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Relaciones. Estudios de historia y sociedad

versión On-line ISSN 2448-7554versión impresa ISSN 0185-3929

Relac. Estud. hist. soc. vol.45 no.177 Zamora ene./mar. 2024  Epub 05-Abr-2024

https://doi.org/10.24901/rehs.v45i177.1005 

Sección temática

“Es delito ser Punk”: marginación, razzias y control al movimiento Punk mexicano en sus imaginarios

“It’s a crime to be Punk”: marginalization, razzias and control of the Mexican Punk movement in its imaginaries

Bianca Ramírez Rivera1 
http://orcid.org/0000-0002-7555-3705

José Manuel Cardoso Sánchez2 
http://orcid.org/0000-0003-1006-9709

1University of Groningen b.p.ramirez.rivera@rug.nl

2Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora manurealoz@gmail.com


Resumen

El movimiento Punk, llegó a México a finales de la década de los 70’s y principios de los 80’s, se concentró en territorios históricamente marginados, como la periferia del entonces Distrito Federal y el Estado de México. El contexto socioeconómico, el proceso de urbanización y la estigmatización hacia los espacios de socialización de las juventudes, fueron el terreno fértil que permitió la llegada del Punk a esa zona del país y que se expresó en los imaginarios y la memoria de sus protagonistas. No obstante, dada la estética e ideario del movimiento, sus miembros fueron sometidos a prácticas de violencia y represión, lo cual es recordado en sus relatos.

A través del testimonio de sus protagonistas y las investigaciones que se han realizado al respecto del movimiento, nos proponemos diseccionar sus particularidades y la representación que hicieron de las violencias que atravesaron quienes se identificaban como punks, dentro de las que destacaremos la estigmatización y las razzias como un mecanismo punitivo desde el Estado.

Palabras clave: Punk; Razzias; Represión; Marginación; Imaginarios

Abstract

The Punk movement arrived in Mexico in the late 70's and early 80's and concentrated in historically marginalized territories, such as the periphery of the former Distrito Federal and the Estado de México. The socioeconomic context, the urbanization process, and the stigmatization towards youth socialization spaces were the fertile ground that allowed Punk to arrive in that area of the country and which was expressed in the imagination and memory of its protagonists. However, given the aesthetics and ideology of the movement, its members were subjected to practices of violence and repression, which are remembered in their stories.

Through the testimony of its protagonists and the research that has been carried out regarding the movement, we aim to dissect its particularities and the representation they made of the violence that those who identified themselves as punks went through, within which we will highlight stigmatization and the razzias as a punitive mechanism from the State.

Keywords: Punk; Razzias; Repression; Marginalization; Imaginary

Introducción

El periodo entre las décadas de 1970 a 1980 vio la consolidación de la mole urbana que el entonces Distrito Federal1 y el Estado de México formarían en el centro del país. El sostenido proceso de industrialización, así como los flujos migratorios de otros estados hacia la ciudad, potenciaron el crecimiento de la mancha urbana, aunque no con ello la equidad en las condiciones entre los distintos mosaicos que conformaron esta zona del país.

Este proceso de metropolización trajo consigo el asentamiento, regular e irregular, de poblaciones al margen de los grandes centros de trabajo y socialización. Particularmente en las áreas que conectaban al Distrito Federal con el Estado de México, se crearon zonas de marginalidad, donde las familias que no podían permitirse adquirir una vivienda en otras zonas de la ciudad formaron parte de estas colonias y barrios periféricos.

A esto lo acompañó un proceso de estigmatización contra esos espacios y sus habitantes, donde se enfatizaban las condiciones de pobreza de sus pobladores y se les designaba como “peligrosos” o “inseguros.” Especialmente, los jóvenes fueron objeto de dicha estigmatización y, en muchas ocasiones, violencia por parte de las policías locales. Los jóvenes de la periferia se conglomeraban en grupos o facciones que tomaron el espacio público como su lugar de socialización, provocando que las fuerzas de seguridad buscasen limitar su margen de acción. Y si a ello se suma que el delito de pandillerismo fue adicionado al Código Penal del Distrito Federal desde 1968 (Vargas, 2003), puede entenderse bajo qué preceptos jurídicos se respaldó su represión.

Si ser joven y vivir en estos cinturones marginales eran suficiente razón para las policías para vigilarlos y violentarlos, ahora piénsese en aquellos jóvenes que abiertamente desafiaron el orden que se pretendía imponer. El Punk como género musical fue introducido en México a finales de 1970, gracias a la importación que clases medias y altas realizaron de su música y cánones estéticos. No obstante, su esencia contestataria encontraría su nicho de mayor popularidad en los sectores marginales, para quienes el mensaje de sus canciones, su estética poco convencional y su ideario de Do-It-Yourself significarían una revolución en su forma de pensar y socializar.

Dada la estética e ideario del movimiento, las fuerzas de seguridad intensificaron su atención hacia los jóvenes que identificaron como miembros de las distintas bandas, y los intentaron someter a su control a través de prácticas de represión. Los enfrentamientos con las policías locales fueron frecuentes, dando origen a la represión del movimiento por medio de razzias en las colonias y barrios donde socializaban, y en las cuales no se diferenciaba entre una banda punk u otra, diseminando indiscriminadamente detenciones arbitrarias, saqueos o torturas.

Este texto forma parte de un trabajo más amplio que busca comprender el movimiento Punk mexicano, sus prácticas y sus experiencias al habitar la ciudad, así como su ideario y su postura política, particularmente en un momento en que México experimentaba problemas económicos y políticos que también se expresaron en una dimensión sociocultural. Estos elementos configuraron un conflicto donde la ciudad no sólo fue el escenario sino el objeto de disputa, lo cual implicó que tanto los jóvenes como las fuerzas policiales se convirtieran en actores dentro de esta pugna. Es así como la represión y la resistencia se vuelven parte de los imaginarios y las representaciones de las personas, elementos que tienen sus manifestaciones concretas en relatos o expresiones artísticas.

