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CONfines de relaciones internacionales y ciencia política

versión impresa ISSN 1870-3569

CONfines relacion. internaci. ciencia política vol.19 no.37 Monterrey ago./dic. 2023  Epub 03-Mayo-2024

https://doi.org/10.46530/cf.vi37/cnfns.n37.p102-116 

Dossier

La “terrorista”, la “miliciana” y la “policía”: implicaciones de las mujeres en la violencia armada en Perú*

The “terrorist women”, the “militia woman” and “women police”: women’s implications in Peru’s armed violence

Camille Boutron1 

1Profesora en el Institut d’études politiques de Paris


Resumen.

En Perú, las mujeres han participado históricamente en la violencia asociada al conflicto armado entre las décadas de 1980 y el 2000. A través de un examen minucioso del papel que han desempeñado las mujeres en este contexto y de la percepción que se ha forjado en torno a ellas, este artículo explora tres perfiles, que coexisten en el ámbito de este conflicto: la mujer policía, la mujer miliciana y la mujer terrorista. Los tres perfiles cometen algún tipo de transgresión frente a las expectativas asociadas al género, sin embargo, las mujeres policías −quienes ejercen una violencia legitimada como expresión del Estado− no pierden su carácter femenino en el imaginario, dado que sus cuerpos y estéticas aún cumplen con los parámetros de lo que se espera de ellas. En el caso contrario, las militantes de los movimientos radicales Partido Comunista Peruano-Sendero Luminoso y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru ejercen una violencia transgresora que regresa a ellas como una suerte de “contragolpe”, mientras que las mujeres que participaron en los Comités de Autodefensa han sido históricamente ignoradas, mientras que sus compañeros se han hecho un espacio entre el panteón de los “héroes de la patria”.

Palabras claves: Comités de Autodefensa; Perú; violencia armada; mujeres de la Policía Federal de Perú; Partido Comunista Peruano-Sendero Luminoso

Abstract.

In Peru, women have historically participated in the violence associated with the armed conflict between 1980 and 2000. Through a meticulous examination of the role women have played in this context and the perception that has been forged around them, this article explores three profiles that coexist in the field of this conflict: the policewoman, the militia woman, and the (female) terrorist.

Although all three profiles commit some form of transgression against gender-associated expectations, policewomen-who exercise violence legitimized as expressions of the State-do not lose their feminine character in the collective imagination, as their bodies and aesthetics still conform to the parameters of what is expected of them. In the case of militants of the radical movements Communist Party of Peru - Shining Path and Túpac Amaru Revolutionary Movement, they engage in a transgressive violence that rebounds on them as a kind of “counterblow.” Finally, while women who participated in the Committees of Self-Defense have been historically ignored, their male counterparts have carved out a space among the pantheon of the “heroes of the nation”.

Keywords: Committees of Self-Defense; Peru; armed violence; women of the National Police of Peru; Communist Party of Peru - Shining Path

INTRODUCCIÓN

Perú resulta un país privilegiado cuando se trata de observar y analizar la participación de las mujeres en la violencia armada ocurrida a finales del siglo XX e inicios del siglo XXI. La sociedad peruana atestiguó numerosas transformaciones, marcadas por un conflicto armado interno entre las décadas de 1980 y el 2000, en la organización de las relaciones sociales influenciadas por el género. En efecto, un gran número de mujeres se involucraron en el conflicto armado a través de su militancia1 o por la vía de los Comités de Autodefensa (CAD), milicias campesinas formadas bajo la autoridad del ejército dentro de las regiones más afectadas por el conflicto. Así, la participación de las mujeres en el conflicto armado interno, aunque poco subrayada por la historia “oficial”, se presenta como un fenómeno determinante en la comprensión de la evolución de las mujeres en la sociedad peruana de finales del siglo XX.

Por otro lado, se trata casi la misma época en la que tuvo lugar la progresiva feminización de la policía peruana. Aunque habían sido aceptadas en esta institución bajo ciertas condiciones desde la década de 1970, fue a partir de finales de los años ochenta cuando las mujeres tuvieron la posibilidad de asistir a las diferentes escuelas de suboficiales de policía del país. La igualdad “formal” entre hombres y mujeres se obtuvo en 1992, cuando la escuela de oficiales abrió sus puertas a las mujeres. En ese sentido, la feminización de la policía era objeto de un discurso público específico, que buscaba recuperar el brillo de una institución que perdía legitimidad. Así, el personal que conformaba a la policía de tránsito fue reemplazado por suboficiales y oficiales mujeres a partir de la década de 1990, particularmente, para luchar contra la corrupción y los pequeños sobornos ocurridos entre los conductores infractores y los representantes de las fuerzas del orden.

