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Andamios

versión On-line ISSN 2594-1917versión impresa ISSN 1870-0063

Andamios vol.20 no.53 Ciudad de México sep./dic. 2023  Epub 05-Abr-2024

https://doi.org/10.29092/uacm.v20i53.1044 

Artículos

Las restricciones de la izquierda en el debate democrático*

The restrictions of the left in the democratic debate

Víctor Hugo Martínez González* 

*Profesor investigador de la Academia de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de la Ciudad de México. Correo electrónico: vicohmg@gmail.com


Resumen

Este ensayo debate ciertas restricciones de la izquierda socialdemócrata en el actual debate por la democracia. Estas restricciones son provocadas por el cambio social y el cambio teórico en torno a la democracia, y se traducen para la izquierda en problemas de comprensión histórica, teórico-metodológicos e ideológico-generacionales.

Palabras clave: Izquierda; socialdemocracia; democracia; cambio social; cambio teórico

Abstract

This essay discusses some restrictions of the social democratic left in the current debate for the democracy. These restrictions are caused by the social change and the theoretical change around democracy, and are translated for the left into problems of historical, theoretical-methodological and ideological-generational understanding.

Key words: Left; social democracy; democracy; social change; theoretical change

De un tiempo a la fecha, el debate por la salud de la democracia viene cerrándose en torno a dos posiciones aceptadas como correctas, sensatas, informadas: 1) la discusión democracia vs populismo, donde democracia es un sinónimo de lo que debe ser razonablemente defendido frente a la regresión de la amenaza populista; y 2) la exigencia de no pensar dos veces -ni mucho menos dudar- sobre la exactitud geométrica de esta oposición. Pero, se puede ser antipopulista y ponderar, sin embargo, la insuficiencia del statu quo democrático. Se puede, también, releer los alcances, límites y tensiones de nuestra adhesión democrática a contraluz de lo que las críticas populistas transparentan. Se puede, o se debería poder, realizar una crítica democrática a la democracia sin por ello recibir el apercibimiento de “no tirar la cubeta del agua con el niño dentro”. El imperante esquema democracia vs populismo, y su refuerzo discursivo bajo la batalla declarada en favor de “la resiliencia democrática”, está, empero, volviendo el debate cada vez menos poroso. Como si entre las adscripciones políticas y académicas no pudieran existir fisuras y contrasentidos analíticos alimentados por la impureza empírica de los regímenes democráticos, la resolución en marcha parece decantarse del lado de una defensa acrítica de la democracia.

El momento vigente de la política, acalorado por una inmanejable polarización social que no sabemos aún moderar, es probablemente uno de los elementos explicativos de este empantanamiento. Un momento previo, representado por el entusiasmo de los cambios políticos en clave democrática y la afortunada ausencia de alternativas autoritarias, contribuye quizá también a la inercia de dualismos y exclusiones muy acentuadas. La conceptuación teórica de las transformaciones históricas, como un proceso que no podría entenderse si no es como la inopinable superioridad racional, ideológica y moral de la democracia, ha abonado, asimismo, a la adjetivación patológica de todo desenvolvimiento de la política que no se corresponda con la premisa normativa de esta teorización.

En este texto pretendo mirar estos y otros potenciales factores de la atrofia del debate desde un cierto y polémico ángulo. En concreto: quiero ensayar un conjunto de ideas centradas en el papel de la izquierda dentro de la naturalización de lo que Munck (2007) detectó como un contradictorio “consenso ortodoxo” en respaldo de la democracia. Con esta óptica, mis preguntas de trabajo son algunas como las siguientes: ¿por qué la izquierda terminó aceptando una concepción estrictamente electoral de la democracia?; ¿por qué, ante las inocultables insuficiencias de esta concepción, la izquierda renuncia a revisitar críticamente el desfase entre las expectativas y experiencias de la democracia?; ¿por qué la escasa discusión existente en este campo suele ser encarada en términos ideológico-generacionales que son, justamente, refractarios a la porosidad e inclusión de otras visiones?; ¿cuáles son los motivos de este autolímite de la izquierda de cara a lo que podría ser una fértil renovación del debate sobre la representación teórica e institucional de la democracia?

Explorar ensayísticamente preguntas de esta naturaleza obliga a asumir una cierta zona conjetural de respuestas. Me muevo en ese territorio, dentro del cual busco conversar con bibliografía adentrada en el imaginario de una izquierda que debió aprender a ser liberal y democrática, desplazándose de sus referentes ideológicos tradicionales (Lechner, 1990; Santiso, 2001; Lesgart, 2003; Traverso, 2016; Vázquez 2022a y 2022b). Pudiera ser, y éste es el razonamiento plausible con el que trabajaré, que esa valiosa autotransformación haya significado un cambio de paradigma de tal envergadura que ahora, necesitada de volver a pensarse a sí misma, la izquierda opte por defender a ultranza una posición que le costó mucho adoptar. Pero eso, como trataré de elaborar aquí, podría conscientemente ser diferenciado de la mejor forma de conservar y enriquecer la democracia.

El texto posee cuatro partes: 1) una imagen que visualiza la parálisis que argumento y que me ayuda a precisar el sentido de mis preguntas de trabajo; 2) una puesta en duda de la tesis ideológica del fin de las ideologías, cuya teorización identificó a la democracia liberal y a la economía de mercado como un estado superior avalado por la Historia; 3) una síntesis del carácter y variación históricas de los mapas teóricos con los que pensamos la democracia en la segunda mitad del siglo XX; 4) algunas conjeturas sobre los autolímites democráticos de la izquierda que delimito a lo largo del ensayo.

