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Perfiles latinoamericanos

versión impresa ISSN 0188-7653

Perf. latinoam. vol.31 no.61 México ene./jun. 2023  Epub 10-Jun-2024

https://doi.org/10.18504/pl3161-004-2023 

Artículos

Valores patriarcales y justicia penal. Sobre el castigo diferencial del asesinato contra los hijos e hijas

Patriarchal values and criminal justice. On the differential punishment of murder against sons and daughters

* Doctora en Ciencias Sociales por la Universidad de Buenos Aires. Docente en la carrera de Sociología, Facultad de Ciencias Sociales, Universidad de Buenos Aires (Argentina) | lassallemartina@gmail.com.


Resumen

El presente trabajo se propone mostrar el modo en que la justicia penal reproduce valores heteropatriarcales mediante el castigo penal diferencial de madres y padres por asesinatos cometidos contra hijos e hijas. Tomaremos el caso de la Región Metropolitana de Buenos Aires y nos centraremos en examinar el modo en que el mito hegemónico mujer-madre, y el universo de significaciones imaginarias sociales en torno a la maternidad que este organiza, permean e informan estas prácticas penales. Para ello, proponemos un abordaje cualitativo que recurra al análisis de fallos judiciales y de entrevistas realizadas a jueces y fiscales.

Palabras clave: mujer; asesinato; valores patriarcales; mito; maternidad; justicia penal

Abstract

This article seeks to show the way in which the criminal justice reproduces heteropatriarchal values through the differential penalization of murders committed by fathers and mothers against their children. We will analyse the case of the Metropolitan Area of Buenos Aires and focus on the way in which these penal practices are permeated and informed by the hegemonic myth women-mother and by the universe of social imaginary significations around maternity that it organizes. We propose a qualitative approach that includes analyses of trial records as well as of interviews done to judges and prosecutors.

Keywords: woman; murder; patriarchal values; myth; maternity; criminal justice

Introducción

El presente trabajo se propone mostrar el modo en que la justicia penal reproduce valores heteropatriarcales mediante el castigo penal diferencial de madres y padres por asesinatos cometidos contra sus hijos/as. Tomaremos el caso de la Región Metropolitana de Buenos Aires y nos centraremos fundamentalmente en examinar cómo estas prácticas de castigo son permeadas e informadas por el mito hegemónico mujer-madre, y por el universo de significaciones sociales en torno a la maternidad que este organiza. Significaciones que, siguiendo a Castoriadis (2006, p. 79), aquí caracterizaremos como imaginarias, no en un sentido mentalista, sino porque no corresponden ni a ideas racionales ni a objetos naturales. Son, en cambio, un producto histórico del imaginario social colectivo que, como veremos, la justicia penal reproduce en su práctica efectiva. Asimismo, mostraremos de qué forma estas prácticas de penalización ponen en juego, y a su vez contribuyen a producir, dos figuras míticas que funcionan una como anverso de la otra: las figuras de mala y buena madre. Por último, analizaremos el tratamiento penal diferencial de la violencia de las madres y los padres contra sus hijos e hijas que estas prácticas de castigo exhiben.

Nuestro abordaje será de tipo cualitativo. Trabajaremos con tres casos: dos en los que la madre tiene intervención directa en la muerte del niño o la niña, y uno donde es el padre quien interviene directamente. Los mismos son parte de un corpus de veinte casos de mujeres procesadas por el asesinato de sus hijos/as de los cuales se analizaron específicamente las sentencias de los tribunales orales. Los casos presentados en este trabajo fueron seleccionados por su representatividad y, asimismo, porque condensan de forma particularmente relevante diversos elementos que se encuentran dispersos en el resto de las sentencias que componen el corpus. En este sentido, se trata de casos tan representativos como paradigmáticos que permiten iluminar dimensiones que resultan claves para los fines de este trabajo. A partir de los fallos judiciales correspondientes y de entrevistas realizadas a jueces de tribunal oral y fiscales de juicio,1 analizaremos las condenas establecidas en cada caso, así como los argumentos que las sostienen.

En la actualidad, la mayor parte de las investigaciones (Defensoría General de la Nación de la República Argentina et al., 2013; CELS, 2019) sobre criminalización de mujeres se ha centrado en el estudio de las violaciones a la llamada Ley de Estupefacientes (Ley 23.737). Y es que, en los últimos cinco años, la población femenina encarcelada ha aumentado a un ritmo dramáticamente acelerado, no solo en Argentina sino en toda la región latinoamericana. Este aumento exponencial que se inscribe en una tendencia de incremento más general de la población penitenciaria en su conjunto (en Argentina, con un crecimiento del 71% en los últimos diez años),2 se encuentra directamente vinculado a la llamada “lucha contra las drogas”, la cual toma la persecución penal como su principal instrumento3 (Renoldi, 2014; Corda, 2016; Guzmán & Zarza, 2019; Ciafardini & Olaeta, 2020). En Argentina, entre 2010 y 2014, la cantidad de mujeres presas aumentó 10%, mientras que de 2014 a 2019 este incremento fue del 48%, pasando de 2989 a 4413 mujeres presas. Además, entre las mujeres que están actualmente en prisión, el 53% están imputadas o condenadas por causas vinculadas a la violación de la Ley de Estupefacientes.

No obstante, muchísima menor atención se ha puesto sobre la penalización diferencial de mujeres procesadas por asesinato. Si bien se trata de un porcentaje menor -un 15% de las mujeres que están actualmente en prisión-, se observa una notable disparidad en la penalización de hombres y mujeres imputados por este delito, tal como hemos señalado en otros trabajos (Lassalle, 2020, 2021).4 Según estos datos, en Argentina, las mujeres que cometen asesinatos tienen 2.9 veces mayor riesgo de recibir condenas perpetuas que los varones que cometen asesinatos. Ahora bien, ¿cómo explicar esta selectividad? Como han señalado distintas investigaciones históricas (Di Corleto, 2010; Calandria, 2020), aunque son numéricamente muy pocos, los asesinatos que con más frecuencia cometen las mujeres han sido contra sus hijos/as. En línea con esto, se podría decir que, entre las mujeres detenidas por homicidio, hay una mayor proporción de homicidios agravados que entre los varones detenidos por ese mismo delito. Sería entonces esta diferencia en el tipo de asesinato cometido lo que permitiría explicar esa mayor severidad en los castigos aplicados a las mujeres.5 Sin embargo, ¿puede ser esta toda la respuesta al problema de la selectividad? Desde un punto de vista sociológico, consideramos que es preciso dar todavía un paso más y responder por qué esos asesinatos cometidos por mujeres resultan tan atroces para el sistema penal. ¿Qué valores y sentidos sociales ponen en juego esas muertes? ¿Qué significaciones subyacen en los criterios que se presentan como criterios netamente objetivos y jurídicos? En este trabajo nos proponemos contribuir a responder estos interrogantes, centrándonos en el análisis de la penalización de los asesinatos cometidos contra los hijos e hijas.

