rebelaran, el uso de mensajes de violencia a partir de sus santos debió ser un elemento más que los invasores utilizaron para inhibir cualquier intento de insurrección. Más eficiente, sin embargo, resultó el control que ejerció el nuevo gobernador elegido para organizar y regir a los indios de los barrios de Tenochtitlan al regreso de Cortés de Las Hibueras, Andrés de Tapia Motelxiuh, quien no pertenecía a la familia de los tlatoque.
Frente a la renuencia de los conquistadores por permitir la participación indígena en sus festejos guerreros, los franciscanos mostraron en cambio una gran apertura en utilizarla. En un espectáculo diseñado por ellos y representado en Tlaxcala en la fiesta del Corpus Christi de 1539 se recordó la toma de Jerusalén por los ejércitos cristianos durante la primera cruzada. En la representación se apareció san Miguel en una torre y Santiago y san Hipólito cabalgaron por la plaza y anunciaron a sitiadores y sitiados la pronta caída del bastión y el bautizo de los "musulmanes".27 La representación de los tres santos en el contexto de la conquista de Jerusalén debió recordar la caída de Tenochtitlán (sometida apenas dos décadas atrás) y el mensaje se volvía aún más efectivo, pues los seres celestiales eran mostrados con el atuendo guerrero de los conquistadores. Es muy significativo que, por influencia de los franciscanos, Puebla y Querétaro juraran a san Miguel y a Santiago respectivamente como sus patronos titulares en esa misma década y en la siguiente.
El binomio guerra-conversión de la pantomima franciscana de 1539 reafirmaba el poder avasallador del cristianismo y recordaba a los tlaxcaltecas que el triunfo de ambas cruzadas se debió a la presencia de los tres guerreros celestiales y a la Santa Cruz. El haber presentado el espectáculo en Tlaxcala, bajo el diseño de los franciscanos recién llegados a ella y con la colaboración de la nobleza indígena de la ciudad, tuvo además una clara intencionalidad política. La mayor parte de los asistentes al espectáculo había participado en la toma de Tenochtitlan, o tenía padres y tíos que lo habían hecho, por lo que su representación debió hacerse para reforzar el orgullo conquistador tlaxcalteca y reafirmar los privilegios obtenidos gracias a su alianza con Cortés y a su apoyo a los franciscanos.
En las siguientes décadas, para los indígenas nobles y macehuales la aceptación de la nueva fe no debió ser difícil, pues la presencia de santos guerreros y sus símbolos asociados con la violencia les recordaba a sus propias divinidades. Imágenes como el águila de san Juan o la cruz de Cristo, los caballos y las espadas, los seres alados y las serpientes y dragones y la omnipresencia de la sangre hicieron posible la asimilación de su propia violencia simbólica con aquélla de la religión que se les imponía. Las celebraciones de los tres santos guerreros modélicos coincidían además con los meses de lluvias, pues la fiesta de Santiago era el 25 de julio, la de san Hipólito el 13 de agosto y la de San Miguel el 29 de septiembre. Para los indígenas no debió pasar desapercibida dicha coincidencia y muy pronto estos santos se impusieron como los nuevos dioses a quienes se atribuía la llegada del agua y con ella la fertilidad de los campos.
La Segunda Audiencia, el primer virrey, Guadalupe y Santiago
La fiesta de Tlaxcala se representó en una época de asentamiento institucional fomentado por la Segunda Audiencia que gobernó entre 1530 y 1535 y por el primer gobierno virreinal, el de Antonio de Mendoza (1535-1550). Durante este periodo se buscó limar asperezas entre las facciones de los encomenderos, aunque limitando su participación en la distribución de la mano de obra y del tributo de las poblaciones nativas; para ello se buscó la intervención y el apoyo de los sectores eclesiásticos (obispos, clérigos y frailes) y de los señores indígenas.
Los controles que imponía la Audiencia comenzaron a percibirse también en el ámbito festivo y es muy significativo que a partir de 1532 uno de los regidores del ayuntamiento, designado como alférez real, se convertía en el personaje principal de la fiesta del pendón el día de san Hipólito. Con dicho nombramiento se daba el reconocimiento oficial de la anexión del cabildo a la corona castellana, hecho ratificado el año anterior por la reina gobernadora Isabel de Portugal. A lo largo del siglo, la ceremonia del pendón se fue haciendo más compleja y quedó asociada indisolublemente con la identidad de la ciudad de México española.28
En ese contexto debemos situar también la elección de advocaciones marianas para dos ermitas que, si bien tenían relación con la violencia de la conquista, se vinculaban más con el aspecto emotivo, protector y paternalista de los evangelizadores y con los mensajes de sometimiento a los reyes de España. Aunque la figura de María llegó con los conquistadores, su presencia como la reina del cielo y como la madre amorosa y providente fue sin duda introducida por los frailes.29 Por ello resulta muy extraño que en las dos ermitas dedicadas a María y vinculadas a los conquistadores los religiosos tuvieran tan poca intervención y que su administración fuera entregada a clérigos seculares.