Al mismo tiempo, es necesario destacar cómo la fragmentación urbana ocurrió a partir de procesos que inician en diferentes puntos de la historia, pero culminan en la configuración de espacios vividos por los residentes que tienen un impacto en sus prácticas y sus formas de pensar. No sólo hay cambios en el aspecto material, en sentido estricto, sino también en las dimensiones simbólicas o inmateriales, y que pueden notarse en lo que Giménez (2013) denomina “ciudad sociopolítica” y “ciudad de la gente".

En este artículo exploraremos las particularidades del movimiento Punk mexicano y las violencias que lo atravesaron, a través de relatos de sus miembros, testimonios que no sólo hablan de las razzias y la represión, sino de algunas prácticas urbanas que dan cuenta de su forma de habitar la ciudad. Por ello, nos centramos en aquellos grupos que se asentaron en la zona centro del país, es decir, el Distrito Federal y el Estado de México, y en la primera ola del movimiento, esto es, el proto-Punk de 1979 a 1984. A diferencia de las etapas posteriores a 1984, donde el movimiento se consolida y alía con representaciones artísticas y políticas propias -en particular el anarquismo-, el proto-Punk es un periodo de configuración y exploración, en el que sus integrantes comenzaron a sentar las bases a través de influencias artísticas del exterior y la experiencia colectiva de vivir en los márgenes de la sociedad. En ese sentido, una gran porción de las obras dedicadas al movimiento (Feixa, 1999, 2021; Valenzuela, 1997; López-Cabello, 2013; Poma y Gravante, 2016) lo analizan a partir de su etapa de consolidación, por lo que este trabajo busca abonar al estudio del Punk en México al centrarse en este primer momento que, aunque pareciese caótico, aporta a conocer a los actores y espacialidades desde las que emerge.

Para ello, en un primer bloque haremos una descripción general de las condiciones que propiciaron la creación de la periferia urbana del centro del país. Posteriormente, hablaremos de la relación entre el espacio urbano, los imaginarios y la importancia de la Historia Oral para la comprensión de estos fenómenos. Para finalizar, planteamos algunas características propias del movimiento, la emergencia de las distintas bandas que lo conformaron y sus relatos en torno a las violencias que acompañaron su desarrollo. En el último bloque, ofreceremos algunas consideraciones finales.

El contexto: la fragmentación urbana y las violencias

Aunque en las primeras décadas del siglo XX México continuaba siendo un país mayoritariamente rural, será la etapa del “desarrollo estabilizador” lo que marcará una disminución importante de la población rural y un proceso de metropolización. Si nos concentramos en el centro del país, eso significó la incorporación de varios municipios del Estado de México y el Distrito Federal para formar una zona metropolitana con un desarrollo desigual y que fragmentó el espacio al crear una periferia; es decir, espacios precarios que generan múltiples estrategias para habitar esos lugares y hacer ciudad (Unikel, 2016; Lindón y Mendoza, 2015).

La fragmentación urbana se explica a partir de múltiples procesos que confluyeron para configurar diversas formas de habitar y experimentar el espacio urbano. Si bien, la fragmentación puede referirse a una metáfora para ilustrar la segregación y la exclusión de los pobres en un sitio delimitado físicamente, lejano y/o separado de aquellos donde viven las clases medias o altas, este concepto debe complejizarse, pues a menudo son “presentados como generadores de impactos que van en una misma dirección” (Duhau, 2008, p. 199). Sin embargo, la realidad nos plantea pensarla como un proceso de integración/desintegración y de inclusión/exclusión con mecanismos dirigidos en varias direcciones, donde se deben considerar no sólo los espacios físicos, sino la división residencial y los patrones de consumo (Duhau, 2008), entre otros elementos.

En el caso del área metropolitana del Distrito Federal podemos ubicar varios factores. En primer lugar, el establecimiento de las industrias en unos cuantos puntos del territorio tuvo impacto en algunas delegaciones de la Ciudad de México y municipios del Estado de México, pues no sólo atrajo a la población desde el campo, sino que llevó a un incremento de los habitantes en las zonas aledañas de los focos industriales. El crecimiento exponencial de las entonces delegaciones Gustavo A. Madero y Azcapotzalco, y municipios como Naucalpan, Tlalnepantla y Ecatepec, se explican en parte por este fenómeno (Unikel, 2016).

En segundo lugar, el área metropolitana “se estructuró según la distribución [del] ingreso: los fraccionamientos privilegiados se concentraron al poniente y al sur; el norte y oriente se reservaron a las colonias proletarias” (Moreno, 1989, p. 153). La estabilidad económica permitió a las clases medias un poder de compra que se reflejó en la adquisición de casas en nuevos fraccionamientos, como Satélite y Bosque de Echegaray; mientras, los terrenos ubicados en el oriente, como Iztapalapa, Iztacalco o Chimalhuacán, fueron para los sectores populares y obreros, pues la calidad de los terrenos y la carencia de agua potable dificultaban las inversiones inmobiliarias y la calidad de vida (Buchhofer y Aguilar, 1983; Moreno, 1989; Bassols y Espinosa, 2011).

Otro factor fue la política urbana y de vivienda que desarrollaron los diferentes órdenes de gobierno a través de los sexenios. El Estado mexicano tuvo una política que osciló entre beneficiar a las clases medias y grupos afines al régimen, construyendo complejos habitacionales como el Multifamiliar Miguel Alemán o Nonoalco-Tlatelolco (Buchhofer y Aguilar, 1983; Moreno, 1989; Franco, 2018); la regularización de terrenos y la represión hacia nuevas invasiones (Moreno, 1989; Bassols y Espinosa, 2011), olvidando a “los pobres urbanos” que no representaban un atractivo político clientelar (Montaño, 1976).

En este sentido, a finales de los años setenta e inicios de los ochenta, los municipios conurbados y el Distrito Federal representaban un espacio donde la marginalidad se expresaba espacialmente, tanto física como en las relaciones sociales que la componían, y que se agudizó a partir de procesos políticos y económicos. En el primer caso, la persecución y la represión a los movimientos estudiantiles y a los grupos políticos tuvo consecuencias en las formas de organización juveniles, tanto en la creación de agrupaciones clandestinas, como en la presencia de estudiantes en las colonias populares, la cooptación de algunos por los partidos políticos afines al régimen o el retiro de algunos de ellos de la protesta y la movilización (Bennett y Bracho, 1993; Zolov, 2009; Moreno, 2019).

