INTRODUCCIÓN1
En los años setenta del siglo XVI, durante el reinado de Felipe II, se llevó a cabo un proyecto de reforma general de la política monárquica. En éste se buscaba la aplicación del catolicismo tridentino de forma tal que permitiera al rey justificar su actuación política, su control de la sociedad y sus exigencias económicas. Así, se impuso un sistema de ideas religiosas a toda la sociedad y se crearon y fortalecieron mecanismos de control, como el Tribunal de la Inquisición. Además, desde el punto de vista político se aspiró a una mayor centralización y eficacia administrativa.2
En el caso de América las medidas para reconducir la política fueron más enérgicas debido, entre otros fenómenos, a la distancia de las instituciones que se esperaba reformar y al patronato, pues éste implicaba diversas prerrogativas que debían custodiarse y hacerse efectivas, como la soberanía de las nuevas tierras; el derecho a los diezmos para compensar los gastos de sostenimiento de las iglesias; el que ningún otro pudiera dotar, fundar o edificar iglesia alguna; la presentación de todos los eclesiásticos de América; así como otras facultades que se derivaron de esos derechos.
Entre las medidas adoptadas para la reforma de la administración de los territorios americanos se encuentran la visita y la reforma del Consejo de Indias, la revisión y actualización de la legislación indiana y la celebración de una junta de ministros donde se estudió y pretendió dar solución a los problemas más importantes del momento. Ese conjunto de medidas ha sido objeto de estudio de diversos investigadores.3 Sin embargo, menos atención ha tenido el libro “De la gobernación espiritual”, el primero del llamado Código ovandino, a pesar de que en él se volcaron las medidas necesarias para atender las recomendaciones de aquella junta de ministros, dando cuenta del contenido de la reforma.
El libro compuesto por Juan de Ovando4 tuvo por objetivo orientar la acción del gobierno; por lo mismo, aunque el texto nunca se publicó y algunas de sus normas pudieron variar con el tiempo al dictarse nuevas cédulas y mandatos, el sentido del proyecto original se mantendría hasta las reformas borbónicas. A fin de cuentas, Austrias y Borbones tendrían, a pesar de sus peculiaridades, un mismo interés por dirigir la reforma tridentina desde el poder temporal para servir a la conservación, la cohesión, el control y la explotación de los territorios virreinales. De ahí la importancia del estudio de las normas del libro “De la gobernación espiritual” para analizar el desenvolvimiento de las órdenes religiosas en Indias, pues es en ese marco en el que cobra pleno sentido.
Precisamente la finalidad del presente estudio es contribuir a dimensionar la reforma de las órdenes religiosas que supuso la nueva política regia a partir de los años setenta del siglo XVI. Sobre todo porque con la excepción de importantes estudios monográficos,5 sólo suele prestarse atención al proceso de reforma de las órdenes religiosas hispanas inmediatamente anterior a la llegada de los frailes a Indias, aquel que dividió a los religiosos en observantes y conventuales e incidió en el orden de su primer asentamiento,6 sin reparar en la transformación que sufrieron a partir del último cuarto del siglo XVI. Por ejemplo, se suele atribuir tan sólo a los obispos y a lo acordado en sus concilios la pretensión de someter a los frailes a su obediencia y convertir sus doctrinas en parroquias; también se insiste en una política ambivalente por parte de la corona, la cual en ocasiones benefició a las órdenes religiosas y en otras a los obispos en sus disputas; por otra parte, también es común adjudicar a las determinaciones de las órdenes religiosas el envío de frailes a América, la fundación de conventos, su expansión y su arraigo en determinados territorios, cuando, como podremos ver a continuación, esos fenómenos cobran mayor sentido dentro de la reforma emprendida durante el reinado de Felipe II.
LA JUNTA MAGNA Y EL LIBRO “DE LA GOBERNACIÓN ESPIRITUAL”
La “Junta de Indias”, como la llamó el cardenal Espinosa,7 o “Junta Magna” como se la conoce ahora, empezó sus sesiones en Madrid el 27 de julio de 1568.
En ella se reunieron representantes del Consejo de Indias, ministros de los consejos de Estado y Cámara, Castilla, Hacienda, Órdenes, así como teólogos y religiosos de cada una de las órdenes mendicantes: franciscana, dominica y agustina,8 con el objetivo de considerar y definir los principios por adoptar para la reforma del gobierno y la administración de los territorios coloniales.9
Los temas abordados giraron en torno a materias eclesiásticas, la Real Hacienda, el comercio, la perpetuidad de la encomienda y el gobierno de los virreyes,10 este último “para mejor disponer y más facilitar la ejecución de muchas de las cosas que arriba están tocadas”.11 Por lo que hace a materias eclesiásticas, en sus líneas generales los acuerdos de la junta tuvieron por objetivo ordenar la Iglesia del Nuevo Mundo en concordancia con los dictados del Concilio de Trento, pero afianzando los derechos patronales del rey. Para instrumentar la reforma, los obispos fueron considerados una pieza clave, pues a través de ellos se podría ejercer un mayor control sobre la Iglesia y la sociedad en su conjunto. Así, el proyecto implicaba fortalecer su autoridad y hacer efectiva su jurisdicción. También se consideraba incrementar el número de parroquias sostenidas con el diezmo predial colectado en la tierra y, para servirlas, un abundante e instruido clero nacido en América.