Aunque según el cronista franciscano fray Juan de Torquemada fue su orden la que erigió un oratorio dedicado a la virgen en la base del cerro del Tepeyac,30 es muy probable que en 1531 fueran los conquistadores quienes hicieran dicha capilla en acción de gracias y la dedicaran a la virgen de Guadalupe, patrona de Extremadura, región de donde procedía la mayoría de ellos.31 Ese año, que la leyenda sacralizó como el de la aparición, debió quedar como referente en la memoria colectiva de esta primera fundación guadalupana, la cual aparece representada en el plano de Uppsala con el nombre de Tepeaca (véase la figura 2).32
Para los conquistadores, ese lugar dependiente de Tlatelolco tenía una fuerte carga simbólica, pues, según Bernal Díaz, ahí se había asentado el real de Gonzalo Sandoval antes de tomar la capital. Al enumerar "los grandes provechos que se han seguido de la conquista", el mismo cronista señalaba como uno de ellos, "la santa iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe [...] y miren los santos milagros que ha hecho y hace de cada día".33 En su Historia se hacen también constantes alusiones a la gran devoción que Cortés tenía por esa advocación, tanto que cuando fue a España visitó su santuario en acción de gracias, hizo novenas y dio limosnas e incluso envió un rico relicario en agradecimiento por haberlo librado de la picadura de un alacrán.34
Sin embargo, como veremos, el carácter conquistador de la virgen de Guadalupe sería construido más tardíamente en un proceso iniciado en las primeras décadas del siglo XVII. Las dos incipientes fundaciones bajo advocaciones marianas fueron puestas bajo el cuidado de clérigos seculares cuya actividad religiosa debió reducirse a administrar en ellas, esporádicamente, alguna misa pagada por una manda o voto. La casi total ausencia de testimonios sobre sus orígenes muestra la escasa importancia que tuvieron en esos años dichas capillas, lo que también prueba la indiferencia de los franciscanos por atenderlas.
En contraste, su atención hacia la ermita de Santiago se hizo notable a partir de la llegada del virrey Antonio de Mendoza. A su arribo, el funcionario se dio cuenta de que los franciscanos podían desempeñar un importante papel en la instalación de las autoridades indias con cargos a la usanza española (gobernadores, alcaldes, regidores, etcétera) y en la definición del carácter de cabeceras y sujetos de los pueblos. La ocupación franciscana de una república de indios modélica en Tlaxcala debió influir para echar a andar con ellos el proyecto de crear dos ciudades indígenas en la capital virreinal.35
Para el nuevo virrey fue prioritaria la participación de la nobleza indígena en su proyecto económico y religioso, no sólo como intermediaria entre el poder central y las comunidades para abastecer de mano de obra y de tributo a la república de españoles, sino también como colaboradora indispensable de los frailes en la evangelización. Frente a la indiferencia del cabildo español de la capital por entender la compleja organización indígena, el virrey y los religiosos reconocieron muy pronto la importancia que tenían sus divisiones y estructuras comunales. Por ello Mendoza no sólo apoyó la consolidación de la sede de Tenochtitlan alrededor del mercado de San Juan Moyotlán (a cargo del gobernador Diego Huanintzin, heredero de los huey tlatoque), consolidó además la organización de un cabildo indígena con representación de sus cuatro campan en 1549. Ese mismo año nombró a Diego de Mendoza Imauhyatzin como gobernante para Tlatelolco, constituyéndolo como cabeza de su cabildo y consolidando así el antiguo altépetl con su tecpan.36
Con este acto se concluía un proyecto iniciado desde 1535, cuando el virrey recién llegado, con anuencia del obispo Zumárraga, entregaba a los franciscanos la administración de la vieja ermita de Santiago erigida por los conquistadores trece años atrás. En un principio los frailes construyeron a su costado un pequeño convento y desde él comenzaron a visitar los veinte pueblos que formaban la parcialidad.37 En 1536, también con el apoyo del virrey Mendoza y del gobernador de Tlatelolco en turno (Juan Ahuelitoc), los franciscanos fundaron ahí el colegio de Santa Cruz (devoción muy difundida por ellos) para enseñar "las artes liberales" a una elite hablante de náhuatl que sería importante colaboradora en su labor misionera. Su dedicación el día de la Epifanía (6 de enero) no sólo aludía a la primera manifestación de Cristo a los gentiles, representados por los Reyes Magos, sino también a la sujeción de los indios a la monarquía universal del emperador Carlos.38
Unos años después, los tlacuilos indígenas del colegio de Tlatelolco elaboraban un plano de la ciudad de México, actualmente en la universidad de Uppsala (Suecia), donde se dibujaron las numerosas cruces que se levantaban en las plazas y calzadas de la capital y de sus alrededores.39 Algunas de ellas se muestran emplazadas sobre peanas escalonadas, siendo la más notable la de Santa María de la Victoria en la base del cerro de Otoncapulco y la que mandó colocar Cortés, como vimos, en la calzada de Iztapalapa (véanse las figuras 1 y 3).
