Introducción
Las enfermedades crónicas1 en los países de altos ingresos, mostraron un incremento notorio a partir de la segunda mitad del siglo XX. Se dio paso al desarrollo de diversos estudios en contextos nacionales e internaciones en los que se demostró su asociación con la obesidad (Luepker, 2011). Actualmente, los mayores niveles de peso elevado se presentan en la región de las Américas. En Chile, México y Estados Unidos, siete de cada diez adultos presentan sobrepeso y obesidad (OPS, 2014; WHO, 2014). El escenario requiere tomar en cuenta que, más allá de que se trate del mismo factor de riesgo, los supuestos detrás de la relación entre el exceso de peso y la morbilidad crónica se han modificado a lo largo de las últimas tres décadas.
Los primeros estudios que identificaron al exceso de peso como un factor de riesgo para padecimientos crónicos fueron elaborados desde una perspectiva que se basa en las aportaciones de la biología a la práctica médica, por lo que se le identifica como modelo biomédico2 (Krieger, 2011). De tal manera que, si bien se reconocen efectos sociales, se consideraba más accesibles al tratamiento las predisposiciones biológicas (fisiológicas, genéticas, etc.) que podían ser atendidos en cada individuo. Al enfocarse en el aspecto que podía tener el mayor efecto sobre la prevención de esos padecimientos, se dio paso a señalar a los estilos de vida como el determinante más importante del estado de salud, lo que, a su vez, llevó a enfatizar la existencia de una responsabilidad individual sobre la enfermedad (Rothestein, 2003). Lo anterior se ha reducido, respecto a la obesidad, prácticamente en el control de la ingesta alimentaria (Gracia, 2015). Las industrias alimentaria y médica, ante esta situación, se han encargado de ofertar mercancías que, supuestamente, permiten eludir la acumulación de peso, aprovechando el desmoronamiento del sustrato tradicional que guiaba los diferentes dominios de la vida cotidiana, entre los que se contaba la alimentación. El resultado ha sido una “cacofonía nutricional” a cargo de la repetición y amplificación de los medios masivos que se vinculan a “varios grados de ansiedad asociados a dietas cuestionables y desórdenes alimentarios, pero no a la reducción de la obesidad” (Fischler, 2011: 544).
Algunos autores señalan que ha habido un escaso efecto sobre los niveles de exceso de peso, que ha mostrado el enfoque centrado en los individuos (ya sea a partir de herramientas comportamentales, educativas o farmacológicas) y reconocen el control limitado que tienen los sujetos sobre sus estilos de vida y consumo, además de llamar la atención sobre el efecto del ambiente (Townshend et al., 2010). A partir de lo anterior, cobraron importancia los profundos cambios que ha sufrido el entorno humano, en contraste con la lenta transformación de las características biológicas del cuerpo. De este modo, la obesidad se muestra como una respuesta biológica normal “pasiva” ante un entorno cambiante (James et al., 2010). Al ambiente se le ha señalado como el aspecto más relevante para explicar la situación actual de exceso de peso, más allá de los aspectos biológicos o conductuales (Popkin, Adair y Ng, 2012). Se define a un ambiente como obesogénico cuando el ambiente construido y alimentario repercute en patrones que conducen a la acumulación de grasa corporal (Swinburn et al., 2011).
El conjunto de observaciones, lejos de reducir las respuestas que podía ofrecer el enfoque biomédico, dio pauta a una serie de innovaciones biomédicas que se pueden agrupar en tres conjuntos: la interacción gen-ambiente,3 la medicina evolutiva4 y el origen de la salud y la enfermedad en el desarrollo físico.5 Cada una de estas innovaciones, a pesar de sus particularidades, sostiene que la información biológica de cada individuo está sujeta a las condiciones del ambiente, desde el mismo momento de la gestación y durante toda la vida. Estas líneas de investigación involucran, de manera creciente, las condiciones ambientales y los procesos a lo largo del tiempo, aspectos que no habían sido tomados en cuenta en elaboraciones previas.
Si bien estos enfoques aportan valiosos elementos para entender los mecanismos que conducen a la acumulación excesiva de peso y con ello, a las enfermedades no transmisibles, siguen reduciendo la variación en los padecimientos, y en sus factores asociados, a una consecuencia de la variación genética y epigenética (involucrando tanto frecuencia como regulación genética), en conjunto con comportamientos en el marco de un “ambiente” definido de manera vaga. En este sentido, no deja de llamar la atención que para las tres perspectivas expuestas el ambiente es todo lo que no sea un gen, y a lo sumo, un organismo (Krieger, 2011). Se hace necesario, por tanto, una definición más acotada de aquello que llamamos ambiente y su impacto en la acumulación excesiva de peso, en tanto que el “ambiente obsogénico” puede abarcar una serie amplia de aspectos que incluyen la configuración física, las reglas socioculturales y el estatus socioeconómico (Lake y Townshend, 2006).
