I
En la LVIII disertación De Christianorum veneratione erga sanctos post declinationem Imperii Romani de las Antiquitates Italicae Medii Ævi, al trazar la historia de la erudición cristiana, Ludovico Antonio Muratori menciona a Antonio Bosio,1 el célebre arqueólogo maltés de nacimiento, como presbítero oratoriano.2 El error se debe a la cercanía que tenía Bosio con los padres oratorianos Giovanni Severano3 y Paolo Aringhi,4 quienes, como se ha dicho, fueron los continuadores de su obra. Muchos estudiosos posteriores a Muratori, inclusive hasta nuestros días, han considerado al arqueólogo barroco como padre oratoriano, hasta llegar a describirlo como uno de los más estrechos colaboradores de san Felipe Neri, con quien además habría dirigido las investigaciones en las catacumbas.5 Si, en cualquier caso, la formación cultural y el crecimiento espiritual de Bosio no pueden remontarse con certeza a los lazos establecidos con el santo florentino,6 quien, como es sabido, fue asiduo visitante de las catacumbas romanas,7 es indudable que, incluso habiendo sido alumno de los jesuitas,8 Bosio haya tomado del cenáculo filipense los ideales más profundos de su actividad, así como los estrechos vínculos de amistad con algunos exponentes de aquella comunidad religiosa. De todas maneras, más allá de los evidentes lazos afectivos y culturales de Bosio con el ámbito filipense, así como de las innegables disposiciones que los oratorianos pudieron hacer de las antiguas funerarias paleocristianas, a decir de la compilación y reconstrucción analística en curso en aquel momento,9 fue sólo después de la muerte de Bosio cuando la congregación del Oratorio irrumpió con ímpetu en la Roma subterránea. Al fallecer Bosio el 6 de septiembre de 1629 tras una breve enfermedad, Carlo Aldobrandini, embajador en Roma de la orden jerosolomitana, fue nombrado ejecutor de su testamento, por lo cual transfirió la documentación de su obra monumental aún incompleta sobre los cementerios subterráneos romanos, al cardenal Francesco Barberini para su rápida revisión y sucesiva publicación. A pesar de que la voluntad del autor era que la revisión y conclusión del manuscrito estuviera en manos de un religioso barnabita -el padre Cristoforo Giarda-, ésta fue confiada al oratoriano procedente de la región de Las Marcas -Giovanni Severano-, erudito conocedor de la Roma sacra y quien, poco antes de su muerte, había estado en contacto con Bosio mismo.10
El frontispicio vio la luz en 1632 y la Roma sotterranea11 fue publicada en los primeros meses de 1635 por el editor Gaspare Facciotti, gracias al presbítero oratoriano, a pesar de que los anexos y las revisiones del curador del manuscrito resienten notablemente el clima apologético y propagandístico de la Contrarreforma. En 1651 el oratoriano Paolo Aringhi, autor de una inédita historia de la congregación del Oratorio desde Felipe Neri hasta Tomás Sacrato,12 publicó dos nuevos tomos de Roma sotterranea, debido a que la primera edición estaba agotada y al poco éxito de la editio minor propuesta por la imprenta de Ludovico Grignani en ocasión del año santo de 1650. Con el fin de satisfacer las exigencias de un público internacional más vasto, los dos nuevos tomos se escribieron en latín.13 Sin embargo, éstos no se trataron de una simple traducción sino que, de acuerdo con las tendencias apologéticas contrarreformistas, el texto original se modificó y adaptó, alterando en gran medida el valor y el fin documental con el cual se había concebido.