Una conducta dislocante, inconcebible, inimaginable

El primer caso que analizaremos es el de una joven de 17 años que tuvo a su beba en el baño de su casa en San Isidro, localidad de la provincia de Buenos Aires. Luego de haber parido, la arroja por la ventana de su cuarto, y se acuesta a dormir. Una vecina de la planta baja es quien encuentra a la beba a las seis de la mañana, y llama a los servicios de emergencia. Inmediatamente la envuelve en una sábana y parte al hospital. La beba estuvo en la guardia desde la mañana hasta la noche, cuando finalmente falleció.

La fiscal a cargo de este caso fue una fiscal especializada en género, quien, en una de las entrevistas realizadas, manifestó que imputó a esta chica por homicidio agravado por el vínculo y solicitó al tribunal la condena máxima (prisión perpetua), rechazando así la existencia de circunstancias extraordinarias de atenuación que hubieran disminuido la pena. Sus argumentos fueron los que siguen:

Yo había ido a tomarle la declaración en el hospital, tenemos un plazo de 24 hrs., ella entró después al hospital para terminar de expulsar la placenta y demás, y ella en ningún momento, al interrogatorio con perspectiva de género que yo le hago, en ningún momento me da respuestas que a mí me permita echar mano de esa circunstancia extraordinaria. Entonces, es cierto que es joven, pero tenía otra hermana de más o menos la misma edad, que había tenido familia hacía poco. Con lo cual tenía una familia continente porque vivía con la mamá, con la pareja de la mamá, con la hermana, con el bebé, tenía una escuela continente.

Y agrega:

Ella había ocultado todo el embarazo, ella tenía turnos con endocrinología en el hospital de San Isidro, ella justo todos esos turnos, los que correspondían a los nueve meses de embarazo no fue. Venía controlada y en esos turnos no fue. Supo cómo cortar el cordón porque dijo: vi un video para hacerlo. No tuvo ninguna situación de empatía, por supuesto. Le hicimos pericias de punta a punta porque es muy difícil hasta de entender esa conducta como un cortocircuito. ¿Cómo alguien que atraviesa una situación de parto puede hacer lo que hizo y acostarse a dormir? Y después salir como si nada porque la vecina que encontró a la beba se la cruza, esto fue a las 6 de la mañana, se la cruza tipo 10 de la mañana, la vecina todavía en shock y ella dice no sé qué pasó y se va como si nada. Entonces, lo primero que le pregunté: ¿este embarazo es producto de una violación? ¿Es producto de una violación sexual consentida con una persona con la que te pueda generar problema si esto se sabe? Yo apuntando que quizás con 17 años tal vez mantenía relaciones con el padre, con el concubino de su madre, y que develar toda esta situación iba a ser un conflicto enorme dentro de la familia, mucho más incluso que el embarazo. Con lo cual yo, con perspectiva de género, abarqué todas las posibilidades para justamente echar mano a esas circunstancias extraordinarias de atenuación. Si ella me hubiera contado algo de todo esto, o algo de todo esto hubiera salido positivo, muy probablemente yo misma hubiera invocado, porque nosotros mismos tenemos un deber objetivo de actuación, en el pedido de pena de ese juicio esa circunstancia extraordinaria. […] Si ella me hubiera dicho que es producto de una violación, claramente, aunque no la denuncié en su momento. Era buena alumna, no tenía ni déficit ni un retraso madurativo ni mucho menos. Entonces, bueno, uno pesquisa estas cuestiones. Si tenía familia continente o no, se hizo un informe socioambiental en su domicilio. Todos habían recibido con mucho beneplácito el hijo de la hermana, se hizo un baby shower. Vivían ahí, o sea, no era una familia que la iba a expulsar por tener un embarazo adolescente.

A nuestro entender, este caso ilumina una primera cuestión clave; esto es, la dislocación afectiva y cognitiva que produce el hecho de que una madre mate a un hijo o hija. El relato de la fiscal muestra que este hecho pertenece al orden de lo impensado, de lo inconcebible. Dos recursos retóricos ilustran esto con claridad: en primer lugar, la metáfora (muy precisa) del “cortocircuito” a la que la fiscal apela cuando intenta explicar (y explicarse) lo ocurrido. En segundo lugar, la pregunta retórica que se formula inmediatamente después de utilizar la metáfora anterior: “¿Cómo alguien que atraviesa una situación de parto puede hacer lo que hizo y acostarse a dormir? Y después salir como si nada […]”. Una pregunta retórica es un tipo de pregunta que, a diferencia de otras, no espera respuesta ya sea por estar esta última contenida en la interrogación o por una imposibilidad de hallar esa respuesta. Creemos que es este segundo punto el que se pone de manifiesto en el relato de la fiscal. La imposibilidad de comprender cómo es que una madre puede asesinar a un hijo o una hija se debe a que lo que se cortocircuita, lo que se interrumpe con este hecho es precisamente una estructura cognitiva y valorativa que, de manera general, delimita lo posible de ser pensado, imaginado, sentido y actuado por los sujetos que en ella están subjetivados en un momento sociohistórico particular.

Podría pensarse que esta interrupción de sentido, esta ruptura de los esquemas de creencia y deseo vigentes, se explica a partir de la existencia de una transgresión a la prohibición fundamental de matar. Sin embargo, esta explicación es insuficiente dado que no todo asesinato produce un cortocircuito cognitivo y afectivo de esta intensidad. Un asesinato en legítima defensa o un asesinato en medio de una pelea vecinal no genera en los operadores judiciales -ni tampoco en el ciudadano medio- este nivel de incomprensión ni de shock afectivo.6 Como intentaremos mostrar, hay aquí algo más, un plus que subyace en esta imposibilidad de comprender cabalmente cómo es posible que una mujer mate a su hijo/hija -y que, en gran parte, explica la pena que solicita la fiscal-. Se trata del mito mujer-madre, hegemónico en nuestras sociedades patriarcales. En nuestra hipótesis, este mito se encuentra operante y activo en estas prácticas penales, y se articula con el mito de la vida sagrada en las sociedades contemporáneas. Es esta articulación la que pone en movimiento una respuesta altamente penal por parte del sistema de administración de justicia.

Tal como sostuvo Fernández (1993), el mito mujer-madre es el que organiza el universo de significaciones imaginarias sociales en torno a la maternidad. Este conjunto de significaciones míticas que anuda la identidad de la mujer con la maternidad, que construye la “madre” como el paradigma de la “mujer”, subrayando que la esencia de la mujer es ser madre, se encuentra cristalizado en los diversos discursos sociales -el discurso jurídico entre estos-, y organiza las prácticas y valoraciones tanto de hombres como de mujeres y niños; prácticas individuales y sociales, públicas y privadas (1993, p. 162). Como iremos viendo, entre estas prácticas se encuentran las del sistema penal, pretendidamente secularizado, formalizado y funcionando por fuera de todo mito social.

Según Fernández (1993, p. 168), estas producciones imaginarias en torno a la maternidad se sostienen en una “ilusión de naturalidad” que la presenta como un fenómeno natural antes que social. En este sentido, el par mítico mujer-madre está asociado a otro par que le sirve de soporte y del cual parece derivar en primer lugar. Se trata del par reproducción-maternidad. Tal como sostiene Fernández (1993, p. 161), reproducción y maternidad corresponden a dos órdenes distintos: la primera refiere al orden de la especie, mientras que la segunda al orden de la cultura. Sin embargo, el mito los junta, los alinea de modo tal que la función materna, que es una función social, parece derivar, sin solución de continuidad, de la función reproductiva. De esto se sigue que, dado que la mujer posee un aparato reproductor “privilegiado” para esta función, se la piensa como “naturalmente” madre.

