Introducción
En el último cuarto del siglo XIX, México avanzaba en su integración a los mercados internacionales y en la restauración de las relaciones diplomáticas que se habían fracturado a lo largo de la centuria, debido a las dificultades económicas y políticas internas, así como a las guerras de intervención extranjera.1 El proceso se acentuó durante el Porfiriato,2 cuya política económica se caracterizó por la intensificación de la inversión extranjera, iniciada por sus antecesores. Ésta se manifestó principalmente en ámbitos productivos -como la minería y las manufacturas- y en el desarrollo de infraestructura. Como resultado, numerosas innovaciones tecnocientíficas3 foráneas se desplegaron hacia diversos ámbitos de la vida social, mientras sus materialidades se diseminaban en amplios espacios territoriales y sus valores científicos y morales se integraban en la cultura nacional.
Fue también en este periodo cuando, a través de una política científica consistente, se intensificó la incorporación de México al movimiento de globalización de la ciencia, con la creación de instituciones de investigación, el apoyo a los académicos para participar en reuniones y proyectos internacionales, así como para la impresión y difusión foránea de las publicaciones generadas en aquellas instituciones y en las agrupaciones científicas. Con ello, el mandato de Díaz consiguió acrecentar su proyección política y cultural, tanto en el ámbito local como en el internacional, y adquirir la legitimidad política de la que carecía en 1876.
Estas mismas acciones vigorizaron el enlace de las prácticas científicas locales con el sistema científico internacional, en un proceso gradual de vinculación con la red global de comunicaciones científicas e intercambios. En él desempeñaron un papel decisivo las relaciones entre las instituciones científicas locales, ya fueran del ámbito gubernamental o de la sociedad civil.
El presente trabajo expondrá brevemente el proceso de “universalización” del conocimiento científico, desde sus antecedentes en Europa en el siglo XVII hasta su consolidación en el XIX, con la integración de otros espacios geográficos en las redes de intercambio y colaboración. Se glosarán los principales rasgos de ese proceso en el caso de México y se examinará con detalle el devenir de la Sociedad Científica “Antonio Alzate”, cuya aparición en la esfera pública en 1884, dio un giro a la concepción de la sociabilidad científica tanto en la formulación de sus principios epistémicos, como en cuanto al alcance de su vocación internacionalista.
La circulación del conocimiento en la conformación de la ciencia global
El estudio de los orígenes y desarrollo de los intercambios de publicaciones científicas entre las asociaciones letradas permite advertir la materialidad que sustentó la paulatina inserción de las diversas comunidades intelectuales en el mundo científico global. De manera que iniciaremos con una breve exposición del proceso mediante el cual se transitó de las redes de correspondencia de la República de las Letras a la prensa de amplio público donde se difundieron contenidos científicos, hasta el surgimiento de revistas especializadas, vinculadas a comunidades intelectuales específicas.4
Como es bien sabido, en el siglo XVII las cartas manuscritas eran el medio de comunicación entre los filósofos naturales europeos, en el que incluían los resultados de sus indagaciones sobre la naturaleza, donde dejaron testimonio de sus acuerdos y discrepancias epistémicos, así como de la paulatina edificación de un sistema de valores compartido. La amplitud geográfica de la red de intercambios incluyó culturas tan disímiles como la china, la india y desde luego, la hispanoamericana, en virtud de las viejas relaciones comerciales establecidas por la Corona española y las prácticas misioneras que se desplegaban en diversos puntos del globo.5
Además de la correspondencia entre los intelectuales, la circulación de otros escritos, folletos impresos y libros reforzó la integración de una comunidad internacional que divulgaba y discutía sus descubrimientos, teorías, técnicas e innovaciones instrumentales para el estudio de la naturaleza. Al mismo tiempo, la emergencia de las primeras academias europeas en el siglo XVII prohijó la institucionalización de las comunidades locales y estableció nuevos canales de intercambio culto, mediante su disposición para establecer o consolidar sus relaciones con colectividades afines en otros espacios geográficos.
Un ejemplo de esa voluntad corresponde a la célebre Accademia dei Lincei (1613), en cuyos estatutos se enunció la intención de mantener correspondencia con otros letrados.6 Análogamente, la Accademia del Cimento (1657) se comprometió a “mantener una libre correspondencia con las varias asociaciones dispersas en Europa [con el objeto] de participarnos mutuamente de la verdad”.7
Además del intercambio epistolar, las academias del último tercio del siglo XVII dieron a la imprenta sus propios periódicos, que distribuyeron entre sus corresponsales, así como entre otras asociaciones cultas. Así, desde su fundación en 1660, la Royal Society autorizó oficialmente la “correspondencia e intercambios de conocimiento con cualquier persona ajena [a ella], fueran personas privadas, sociedades colegiadas o corporaciones, sin interrupción o interferencia alguna”.8
La comunicación entre las potencias científicas de esos años se consolidó en 1666 con la creación de la Academia de Ciencias de París, que trece años después incluyó la categoría de “miembros correspondientes” con el objeto de formalizar el flujo de intercambios con sus pares en el extranjero. De la misma manera, se fue arraigando el sistema de canje de publicaciones entre las diversas corporaciones activas, al que se sumarían otras de nuevo cuño en los años subsiguientes, cuyo dinamismo manifestó la laboriosidad de una red de estudiosos de la naturaleza en el continente europeo.
Aquí es importante señalar, con Aileen Fyfe, que las publicaciones de las academias del siglo XVII no eran semejantes a las revistas científicas que se generaron en el XIX, sino más bien espacios editoriales para informar sobre sus actividades, pues la correspondencia entre los letrados continuaba predominando como el medio privilegiado para la discusión y el intercambio de resultados científicos, mientras que los libros publicaban las innovaciones teóricas y experimentales.9
Los cambios en el carácter de las publicaciones académicas tuvieron lugar en el siglo XVIII, cuando la comunicación del conocimiento experimentó un auge debido a la proliferación de espacios de sociabilidad culta, así como a la de revistas dirigidas a diversos públicos, lo cual suscitó el crecimiento del tráfico de información. Evidentemente, en un inicio, tanto los lectores como los autores de las revistas literarias eran parte de la propia República de las Letras, aunque también hubo sitio para otros actores sociales interesados en temas científicos, ya fuera como “investigadores” o como meros interesados en la cultura de su tiempo.10 De esta manera la circulación del conocimiento entre las comunidades letradas y hacia los diversos públicos de la ciencia se incrementó enormemente.