No obstante, Severano y Aringhi no fueron los únicos dos oratorianos en mostrar interés por las reliquias paleocristianas y por los antiguos cementerios a finales del siglo XVI y la primera mitad de la centuria siguiente. De hecho, junto a ellos se recuerda al menos a Antonio Gallonio, biógrafo de san Felipe y bibliotecario de la Vallicelliana, quien dedicó su atención sobre todo al mundo de los mártires,14 y sobre todo, a Gerolamo Bruni, Firmanus sacerdos. Además de escribir, bajo el seudónimo de “Accademico Naufragante”, cuatro composiciones poéticas para la Roma sotterranea, Bruni reconoció, junto con su coterráneo Severano, las reliquias de santa Martina, por deseo del cardenal Francesco Barberini. Aún más importante, para el cardenal Marzio Ginetti, vicario de Urbano VIII, compiló entre 1629 y 1635 una relación que evidenciaba los criterios indiscutibles que pudieran permitir el reconocimiento de un mártir por un fiel común en las catacumbas.15
II
Además de las ya citadas experiencias espirituales de Felipe Neri y las valoraciones históricas realizadas por Cesare Baronio para la compilación de sus Annales, si se compara el interés de la congregación del Oratorio por los testimonios funerarios del cristianismo primitivo romano con aquel de la Compañía de Jesús, éste parece tardío. Asimismo, está ligado en lo esencial a Antonio Bosio y en particular a la trayectoria tipográfica de Roma sotterranea, seguido de la falta de interés por el tema. Contrariamente a lo que la historiografía sostiene, antes de que se retomara el interés generalizado por el mundo de las catacumbas romanas -se menciona que el 31 de mayo de 1578 tuvo lugar un formidable y en apariencia casual descubrimiento en ese sentido-,16 los jesuitas ya se habían dirigido a los cementerios cristianos. En éstos veían depósitos privilegiados de las reliquias más sagradas de tiempos heroicos de la Iglesia durante las persecuciones, como lo prueba un interesante manuscrito conservado en el Archivium Romanum Societatis Iesu. En el manuscrito de 1575, Giovanni Nicolò de Notarii, prepósito provincial de la Compañía de Jesús en la provincia de Roma y Tuscia, devotionis zelo accensus, dirigió al pontífice Gregorio XIII una ferviente súplica con el fin de obtener un Indultum extrahendi reliquias.17
Para documentar la anticipación del interés hacia los cementerios por parte de los jesuitas, y al mismo tiempo demostrar la autoridad que ya habían ganado en tal ámbito entre la más alta jerarquía eclesiástica, podemos dirigirnos al antes mencionado descubrimiento de 1578. El hallazgo de un cementerio paleocristiano conservado intacto desde la Antigüedad ofreció documentación impugnable a las críticas que los protestantes dirigían a la Iglesia de Roma, acusada de no ser más como aquella de sus inicios heroicos. Así, el descubrimiento ocasionó un entusiasmo indescriptible entre los fieles, quienes en multitudes acudieron a las galerías apenas salieron a la luz, para verificar tan excepcional revelación y rezar sobre las tumbas de los primeros testigos de la fe. Gregorio XIII, quien de inmediato supo de la importancia de aquel hallazgo, envió a algunos eruditos para que verificaran la fiabilidad del descubrimiento, la antigüedad del lugar y la autenticidad de las reliquias. Entre ellos se encontraban Marc-Antoine de Muret, célebre literato francés de ese tiempo; Giacomo Savelli, cardenal secretario de Estado; y el belga Everard Lardinois,18 cuarto prepósito general de la Compañía de Jesús.19 La presencia de este último en aquella ocasión, hasta ahora infravalorada, es de gran importancia para delinear el nacimiento del interés jesuítico en el mundo de los cementerios romanos.