Para ello, el mito realiza una operación muy particular al nivel del sentido. Es por un deslizamiento de sentido -de madre-mujer a mujer-madre- que el mito naturaliza ciertos sentidos y obtura muchos otros. Esto es, entre las múltiples maneras en que podría definirse la identidad femenina -a partir de cierto tipo de actividades artísticas o productivas, por ejemplo-, el mito la restringe a su función de madre. Podríamos decir que estos muchos otros sentidos posibles sufren una “muerte en suspenso”, para tomar una expresión de Barthes (2008, p. 209), producto de la operación connotativa que caracteriza al mito, la cual enlaza el significante mujer a un único y posible significado: el ser madre. “Todo sucede como si la imagen [mujer] provocara naturalmente al concepto [madre]”, dirá Barthes (2008, p. 222). La operación mítica asocia mujer y madre de modo tal que este vínculo aparece como natural y necesario, cuando se trata, en realidad, de un producto sociohistórico. El mito despolitiza este vínculo, lo vacía de historia, lo llena de naturaleza, lo despoja de su sentido humano (Barthes, 2008, p.238). De ahí también la ilusión de atemporalidad que lo habita.7

Ahora bien, ¿cómo funciona este mito en el seno de las prácticas penales? Uno de los aspectos centrales del mito -el postular un lazo natural, amoroso e inquebrantable entre una madre y un/a hijo/a desde el momento mismo del nacimiento- subyace en el relato de la fiscal, como un no-dicho, fundamentalmente cuando enumera las posibles “justificaciones” de la conducta de la joven. Así, se observa que solo hechos externos al vínculo madre-hija -una violación, el rechazo por parte de su familia y/o escuela, un retraso madurativo- parecerían poder explicar, en parte, una ruptura, un resquebrajamiento, de este vínculo que se da por supuesto, que se toma como punto de partida. Y de ahí que sean solo estos hechos los que le permitan a la fiscal solicitar penas más atenuadas, menos severas, para una conducta considerada tan atroz. Cabe recordar que la joven asesina a la niña minutos después de su nacimiento, por lo que resulta claro que la fiscalía, y también los jueces, presuponen este vínculo como natural. Esta naturalización no deja ver que ese vínculo, y el amor maternal que lo define como tal -y precisamente cuya ausencia se le reclama a la joven por medio de la penalización impuesta-, son un producto sociohistórico y no un rasgo natural de la condición femenina, tal como han sostenido primero De Beauvoir (1949) y luego Badinter (1981), entre otros.

Al referirse a la resolución del caso, la fiscal afirma:

En este caso de esa chica, le dieron 15 o 16 años creo, por haber matado a la hija. Entendieron los jueces, yo sostenía una perpetua, la defensa no invocó circunstancias extraordinarias de atenuación. Los jueces entendieron que la fiscalía no había podido acreditar fehacientemente en el juicio que ella hubiera estado al tanto del embarazo (porque con los médicos en el juicio quedo un poco desdibujado, porque acá te cuentan una cosa y en el juicio puede pasar otra). O sea, que ella hubiera sabido. Ella todo el tiempo decía que ella no sabía lo que le había pasado. No se hizo controles. Por supuesto es muy incongruente por un tema de peso, y de que vos podés saber que no estás embarazada. Pero una vez que pariste, que tuviste a tu bebe, ya ahí no hay un no sé qué pasa. Bueno, ella alegó como que la sorprendió la situación, no supo cómo reaccionar y su reacción fue esa.

Como puede verse, la atenuación que finalmente resuelve el tribunal se sustenta en que la fiscal no pudo comprobar que la joven conocía su embarazo. Es decir, solo negando la relación “natural” madre-hija es que se llevó a cabo una disminución en el monto de la condena que, de otra forma, hubiera sido perpetua.

Ahora bien, ¿cómo explicar la aplicación de una pena tan severa en este caso, severa en comparación con otros asesinatos como un asesinato en riña (aproximadamente seis años) o un asesinato en legítima defensa (sin castigo alguno)? ¿Por qué es este un asesinato tan atroz para el sistema penal y no los otros? La primera respuesta con la que evidentemente nos encontramos es que el código jurídico así lo prescribe. Sin embargo, es una respuesta poco satisfactoria ya que, desde nuestra perspectiva, invisibiliza dos cuestiones fundamentales. En primer lugar, que lo que aparece como “derecho en abstracto” (Baratta, 1993), es decir, aquello que desde el discurso jurídico llaman “la letra de la ley”’, es el resultado de una disputa (política) por la definición de las conductas que estarán prohibidas y por la valoración diferencial de cada una de ellas -a través de los distintos castigos establecidos-. Detrás de las escalas penales hay entonces sentidos y valoraciones cristalizados que permanecen, a la vez, invisibilizados por no estar explicitados en el mismo código. De modo que allí ya hay algo que merece explorarse desde un punto de vista sociológico y que, en general, no se considera objeto sino punto de partida del análisis.8 Los fallos judiciales y los relatos de los propios operadores son lugares clave donde pueden rastrearse los argumentos que sostienen esas escalas penales y que el código no explicita. En segundo lugar, no permite ver que siempre existe una importante distancia entre lo que el código establece y las prácticas penales vigentes; es decir, que existe una distancia entre el derecho en abstracto y el “derecho en movimiento” (Sutherland, 1947). Así, las orientaciones, y también los límites que en cierta medida impone el código penal a los operadores judiciales, se encuentran siempre estrategizados en función de disputas de sentido e intereses que están en juego. Estas dos razones muestran pues la importancia sociológica de responder a la pregunta sobre la severidad del castigo yendo más allá de la simple y frecuente afirmación de que “el código así lo establece” -lo cual sería, además, responder con el relato de los propios operadores judiciales.

Retomemos el relato de la fiscal en donde explicita cómo se modula la pena:

Si una persona llega a juicio con un homicidio, no tiene antecedentes, no hay pautas que agraven eso, y en general le van a dar ocho años. Ahora, hay algunos otros elementos que van a agravar, a veces legalmente, la pena; por ejemplo, si el homicidio se comete con un arma de fuego, entonces ahí va a subir un tercio. Pero si no, no lo va a hacer. Ahora, si previo a matar a la persona, le infringió dolor, porque primero la golpeó o la hizo sufrir, o fue en presencia de algún niño, o utilizó la nocturnidad para valerse de ello, entonces esos pequeños elementos a veces son modos de ponderar un agravamiento de la pena. Los jueces no lo dicen porque no es políticamente correcto decirlo, pero esto tiene que ver con criterios de peligrosidad. O sea, que esa persona genere un mayor peligro para la sociedad porque evidentemente realiza la conducta de modo más lesivo […] Los jueces no lo van a decir porque esto te lleva a lo que se llama derecho penal de autor, criterios de peligrosidad, que es como palabra prohibida dentro del derecho penal, pero en el fondo lo que estamos haciendo es esto: valorar estas pautas para merituar esa pena.