En respuesta a la creciente publicación de escritos de índole científica en las academias y las asociaciones especializadas -como las médicas- desplegaron iniciativas para erigirse como los únicos portadores de la autoridad epistémica en los diversos campos de investigación.11 De esta manera, sus revistas fueron modificando sus contenidos y se dirigieron paulatinamente a interlocutores expertos, que las distinguieron de la prensa de carácter general donde la ciencia continuó presente a lo largo de los siglos XVIII y XIX.12
En cuanto al flujo de comunicaciones de orden científico hacia otros espacios geográficos, éste se manifestó inicialmente en los dominios coloniales, donde se verificaron intercambios epistolares entre los letrados, empresarios y funcionarios que enviaban información, estudios y especímenes naturales hacia las diversas instituciones metropolitanas, a los que se sumó el flujo de la prensa en uno y otro sentido. Algunos de estos actores habitaron temporalmente en los territorios ultramarinos,13 otros residieron en ellos definitivamente y, desde luego, hubo un número importante de letrados locales que participaron en la producción de conocimiento. Con frecuencia los últimos mantuvieron correspondencia con académicos foráneos e incluso algunos de ellos llegaron a incorporarse a sus instituciones, como fue el caso del presbítero novohispano José Antonio de Alzate y Ramírez (1737-1799), quien fue nombrado miembro correspondiente de la Academia de Ciencias de París.14 Los dos primeros grupos de actores lo hicieron con mayor frecuencia, al grado de alcanzar prestigio en el mundo académico de sus países de origen y consolidar elevadas posiciones políticas y científicas, como ocurrió con Joseph Banks después de la primera expedición con James Cook (1768-1781).15
En lo que concierne a la circulación del conocimiento en el continente americano, las publicaciones cultas que se imprimieron en el siglo XVIII alcanzaron una amplia difusión en el nivel local e incluso trasatlántico, como han probado los estudiosos del periodo en América Latina y los Estados Unidos. Para el primer caso, Alberto Saladino ha demostrado su fecunda propagación entre las elites ilustradas latinoamericanas, como un elemento distintivo de su modernidad.16 El caso norteamericano fue semejante, excepto por la existencia de asociaciones consolidadas como la American Philosophical Society, donde se autorizó en 1780 “el intercambio de comunicación de sus escritos relativos a la filosofía y la ciencia […] con otros cuerpos letrados para avanzar en el desarrollo de sus actividades”.17
Así, los intelectuales de este lado del Atlántico participaron en la propagación del conocimiento de la naturaleza local, mediante la comunicación de sus investigaciones a sus pares de otros espacios geográficos, quienes las sujetaron a juicios críticos previos a su incorporación al mundo científico global que se edificaba. Pues para que ello ocurriera, los resultados de investigación debían sujetarse a una serie de normas, estándares y métodos, acordados paulatinamente entre los filósofos naturales y luego institucionalizados en las academias científicas a finales del siglo XVIII.
De acuerdo con Cunningham y Williams, en ese momento se localiza “la invención de [la ciencia como] una nueva forma de actividad intelectual”, derivada de los cambios políticos y sociales que se verificaron en la que Hobsbawm denomina “era de la revolución”.18 Entre esas transformaciones, los autores destacan la consolidación de una nueva clase social, donde ubican la emergencia de los profesionales, que “otorgaron primacía a la autonomía de las ideas” y distinguieron los productos de la inteligencia como frutos del genio y la originalidad, que sólo debían ser juzgados por sus pares. De la ideología liberal adoptaron la libertad de investigación y el reconocimiento de una nueva aristocracia fundada en el talento intelectual, así como la promoción de las visiones de progreso y prosperidad, emparentadas con las promesas de la revolución industrial.19 En pocas palabras, se consolidaron los rasgos y los valores de la ciencia moderna, que aceleraron su propagación global de la mano de la expansión capitalista, puesto que aquélla actuaba como una de sus más exitosas herramientas.
La circulación de la ciencia y sus valores en la prensa mexicana
Como es bien sabido, los novohispanos no fueron ajenos al conocimiento científico europeo,20 aunque circuló con ciertas limitaciones hasta la instauración de las reformas borbónicas. A partir de entonces se admitió una moderada apertura al comercio ultramarino de productos culturales y tecnológicos, al tiempo que se establecieron instituciones de enseñanza superior donde se propagó la ciencia contemporánea.
Las estrategias políticas de la Corona facilitaron la expansión de la cultura ilustrada, entre cuyas metas destacaba el propósito de “difundir las luces” al conjunto de la sociedad, para promover su progreso moral y material. Este objetivo cristalizó en diversas empresas editoriales novohispanas, que contaron con la autorización de las autoridades virreinales y estuvieron dirigidas por los más insignes sabios de aquellos años.
Para no reiterar los hallazgos de la numerosa historiografía sobre sus empeños, nos limitaremos a señalar que además de la publicación de las novedades científicas trasatlánticas, los periódicos de la Nueva España difundieron investigaciones propias de interés local; pusieron en entredicho los resultados de otras que se publicaron en el extranjero y polemizaron con sus autores.21
De hecho, el dominio que poseían los ilustrados americanos de los principios y valores de la ciencia europea permitió que en varias ocasiones les enmendaran la plana, como ocurrió en el artículo “Memoria acerca del chupamirtos o colibrí” de José Antonio Alzate, donde disputa “la falta de exactitud” en la descripción del ave, publicada en la Encyclopédie Méthodique. Su argumento principal fue la omisión del método experimental y de la sistemática observación de sus características, en las que habría incurrido el autor y que Alzate empleó para refutarlo.22
El arraigo de tales principios y valores en la cultura novohispana del dieciocho pervivió después de la independencia, como se puede advertir en la numerosa prensa que circuló desde 1826, donde se incluyeron contenidos científicos, casi sin excepción.23 Éstos abarcaron traducciones de escritos publicados en el extranjero, investigaciones locales inéditas y centenares de artículos de divulgación de la ciencia,24 donde un público diverso asimiló el perfil de la ciencia europea, que describimos, y paulatinamente reconoció su autoridad epistémica. Por otra parte, “los escritos científicos que se dieron a la imprenta se caracterizaron por la unánime consideración de la ciencia en términos de su aplicación para el progreso moral y material del país, a través de la instrucción pública y del reconocimiento de los recursos naturales para su explotación racional”.25
La publicación de traducciones y el mercado editorial de origen foráneo fueron los canales que trasmitieron las innovaciones teóricas y metodológicas metropolitanas, aunque no debe descartarse la correspondencia personal y los intercambios entre los letrados de ambos lados del Atlántico. Un ejemplo entre muchos otros concierne a Lucas Alamán,26 quien enviaba colecciones y especímenes locales a Augustin de Candolle, quien escribía entonces su Sistema de la naturaleza del reino vegetal.27 Pero el medio a través del cual se formalizaron estas conexiones fue mediante su institucionalización, igual que ocurriera en otras latitudes.
En efecto, a partir de la fundación de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística (SMGE) en 1833,28 se realizaron esfuerzos decisivos para fomentar la vinculación de la ciencia local con las redes globales. Tal vez el de mayor alcance fue la distribución de su Boletín (BSMGE) a nivel internacional desde su primer número de 1839, aunque también fue eficaz el nombramiento de numerosos socios corresponsales, entre los que se encuentran algunos tan reconocidos como Alexander von Humboldt (1769-1959).29 Como es sabido, éste mantuvo una nutrida correspondencia con los intelectuales mexicanos a lo largo de su vida y su relación fue instrumental para que los últimos se vincularan con los más distinguidos centros científicos europeos, que en poco tiempo abrieron sus puertas a una serie de intercambios institucionales con la SMGE.