Los permisos de excavación expedidos por los pontífices para trasladar las reliquias de los antiguos cementerios romanos -las llamadas patentes o licentiae effodiendi- deben haber sido numerosas, sobre todo durante el pontificado de Sixto V, así como debieron concernir principalmente a algunos miembros de la Compañía de Jesús.20 De la misma manera, los jesuitas debieron poseer un permiso específico y, sobre todo, el acceso indiscriminado a las galerías, pudiendo frecuentarlas y disfrutarlas con libertad sin un aparente control, en un tiempo cuando los numerosos edictos papales se promulgaban para prohibir también a los eclesiásticos la circulación en los cementerios y la extracción ilícita de restos óseos.21 Aunque para los ignacianos tal circunstancia se limitaba a una porción del suburbio romano, debía asegurarse en verdad, y se debió a un descubrimiento fortuito por parte de los padres de la Compañía en tiempos de Gregorio XIII. Con la bula Quoniam Collegium Germanicum del 20 noviembre de 1576, el pontífice donó al colegio germánico de los jesuitas un viñedo sobre la via Salaria vetus, al cual se añadió un pequeño terreno contiguo por un total de cerca de seis hectáreas in loco Pesaioli nuncupato, pro recreandis scholaribus, para ofrecer reposo y restablecer las energías de los jóvenes jesuitas en formación.22 Al construir una casa de campo en la viña -sobre parte de los restos emergentes de una basílica funeraria semisubterránea paleocristina, en parte descubierta y en parte destruida por ellos mismos- los jesuitas hallaron por casualidad las galerías de las catacumbas olvidadas durante siglos. Para ingresar, se ayudaron de una larga escalera de mano para después seguir a gatas, precedidos por obreros que removían la tierra del camino. Así, el cementerio de Hermes, verdadera mina de santidad, se convirtió en el depósito infinito de reliquias, en el lugar donde se podía excavar -con criterio y, sobre todo, con el permiso del papa-23 los cuerpos de los mártires para enviarlos a quien los hubiera solicitado alrededor del mundo.24
Sin embargo, el cementerio de la via Salaria vetus no fue el único al cual se dirigieron los ignacianos para exhumar las reliquias de los orígenes del cristianismo. Como testimonio encontramos la Crono-historia de la Compañia de Jesus en la provincia de Toledo del historiador jesuita Bartolomeo Alcázar.25 En ésta se narra la historia de su hermano de orden originario de Medellín, Francisco Portocarrero quien, dirigiéndose a Roma en el año 1589, obtuvo la facultad de extraer “cabezas y huesos de muchos Martyres” del cementerio de san Sebastián sobre la via Appia. Lo anterior gracias a la autorización del padre Niccolò di Assisi, prior agustino del monasterio anexo a la antigua catacumba, gracias a un indulto especial concedido el año anterior por el papa Sixto V al padre Francisco Rodriguez, secretario de la Asistencia de España. La confirmación de tal circunstancia -es decir, que el cementerio de la via Salaria no era la única reserva de reliquias para los padres de la Compañía de Jesús- fue rastreada en los Archivos Capitolinos por Rodolfo Lanciani en las actas de finales del siglo XVI del notario Nicolò Iarlem. En un valioso documento fechado el 4 de marzo de 1589, se testimonia que le fue concedida a Michael de Hernandez, presbiter Societatis Iesu Toletanae diocesis, la facultad de sanctorum et sanctarum reliquias ex sancti Anastasii trium Fontium et sancti Sebastiani ad Cathacumbas aliisque intra et extra muros urbis monasteriis et ecclesiis extrahere.26
El número de “huesos de Martyres” que se alcanzó en aquellos años en la Península ibérica debe haber sido realmente sobresaliente, en especial aquellos documentados por medio de los permisos otorgados a los padres jesuitas Francisco Rodriguez, Francisco Portocarrero y Michael de Hernández entre 1589 y 1590, como lo supuso hace más o menos un siglo Georges Cirot. Éste menciona que el célebre exégeta y teólogo jesuita Juan de Mariana de la Reina se manifestó indignado contra la práctica frecuente del traslado de cuerpos santos de las catacumbas romanas a España, así como contra la laxa meticulosidad del sistema de control para determinar su autenticidad. El 13 de diciembre de 1597, por medio de una breve carta en latín acompañada de un largo memorial, el padre Mariana decidió dirigir sin intermediación la delicada cuestión de la autenticidad de las reliquias al papa Clemente VIII, a quien comunicó que “Reliquiae incredibili numero et mole his annis Roma in Hispaniam sunt aduecta, atque ad aras templorum magno apparatu populo proposita”.27 Justo una semana más tarde, el 20 de diciembre del mismo año, Mariana, aún más alarmado por el hecho de que en la evangelización misionera de las Indias los jesuitas habían utilizado numerosos restos óseos llegados a Roma, decidió dirigir sus súplicas al devoto rey de España, Felipe II.28 Sin temor reverencial, Mariana le explicó que la piedad y la devoción podían ser útiles si se acompañaban de la prudencia, la verdad y el juicio, ya que de otra manera se arriesgaban a transformarse en acciones altamente dañinas.29 No del todo satisfecho de su actuación y en el desesperado intento de disciplinar el creciente fenómeno del tráfico de reliquias en la Península ibérica, Mariana también se dirigió a García de Loaísa,30 su amigo y consejero de confianza del rey, más tarde arzobispo de Toledo.