Aquí emerge un criterio que no se encuentra explicitado en el código y refiere al grado de peligrosidad que representa, para el sistema penal, un individuo que comete un crimen. Sin profundizar en torno a la discusión de si las prácticas penales contemporáneas están predominantemente organizadas alrededor de la noción de riesgo o de peligrosidad, discusión que se haya en numerosas investigaciones criminológicas (Garland, 1996; Crawford, 2009; O’Malley, 1992, 2015; Sparks, 2016), aquí quisiéramos retener la idea introducida por la fiscal para pensarla en relación al castigo impuesto a la joven de nuestro caso bajo análisis.

Hemos visto que la imputación a cadena perpetua que lleva a cabo la fiscal se debe a que, en sus palabras, no pudo “echar mano a esas circunstancias extraordinarias de atenuación”. En ese caso, el código jurídico prescribe prisión perpetua y esa sería la justificación jurídica para una pena de esas características, justificación en la que ya hemos podido identificar al menos dos cuestiones subyacentes: primero, la imposibilidad de concebir -sin estremecerse, sin horrorizarse- la conducta de la joven; y, segundo, la suposición de un lazo estrecho, natural e inquebrantable entre una madre y un hijo desde el momento del nacimiento. Ahora bien, es también el propio código el que establece que, desde el momento en que los jueces reconocen circunstancias de atenuación, la pena pasa a ser la misma que la del “homicidio simple”: entre 8 y 25 años de prisión. Entonces, ¿por qué los jueces finalmente castigan a la joven con un monto muy superior al mínimo en esa escala? ¿Cómo explicar este monto siendo que, por ejemplo, a un individuo que mata con un cuchillo a otro en medio de una discusión se lo castiga, en promedio, con ocho años de prisión, como la misma fiscal sostiene en el relato? ¿Podríamos afirmar, como sugiere la fiscal, que hay una valoración de la “peligrosidad” que esa joven representa para la sociedad y que por eso se fija un castigo tan alto?

En nuestra hipótesis, la severidad de los castigos hacia este tipo de asesinatos se explica menos por la peligrosidad que estas mujeres representarían para el conjunto social que por el grado de monstruosidad que sus conductas comportan. Es decir, si el sistema penal construye estos asesinatos como verdaderamente atroces es porque lo que se encuentra en juego es el ataque no solo a la vida individual, sino también a otro valor sagrado o hegemónico en nuestra cultura: la maternidad. Y es que el lazo que el mito establece entre mujer y madre se pretende natural tanto como sagrado; es decir, socialmente trascendente (Durkheim, 2014; Caillois, 2006). De ahí que la operación sobre el sentido que efectúa el mito involucre, a la vez, una alta carga de afectividad. Como intentamos señalar, la dislocación (el “cortocircuito”) que produce el asesinato de un hijo o hija por parte de su madre es tanto cognitiva como afectiva: no se puede comprender bien qué es ese hecho, al mismo tiempo que no puede dejar de producir un altísimo grado de repulsa y horror.

Afirmar que el vínculo que establece el mito entre mujer y madre es sagrado implica decir que es, por tanto, inviolable. El asesinato de un hijo o una hija por parte de la madre pone en acto un absoluto quiebre de ese vínculo; es la conducta que muestra esa ruptura en extremo. Y si efectivamente este mito colectivo atraviesa las prácticas penales, como intentamos sugerir aquí, se comprende entonces por qué la joven que mató a su beba recibió un castigo bastante mayor al mínimo que el código habilitaba. Esta mujer, devenida ahora una verdadera criminal, un ser impuro (Alexander, 1993), encarna una nueva figura mítica que funciona como el anverso del mito puro mujer-madre: “la mala madre”. Cabe aquí recordar que, como sostiene Alexander (2001, p. 158), los valores positivos solo pueden cristalizarse en relación a otros valores que son considerados repugnantes. Es precisamente la pena ese médium social que permite relacionar, atar, directamente el mal, lo impuro, con ciertas prácticas e individuos (Tonkonoff, 2019, p. 31).

Los casos que introduciremos a continuación nos permitirán explorar un poco más en detalle cómo estas prácticas penales están atravesadas por, y producen, esta figura mítica de mala madre. Asimismo, podremos observar otros aspectos del mito mujer-madre que hasta aquí no hemos abordado.

Malas madres

El segundo caso que analizaremos corresponde al de una mujer de 48 años que, en 2015, mató a su hija de 12 años de un disparo en la cabeza con su arma reglamentaria. El asesinato de la niña ocurrió en una habitación de la casa y en medio de una discusión por la presencia de un perro que la mujer no aprobaba. Luego de que la mujer amenazara con matar al perro, y de que la niña le suplicara que no lo hiciera, la mujer finalmente dispara en dirección a la niña y al perro, lastimando de muerte a su hija. Inmediatamente, la mujer llama a su otra hija de 13 años y le pide que se comunique con los servicios de emergencia, los cuales llegan junto con la policía. La mujer fue imputada por “homicidio agravado por el vínculo” y finalmente condenada a prisión perpetua por el Tribunal Oral en lo Criminal Nro. 6 de la Capital Federal en agosto de 2016.9

La sola referencia al código jurídico a fin de explicar la “intensidad” en el castigo impuesto -para utilizar la expresión de uno de los jueces del caso que está plasmada en el fallo mismo- no resulta suficiente. Y es que, como sugerimos arriba, los sentidos sociales que subyacen en las escalas penales deben ser en sí mismos visibilizados y analizados. Esto es en particular relevante en un caso como el anterior donde pareciera haber criterios “correctos”, “objetivos” de imputación penal: se probó fehacientemente que la mujer le disparó a la niña y que esta última falleció a causa del disparo, que había tenido conductas agresivas con sus dos hijas, que la mujer no sufría violencia por parte de su pareja, que tenía un empleo estable. De modo que la decisión de este tribunal no parecería quebrar el principio de imparcialidad que el sistema burocrático racional legal defiende como bandera. Tampoco parecería estar basada en estereotipos de género discriminatorios contra la mujer, como sí han mostrado análisis sobre otros casos como, por ejemplo, el de Lina Carrera et al. (2020) sobre criminalización de mujeres por “eventos obstétricos” en Argentina. Esta investigación, y también otras (Hopp, 2017; Manelli, 2018; Fernández Segovia, 2019; Trillo & Sánchez, 2019), analizan distintos hechos en donde el sistema de justicia penal castiga injustamente a mujeres que mataron a sus hijos/as, o no hicieron nada para evitar su muerte, guiándose por estereotipos como los de buena/mala madre. Muestran, en este sentido, que estos estereotipos “inflan” los elementos de tipificación (Hopp, 2020).