De hecho, entre las primeras decisiones de la asociación destaca la iniciativa de incentivar el canje de publicaciones con las principales instituciones y sociedades científicas del extranjero, que se mantuvo con relativa continuidad a lo largo de la centuria, pese a las interrupciones ocasionadas por las penurias económicas y los enconos políticos. En este sentido, puede afirmarse que el BSMGE mantuvo el mismo espíritu cosmopolita de las revistas antes mencionadas, ya que en sus páginas aparecieron traducciones de escritos foráneos, así como algunas contribuciones de científicos europeos, como Joseph Burkart, que también se desempeñaba como socio corresponsal de la agrupación.30
El Boletín… sustentó el desarrollo científico del país mediante esos intercambios, pues si no fue el primer órgano de difusión de las prácticas científicas locales, sí fue el único de circulación internacional durante muchos años. Baste decir, que fuera de sus acervos y conexiones personales, hasta 1869 los estudiosos de México solamente contaban con la biblioteca de la sociedad para mantenerse al tanto de las novedades en diversos campos disciplinares.31 Pues en ella se resguardaban las publicaciones derivadas de los canjes con las agrupaciones científicas foráneas, mismos que condujeron los productos científicos mexicanos a buen número de bibliotecas situadas en otras geografías.
La estrategia de internacionalización de la SMGE tuvo un éxito relativo, cuyas limitaciones se advirtieron en toda su contundencia y dolorosas asimetrías durante el segundo imperio mexicano. Por un lado, el emperador Maximiliano (1832-1867) hizo de la sociedad el instrumento más eficaz para impulsar la modernización de su nueva patria, un objetivo que exigía la colaboración de la comunidad científica. De manera que apoyó plenamente a la SMGE y también se sirvió de ella para legitimar su gestión, mientras sus miembros aprovechaban la disposición del monarca para retomar algunos proyectos republicanos de interés local.32 En descomedido contraste, los expedicionarios de la Commission Scientifique du Mexique, enviada por Napoleón III,33 no sólo ignoraban el potencial epistémico que residía en la SMGE, sino que dudaron de la calidad de las investigaciones locales, desconfiaron de su “precisión científica” y su carácter “positivo”.34
En otras palabras, en opinión de los miembros del Instituto de Francia que las evaluaron, las investigaciones locales no estaban sujetas a las normas, estándares y métodos que orientaban las prácticas científicas válidas, de acuerdo con los cánones de la ciencia “universal”.35 Esto, a pesar de que los más distinguidos científicos mexicanos desarrollaban sus estudios de conformidad con el paradigma europeo y mantenían intercambios epistémicos con sus pares en el extranjero.
Un ejemplo de tales intercambios corresponde al astrónomo Francisco Díaz Covarrubias,36 quien mantenía correspondencia con sus colegas del Harvard College, por lo menos desde 1861, cuando solicitó su asesoría experta para la planeación y compra de instrumentos del Observatorio Astronómico Nacional (1863-1864).37 Sus vínculos con los astrónomos de otras latitudes se reforzaron durante la expedición al Japón para observar el tránsito de Venus de 1874, entre otras actividades, al punto de singularizarse en la apreciación de los miembros de la Commission Scientifique du Mexique, como aquél cuyos estudios cumplían con los estándares globales.38
La apropiación y consolidación de “la ciencia” en el último tercio del siglo XIX mexicano
Después de la amarga experiencia de la intervención francesa y el imperio, los intelectuales mexicanos coincidieron en el imperativo de generalizar la adopción de un ethos científico que por entonces se extendía globalmente,39 al tiempo que incrementaron la comunicación de sus trabajos en el extranjero, a través de los intercambios con sus pares.
En esos años, los afanes más distintivos para la difusión ultramarina de la investigación local se produjeron mediante el canje de La Naturaleza. Periódico de la Sociedad Mexicana de Historia Natural (1869) por las revistas de numerosos organismos científicos internacionales. Igual que el Boletín de la SMGE, la nueva publicación incluyó los textos de buen número de investigadores foráneos -algunos de los cuales eran corresponsales de la asociación-, mientras que los naturalistas mexicanos se esforzaron en publicar en el extranjero.40 De esta manera la ciencia local extendió sus redes hacia el exterior, intensificando la apropiación de las teorías, estándares, normas y metas de la ciencia metropolitana, sin cuyo empleo las investigaciones locales corrían el riesgo de caer en la exclusión, como habían constatado durante el imperio.41
Un conocido ejemplo del carácter internacional de La Naturaleza corresponde a la publicación de un artículo del naturalista germano Augusto Weismann (1834-1914) sobre los ajolotes del valle de México. En su estudio de algunos ejemplares importados y mantenidos en cautiverio, Weismann interpretó su metamorfosis42 como un fenómeno que ocurría en Europa debido a su propicio medio ambiente, que facilitaba su ascenso a un “estado superior de desarrollo”.43 Una condición que no estaba presente en México.
El mismo número de la revista consigna el estudio del naturalista e ilustrador José María Velasco, quien refutó al germano con base en los principales conceptos biológicos de su tiempo y su larga trayectoria como estudioso de los ajolotes.44 Entre sus argumentos fundamentales destacó la necesidad de analizar el fenómeno en su medio natural -las lagunas mexicanas-, para evitar la alteración de las condiciones originales de su desarrollo. Aquí resalta la similitud entre los argumentos de Alzate y los de Velasco, respecto a los estudios europeos de especies endógenas, que ambos habían analizado localmente conforme a los protocolos de la investigación de su tiempo.
Al respecto conviene reiterar que el siglo XIX fue el periodo en el que se afirmaron los principios del ethos de la ciencia occidental, resumido en 1942 por Robert K. Merton en un conocido sistema de valores, que prevalece hasta nuestros días como parte de la ideología de la comunidad científica.45 Estos valores, así como la normalización de las prácticas, a través de la estandarización de los métodos, los instrumentos y las unidades de medición,46 se integraron en un corpus disciplinar de carácter prescriptivo, que alcanzó la hegemonía global que mantiene hasta la fecha, a través de la extensión geográfica del capitalismo durante el siglo XIX.
En México, la paulatina consolidación del canon científico global se hizo presente tanto en la enseñanza de las ciencias,47 como en las investigaciones publicadas por un número creciente de asociaciones especializadas, surgidas a partir de la década de los setenta. En sus revistas se imprimieron trabajos locales y foráneos de diversos temas, que contribuyeron a la extensión de los objetivos y prioridades del sistema global de conocimientos, las cuales frecuentemente orientaron las prácticas científicas locales.