Por lo que hace a los frailes, los miembros de la junta propusieron que éstos continuaran en sus doctrinas a cargo de la evangelización indígena guardándoles sus excepciones, pues hasta entonces habían sido de gran efecto para la conversión.12 Así, recomendaron favorecerlos, prevenir su envío constante y aumentar su número, mediante la creación de grandes monasterios en las ciudades principales donde hubiera estudios y escuelas y se recibiera a los llegados de la península.
También se planteó el problema de los conventos con escasa población y la falta de ellos en regiones estériles, pues era necesario determinar la forma en que se podrían sostener. En ese mismo sentido se propuso que los conventos de las ciudades principales podrían dotarse y tener haciendas, aunque no debía admitirse que los frailes tuvieran propiedades particulares, lo cual convenía refrescar consiguiendo más bulas y breves. Se advirtió sobre la existencia de conventos suntuosos y de otros en extremo pobres y de cómo se ocupaba a los indios en ministerios superfluos y profanos, por lo que era necesario moderar los excesos.
En lo referente a las doctrinas, la junta recomendó reducir lo que tocaba al gobierno, jurisdicción y potestad eclesiásticas al orden y modo de la Iglesia universal. Esto es, que en el interior de las diócesis hubiera parroquias con curas propios y conocidos, presentados por el rey, nombrados por los obispos y sujetos a ellos en cuanto al oficio de curas párrocos. Finalmente, se advirtió la necesidad de prevenir con los provinciales y superiores de las órdenes para que los frailes no se entrometieran en el derecho y señorío del rey sobre las Indias, con la pretensión de favorecer y proteger a los naturales.
Los acuerdos de la Junta Magna se vertieron en las instrucciones de los virreyes Francisco de Toledo y Martín Enríquez, enviados a Perú y Nueva España, así como en el libro “De la gobernación espiritual”, donde se dio formato normativo a esos acuerdos mediante la descripción de todas las tareas necesarias, para que así sirviera de guía a la actuación de los virreyes y a los acuerdos de los concilios provinciales.
Antes de dar cuenta del contenido del libro es importante señalar que la reforma de las órdenes planteada en la Junta Magna no era una novedad, pues estaba vinculada con la política de Felipe II hacia el clero regular hispano. Como en el caso de éste, se esperaba que los frailes radicados en Indias fueran susceptibles a la influencia de la corona y no dependieran de generales, comisarios u otras autoridades fuera de sus reinos.13 En ese mismo sentido se requería, como en la península, de la instauración de cadenas jerárquicas claras y eficientes, asegurar el sustento del clero regular y mejorar su estado moral. De igual manera su reforma no se consideraba sólo un problema eclesiástico,14 en América era claramente también uno político y, además, económico. Las poderosas órdenes religiosas habían marcado la pauta para la organización de la Iglesia en Indias y tenían bajo su dirección a las comunidades indígenas. Esto significaba, por un lado, que en ellas descansaba la conciencia del rey para hacer realidad la prédica del evangelio entre los infieles, su conversión, doctrina… y, por otro lado, que podían llegar a ser un obstáculo para la libre disposición de mano de obra, el pago de tributos, la garantía de la colonización y el dominio de los territorios americanos. Así lo había puesto en evidencia en diversas cartas el visitador Jerónimo de Valderrama. En una de febrero de 1564 escribió que el prior de Santo Domingo había dicho: “Su majestad no tiene aquí más de lo que el papa le dio, y el papa no le pudo dar esta tierra sino para el bien espiritual de los indios, y el día que tuvieren gobierno y estuvieran instruidos en las cosas de la fe es obligado el rey a dejar estos reinos a sus naturales”.15
De ahí la necesidad de una reforma profunda dirigida por la corona y orientada al servicio de la conversión. De ahí también que el libro “De la gobernación espiritual” apenas mencione los acuerdos del Concilio de Trento; no obstante, es claro que se apoya en ellos.
LA REFORMA DE LAS ÓRDENES EN EL LIBRO “DE LA GOBERNACIÓN ESPIRITUAL”
El libro “De la gobernación…”16 se compone de 413 decretos organizados en 22 títulos sin divisiones menores. Los relativos a las órdenes religiosas se reúnen en el título sexto, “De los religiosos”, con 58 parágrafos. Para señalar la novedad que supusieron esos decretos aludiré a las cédulas dictadas entre 1508 y 1570, las cuales fueron compendiadas en la Copulata de las leyes de Indias,17 siguiendo cinco temas: a) traslado de los religiosos a América; b) medios para procurar su sustento; c) conventos; d) labor en Indias; y e) disciplina.