En cuanto al aspecto económico, en el mismo periodo se experimentaron una serie de crisis económicas que obligaron a los diferentes gobiernos a tomar decisiones en torno al gasto público y la participación del Estado en la economía. Sin embargo, la combinación de factores externos como el aumento de las tasas de interés, con factores internos, como la baja productividad de las industrias y el aumento de la deuda pública, provocaron que los resultados no fueran los esperados, pues el ingreso per cápita se estancó, el salario real creció debajo de la inflación y aumentó el desempleo (Whitehead, 1980; García y Serra, 1984; Ángeles, 2014; Cabrera, 2014).

Según el X Censo General de Población y Vivienda 1980, los municipios de Nezahualcóyotl, Ecatepec, Naucalpan y Tlalnepantla -importantes en el surgimiento del movimiento punk en el área metropolitana del entonces Distrito Federal-, concentraba la mayor cantidad de población del Estado de México y contaban con el mayor número de jóvenes de la entidad, pero también sus habitantes mantenían condiciones precarias de vivienda: entre 5 y 6 habitantes en promedio por vivienda, un número significativo de casas construidas con láminas de asbesto y cartón, sin drenaje, luz o agua potable (Instituto Nacional de Estadística y Geografía [INEGI], 1986; Unikel, 2016; Messmacher, 2000). Por lo tanto, las experiencias en torno a este espacio urbano se convirtieron en un aspecto importante para la juventud, pero particularmente para los jóvenes de la periferia urbana del Distrito Federal, pues la marginalidad fue un aspecto característico en su forma de vivir la ciudad.

Marginalidad, violencia e imaginarios

De acuerdo con Lomnitz, la marginación se refiere a un proceso estructural donde un grupo aislado del sistema de producción industrial se encuentra “al margen de los procesos económicos y políticos oficiales” (Lomnitz, 1975, p. 17), en respuesta a ello, los grupos apelan a sus redes de relaciones sociales para hacer frente a los problemas económicos de una economía informal y fuera de la tutela del Estado.

Para Wacquant (2001), el Estado es uno de los principales motores de estratificación, pues impulsan o impiden el acceso a ciertos servicios, bienes o ingresos, lo cual constituye este proceso como parte de los aspectos estructurales para reproducir una nueva marginalidad. Recordemos que el Estado mexicano benefició -sin dejar de lado los cambios en sus políticas y la constante negociación con las organizaciones obreras- a los trabajadores de ciertas industrias, siempre y cuando se mantuvieran en coincidencia con las decisiones del régimen, excluyendo a campesinos, indígenas o trabajadores no organizados o del sector informal (Barba, 2018).

Esto implica una serie de violencias que provienen desde arriba en contra de algunos sectores de la población. A decir de Wacquant (2013) esta se ejerce a través de tres componentes: el desempleo masivo a través de la desproletarización, la relegación de las personas a los barrios desposeídos y la estigmatización. Para efectos de este trabajo nos concentraremos en este último punto, el cual tiene relación directa con los imaginarios.

Los imaginarios son “estructuras de sentido, esquemas de interpretación de la realidad, generados social e intersubjetivamente y compartidos por grupos sociales, en cada sociedad en momentos determinados, que permiten entender el mundo y proporcionan bases y significados para movernos en él” (Girola, 2020, p. 94).

En el caso de los jóvenes, distintos imaginarios se reprodujeron a partir de la prensa y el cine, así como algunos mecanismos culturales para difundir ideas. La imagen de la juventud como un sector manipulable con tendencias al desorden, los convirtió en delincuentes y víctimas de las condiciones económicas y sociales (Barbosa, 2019; Rojas, 2019). Además, debe considerarse la estigmatización de los jóvenes a partir del movimiento estudiantil y formas de sociabilidad como las bandas, donde claramente había una división entre aquellos provenientes de los sectores populares, calificados por su entorno socioeconómico, mientras quienes venían de clases medias eran fruto de una desorientación factible de ser reencaminada (Luna, 2022).

Para finales de los setenta, podemos decir que existe un continuum en la estigmatización de los jóvenes de sectores populares, lo que provocó una presencia constante de la policía en algunos espacios ante las preocupaciones gubernamentales por la delincuencia, los vicios y las quejas de algunos grupos de la sociedad por la mala imagen que representan. Formas de socialización como “las pandillas” o grupos juveniles fueron duramente señalados, espacios como las pulquerías o centros nocturnos eran clausurados constantemente, o prácticas “impúdicas” como la prostitución o el homoerotismo reprimidas y perseguidas (Rodríguez, 2018; Rojas, 2019; Luna, 2022).

La estigmatización sobre los jóvenes y sus manifestaciones estéticas y artísticas continuaron a lo largo de todo este periodo. La prensa habló de los espacios y las formas de socialización de las juventudes, tales como las esquinas, las tocadas, los cafés cantantes, las bandas juveniles como “Los Panchitos”, el rock, o los festivales musicales como Avándaro (Moreno, 2019), todas ellas peligrosas para la sociedad mexicana. El movimiento Punk no escaparía de esa dinámica.

Esto resulta relevante pues los imaginarios sobre los jóvenes, así como las prácticas de represión, tuvieron influencia en la forma en que el Punk pensó la ciudad, tanto su entorno inmediato, como el actuar del Estado respecto a sus integrantes. Y es que el “control del imaginario social, de su reproducción, de su difusión y de su manejo asegura, en distintos niveles, un impacto sobre las conductas y actividades individuales y colectivas” (Baczko, 1999, p. 30), lo que dota a la ciudad de una carga simbólica que proyecta los imaginarios en el espacio urbano.

Sin embargo, en tanto que la forma de experimentar la ciudad, la marginalidad y la violencia de las fuerzas de seguridad, es un flujo de vivencias constantes, el imaginario necesita de formas para expresarse, elementos concretos como los símbolos, actos estéticos, relatos, entre otras prácticas para ser aprehendido (Bruner, 1986; Vergara, 2015). Es en los testimonios de aquellos miembros del movimiento donde podemos analizar sus experiencias.