Para no extendernos sobre el tema de las asociaciones disciplinares, nos referiremos a tres de ellas, vinculadas con actividades productivas, como la Sociedad Minera Mexicana (1873). En su revista, El Minero Mexicano, aparecieron estudios dedicados a las ciencias geológicas y mineralógicas, así como a la difusión de innovaciones científicas y tecnológicas, locales y foráneas, pero siempre afines a la industria minera. Análogamente, el Boletín de la Sociedad Agrícola (1879-1914), que privilegiaba los intereses de los hacendados, procuró la publicación de estudios relacionados con el fomento de la agricultura, especialmente de botánica, meteorología y química, donde se manifestaron las directrices de la política de exportación de materias primas.48 Mientras que en La Farmacia (1890-1907), revista de la Sociedad Farmacéutica Mexicana (1871), además de la defensa de la profesión de farmacéutico, se promovió la legitimación de la disciplina a través de la comunicación de sus capacidades epistémicas para el desarrollo de una terapéutica local, en el marco de la expansión de los fármacos de patente de origen foráneo.49
Si las asociaciones especializadas habían sido instrumentales para la apropiación de los rasgos y valores de la ciencia moderna, éstos se arraigaron definitivamente en el sistema científico institucional establecido bajo el patrocinio del gobierno de Porfirio Díaz. En él descollaban los Observatorios Astronómico y Meteorológico (1876 y 1877), la Comisión Geográfico Exploradora (1878), los Institutos Médico Nacional (1888), Geológico de México (1891), Patológico Nacional (1901) y Bacteriológico Nacional (1905), entre otros.50 En su seno se promovió la profesionalización de la investigación científica y se abrió paso a la multiplicación de revistas especializadas, como El Estudio (1889-1893) y los Anales del Instituto Médico Nacional (1894-1912) o el Boletín del Instituto Geológico de México (1895), a los que se sumaron las publicaciones de las agrupaciones especializadas emergentes, como los Anales de la Asociación de Ingenieros y Arquitectos (1886-1921) o el Boletín de la Sociedad Geológica Mexicana (1904), en cuyos contenidos, metodologías y lenguajes se manifestó la sólida conexión que había establecido la ciencia local “con esa red global de comunicaciones científicas, unida históricamente con [los centros imperiales]”.51
Aquí es importante comentar que el fortalecimiento del sistema científico-técnico del país estaba vinculado con las políticas públicas que se instrumentaron durante el periodo, entre las que se podrían mencionar: la promoción de la inversión extranjera, especialmente en el ámbito de las comunicaciones;52 el impulso a la exportación de materias primas y a la industrialización de algunos sectores; así como la edificación de diversas obras de infraestructura, que habían estado pendientes a lo largo de la centuria.53 Esfuerzos, en los que la tecnociencia, de la que eran partícipes principalmente los ingenieros, hizo cada vez más visible su poder para modificar el paisaje, acelerar las comunicaciones y reformar la cultura y los hábitos de la población.
Desde luego, buena parte de esos cambios provinieron de las empresas foráneas, quienes con frecuencia los realizaron sin la colaboración de profesionales o técnicos locales. Además, es importante subrayar que tampoco las máquinas, instrumentos, métodos operativos ni prácticas laborales eran de origen autóctono, y que, por lo tanto, comportaban aplicaciones específicas, limitaciones y potencialidades, originalmente diseñadas para fines ajenos al territorio donde se instrumentaban. Además de que estaban habitados por los valores morales y las representaciones de la tecnociencia global.54
En cuanto a la relación entre los establecimientos científicos mencionados y los objetivos de la ciencia global, es posible advertir una potencial tensión entre las metas de aquéllos, señaladas en sus estatutos fundacionales, que determinaban sus aplicaciones prácticas inmediatas para beneficio local, sin considerar los presumibles objetivos foráneos. De hecho, algunas instituciones estaban dirigidas a la investigación sistemática del territorio nacional y la población, con el objeto de adquirir datos precisos para el control político y la planeación económica; otras se abocaron a estudios relacionados con la salud pública y la higiene, para el control epidemiológico y el mantenimiento del capital demográfico. Pero, al mismo tiempo, acataron las disposiciones relativas a la estandarización de las prácticas, como ocurría en los Observatorios Meteorológico Central y Astronómico Nacional; asumieron los objetivos y protocolos de la investigación foránea, como se hacía en el Consejo Superior de Salubridad; o se incorporaron a proyectos de investigación de interés global, como la Comisión Geodésica o la Carta del Cielo.55
Además de ello, e igual que se hacía en las agrupaciones de la esfera pública, todos ellos realizaron acciones dirigidas a incentivar los intercambios de conocimiento con los principales centros de investigación de las capitales europeas y norteamericanas. De manera que establecieron convenios de canje de sus respectivas publicaciones; atendieron a científicos y funcionarios en sus visitas de trabajo en sus correspondientes instalaciones;56 y asistieron a los congresos y reuniones académicas que se organizaron en esos años, incluyendo las ferias internacionales.57 Todas estas actividades sirvieron para que los productos de la ciencia mexicana viajaran a otras latitudes y sus autores entraran en contacto con sus pares en el extranjero, al tiempo que se familiarizaban con las innovaciones tecnocientíficas más importantes.
Fue en ese ambiente de expansión local y foránea de las prácticas científicas donde vio la luz la Sociedad Científica “Antonio Alzate”.
La Sociedad Alzate en la red científica global
La SCAA fue fundada el 4 de octubre de 1884 por un grupo de jóvenes con una resuelta vocación científica,58 pues se habían formado dentro de los lineamientos de la educación positivista en la ENP. La impronta de su formación quedó plasmada en el programa de trabajo que propusieron, donde declararon el compromiso de cultivar “exclusivamente las ciencias matemáticas, físicas y naturales en todos sus ramos y aplicaciones, principalmente en lo que se relacionan con el país”, aunque posteriormente se extendieron a otras disciplinas.59 Al enfatizar el cultivo “exclusivo” de aquéllas, la nueva asociación se singularizó en la esfera pública de su tiempo, pues las agrupaciones precedentes habían dado prioridad a otros campos disciplinares, aunque también es cierto que no omitieron los privilegiados por la Alzate.60
Como los científicos que los antecedieron, los miembros de la Alzate eran conscientes de la necesidad de crear redes de intercambio y colaboración para alcanzar sus objetivos. De manera que acordaron vincularse “con Sociedades, Institutos y profesores científicos del país y del extranjero”, como el Instituto Smithsoniano de Washington y la Sociedad Científica Argentina de Buenos Aires, quienes fueron sus primeros corresponsales.61
Aquí conviene anotar que los fundadores de la sociedad hicieron uso de una estrategia de legitimación en el entorno de la esfera pública, mediante inteligentes nombramientos honorarios de sus antiguos profesores, entre otros personajes, quienes pertenecían a diversas agrupaciones científicas u ocupaban cargos de cierto nivel en el gobierno, desde donde pudieron patrocinarlos de alguna manera, como detallaremos más adelante.