¿Cuál fue el resultado de las repetidas súplicas de Mariana? A esta interrogante, en verdad difícil de responder, han tratado de contestar en el pasado Georges Cirot,31 Antonio Ferrua,32 y a la fecha Dominique Julia.33 En sentido contrario de quienes han pensado que las palabras del jesuita español no fueron escuchadas en la corte pontificia, considero que no es del todo improbable una correspondencia, aunque sea indirecta, entre las cartas de 1597 y las sucesivas medidas restrictivas de Clemente VIII en relación con las exploraciones en las catacumbas y la extracción de reliquias.
III
Según lo que se puede deducir de las escasas fuentes documentales a nuestra disposición, el pontificado de Paulo V inició con un nuevo impulso de defensa a favor de la tutela de los antiguos cementerios.34 Sin embargo, se caracterizó por el fenómeno de la migración o devolution de reliquias del centro del catolicismo a la periferia. Este fenómeno -como han notado Giorgio Cracco y Lellia Cracco Ruggini- “más que constituir una aventura extemporánea e inclusive ‘curiosa’, revelaría una capacidad de incidencia a largo plazo”,35 por lo cual merecería mayor atención y profundización por parte de los estudiosos. Por ejemplo, en el trienio 1609-1611 las fundaciones religiosas gestionadas por los jesuitas cremoneses recibieron un altísimo número de restos óseos provenientes de los cementerios romanos. Según lo reunido en el Menologium sanctorum quorum reliquiae in Cremonensi pp. Societatis Jesu, seu Marcellini et Petri ecclesia adservantur redactado por el jesuita veneciano Francesco Antonio Zaccaria y publicado adjunto a la Cremonensium Episcoporum series en 1749 gracias al hermano de orden Ottaviano Navarola, a Cremona llegaron de las catacumbas romanas una gran cantidad de “ossa minora, capita, brachia, dentes y cinerum pulvinaria” de los mártires de las primeras persecuciones. Al analizar con atención las múltiples referencias a las reliquias provenientes de Roma contenidas en la lista compilada por Zaccaria, podemos circunscribir al área salario-nomentana del suburbio romano la zona en la cual Navarola se dirigió por lo común para adquirir los restos óseos.36 Si en tiempos de Zaccaria se creía que todos los distintos cementerios subterráneos de las vías Salaria nova et vetus formaban parte de un único y enorme complejo funerario hipogeo perteneciente a Priscilla, entonces podemos reconocer en el cementerio de Hermes o Bassilla el único complejo de catacumbas del cual Navarola extrajo las reliquias que se enviaron a Cremona.