En el plano de Uppsala se pueden observar igualmente los principales templos que hemos mencionado hasta ahora. Con un tamaño notable se pintó el conjunto conventual de Tlatelolco en la parte superior derecha de la ciudad y siguiendo una línea horizontal, cada una con su nombre inscrito, la capilla de la doctrina de San Juan Moyotlan, las ermitas de la Vera Cruz, San Hipólito y Los Mártires, el templo y convento de San Francisco y la capilla de San Miguel sobre el cerro de Chapultepec, representada con su gran escalinata de acceso (véanse las figuras 2, 4 y 5). En los años en que se pintaba el plano (entre 1545 y 1550) los franciscanos comenzaban a consolidar ese eje que corría de norte a sur a lo largo de la zona poniente de la ciudad y que comunicaba el colegio de Tlatelolco con el mercado de San Juan, foco de atracción creado desde 1533 por la Segunda Audiencia y alimentado con los productos que venían de las chinampas de Xochimilco.40
Dicho eje estaba atravesado por otro, que sobre la calzada de Tlacopan iba en dirección al poniente, pero cuyas capillas estaban en manos de los clérigos seculares. El virrey Mendoza también consolidó dicho eje al fundar en 1540 el mercado de San Hipólito, al tiempo que abría una nueva calzada (llamada de San Francisco) paralela a la de Tlacopan, dejando entre ambas una gran explanada. Los tianguis de San Juan y San Hipólito fueron polos de atracción para españoles y castas. Junto con los indios del barrio, estos inmigrantes formaron también parte de la feligresía atendida por los franciscanos y devota de sus santorales.
Hasta aquí hemos visto que los templos dedicados a los tres santos guerreros (junto con los de Santa María, la Vera Cruz y San Juan Evangelista) tuvieron un papel muy importante en la consolidación de dichos ejes. Con todo, a pesar de que sus advocaciones siguieron funcionando, la implantación de un esquema de sumisión mejor adaptado a los actores sociales emergentes exigió la presencia de nuevos santos, fiestas y narrativas. Desde su arribo, los franciscanos habían creado otras opciones en su santoral, que no tenían solamente guerreros.
A un lado de su convento grande de la capital se fundó su primera doctrina en 1525 bajo la advocación de san José, "patriarca y esposo de la virgen"; desde ella los religiosos administraban los sacramentos a los indios, visitaban las cuatro parcialidades (campan) que rodeaban la traza de los españoles y atendían el medio centenar de ermitas distribuidas en los barrios aledaños. Los campan recibieron los nombres de dos de los apóstoles (san Juan en Moyotlan y san Pablo en Teopan), de un mártir (san Sebastián en Atzacoalco) y de la virgen Reina (en Santa María Cuepopan), bajo el modelo de cuatro basílicas romanas. Sus barrios dependientes se pusieron bajo las advocaciones de otros apóstoles, de María Magdalena y de la parentela de la virgen (santa Ana, san José, santa Isabel o san Juan Bautista), con lo cual se pretendía implantar el esquema familiar de sujeción, más acorde con los nuevos tiempos que aquel vinculado con la violencia de la conquista armada.41 Poner el acento en ese acontecimiento, para sus feligreses mexicas, significaba recordarles su papel de vencidos en la narración. A diferencia de los tlaxcaltecas triunfadores, a los mexicas se les veía como derrotados. Los mártires, los apóstoles y la virgen, con su parentela, se mostraban más adecuados tanto para los macehuales como para una nobleza de linaje cuyos méritos estaban siendo reconocidos por la corona. Por otro lado, estos santos eran más apropiados al carisma apostólico de regreso a la primitiva Iglesia que los frailes pretendían mostrar a sus fieles indígenas.
Además, por el momento, los cultos a los santos guerreros estaban circunscritos a los españoles, sobre todo a los encomenderos criollos que pasaban por su peor crisis. Una noticia consignada en los Anales de Juan Bautista es muy significativa al respecto:
Ahora martes 25 de julio del año 64, entonces se celebró la fiesta de Santiago y allá [a Tlatelolco] fueron los españoles. Y don Martín Cortés cargó la bandera de tafetán azul en la que iba pintado Santiago. Don Martín llevaba puesta su armadura. Y también entonces se asaetearon toros.42
La narración, situada en plena conspiración de los encomenderos descontentos porque la corona les estaba quitando sus privilegios, nos muestra uno de los recursos para los cuales fueron útiles los santos guerreros. Después de las leyes Nuevas de 1542 y de la visita de Tello de Sandoval, la llegada de Martín Cortés a la Nueva España había despertado el interés de los hijos de los conquistadores, quienes encontraron en la fiesta de Santiago en Tlatelolco, encabezada por el hijo de Cortés vestido con armadura, la mejor manera de hacer visibles los méritos de sus antepasados. El acto descrito por los Anales fue un grito desesperado de la primera generación criolla ante la pérdida de sus privilegios y patrimonios. Una nueva era comenzaba con su inminente desplazamiento, al igual que el de la nobleza indígena heredera de los antiguos linajes. Mercaderes, terratenientes, funcionarios, monjas, clérigos seculares, jesuitas, mercedarios, carmelitas se insertaron como nuevos actores en el entramado social de una capital en la que el mestizaje y la afluencia de inmigrantes de Europa, Asia y África iba mostrando otro rostro y requiriendo de otros santos y devociones.