Entretanto, baste mencionar que su antiguo profesor de la Escuela Nacional Preparatoria, Alfonso Herrera Fernández, fue nombrado Presidente Honorario Perpetuo.62 Mientras que Ramón Manterola (1848-1901), jefe de la sección 1a. del Ministerio de Gobernación y Regidor de Instrucción pública de Tacubaya, fue nombrado Vicepresidente Honorario Perpetuo.63 En enero de 1888, las membresías honorarias, sumadas a las regulares, reflejaban el establecimiento de una red de conexiones con buena parte de los hombres de ciencia del país, a través de cuyas gestiones lograron contar con privilegios de los que otras organizaciones de la sociedad civil habían carecido (veáse el Cuadro 1).
Nombre | Ingreso | Empleos |
Aguilera, José G. | 30/01/1887 | Naturalista de la Comisión Geográfica Exploradora |
Anguiano, Ángel | 28/08/1887 | Director del Observatorio Astronómico Nacional; profesor de mecánica celeste en la ENP |
Bárcena, Mariano | 25/08/1888 | Director del Observatorio Meteorológico Nacional; profesor de mineralogía y geología en la ENP |
Contreras, Manuel M. | 29/05/1887 | Profesor de Matemáticas en la ENP; profesor de matemáticas en la Escuela Normal |
Ferrari Pérez, Fernando | 30/01/1887 | Naturalista de la Comisión Geográfica Exploradora; profesor de física y química en la Escuela Normal |
García Cubas, Antonio | 27/02/1887 | Profesor de Geografía en la Escuela Nacional de Niñas; oficial 1o. de la Sección de Estadística del Ministerio de Hacienda |
Herrera, Alfonso | 01/10/1884 | Profesor de Historia de Drogas en la ENM; profesor de historia natural en la Escuela Normal |
Manterola, Ramón | 15/11/1885 | Jefe de la Sección 1a. del Ministerio de Gobernación; Regidor de Instrucción Pública de Tacubaya |
Mendizábal Tamborrel, Joaquín | 28/02/1886 | Profesor de Astronomía y Geodesia del Colegio Militar |
Orozco y Berra, Juan | 28/08/1887 | Ingeniero de la Comisión de la Carta Geológica |
Peñafiel, Antonio | 30/01/1887 | Director General de Estadística; profesor en el Museo Nacional |
Pérez, Miguel | 24/01/1885 | Subdirector del Observatorio Meteorológico Central; profesor de física matemática y cálculo de probabilidades en la Escuela Nacional de Ingenieros |
Ramírez, Santiago | 27/02/1887 | Antiguo alumno del Colegio de Minería |
Ramírez, José | 28/08/1887 | Profesor de Zoología en el Museo Nacional |
Sánchez, Jesús | 25/01/1885 | Director del Museo Nacional; profesor de zoología en la ENP |
Urbina, Manuel | 28/08/1887 | Profesor de Botánica en el Museo Nacional; profesor de botánica en la ENP |
Villada, Manuel | 29/10/1884 | Profesor de Paleontología en el Museo Nacional; profesor de historia natural en la Escuela Nacional de Agricultura |
Barroeta, Gregorio | 26/06/1885 | Profesor de Historia Natural; Director del Observatorio del Instituto de San Luis Potosí |
Bonilla, José A. | 26/06/1885 | Director del Observatorio Astronómico y Meteorológico del Instituto de Zacatecas |
Capelletti P., Enrique M. | 26/09/1886 | Rector del Colegio Católico de Puebla |
Fernández, Vicente | 26/06/1885 | Profesor de Química; Director del Observatorio del Colegio del estado de Guanajuato |
Flores, Reyes G. | 11/10/1885 | Radicado en Guadalajara |
Gerste P., Aquiles | 24/04/1887 | Profesor del Colegio Católico de Puebla |
González, Benigno | 15/11/1885 | Profesor de Física; Director del Observatorio del Colegio del estado de Puebla |
Leal, Mariano | 26/06/1885 | Director del Observatorio Meteorológico de León, Gto. |
Moreno, Aniceto | 27/03/18871 | Profesor de Historia Natural en el Colegio Preparatorio de Orizaba |
Moreno, Silvestre | 27/03/1887 | Director del Colegio Preparatorio de Orizaba |
Rovirosa, José N. | 27/11/1885 | Profesor en el Instituto de Tabasco |
Spina P., Pedro | 29/10/1884 | Rector del Colegio de San Juan, Saltillo |
Velázquez de León, Joaquín | 27/02/1887 | Ingeniero de Minas en Pabellón, Aguascalientes |
Fuente: Elaboración de los autores basada en Rafael Aguilar y Santillán, “Reseña de los trabajos de la Sociedad durante el año de 1887, leída por el primer secretario en la sesión del 19 de enero de 1888”, Memorias de la Sociedad Científica “Antonio Alzate”, 1888, 7-9.
Un ejemplo del apoyo que recibieron concierne a la sede para sus reuniones, que en un principio les concedió Herrera en el Gabinete de Historia Natural de la Escuela Nacional Preparatoria, de la que era director en ese entonces. Cuando dejó el cargo, el director del Museo Nacional, Jesús Sánchez, les ofreció la biblioteca, el acceso a las colecciones del recinto para sus investigaciones y el uso del salón de la Sociedad Mexicana de Historia Natural para que llevaran a cabo sus sesiones; además, les obsequió repertorios completos de los Anales del Museo y La Naturaleza. Más adelante, el director y el subdirector del Observatorio Meteorológico Central (OMC), Mariano Bárcena (1842-1899) y Miguel Pérez, respectivamente, les facilitaron un local en sus instalaciones y les hicieron una copiosa donación de publicaciones y ejemplares de historia natural. Posteriormente, y a raíz del aumento de la nómina de asociados, consiguieron un espacio más amplio que el del OMC en la Escuela Nacional de Ingenieros, gracias a Rómulo Ugalde. Con el paso del tiempo, el crecimiento de su biblioteca los condujo a otros espacios, hasta que en 1896 ocupó definitivamente el edificio del Volador, junto a la decana Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística.64
De igual manera, a partir de 1887 y gracias a los oficios de Ramón Manterola obtuvieron patrocinio de la Secretaría de Fomento para que la imprenta del gobierno en el exarzobispado publicara las Memorias de la Sociedad Científica “Antonio Alzate”65 y, como hicieron sus mayores, se envió inmediatamente a numerosos establecimientos científicos de Europa y los Estados Unidos. A principios de 1888, trece de ellos habían accedido a establecer el canje de sus respectivas publicaciones, como el Instituto Geodésico de Berlín, el Observatorio Imperial de Constantinopla, el Observatorio Nacional y la Sociedad Astronómica de Francia y la Geological Survey de Washington.66
Para la década de 1890, la SCAA ya había alcanzado un prestigio considerable en los ámbitos local e internacional, pues sus fundadores se insertaron tempranamente en la práctica de las ciencias, dentro de las instituciones que mencionamos, en donde se desempeñaron como científicos profesionales.67 Por ejemplo, Rafael Aguilar y Santillán trabajaba en el Instituto Geológico; Guillermo Beltrán y Puga, en el Observatorio Astronómico; Jesús Galindo y Villa, en el Museo Nacional; y Alfonso L. Herrera lo hizo en el Instituto Médico Nacional y posteriormente fundó la Comisión de Parasitología Agrícola.