A diferencia de los registros escritos, las fuentes orales permiten sumergirse en la experiencia de los actores a través de su percepción de la realidad, en la que ficción y testimonio se entretejen para crear un relato con una cohesión y lógica que siempre serán personales. De acuerdo con Portelli, “el relato y la memoria pueden incluir materiales compartidos con otros, pero quien recuerda y quien relata son siempre individuos que asumen la tarea de recordar y la responsabilidad de contar” (Portelli, 2007, p. 14). La oralidad, en ese sentido, conmina a acercarse a los procesos históricos desde la percepción que dichos eventos imprimieron en quienes los vivieron.

Si bien la historia de la contracultura cuenta con valiosas fuentes para su análisis, como publicaciones independientes, comunicados, repositorios musicales y otras expresiones artísticas, el testimonio de quienes la forjaron resulta vital para comprender su naturaleza y evolución. Particularmente para el periodo que interesa a este trabajo, se ha decidido priorizar la percepción de los jóvenes que integraron la primera ola del Punk, en tanto que por el estrato social al que pertenecían, los emplazamientos que ocuparon y el momento histórico en que lo hicieron, pueden considerarse como lo que Thompson denomina “esferas escondidas” (2004, p. 22). Esto es, aquellas experiencias que no se incluyen en las narrativas y registros históricos, en este caso por pertenecer a un sector marginado de la sociedad.

Del Hazlo-tú-mismo a las razzias: movimiento Punk en el centro del país

El Punk arribó a México durante los últimos años de la década de los 70’s, importado en primera instancia por jóvenes de clase media y alta que, viajando a Estados Unidos o Inglaterra, se encontraron con la música e ideología de dicho movimiento, y quienes formarían las primeras bandas musicales con influencias del género (Mancilla en Hidalgo, 2016; Návar, 2011). Dado el origen de dichas influencias y los estratos sociales que lo importaron, el movimiento se afianzó en dos de las más prominentes metrópolis de México: el Distrito Federal -con el Estado de México- y Tijuana. A decir de Hassan (18 de noviembre 2021), Size2 se considera como la primera banda Punk mexicana, la cual estuvo activa entre 1979 y 1985.

Precisamente con Size y la carrera de su líder, Illy Bleeding, se ejemplifica la importación del Punk desde el norte global hacia México por las clases medias. A decir de Bleeding, después de vivir en Canadá y regresar a México en 1979, no existía una “escena Punk underground” consolidada, sino distintos influjos artísticos y culturales que encontraron como común denominador su rechazo a las expresiones musicales y estéticas del momento, considerándose a sí mismos como “renegados de la sociedad” (Noiselab, 2010). A partir del contacto en el exterior con las nacientes agrupaciones Punk, la diseminación de discos, revistas y otros productos culturales, ocurre en México, principalmente en las urbes del centro y norte del país.

No obstante, la “tradición roquera” (Detor, 2016, p. 11) que precedió la llegada del Punk, así como los espacios donde prevalecía este género musical como factor de socialización, permitieron que la expansión y afianzamiento del movimiento alcanzase otros sectores de la sociedad. Paulatinamente, jóvenes de clase media a baja que habitaban las periferias de la ciudad lo adoptaron por su raíz contestataria.

La primera ola del Punk -que se afianzó en la zona centro del país, es decir Distrito Federal y Estado de México, emplazamiento que será el foco de este texto-, está caracterizada por el surgimiento de bandas de jóvenes que adoptaron la estética e ideología del movimiento, pero no se organizaron en torno a consignas políticas específicas o con el objetivo que modificar las dinámicas sociales de su entorno. Esta primera ola o proto-Punk se formó entre 1979 (llegada del movimiento a México) y 1984 (organización del primer evento que le dio identidad política al Punk).

Musical y estéticamente hablando, el Punk se instaló entre las preferencias de los jóvenes de 11 a 20 años, y se convirtió en referente para crear sus propias bandas que, aunque no producían música de este género, sí establecieron dinámicas de socialización a partir de éste. Además de las calles donde se reunían, las preparatorias y secundarias públicas fueron los dos principales lugares donde, a través del “de boca en boca”, se conocían e interactuaban para formar sus propios grupos. Álvaro Detor quien formó parte de la banda Sex Panchitos; conocido en ese entonces como El Toluco, relata su primer contacto con el movimiento: “[Yo] boleaba zapatos en Parque Lira, en Tacubaya, un barrio frecuentado por los temidos Panchitos. Tenía 11 años y no me dejaban entrar a los toquines3 de rock en el Salón Chicago, en la Peralvillo, o en la Pista Revolución (…)” (Redacción, 16 de noviembre de 2017).

Las dos bandas punks más prominentes de esta etapa del movimiento fueron los Sex Panchitos Punk Are Not Fun -también conocidos como FBI (Franciscos Banda Infernal)- y las Bandas Unidas Kiss (BUK o B”U=K), ambas operantes al poniente del Distrito Federal. A decir de Martín Legorreta, El Lego, miembro de la primera banda, su nombre proviene de la fusión de una práctica delictiva, una agrupación musical y el sector que era objeto de sus prácticas: “El nombre se da a raíz de que bajábamos a Tacubaya a atracar a la gente que provenía de provincia y, por desprecio, los llamábamos “Panchos” (…). Para hacerlo más llamativo, tomamos de los Sex Pistols el ‘Sex’” (Martín Legorreta Pérez, El Lego, en Detor, 2016, p. 30).4

Por su parte, las BUK inicialmente se organizaron en torno a su afición por la banda de Hard Rock KISS, la cual no era representativa del Punk -incluso creándose poco antes que los primeros exponentes del movimiento-, pero cuyas características estilísticas y música tuvieron buena aceptación entre los jóvenes mexicanos. Ello guarda relación con lo que Detor denomina como “tradición roquera” (2016), donde las fronteras entre los subgéneros no son prohibitivas y los movimientos se crean en torno a decisiones estilísticas y las dinámicas de socialización formuladas entre sus miembros: “El Mirador se volvió como un club donde la banda se reunía para convivir; rolaban la chela, el cigarro y la mariguana mientras se escuchaba música de The Doors, Led Zeppelin, Black Sabbath, Peace and Love, El Ritual, Rolling Stones, Three Souls in my Mind, Sex Pistols, Ramones, Janis Joplin y Hangar Ambulante en una destartalada grabadora” (Detor, 2016, p. 30).