Ahora bien, si el caso aquí presentado es en especial significativo para nuestra investigación es porque exhibe que estos estereotipos, que el mito heteropatriarcal mujer-madre, se encuentran también operando en aquellas decisiones penales que no parecieran causar demasiados cuestionamientos ni desde el sentido común, ni desde el punto de vista jurídico. El fallo de la causa muestra con mucha claridad que los jueces no se limitan simplemente a expedirse sobre la culpabilidad o no de la mujer. Valoran la prueba del fiscal; sostienen que, a su entender, hay pruebas suficientes para afirmar que fue ella quien disparó a la niña, pero realizan, a su vez, una exposición en donde en líneas generales intentan justificar la pena impuesta mostrando que la mujer no era una buena madre. Párrafos del fallo como los que siguen muestran cómo esas significaciones imaginarias, colectivas e inconscientes, que hacen al mito mujer-madre atraviesan estas prácticas de castigo:

Sin duda, eran sus problemas y su propia situación lo que le importaban. Desde su conducta cómoda y pretensión de ser asistida, no sólo por las hijas, hasta la agresión con la que exigía para ello y las trataba en general, todo lo cual no hace más que patentizarse en su accionar inmediatamente posterior al hecho, pues, tal como ha sido expuesto hasta el cansancio, demostró absoluta despreocupación e indiferencia hacia lo que había ocurrido.

Lo precedentemente expuesto respecto de la personalidad de la acusada y sobre todo en relación con las actitudes que tenía con sus hijas, no empecé a que tuviera otras, como las remarcadas por la defensa, que aparecen indicativas de alguien con características de buena madre.

De manera alguna es posible considerar la aplicación de eventuales circunstancias extraordinarias de atenuación que, pues, obviamente, las razones del actuar de la encausada para nada pueden llevar a una razonable o comprensible disminución del respeto que merece el vínculo de sangre, salvo que hubiera una conducta anterior de la víctima que hubiera quebrantado el valor de aquel, o que hubieran estímulos más poderosos que el respeto familiar que llevaran a dejar de lado aquellas consideraciones de índole natural y quedara acreditado que por alguna de tales razones u otras para nada acreditadas aquella actuara de la manera que lo hizo.

Desde un punto de vista jurídico, nos podríamos preguntar por qué sería necesario para la justicia penal subrayar que esta mujer no era una “buena madre”, que era agresiva con sus hijas, que no las atendía como debía. Bastaría con probar el hecho y el vínculo sanguíneo entre ambas para condenarla a prisión perpetua, tal como lo establece el código penal. Además, podría decirse con razón que, al menos en el segundo de los párrafos citados, precedentemente aparece como respuesta al pedido de atenuar la pena por parte de la defensa. En este pedido, esta última hace hincapié en que la mujer “asistía a reuniones en el colegio y se ocupaba de alguna manera de sus hijas”. Pero igualmente, ¿no cabría preguntarse por qué este conjunto de significaciones en torno a su rol como madre son motivo de disputa entre la defensa y los jueces? Es decir, ¿por qué el hecho de ser “buena madre” podría haber atenuado este asesinato? Desde nuestra perspectiva sociológica, estas disputas en torno a su “condición de madre” exhiben lo que hemos mencionado más arriba. Esto es, que lo que está en juego en estos asesinatos y en su penalización no es solo la transgresión a la prohibición de matar, sino también el carácter sagrado del vínculo entre una madre y su hija que sostiene las estructuras patriarcales. Este fallo que, desde un punto de vista jurídico parecería estar completamente “ajustado a derecho”, deja ver que este sistema de justicia penaliza la mujer por haber violado dos mandatos míticos: la sacralidad de la maternidad y la de la vida individual.

Por lo mismo, los párrafos del fallo también ilustran con claridad que los procesos de penalización no son tan solo actos coercitivos ni normalizadores. La pena entraña un proceso simbólico de puesta en escena e impugnación espectacular de determinadas conductas que son definidas como criminales (Tonkonoff, 2019). Para ello, se utilizan recursos retóricos como la repetición -la sentencia reitera una y otra vez que la mujer era agresiva, que “esperaba que las hijas la atendieran”, que “eran sus problemas y su propia situación lo que le importaban”-, a la vez que se emplean palabras que apelan a los afectos y a las emociones antes que a la razón. El uso reiterado de diminutivos da cuenta de esto último. Así, los jueces utilizan repetidas veces los significantes “hermanita” (para referirse a la niña fallecida, o a su hermana en algunos casos), “manito”, “cabecita” o “mantita” (en lugar de mano, cabeza, o manta). Todos ellos contrastan con los significantes que se utilizan para describir a la madre a lo largo del fallo: agresividad, frialdad, despreocupación, indiferencia. ¿Y qué provoca este contraste sino una interpelación afectiva que produce a la mujer como un verdadero monstruo? Creer que estas interpelaciones son “accidentales” en este fallo es indudablemente erróneo pues se trata de una regularidad en las sentencias penales, tal como veremos en lo que sigue, y como hemos visto en el caso anterior cuando la fiscal reponía sus argumentos de imputación, así como las afirmaciones de los jueces del tribunal. A diferencia de lo que sostiene el discurso jurídico dominante de la modernidad, la penalización es mucho más que un procedimiento burocrático-administrativo, completamente avalorativo y neutral. Y esto en dos sentidos fundamentales: primero, porque, como vimos, las decisiones judiciales están atravesadas por sentidos y valores sociales hegemónicos. Pero, además, porque es función central de la pena contribuir a producir esa hegemonía. En este sentido, la sacralidad -o el carácter hegemónico- de la vida individual y de la maternidad no solo atraviesan las prácticas penales, sino que son producidas y reafirmadas por ellas. La figura mítica de “mala madre”, y el mito mujer-madre de manera más general, son producidos activamente por el sistema de administración de justicia penal cuando penaliza estos asesinatos del modo en que lo hace. Y, si esto es cierto, entonces se comprenderá la relevancia y la recurrencia de estas interpelaciones afectivas (antes que cognitivas) en las sentencias penales.

El tratamiento penal diferencial de la violencia contra los hijos e hijas

Quizás se nos podría objetar que la referencia al “poderoso vínculo familiar” en el tercer fragmento del fallo citado no tiene por qué estar restringido a la figura de la madre. Sin embargo, en lo que sigue veremos que las prácticas penales de la justicia criminal de la Región Metropolitana de Buenos Aires parecerían sugerir que es la madre, más que el padre, quien debería respetar y proteger ese poderoso (y naturalizado) “vínculo familiar” heteropatriarcal.

El fallo del segundo caso bajo análisis no solo construye esa “madre criminal”, sino también produce una imagen muy peculiar del padre de la niña. Como se explicita en la sentencia, este último se había ido del hogar familiar tras haberse separado de la mujer, aunque muy frecuentemente pasaba tiempo allí con las niñas. Dos párrafos muy significativos de la sentencia, en donde se observa el contrapunto entre la figura de la (mala) madre y del (buen) padre que realiza el juez antes de dictar la sentencia, son los siguientes:

Aquellos que tenían contacto seguido con la mujer no hesitan en atribuirle características agresivas y hasta violentas para con sus hijas, lo que ha sido remarcado, en especial, por su exmarido, y padre de las niñas, de quien todos hicieron, por el contrario, una semblanza altamente positiva, a punto tal de coincidir en que se ocupaba y preocupaba, a pesar de estar separado de X [nombre de la mujer imputada], no sólo de sus hijas sino también de ella.