Por lo anterior, algunos autores se han enfocado en proponer mediciones objetivas de la disponibilidad de alimentos hipercalóricos y las características físicas de los vecindarios, dada su relación con el gasto y la ingesta de energía (Dunton et al., 2009; Rahman, Cushing y Jackson, 2011; Gálvez, Pearl y Yen, 2011; Frank et al., 2012). Pero, más allá de la creciente sofisticación de los indicadores empleados para analizar el ambiente obesogénico, hay que considerar dos aspectos. En primer lugar, que la ingesta alimentaria se ha caracterizado como el factor de mayor relevancia6 (Bleich et al., 2008; Swinburn et al., 2011). Y, en segundo, que aún es necesario dar cuenta de la especificidad de los procesos económicos, culturales y sociales que lo sostienen, puesto que:
Referirse al entorno (obesogénico) cuando se trata de buscar las causalidades y/o responsabilidades de ciertos problemas de salud significa no definirlo como una especie de nebulosa abstracta y compleja (y por tanto difícilmente abordable), sino de aprehenderlo en tanto que organización misma de una sociedad y en tanto que fruto de procesos históricos dinámicos y de amplio alcance (Gracia, 2010: 394).
En este artículo el objetivo es recuperar diferentes procesos involucrados en la consolidación del ambiente alimentario obesogénico y, con ello, enmarcar el análisis del exceso de peso, en la especificidad del contexto nacional. Para ello se presentan las tendencias globales de las que participa México, y ante las que se pueden apreciar matices importantes. Posteriormente, el foco se traslada al escrutinio de la participación de tres sectores en la configuración del entorno obesogénico: el estatal, el industrial y el sociocultural.
La composición corporal en un ambiente alimentario cambiante y las particularidades de los países de ingresos bajos y medios
A nivel global, existe una transformación de los sistemas alimentarios nacionales que se gestó en la posguerra, esto ha conducido a un cambio de patrones alimentarios a lo largo del mundo (Basu, 2014; Williams, 2015). La distribución globalizada de tecnología para producir, transportar o comercializar alimentos, así como el flujo de capital y servicios, han provocado que los precios de las grasas vegetales, azucares y alimentos de origen animal se hayan reducido, proceso acompañado por la difusión de mensajes en medios masivos (Popkin, Adair y Ng, 2012). Aunque el impacto de los cambios ambientales en el ámbito alimentario ha sido global, se pueden reconocer algunas particularidades de los países menos industrializados (entre los que se cuenta México), que no permiten derivar las implicaciones de dichos cambios a partir de la experiencia de los países más ricos.
Al analizar las tendencias del Índice de Masa Corporal (IMC)7 medio, respecto a la globalización económica, se pudo observar una relación directa en poblaciones de 127 países entre 1980 y 2008. Pero la relación entre el IMC y la desigualdad sólo fue consistente para los países de ingresos altos (Vogli et al., 2014). La investigación ha mostrado que la composición socioeconómica de las naciones de ingresos medios y bajos tiene efectos en la composición corporal de la población, que no son lineales: la prevalencia de sobrepeso y obesidad se concentra en los grupos con mayor nivel socioeconómico, en los países de ingresos bajos; mientras en los países de ingresos medios los resultados son mixtos, especialmente entre los varones, pues las mujeres que presentan exceso de peso son las de menores recursos. Se estima incluso, que el cambio en el sentido de dicha asociación, para las mujeres, se da cuando la Renta Nacional Bruta per cápita alcanzaba los 1,000 dólares, a partir de estudios efectuados entre 2004 y 2010. Respecto a la población infantil, la evidencia muestra que los niveles de peso elevado se concentran en los grupos más favorecidos, tanto en los países de ingresos bajos como medios (Dinsa et al., 2012).
Otro aspecto que nos obliga a pensar las diferencias entre países es el incremento acelerado de las prevalencias de exceso de peso que se ha venido gestando durante tres siglos en los países ricos, mientras en los países de ingresos medios y bajos se ha extendido en décadas recientes (Popkin, 2001). La velocidad de esos cambios ha conducido a la coexistencia de desnutrición y obesidad a nivel nacional, regional, del hogar y aún en el mismo individuo (Popkin, Adair y Ng, 2012; Kimani et al., 2013).
Los cambios en el ambiente alimentario mexicano
El cambio gradual de una relación directa a una inversa entre el nivel socioeconómico y el exceso de peso, por un lado, y la velocidad con la que este último se ha incrementado, son el marco en el que se sitúan las especificidades del contexto mexicano. Una característica básica, de significativa para el tema tratado, es la propensión a la acumulación de grasa corporal que caracteriza a dicha población. La adaptación a los insumos alimenticios, ricos en fibra y micronutrientes y bajos en grasa, desarrollada por las civilizaciones prehispánicas, fue tan importante que se puede hablar de un proceso de coevoluación entre los grupos humanos y los alimentos que consumían (Román et al., 2013). Dicha adaptación predispone a los mexicanos a ganar peso, así como a diversos desordenes metabólicos, considerando que en el genoma de la población mestiza mexicana contemporánea predomina el componente amerindio, frente al europeo o al africano (Ojeda et al., 2013; Villarreal et al., 2008).
A continuación, nos enfocamos en la forma en la que ciertos esfuerzos sistemáticos y sostenidos “activaron” la predisposición genética de los mexicanos. Se analiza el papel del Estado y su fundamentación ideológica, las empresas y su búsqueda de la ganancia, así como las evaluaciones, críticas y significados que elaboran las personas, en el marco de su contribución al ambiente obesogénico.