Durante aquellos años Claudio Acquaviva, originario de Atri y general de la Compañía de Jesús, por seguro jugó un papel fundamental en la gestión de la delicada relación con la alta jerarquía eclesiástica que concedía los permisos de excavación en los antiguos cementerios; su nombre aparece por lo general en los documentos de aquel tiempo relacionados con las exhumaciones y los traslados de reliquias. Por citar un ejemplo, su dedicación fue determinante en 1611 al recuperar del cementerio de Hermes los cuerpos del mártir Víctor y de su compañero anónimo, así como de su traslado a Lille, Insulis urbe Flandriae. Lo anterior, como viene señalado por la Translatio sive triumphus Sanctorum Martyrum, Victoris et socii compilada por el jesuita Joannes Buzelinus para los Flandriae Gallicanae Annales, y publicada años más tarde en el tercer tomo de las Acta Sanctorum de enero.37 De la misma manera, en una epístola de 1612 -antes mencionada- que Angelin Gazet envió a Louis de Landres, podemos encontrar el compromiso del religioso de Atri en la distribución de las reliquias ex ossibus a las numerosas comunidades jesuíticas que las solicitaban. En el documento se describe la visita a un cementerio de la via Salaria -supuestamente de Priscilla, pero sin duda aquel de Hermes- y con una claridad explícita se recuerda la existencia de un permiso otorgado por el pontífice reinante a Acquaviva para cavar reliquias del antiguo cementerio en cuestión y enviarlas a quien las hubiera solicitado y que fuera acreedor de éstas. De nuevo gracias a Acquaviva, a finales de junio de 1612 llegó a la Ecclesia Novitiatus Societatis Jesu de Tournai, proveniente del cementerio de Hermes -descrito por Gazet como un laberinto interminable- el cuerpo de la presunta mártir cristiana Deppa, recibido con grandes celebraciones.38 Para identificarlo bastó el simple elemento onomástico -muy singular y sobre todo desconocido en el mundo antiguo-,39 lo cual deja pocas dudas sobre la efectiva naturaleza del cuerpo santo y sobre los cuestionables criterios adoptados por quienes extraían las reliquias en el siglo XVII para el reconocimiento de indicios de martirio en las antiguas sepulturas de las catacumbas.40
También el año siguiente en Flandes, cum facultate de Paulo V, Claudio Acquaviva envió un gran número de reliquias Romae in coemeterio Priscillae inventas, por lo tanto extraídas del cementerio de Hermes. Fue de esta manera como, en el transcurso de 1613, llegó el cuerpo de san Florentino a Arras,41 el de san Próspero a Amberes,42 el santa Policronia eiusque Socii martyrum a Dinant,43 el de san Terenciano y su compañero anónimo a Douai,44 y a Mons los restos más tarde bautizados con el nombre de san Enrico.45
Con el fin de comprender cómo pudieron obtenerse los permisos para encargar a los jesuitas efectuar la excavación de las reliquias, son útiles algunos documentos conservados en el Archivo de la Compañía de Jesús.46 En mayo de 1662, como sabemos por un documento escriturado en 1642, Ortensia Santacroce -esposa de Francesco Santacroce, general de las galeras pontificias y general de la Iglesia, hermano del pontífice reinante Paulo V- envió al papa/cuñado un escrito de súplica que solicitaba la facultad de extraer reliquias del cementerio de Hermes con el auxilio de los padres de la Compañía de Jesús.47 A pesar de la evidente y privilegiada relación familiar, al no obtener una respuesta inmediata Ortensia imploró al influyente padre jesuita Domizio Piatti (hermano menor del más célebre cardenal Flaminio) interceder a su favor con el viterbense Scipione Cobelluzzi, secretarius domesticus et familiaris del pontífice, para que le fuera otorgada la anhelada licencia que le permitiera obtener las sacras reliquias. Cobelluzzi, amigo de Bosio y compañero de aventuras en la búsqueda de cementerios antiguos, expresó -como lo documenta la copia de un manuscrito de Piatti-48 que el papa no consideraba oportuno expedir un breve para ello, ya que para la concesión de la licencia era suficiente su voluntad oral ya expresada con anterioridad. En presencia del notario capitolino Giovanni Agostino Tullio y una vez reconocidos los signos del martirio, los jesuitas Domizio Piatti, Giovanni Paolo Taurino e Ignazio Rocchetti extrajeron numerosos cuerpos de mártires, del todo desconocidos en la antigua lista del martirologio, como evidencia la simple lectura de los nombres: Essaniatore y su esposa Romana, Elino, Primo, Quisquenzio, Felicita, Pelbonia, Fortunio, Leone, Messina, Valeriana, Sabina, Dizolo, Recesso, Silvio, Vergo, Nereo y Olivo. Sin embargo, no todas las reliquias extraídas en aquella ocasión llegaron a manos de Ortensia, quien debió contentarse con los restos parciales de Essaniatore y Romana, Nereo, Pelbonia, Leone y Valeriana. El resto de cuerpos -según lo que se puede inferir de los documentos- se enviaron a diversos colegios de la Compañía, pese a que hoy es casi imposible reconstruir con precisión la ubicación de tales reliquias.