Una imagen reveladora

Para delinear el blanco de este ensayo, quizá una imagen sea adecuadamente precisa. Se trata de una anécdota ocurrida en el reciente coloquio (Ciudad de México, noviembre, 2022) organizado por el Grupo de Teoría y Filosofía Política de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, con el título ¿Tiene futuro la democracia? Invitado a la mesa de debate Las condiciones sociales y económicas de la democracia, uno de los ponentes destacaba por ser uno de los autores de un libro reputado en México como una referencia canónica del cambio democrático. Tal voz insigne recibió dos preguntas merecedoras de respuestas reflexivas. Respuestas que no repitieran el mantra democracia vs populismo, quiero decir con esta alusión a una disposición a poner en pausa los lugares comunes.1

La primera pregunta fue esta: ¿cómo trazar el tipo de relaciones que el cambio democrático pudo tener con el cambio económico?; ¿de qué modo estos cambios convivieron para beneficio, o perjuicio, de la hondura democrática? Para algunos, la democracia no se habría visto afectada por el ajuste estructural del neoliberalismo; para otros, la economía liberal, y sus mercados desregulados, habrían empañado y hasta empeñado las mecánicas del cambio político. Dentro de esas divisiones analíticas, ¿es posible reconocer e investigar ciertos efectos sobre la democracia de un programa económico neoconservador?

Contra la posibilidad de un debate que diera una vuelta de tuerca a las “verdades consabidas”, la respuesta del ponente se ciñó a los límites de una autorizada concepción de la democracia. Refrendando una militancia sin vacilaciones, su contestación fue:

  1. Ausencia total de paralelismos entre el cambio político y el cambio económico, pues la democracia habría iniciado en México en 1977 y el neoliberalismo en 1985.

  2. Independencia absoluta entre los procesos de cambio económico, democrático y cultural, pues estos son subsistemas autónomos sin franjas de contagio o interacción. La responsabilidad académica, añadió en este punto, consiste en estudiar por separado estas transformaciones.

  3. Es cierto que en democracia el estancamiento económico y el aumento de la desigualdad menoscaban la calidad del régimen, pero los únicos factores causales de ello son el neoliberalismo y ahora el populismo.

La segunda pregunta provino de una muy joven estudiante, quien describió la pérdida de atractivo de la democracia para una nueva generación inmersa en un ambiente económico desesperanzador. Sus consultas fueron: ¿por qué deberíamos poner a la democracia en el vértice de nuestros intereses cuando lo que más angustia es la falta de trabajos mínimamente dignos y estables? Si la democracia es esto, ¿es ese el futuro que debemos defender? La devolución a esta perplejidad consistiría en una certidumbre que evidencia el desfase generacional entre las expectativas y las experiencias democráticas. La mejor respuesta a una pregunta de esta clase, replicaría el ponente, es recomendar la lectura del libro Cómo perder un país. Los siete pasos de la democracia a la dictadura, de la politóloga Ece Temelkuran, y aprender ahí cómo la democracia se despilfarra si no entendemos su valor.

La estampa reconstruida trasluce los problemas que nutren mi sospecha sobre los discutibles autolímites democráticos de la izquierda. De orden epistémico, teórico e ideológico, esos problemas son visibles en la creencia extracientífica de que el original paradigma conceptual de la democracia puede seguir considerándose sólido, y no precisado de revisión analítica y empírica, a pesar de sostener una implausible impermeabilidad entre los procesos y lógicas de cambio (de muy distinta especie) que aglutina, y a los cuales niega una factible interacción compleja y multicausal. La imputación, por otra parte, de los males estructurales de la democracia a la influencia perniciosa de la política económica del neoliberalismo y el populismo, ignora, convenientemente, que la hegemonía neoliberal fue consentida y aplicada por la tradición socialdemócrata -que se pretende así aislar de las responsabilidades y conservar como un normativismo inmaculado frente a los neoliberales y ahora contra los populistas-. Pero socialdemócratas y oponentes forman parte, precisamente, de una concepción dominante de la democracia que podría revisitarse, remarcando un deslinde autocrítico de proyecciones teóricas que fueron negadas por la realidad.

Distintas voces del mainstream de la teoría liberal de la democracia han abierto ya la promisoria senda de la autocrítica, pero esta flexibilidad intelectual parece estar aún en pininos. Leonardo Morlino, uno de los padres de la propuesta conceptual de la calidad democrática, lleva tiempo reconociendo que la democracia no puede ser un fin en sí mismo sin considerar la precariedad material de los ciudadanos. El grado de valoración de la democracia, como investiga Morlino (2014), defiere según las contrastantes preferencias individuales impactadas por incertidumbres sociales crecientes. Amén de un fundamentalismo teórico, la creencia ideológica en que la democracia solo puede ser un fin en sí mismo podría estar revelando una inexperiencia generacional de las nuevas complejidades identitarias y riesgos laborales devenidos con el cambio tecnológico y la desestructuración del mundo del trabajo. Desaparecido violentamente el futuro de seguridad laboral del que las generaciones de posguerra gozaron, el afecto por la democracia disminuye, en ese contexto, no por mera consecuencia de un desprecio o minusvaloración irracionales. Afirmada por Adam Przeworski (2022) en su más reciente libro sobre la profunda crisis de la democracia, esta idea (como otras que iré deslizando) condensa la autocrítica académica que inspira mi argumento de los autolímites democráticos.

Para terminar con las precisiones: en este ensayo plantearé factores de 1) comprensión histórica; 2) teórico-metodológicos y 3) ideológico-generacionales que, a mi juicio, estarían incidiendo en el rechazo de cierta izquierda a participar de otra manera en la discusión por fortalecer el régimen democrático, partiendo de su base electoral y liberal, pero no cerrando lo que por democracia entendemos a sólo esos componentes. Por “cierta” izquierda, última señalización, me referiré aquí a la izquierda socialdemócrata que legitimó con su valioso aporte el paradigma de las transiciones democráticas. Otras izquierdas, dentro de su múltiple y fragmentado continente, requerirían de otro y diferente ensayo.

Teorización del cambio histórico

El primer autolímite democrático de la izquierda que quiero discutir es un paradójico “sentido de la historia”, originado en la lectura que la izquierda hizo del fin de la Guerra Fría, sobrepuesta en esa coyuntura al ocaso de la ideología socialista y al triunfo del liberalismo como la única y excluyente ideología compatible con la democracia. Obviando que en el pasado el liberalismo progresista e igualitario se había tejido en enlaces virtuosos con el socialismo electoral, esa lectura incurriría también en un segundo olvido: la derrota del modelo comunista transcurrió en su confrontación contra el modelo de economía mixta, no así contra el esquema neoliberal de mercados desregulados, al que ahora la izquierda dominante resignifica como una base para la democracia.