El papel del Estado
Desde diferentes situaciones, la acción del Estado ha contribuido a transformar el patrón alimentario, promoviendo incluso la acumulación excesiva de peso. Definir un patrón alimentario “mejor” que el existente, impulsar la investigación en materia de alimentos, así como generar datos, sobre la dieta y las condiciones de la población, para generar políticas a partir de ellos, son algunos de los aspectos en los que se ha manifestado su intervención.
Las elites gobernantes, desde la época colonial, han manifestado un rechazo a los alimentos que consumía la población indígena, y particularmente al maíz, apoyándose principalmente en el prejuicio de que las condiciones deterioradas en las que vivían, derivaban en buena parte de su dieta.8 Durante el siglo XIX y en la época previa a la Revolución Mexicana era recurrente la atribución de superioridad a ciertas sociedades basándose únicamente en el alimento básico que consumían, el trigo era lo que había permitido que las naciones europeas y Estados Unidos, fueran superiores, mientras el maíz mantenía en su atraso a México (Bertran, 2002). Los gobiernos postrevolucionarios, dieron forma a ese componente ideológico para definir el objetivo en materia alimentaria, que permitiría el reordenamiento de la vida social. Manuel Gamio, padre de la antropología en México y funcionario en diversas secretarías de Estado, expresa en 1935 su preocupación por lo que llamó la “esclavitud del maíz”, pues consideraba que éste era un alimento insuficiente además de que limitaba el desarrollo económico dado que la población sólo quería producir este grano (Bertran, 2002).
Médicos cercanos al régimen posrevolucionario en formación, como Alfredo Ramos, encontraron en el impulso modernizador del Estado, el terreno fértil para pugnar por un cambio alimentario, argumentando que “[la historia] nos muestra cómo los pueblos mejor alimentados, los que disponen de una alimentación variada, equilibrada y completa son los eternos dominadores y conquistadores de los que viven tristemente comiendo maíz y algunas hierbas” (citado en Pío, 2013:237). Buena parte de los cuestionamientos a la dieta tradicional provenían de supuestos no comprobados de deficiencia nutricional, pero también de una relación con una moralidad, no menos carente de demostración. Francisco Miranda, (fundador del Instituto Nacional de Nutriología, INN, que llegaría a ser el actual Instituto Nacional de Ciencias Médicas y Nutrición Salvador Zubirán, INCMNSZ) en 1947 sostenía que:
El sujeto mal alimentado es perezoso, flojo, incapaz de trabajo intenso y sostenido, apático, sin ambiciones, indiferente a lo que le rodea, lleno de limitaciones físicas y mentales, con un horizonte estrecho, fácilmente sugestionable, y es víctima en las luchas por la existencia, en la paz y en la guerra. Es además un ser débil, fácilmente presa de los efectos del mal (citado en Aguilar, 2008:32).
La fundación de dicho instituto, fue una oportunidad para desmontar el supuesto de la inferioridad de la dieta tradicional mexicana, que se encontraba tan arraigado9. Dicho instituto también dio impulso, a una de las primeras encuestas de nutrición efectuada en el Valle del Mezquital en Hidalgo, con población otomí, de la que se desprendió un señalamiento que se ha confirmado con el paso de los años:
Da la impresión de que, no obstante, la esterilidad y pobreza de la región, sus habitantes, a lo largo de muchos siglos, han desarrollado hábitos alimentarios y un modo de vida adaptados a ese ambiente. Cualquier intento de modificación sería un error mientras no se mejoren sus condiciones económicas y sociales y se logren condiciones realmente más favorables (Anderson, 2009:S673).
La realización posterior de múltiples encuestas,10 permitió identificar no sólo el panorama nutricional (marcado por la escasez y la precariedad) en algunas regiones, sino también definir el sentido que debían de tener las políticas y los programas para atenderlo. Es en este punto en el que se hizo patente que, a pesar de la evidencia científica, no se logró eliminar completamente el componente ideológico respecto a las acciones a emprender para mejorar la nutrición.
Ante un panorama de padecimientos carenciales en la población, las recomendaciones nutricionales oficiales iban en el sentido de promover el consumo de productos de origen animal, (leche, huevo, carne) a pesar de ser de difícil acceso para la población por su costo, y que para algunas personas implicaba ciertos malestares, como en el caso de la leche.11 Para los médicos del régimen posrevolucionario, la leche era el alimento más adecuado para cubrir las deficiencias, y el de más fácil aceptación de origen animal para la población en general (Pío, 2013). Por ello, con el fortalecimiento y la consolidación de las instituciones sanitarias, la leche industrializada se convirtió en un alimento clave para buscar la mejora de las condiciones nutricionales, destinada principalmente a madres y niños. Vale la pena señalar que recientemente el consumo de derivados lácteos, se han asociado a la prevalencia de exceso de peso desde tempranas edades (González et al., 2007; Rodríguez et al., 2011).