Las vírgenes de los Remedios y Guadalupe. Obispos, virreyes y cabildos (1550-1600)
Dichos cambios comenzaron a hacerse notables con la llegada de fray Alonso de Montúfar en 1554 a la sede catedralicia metropolitana. Este prelado comenzó una política de apropiación de los espacios ocupados por los franciscanos, con el argumento de que estaban mal administrados, y en 1568 erigió, en dos ermitas ya existentes donde funcionaban sendas cofradías, dos nuevas parroquias de españoles al cuidado de clérigos seculares: la de Santa Catarina mártir, al norte de la traza, y la de la Santa Veracruz (la antigua fundación cortesiana), en la parte occidental. Para justificar tales fundaciones se pretendía que habían sido adjudicadas al clero secular desde la época de Zumárraga y que, de hecho, la única doctrina para indios era la franciscana de San José de los Naturales.43 Para reforzar la presencia episcopal, en 1567 en esa misma zona, Montúfar apoyó la fundación de un hospicio para pobres y locos anexo a la ermita de san Hipólito, obra del seglar Bernardino Álvarez.44 Con dichos cambios, las jurisdicciones dentro del entramado urbano generaron confusas superposiciones y el episcopado fortalecía su presencia en los templos que celebraban la conquista: San Hipólito y la Veracruz.
Una década antes, Montúfar había consolidado también la posición del clero secular en la capilla del Tepeyac. Al parecer, desde 1555, una nueva imagen de la Inmaculada Concepción de factura indígena fue colocada en la vieja ermita dedicada muy posiblemente a la patrona de Extremadura. El templo estaba situado en un lugar estratégico, al final de la calzada del Tepeyac que comunicaba la parte norte de la ciudad con tierra firme. Montúfar comenzó a promover la ermita como santuario, recolectó sus limosnas y nombró a sus capellanes. Los franciscanos, encabezados por su provincial fray Francisco de Bustamante, manifestaron en 1556 el peligro que había al decirles a los naturales que una imagen pintada por un indio hacía milagros, pues con ello se sembraba la confusión y se deshacía lo bueno que habían plantado los frailes.45
Aunque certera, la oposición franciscana no daba cuenta de una realidad más compleja, pues los principales usuarios del templo no eran los indios sino los españoles que asistían ahí para oír misa, flagelarse y pedir favores. La fuerte presencia de peninsulares y criollos entre los peregrinos queda demostrada porque poco antes de 1562 funcionaba en la ermita una cofradía de españoles que le dejaba buenas limosnas.46 También en este periodo, a partir de 1566, los virreyes comenzaron a ser recibidos ahí a su llegada, como lo hizo el marqués de Falces antes de su entrada a la ciudad, lo que muestra que para entonces la ermita era un símbolo de identidad para los capitalinos de origen hispano, más que para los indios.47
Diez años después el arzobispo Pedro Moya regularizó el empleo de limosnas destinándolas para dotes de huérfanas, creó las constituciones para la cofradía de Guadalupe y nombró a su primer vicario, con obligación de administrar la doctrina y con el derecho de cobrar obvenciones, poniéndolo bajo la dependencia directa de la parroquia de Santa Catalina mártir, sujeta a la catedral.48
Para ese entonces sólo competía con el Tepeyac el santuario de los Remedios. La ermita de santa María de la Victoria en Otoncapulco recibía esta nueva advocación venerada por los trinitarios, una orden redentora de cautivos y asociada con las guerras entre cristianos y musulmanes en el Mediterráneo. La advocación reforzó el vínculo de la virgen con la conquista y la pequeña imagen que había llegado con las huestes de Cortés se convirtió en la principal benefactora de la ciudad, redentora de cautivos sujetos al pecado y aprisionados por muchas necesidades.
Para entonces, el control del santuario ya estaba en manos del ayuntamiento de la capital, corporación que casi todos los años, a partir de 1577, organizaba un traslado de la imagen a la catedral metropolitana desde su lejano santuario en el cerro de Otoncapulco para pedir lluvias y alivio para las epidemias. La emergencia de los dos cultos marianos, Guadalupe y los Remedios, estaba inserta en los marcos corporativos e institucionales que los promovieron: el cabildo de la catedral y el ayuntamiento español. Dichas imágenes no sólo se consideraban instrumentos de la divinidad para otorgar sus favores; ambas se volvieron elementos fundamentales en la conformación del entramado simbólico que les daba cohesión e identidad, tanto a las dos corporaciones (los cabildos civil y eclesiástico) que las promovían como a la misma ciudad.
¿Guerreros o mártires? Santos, fiestas y advocaciones para una nueva sociedad
Las nuevas políticas religiosas implantadas por Felipe II y continuadas por sus sucesores incluían, entre otras cosas, el impulsar el culto de los mártires antiguos y modernos y de sus reliquias, refuerzo simbólico de sus guerras contra los protestantes. Obras como las de Ambrosio de Morales, Juan de Marieta y Pedro de Ribadeneira tuvieron la finalidad de promocionar y difundir las historias de esos atletas de la fe, quienes en tiempos del imperio romano habían derramado su sangre para fertilizar la tierra que sería la futura Europa católica. Siguiendo su ejemplo, misioneros y mártires enviados por el imperio español en esas décadas finales del siglo xvi a Japón, Inglaterra, Túnez y América estarían sembrando las futuras cristiandades católicas. Su publicidad fue fundamental en las estrategias discursivas de las monarquías española y portuguesa y de las órdenes religiosas que misionaban en ellas.49
La Compañía de Jesús jugó un papel central en esa propaganda, lo cual explica que, en 1577, a instancias de sus sacerdotes radicados en México hacía cinco años, fueran enviadas desde Roma varias reliquias de mártires, entre ellas una de san Hipólito, para las iglesias de Nueva España. Para celebrar su llegada en 1578, los jesuitas organizaron, en la fiesta de todos los santos, una apoteósica recepción con arcos, procesiones, certámenes poéticos, pendones, juegos, danzas y una representación teatral.50 En ese escenario mostraron por primera vez juntos los símbolos patrios de la capital, el águila de la Tenochtitlán prehispánica y san Hipólito, el patrono de la ciudad católica.51 Sin embargo, ambos estaban ya desprovistos de su carácter guerrero. El águila se volvió la cabalgadura de san Francisco el 4 de octubre de 1597, cuando se expuso una pintura de factura indígena en la que el santo aparecía sobre el águila y el tunal y a los pies de una cruz.52 San Hipólito, por su parte, volvía a su carácter de mártir, converso evangelizado por el español san Lorenzo, con un claro interés por exaltar a la monarquía católica y su papel redentor universal.