¿Cómo interpretamos y proyectamos conceptualmente los “hechos empíricos”? Con mucha e inevitable teoría de por medio, recuerda en términos metodológicos Przeworski (2022) hacia dentro de su propio encuadre normativo, conceptual e ideológico de la democracia (Martínez, 2022). Si esto es así, si precisamos de un anclaje teórico que guarde correspondencia con el contexto social que buscamos descifrar, hay una lectura de la Posguerra Fría que precisa ser reexaminada. La “rigidez intelectual” (Fukuyama, 2014) y “la mirada doctrinaria” (Krastev y Holmes, 2019) han sido, de hecho, cuestionadas por voces académicas que critican en esos términos una estrecha objetivación de la hipótesis del “fin de la Historia” (Fukuyama, 2015). Llama mucho la atención, o así debiera hacerlo, que sea el propio Fukuyama quien se desmarque de una interpretación determinante y fatalista como la que con mucha frecuencia es pronunciada desde la izquierda socialdemócrata. Si algo demostró el siglo XX (gloso esas lecturas recurrentes) es que depositar demandas normativas en la democracia, y rechazar su versión liberal y procedimentalista, es un indefectible camino al totalitarismo.

El rotundo fracaso del socialismo real, y el expansivo optimismo por las transiciones hacia democracias liberales y economías de mercado, aconteció, ciertamente, bajo una atmósfera que justificó esa confianza. Perturbada por la evaporación de la izquierda comunista que, por contraste, le permitía ostentar sus credenciales democráticas, la izquierda socialdemócrata -hoy lo sabemos- fue la opción ideológica más aturdida. Desde 1968 el comunismo había iniciado ya un desajuste frente a los cambios sociales que el derrotado eurocomunismo setentero hizo más evidente. En esas turbulencias, la sobrevivencia de la socialdemocracia supondría una confusa autotransformación ideológica, impelida por la derechización que remplazó al keynesianismo. Para conservar su competitividad electoral, la socialdemocracia debió asumir, pues, las políticas monetaristas (Maravall, 2013). La delegación de funciones de los gobiernos a organismos tecnocráticos, supranacionales y contramayoritarios fue concretada así bajo el acreditado discurso de la responsabilidad fiscal. Entre el entusiasmo primigenio y la posterior instrumentación de las recetas y recortes de la austeridad, la lectura de los cambios históricos ha sido la misma: la historia pareciera, desde esta interpretación, haber cerrado cualquier otro margen para la agencia, esto es, para la capacidad de adaptación organizativa, ideológica y estratégica de la izquierda. La historia ha mostrado, a decir de esta lectura, la inexorabilidad de este curso de acción. Develado ese telos, la democracia tendría restricciones que más nos vale acatar.2

Pero en los años noventa, cuando nuestros marcos teóricos de la democracia parecían embonar y hasta encauzar los deseos de crecimiento económico, desarrollo político y cohesión social, uno de los resortes del discurso democrático fue, justamente, el del arribo a un tiempo despojado ¡por fortuna! de las certezas ideológicas que llevaron a pique al socialismo real. Contra aquel dogmatismo insensible a las variaciones y contradicciones empíricas, la democracia opuso el valor de la incertidumbre, no sólo como propiedad electoral, sino como un rasgo de la libertad de pensamiento, la imaginación política y de una surtida caja de herramientas para proponer esquemas y soluciones no prefijadas de antemano. Contra ello, cosa muy diferente, la lectura de la historia como un vertedero ideológico de las opciones no democráticas, y tras el cual el triunfo de la ideología liberal-democrática la revestiría de una autoridad moral, niega la contingencia de los cambios, procurando sobreponer de manera forzada un destino disimulado entre transiciones democráticas efectivas, presupuestos normativos infalibles, paradigmas teóricos estandarizados y creencias ideológicas. La teoría de la modernización económica y democrática, ha propuesto sobre esto Jeffrey Alexander (2005), reposa (como sucede con todo marco teórico) en unas premisas extracientíficas. Confiar en que la lectura democrática de la historia es la única teorización posible de las transformaciones sociales ha ayudado poco y nada a revisitar los límites epistémicos e ideológicos de este paradigma.

¿Es factible superar, o al menos regular, las consecuencias desmedidas de los mercados neoliberales? El historiador Enzo Traverso discute en varias de sus obras la plausibilidad de este objetivo, cuyo cumplimiento implicaría deshacer poderosas barreras. En el orden precisamente de las lecturas de la historia, Traverso identifica al primero de estos obstáculos con la postulación de una sola y absoluta manera de entender y divulgar el fin de la Historia (Traverso, 2011; 2012; 2015). Los más grotescos e inexcusables errores del socialismo pueden representarse, cual la lectura liberal sugiere, como el irremisible destino al que nos conduce la búsqueda de alternativas a una democracia sólo electoral y sin controles políticos del capitalismo. Pero esa lectura puede ser refinada con otra que, tomando en serio la contingencia histórica, ilumine con razones el juicio fatalista sobre el que la democracia liberal se ha instalado como una lección histórica inobjetable.

Desde esa creencia metahistórica, la lectura liberal de la historia ha acabado por situar en Platón, o en la Revolución Francesa, los síntomas preclaros del estalinismo. Con la misma y fácil extrapolación, populismos muy recientes son “comparados” con el nazismo y el fascismo de los años treinta del siglo XX. Una lectura doctrinaria de este tipo, observa Traverso (2009), no tiene empacho tampoco en decretar una inexpugnable equivalencia perfecta entre liberalismo y humanismo. Pensar políticamente, para intervenir en la regulación de los cambios sociales y económicos del fallido modelo neoliberal, es un olvido derivado de una sola e impenetrable manera de interpretar los vuelcos históricos, a decir también del historiador Tony Judt (2010). Afianzada, empero, en la intransigente seguridad de que el fin de la Historia será democrático-liberal, o no será, la izquierda socialdemócrata hace oídos sordos al futuro abierto de la historia.