Aunque las BUK y los Sex Panchitos eran los dos conglomerados de mayor prominencia en término de miembros, no fueron las únicas bandas Punk de la periferia. Generalmente, cada grupo o facción podía formarse independientemente de los grupos o artistas que escuchaban, y su conformación podía obedecer a la cercanía territorial -la misma colonia o escuela-, los lazos de familiaridad -ser hermanos, primos, amigos o compañeros de clase- o los enemigos que tenían en común. Se formaron “Los Salvajes, los Cabazorros, los Colgados, los Pelones, los Ramoncitos” (Flores, 27 de noviembre de 2019), por nombrar algunas de las bandas.

Aunado a ello, si bien las dos bandas de mayor prominencia -y que cobraron mayor importancia a nivel mediático- se ubicaron en el Poniente de la metrópoli, el Oriente del Distrito Federal también produjo bandas destacadas. El Punk arriba a esta parte de la ciudad con los hoyos fonky (Voces del Oriente Radio, 2021), es decir, con las presentaciones locales en bares o cafés que fungían como salas improvisadas de concierto, donde los nacientes exponentes del género tocaban a “ras de piso.” Así, se formaron bandas como los Punk Never Die de Iztapalapa, o “Los Mierdas Punk, Los Rotos, el MPN (Movimiento Punk de Neza) y las BUN (Bandas Unidas de Neza)” en Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México (Delgado, 2020, p. 198).

Ahora bien, los cánones estilísticos de lo que Dines (2016) denomina primera ola del Punk, fueron heterogéneos y poseyeron cierta plasticidad para adaptarse a la personalidad de aquellos que se inmiscuyeron en el movimiento. En el recuento que Prinz (2014) realiza de las raíces estéticas de esta etapa, se puede encontrar que hay agrupaciones que hacen uso de signos y códigos que universalmente se consideran como punks: crestas de picos en el pelo, vestimenta de cuero o mezclilla, picos u otros aditamentos de metal en la indumentaria, botas de cuero o ropa rasgada. Sin embargo, la filosofía del Do It Yourself (DIY o Hazlo Tú Mismo), permitía que quienes se identificaban como punks lucieran una amplia variedad de prendas, estilos de peinado o accesorios que, al ser confeccionados individualmente, proveían de mayor riqueza a la estética del movimiento.

Este aspecto fue de vital importancia para el Punk mexicano, confluyendo en lo que denominaremos como el “verdadero hazlo tú mismo.” En tanto que el común denominador de estas bandas era la marginalidad y pobreza en que los jóvenes y sus familias se encontraban, los punks de esta área debieron encontrar maneras de adaptar los cánones estilísticos del movimiento a los limitados recursos con que contaban.

En primera instancia, algunos de estos jóvenes no usaron vestimenta o peinados que pudiesen denotar su pertenencia al movimiento: jeans azules, tenis, playeras blancas o cabello en casquete corto eran lo usual entre ellos.5 Sin embargo, conforme el movimiento se ancló entre las juventudes, y pese a las limitaciones materiales que pudiesen encontrar, este sector se valió de artilugios varios para adaptar la ropa con que ya contaban e, incluso, aquella que robaban:

Los Panchitos, como sucedió en casi todas las bandas, tenían un modo de vestir y crearon sus propios diseños: playeras con ombligueras, chamarras de piel o mezclilla llenas de botones y seguros, pantalones de mezclilla rotos pintados con grasa y tinta negra (más por el uso que por moda) o pintos a punta de cloro; tenis Converse o Nike conseguidos en el tianguis o comprados (robados) al primer incauto que se atravesara en el camino (Detor, 2016, p. 32).

El acto del “verdadero hazlo tú mismo” no sólo consistía en adaptar la indumentaria o su apariencia con cánones estilísticos externos, sino hacer uso de los recursos limitados que estos jóvenes tenían a su disposición para crear sus propios signos y códigos estéticos, donde una prenda gastada o algunos accesorios robados no sólo buscaban ser Punk por su apariencia, sino por la forma en que fueron creados.

La reapropiación de materiales de desecho fue otra de las formas en que el “verdadero hazlo tú mismo” se vio plasmado. Así lo exponen Rocha y Minter, en su documental Sábado de Mierda (1988), en el cual siguen las andanzas de la banda Mierdas Punk de Ciudad Nezahualcóyotl, Estado de México, y donde se muestra que para hacer su indumentaria salían a recoger la ropa desechada en el tiradero, para posteriormente adaptarla a los cánones estilísticos del Punk y su propio estilo.

Por otra parte, el intenso sentido de territorialidad del movimiento punk mexicano es otro de los elementos que lo definen. Históricamente, las esquinas de las colonias y los barrios han sido emplazamientos de socialización, vigilancia y disputa, donde las prácticas de grupos específicos definen las dinámicas de dichas delimitaciones territoriales, tal como lo demostró el clásico estudio de Whyte, Street Corner Society (1971).

En una mecánica similar, estas bandas se estructuraron en torno a la territorialidad de aquellos lugares que les resultaban familiares, llevando a cabo en la calle los procesos de socialización fundamentales para su estructura: desde compartir una cerveza, hasta organizar el robo a transeúntes. El graffiti y la colocación de símbolos propios de cada banda permitieron la identificación y apropiación de esos espacios, permitiendo a los jóvenes saber cuáles eran los lugares que “pertenecían” a cada grupo y cuáles no podían ser transgredidos por otros: “Las paredes de las escuelas, fábricas, casas y postes eran grafiteadas con el nombre de las bandas para delimitar su territorio. Las esquinas eran lugar de reunión. Ahí, la banda creó una forma de organización social; el rock fue un factor de unión que los dotó de un espacio social para el cotorreo no planeado, dónde se compartía rebeldía y desacuerdo” (Detor, 2016, p. 17).