Otra forma de hacer frente a las deficiencias nutricionales de la población fue el impulso de políticas y programas gubernamentales que subsidiaban, tanto la producción de cereales como el maíz y el trigo, así como la elaboración y comercialización de tortilla y harinas enriquecidas, para asegurar su acceso para las personas de menos recursos (Barquera, Rivera y Gasca, 2001). En los setenta, con la creación de la Compañía Nacional de Subsistencias Populares (Conasupo), teniendo como fundamento el modelo de sustitución de importaciones, se concentraron los subsidios tanto para la producción, como para el consumo de alimentos. Esto dio control al Estado desde la producción hasta la distribución y comercialización,12 de granos y leche que llegaron a representar el 30% del producto interno bruto agrícola (Barceinas y Yúnez, 2000).
La labor desempeñada por dicha paraestatal13 parece cobrar importancia a medida que se iba haciendo más notorio el rezago en el que se había dejado al campo. Si en los cincuenta el sector agrícola había logrado contribuir al financiamiento de las importaciones mediante la venta de excedentes, para principios de los setenta la perdida de la autosuficiencia del maíz y otros cereales (más del 25% eran importados) evidenciaba las consecuencias de abandonar el mercado interno y privilegiar la exportación (Barquera et al., 2001; Gracida, 2004).
Pero más allá de los subsidios que impactaban en el acceso a los alimentos, los medios al alcance del Estado también eran movilizados promoviendo consumos “modernos”. La prensa obrera oficial, del régimen posrevolucionario, dio una amplia difusión a diversos alimentos industrializados como aceites, panes y carnes frías. Estas últimas se ofrecían como un alimento moderno, pero sobre todo higiénico, al punto de ofrecerlas como “las únicas carnes sanas obtenibles en el país” (Bayardo, 2013). Además de la promoción del consumo de ciertos alimentos, el reconocimiento gubernamental de la importancia de las bebidas azucaradas, es otra de las aristas con las que se puede dimensionar su impacto en los patrones alimentarios. A principio de la década de los ochenta el refresco de cola había sido considerado como parte de la canasta básica de los mexicanos, debido al aporte calórico que representaba para la población con menos recursos (Contreras, 2016).
En todo este proceso, en sintonía con los conocimientos de la época, se le concedió una escasa relevancia a los vegetales y las frutas. La dieta que el Estado promueve se compone de leguminosas, cereales y algunos alimentos industrializados de origen animal, pero no se conciben programas de abasto que concedan primacía a las hortalizas, cuya mayor contribución nutricional se presenta al consumirse sin cocción, es decir, frescas (WHO, 2003). Se debe notar, que, aunque el periodo entre la década de los cuarenta y ochenta del siglo XX se caracterizó por tener políticas universalistas, la estructura política corporativizada permitía un acceso diferenciado a los derechos que el Estado atendía, por lo que se le caracterizó como universalismo excluyente o estratificado (Cohen y Franco, 2005). En ese sentido, además de que la población objetivo estaba definida en términos muy generales, los beneficiados no eran necesariamente los más necesitados, aspecto que tendría profundas implicaciones en la siguiente etapa de políticas gubernamentales.
A principios de los ochenta, el modelo de desarrollo basado en la industrialización presentaba serios problemas.14 Ante esa crisis era difícil llegar a un acuerdo entre dos opciones claramente antagonistas: una de carácter nacionalista reivindicativa de los compromisos de la Revolución Mexicana y la otra acorde a la integración con el mercado mundial promovido por empresas y capitales transnacionales (Gracida, 2004). Finalmente, el rumbo del país fue conducido por funcionarios críticos a las políticas intervencionistas que habían sido educados en un enfoque de economía abierta. Bajo este nuevo modelo de desarrollo, el neoliberal, el Estado sede muchas de las áreas en las que tenía una participación clave, una de ellas fue precisamente la de la alimentación.
Con ello, las formas de procurar una mejoría a los menos favorecidos también se vieron modificadas. Desde el sexenio de Miguel de la Madrid (1982-1988) se cancelaron algunos subsidios que se dirigían a población abierta. Durante la presidencia de Carlos Salinas (1988-1994) estos se redujeron drásticamente hasta que, finalmente, Ernesto Zedillo (1994-2000) dio inició a los programas de transferencia condicionada a grupos específicos, en los que se incluían acciones en torno a la alimentación, la nutrición y la salud.15 El Programa de Educación, Salud y Alimentación (Progresa), en sus versiones sexenales, llegaría a ser “eje de la política social y el principal programa alimentario” en la última década (Ávila et al., 2011). Sobre las bases de ese programa se han planteado el actual Prospera sin grandes diferencias, excepto en el aumento de sus beneficiarios (Luna, 2014).
La sucesión Progresa-Oportunidades-Prospera, se destina a población específica que se supone que presenta mayor vulnerabilidad. Esta focalización de la política social ha sido objeto de cuestionamientos, particularmente en lo que se refiere al acceso al ambiente obesogénico. Existe evidencia de que algunos beneficiarios de Oportunidades mantuvieron patrones de ingesta de alimentos de alta densidad energética similares a los de aquellos miembros de su comunidad que no reciben apoyo, a pesar del componente educativo que lo conforma (Martínez Campillo y Cogco, 2010). Lo anterior muestra que los patrones alimentarios de la comunidad, tienen un papel independiente al de la educación, en la determinación de los consumos familiares y requieren de ser tomados en cuenta.