En la línea argumental que vengo siguiendo y sin perjuicio de que se trata de la hermana de la imputada, he de valorar lo expuesto por A [nombre de la testigo] quien, más allá de coincidir con lo expuesto por otros testigos respecto de la personalidad de aquella y referir que últimamente estaba más enojada y a las actitudes que tuvo con ella, destaca sobre todo que la víctima era un ángel y que su padre era compinche de ambas niñas.

A lo largo de la sentencia hay recurrentes referencias a que el padre “era una excelente persona”, y “les hacía la comida” a sus hijas. Se podría decir que estas afirmaciones pertenecen a los testigos, pero lo cierto es que el juez las hace propias, las enfatiza y las valora al momento de dictar sentencia. De ahí la importancia que revisten para nuestro análisis sociológico. Cabe asimismo destacar que uno de los jueces del tribunal se refiere a las declaraciones del padre como “los emocionados dichos del padre”. Evidentemente, estas caracterizaciones sobre el padre funcionan a la manera de anverso de las caracterizaciones en torno a la madre, produciendo un contraste ciertamente marcado que apuntala la construcción de la figura mítica de mala madre.

Señalemos, además, que los jueces sostienen que el padre conocía perfectamente la forma en que la mujer trataba a sus hijas. De hecho, al momento de reafirmar la caracterización del vínculo de la mujer con sus hijas, le otorgan un lugar privilegiado a las declaraciones del hombre, tal como se ve en este párrafo del fallo: “Baste con rememorar los conflictos existentes entre ambas niñas con su madre antes del hecho y la descriptiva relación que sobre el punto efectúan los testigos, en especial el padre de ambas.”

Es decir, que el conocer y el poder dar cuenta del maltrato recurrente de la mujer hacia sus hijas por parte del padre funcionó como un argumento clave que agravó el modo en que los jueces calificaron este asesinato. Ahora bien, permitámonos introducir otro caso para visibilizar lo que, creemos, aquí está en juego: el tratamiento penal diferencial de la violencia de los padres y las madres contra los hijos. Tratamiento diferencial que, según entendemos, exhibe la forma en que el sistema de justicia penal de la Región Metropolitana de Buenos Aires traduce uno de los mecanismos centrales del mito mujer-madre: la exaltación de la madre y la negación o pérdida del padre en el vínculo con los hijos (Fernández, 1993, p. 180).

El tercer caso en cuestión ocurrió en la Capital Federal en mayo de 2015. Es el caso de una niña de cuatro años que muere en su casa producto de un golpe en el abdomen, lo que fue confirmado posteriormente en la autopsia. En el momento de la muerte, la niña estaba a cargo de su padre quien, al verla descompensada, llamó a su esposa que estaba trabajando. Fue la madre de la niña quien la llevó a una salita médica, donde constataron que ya había fallecido. La mujer sostuvo que la niña se había caído de una escalera el día anterior, tal como le había indicado el padre que era quien estaba a su cuidado. El peritaje realizado permitió comprobar que la caída no había existido, y que la muerte había sido producto de una patada en el abdomen que le provocó lesiones muy graves. El padre de la niña fue imputado y finalmente condenado a prisión perpetua por homicidio agravado por el vínculo por el Tribunal Oral en lo Criminal Nro. 13 de la Capital Federal. A lo largo del fallo, no hay argumentaciones en relación a su condición de padre, sino que el mismo se limita simplemente a discutir la prueba para concluir que había sido el hombre quien golpeó a la niña. La madre fue imputada primero por participación necesaria en un homicidio agravado por el vínculo, y luego el fiscal de juicio cambió esa calificación por la de delito de abandono de personas calificado por el resultado y el vínculo. En 2016, fue absuelta por ese mismo Tribunal.10 Tanto el hombre como la mujer estuvieron con prisión preventiva durante el proceso, que duró casi dos años.

Si atendemos solo al desenlace, en particular a la absolución de la mujer, el caso no parecería ser muy relevante para el tema que aquí nos ocupa. No obstante, lo cierto es que, aun cuando las condenas sean efectivamente indicadores privilegiados sobre el modo en que funciona la justicia penal en un determinado momento y lugar, sin duda no son los únicos. La imputación inicial a cargo de la fiscalía, el proceso penal desencadenado y la prisión preventiva impuesta durante casi dos años en este caso son también elementos claves. E importan a su vez porque ellos mismos son parte fundamental del entramado complejo que compone eso que aquí entendemos como castigo penal; esto es, un proceso simbólico de puesta en escena, impugnación enérgica y marcación de determinadas conductas e individuos que son definidos como criminales.

Pero ¿cuáles son los argumentos que sustentan el proceso penal hacia esta mujer? Uno de los argumentos de la fiscalía es que la mujer sostuvo que la niña estaba al cuidado de la niñera al momento del hecho, cuando en realidad estaba al cuidado de su padre -según se señala en el fallo, esta mentira se debió al miedo de la mujer de perder la tenencia de su otra hija-. Sin embargo, el argumento que tiene más peso y sostiene verdaderamente la acusación se observa en este pasaje del fallo: “Por otro lado, que X [nombre de la mujer] no realizó ninguna acción tendiente a hacer cesar la situación violenta a la que se encontraba sometida su hija y que, según se afirma, podría haber sido evitado el resultado muerte acaecido”.

Sin negar que el hecho de que la mujer haya mentido sea un elemento considerado por la fiscalía, lo que aquí intentamos señalar es que el no haber protegido a su hija y evitado así su muerte aparece como lo verdaderamente reprochable hacia la mujer. Esto se ve reafirmado si consideramos que en la acusación se incluye también la narración de un hecho que no estaba bajo juzgamiento, pero que refuerza la idea anterior. Se trata de una serie de quemaduras con agua hirviendo que sufrió la niña días antes de su fallecimiento, también cuando estaba al cuidado de su padre, y luego de las cuales su madre no la llevó al médico, sino que la curó con medicinas caseras. Una de las afirmaciones más arraigadas en el sentido común patriarcal es que las mujeres están a cargo del cuidado de los hijos ya que el padre -cuando esta figura existe- es quien sale a trabajar para sostener económicamente el hogar. Lo cierto es que en las sociedades contemporáneas esto se ha visto sustancialmente modificado pues en la actualidad las mujeres trabajan no solo dentro del hogar, sino incluso afuera del mismo, participando así de su sustento económico, el cual hace décadas sí estaba tal vez más restringido al rol de los varones. Lo peculiar y significativo del caso bajo análisis es que se da la situación exactamente inversa: es la madre quien sale a trabajar muchas horas por día, y es el padre quien se queda al cuidado de las hijas. Ahora bien, ¿por qué la justicia penal comenzó responsabilizando a la mujer de la muerte de su hija, siendo que ella no estaba al momento de los hechos? Y luego, ¿por qué la responsabilizó por haberla “abandonado” -según la figura penal usada para la acusación-, siendo que estaba trabajando al momento en que ocurrió su muerte? Evidentemente, lo que la justicia penal le reclama a la mujer es el cuidado de sus hijas. Pero lo paradójico es que, como antes mencionamos, esta mujer ocupaba el rol de “proveedora” del hogar, rol que con frecuencia tiende a desligar de responsabilidades respecto de las tareas al interior de la casa, puntualmente respecto del cuidado de los hijos. ¿Qué es lo que hay en juego aquí entonces?