Traslado a América
Desde muy temprano numerosas cédulas se habían dictado para promover el paso de los religiosos a Indias, pues era prioridad de la corona atender la evangelización de las tierras recién descubiertas. De igual forma las órdenes religiosas habían promovido iniciativas nombrando a agentes para hacerse cargo del reclutamiento de frailes y de las expediciones a Indias.18 En ese sentido, las 18 normas del libro “De la gobernación…” destinadas a favorecer el paso de los religiosos no parecen novedosas; sin embargo, lo era su intención de asegurar que el control de todo el proceso lo tuviera el Consejo de Indias, así como la puntualización de los procedimientos para procurar el traslado del mayor número posible de frailes y su llegada a destino.
Así, para el control en el envío de religiosos, en el libro se ordenó a los oficiales de la Casa de Contratación de Sevilla embarcar frailes en todas las flotas dirigidas a América, con lo que se puso de manifiesto el interés de la reforma por continuar dando a los mendicantes un papel central en la evangelización del Nuevo Mundo. Sin embargo, las barcadas no irían por iniciativa de las mismas órdenes religiosas ni en el número que éstas consideraran necesario. De ahora en adelante debería residir en la Corte un procurador o comisario general franciscano, uno dominico y otro de la orden de San Agustín. Si bien esta figura no era nueva,19 a partir de entonces se esperaba que residiera en la Corte y presentara regularmente al Consejo de Indias relaciones actualizadas del número de conventos y religiosos de cada una de las provincias, la cantidad de nuevos frailes que se requerían y aquellos que, estando en la península, parecían idóneos para ir, procurando persuadirlos. Información con la que se debía crear un libro específico para la secretaría del Consejo de Indias, el cual se iría actualizando con otras fuentes.20
De igual forma para facilitar el traslado y asegurar la llegada a destino existían diversas cédulas previas donde se pedía a la Casa de Contratación cerciorarse del pago de los fletes, pasajes, matalotaje y el ofrecimiento de atención médica a quienes hubieran caído enfermos antes de llegar. Por ejemplo, entre otros muchos mandatos,21 en 1501 la corona asignó, a un grupo de franciscanos enviados a Indias, 22 toneladas de capacidad en una nao para mantenimientos y vituallas;22 y en 1518 se dieron instrucciones a los oficiales de la Casa de Contratación para que cada año pagaran el pasaje de hasta ocho frailes dominicos para ir a la isla Española, así como el de los estudiantes que desearan ir allí para ser frailes en el monasterio de Santo Domingo.23 Sin embargo, el libro “De la gobernación…” pretendió ordenar y puntualizar, para todas las órdenes y en todos los casos, los gastos que cubriría la corona desde el día que los religiosos salieran del convento en que habían profesado hasta llegar a la provincia de Indias a la que se dirigían. Estos gastos comprenderían el costo de libros y vestuario adquirido para hacer el viaje a Sevilla, el costo de manutención por cada día de espera para embarcarse y el matalotaje diario de cada fraile y de los criados que se le hubieran autorizado. Además, se especificó que se daría a cada uno “un hábito cumplido, de manto, túnica, escapulario y calzado, y para la mar un colchón, una frazada y una almohada”.24 También se declaró que todos los despachos y provisiones que requerían los religiosos al viajar debían darse gratuitamente; en caso de no poder embarcarse, los oficiales de la Casa de Contratación se asegurarían de que fueran acogidos en los monasterios de su orden en Sevilla para de allí ser llevados a los conventos de donde habían salido.25
Medios para procurar el sustento de los religiosos
En torno a este tema el libro “De la gobernación…” pretendió regular las numerosas mercedes, que tradicionalmente se solían hacer a los conventos, de vino, aceite, maravedíes, vestuario, cálices y campanas,26 para uniformar las concesiones, darlas de manera equitativa y evitar que la costumbre generara derechos. Así, decretó que, sólo a los conventos que no tuvieran dote o bastante limosna para sus alimentos y sustento, la Real Hacienda les daría en especie “trigo para hostias y vino para celebrar misas, a razón de arroba y media de vino y fanega y media de trigo para cada religioso”. Pero sólo por un tiempo determinado y a voluntad del rey.27 Nada se dijo del aceite de las lámparas que debían estar encendidas siempre para alumbrar el santísimo sacramento y que tradicionalmente se incluía en estas limosnas; tampoco se volvieron a mencionar las mercedes en dinero otorgadas a distintas órdenes y conventos desde 1510 hasta los años sesenta.