Este contexto ofrece tres tipos de trayectorias colectivas, que pueden observarse en el mismo periodo e ilustran la participación de las mujeres en la violencia armada: 1) la subversiva o “desviada”, como es el caso de las militantes subversivas; 2) la informal e invisibilizada, o el caso de las mujeres que participaron en los CAD; y 3) la legal y legítima, como puede ser el caso de las mujeres policías. Partiendo de esta tipología, me propongo en este texto, en un primer momento, describir brevemente estos perfiles, mostrando cómo el ejercicio de la violencia armada por parte de las mujeres -de entrada considerada un fenómeno excepcional- se convirtió en algunos años en una expresión específica de las relaciones de poder y dominación, que caracterizan las relaciones sociales de género en Perú. En un segundo momento, desplazo el foco de análisis hacia la forma en que la sociedad ve a estas mujeres, así como las consecuencias concretas que tal mirada ejerce sobre sus vidas y sus cuerpos. En suma, pretendo demostrar que estamos ante un continuum de violencia y que este es reflejo de la violencia de género institucionalizada en el corazón de la sociedad peruana.

CUANDO LA “MUJER ARMADA” SE PRESENTA COMO UN FACTOR DE “PROGRESO”: EL CASO DE LAS MUJERES POLICÍAS

La Policía Nacional del Perú (PNP) es una institución relativamente reciente. No es sino hasta 1988 que el presidente de la época, Alan García,2 decide reunir las diferentes estructuras policiales que existían desde el siglo XIX en un solo y gran cuerpo. La policía peruana aparece como una organización híbrida; por un lado, heredera de una tradición caudillista, que marcó la creación del país, y por el otro, inspirada en la influencia de los países europeos, en especial en lo relativo a la formación y administración del personal policíaco.

Aunque el personal femenino de la Policía Nacional de Perú no se volvió visible de manera significativa sino hasta 1992, cuando se tomó la decisión de reemplazar por mujeres a casi la totalidad de los policías de tránsito en las zonas urbanas -que hasta entonces eran mayoritariamente personal masculino-, las instituciones de policía ya contaban con mujeres en sus filas desde 1956, fecha en la que la policía de investigación (PIP) les abrió sus puertas, siendo la primera estructura latinoamericana en hacerlo.3

Las mujeres policías adscritas a la PIP, más que portar un arma o participar en operaciones directas (aunque solían hacerlo), ejercían un importante trabajo burocrático. Fueron capacitadas para asumir funciones específicas: recibir a los infantes perdidos, dar seguimiento a casos de fraude, desmantelar redes de narcotraficantes; algunas, de hecho, se especializaron en diversas áreas como la identificación forense.4 Además, gozaban de cierta popularidad, ya sea por su participación en operativos específicos, como la ayuda a niños y adolescentes desadaptados del entorno escolar,5 o incluso por su presencia en el desfile anual.6

Por otra parte, las mujeres policías de la PIP eran detectives, lo que sugiere que generalmente no usaban uniforme y no eran del todo visibles para la sociedad. Esta discreción, que se presenta como una ventaja que facilita las operaciones de camuflaje, también es cómoda para la autoridad, en la medida en que les permitía mantener cierta reserva sobre la participación de las mujeres en las actividades policíacas. No fue sino hasta mediados de los años setenta, cuando se inició un debate político sobre la posibilidad de crear cuerpos policiales especializados compuestos esencialmente por mujeres. Los discursos que apoyaron la feminización de la policía apelaron sobre todo a la necesidad de un trato de “la mujer por mujer”, subrayando siempre el hecho de que las mujeres podrían asumir otras funciones para “disminuir la carga” de sus colegas hombres, que quedarían así libres para dedicarse a otras tareas. Este debate se prolongó durante varios años, y no fue sino hasta abril de 1978 cuando abrió sus puertas la primera academia de policía femenina, formando a la primera generación de mujeres policías, oficialmente listas para asumir sus funciones en enero de 1979.

Si bien la integración de la mujer en las instituciones policiales fue presentada como un evento representativo de las múltiples convulsiones sociales y políticas, que marcaron a Perú en la década de 1970, esta se vio limitada por el bajo número de mujeres policías en funciones en ese momento (poco más de doscientas, tomando en cuenta todas las instituciones) y por la estricta división sexual del trabajo. En efecto, la integración gradual de las mujeres en las actividades de policía, más que una voluntad política de promover la igualdad de género en sectores profesionales ampliamente dominados por los hombres, refleja cierta adaptación de los poderes públicos ante la evolución de la delincuencia y la diversificación de las actividades policiales, que tienden cada vez más a centrarse en la esfera de lo social y ya no solo en su carácter de instrumento coercitivo.