Algo similar sucedió con la figura de Santiago Matamoros en el ámbito del clero secular cuando el cabildo de la catedral exaltó a san Pedro, cabeza de la Iglesia, bajo cuyo patronazgo puso la importante congregación dominada por los poderosos miembros de esa corporación y que se haría cargo del hospital para sacerdotes enfermos y ancianos. Bajo la capitanía de san Pedro, la catedral recordaba que, salvo santo Tomás y san Juan, todo el apostolado había muerto en el martirio, con lo cual también Santiago retomó su carácter de apóstol y mártir y quedó sujetó al primado del primer pontífice y obispo de Roma, san Pedro.
Los mártires sustituían a los santos guerreros y con la fiesta de las reliquias los templos de la conquista tomaban otro cariz; su muerte demostraba que la verdadera fe no estaba sólo en hacer la guerra al infiel sino también en el sometimiento a la voluntad de Dios, incluso llegando a entregar la propia vida para cumplir sus designios. Al recordar que san Hipólito, el patrono de la capital, además de guerrero había sido mártir, el simbolismo original de su templo como un espacio de celebración de la conquista comenzaba a desdibujarse. Esto se remarcó en 1593 cuando el virrey Luis de Velasco y Castilla mandó demoler la ermita de los mártires de Juan Garrido cuando creó el paseo de la Alameda. De hecho, desde 1580 el cabildo ordenó que los restos óseos de los españoles que ahí se guardaban pasaran al templo de San Hipólito; él era el verdadero mártir y no esos conquistadores ambiciosos que murieron durante la Noche Triste.53 Con tales cambios, los templos levantados para celebrar la caída de Tenochtitlan, al igual que la misma conquista, iban desvirtuando su connotación original y se constituían en símbolo de las nuevas identidades urbanas.
Las vírgenes se apropian del discurso de la conquista (1590-1650)
Desde las últimas décadas del siglo XVI, las campañas militares de Felipe II habían reforzado el carácter guerrero de la virgen a quien algunas plumas exacerbadas llamaban Belona, recordando a la diosa celta de la guerra. A la virgen del Rosario, los dominicos atribuyeron el triunfo sobre los turcos en Lepanto en 1571 y, a fines del XVI, de la Inmaculada Concepción de los franciscanos se esperaba la aniquilación de los herejes holandeses e ingleses, el nuevo dragón de las siete cabezas. No fue, pues, difícil construir sobre esta imagen femenina guerrera el carácter conquistador de las dos advocaciones marianas de la ciudad de México, los Remedios y Guadalupe.54
Ambas ermitas tuvieron un desarrollo inusitado a causa de las epidemias, las cuales, junto con las sequías, los terremotos y las inundaciones, se atribuían a un justo castigo por los pecados de la humanidad, causantes de la ira divina. La maternal intercesión de María se consideraba la única solución para tales desgracias, aunada a su ayuda para lograr la salvación eterna si los fieles enmendaban sus vidas. La afluencia de limosnas y la subsecuente renovación de los edificios de los dos santuarios hacían cada vez más necesario buscar los orígenes del culto y remitirlos a la misma conquista de la ciudad.
En 1621, año en que se debía celebrar el centenario de dicho acontecimiento, se publicó la primera obra dedicada a un santuario: la Historia del principio y origen [...] de la imagen de Nuestra Señora de los Remedios del mercedario fray Luis de Cisneros (muerto en 1619).55 Este libro, en cuya portada campeaba el escudo de la ciudad de México con el águila y la serpiente, narraba los prodigios de una pequeña imagen de bulto traída por los conquistadores, ocultada durante la huida de la Noche Triste y encontrada tiempo después bajo un maguey en el cerro Otoncapulco por el noble indio Juan Ce Cuauhtli. Cisneros mencionaba como fuentes para su narración unas pinturas que referían esos milagros y decoraban la ermita desde 1595 y unos exvotos que agradecían a la imagen los favores recibidos.56
A lo largo de la obra, el Marqués del Valle era mencionado en varias ocasiones, pero siempre en asociación con la virgen María, la verdadera autora de la conquista. Su presencia en el Templo Mayor de Tenochtitlan, puesta ahí por Cortés en lugar del ídolo derrocado de Huitzilopochtli, impidió que los indios mataran más españoles y permitió su huida en la Noche Triste: "Con su luz y con la tierra que arrojaba a los ojos de los indios". Ella también facilitó la comprensión del mensaje cristiano en un mundo con múltiples lenguas y agilizó la milagrosa conversión de los pueblos aborígenes. Cortés y los españoles fueron sólo instrumentos en manos de la reina del cielo.57 El carácter militar y misioneros de la virgen de los Remedios estaba muy acorde con la elección de fray Luis de Cisneros para escribir la obra, pues la orden de la Merced a la cual él pertenecía se dedicaba, al igual que los trinitarios, a redimir cristianos capturados durante las guerras con los musulmanes y a evitar que se volvieran renegados.