Otra acción gubernamental, que marcaría el horizonte alimentario mexicano, desde mediados de la década de los noventa, fue la firma del Tratado de Libre Comercio con América del Norte (TLCAN). Este acuerdo buscaba una mayor participación de México en la economía global, mediante la apertura económica, aunque desde su diagnóstico hubo señalamientos respecto a riesgos para el sector alimentario, que subrayaban la necesidad de protegerlo. Al final, el acuerdo se firmó sin considerar dichas reservas (Gómez y Schwentesius, 2003).
Además de tener graves consecuencias en el campo mexicano,16 los crecientes niveles de sobrepeso y obesidad, se agregan a los fuertes costos que ha tenido para México el acceso al mercado mundial, mediante el TLCAN. Las condiciones alimentarias no sólo no mejoraron, sino que el tratado permitió el ingreso al mercado mexicano de mercancías de bajo valor nutricional, cuyo consumo no se ve limitado por la reducción del poder adquisitivo y se destina al consumo popular (Torres, 2010). Clark y colaboradores refieren, incluso, la existencia de un Sistema Alimentario Integrado México-Estados Unidos, puesto que tanto la producción como el procesamiento y las empresas revendedoras perciben inversión directa de EE.UU., mientras el procesamiento y reventa de alimentos reciben insumos y ésta última, alimentos altamente industrializados listos para comer. Las firmas transnacionales controlaban el 35% de la industria del cerdo en México y se calcula que para 2005, Wall-Mart controlaba en 20% de las tiendas revendedoras en México (Clark et al., 2012)
Disponibilidad de alimentos altamente industrializados y el cambio en los consumos
Otra vía para entender el cambio a una dieta en la que abundan los alimentos altamente industrializados, es la dinámica entre la oferta y la demanda, implícita en su disponibilidad. Esto supone observar, paralelamente, las transformaciones tanto de la industria alimentaria como de las características de los consumidores, dentro del modelo de desarrollo prevaleciente. En el periodo de la historia comprendida entre 1950 y 1982 se configura el programa de modernización industrial que busca consolidar una economía en crecimiento, en la que la empresa privada tiene un papel dirigente, sobre las bases establecidas por el Estado. En este proceso, la industria sustituye a la agricultura como el centro de desenvolvimiento para el país y la política económica se sostiene en la estabilidad y la sustitución de importaciones (Gracida, 2004).
La consolidación de la oferta de alimentos industrializados, se puede ubicar en esta misma época. La creciente demanda norteamericana, cuya industria estaba enfocada en la producción bélica a mediados de los cuarenta, permitió que la incipiente producción de alimentos altamente industrializados17 se desarrollara en México. Una vez pasada esta etapa varias empresas norteamericanas se establecen en suelo mexicano, a mediados de los cincuenta, aprovechando el rápido incremento de la población urbana y de las clases medias (González et al., 2007). El desarrollo de la industria alimentaria, puso mercancías nuevas en los establecimientos comerciales, que eran principalmente consumidas por los estratos medios y altos que determinaban su estructura; sin embargo, el efecto no era unidireccional, ya que el consumo de alimentos industrializados también tuvo un impacto en la oferta de este tipo de mercancías.
Para ponderar adecuadamente el fenómeno señalado, hay que tomar en cuenta las características de los consumidores. Durante la segunda mitad del siglo XX se privilegió la industria y el crecimiento de las ciudades en detrimento de las regiones indígenas y rurales que experimentaron las exigencias del mercado y las dificultades de la autosuficiencia, perdiendo su carácter de “refugio” (Medina, 1991). Así, se dio paso a una gran afluencia de migrantes hacia las ciudades, ante la desmejora del ámbito rural, a la par de la promesa de prosperidad que suponía la vida urbana. El dinamismo de la población en los años del desarrollismo reconfiguró su distribución dejando atrás los años en que México era un país eminentemente rural.18
El cambio de contexto residencial colocaba a los individuos ante una oferta alimentaria a la que sus cuerpos no estaban acostumbrados. Individuos adaptados a una dieta cuyos componentes principal son el frijol, el maíz y el chile, tienen un organismo más susceptible a la acumulación de energía, lo cual puede conducir a una ganancia elevada de peso, sobre todo en las edades adultas.19
La población urbanizada, a partir del cambio de domicilio más que por la transformación paulatina de su entorno, le atribuyó significados al consumo que iban más allá de la mera necesidad alimentaria. Además de que existía una diferenciación clara respecto a los lugares de compra (autoservicios y minisúpers para los niveles económicos más altos; tiendas de abarrotes, mercados y tianguis, para los de menor nivel), el hecho de que los alimentos industrializados eran consumidos primordialmente por las clases acomodadas dio pie a que dichos productos fueran asociados con bienestar, estatus y movilidad social (Torres et al., 1997; Bertrán, 2010). Con una creciente homogeneización de la oferta y sin problemas de distribución (gracias a la enorme expansión de las vías de comunicación), el único obstáculo real para tener una dieta basada en productos industrializados era el ingreso, pues estos productos estaban suficientemente diversificados como para mantener un consumo heterogéneo. De este modo, la diversidad regional de insumos alimenticios y estilo de cocinar, se enfrentó a un proceso de homogeneización y de mayor diferenciación entre los estratos sociales (Torres, 2000). Debemos considerar también que con la puesta en vigor del TLCAN estos productos que ya eran de fácil acceso, verían reducidos sus precios de manera significativa (Santos, 2012).