El reclutamiento de las mujeres formaba parte de una amplia campaña de comunicación oficial, en la que las policías debían ser visibles para demostrar el compromiso de la institución con la modernización y la mejora de las condiciones de las mujeres. Por esta razón, el personal de policía femenino era destinado, antes que todo, a puestos específicos, especialmente dentro de las comisarías de mujeres que nacieron en los años setenta, bajo el impulso de los movimientos feministas, que se especializaban en el tratamiento de la violencia familiar. Así, las mujeres policías estaban llamadas a servir en las brigadas especiales de asistencia a los menores o en el famoso tratamiento de “mujer a mujer” en los casos de delincuencia femenina, cada vez más frecuentes.

Para 1988, la creación de una policía unificada permitió volver a dinamizar el proceso de integración de las mujeres en la policía, y aunque en esa ocasión el número de mujeres apenas aumenta, sus funciones se diversifican. Es así que en 1990, las autoridades policiales acuerdan la creación de un centro único, y solo uno, de formación de una fuerza de policía femenina en San Bartolo, localizado a unos treinta kilómetros al sur de la capital del país y, el 8 de diciembre de 1992, ciento sesenta y tres mujeres policías reciben su diploma y entran oficialmente en funciones.7 Si bien el número de policías mujeres casi no aumentó en cifras absolutas, la iniciativa de utilizar personal femenino para regular la circulación dentro de la capital permitió el rápido crecimiento del número de mujeres policía, y sobre todo, su visibilidad: en 1997, mil mujeres fueron directamente destinadas a la policía de tránsito después de un año de formación acelerada.

La decisión de feminizar la policía de tránsito devino en la modificación de la repartición de tareas entre los hombres y las mujeres en el seno de la PNP. En 2011, más del 90 % del personal de policía femenina se dedica a cuestiones de tránsito, no solamente en Lima, sino también dentro de las principales capitales departamentales.8 Asimismo, las comisarías de mujeres se multiplican y aumentan sus funciones, creando así una demanda más fuerte de mujeres policía, específicamente capacitadas para el tratamiento de la violencia doméstica. Hoy, se cuenta con numerosas comisarías de mujeres tanto en Lima como en las provincias, las cuales requieren de la colaboración entre el Ministerio del Interior, el de la Mujer y el de Poblaciones Vulnerables en el cuadro de una política nacional de lucha contra la violencia familiar. Por otra parte, rápidamente se generó un debate sobre el estatus de “subalternas”, que caracteriza al personal de policía femenino. Mientras se desarrollan estructuras en las cuales las mujeres policía representan la mayoría del personal, ellas continúan enfrentando límites en sus perspectivas de carrera, puesto que aún no pueden pretender ejercer su oficio como no sea en tanto que suboficiales.9 Sin embargo, en 1992, una decena de mujeres policía seleccionadas bajo criterios estrictos tuvieron oportunidad de ingresar en la academia de formación policial para oficiales, abriendo así una vía para las siguientes generaciones.10

Aunque en la práctica es discutible, la igualdad de género está formalizada dentro de la policía peruana. Las mujeres policía sientan su legitimidad dentro de la institución, especialmente apropiándose de tareas específicas. La división sexual del trabajo, que reserva a las mujeres a encargarse del tránsito y de la violencia familiar, continúa imponiéndose como norma en la policía y permite reproducir relaciones de poder desiguales entre los sexos. A pesar de ello, la concentración del personal de policía femenino dentro de las unidades específicas ha favorecido cierta transformación de la infraestructura y las prácticas, fenómenos que se observa particularmente en los Centros de Tránsito, cuarteles generales donde se reúne el personal de policía destinado al tránsito. Se trata de espacios a los que las mujeres policías pueden recurrir para obtener servicios de guardería (para aquellas que tienen hijos menores a cargo), donde tienen la posibilidad de cortarse el cabello o recibir un tratamiento estético, y disponen de dormitorios y regaderas, mientras que la utilización del gimnasio está reservada exclusivamente a ciertos días de la semana. Si bien la policía, en tanto que institución, se mantiene como un universo en el que dominan los valores masculinos, las mujeres han logrado acaparar un espacio que se ha vuelto propio y ganar cierta legitimidad ante los ojos de la sociedad civil, así como ante los de sus colegas hombres.