No obstante, las esquinas y otros territorios que se encontraban bajo el control -o protección- de determinadas bandas, también eran lugares de confrontación y prácticas criminales. Así, era una tarea fundamental de estas agrupaciones procurar el control de esos espacios, llegando a existir altercados a razón de la invasión o trasgresión del territorio que controlaba determinado grupo: “Las peleas o batallas campales entre bandas se originaban por invadir el territorio ajeno, tachar el nombre de otra banda con spray o presentarse sin invitación a una tocada en ‘territorio enemigo’ (…), únicamente era posible una alianza cuando se enfrentaba a la policía” (Detor, 2016, p. 39).

Otro factor característico del movimiento Punk en el centro del país fue su capacidad de transformarse en bastión de protección para sus miembros. En lo que Maffesoli denomina como “tensión amigo/enemigo” (2012, p. 12), puede explicarse la configuración de los lazos que los jóvenes punks crearon al interior de sus bandas, pero también en sus relaciones con el resto de la sociedad, y particularmente, para con el Estado. Las condiciones de pobreza, marginalidad y falta de educación formal en los jóvenes de la periferia, los hizo proclives a dos tipos distintivos de violencia: desde el Estado y desde otros colectivos.

En lo que respecta al Estado como enemigo y perpetrador de violencia, dicha percepción surge desde la estigmatización de los sectores juveniles en la ciudad, particularmente aquellos que pertenecían a la clase baja y que habitaban las periferias de la ciudad, y que contribuyó a que se crearan y diseminaran imaginarios con cariz negativo en torno a ellos y los espacios que habitaban. La prensa escrita y televisada favorecieron a la rápida aceptación de la idea de que ser joven y pobre equivalía a ser un criminal en potencia, y las fuerzas de seguridad se aseguraron de que dicha noción se viese reflejada en la realidad, impactando en la sociedad que aceptó esos imaginarios sin cuestionamiento.

Jóvenes pertenecientes a distintas bandas -Punks o no-, sitúan como momento clave para la estigmatización la aparición de reportajes sensacionalistas de publicaciones como Alarma! y noticieros televisados como 24 Horas. En ellos, enfrentamientos entre bandas, detenciones masivas o crímenes que los involucraban, eran retratados con títulos escandalosos y enfatizando la violencia de sus prácticas. A decir de Romero (30 de noviembre de 2015), este tipo de reportaje “atendía a la lógica de lo excepcional como espectáculo”, pues la estética disruptiva y la pertenencia a sectores ajenos a las clases acomodadas, convertían a estas bandas en objeto de estigmatización a través del sensacionalismo.

Es también a mediados de los 80’s que la noción de “chavo banda” cobra relevancia en el discurso público, precisamente a través del reporte de un enfrentamiento entre una facción de los Sex Panchitos y las BUK en la entonces delegación Miguel Hidalgo (Viera y Sánchez Kuri, 2022). Durante una emisión del noticiario de mayor audiencia, 24 Horas, los corresponsales enviados por el titular de la emisión se refirieron a ambos grupos de jóvenes como “chavos banda” y los dotaron de características inherentes a dicha condición: violentos, criminales y antagonistas a todo orden.

La connotación de “chavo banda” funcionó como significante vacío para denominar y explicar a la juventud de la periferia, e incluso aquellos que no habitaban esos espacios. No importaba si su estética se alineaba con los punks, si su género musical preferido era la cumbia o si se reunían en torno a un club barrial: ser joven, pobre y formar parte de un grupo significaba ser “chavo banda.”

Aunque la estigmatización en los medios de comunicación significó que el Punk mexicano se colocase en el debate público, los episodios de mayor violencia y represión hacia el movimiento provendrían de las fuerzas policiacas locales, particularmente por agentes de la Dirección de General de Policía y Tránsito Distrito Federal (DGPyT), con las llamadas razzias.6 Este dispositivo de represión consistía en redadas masivas en colonias populares donde se había detectado la presencia de bandas Punk, y donde bajo la excusa de investigar un crimen o simplemente para dispersar a conglomerados de jóvenes, las fuerzas de seguridad extorsionaban, violentaban y, en muchos casos, saqueaban a los jóvenes:

[Los policías] de las greñas te subían a la perrera, y te llevaban a dar el rol. Si bien te iba, te llevaban a tu casa para extorsionar a tus padres y si no, se encargaban de llevarte a lugares lejanos y solitarios donde te daban una calentadita y te bajaban todo lo que traías encima, para luego abandonarte a tu suerte (Abel Chespi de Primera Victoria en Detor, 2016, p. 48).

Ya fuese a través de la captura y presentación de los jóvenes en instalaciones de la policía, o la detención momentánea en las mismas calles donde habían sido encontrados, los punks eran sometidos a denostaciones, amenazas y golpes. Este dispositivo de represión tenía un doble objetivo: intentar dispersarlos y someterlos a una punición no regulada, y servir como ejemplificación de lo que sucedería a otros jóvenes si se unían a estas bandas. De acuerdo con Thrasher, miembro de la agrupación Massacre 68, las razzias además tenían un componente de degradación, donde el derecho a una detención legal era suspendido para estos jóvenes: “[L]a gente ya ni sabe que es la razzia, [pero] habían las perreras que eran camionetas [de la policía] donde cabían 20 cabrones y metían 50, todos los que pudieran apañar. La gente se juntaba en pandillas para su protección” (Thrasher en Pérez, 6 de enero de 2016).