Después de la aparición de la obra de Cisneros, y a lo largo del siglo XVII, la virgen de los Remedios llegó a ser muy popular. Entre 1621 y 1628 se reedificó su capilla y se llenó de retablos su interior con importantes donaciones de los mercaderes. En 1628 el arzobispo Francisco Manso y Zúñiga eligió el santuario recién concluido para su consagración episcopal, todo lo cual comenzaba a cambiar la carga simbólica de conquistadora de la virgen de los Remedios a una más accesible al pueblo y a los indios, la de protectora de la ciudad y la que traía las lluvias cuando éstas escaseaban; se le consideraba también patrona contra epidemias y protectora de las flotas y de los navegantes por su asociación con el mar. Icono esencial para las actividades agrícolas, sus fiestas de traslación a la capital, cuyos gastos corrían a cargo del ayuntamiento, eran tan suntuosas como las de Corpus. Su entrada a la ciudad por la calzada de Tlacopan, y la espectacular recepción que el ayuntamiento, los religiosos y las cofradías hacían de la imagen en la parroquia de la Veracruz, reforzaba las remembranzas sobre la conquista de la capital mexica y sus asociaciones con esa fundación cortesiana.58
El inicio del siglo XVII marcó también un segundo impulso promocional en el santuario del Tepeyac por parte de los canónigos de la catedral, apoyados por los arzobispos, quienes se dieron cuenta de la urgencia de construir un nuevo templo, más sólido y mejor adaptado a las necesidades de una creciente afluencia de visitantes. Alrededor de 1605 el arzobispo jerónimo fray García de Santa María inició las obras que fueron continuadas por fray García Guerra y Juan Pérez de la Serna, quien terminó y consagró la iglesia en 1622. A raíz de una terrible inundación en 1629, el arzobispo Manso propuso que la imagen fuera trasladada desde su santuario a la catedral para implorarle que las aguas bajaran. La solemne procesión en barcas, la estancia de la virgen en la catedral por cinco años y el regreso solemne al Tepeyac en 1634 le dieron al culto un gran impulso y a la sede episcopal un enorme prestigio.59 Después de una década sin una cabeza episcopal permanente, el cabildo de la catedral en Sede Vacante desempeñó un papel central en la promoción del culto y dejó preparado el terreno para que el arzobispo Juan de Mañozca, desde su llegada a la capital en 1645, impulsara la narración sobre los orígenes guadalupanos y su relación con la caída de Tenochtitlan.
Influido por la obra de fray Luis de Cisneros sobre la virgen de los Remedios, el presbítero Miguel Sánchez publicó el primer libro impreso sobre los orígenes de la virgen de Guadalupe. Con base en un relato indígena en náhuatl (Nican Mopohua), el autor asociaba la imagen con la mujer vestida de sol del Apocalipsis y convertía al dragón demoníaco de siete cabezas en el símbolo de las siete naciones idólatras de "la gentilidad de México", siendo una de sus deidades vencidas por la virgen la diosa Theotenantzi (sic), madre de los dioses, que se veneraba en el Tepeyac. En su juego de analogías Sánchez convertía a Hernán Cortés y sus guerreros en émulos de san Miguel y sus ángeles, vencedores de las huestes infernales bajo el signo de la Vera Cruz. Para él, la presencia del arcángel guerrero había quedado plasmada incluso en el divino lienzo en el angelillo que sostenía los pliegues del manto a los pies de la imagen. La ciudad de México, nueva Jerusalén, una alegoría viva de la visión descrita por san Juan, había recibido en las alas del águila de su escudo el anuncio de esa mujer-águila descrita en el Apocalipsis y aparecida en el Tepeyac, un nuevo Monte Sión. Las estrellas que la coronaban simbolizaban a los valerosos conquistadores enviados, como lo hizo la profetisa y jueza Débora en la Biblia, a luchar contra los paganos cananeos, lo cual los convirtió en estrellas victoriosas. La virgen de Guadalupe no sólo se constituía así en una belicosa mujer, en la razón de ser de la conquista y en su justificación, además llenaba de sentido cristiano al águila, emblema fundacional pagano de la capital.60
Con los textos de Cisneros y Sánchez, la caída de Tenochtitlan tomaba rasgos milagrosos y se volvía no sólo el triunfo sobre la idolatría y el inicio de la conversión, sino también una obra realizada y avalada por la Madre de Dios. Con estos discursos los conquistadores pasaban a ser meros instrumentos, pues la verdadera conquistadora de la ciudad había sido santa María, manifestada en sus dos advocaciones. Las fiestas de traslación a la catedral de Nuestra Señora de los Remedios casi todos los años y de la virgen de Guadalupe por la gran inundación de 1629 las convertían en las protectoras de la ciudad. Con tales presencias, los frailes eran desplazados a un segundo plano en el espacio simbólico y la catedral se convertía en el centro de la vida religiosa urbana.