Un poco más tarde, el delicado papel que le fue otorgado a Acquaviva por la Corte pontificia como general de la Compañía fue heredado, con el mismo entusiasmo, por su sucesor Muzio Vitelleschi. El nuevo general amplió los horizontes geográficos de la difusión de los cuerpos santos extraídos de los cementerios subterráneos en Roma; así dirigió su atención sobre algunos de los territorios hasta el momento menos evangelizados o menos beneficiados por las preciadas donaciones, y al mismo tiempo reveló la estrecha relación entre reliquias y tierras de misión. En 1618 llegaron a Eichstätt en Baviera -pequeña ciudad sobre el Altmühl, afluente del Danubio- los cuerpos de los santos mártires Venerio, Leontia, Casto y Livonio, ex coemeterio Priscillae in via Salaria cum facultate Sanctissimi D. N. Papae Pauli Quinti extracti, donados a Joannes Christophoro, Episcopo Eystadiensi, para el colegio jesuita local fundado hacía pocos años.49
IV
Alrededor de aquellos mismos años Antonio Bosio, en medio de su investigación merodeaba el suburbio romano en búsqueda de antiguos cementerios cristianos. Comúnmente imaginamos la actuación de Bosio como la de un explorador solitario, único investigador que, con fuentes antiguas en mano,50 osaba adentrase en las oscuras galerías de los cementerios en busca de los testimonios de la Iglesia primitiva. Sin embargo, con base en lo que hasta ahora se ha observado, podemos delinear un cuadro de la investigación en alto grado diferente. Bajo el mismo criterio de Bosio -pero con fines sin duda diversos-, los religiosos de la Compañía frecuentaban las catacumbas romanas, y en particular la de Hermes o la de Bassilla, exhumando de éstas un gran número de reliquias. El ritmo de extracción, comparable con la moderna actividad industrial, creció de modo progresivo y condujo a la jerarquía eclesiástica a tratar de comprender qué ocurría dentro de las galerías. En 1628, un año antes de la muerte de Bosio, y como sabemos por un valioso pasaje de la obra de Marcantonio Boldetti sobre los cementerios romanos,51 el Tribunal del cardenal Vicario interrogó a tres jesuitas en el intento de entender sus procedimientos en los cementerios y verificar si los criterios distintivos del martirio que empleaban en el reconocimiento de las reliquias correspondían en realidad con lo que se consideraba en la materia. La lectura de las preguntas dirigidas por el notario Silvestro Spada y el examen de las respuestas de los tres hermanos de Orden (los desconocidos Uberto de’ Fornari, Nicolò Bianchi y Giorgio Brustonio) permiten comprender bien cuáles fueron los criterios adoptados en las catacumbas para reconocer los cuerpos de los mártires, así como las dinámicas materiales que acompañaban la exhumación y el traslado de las reliquias desde los cementerios. Aquello que emerge de la investigación, es decir, lo que se puede percibir de la viva voz de los jesuitas interrogados, es el estado de las galerías y de los nichos antes de su llegada, el criterio empleado en el reconocimiento de los cuerpos de los mártires; esto es, cuáles fueron los signa quibus putabant esse significativa Martyrii, y quién estaba físicamente presente -en calidad de experto y supervisor- al momento del reconocimiento del hipogeo y la extracción. Las minuciosas respuestas de los ancianos jesuitas que fueron interrogados el 23 de noviembre de 1628, nos permiten reconstruir una nítida imagen de la actividad subterránea, gracias a su sustancial uniformidad. Así, se habría podido llegar a las galerías del cementerio de Hermes, destruidas ya en parte, por medio de una larga escalera de mano, tras lo cual se liberarían los corredores subterráneos de la tierra que impedían la búsqueda; una vez reconocidos los signos del martirio, se procedería a la extracción de los cuerpos. El aparato epigráfico y, por lo tanto, algunos símbolos tallados, pintados o grabados sobre las lápidas de clausura de los nichos habrían permitido el reconocimiento de los mártires, diferenciados de