Temporalmente, estas prácticas de represión coinciden con aquellas tareas de localización y detención clandestina de personas asociadas a movimientos políticos disidentes, siendo elementos de las mismas fuerzas de seguridad las encargadas de emprender las dispan -dispersión de pandillas en argot policial-, aquellas que emprendieron labores de inteligencia y punición contra disidentes políticos, todo ello teniendo como emplazamiento las mismas instalaciones de la División de Investigaciones para la Prevención de la Delincuencia (DIPD). Un ejemplo de ello es la narración de Palomino, joven punk del Distrito Federal:

“[C]uando [agentes de la DIPD] te llegaban a apañar, te llevaban a Topacio o Tlaxcoaque, te torturaban metiéndote al hoyo. Te aventaban tehuacanazo7 y toques eléctricos para que aventaras8 a más gente, así como que dijeras que tú o ellos eran los responsables de los robos y hasta de los homicidios que se cometían por diferentes rumbos, sin importar que fuésemos inocentes” (Juan José Palomino Tinajero, Palomino, en Detor, 2016, p. 48).

Algunos testimonios de disidentes políticos y miembros de movimientos estudiantiles corroboran la función del edificio de la DIPD, ubicado en la Plaza Tlaxcoaque en el centro del Distrito Federal, como espacio de concentración clandestina (Dutrénit y Ramírez, 2020). Tanto ese sector perseguido como los punks criminalizados describieron prácticas de sometimiento y punición parecidas e, inclusive, coinciden en que los agentes de dicha corporación eran quienes los apresaban y torturaban.

Un testimonio más de la violencia perpetrada por los agentes de esta corporación proviene de El Hacha, miembro de los Sex Panchitos, quien señaló otro aspecto de las razzias: la violencia física a que eran sometidos para confesar crímenes que podían o no haber cometido. Esto colocó a algunos jóvenes en la disyuntiva entre cometer crímenes o no, aunque no por algún deber cívico o moral que tuviesen con una sociedad que los ignoraba, sino por temor a las represalias de la DIPD:

[T]e veían vestido rocanrolero o punk, “a ver súbase, güey, usted es Panchito.” Así era con los de la DIPD (…). Uno como chavo banda se la pensaba un montón, ¿me la juego o no? Porque sabías que te iban a agarrar, te torturaban. Los de la DIPD, como dice el chiste, hacían cantar hasta un elefante, para que declarara que era un ratón (Moreno en Valderrama, 7 de agosto de 2018).

Pero quizá el testimonio de mayor crudeza sobre el accionar de la policía en contra de las bandas Punk, provenga de El Lego, quien atestiguó los límites de sus prácticas represivas, mismas que se asemejan a aquellas que han sido narradas por ex detenidos y detenidas por razones políticas, es decir, el asesinato y desaparición de personas: “Vivimos cosas muy fuertes con la banda (…); me tocó estar un día en los basureros cuando llegaron unos policías disfrazados de pepenadores. Levantaron a un amigo y lo mataron. Incluso desaparecieron el cuerpo” (Legorreta en Flores, 27 de noviembre 2019).

Como se observa, el movimiento Punk en la periferia del centro del país, pese a los elementos comunes que lo separaban del resto de movimientos sociales de la época, no se trataba de un cuerpo homogéneo y sus características particulares respondían al entorno con que interactuaban, no a tendencias o cánones identitarios externos. Si bien la música Punk importada por las clases medias mexicanas era importante para los punks locales, no era el único elemento musical y estético mediante el que se tejían las relaciones al interior de estos grupos, y la apropiación del género trascendió la música para adaptarse a los materiales con que disponían, lo que antes denominamos como “el verdadero hazlo tú mismo.”

Asimismo, es importante notar que las dinámicas de violencia en que se encontraban imbuidos eran producto de la estigmatización, y se expresaban en mecanismos de represión explícita, como las razzias. Sin embargo, también se observó que a la violencia estructural y represiva se le unía la provocada al interior de estos grupos, ya fuese como dispositivo de disputa territorial o reactiva en contra de actores ajenos a las bandas o contra otras bandas; y cómo esto provocó, a su vez, que quienes se unían a determinados grupos encontrasen un bastión de sociabilidad y protección.

En ese sentido, es interesante apreciar que las particularidades internas del movimiento Punk mexicano son aquello que lo definen y caracterizan, no sólo en contraste con el resto de la(s) juventud(es) de la misma temporalidad, pero también en relación con otros conglomerados Punk. Es, a final de cuentas, su unicidad interna lo que lo define.

Conclusiones

Soterrados, marginados o ignorados, los testimonios de los jóvenes que dieron forma al movimiento Punk mexicano existen y resisten, como ellos mismos debieron hacerlo hace más de cuatro décadas. A través de sus relatos es posible sumergirse en las dinámicas de exclusión y represión a las que el Estado y el resto de la sociedad los sometía. Sin embargo, sus palabras también permiten dilucidar los imaginarios y procesos de socialización que permitieron su sobrevivencia.

Ya como adulto, y sin negar aquello que había vivido en su juventud, El Carlota, líder de las BUK, reflexionó en torno a la marginación política que experimentó durante su paso por la Preparatoria 4: “[y]o no figuraba con los anarquistas, los bolcheviques y grupos políticos que existían allí” (Ozaeta, 2017). En el mismo espacio, habló de algunas experiencias que lo llevaron a socializar con otros jóvenes, como los “paros”9 entre bandas para pelear y defender su territorio de otros grupos, los intentos de saqueo a otras escuelas, compartir momentos en el Parque Lira, aguantar a los medios de comunicación que los llamaban “grupos inadaptados juveniles” o el intento de ser “un dolorcito de cabeza” para el gobierno.

Lo anterior es una muestra de cómo miembros de las bandas juveniles experimentaban el espacio urbano y cómo las violencias se hacían presentes de forma constante, ya sea por medio de la estigmatización de los medios de comunicación o por las distintas violencias desde el Estado. No obstante, la marginación política respecto de otros grupos que estaban consolidados en torno a consignas específicas, como colectivos u organizaciones político-estudiantiles, también fue un elemento de diferenciación del Punk respecto al resto de los jóvenes: no tenía cabida en ellos, así que crearon, apropiaron o resignificaron sus propios espacios.

Como se mostró, la naturaleza estética y musical del movimiento ya de por sí chocaba con los cánones propuestos por otras tendencias y, a pesar de ser importadas por la clase media, sus características llevaron al Punk a tener mayor presencia en los jóvenes de la periferia y de espacios marginados. Excluidos espacial e ideológicamente, estos jóvenes dotaron al Punk de una faceta contestataria hacia un Estado y una sociedad que los rechazaba.