No es casual que el mismo año que salía la obra del bachiller Sánchez, el arzobispo Mañozca promocionara otro impreso que hablaba de una cruz de piedra que él mismo había traído del templo franciscano de Tepeapulco después de una visita pastoral y que había mandado colocar en el atrio de la aún inconclusa catedral.61 Con ese acto no sólo se aludía a la sujeción que los frailes debían tener al episcopado; su apropiación del símbolo de la cruz, relacionado como vimos con la conquista militar y con la extirpación de las idolatrías, mostraba el triunfo de la catedral como centro espiritual de la ciudad ¿Qué papel se podía atribuir entonces a los santos guerreros en ese nuevo contexto?
Los santos y los exvotos de la conquista en la primera mitad del siglo XVII
El 13 de agosto de 1621 los festejos de san Hipólito, que debían ser especialmente solemnes pues se celebraba el centenario de la caída de Tenochtitlan, tuvieron que verse limitados a una misa y un certamen poético por el anuncio llegado pocas semanas antes de la muerte de Felipe III y de la ascensión de su hijo Felipe IV como rey de España. Aunque en la jura del nuevo monarca, celebrada en la capital el 15 de agosto, el tema del centenario apenas fue referido, en el extenso poema "Canto intitulado Mercurio" del presbítero extremeño Arias de Villalobos, dicha omisión fue ampliamente cubierta al quedar narrados los hechos de la conquista junto con una descripción exaltada de la capital virreinal. En el texto impreso en 1623, en medio de los conflictos de los dirigentes urbanos con el autoritario virrey marqués de Gelves, se describían las hazañas bélicas de los españoles y se atribuía su triunfo a la ayuda de la virgen de los Remedios, del apóstol Santiago y del mártir san Hipólito.62 En su discurso prohispanista, Santiago, el patrono de la Reconquista castellana, aparecía como extirpador de idolatrías, mientras que san Hipólito era utilizado como un instrumento para exaltar a quien lo convirtió, el hispano san Lorenzo. Ésta era una prueba fehaciente del destino providencial manifestado en la conquista, pues, al igual que el patrono jurado de México había sido convertido por la predicación del patrono titular de España, Nueva España recibió el cristianismo de la patria de san Lorenzo.63
A las asociaciones España-Nueva España se agregaban las similitudes entre Roma y México y san Hipólito, el mártir romano patrono de la ciudad, también quedó asociado con Cortés, el fundador de la nueva Roma-Tenochtitlan. Dicha relación no era una idea original de Villalobos, pues en el retablo mayor del templo del Hospital de Jesús, fundación cortesiana, un cuadro pintado entre 1606 y 1607 (atribuido a Alonso Vázquez) representaba el martirio de san Hipólito, caído y arrastrado por dos caballos, con un Hernán Cortés arrodillado orante a su lado. Dicha obra se hacía eco de una tradición que hermanaba al conquistador, un soldado de la fe, con el mártir romano, pues ambos habían vencido a la idolatría (véase la figura 6).64 Sin embargo, san Hipólito no fue un santo muy popular en Nueva España y, salvo la provincia dominica de Oaxaca (creada a fines del siglo XVI) que se puso bajo su patronazgo, hay muy pocas referencias a su culto fuera de la capital.
Otro fue el destino del arcángel san Miguel, cuyo poder sobre las idolatrías continuó siendo un referente, como se puede apreciar en un cuadro pintado alrededor de 1620 por Luís Juárez en el que se representa a un rubicundo arcángel san Miguel venciendo a un Satanás con facciones indígenas. Dentro de su contexto, la imagen representa un discurso contra la idolatría, en un momento en el que se llevaba a cabo una campaña de erradicación, respaldada por tratados como los de Jacinto de la Serna y Hernando Ruíz de Alarcón, ambos miembros del clero secular (véase la figura 7).
Es claro que el cuadro no está intentando representar la lucha narrada en el Apocalipsis, antes de los tiempos en el ámbito celeste previo a la creación del cosmos, sino en una tierra con árboles y montañas. Con ello se hacía referencia a un hecho actual, la guerra cósmica seguía y el demonio con rasgos indios era un símbolo de la presencia de sus fuerzas en América. La violencia de la conquista se transformaba así en una alegoría de la lucha cósmica entre el bien y el mal, una lucha que ahora encabezaban los obispos y no las órdenes religiosas. El arcángel san Miguel y su imagen guerrera quedaron indisolublemente ligados al episcopado y al icono más importante de las identidades criolla e indígena: la virgen de Guadalupe.