Historización del cambio teórico

Como es sabido y practicado, la fulminación del socialismo real finiquitó la crónica crisis epistémica, ideológica y política del marxismo. Bien ganada tenían esa desgracia los manuales acartonados que hicieron de Marx un profeta. En el coloquio que antes referí no hubo, de hecho, ningún ponente de izquierdas que se abstuviera de reflexionar sobre la democracia sin advertir antes la autocensura de un marxismo ya empolvado. Ese deslinde me parece, por supuesto, un corte de caja imprescindible para pensar la complejidad democrática por afuera de fórmulas teóricas gastadas. Paradójicamente pareciera, sin embargo, que las referencias conceptuales, de otro tipo ahora, siguen siendo unas lentes antepuestas a la muy heterogénea condición de la realidad empírica. Este relevo de marcos teóricos, con la latente posibilidad de desconectarse de la historia y sociología políticas de los regímenes democráticos, podría ser una emanación del actual clivaje existente entre cambio social y cambio teórico. La manera en que teorizamos los espectaculares virajes históricos que propiciaron el triunfo de las democracias liberales es, en corto, una historia de la evolución de nuestros esquemas conceptuales sobre la que vale la pena reparar.

Planteada cuatro décadas atrás, una discusión en torno a las condiciones sociales y económicas de la democracia, ¿qué fundamentos teóricos habría supuesto? La respuesta no es difícil: el determinismo económico marxista, la teoría de la modernización, del desarrollo político y de la dependencia habrían sido, seguramente, las bases epistémicas, conceptuales y metodológicas desde las que concebir analíticamente la posibilidad de la democracia. Para estas teorías, la ocurrencia misma de la democracia, con diferentes grados de atemperamiento, estaría condicionada por la estructura material de las sociedades. Desde la sociología funcionalista norteamericana, y muy a tono con aquellos tiempos, Seymour Martin Lipset sobresalía entonces como una referencia ilustrada: “entre más próspero sea un país, mayor es la posibilidad de que la democracia se sostenga” (Lipset, 1959, p. 46, citado en Przeworski, 1997, p. 29). Insertada conceptualmente dentro de la totalidad del sistema societal, la democracia era mirada, pues, con categorías y lógicas analíticas que la enraizaban y hacían depender del concreto e histórico orden social. Gloso en lo que sigue tres perspectivas de aquel abandonado ensamble entre el cambio social y el cambio teórico.

  1. Hubo un tiempo en las ciencias sociales, recuerda Nora Rabotnikof (1999), en el que nuestros enfoques holistas estuvieron inspirados en un consciente (o no) hegelianismo, del que nos desprenderíamos ubicando en las teorías de la sociedad civil, de la ciudadanía y de la gobernanza las nuevas luces conceptuales para repensar la democracia. Ese relevo teórico fue, para Rabotnikof, el efecto en las comunidades académicas de la conceptualizada revuelta épica de la sociedad civil frente a los gobiernos autoritarios y totalitarios. Debajo de esa romantizada batalla por las libertades, una rediviva teoría de la modernización neoliberal se rearmaba como el horizonte ideológico justificativo, añade sobre este mismo punto Jeffrey Alexander (2005).

  2. Desde antes, y durante el apogeo del paradigma marxista, la democracia se pensó y mantuvo ligada a diferentes, porosas y hasta contrapuestas nociones de justicia social. Imprecisamente definida la democracia como eso, “justicia social”, para el historiador Rafael Rojas (2021) aquel proceder teórico e intelectual permitió que los lenguajes democráticos imbricaran numerosos y heteróclitos afluentes. Las versiones sociales de la democracia, dependiendo de las trayectorias y orden histórico de los países latinoamericanos, fueron de este modo un crisol de ideologías liberales, conservadoras, republicanas, socialistas, populistas, revolucionarias y nacionalistas. En un momento histórico, posible de fechar y entender, los mapas teóricos sobre la democracia partieron, pues, de la premisa de no localizarla ni prescribirla en la zona confinada del régimen político. Como sucedía en épocas de la Guerra Fría, la entonces existencia de alternativas radicales, prestigiadas como una vía para la conquista de “una democracia no burguesa”, actuó como una corriente subterránea que ampliaba (desde el propio liberalismo) la concepción y alcances del término en el imaginario teórico, político y académico.

  3. Cuando en los años ochenta fui parte de los equipos de investigación encargados de proyectar un nuevo marco teórico para interpretar el cambio histórico de las transiciones democráticas, me extrañó la ausencia de la bibliografía estructuralista. Parafraseo en lo de arriba la manera en la que Adam Przeworski ha compartido esta extrañeza en varias de sus publicaciones, subrayando con ello el desplazamiento de los enfoques de Lipset, Barrington Moore, Richard Bendix, Stein Rokkan u otro autor señero de la sociología histórica (Martínez, 2022). Como Charles Tilly (2010), Przeworski es uno de esos autores que no ha roto del todo con aquella manera de pensar la democracia dentro de un determinado orden social que la contiene; pero esa tradición analítica dejó de ser la recurrente. Explicando ese movimiento teórico, del cual fue uno de sus protagonistas, Guillermo O’Donnell es uno de los pocos que ha reconocido la amalgama de decisiones políticas y operaciones académicas que llevaron a ese reacomodo intelectual. La necesidad de una definición mínima de democracia, que refrenara una conceptualización maximalista para la que la democracia nunca terminaría de ser suficientemente democrática en momentos históricos donde un corte analítico era urgente, estuvo en el fondo de ese oportuno discernimiento (O’Donnell, 2007).

Con escasos, o mejor dicho, nulos márgenes de maniobra ante los derechos de propiedad del capitalismo, y los poderes del ejército cuya vuelta a los cuarteles era imprescindible, el marco teórico de las transiciones debió hacer así abstracción de las condiciones estructurales y concentrarse en las apuestas tácticas de las élites dispuestas al consenso democrático. Con todo, el cuarto y conclusivo volumen -editado originalmente en 1986- del insigne Transiciones desde un gobierno autoritario (O’Donnell y Schmitter, 1994), no dejaba de deslizar sendas advertencias sobre la eventual fragilidad, desafíos e incertidumbres de un régimen democrático teorizado de esa forma. Es fácil observar en la obra continuada de O’Donnell una línea de reflexión que retoma, hacia sus últimos libros, la necesidad analítica de repensar las condiciones estructurales de un orden social, diferenciado de este modo de un orden político democrático (O’Donnell, 2007; 2010). Como ocurre, empero, con las revisitaciones teóricas de Przeworski, las de O’Donnell, así como los argumentos más finos en las teorías de Sartori, Bobbio y del propio Dahl, son merecedoras apenas de empleos muy parciales en el paradigma democrático dominante.