Como es de suponer, dieron a la imprenta sus investigaciones en las Memorias…, cuya calidad, de acuerdo con Aguilar y Santillán, fue justipreciada en el exterior. Según su testimonio, “los trabajos de cierta originalidad e importancia, [que ahí se publicaron], habían sido acogidos con gran aprecio en el extranjero, en donde, en repetidas ocasiones […] habían sido traducidos, reproducidos o citados con encomio”.68
Por otra parte, desde 1880 la revista publicaba escritos inéditos de miembros extranjeros como los profesores Cockerell del Colegio de Nuevo México, Favaro de la Universidad de Padua, Pizzeti de la Universidad de Génova, el ingeniero de minas Darapsky de Santiago de Chile, el inspector Montessus de la Escuela Politécnica de París y De Vries de la Sociedad Entomológica de Holanda, entre otros. Además, algunos de los socios corresponsales solían reportar su afiliación a la Sociedad Alzate en los trabajos que publicaban en otras revistas.69 Un gesto que revelaba su creciente reputación a nivel global, ya que representaba un reconocimiento al valor de las Memorias, al tiempo que proporcionaba visibilidad y prestigio internacional a la asociación. Pero más allá de ello, la traducción, reproducción y referencias de los trabajos de los miembros de la SCAA que aparecieron en publicaciones foráneas, y la impresión de estudios extranjeros en las Memorias…, son signos inequívocos de la conexión de la ciencia mexicana con las redes científicas metropolitanas.70
Para explicar sus implicaciones, es útil retomar el concepto de “vectores de ensamblaje” de David Turnbull, quien lo define como el conjunto de elementos constitutivos de las prácticas científicas de una localidad, tales como su estructura social e institucional, sus capacidades científico-técnicas, sus prácticas, teorías y estrategias sociales, entre otros elementos, que mantienen vínculos dinámicos tanto en el interior como en el exterior de su espacio territorial.71
En México los vectores de ensamblaje se fortalecieron durante el Porfiriato, gracias a la creación de las instituciones científicas y los estímulos mencionados, que facilitaron la multiplicación de sus nexos con las capitales científicas -europeas y norteamericanas-, donde se implementaban proyectos de investigación de carácter global. De esta manera, los vectores locales cumplían la función de sostener la conexión de la ciencia mexicana con las redes metropolitanas, justo en el momento en que se consolidaba el “sistema científico internacional”, en el que la ciencia de aquellas capitales comportaba una considerable autoridad epistémica.72 Si sumamos a ella el enorme poder político y económico que detentaban los países donde se situaban los nodos de aquellas redes, es fácil reconocer su prerrogativa para prescribir algunos de los objetivos y metas de las instituciones científicas mexicanas.
Los miembros de la SCAA en el horizonte de la ciencia global
Como es de suponer, el tránsito de la ciencia mexicana a las redes científicas globales llevaba implícita la adopción del canon científico europeo, que se estaba extendiendo localmente a través de las instituciones educativas y de investigación, así como mediante la circulación de los impresos locales y foráneos, entre los que se contaban las Memorias de la SCAA. El papel de la asociación en este asunto fue distintivo, pues tanto las prácticas científicas de los socios, como sus intervenciones dentro de la esfera pública, se distinguieron como paradigmas del ethos científico metropolitano.
Aunque los ejemplos de lo anterior son abundantes y variados, podríamos recurrir al texto de Mariano Leal, “La rueda salomónica y la previsión del tiempo”, donde expresa uno a uno los principios y valores de la ciencia de su tiempo, que compartía con sus consocios:
Queda, pues, en pie el principio de que los pronósticos a largo plazo no pueden hacerse aún sino fundándose en semejanzas con años anteriores; mientras que se descubren las leyes inmutables que rigen los movimientos atmosféricos y entretanto llega ese día tan deseado, para cuyo logro apenas empezamos a sentar las bases: todos los que deseen obtener datos seguros y contribuir a que se obtenga ese desideratum de todo agricultor, deben observar diariamente, anotar en registros apropiados sus observaciones hechas concienzudamente y en instrumentos adecuados a su objeto; y después de largos trabajos discutidos con calma y sin preocupación, habrán prestado un importante servicio a la ciencia, a sus descendientes y a la humanidad; servicio que por falta de elementos desarrollados a su tiempo, no podemos disfrutar por ahora sino de una manera vaga y fundándonos en los trabajos de unos cuantos que desinteresadamente han trabajado para que algún día se forme un cuerpo de doctrina y se reduzcan esas leyes inmutables a que antes hemos hecho referencia.73
De hecho, se trataba de valores compartidos en la SCAA, en cuyas Memorias se advierte la tendencia a privilegiar la investigación experimental; la enunciación de los resultados en un lenguaje riguroso y frecuentemente expresado matemáticamente, con acento en la exactitud y la precisión instrumental; por no insistir en la manifestación explícita de sus fundamentos teóricos y metodológicos. Además, con frecuencia se aludía a valores de carácter ético, como “el libre acceso a los bienes científicos”, que deberían gozar todos los individuos; el desinterés, que orientaría el quehacer de los hombres de ciencia a actuar en beneficio de una empresa científica común y el escepticismo organizado, con referencia al escrutinio crítico que debía preceder a la validación de las afirmaciones científicas.
Evidentemente tales principios y valores regían las actividades de la ciencia institucionalizada, en cuyo entorno se desenvolvía y participaba la SCAA, y fue precisamente esta circunstancia la que le confirió un significado distinto a la corporación, respecto a las asociaciones que la precedieron. Pues, como señalamos, sus miembros formaban parte de un grupo de profesionistas especializados, dedicados a la enseñanza y al ejercicio de la ciencia y de la técnica, para quienes la Alzate no representó la única opción institucional para practicar sus vocaciones científicas. Tampoco se significó como un espacio para compartir una afición, como algunas de las asociaciones del pasado, sino aquél que alimentaría la incipiente profesionalización de la ciencia mexicana, para proyectarla al mundo y ensanchar el potencial local, mediante la apropiación de las innovaciones producidas en Europa y los Estados Unidos y su paulatino adelantamiento.