Sobre la posesión de bienes se ratificaron las cédulas anteriores al ordenarse de manera categórica castigar a todos los religiosos que tuvieran alguna propiedad y especialmente a los que recibieran oro, plata o joyas, citando una bula de Pío IV de agosto de 1562.28 A pesar de ello, y como los conventos poseían diversas propiedades, se intentó poner cierto orden para evitar el acaparamiento e impedir concesiones especiales a futuro, puntualizando que los monasterios fundados en ciudades principales de españoles podrían tener algunas tierras y pastos para sementeras y ganados, pero limitadamente.29
Por último, en lo referente al sustento de los frailes encargados de la doctrina, el libro “De la gobernación espiritual” introdujo una importante novedad, pues aquellos que estuvieran en pueblos de indios dentro de las diócesis ya no serían sustentados por los encomenderos y el rey. Para evitar esa dependencia la reforma pretendió imponer el diezmo general. En ese sentido, se dispuso que los frailes recibirían una parte de los diezmos o primicias y oblaciones, al igual que lo hacían los clérigos seculares a cargo de parroquias. Los diezmos que debían aplicarse a las fábricas de las parroquias también se aplicarían a las parroquias de los conventos, lo que implicaba que el obispo tendría “la administración y visita de los bienes de la dicha parroquia”.30 Con todo, en los lugares donde aún no hubiera parroquias erigidas ni se pagaran diezmos o cuando éstos no fueran suficientes, su sustento provendría de los tributos, al igual que el de los clérigos seculares que administraban sacramentos a los indios. La cantidad ya no sería acordada entre encomenderos y frailes, sino que sería fijada en función de la tasa impuesta y sería pagada por los oficiales del rey que hacían la cobranza del tributo y no por el clérigo o fraile encargado de la doctrina, quien no podría pedir ni llevar “otra cosa ni exacción alguna a los dichos indios”.31 Finalmente, en el caso de los que no podían tener propios, ni en particular ni en común, los oficiales regios harían la recolección, administración y distribución del diezmo y darían a los frailes lo necesario de alimentos y limosnas. Se trataba, pues, como podremos ir confirmando en los siguientes temas, de un proyecto para uniformar doctrinas regulares y curatos seculares bajo la autoridad de los obispos y el rey.
Los conventos
La normativa en torno a los conventos se resumió en 23 parágrafos dentro del libro “De la gobernación…”. En cédulas y mandatos anteriores referentes a los lugares donde se asentarían los conventos se había autorizado a los frailes crearlos allí donde ellos mismos los consideraran necesarios, tuvieran privacidad y acceso a servicios, incluso podrían ocupar solares de particulares, aunque pagando el costo. Luego en otros mandatos se insistió en que debían localizarse en pueblos de indios, donde no hubiera curatos seculares o vicarios. También fue muy variada la distancia que se impuso entre conventos, pues mientras en algunas cédulas se ordenaba establecerlos a cinco leguas de distancia, en otras se decía que a seis y en otras a 10.32 Con todo, entre los mandatos más reiterados estaba uno de 1536 para que no se ocuparan sitios sin licencia de su majestad o del virrey.33
En ese sentido, desechando las diversas cédulas que otorgaban libertad de actuación a los frailes para determinar dónde establecer sus conventos y con ello la extensión de sus provincias, en el libro “De la gobernación…” se delineó un nuevo proyecto de ordenamiento conventual.34 En él, todas las decisiones para el asiento de los conventos y su labor serían supervisadas por el rey y estarían dirigidas a beneficiar la conversión e impartición de la doctrina, más que a la sola presencia de los frailes. De tal forma, recogiendo una cédula de 1544,35 se rogó y encargó a los generales de las órdenes religiosas dividir sus provincias de Indias de manera que coincidieran con los territorios de las audiencias reales para que en cada una hubiera “una provincia y un provincialato y un provincial”. En las ciudades cabeza de audiencia estaría un convento principal de cada una de las órdenes, donde se reunirían los religiosos enviados de la península y los formados en Indias, para de ahí proveer a toda la provincia. En el resto de las poblaciones, al igual que en las cabeceras de vicarías y sujetos principales, sólo podría haber un convento, pues debía respetarse la distancia de seis leguas entre construcciones. Además, si el convento contaba con ministros suficientes, no podría tampoco ponerse una parroquia secular.36
Determinar dentro de una población el sitio donde se crearía un convento ya no sería algo que debería negociar cada una de las órdenes religiosas con los ayuntamientos, gobernadores o virreyes. En adelante, se seguiría el mismo criterio usado en las parroquias. Es decir, los ministros regios señalarían en las ciudades nuevas o en las ya pobladas un solar de lo público realengo, sin perjuicio de terceros. Debía tratarse de la mejor parte del pueblo, donde todos los feligreses pudieran concurrir. Al elegir el sitio debían considerarse la población española y su posible crecimiento, así como el lugar donde se harían las congregaciones indígenas.37
En su edificación también se seguiría lo dispuesto para la creación de las iglesias seculares.38 Virreyes, audiencias o gobernadores dotarían a los conventos de alguna heredad de lo público realengo y de una parte de montes para la madera de las fábricas. Si ello no era suficiente, se haría una contribución equitativa entre: 1) la Real Hacienda; 2) el tributo de los encomenderos y el rey; y 3) caciques, principales y demás indios. Cuando los españoles residentes no tuvieran encomienda, su contribución sería conforme a sus haciendas y si aun así no era suficiente, el rey determinaría cómo proveer para la construcción.39
Por lo que hace a su mantenimiento se organizaron las numerosas y distintas mercedes que las órdenes solían negociar en la corte de manera individual, al mandarse que los conventos sin suficiente dote o limosna recibirían de la Real Hacienda, por cada religioso y por el tiempo que el rey dispusiera, fanega y media de trigo para hostias y arroba y media de vino para celebrar misas, lo cual sería dado en especie, no en dinero. Igualmente se aclaró que las dotaciones hechas por particulares para capillas debían emplearse exclusivamente en la fábrica de esas capillas, quedar registradas en la tabla de los bienhechores y rogarse a Dios por las ánimas de los difuntos.