Si la base filosófica de la democracia sería, por el curso de los hechos históricos, el liberalismo reconfigurado por el neoconservadurismo económico, el soporte académico durante los noventa estaría identificado con el enfoque neoinstitucionalista, reputado, justamente, por su contemporizada premisa de “la autonomía de la política”. Devolviendo las instituciones a la centralidad que las perspectivas estructuralistas y de la elección racional más “dura” habían quitado a las reglas formales, el neoinstitucionalismo invirtió así los términos de referencia para concebir y evaluar las democracias: la política, modificando ciento ochenta grados el punto analítico de observación, dejaba de ser la variable dependiente de las condiciones sociales y económicas para convertirse en la variable causal de los diferentes resultados de crecimiento económico y cohesión social de los países.3

El descubrimiento de la importancia medular de los diseños institucionales, la valiosa resignificación de la política como un área de libertad y agencia, fue, en principio, la afortunada manera en que pudieron explicarse las radicales transformaciones históricas que sepultaron a los sistemas autoritarios. En un tiempo de irrecuperable optimismo, los programas académicos de licenciatura y posgrado volcaron sus lecciones hacia la enseñanza de los costes institucionales de transacción, la racionalidad procedimental, la teoría del votante medio, el mercado económico como metáfora de lo electoral, el centrismo ideológico, las privatizaciones como función del bienestar social y otras baterías teóricas acordes al momento inicial de desprestigio del Estado burocrático-keynesiano y el prometedor realce de la reconfiguración neoliberal. En aquel tiempo de “consenso ortodoxo” en torno a la democracia liberal y las economías de mercados desregulados, la política comparada acusó la hegemonía de la teoría de la elección racional, los lenguajes formalizados y las metodologías cuantitativas (Munck, 2007). Una mala lectura del fin de la Historia, contra la que el propio Fukuyama se ha una y otra vez desmarcado, estuvo detrás de las nuevas certezas de esa forma de historizar el cambio teórico. La ideología socialista, expulsada de la escena histórica merced al discurso del crepúsculo de las ideologías, tendría entonces el disimulado sucedáneo de la ideología democrática, afincada más ahora en ideales y creencias normativas que en las mejores o al menos propicias condiciones sociales y económicas.

El reduccionismo del encuadre neoinstitucionalista no pasaría desapercibido, inclusive, para teóricos de la elección racional. Desde el propio neoinstitucionalismo de la teoría positiva, Kenneth Shepsle (1999) remarcó un punto ciego de esa corriente teórica: el problema de la endogeneidad institucional. La importancia y confines del diseño y efectos causales de las reformas institucionales no opera, apuntó Shepsle, con independencia de las estructuras que ex ante condicionan la hechura e impactos de uno u otro tipo de instituciones. Estructuras, como Shepsle elucida, es una referencia a enclaves e intereses de grupos sociales consolidados con la capacidad de intervenir (o directamente obstruir) en los objetivos y procesos que un cambio institucional puede (o no) poner en movimiento.

Desde una tradición europea, para la que los condicionamientos históricos de las instituciones no eran ninguna novedad, Peter Mair (2001) recordó -en el Nuevo manual de ciencia política, editado en 1998- que la deseable autonomía de la política constituía siempre un atributo “relativo”, por cuanto los regímenes y las dinámicas políticas difícilmente pueden aislarse de los patrones e influencias económicas y sociales. En su ya clásico tratado sobre la lógica y método en las ciencias sociales, fue eso, precisamente, lo que Sartori (1984) estipularía también en su capítulo dedicado a la autonomía nunca absoluta de la política y sus diseños institucionales de regulación.

Decaída gradualmente la ilusión original del paradigma democrático por la velocidad del neoliberalismo hacia mecánicas económicas no afectadas por filtros políticos, la relación democracia-capitalismo reaparecería en la literatura especializada. En su libro Political Order and Political Decay, Fukuyama (2014) puntuaría una vez más la contingencia de un lazo virtuoso entre democracias liberales y economías de mercado. Peor aún, afirma Fukuyama, las más recientes décadas han sido de regresiones en una específica y degradada clase de estatalidad sin la que la democracia se ve comprometida en medio de un “neoliberalismo extremo” (Fukuyama, 2022). Para América Latina, la investigación comparada de Ilán Bizberg (2015) sobre las variaciones capitalistas y sus desconexiones con la democracia arroja resultados muy parecidos.

Tomando la parte por el todo, podríamos así decir, el institucionalismo normativo dominante ha incurrido en el comprensible fallo de las propuestas explicativas vertiginosas y absolutizantes. Para este tipo de diagnósticos y soluciones, la detección de un factor monocausal (sobre el que se crea un consenso que refuerza esta creencia) podría ubicarse como la “llave maestra” de los procesos sociales. Pero la democracia es una construcción histórica y sumamente compleja que precisa, para mantener su energía, de materiales de muy distinta especie y en dinámica y conflictiva interacción. Materiales políticos, económicos, culturales, morales, normativos de construcción, y no sólo institucionales y/o jurídicos, como medita el filósofo Carlos Pereda (2023). Subordinada esa abigarrada constelación a la primacía explicativa del cambio institucional, nuestras democracias acusan, a decir de Pereda, del hechizo de creer en “la magia del derecho”, como si las necesarias, pero no suficientes, reformas institucionales pudieran bastarse a sí mismas. La democracia requiere, claro está, de un diseño institucional adecuado, pero su flujo de energía, retroalimentación y creatividad sociales no se agota ahí.