Ejemplo de lo anterior son los reconocimientos de los corresponsales foráneos a la asociación que referimos, en los que iban implícitos los que correspondían al potencial tecnocientífico del país. Pero también fueron significativas las distinciones que recibieron algunos de sus miembros, como Joaquín de Mendizábal y Tamborrel (1852-1926),74 quien en 1891 publicó sus nuevas tablas de logaritmos,75 que Aguilar calificó como “el primer trabajo de esta naturaleza con que México cuenta”.76 El valor de las Tablas debió ser significativo para sus usuarios, toda vez que en 1890 las Memorias de la SCAA publicaron una lista de 20 suscriptores -todos europeos- para su adquisición,77 y tres años después recibió un galardón en la Exposición Mundial Colombina, que se celebró en Chicago.78
Aunque fue de mayor entidad el primer premio que otorgó el Instituto Smithsoniano a los socios Alfonso Luis Herrera y Daniel Vergara-Lope en 1895, por una investigación de fisiología de la respiración, que contradecía los resultados de las que habían realizado los franceses, cuyas conclusiones establecían que la altitud disminuía la capacidad intelectual de los humanos.79 Para refutar esto, Herrera y Vergara estudiaron teóricamente las planicies, geografía médica, la fisiología animal y los fenómenos de adaptación; además correlacionaron experimentalmente las mediciones altitudinales y antropométricas con la fisiología cardiaca, respiratoria y la hematología, sobre las bases teóricas y experimentales de vanguardia; analizaron, asimismo, el fenómeno de la poliglobulia en función de las variaciones de altitud y concluyeron que las expresiones de los galos eran erróneas.80
En lo que concierne al significado de los reconocimientos señalados, consideramos que se trata de sólidos indicadores del tránsito de la ciencia mexicana en las redes científicas globales. Pues en ambos casos se advierte tanto el conocimiento de la literatura especializada foránea, como la capacidad de hacer contribuciones significativas en los respectivos campos disciplinares, en el mismo nivel epistémico que sus pares del extranjero.
Por otra parte, y en cuanto al papel que desempeñó la SCAA en el desarrollo científico del país, consideramos que su biblioteca tuvo una influencia considerable. Como señalamos, a lo largo de los años había conformado un importante acervo de libros y revistas especializado en ciencias, que sirvió para los estudios de sus miembros y se abrió a la consulta del público en general.81 Caracterizada como una de las más vastas en la República en cuanto a “colecciones y monografías modernas de las ciencias físicas, matemáticas, naturales y geográficas”, se convirtió en el repositorio de las últimas novedades científicas del mundo.82 Con ello, puso a la mano de sus usuarios recursos epistémicos de talla internacional, mismos que fortalecieron el aparato institucional del Porfiriato y contribuyeron a la consolidación de la ciencia profesional en México, no menos que a la afirmación de su autoridad epistémica en el entorno social. Y también fue, en otro sentido, la prueba material del creciente prestigio de la asociación, como puede advertirse en el aumento sostenido de sus acervos y en su ascendente internacionalización (véanse la Gráfica 1 y los Cuadros 2 y 3).
Fuente: basada en los informes anuales para los años respectivos de 1885, 1887-1888, 1890-1891, 1895, 1902, 1910-1913, 1930 y 1944 publicados en las Memorias y Revista de la Sociedad Científica “Antonio Alzate”. El incremento en los años en los que faltan datos se calculó utilizando la media de volúmenes recibidos entre los años con los que se cuentan registros
América del Norte | 186 |
América del Sur | 70 |
África | 7 |
Asia | 12 |
Australasia | 18 |
Europa | 361 |
Total | 654 |
Fuente: basada en Sociedad Científica “Antonio Alzate”, “Lista de las Sociedades, Institutos y Publicaciones de la República Mexicana, con las cuales está en relación la Sociedad Científica ‘Antonio Alzate’”, Revista Científica y Bibliográfica, 1902; Sociedad Científica “Antonio Alzate”, “Lista de las Sociedades, Academias e Institutos corresponsales en el Extranjero”, Revista Científica y Bibliográfica, 1902
Francia | 99 |
Estados Unidos | 93 |
México | 74 |
Italia | 68 |
Alemania | 38 |
Argentina | 26 |
Austria-Hungría | 26 |
Bélgica | 21 |
España | 16 |
Rusia | 13 |
Fuente: basada en Sociedad Científica “Antonio Alzate”, “Lista de las Sociedades, Institutos y Publicaciones de la República Mexicana, con las cuales está en relación la Sociedad Científica ‘Antonio Alzate’”; Sociedad Científica “Antonio Alzate”, “Lista de las Sociedades, Academias e Institutos corresponsales en el Extranjero”
En este punto es importante recordar que, aunque la Sociedad Científica “Antonio Alzate” definió sus objetivos en un amplio abanico disciplinar, siempre sostuvo su inclinación por el estudio de las ciencias exactas, que habían adolecido de una parca publicidad en las asociaciones que la precedieron. Y aunque no logró que aquéllas ocuparan un espacio significativo en las Memorias antes del siglo XX,83 durante el periodo aquí considerado se incluyeron estudios de matemáticas, física, biología, geología, sismología, radiación solar, climatología y geodesia, entre otros temas de actualidad, analizados con los más modernos enfoques teóricos y metodológicos.
Un caso especialmente iluminador es el de la biología, pues mientras la SMHN y el Instituto Médico Nacional desarrollaban sus investigaciones sobre los cimientos de la Historia Natural, los socios de la Alzate, como miembros de una nueva generación, emprendieron investigaciones con el soporte de la nueva ciencia biológica.84 En el campo disciplinar emergente destacaron los estudios del socio Alfonso Luis Herrera (1868-1942) sobre el origen de la vida, que llamaron la atención de Aleksandr Oparin (1894-1980), con quien mantuvo correspondencia años después.85 El interés del último en los estudios del mexicano se sustentaba en la coincidencia de sus teorías, pues ambos propusieron que el origen de la vida se encontraba en la evolución de las moléculas orgánicas: Herrera lo hizo con base en la plasmogenia en 1910,86 y Oparin, mediante experimentos bioquímicos en la década de 1920.87
Como puede advertirse, la SCAA se significó por su intención de posicionarse públicamente en la práctica científica de vanguardia, al tiempo que perseveraba en sus esfuerzos para internacionalizarse. En este último punto, había una coincidencia con las políticas públicas de Díaz en el campo de la diplomacia y en el de la economía, que buscaron prestigiar al gobierno y estimular la integración de México en los mercados internacionales, al tiempo que se impulsaba su modernización. Como mencionamos, ésta última comportaba innovaciones tecnocientíficas reconocibles principalmente por los ingenieros, mientras que el resto de la población no fue ajeno a la transfiguración del entorno natural y cultural que de ellas emanó.
Ese potencial de trasformación fue espectacularmente visible en las ferias internacionales, donde se exhibían las últimas innovaciones tecnológicas en diversos ramos industriales, materias primas provenientes de los países participantes y algunos de sus productos científicos.88 Como señalamos, México participó en varias ferias internacionales, donde al lado de las materias primas de mayor interés comercial, se exhibieron los productos científicos institucionales y de la esfera pública, cuyo valor epistémico fue reconocido por jurados especializados.89 La primera incursión de la SCAA en estas muestras fue en la Exposición Universal de París en 1889, que le valió una medalla de bronce de parte del jurado del certamen por un producto que no hemos podido identificar y una condecoración concedida por el presidente Porfirio Díaz (1891).90 Mientras que la medalla reconocía el trabajo de la Alzate como un producto valioso para la ciencia global, la segunda no tenía mayor relevancia en términos de mérito científico, pues todos los participantes mexicanos las recibieron. Aunque para la Alzate significaba el reconocimiento oficial del desempeño de una asociación que apenas tenía siete años de haber sido fundada.