Como se planteó anteriormente, el contexto económico, social y político de México durante las décadas de 1970 y 1980 fue de vital importancia para el acogimiento del movimiento en el país, pues estos aspectos estructurales tuvieron un impacto en cómo los diferentes niveles de gobierno, en específico las regencias del Distrito Federal y el gobierno federal, respondieron a las crisis políticas y sociales. Así, los diferentes recortes al gasto social, la compresión de los salarios y el aumento del desempleo potenció la desigualdad en el país, lo que a su vez influyó en la constitución de espacios marginados en la metrópoli.

Estos procesos socioeconómicos potenciaron el desarrollo de una periferia urbana, lo que implicó para sus habitantes varias formas de experimentar la ciudad y diferentes maneras de relacionarse en ella. Precisamente, fueron los jóvenes Punk quienes habitaron y se apropiaron de estos espacios marginales, teniendo su mayor influencia en colonias y barrios del Poniente y Oriente del Distrito Federal y Estado de México. No obstante, no se debe olvidar que otras expresiones musicales, como el Rock, y de socialización, como las bandas juveniles, ya habían asentado las bases para habitar de forma concreta estos lugares donde posteriormente se alojó el movimiento.

Al equiparar a los jóvenes pobres con lo peligroso y lo “enfermo”, se explica por qué el Punk logró afianzarse en esta zona del país, adoptando los modos de socializar locales y mezclarlos con las consignas ideológicas y estéticas del movimiento, mientras hacían uso de los limitados recursos con que contaban. Al conseguir su ropa en los basureros o mediante el robo a transeúntes, o al adecuar sus prendas por medios poco convencionales como decolorarlas con cloro o pintar los pantalones con tinta para zapatos, los punks mexicanos crearon lo que denominamos como el “verdadero hazlo tú mismo.” Esta forma de responder a los estigmas sociales y a la marginación significó una futura base política para el movimiento, lo que llevó a reproducir formas de socialización en las bandas, y a partir de ahí llevar a cabo prácticas que trascendían la preferencia por un género musical: ahí se compartían bebidas alcohólicas, materiales musicales, se organizaban asaltos y se disputaba el territorio que se proclamaba como propio.

Como menciona Vergara (2013), los lugares, son “espacio(s) donde específicas prácticas humanas construyen el lazo social, (re)elaboran la memoria a través de la imaginación demarcándolos por el afecto y la significación” (Vergara, 2013, p. 35). Dichos lugares eran aquello por lo que valía la pena luchar, para protegerlos y usarlos, por lo tanto, significó una serie de conflictos con otros grupos y contra la policía. En este último caso, las razzias constituyeron un mecanismo que, aunque no era nuevo en contra de las juventudes, sí tenía particularidades en contra del movimiento por su forma de vestir o de habitar la periferia.

Aunque no debemos obviar las diferencias y negar la diversidad de experiencias, pues el proceso de conformación de la periferia urbana del centro de México ha sido complejo y ha tenido impacto en las formas de habitar la ciudad, el desarrollo de las juventudes, las violencias que las han atravesado y su vínculo con el Punk son un ejemplo de cómo la marginación de sectores de la sociedad en sus diferentes dimensiones llevó a un género musical y estético a encontrar un nicho donde germinó y se expandió.

Si bien este trabajo se acerca a la historia del proto-Punk desde la experiencia e imaginarios de quienes lo forjaron, es vital recordar que esta es sólo la primera fase de un movimiento que resiste y sobrevive hasta nuestros días, por lo que las percepciones y formas de socializar se transformaron tanto como el mismo movimiento lo ha hecho. Asimismo, consideramos que futuras vetas de investigación para este periodo podrían incluir informes policiacos, la historia oral de los habitantes de la periferia que no pertenecían al movimiento o la hemerografía en torno a la acción represiva de los jóvenes punks.

Finalmente, es importante comprender que, pese a la estigmatización, la violencia y el control a que se pretendió someter al movimiento, las bandas Punk funcionaron como bastión de protección y estrechamiento de lazos sociales, donde los jóvenes que pertenecieron a ellas no sólo encontraron a otras personas con la misma preferencia musical, sino un lugar donde guarecerse del exterior y compartir sus experiencias en marginalidad.

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1A partir del 2016, el Distrito Federal cambió su nombre a Ciudad de México. Para evitar posibles anacronismos o contradicciones entre los testimonios que aquí se emplean, en este texto le llamaremos Distrito Federal.

2En tanto que este texto no busca dilucidar la de por sí controversial y difícil de establecer historia del Punk en México como género musical, sugerimos consultar Detor y Hernández (2011).

3Presentaciones en vivo de grupos musicales, típicamente en bares u otros espacios de menor tamaño.

4Según José Luis Moreno Salinas, El Hacha, miembro fundador de Sex Panchitos, el nombre proviene del mote que un grupo de primos, todos ellos llamados Francisco, tenían. Sin embargo, coincide que el “Sex” proviene de su afición por la banda Sex Pistols (Valderrama, 7 de agosto de 2018).

5Las series “Punk” y “Hoyo Funky”, capturadas por Carlos Somonte, muestran la indumentaria y resignificación de esta por los punks mexicanos (Somonte, 2019a y 2019b).

6 “Razzia” es un término militar para denominar un asalto sorpresa a un asentamiento enemigo, el cual puede tener distintos objetivos, aunque en este contexto es empleado por los testimoniantes para referir un ataque indiscriminado a varias personas simultáneamente.

7El tehuacanazo es una práctica de tortura consistente en agitar una botella de agua con gas e introducir el líquido por la nariz del torturado. El término proviene del agua mineral que se produce en Tehuacán, Puebla (Asociación de Academias de la Lengua Española, 2010a).

8Delatar.

9 “Tirar paro” o “hacer paro” a alguien es ayudarle en algo, en este caso asistirle peleando contra otra banda (Asociación de Academias de la Lengua Española, 2010b).

Recibido: 17 de Abril de 2023; Aprobado: 25 de Octubre de 2023

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