Envueltos ahora en una nueva ola bibliográfica de la crisis democrática, resulta interesante preguntarse por el momento en que las concepciones dominantes, rebasado su anclaje teórico por el enrarecido contexto social de los regímenes democráticos, sean nuevamente sensibles a la necesidad de renovar sus conceptos para procurar reensamblarlos con los cambios históricos más desafiantes. Las ciencias sociales viven, como se sabe, del aliento de autorrefutar cada tanto sus propias conjeturas teóricas.

Debate ideológico-generacional

Un último factor sobre el que quiero polemizar es la capa ideológico-generacional con la que el debate democrático suele ser encarado por la izquierda socialdemócrata. Desde esta percepción me mueven preguntas como estas: 1) ¿por qué la izquierda concedió una versión estrictamente electoral de la democracia?; 2) ¿por qué la izquierda se dejó cautivar por el neoliberalismo y subordinó su agencia y capacidad estratégicas de adaptación a este programa económico, político y cultural?; 3) ¿por qué estos temas se discuten en la izquierda en un plano ideológico-generacional (autobiográfico), y así los que debaten justifican su postura blindándose contra la autorevisión “en nombre de la democracia”?

Las preguntas que planteo, ha sido hasta ahora mi experiencia con ellas, no es infrecuente que se descalifiquen con el dictum de una mala e injusta comprensión del proceso de cambio ideológico por el que la izquierda atravesó en las transiciones democráticas. Se trata, ciertamente, de una regeneración política y programática que incluye grandes y valiosas apuestas, que no desestimo. Personalmente encuentro muy atendible el “reclamo de orgullo democrático” y de una “deficitaria pedagogía del cambio”, que la izquierda socialdemócrata suele anteponer frente a la latente inspección por la reflexividad de sus adopciones, preferencias y cálculos.

La transición democrática fue, no sólo real y fecunda, sino que tuvo en la democratización de la propia izquierda un catalizador imposible de subestimar. El carácter “estrictamente electoral”, que connoto en la primera pregunta, subraya, justamente, la condición indispensable de ese virtuoso componente liberal como un piso mínimo para conceptuar un régimen democrático. Como la propia izquierda socialdemócrata lo asume para remarcar su aporte a ese logro, esa definición procedimentalista revela la conquista germinal de un horizonte democrático. La pregunta, recordado esto, inquiere entonces por las razones que han detenido la profundización democrática más allá de los acertados, pero insuficientes, cambios institucionales. Se trata, pues, de una pregunta que, a un mismo tiempo, aprecia la instauración democrática e interroga también por las posibilidades de nuevas y más estructurales reformas en clave de la socialización y calidad democráticas.

Mi segunda pregunta ha sido considerada ya por investigaciones que discuten la restricción programática y discursiva de la izquierda a partir de una realidad difícilmente descartable: la legitimidad contextual del neoliberalismo como una política económica y cultural que se impuso sin alternativas a las que la izquierda pudiera recurrir. Para los más importantes de estos trabajos académicos: 1) la derrota ideológica fue una dolorosa asunción desde la que la izquierda debió reemprender su rearmado (Lechner, 1990; Santiso, 2001); 2) la exigente competencia electoral forzó la derechización de las ofertas partidistas (Przeworski, 2001; Maravall, 2013); 3) el efecto de la erosión de las metanarrativas sacudió y acortó el ideario izquierdista (Vázquez, 2022a y 2022b); 4) la reconversión intelectual de los políticos y pensadores de izquierda siguió la ruta teórica de la naturalizada relación entre economías de mercado y democracias liberales (Lesgart, 2003; Aguilar, 2008; Martínez, 2019); 5) la resignificación del liberalismo ocurrió, acorde con los tiempos, bajo una versión neoconservadora y antidemocrática del canon liberal (Illades, 2014).

Posibles de fechar, estos antecedentes son explicativos de la tortuosa, pero valiente, contemporización por parte de la izquierda con un tiempo que acuñó la sensibilidad, y hasta certeza, del fin de las ideologías. Acusando recibo de ese cambio histórico, la izquierda socialdemócrata repensó con sensatez la diferencia entre los nobles objetivos y los medios responsablemente políticos para alcanzarlos, atinando a priorizar la informada y no voluntarista, o fantasiosa, selección de cualquier medio. Con todo, el contexto social que incentivó aquellos encuadres teóricos ha variado radicalmente, deshaciendo en su marcha las expectativas neoliberales que legitimaron un programa entrado hoy en crisis. ¿La agencia de la izquierda puede readaptarse a ello, transitando tal vez hacia estrategias proactivas no circunscritas ya al endurecido guion de políticas económicas desacreditadas?

Finalmente, en lo que hace al debate por la democracia al que la izquierda suele concurrir pertrechada en una memoria generacional para defender el cambio de sus posiciones, es cierto también el fondo justificativo desde el que se apela a un pasado oprobioso, cuya superación es indisociable de la determinación izquierdista por enfrentarse a los autoritarismos. “En esta ciudad no puedes besar/ahora el amor es vil subversión/nos quieren restar las fuerzas de amar”, cantaba Jaime López a principios de los ochenta para denunciar las truculencias en México del régimen priísta, domesticadas por el impulso y posterior acceso al gobierno de una izquierda reformulada ideológicamente. En aquel país, otro país, podías ir a la cárcel por repartir volantes opositores al statu quo. Característico del marco transicional, aquel clivaje fue el del antagonismo autoritarismo-democracia, que estimuló el desplazamiento ideológico y político de la izquierda hacia una concepción de la democracia liberada de su errada minusvaloración como “democracia formal o burguesa”.

Sucede, empero, que la nueva ola literaria de crisis ha puesto de manifiesto que los riesgos para la democracia han provenido recientemente del fracaso neoliberal (Przeworski, 2022) y de las consecuencias de un cambio tecnológico y cultural capaz de romper con los sistemas de intermediación (Sánchez-Cuenca, 2022). Visto así, como proponen por ejemplo Przeworski o Rosanvallon (2020), el populismo sería el reflejo de un profundo desarreglo democrático, exhibido, que no causado en primera instancia, por el monstruo populista. Con lentes ideológico-generacionales, es fácil detectar, sin embargo, que para la izquierda socialdemócrata el esquema analítico de debate sigue siendo otro; concretamente: la forzada oposición entre democracia liberal (irrealizada aún en toda su potencia) y populismo grotesco (realizado y denunciado por su precariedad -la misma que se prefiere obviar- en el funcionamiento del régimen democrático). Una creencia ideológica, muy explicable y propia de una generación de izquierdas a la que se debe el mérito de transitar a la democracia, podría estar gravitando en el común sesgo metodológico de buscar y confirmar “falsos positivos” (Przeworski dixit) que corroboren su ángulo de discusión.