A partir de entonces su autoridad epistémica y liderazgo en la comunidad científica local y foránea comenzó a expresarse en actos de mayor significación. Nos referimos a la participación de la SCAA en reuniones y congresos internacionales -ya fuera como cuerpo organizado, o de manera individual-, en los que se ponía de manifiesto la afiliación del país a las redes científicas de su tiempo y coadyuvaba a sustentar el prestigio que había alcanzado Porfirio Díaz en el exterior. En este rubro destacó el XI Congreso Internacional de Americanistas (1895), que se celebró por primera vez en el continente americano y tuvo lugar en la ciudad de México. La obtención de la sede, frente a las propuestas de otros países latinoamericanos, manifestó la estima que había adquirido la ciencia mexicana en los últimos años, mediante las investigaciones del aparato institucional y de la esfera pública.91
En cuanto al liderazgo de la SCAA en la organización de reuniones científicas, es trascendente su iniciativa para celebrar el Congreso Meteorológico, que se verificó entre el 1 y 3 de noviembre de 1900 en la ciudad de México, como uno de los proyectos más caros de la corporación.92 Además de éste, la SCAA fue instrumental para la celebración del X Congreso Internacional de Geología en 1906,93 el Congreso Internacional de Americanistas de 1910 y el Primer Congreso Científico Mexicano de 1912, entre otras reuniones académicas.
El protagonismo de la SCAA en los congresos científicos mencionados recibió el espaldarazo del gobierno, a través del subsidio de sus actividades y la publicación de las memorias. La inauguración de sus actividades por lo regular estaba a cargo de altos funcionarios gubernamentales e incluso por el primer mandatario. Así, el Congreso Meteorológico de 1900 fue inaugurado por el secretario de Fomento, Manuel Fernández Leal;94 el X Congreso Geológico Internacional de 1906 por el presidente Porfirio Díaz y algunos secretarios de Estado como Ignacio Mariscal, Ramón Corral y Justo Sierra, entre otros.95 Después del estallido revolucionario, correspondió al presidente Francisco I. Madero el apoyo económico y la apertura del Primer Congreso Científico Mexicano de 1912.
Este último, considerado por Trabulse como el acontecimiento que marca el fin de la ciencia porfiriana,96 se celebró del 9 al 14 de diciembre, bajo la presidencia del médico Alfonso Pruneda y un total de 252 personas inscritas. Se presentaron 93 trabajos y 4 conferencias de las diversas disciplinas que se desarrollaban en el país, como matemáticas, física, ciencias naturales, ciencias aplicadas, geografía, historia, arqueología, filosofía, sociología, lingüística y filología, entre otras.97 Además de sus contenidos epistémicos, los trabajos coincidieron en la demanda de promover la protección y enseñanza de las ciencias; la creación de nuevos institutos, museos, cátedras, laboratorios y demás organismos destinados a la investigación científica profesional. En pocas palabras, reivindicaron la necesidad de políticas que respaldaran con mayor eficacia el ejercicio de la ciencia como una práctica profesional para beneficio local, pero también de impacto global.
Por otra parte, los congresistas manifestaron en sus trabajos no sólo el dominio de los contenidos epistémicos de vanguardia, sino la capacidad de analizar aquéllos de carácter específicamente local mediante las teorías, cánones y normas de la ciencia “universal”. Al exaltar la función social de la ciencia para el progreso moral y material de la sociedad mexicana y ennoblecer la vocación científica y sus prácticas como productos del talento individual y del arduo esfuerzo colectivo de investigación, expresaron también su adhesión al ethos de la ciencia global, que se había venido arraigando en México.
Conclusiones
Como hemos venido señalando, desde el siglo XVII los intelectuales reconocieron el valor del intercambio de conocimientos fuera de sus localidades para difundir sus investigaciones y mantenerse al corriente de los avances realizados en otras latitudes. De modo que las asociaciones cultas hicieron de sus publicaciones el medio sine qua non de la comunicación científica.
En el siglo XVIII ésta se hizo más apremiante en las capitales imperiales, debido a las demandas que resultaban de su expansión hacia nuevos territorios y las que exigían la consolidación y propagación de la Revolución Industrial. Entretanto, en los países coloniales y postcoloniales como México se había reconocido el valor de la ciencia para incentivar el progreso material y se fomentaban diversas prácticas científicas, así como la difusión de la ciencia europea en las aulas y medios impresos.
No obstante, los conocimientos producidos localmente y difundidos a los centros científicos foráneos a través del Boletín de la Sociedad Mexicana de Geografía y Estadística parecieron haberse mantenido intocados en sus estanterías, si nos atenemos a los juicios del Instituto de Francia de 1864. Aunque también hay suficientes indicios en la literatura europea para advertir que algunos intelectuales y políticos los conocieron y encontraron datos en los estudios mexicanos para apetecer el potencial extractivo del país.98 La prueba más contundente de ese apetito corresponde, sin lugar a duda, a la Commission Scientifique du Mexique, organizada con el objeto de localizar recursos naturales aprovechables, entre otros fines de mayor entidad política.99
Aquí no hay que perder de vista que en esos años se aceleraba la expansión global del capitalismo y con ella, la universalización del ethos de la ciencia occidental. En ese sentido, los textos, artefactos e instrumentos de las prácticas científicas metropolitanas operaron como vectores de trasmisión de sus cánones y objetivos hacia otras geografías. Al tiempo que maniobraban en sentido contrario, para la apropiación y ensamblaje de los conocimientos tradicionales y modernos de los últimos espacios en las redes científicas globales. En otras palabras, la universalización del ethos implica tanto su expansión de las metrópolis hacia los países coloniales y postcoloniales, como su asimilación por parte de los últimos y el incremento de sus iniciativas para integrar sus productos científicos en el patrimonio “universal” de las ciencias.
De manera que el interés de los organismos internacionales por las Memorias de la Sociedad Alzate debe interpretarse en términos del tránsito del conocimiento local hacia otras latitudes, para su eventual incorporación al dominio de la ciencia “universal”. Las Memorias contienen evidencias numerosas de este proceso, fácilmente reconocibles en las investigaciones de carácter global como la meteorología, geografía, geología, sismología, radiación solar y geomagnetismo, entre otras, donde los resultados de cada localidad tienen un alto valor epistémico. De modo que podemos concluir señalando que la amplia propagación de la revista es una prueba fehaciente de la expansión de las prácticas locales en el entorno global, así como de la asimilación de los cánones y la ideología de la ciencia metropolitana.