Una parte central del proyecto de ordenamiento conventual fueron el informe y la descripción que debían elaborar cada uno de los provinciales de las órdenes, pues de ello dependería la edificación de nuevos conventos, su mudanza, la determinación de sus límites y la de sus sujetos, así como el número de religiosos que albergaría cada uno.40 Decisiones que serían tomadas en conjunto, gracias a esa descripción, por el provincial de la orden religiosa, el virrey o ministro regio a cargo y el obispo.
Fue también de primera importancia, en este caso para el ordenamiento parroquial, el homologar curatos seculares y regulares. A este respecto se ordenó en el libro que las iglesias de los conventos y sus sujetos se erigirían con todos los derechos parroquiales. Así, los territorios conventuales, al igual que las diócesis, se dividirían por parroquias y dezmerías, las cuales podrían ser visitadas por los obispos,41 y estarían bajo la jurisdicción de un arcipreste o vicario, en este caso, un fraile nombrado por el obispo, quien tendría su jurisdicción delegada, tanta como conviniera y según la distancia de la cabeza de la diócesis, para poder visitar a los rectores de las doctrinas, exigirles “hacer el oficio de curas como conviene” y cumplir lo ordenado por el obispo acerca de la cura de almas.42
Labor de los frailes en Indias
En este tema de la labor de los frailes, la comparación con cédulas anteriores es compleja, pues en el libro “De la gobernación…” se pretendió equiparar las tareas de los frailes y de los clérigos seculares. De hecho, con la excepción de los títulos exclusivos a frailes y conventos, en el resto del libro se habla de manera genérica de personas eclesiásticas, ministros o clérigos y religiosos. Por ejemplo, no se norma sobre los colegios regulares ni se hace referencia a los frailes al hablar de la enseñanza del español a los indios, pues se alude a todos los que predican. Todo lo cual confirma la intención de homologar la labor de frailes y clérigos y a las doctrinas con las parroquias, poniendo a todos bajo la jurisdicción de los obispos y a éstos bajo el cuidado del rey, para asegurar la gobernabilidad. Además, porque el interés primordial de la reforma era que los regulares se centraran en la oración y la misión, con lo que se dejaría la tarea educativa promovida por Trento en instancias que podía controlar con mayor facilidad como las universidades, los colegios o los nuevos seminarios conciliares.43
Ahora bien, diversos mandatos dictados entre 1535 y 1560 solían dar a los religiosos amplias libertades para que “con más voluntad, entendieran en la conversión y doctrina” y para “usar de sus privilegios y excepciones”.44 Entre estas cédulas una muy difundida, dictada en 1543, ordenaba que “ninguna persona les prohíba que no prediquen y estén libremente las veces y en los pueblos que quisieren, enseñando a los naturales…”.45
Así, aunque en el libro “De la gobernación…” se reitera la necesidad de favorecer a los frailes, darles un buen tratamiento, permitirles la entrada a pueblos de indios encomendados y por encomendar, etcétera, se precisa, como en aquella cédula de 1543, que los religiosos debían contar con autorización regia, “nuestra licencia y de sus prelados”.46 De igual forma se ordenaba guardarles y cumplir todos los privilegios, excepciones, inmunidades, indultos, facultades, franquezas y favores concedidos por la corona.
Con respecto a los privilegios apostólicos el libro enlistó las bulas que debían observarse: la de León X, Alias Felicis, de 1521; la de Adriano VI, Exponi nobis fecit, también conocida como omnímoda, de 1522; el breve de Paulo III de 1535 y, finalmente, el breve de Pío V Exponi nobis nuper, de 1567, dictado a petición de Felipe II.47 En conjunto, en esas letras papales se reconocía a los frailes la capacidad de disponer de facultades episcopales en sus tareas de conversión,48 allí donde no hubiera obispos o no estuvieran próximos y, de estarlo, debían contar con su beneplácito. Además, en territorios diocesanos, la Exponi nobis nuper les autorizaba para confesar y predicar con la sola licencia de los superiores de las órdenes.49
Se explica en el libro “De la gobernación…” que la puntualización de esos privilegios obedecía a las dudas, diferencias y altercados surgidos entre órdenes religiosas y obispos. Por tanto, era necesario guardar a cada parte su derecho y distinguir las tareas que a cada una pertenecían. Así, se puntualizó que donde no se hubieran erigido obispados ni proveído obispos diocesanos aquellos frailes que fueran enviados por el rey a entender en la conversión y doctrina de los indios podrían libremente usar de las facultades, jurisdicción y potestad que les concedían las letras apostólicas. No obstante, en los territorios comprendidos dentro de los límites de las diócesis y sus cercanías, los obispos tendrían jurisdicción y superioridad sobre todos aquellos encargados de la conversión, doctrina y administración de sacramentos. Por lo mismo, los religiosos a cargo de parroquias estaban obligados a dar cuenta a los obispos y a admitir su visita, pues en tanto que curas de almas estaban sujetos y subordinados a ellos.50
La intención última de la reforma era “reducir lo que toca al gobierno, jurisdicción y potestad eclesiástica, al orden y modo que en la Iglesia católica universal ha habido y al presente hay”.51 Por lo mismo, al dividir las diócesis en parroquias con límites determinados, también se dividirían los territorios de los conventos y las doctrinas que estuvieran dentro de ellos, las cuales estarían sujetas a los obispos, como cualquier otra parroquia. Sin embargo, habiendo religiosos, no podrían nombrarse clérigos seculares para la administración de los sacramentos en ellas.