Ahora bien, esto no quiere decir que los cambios en la alimentación se deban sencillamente a la atribución de significados, la imitación o la imposición de patrones; la industria alimentaria tenía varias aportaciones que encajaban con los cambios en la dinámica social derivados del acelerado ritmo del desarrollo del país:
Un mejoramiento sensorial de los alimentos (aroma, color y textura).
Conservación de los alimentos por periodos prolongados, tanto los estacionales como los alimentos de bajo valor nutricional.
Eliminación de defectos o riesgos.
Reducción del trabajo doméstico de obtención y elaboración de los alimentos.
Búsqueda de nuevas opciones para recuperar alimentos nutritivos (p. e. amaranto).
"Enriquecimiento" de los alimentos para mejorar o reponer los nutrientes que se pierden en su elaboración.
Adición de nutrimentos que existen en cantidades insuficientes en los alimentos (p. e. yodo a la sal) (Bourghes, citado en Torres et al., 1997).
Con el tiempo se verificaría que estas ventajas tenían su propia carga de riesgos. Si bien la prolongación de la vida de anaquel de los alimentos los hace más disponibles, el hecho de que sean altos en su contenido calórico redunda en que se aporten grasas y azucares y pocos nutrientes, además de que los aditivos para conservar o hacer más atractivos los productos, están asociados en algunos casos con la presencia de cáncer o déficit de atención en los niños. A esta complejidad habría que agregar la presión de las grandes empresas para evitar la regulación de aditivos (Nicole, 2013).
De manera indirecta, el desarrollo de la industria alimentaria ha favorecido el crecimiento de la oferta de comida rápida. A nivel mundial, se ha documentado el abaratamiento en la producción de aceites vegetales y harinas (Popkin, Adair y Ng, 2012). Esto permite que la venta de alimentos preparados sea una alternativa que retribuye de manera casi inmediata y muy por encima del salario mínimo (Primo, 1995; Hernández, 2014).
Otro aspecto que vincula a los alimentos industrializados con la comida rápida, es su conveniencia. Los expendios callejeros de comida, tan arraigados en la cultura mexicana, también se pueden relacionar con momentos de grandes flujos migratorios. La concentración de trabajadores migrantes muchas veces sin sus familias, le otorgó la importancia para la manutención cotidiana que sostiene hasta nuestros días (Pilcher, 2006). Actualmente, la evidencia antropológica muestra que, más allá de las restricciones que impone el ritmo de vida urbano, el antojo es la principal razón para comer en la calle (Delgado y Bertran, 2010).
Para la población infantil, la practicidad de adquirir alimentos en la vía pública (tanto comida rápida como alimentos altamente industrializados) es un factor clave de su ambiente alimentario pues se pueden adquirir en el camino a la escuela, durante la estancia en ella, a la salida o de camino a casa, variando en cada momento del día (Lozada et al., 2007; Bonvecchio et al., 2010; Shamah et al., 2011).
Pero la correspondencia que la industria alimentaria había establecido con los consumos de los estratos más altos, podría conducir a que la ingesta de alimentos industriales no aumentara e incluso pudieran contraerse ante dificultades económicas. Una forma de prevenir esta eventualidad ha sido el uso masivo de la publicidad. El desarrollo de los medios masivos de información permitió la difusión de los productos industrializados. En 1973 se destinaban a este rubro 4.5 millones de pesos dedicados principalmente a la promoción de alimentos y bebidas (Aguirre et al. Citados en Torres et al., 1997). Se estima que para 2013, el gasto en publicidad para los alimentos de bajo valor nutricional, como galletas y botanas, rondaba los 2,500 millones de pesos, mientras que el de las bebidas endulzadas llegaba a los 5,800 millones, en el mismo año (El Poder del Consumidor, 2014).
Así, se impulsaron ciertos consumos en las amas de casa, entre los que destacan los refrescos, polvos para preparar bebidas, cereales para el desayuno, harinas pre-procesadas para pan, hot cakes y galletas, además de consomés en polvo (Torres et al., 1997). Por su parte, el consumo de pastelillos industrializados (principalmente destinados al consumo infantil) creció de forma acelerada; a principios de los ochenta su consumo mensual por familia era de 50 unidades, además de que su producción aumentaba a un ritmo cuatro veces superior al del crecimiento demográfico en la década de los ochenta (Schatán, 1986). Propaganda y homogeneización de la oferta hicieron de la comida industrializada un sector sumamente dinámico en México entre 1960 y 1980 impactando en los comportamientos alimentarios, con notables matices por estratos sociales. Torres y colaboradores (1997) señalan que, a principios de la década de 1960 la población en mejores condiciones destinaba un 9% a ese tipo de alimentos; ello se incrementó durante el periodo señalado hasta duplicarse. Por otro lado, las clases medias incrementaron en 60% su alimentación industrializada, donde la mitad se conformó de frutas y legumbres en forma de productos congelados o conservas, finalmente el estrato de más bajos ingresos incrementó sus consumos principalmente de alimentos enlatados y refrescos.