Delimitados los sentidos con los que hipotetizo la probable influencia de un factor ideológico-generacional en la poca porosidad de la izquierda para repensar sus concepciones democráticas, termino con algunas especulaciones al respecto de esta misma reticencia.

Las concesiones de la izquierda frente a una visión de la democracia distinta a la teoría y práctica que la socialdemocracia empujó y administró durante las décadas bienestaristas de la posguerra, fueron fruto de una arriesgada, pero comprensible apuesta. Girando radicalmente el eje ideológico de la competencia electoral, el manifiesto descrédito de los sistemas de partidos tradicionales condicionó que la socialdemocracia se abriera a nuevos presupuestos liberales de corte privatizador y regresivo; pero también a la promisoria visibilización de reformas postmaterialistas vinculadas con la mayor legitimidad de la equidad individual (por encima del enfoque colectivista de la justicia social) y “la diferencia” (sobrepuesta al otrora compromiso epistémico y político con la clase social).4

Entre otras mudanzas teóricas, y de política pública, estas renovaciones fueron explicables bajo cierto espíritu del tiempo definido, sin dudas, por el ilusionante marco de la reactivación económica y su influencia positiva en la liberalización democrática de los sistemas políticos, y la consecuente transición cultural hacia sociedades civiles valoradas por su mayor reflexividad. La historia parecía conjugarse, durante los años ochenta y noventa, en esta dirección unívoca. Respondiendo a ese reto, imposible de ser omitido, las izquierdas habrían confiado, primero, en la sustentabilidad de ese rumbo neoliberal asociado a los mejores cambios políticos; y segundo, en su capacidad de activamente intervenir, desde lo político y partidista, en el control racional de los efectos de esa validada reconfiguración de los nexos entre Estado, mercado y sociedad.

Tres décadas después de ello, es sabido y reconocido por la propia socialdemocracia, la dificultad de incidir políticamente en el funcionamiento de los mercados ha sido mucho mayor de lo previsto. Lo ocurrido, de hecho, ha supuesto la inversión de lo presupuestado, por cuanto, fiel a sus dogmas, el neoliberalismo ha inmunizado a la política económica y financiera de cualquier afectación por parte de la política partidaria y electoral, naturalizando (con consecuencias deplorables) el blindaje y aislamiento de los mercados internacionales de cualquier regulación estatal y/o pública. Esta impotencia de las regulaciones revela la crisis de la política, desde la que la izquierda ha conseguido ganar los gobiernos, pero sin la facultad de cambiar los ejes económicos que ciñen al régimen democrático. Esta sensación de no alternativas significativas para el ciudadano estaba lejos de ser anticipada en el contexto anterior de democratización y alternancia electorales.

Agudizando los grados de desafección ciudadana hacia los gobiernos democráticos, a esta imposibilidad de reajustar los fundamentos económicos del orden social se suma la crisis de intermediación política (de los partidos y los medios comunicativos), el salto cultural hacia una mayor individualización gestada por la metamorfosis del mundo laboral, el declive de las instituciones tradicionales de control y los imparables quiebres tecnológicos (Sánchez-Cuenca, 2022; Sermeño, 2022). El proyectado impacto que la socialdemocracia podría tener en la reconstrucción de acuerdos e imaginarios políticos en torno al orden social se ve así, contra lo deseado, disminuido a muy poco en un orden donde las ofertas partidistas convinieron en autolimitarse a lo electoral, procurando compensar su crisis de representatividad con una mayor eficacia depositada en roles gubernativos del statu quo (Mair, 2013). Nada de esto figuraba en los análisis de coyunturas y prospectivas desde los que la izquierda socialdemócrata apostó, en un momento que así lo exigía, por cambios loables a los que, lastimosamente, les han crecido consecuencias indeseables.

“Estamos condenados a una democracia, aunque sea esta sea liberal”, escribió el sociólogo chileno Francisco Zapata (1993, p. 22), en un corte de caja noventero que enfatizaba contextualmente dos premisas: a) para la tradición socialdemócrata era un hecho consumado la necesidad de resignificar y reaprender una concepción de la democracia que, luego de poner “peros” al liberalismo, debería ahora asumir el componente liberal como una base insustituible; b) pero esa base, advertía también Zapata, no debería ser el techo ni el único integrante del compuesto conflictivo y dinámico de la democracia contemporánea. Apoyándose en un soporte liberal, el horizonte democrático precisaría, a decir de Zapata, de otros elementos ideológicos para ser profundizado y extendido.

En la segunda década del siglo XXI, el acotado funcionamiento del régimen democrático empieza a motivar en la socialdemocracia un incipiente y precavido mea culpa. Las transiciones a la democracia y la evolución del régimen, reconocen así algunas voces de la socialdemocracia mexicana, han estado tensionadas por un período de estancamiento económico y la ausencia de un “momento socialdemócrata” que pudiera contrarrestar esos límites. Enmarcada en esa estructura, la democracia no ha supuesto hasta ahora algún cambio positivo y valioso en los precarizados modos de vida de las mayorías (Becerra, 2017).

Si esto es así, si los resultados no son en estos términos ni medianamente los imaginados, el sentido de la autocrítica podría virar de los factores externos (el neoliberalismo, el populismo, la seducción de caudillos, la incultura ciudadana, etc.) a la mirada introspectiva, capaz de iluminar los efectos de una apuesta ideológica con consecuencias imprevistas. Repensar teórica, empírica y normativamente las creencias ideológicas que fueron engendradas por un contexto social que ya cambió, podría ser, a mi juicio, una manera fértil de volver a actualizar el paradigma democrático, vigorizándolo gracias (justamente) a una autorevisión crítica.