Nuevamente, el mito. Mito que atraviesa las prácticas penales -y que a su vez se produce en ellas- poniendo por delante ese lazo “natural” entre una madre y sus hijos. Vínculo que iría más allá de cualquier división de tareas a la que, paradójicamente, recurre el propio mito para justificar la feminización de los cuidados. Supone, además, la idea de que una madre “todo lo sabe” y “todo lo puede” respecto de sus hijos, y que haría cualquier cosa por protegerlos. Consideramos que todo este conjunto de significaciones imaginarias sociales se encuentra en juego en el castigo de este asesinato. Esto es visible no solo en la imputación, sino también cuando atendemos a algunos de los argumentos utilizados por los jueces del tribunal para finalmente absolver a la mujer. Una mirada superficial del fallo nos conduciría a afirmar que la mujer es absuelta dado que los jueces consideran que: “No es posible afirmar que hubiera colaborado y/o ocultado la conducta del imputado en perjuicio de M [Nombre de la niña], así como tampoco, que la hubiera abandonado a su suerte en el sentido previsto en el delito de abandono calificado de personas con resultado de muerte y calificado por el vínculo”. Y es por eso que se le otorga el principio jurídico in dubio pro reo. Sin embargo, si recuperamos los argumentos que rodean y, desde nuestra perspectiva, sostienen esta resolución, vemos que los jueces reconvierten la figura mítica de mala madre, que permea toda la acusación de la fiscalía, en la figura de buena madre. Y es sobre esta reconversión que se apoya ese principio jurídico que le otorga lugar a esta “duda razonable” -razonable para una mujer-madre cuyo comportamiento no transgrede, o no transgrede mucho, las formas de hacer y sentir que propone el mito-. Los párrafos del fallo citados a continuación son un claro ejemplo de esto último:

Tampoco puede descartarse que desenvolviéndose en una realidad ligeramente diferenciada, le hubiera brindado a su hija la atención y remedios que estaban a su alcance desde el punto de vista económico y cultural que, posiblemente, no fueran los más adecuados.

Su conducta fue ponderada tanto por la maestra de la menor, X [Nombre de la maestra], como por alguna de sus vecinas, como el caso de Y [Nombres de las vecinas] y por las profesionales que la atendieron en el CESAC, [Nombre de las profesionales], las que vieron a la víctima y la conducta de la imputada, con real sentido de preocupación ante lo que estaba sucediendo.

Con una predisposición distinta a la evidenciada por su esposa, quien realizaba un acompañamiento más dedicado de M [Nombre de la niña] tanto en su hogar como en el colegio donde concurría, interesándose por sus actividades, P [Nombre del padre] se dedicó al cuidado de ambas niñas a puertas cerradas y con una ocupación del espacio más limitada.

Ahora bien, ¿podríamos sostener que en el segundo caso que hemos analizado (el de la mujer que le dispara y mata a su hija de 12 años), el tratamiento penal de la violencia contra los hijos es idéntico a este? ¿Existe algún tipo de responsabilización del padre por no proteger, o por abandonar a sus hijas? Evidentemente, no. Se trata, sin embargo, de dos casos en donde un progenitor mata a su hija en ausencia del otro. En un caso, la justicia penal no considera que el padre sea también responsable de la muerte de su hija por no haberla protegido de su madre, y no hay por tanto imputación. Como señalamos más arriba, la absoluta certeza de los jueces en relación a que todo el entorno, incluido el padre, tenía conocimiento de que la mujer era agresiva con sus hijas, incluso de que ya les había disparado, es un elemento que agrava la situación de la madre, y se utiliza para mostrar un contraste marcado respecto de la figura del padre. Por el contrario, en el otro caso, se responsabiliza a la madre de haber abandonado y desprotegido a su hija y, para finalmente absolverla por falta de pruebas, se necesita justificar sus actitudes de buena madre para con la niña. En nuestra hipótesis, este tratamiento penal diferencial de la violencia contra los hijos muestra cómo uno de los componentes centrales del mito heteropatriarcal mujer-madre -la exaltación de la madre y la negación del padre- se traduce en estas prácticas penales.

Uno de los jueces del tercer caso bajo análisis sostiene que el vínculo de parentesco es, para la justicia penal, mucho más que un vínculo jurídico: “El homicidio de los ascendientes o descendientes viola, no solo la ley escrita que establece el vínculo jurídico del parentesco, sino una realidad biológica (“substantia filiationis”) proveniente de la ley de la naturaleza y que da origen al vínculo de sangre entre los individuos”.

La cita precedente explicita el carácter mítico -natural/cultural- que el vínculo de parentesco tiene para el sistema penal. En este sentido, da cuenta de lo que al comienzo de este apartado mencionábamos: la dislocación afectiva y cognitiva que produce la ruptura monstruosa de este lazo natural cuando un progenitor mata a un hijo. El solo imaginarlo trae desconcierto; y el actuarlo desencadena una efusiva reacción penal. Ahora bien, nuestro análisis también mostró que, en las prácticas penales efectivas de la justicia de la Región Metropolitana de Buenos Aires, esta reacción penal funciona diferencialmente. Así, vimos que el vínculo filial, que es natural e inviolable, lo es en mayor grado cuando se trata de la madre. Una madre es responsabilizada, penalizada, por el asesinato de un hijo o de una hija, aun cuando no haya participado de la situación -y se la penaliza en nombre de lo que se esperaría de una buena madre para con ese hijo o hija-. Pero esto no funciona igual para el padre. Este “doble parámetro” o “doble estándar” que claramente hemos identificado no es para nosotros más que una de las formas en que el mito que une los significantes mujer y madre, que los vuelve naturalmente equivalentes, y que ensalza el vínculo madre-hijo en detrimento del vínculo padre-hijo, existe y se reproduce en las prácticas de este sistema penal. Fernández sostiene que el mito opera por insistencias y repeticiones a través de múltiples puntos de irradiación del espacio social (1993, p. 181). Ahora bien, por la clase de sanción que comporta, la justicia penal no parecería ser cualquier tipo de repetición ni un punto de irradiación más, sino tal vez el lugar clave a través del cual se garantiza la eficacia simbólica de este conjunto de significaciones imaginarias sociales.

Consideraciones finales

Comenzamos este trabajo haciendo referencia a que, en Argentina, las mujeres tienen 2.9 más riesgo de obtener penas perpetuas cuando cometen asesinatos que los hombres. Señalamos, además, que sostener que, entre la población femenina, hay más homicidios agravados que entre la población masculina es una explicación preliminar de esta selectividad, y que resulta importante indagar por qué los asesinatos cometidos por mujeres tienen un grado de atrocidad tal. ¿Qué los hace cualitativamente diferentes de otros asesinatos que son castigados de forma mucho menos severa -diez años en promedio en el caso de un homicidio simple o la ausencia de castigo en casos construidos como “legítima defensa”?