Ese mismo sentido tiene otra de las grandes novedades de la reforma propuesta en el libro “De la gobernación…” a las labores de los frailes. Ésta, además de repetirse en otros parágrafos, se encuentra de forma específica en su título xiv, donde se presenta por primera vez la ordenanza del patronato. Por ésta se prohibió que los religiosos adscritos a un convento se hicieran cargo en común de la cura de almas. En adelante el provincial de cada orden debía enviar al rey o al virrey una propuesta de frailes, previo examen y aprobación, para, de entre ellos, elegir al individuo que se haría cargo de la doctrina.52 Una vez informado el obispo, éste le daría el título de su nombramiento. De esa forma, el fraile así instituido solamente estaría subordinado al prelado, en tanto que cura de almas.
Los frailes así nombrados no serían perpetuos, sino que podrían ser removidos a voluntad (amovibles ad nutum) por los prelados de su religión, conforme a su estatuto regular y por el obispo, como sucedería con cualquier otro cura de almas a partir de la imposición de la ordenanza del patronato.
Otra novedad de la reforma consignada en el libro “De la gobernación…” fue la propuesta de crear diócesis y catedrales exclusivamente a cargo de frailes. Se trata de un proyecto que no se incluyó en todas las copias conocidas del libro, pues Ovando consideró que, debido a la novedad que representaba, debía darse a conocer al Consejo de Indias sólo hasta que éste se rigiera por sus nuevas ordenanzas.53
De acuerdo con ese proyecto en las ciudades o provincias donde el mayor número de pobladores fueran indios, los obispados que se erigieran podrían ser de catedrales regulares.54 Las nuevas iglesias tendrían obispos y cabildos catedralicios de frailes de una de las tres órdenes, quienes vivirían en clausura siguiendo las reglas de la orden, junto al resto de los miembros de sus conventos.55 En esos obispados no se podrían erigir curatos ni doctrinas a cargo de clérigos seculares o frailes de otra orden que no fuera la de la iglesia matriz, salvo que el obispo así lo creyera conveniente, pues tendría plena jurisdicción episcopal y diocesana sobre todos los religiosos y clérigos de su diócesis. Los frailes encargados de curatos y doctrinas se proveerían como lo indicaba la ordenanza del patronato, es decir, a presentación real y amovibles ad nutum, y se podrían ayudar de los religiosos de su regla como coadjutores.
El proyecto no sólo estaba pensado para los nuevos obispados sino también para las catedrales seculares existentes que debido a su pobreza no se podían sustentar. Ello porque como los religiosos no podían apropiarse de las rentas de manera individual y debían vivir con la pobreza profesada por los mendicantes, las limosnas, diezmos, primicias o dotaciones de bienes muebles o raíces se usarían en común y, por tanto, aumentarían las rentas de las catedrales.
En 1571 Mendieta había expuesto a Ovando un proyecto similar, consistente en la creación de obispados exclusivos para indios a cargo de las órdenes religiosas, lo que a su parecer evitaría los desencuentros entre frailes y obispos.56 La idea no era nueva, pues desde 1526 franciscanos y dominicos habían aspirado a que los obispados de Indias quedaran a su cargo.57 Pero se trataba de proyectos muy distintos, pues, contrario a todas las propuestas mendicantes, la reforma de Felipe II se proponía, en consonancia con Trento, fortalecer la organización diocesana, de ahí la pretensión de igualar curatos seculares y doctrinas poniendo a éstas bajo un régimen parroquial y, además, una parte central del proyecto ovandino era favorecer la hacienda real imponiendo el diezmo general.
Ahora bien, sobre ese punto de la concordia entre frailes y obispos, el libro “De la gobernación…” recogió el contenido de cédulas anteriores que pedían a virreyes, audiencias, prelados de las religiones y obispos procurar la paz y buena correspondencia entre todos, sin mostrarse más favorables a unos u otros y sin poner en contradicción sus jurisdicciones y preeminencias.58 Concordia que podría apoyarse, como sugería Mendieta, al crearse los obispados a cargo de frailes, pues en ellos todos tendrían la misma disciplina al pertenecer a una misma orden, así como con los acuerdos a que se esperaba llegaran provinciales, obispos y frailes en la determinación de los sujetos de los conventos.