Se estima que para 2010, el gasto en alimentos de escaso valor nutricional alcanzaba los 240 mil millones, en claro contraste con los 10 mil millones que se destinaban a los alimentos básicos (García, 2011). México llegó a ser uno de los mayores consumidores de alimentos y bebidas azucaradas altamente procesados del mundo y el primero en Latinoamérica, con una ingesta de 214 kg per cápita al año, en 2013. Cabe señalar que, entre 2000 y 2013, fluctuó entre el primero y el segundo lugar (OPS, 2015),
Específicamente hablando del consumo de bebidas carbonatadas, para 2014 el país ocupaba el cuarto lugar en la región, sólo después de Estados Unidos, Chile y Argentina, en cuanto al volumen de calorías que provenían de bebidas azucaradas (CSPI, 2016). El impacto de la publicidad de alimentos hipercalóricos en el consumo ha sido particularmente problemático para la infancia mexicana. Se ha estimado que el 85% de la publicidad en televisión, destinada a alimentos, correspondía a la promoción de refrescos, pastelitos y frituras, que se dirigen principalmente a esta población, pero también impacta de manera significativa en adultos (Ramírez et al., 2003; Díaz et al., 2011; Pérez et al., 2010). El uso de celebridades o personajes ficticios; presentaciones llamativas o utilizables como juguetes o acompañadas de juguetes; el patrocinio de actividades donde participan niños; publicidad en programas, películas o videojuegos, incluso en internet, la promoción de alimentos y bebidas hipercalóricos, se encuentra presente en prácticamente todos los ámbitos de la vida de los menores, desde la televisión, la escuela, los diversos puntos de venta y en el transporte público (El Poder del Consumidor, 2014; INSP, 2014).
Tomando en cuenta las implicaciones negativas de la publicidad, particularmente en los niños, se han establecido regulaciones en los reglamentos de la Ley Federal de Radio y Televisión y la Ley General de Salud desde principios de la década de los setenta (García, 2011a). Aunque el contenido de dichos reglamentos era ambiguo, durante esa década, los esfuerzos regulatorios se veían reforzados por una serie de mensajes televisivos, incluso dentro de series infantiles, que se enfocaban en reducir el consumo particularmente de refresco. Las iniciativas por restringir la publicidad y el consumo de refresco se redujeron durante los ochenta, y a finales de la década, con los gobiernos promotores del libre mercado, los controles sobre la publicidad fueron más laxos, e incluso se promovió la autorregulación20 (Zazueta, 2012; García, 2011).
Fue hasta 2010 que la alerta por los elevados niveles de sobrepeso y obesidad llamó la atención de figuras clave de la política, de organizaciones de la sociedad civil y de la academia, para dar paso a un esfuerzo regulatorio21 de la oferta de alimentos y bebidas de escaso aporte nutricional, al menos en los planteles de educación básica (Barquera et al., 2013; Monterrosa et al., 2015). Pero dado que se buscaba dar preferencia a la autorregulación, empresas como Barcel y Sabritas anunciaron la adecuación de instalaciones para empacar menores cantidades y agregar o modificar los componentes de sus productos poco tiempo después de que se establecieran las primeras restricciones (Rodríguez, 2012; García, 2011). Esto muestra una reorientación de la población objetivo, que ahora incluye a los padres, para tratar de convencerlos de que se ofrecen productos “sanos”.
Durante el último sexenio, ante la falta de resultados de las acciones tomadas con anterioridad, se impulsa un impuesto especial al refresco, así como restricciones en los horarios para la publicidad de alimentos y bebidas hipercalóricos y un etiquetado frontal en esos productos (Tenorio, 2014; Cofepris, 2014). Aunque el impuesto al consumo de refresco ha logrado una reducción en su consumo entre un 6% y un 12%, en 2014 (Colchero et al., 2016), y las regulaciones a la publicidad y el etiquetado pueden ser instrumentos para confrontar al entorno obesogénico; la asociación civil El Poder del Consumidor señala la necesidad de asegurar la ausencia de conflicto de intereses, en el grupo de expertos que definan los contenidos aceptables en la publicidad. Por otro lado, señala que se debe extender la cobertura de la regulación a todos los legalmente menores, a internet y las diversas redes móviles y detener el uso de personajes ficticios o figuras públicas, de juguetes, o de actividades filantrópicas y de patrocinio, para promover alimentos y bebidas (El Poder del Consumidor, 2014).
De manera más amplia, existe una serie de acciones contra el ambiente obesogénico que aún están pendientes, de acuerdo a recomendaciones internacionales (OPS, 2011). En lo alimentario: la mejorar del precio relativo de los alimentos saludables, la promoción de políticas agrícolas y la agricultura urbana, la eliminación de las grasas trans de la dieta, la mejora de los programas de alimentación escolar, la incorporación del concepto de salud en el comercio internacional de alimentos, así como incentivar el desarrollo de nuevos alimentos más saludables. En lo que se refiere a la promoción de la actividad física, están pendientes, tanto las dirigidas a los ámbitos institucionales de adultos (lugar de trabajo) y niños (escuela), como al equipamiento urbano: planeación urbana y transporte, además de espacios propicios para la recreación y el deporte.