Tomando como caso paradigmático el castigo a mujeres acusadas de intervenir directa o indirectamente en la muerte de sus hijos/as, hemos intentado señalar que la severidad en la respuesta penal en estos casos se vincula con que se trata de asesinatos que movilizan y transgreden valores hegemónicos de nuestra cultura patriarcal. En este sentido, no son solo transgresiones a la prohibición de matar; antes bien, conjugan el ataque a la vida individual con el ataque a todo ese conjunto de significaciones imaginarias sobre la maternidad que están organizadas alrededor del mito mujer-madre. A través de la imposición diferencial de la pena, esta justicia penal reproduce simbólicamente y comunica socialmente el mito de la vida sagrada junto el mito heteropatriarcal de la maternidad, ambos fundantes en nuestras sociedades contemporáneas.

El castigo penal severo y desmedido hacia estas “malas madres”, que además son criminales, es entonces, en las prácticas de esta justicia penal, la contracara de la reafirmación de la maternidad, o, mejor, de la forma que asume la maternidad en el seno una sociedad patriarcal, como valor sagrado. Como vimos, esto implica, entre otras cosas, la reproducción de la idea de que una mujer es esencialmente madre y que su identidad se reduce a ese rol tenido como natural -y no social, como cualquier otro rol-. Además, y por lo mismo, implica la reafirmación de la idea de que el vínculo madre-hijo/a es del orden de la naturaleza, y que se trata de un lazo completa y únicamente amoroso, no atravesado por otros sentires y afectos (contradictorios), como cualquier relación social. Implica, por último, la naturalización de la feminización de los cuidados, la responsabilización de la madre por todo lo que le ocurre a su hijo/a y, como contrapartida, la desresponsabilización del padre -como hemos observado en el tratamiento diferencial que da esta justicia penal a los casos de violencia contra hijos e hijas.

Ahora bien, como intentamos señalar a lo largo de todo el trabajo, estas significaciones no constituyen “meras ideas”, sino que son sistemas de clasificación y valoración del mundo social que establecen lo posible de ser pensado, sentido y actuado -en este caso sobre una mujer, un hijo, una madre y un padre- en un determinado momento sociohistórico. Pero si aceptamos, como quiere Castoriadis (2006, p. 79), que todas ellas proceden de la imaginación, no individual sino colectiva, es quizás momento de crear, de imaginar colectivamente, nuevas formas que permitan disputar los sentidos y valoraciones hegemónicos que, como tales, nunca totalizan completamente el mundo social.

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1 Las entrevistas fueron realizadas a jueces de tribunal oral y a fiscales de juicio de la Región Metropolitana de Buenos Aires, incluida la Capital Federal, entre 2018 y 2020. Tanto las entrevistas como la selección y el análisis de los fallos se llevaron a cabo en el marco de una investigación más general cuyo objetivo era analizar las prácticas de castigo del asesinato en Argentina.

2Sobre la evolución del punitivimo en Argentina entre los años 2000 y 2016, véase a Olaeta (2020).

3En Argentina, fundamentalmente a partir de 2015, esta persecución en el campo penal ha estado acompañada de una fuerte campaña mediática que apuntaló al narcotráfico como eje central de la cuestión securitaria (Seghezzo &y Fiuza, 2021, p. 406), y que fomentó, entre otras cosas, la estigmatización de los usuarios de drogas ilegales.

4Diversas investigaciones han analizado el castigo de mujeres en la región latinoamericana y han señalado disparidades en relación al castigo de varones (Azaola, 1995, 1997, 1999; Ribeiro, 2010; Núñez Cetina, 2015). Para una discusión sobre esta literatura y sobre la importancia de problematizar la hipótesis desarrollada por estudios realizados en Estado Unidos y en Europa Occidental sobre el trato caballeresco o paternalista de la justicia penal (justice chivalry) hacia las mujeres, véase Lassalle (2021).

5En Argentina, los datos sobre el funcionamiento del Poder Judicial son escasos y fragmentarios, y no hay información disponible para realizar análisis estadísticos sobre cómo inciden distintas variables extrajurídicas —por ejemplo, el género, la edad, el nivel de instrucción, la nacionalidad, etcétera, de los condenados— en los montos de las penas, considerando el tipo específico de asesinato cometido. En un trabajo previo (Lassalle, 2018, 2020) analizamos la estadística penitenciaria publicada por el Sistema Nacional de Estadística sobre Ejecución de la Pena (SNEEP) y mostramos que, a pesar de no incluir información sobre los tipos de homicidios cometidos ni sobre las circunstancias en que estos ocurrieron, resulta una fuente muy valiosa para examinar las variaciones en los montos de las penas según las características socioeconómicas de los acusados, algo que otras fuentes judiciales no permiten. Al mismo tiempo, señalamos la importancia de complementar los análisis cuantitativos con cualitativos como los que se proponen en este trabajo.

6Cabe recordar aquí las palabras de un juez de Tribunal Oral de la provincia de Buenos Aires cuando, en una de las entrevistas realizadas, se refería al homicidio simple con poco estupor y bastante naturalidad: “El homicidio es como se dice, es el delito que nos cabe a todos […] En criminología clásica, el ladrón es el delincuente habitual porque hace del robo su trabajo. En cambio, el homicidio es algo que hacía un sicario. Alguien que mata a otro no está muchas veces inmerso en la delincuencia en estos aspectos. No sé, peleas vecinales, peleas familiares, qué sé yo. Conflictos de un deudor con un acreedor”.

7La investigación de Badinter (1981) sobre los modos en que se va transformando la relación de la madre con los hijos en París entre los siglos XV y XVIII muestra que esta atemporalidad es puramente ilusoria. Tal como sostiene la autora, hasta el siglo XVIII las madres —sobre todo las de las clases altas— no tenían un rol demasiado activo en la crianza de sus hijos, y de ahí la importancia que adquirieron las nodrizas en esta tarea.

8Un ejemplo claro al respecto es la supresión, en 1994, del infanticidio como tipo penal. Previo a esta supresión, la pena prevista para una mujer que, para ocultar su deshonra, matare a su hijo, durante el nacimiento o mientras durase el estado puerperal, era de tres años como máximo. En la actualidad, las muertes de los hijos o hijas en manos de sus madres son todas consideradas “homicidios agravados por el vínculo”, y castigados con prisión perpetua siempre que no se identifiquen circunstancias extraordinarias de atenuación. Ahora bien, ¿de qué modo pensaba el sistema penal a la mujer-madre cuando habilitaba este trato en cierta forma más benevolente a través de la figura del infanticidio? Y de igual modo, ¿qué significaciones en torno a ella subyacen en esta transformación en “la letra de la ley”? Estos interrogantes muestran la importancia de que el código penal sea también objeto de análisis sociológico y no un punto de partida incuestionable.

9TOC 6 de la Capital Federal, Martínez Vicente, Mirta Elena, causa Nro. 23.879/2015, rta. 03/08/2016.

10TOC 13 de la Capital Federal, Ordoñez Aguilera, Martha, causa Nro. 30660/2015, rta. 27/12/2016.

Recibido: 20 de Noviembre de 2020; Aprobado: 01 de Septiembre de 2022

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