La disciplina
En el libro “De la gobernación espiritual” fueron dedicados a la disciplina de los frailes los últimos 24 parágrafos del título sexto “De los religiosos”, caracterizados por su tono severo y restrictivo. En el proyecto general se tenía considerado un libro específico dedicado a los indios donde se reunirían todas las disposiciones relativas a sus libertades y el buen trato que debía dárseles. No obstante, en el que venimos siguiendo se exhortaba a los frailes a guardar todas las leyes hechas a favor de los indios. Especialmente se les pedía no usar a éstos de mandaderos “porque en esto estamos informados que han excedido”; se recogían cédulas anteriores que les prohibían tener indias de servicio en sus casas, pedir contribuciones a los naturales para la compra de objetos litúrgicos, la fábrica y ornato de los conventos y parroquias,59 impedía reservar para los conventos a oficiales -zapateros, herreros, pintores, etcétera- y ordenaba a los frailes que pagaran esos servicios con el dinero de sus limosnas.60
Aunque pudieran parecer reiterativos esos exhortos, pues habría un libro dedicado a los indios y no hay un cambio sustancial con cédulas anteriores, resultaba importante su inclusión, pues la intención de la reforma respecto a la disciplina de las órdenes mendicantes consistía en nutrir las provincias con religiosos observantes de la regla y los estatutos propios de cada una de sus órdenes, orientados al servicio de la conversión indígena. Para ello se requería someter a los frailes a una constante visita y reformación, pues sólo así el rey y sus ministros podrían gobernar y administrar sus colonias eficaz y plenamente.
En consecuencia, el centro de la reforma descansaba en la actividad de los provinciales y visitadores, así como en la celebración de capítulos provinciales donde, ordena el libro “De la gobernación…”, se debía tratar
Especialmente de la corrección y reformación de su orden, y modo que han de tener en la conversión, doctrina y administración de los indios que fueren a su cargo; y traten si hay alguna provincia por descubrir o alguna descubierta por convertir a nuestra santa fe católica, y el orden que se podría tener en descubrirlas y convertirlas de paz.61
Para cuidar del funcionamiento de los capítulos provinciales y el resultado de las visitas, debía informarse a los virreyes de los acuerdos allí tomados. Además, los ministros generales de las órdenes, quienes nombraban visitadores y otros superiores, debían elegir a las personas con las cualidades necesarias. Por tanto, se pedía que los individuos elegidos fueran sometidos a examen y se llevaran a cabo todas las diligencias necesarias para garantizar su idoneidad y, sobre todo, se diera noticia al Consejo de Indias, para que pudiera darse la licencia y cédula a los electos para poder ejercer su oficio en Indias y contar con el favor y ayuda de los ministros reales.62
Estas visitas, mandadas por los generales de las órdenes, debían hacerse a todos los monasterios de las provincias y sus religiosos con el objeto de corregir, castigar y reformar, tomando en cuenta las costumbres de los frailes y la forma en que ejercían sus oficios. Ello debía hacerse cada seis años, “de manera que de día en día vaya en más crecimiento y aprovechamiento de observancia y religión”.63
Aunque provinciales, visitadores y autoridades de cada una de las órdenes tendrían, previa autorización de la corona, la responsabilidad de coordinar la corrección, castigo y reforma de los frailes, el libro dedica 16 de sus parágrafos para señalar cuáles eran las conductas que debían sancionarse. Así, se pedía expulsar de las Indias a los frailes que pudieran dar un mal ejemplo por ser apóstatas o por haber favorecido tiranos o levantamientos.64 Tampoco se debía consentir en la tierra a religiosos vestidos de clérigos, a los frailes claustrales que no guardaban la observancia regular, ni a los exentos. Todos debían observar el derecho común, las reglas y estatutos de sus órdenes. Así, se rogaba y encargaba a los provinciales castigar a quienes tuvieran alguna cosa en propiedad o recibieran dinero, oro, plata y joyas o las pretendieran llevar a la península.65 De igual forma se les prohibía tener casas de beatas o cofradías de indios u otras personas, sin licencia y aprobación de los obispos.66
Se prevenía también de las acciones de los frailes que defraudaban o perjudicaban a la corona o a los indios, recogiendo buena parte de las disposiciones dadas por Jerónimo de Valderrama entre 1563 y 1565 durante su visita a Nueva España.67 Así, se les prevenía de no entrometerse en la colecta, administración y gasto de las cajas de comunidad; aconsejar a los enfermos a casarse para no perder la sucesión de los repartimientos; atropellar o estorbar la jurisdicción temporal, teniendo cárceles, cepos, fiscales con varas o sin ellas, asilando delincuentes en conventos o ayudándolos a resistirse o a escapar de la justicia.68
Los frailes, ordena el libro, no podrían inmiscuirse en cuestiones relativas a los tributos. Por el contrario, debían predicar y enseñar a los indios sobre su paga y no opinar sobre su cantidad, ni esconderlos ni encubrirlos, o pretender que fueran eximidos alegando que servían a las iglesias de cantores y ministriles. “Y no usen de trompetas, pues no es música de iglesia [se interrumpe abruptamente el párrafo que estoy comentando], y no tengan exceso de cantores y tañedores y otros sirvientes […], sino solamente los que fueren menester, porque es ocasión que haya muchas gentes holgazanas”.69 El mismo parágrafo continúa repitiendo algunas de las órdenes dadas respecto a la edificación de los conventos, así como la prohibición de mudarse de casa e iglesia, la necesaria moderación de plata y ornamentos en las sacristías, y termina señalando que los frailes no debían adjudicar tributarios ni hacerlos mudar de una parte a otra.70
En fin, en su prédica, se ordena a los frailes no manifestar cosas escandalosas que pudieran engendrar indignación en el ánimo de los oyentes, ni desmandarse en los púlpitos ni fuera de ellos, pretendiendo reprobar el gobierno temporal o espiritual de las Indias. Antes bien, se esperaba que ellos persuadieran al pueblo al acatamiento, veneración y amor al rey, a sus ministros y a los obispos.71 Si hacían lo contrario, y el exceso lo mereciera, serían desterrados.