los demás difuntos por la presencia de la palma, la paloma, el vaso de sangre52 y algunos inequívocos instrumentos de martirio, a veces custodiados en las propias tumbas y en otras representados en las lápidas. Si reflexionamos un instante sobre los nombres de los expertos que, según los tres religiosos, prestaban sus servicios y autoridad para el reconocimiento de los cuerpos santos dentro de las catacumbas, notamos que, con mínimas excepciones, no se trata de personajes de importancia secundaria -y aún más relevante para nuestros fines-, no son figuras del todo extrañas al mundo de la Roma subterránea. Es particularmente significativa la presencia en las galerías del cardenal Cesare Baronio, quien, al momento de bajar a la catacumba en calidad de experto epigrafista, se habría dispuesto a cambiar de hábito para no dañar su vestimenta cardenalicia en los angostos y polvosos espacios subterráneos.53
De manera extraña, los tres religiosos no mencionaron a Bosio, o quizá Boldetti omitió en la copia del documento dañar su reputacción. No obstante, sabemos por el propio Bosio que, al menos una vez, en 1608, descendió al cementerio de Hermes en compañía de los padres jesuitas, observando grandes daños,54 confirmación implícita de la labor de extracción llevada a cabo por los jesuitas.
Cuando murió Bosio, mientras que los oratorianos asumieron la herencia del trabajo editorial de la Roma sotterranea, primero por Severano y después por Aringhi, los jesuitas monopolizaron la actividad de excavación de las reliquias. Gracias a una política, con respecto a los mártires, menos restrictiva que en el pasado con Inocencio X, los padres de la Compañía de Jesús no sólo recomenzaron las excavaciones del cementerio de Hermes, sino que emprendieron la excavación y devastación de otros cementerios. Por ejemplo, según lo recuperado del commentarius historicus de los mártires romanos Constanzo y Fausto, publicado en el primer tomo de las Acta Sanctorum del mes de marzo, ya en el transcurso del primer año de pontificado del papa Pamphili, las extracciones de los cementerios romanos se intensificaron de manera notable. El incremento fue tal, que nada más del cementerio de San Sebastián (hoy considerado como de Calixto) se sacaron plus quam quinquaginta sanctorum corpora, enviados en un segundo momento a distintas regiones de la cristiandad.55 Un año más tarde, en mayo de 1645, el jesuita Baldassarre Baglioni, quien había extraído más de cincuenta cuerpos de mártires el año precedente, exhumó del mismo laberíntico sitio los cuerpos de san Constanzo y san Fausto, que rápidamente envió a Renania, con certificación notarial expedida por el notario del cardenal Vicario, a la venerable Ecclesia Collegii Coloniensis Societatis Jesu.56
Para ese entonces, habían transcurrido poco más de quince años desde la muerte de Antonio Bosio y cerca de diez desde la publicación de su póstuma Roma sotterranea. Las catacumbas romanas eran dimensiones de lo sagrado sustancialmente desconocidas hasta su investigación. Oratorianos y jesuitas, con diferentes medios, modalidades y orientaciones participaron en su descubrimiento y divulgación. Por un lado, los oratorianos, siguiendo las reflexiones espirituales iniciadas por Felipe Neri, se dedicaron a dar a conocer los antiguos hipogeos funerarios según los resultados de la investigación de Antonio Bosio. Por el otro, los jesuitas entendieron a tiempo las consecuencias económicas derivadas del redescubrimiento de los cementerios, por lo cual los frecuentaron para apoyar la reconstrucción hagiográfica impulsada por los bolandistas. Sin embargo, su motivo principal fue el extraer reliquias y así enviarlas a los colegios recién fundados en las tierras de misión o a quienes las habían solicitado. Dos modos distintos de vivir y sentir el pasado de la Iglesia, que bien reflejan -en nivel subterráneo, podría decirse- el espíritu diverso de dos agrupaciones religiosas en la Roma de la Contrarreforma y de inicios de la Edad Moderna.