Esta apropiación debió ser una de las causas por las que la ermita de san Miguel en el cerro de Chapultepec dejó de ser un referente importante para la ciudad, aunque los franciscanos la siguieron administrando. Con la consolidación del mercado de San Juan y la construcción del acueducto que llevaba agua hasta él (gracias a la gestión del gobernador Antonio Valeriano en 1582), se había creado un nuevo eje hacia Chapultepec, convertido muy pronto en una calzada que se continuaba por el oriente hasta el barrio de San Pablo. Esto podía haber convertido la ermita de San Miguel en un punto clave del culto indígena, pero no fue así; a fines del siglo XVII el arzobispo Francisco de Aguiar y Seijas creó una parroquia a cargo del clero secular en ese eje y la dedicó al arcángel guerrero, consumando con ello una apropiación del culto a san Miguel, por parte de la catedral, que venía gestándose a lo largo seis décadas.65
En ese tiempo San Miguel Chapultepec era una simple asistencia de la doctrina de San José con un pequeño convento donde vivían dos frailes y desde el que atendían a 60 personas, españoles y naturales, organizados en dos cofradías.66 Al parecer, desde mediados de la centuria anterior la iglesia y el convento de la asistencia ya no estaban en el cerro sino en el valle, como lo deja ver el plano de Juan Gómez de Trasmonte; aunque la ermita de San Miguel sobre la colina debió funcionar como lugar de culto durante la fiesta del arcángel el 29 de septiembre (véase la figura 8).67
La evolución del culto a Santiago en Tlatelolco, controlado aún por los franciscanos, siguió un curso distinto. En un altorrelieve que se ha fechado a principios del siglo XVII y que estaba emplazado en el altar mayor del templo de Tlatelolco se representa al apóstol como un guerrero español, cabalgando sobre un brioso caballo de ojos azules, blandiendo una espada como a menudo se representaba la figura del Matamoros, aunque en lugar de los musulmanes sus victimados eran los guerreros mexicas (véase la figura 9). No había lugar a dudas sobre la participación activa del apóstol en la mortandad provocada por la conquista, pero ¿qué finalidad tenía dicha representación en un contexto tan lejano a los hechos narrados y en un espacio como el templo de Tlatelolco?
El retablo se ha vinculado con fray Juan de Torquemada, guardián del convento en esos años, quien en su Monarquía indiana hace una descripción muy puntual del conjunto conventual, del colegio para indios nobles y de su estado a principios de XVII.68 Es posible que el fraile cronista quisiera recordar a todos el verdadero carácter con que se había fundado el templo. De hecho, en su obra daba un papel central a la conquista como un hecho providencial que había permitido la extirpación de la idolatría y la liberación de los pueblos mesoamericanos de la esclavitud del pecado. En el contexto de las pugnas entre religiosos y obispos, su obra era un recordatorio sobre quiénes habían sido los verdaderos fundadores del reino: los conquistadores y los frailes.
¿Pero para qué se debía mostrar una imagen que, en el contexto del siglo XVII en el que vivía Torquemada, debió tener poco significado para los feligreses indios y mestizos de la parcialidad? ¿Fue quizás porque desde fines del siglo XVI la festividad de los españoles en Tlatelolco, como la describían los Anales de Juan Bautista, ya no tenía el significado que le habían dado los encomenderos cincuenta años atrás? Es muy probable que la celebración ya hubiera sido coptada por los habitantes del barrio y, como sucedía en otros pueblos, a su culto se habrían integrado las danzas de moros y cristianos las cuales siempre iban encabezadas por el apóstol Santiago montando su brioso caballo.
Aunque conservaba aún el carácter guerrero, su transformación en un personaje festivo debió restarle mucha efectividad a la violencia de su mensaje. En algunos lugares incluso se debieron prohibir los santiaguitos, pues había pueblos donde el caballo del santo era el que recibía las ofrendas y un potrillo era engalanado e incensado.69 En 1737, a raíz de la gran epidemia, Cayetano Cabrera y Quintero señalaba cómo los indios del barrio de Tlatelolco iban flagelándose detrás de la imagen de Santiago a caballo vestido como penitente.70 Para entonces los habitantes del barrio de Tlatelolco eran conocidos en la ciudad como santiagueños y se habían vuelto famosos por su violencia (digna de su santo patrono) durante las peleas a pedradas que sostenían con sus vecinos de Cuepopan.71 ¿Pudo la imagen guerrera de Santiago representar el odio acumulado por los tlatelolcas contra los tenochcas desde que éstos los conquistaron en 1473, como lo explica Barbara Mundy? Quizás la imagen del Santiago Mataindios de Tlatelolco recordaba esta acendrada rivalidad y aquellos guerreros a los que masacra el santo fueran sus odiados tenochcas, contra los cuales seguían luchando a pedradas los tlatelolcas en el canal de Tezontlale, que separaba las dos parcialidades, y que era conocido desde el siglo XVI como "el canal de las guerras".72
En el trascurso del tiempo, la conquista de Tenochtitlan había perdido para criollos, mestizos e indios su carácter de justificación de la dominación. Los cultos a María y a los mártires, con sus nuevas tácticas simbólicas, privilegiaban la unión y armonía entre españoles e indios en lugar de la sujeción violenta relacionada con los santos guerreros. Por otro lado, a lo largo del siglo XVII iba ganando terrero la idea de pacto, más acorde con un reino que pretendía tener una cierta autonomía frente a aquella propuesta de absoluta sumisión que la conquista recordaba.73 Con la aparición de nuevos templos y la multiplicación de santos apóstoles, mártires, obispos y fundadores se implantaba un esquema de sujeción que relativizó la violencia de la conquista, aunque aquella de carácter simbólico siguió presente. Los santos, con sus templos y fiestas, habían colonizado el espacio y el tiempo cotidianos y en sociedades tan plurales y mestizadas como la de la ciudad de México constituían el único elemento que podía dar una cierta identidad a los habitantes de los barrios, frente a las profundas diferencias económicas y étnicas que había en ellos. La implantación religiosa, con su violencia simbólica y sus modelos familiar y monárquico, se había constituido así en la más eficiente conquista del territorio, en el mejor medio de sujeción de sus habitantes.