Para finalizar, vale la pena considerar la contribución de la industria alimentaria al entorno obesogénico, por paradójico que parezca, al participar en programas contra la obesidad. Si bien existen precedentes de que la industria alimentaria busca disminuir la presión que se ha puesto sobre ésta, enfatizando la importancia de la actividad física,22 la compañía refresquera Coca Cola no sólo ha conseguido desviar la atención a sus productos, incluso ha conseguido apoyo de diferentes países en el mundo, enfatizando la importancia de la actividad física como una forma de enfrentar el exceso de peso y las enfermedades asociadas, proponiendo que basta con educar a la población para “equilibrar las calorías”.23
En 2013, la Comisión Nacional de Cultura Física y Deporte (CONADE) impulsó el programa Ponte al 100, ubicando a la refresquera como “aliado fundador”, reconociendo la falta de resultados de los Planes Nacionales de Activación Física de los tres sexenios precedentes (Conade, 2013). En noviembre de 2015, el programa llega a su fin, ante las dificultades implícitas en la logística del programa24, que derivaban en un escaso interés de la población, además de las sospechas respecto a sus resultados y de la imagen pública de que el mismo gobierno estuviera siendo complaciente ante la propagandización de los productos de la marca, en eventos encaminados a promover la salud, cuando se le ha relacionado con el exceso de peso (Ochoa, 2016). Esto no significa que hayan cesado los intentos por incidir en los programas y políticas orientados a mejorar las condiciones de salud de la población, a la par de asegurar una buena imagen pública y apuntalar su capacidad de negociar frente al Estado. Todo lo cual redunda en la extensión de los alcances del ambiente obesogénico.
Conclusiones
La consolidación del entorno obesogénico, se ha logrado a partir de múltiples procesos de un alcance generalizado, que es necesario situar en el marco de las prácticas y estilos de vida. Hemos señalado que, la acción del Estado ha dado fundamento al cambio en los patrones alimentarios apoyándose tanto en supuestos ideológicos, cada vez más desdibujados pero presentes, aunque también por esfuerzos analíticos para comprender y actuar de manera adecuada ante los problemas alimentarios del país. En este proceso, si bien nunca ha dejado de ser determinante, en esta última etapa de la vida económica nacional, parece serlo por su falta de regulación, a pesar de la evidente necesidad de ésta. En el nuevo modelo económico, a la ausencia de frutas y verduras frescos de los programas alimentarios durante la sustitución de importaciones, se agrega el acceso a las mercancías ultra industrializadas, como un recrudecimiento del ambiente obesogénico.
Ante una promoción histórica del cambio de la dieta del mexicano, el desarrollo de la industria alimentaria encajó perfectamente, tanto por la publicidad y disponibilidad de las mercancías producidas, como por la oportunidad que dio, al consumidor doméstico, de participar de las mercancías que circulan en el mercado global, reproduciendo los consumos estandarizados que se difundían de forma masiva en los medios de comunicación, con un alcance cada vez mayor. Las personas evaluaban los alimentos que se ponían a su alcance, no sólo por sus propiedades alimentarias o su practicidad para la ajetreada vida moderna, los consumidores también atribuyeron propiedades sociales a los alimentos, como muestras de modernización o mejora en el estatus social. Frente a estos cambios, hay que señalar que ha sido al apoyo de figuras clave de la política, de organizaciones de la sociedad civil, de la academia, al uso de recomendaciones de organismos internacionales, e incluso la cobertura de los medios a la problemática de los riesgos asociados al exceso de peso, lo que permitió empezar a tomar medidas gubernamentales. Así la sociedad civil organizada, ha presionado al gobierno para actuar sobre las empresas, pero falta todavía emprender un esfuerzo para revertir la asociación entre consumos obesogénicos y la mejora socioeconómica, un esfuerzo que requiere una visión integrada de cada uno de esos actores.
Ya desde 1999 se tenía información de prevalencias elevadas de exceso de peso en mujeres, adolescente y escolares, pero fue hasta 2010 cuando se destinaron esfuerzos específicos para este aspecto (Rivera et al., 2001; Secretaria de Salud, 2010). Queda pendiente la evaluación del impacto de las acciones gubernamentales que, en los últimos dos sexenios, se han dirigido a reducir las altas prevalencias de exceso de peso. Particularmente, ante el reconocimiento nacional e internacional de que tomar medidas fiscales contribuye a reducir los riesgos poblacionales de enfermedades crónicas (Colchero et al., 2016; WHO, 2016).
No está de más apuntar que si bien las acciones gubernamentales son de crucial importancia para prevenir riesgos de salud, aún existen aspectos que quedan por atenderse y que forman parte de un cuerpo bien fundamentado de evidencias. Aún más, el fuerte vínculo que existe todavía entre la industria alimentaria, particularmente de las refresqueras, con diversas instituciones del Estado, es motivo de alerta pues representa la oportunidad para “limpiar” la imagen de esas bebidas y con ello, el riesgo de aumentar y profundizar el alcance del ambiente obesogénico. Conviene señalar que la coyuntura actual con la solicitud expresa de modificar el TLCAN, de la administración entrante en el gobierno norteamericano, supone una oportunidad para atender una de las mayores influencias que refuerzan el ambiente obesogénico mexicano, como se mostró antes.
Debemos indicar que esta revisión cubre un primer objetivo de establecer puntos referenciales para el desarrollo de posteriores investigaciones, en las que los procesos señalados sean contrastados con datos empíricos.