CONCLUSIONES
Como he señalado, el Código ovandino no pudo terminarse y su libro primero “De la gobernación espiritual” no se imprimió; con todo, dio una clara dirección a la Iglesia en Indias. La gran mayoría de sus mandatos procedía de las cédulas reales y órdenes anteriores. Por ello la novedad no consistió tanto en las medidas puntuales, como en la adopción de una política determinada. Ésta, como hemos visto, pretendía que la Iglesia y todas sus actividades en América estuvieran bajo la supervisión de la corona; que las órdenes religiosas fueran uniformadas entre sí, en privilegios y obligaciones, que todas estuvieran al servicio de la misión evangelizadora del rey y al cumplir con esa tarea se volviera al orden de la Iglesia universal.
En ese sentido, la reforma pretendió poner fin a los grandes conflictos entre el clero secular y el regular, insistiendo en que afuera de los obispados los frailes enviados por el rey para hacerse cargo de la conversión y doctrina de los indios podrían usar libremente de las facultades, jurisdicción y potestad concedidas por las bulas papales. Dentro de las diócesis y sus cercanías serían los obispos quienes tendrían jurisdicción y superioridad sobre todos aquellos encargados de la conversión, doctrina y administración de sacramentos.
En orden a ello se uniformaría la labor de los frailes con la de los clérigos seculares, así como sus parroquias y doctrinas. Como se señaló en la Junta Magna, en el libro “De la gobernación…” y en muchas cédulas posteriores, la cura de almas a cargo de los frailes no podía seguir siendo a voluntad, non ex voto charitatis, como solían decir, sino de justicia y obligación, pues mientras los frailes pretendieran hacer el oficio de curas por caridad, no existiría un deber factible de ser apremiado ni normado por los obispos ni por el rey. Así, como las parroquias seculares, las doctrinas estarían a cargo de individuos presentados por el rey, nombrados por los obispos y sustentados de diezmos y no de tributos de encomenderos ni de derramas, exacciones o trabajo impuesto a los indios.
La corona ya no sólo pagaría el paso de los religiosos a Indias y otorgaría licencias para evitar que llegaran órdenes no reformadas, sino que, en adelante, determinaría el número de frailes necesarios y sus destinos, sirviéndose para ello de los procuradores o comisarios generales de cada una de las órdenes. Éstos trabajarían para el Consejo de Indias para nutrir las provincias de manera periódica y ordenada, pero sólo hasta que fuera necesario, pues al mismo tiempo se promovería la creación de grandes conventos en las ciudades principales, para de ahí proveer a todas las provincias con religiosos observantes de la regla y los estatutos propios de cada una de sus órdenes.
Con todo, se trataría de evitar que las provincias y conventos crecieran arbitrariamente y en la dirección que cada orden creyese conveniente. Para detener esas tendencias las decisiones sobre la creación de conventos y señalamiento de sus límites serían tomadas por los provinciales, obispos y virreyes. Además, se trataría de ceñir las provincias a los distritos de las audiencias y, como su labor principal debía ser beneficiar la conversión e impartición de la doctrina, las provincias serían atravesadas por la jurisdicción de vicarios episcopales, quienes tendrían a su cargo supervisar la cura de almas. En el interior de las órdenes sus mismas autoridades, previamente acreditadas por el rey, tendrían la tarea de visitar periódicamente los conventos para corregir, castigar y reformar a sus miembros, evitar que cuestionaran la soberanía del rey y sus derechos sobre la tierra. En suma, se trataba de uniformar y profesionalizar la labor evangelizadora.
Finalmente, entre las propuestas más vistosas del libro estaban, por un lado, la creación de diócesis y catedrales regulares, con las que se pretendía dar estabilidad a regiones de población primordialmente indígena, donde las órdenes religiosas se harían cargo, sin restricción, de la conversión y cura de almas; proyecto que se impuso parcialmente en 1592 en las catedrales sufragáneas de Filipinas.72 Por otro lado, estaba el cobro del diezmo general, destinado a evitar que la cura de almas dependiera de los encomenderos y a uniformar doctrinas y curatos, medida que parcialmente se fue introduciendo en diversos territorios.73 El grado en que los mandatos del libro “De la gobernación…”, u otros con objetivos similares, se pusieron en ejecución sólo es posible determinarlo con estudios de caso, lo que está fuera de los objetivos de este texto, donde tan sólo me he propuesto mostrar el marco normativo que inspiró muchas de las transformaciones sufridas por las órdenes religiosas en los siglos XVII y XVIII.