Intuitivamente, ese punto de autorreflexividad epistémica y conceptual requiere de una cierta distancia frente a lo que podría ser repensado. Compromisos políticos, académicos e ideológicos precisan, para analíticamente diferenciarse y guardar una sana y objetiva separación, de una perspectiva por ahora eclipsada en el trajín vertiginoso de una cerrada coyuntura que reclama la militancia populista vs la simulación democrática y/o el combate liberal y la resiliencia democrática vs el fantasma del populismo. Extenuantemente ocupados en la crítica implacable de lo “otro”, el cultivo de estas identidades excluyentes da al traste con la posibilidad de la propia revisión y el des-cubrimiento de los autolímites democráticos impuestos. La fatiga, y tras ella la mejora y el reinicio de nuestros tableros teóricos, no son, empero, imposibles (quiero creer).

Conclusiones

A modo de una preliminar exploración de los motivos que han llevado el debate por la democracia a un punto de cansina autorreferencia, en el que las posiciones se exhiben para reafirmar certidumbres previas, absolutas e indiferentes a cualquier entredicho, la atmósfera de esa no-discusión sobresale por su antiporosidad y desapercibido conservadurismo. Conservador y ensimismado, me parece, es el contrarrelato populista que, si bien puede atinar en la denuncia de los premeditados confines y exclusiones del régimen democrático-liberal, desbarra en la ausencia de soluciones complejas, falsamente identificadas estas con la improcedente fe en un autogobierno popular refractario a un sistema plural de partidos, ingenierías institucionales que garanticen la división de poderes y otras mediaciones cuya naturaleza y fines, precisamente democráticos, son constitucionalizar y hacer ordinario, y así previsible, el ejercicio del poder político. La mayor radicalización populista, invocada teóricamente desde un enfoque antiesencialista, termina -por la imposibilidad de una política sin fundamentos objetivos ni contornos institucionales- volviendo todavía más preciso el componente liberal contra el que pretende deslindarse. Esta tensión en la izquierda populista no fue analizada en este ensayo, pero sí fue parte del ambiente polarizado desde el que me pregunté por las razones de la izquierda socialdemócrata para replicar, a su modo, este mismo conservadurismo soberbio e impermeable.

Para el caso concreto de la socialdemocracia, su seguridad en rechazar cualquier reforma plausible del institucionalismo democrático proviene, quizá antes que nada, del lugar circunstancial de haber sido ella una de las fuerzas responsablemente creadoras del paradigma e imaginario teórico de la democracia que hoy se debate. Asumiendo el reflejo de su propia (y contextualmente adecuada) reconversión ideológica hacia la normatividad democrática-liberal, es esperable la confianza de la socialdemocracia en ese cambio trascendente. Pero ni las mejores intenciones, deseos y apuestas, idealmente significativas cuando respondieron a un momento histórico previo, bastan para proyectar a la construcción democrática como un mecanismo perpetuum mobile (Carlos Pereda dixit), esto es, una edificación con capacidad de abastecerse a sí misma, prescindiendo de canales porosos que le permitan un continuado reajuste ante perturbaciones sociales incesantes e imprevistas. La degradación de los soportes económicos del régimen democrático, con consecuencias sociales y culturales ambivalentes, no es un tipo de cambio frente al que las reglas y funcionamientos democráticos pudieran permanecer estáticos. La propia idea del curso de la historia se ha visto afectada por una dinámica neoliberal vuelta contra las propias bases clásicas del capitalismo.

Ese desequilibrio mayor, donde el nuevo formato financiero, digitalizado y globalizado del capitalismo se libera de los otrora pactos y zonas de control político por parte de los Estados, menoscaba los proyectos de ciudadanización democrática que atrajeron a la socialdemocracia. La racionalidad de ese compromiso de la izquierda con la reinvención transicional de la democracia, óptima en el plano teórico, es puesta en cuestionamiento por el rumbo empírico de democracias así despolitizadas, y así reducidas a los límites de una versión procedimentalista indispensable, pero insuficiente para guardar menos y crecientes distancias con expectativas ciudadanas comprensibles.

Repensar intelectualmente los desafíos democráticos, diferenciando en esto las causas sistémicas y los síntomas coyunturales y previsibles de los males de la democracia, supondría para la socialdemocracia un interesante ejercicio de autorreflexividad sobre sus propios esquemas políticos, lecturas conceptuales de la realidad, imaginarios sociales y creencias ideológicas al respecto de la imprescindible democracia liberal. Esa condición, sin sucedáneos, de los pilares liberales de la democracia posible no es óbice, sin embargo, para volver a imbricar al liberalismo con otras ideologías (clásicas y emergentes) desde las que abrevó antes su cara más progresista e igualitaria. Participar de otra manera en el debate democrático, cerrando la puerta a geometrías teóricas puras, y abriéndolas a amalgamas virtuosas entre distintos idearios que revitalicen un liberalismo definitorio, pudiera ser un venturoso derivado de esa revisitación y una forma de dar vuelta a la acentuada página de los autolímites. Defender la democracia merecería también, pues, revolver y poner al día el contexto teórico y narrativo desde el que nos representamos su realidad.

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*Este artículo fue elaborado dentro del proyecto Desafíos de la integración social en las democracias. (Investigación Científica Básica SEP-Conacyt, núm. 285575), coordinado por el Dr. Carlos Pereda Failache.

2Para ahondar en esta crítica a este nuevo y paradójico “sentido de la historia”: Pipitone (2000) y Martínez (2021). Para interpretar este giro epistémico e intelectual en términos de un régimen de historicidad presentista adosado al “sentido común neoliberal”: Traverso (2022).

3Una temprana y fuerte crítica al retrato autoidealizado del neoinstitucionalismo en Almond (1999, cap. 8).

4Para estos cambios en la agenda ideológico-política: Dubet (2011). La agenda postmaterial que la izquierda socialdemócrata de México (Partido de la Revolución Democrática) presentó, con muy malos resultados, en las elecciones presidenciales de México en 2018 es analizada en Palma (2020).

Recibido: 21 de Diciembre de 2022; Aprobado: 24 de Agosto de 2023

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