En consecuencia, se observa cierta ambigüedad entre la emancipación, que puede representar para las mujeres la posibilidad de aspirar a hacer una carrera en cierto ámbito que en otro momento estaba exclusivamente reservado para los hombres, y el mantenimiento de un orden patriarcal, que limita su poder real dentro de la institución. Esta paradoja también se observa en muchos otros casos y se caracteriza por la evolución de la situación de las mujeres a finales del siglo XX. No obstante, cuando la violencia armada entra en juego, nos encontramos frente a un caso particular. Si la participación de las mujeres, en este tipo de violencia, encuentra numerosos ejemplos a través de la historia, se trata de un fenómeno generalmente presentado como “excepcional”, que no concierne más que a algunas figuras individuales. La feminización de la policía marca una ruptura con esta idea de excepción en la medida, en que la corporación otorga una cierta legitimidad haciéndola entrar en un conjunto de normas sociales; sin embargo, esta evolución se observa también en el caso de aquellas mujeres que ejercen violencia armada considerada como “ilegal” o “ilegítima”.

CUANDO LA “MUJER ARMADA” SE PRESENTA COMO UNA DESVIACIÓN DE LAS MUJERES QUE PARTICIPAN EN LOS CONFLICTOS ARMADOS

El estudio de la participación de las mujeres en la lucha armada o contra-insurgente revela, en efecto, que el ejercicio de la violencia se presenta a la vez como un factor de emancipación y como un fenómeno que justifica el endurecimiento de los estereotipos de género. Aunque la naturaleza de su participación sea, a primera vista, política y no profesional, las militantes subversivas comparten numerosos puntos en común con sus homólogas, las mujeres policía. Por un lado, la toma de las armas por parte de las mujeres de comunidades rurales organizadas en “autodefensas” revela más bien una estrategia de supervivencia y adquiere un carácter forzado. En ambos casos, la experiencia de la violencia armada va a inspirar nuevas formas de acción colectiva. Esta está, además, marcada por una cierta ambigüedad entre la apertura de nuevos espacios para las mujeres y el límite impuesto por el contexto de violencia política e intrapersonal que se normaliza dentro de la sociedad peruana.

El conflicto armado interno comienza en mayo de 1980, cuando el Partido Comunista Peruano-Sendero Luminoso (PCP-SL), declara su oposición armada al Estado peruano. Fundado a finales de los años 1960, el partido se presenta como una organización extremadamente vertical y dogmática. Sus militantes, sea cual sea su lugar dentro de la jerarquía de la organización, deben probar una lealtad intachable hacia los principios de la organización y a su líder. Nacido en el departamento de Ayacucho, el PCP-SL reclutó una gran cantidad de hombres jóvenes originarios de comunidades andinas, que venían a estudiar a Ayacucho. De esta forma lograron captar militancia tanto en zonas rurales, a través de las “escuelas populares”, como en las ciudades, particularmente gracias a la red que consiguieron tejer entre universitarios y sindicatos (Degregori, 1990, p. 51). El PCP-SL tiene la particularidad de haber logrado reclutar a sus militantes dentro de diferentes ámbitos, adaptando su discurso a los diversos grupos sociales que eran susceptibles a adherirse a su ideología. Así, elabora un discurso específicamente destinado a las mujeres, a los estudiantes, a las obreras, las amas de casa, las campesinas y las jóvenes profesionales (Balbi y Callirgos, 1992, p. 51). Las estudiantes de grado medio representan un grupo particularmente importante en la militancia femenina senderista, pues formaron parte de una de las primeras generaciones de mujeres en tener acceso a estudios superiores, particularmente aquellas -las más numerosas- que procedían de clases populares o eran hijas de migrantes andinos. Es el Perú de 1970, en el que se observa una verdadera masificación de la educación, que le permite a muchos jóvenes entrar a las universidades. El tema es especialmente importante para las mujeres a las que se les ofrece una oportunidad de ganar cierta autonomía respecto a la esfera familiar y a las tareas domésticas que le son tradicionalmente atribuidas. La universidad va a representar, en ese sentido, un elemento nuevo de su socialización y se impone como un puente entre la esfera privada y el espacio público.

Además, es necesario recordar que el conflicto armado comienza en un momento en el que el movimiento feminista enfrentaba diversos obstáculos como el desencuentro prevalente entre los movimientos de mujeres de clases populares y las asociaciones feministas de clases medias. Un gran número de feministas se muestran, en efecto, extremadamente decepcionadas de la poca consideración que los partidos de izquierda muestran a su causa. El PCP-SL se presenta también como una alternativa atractiva para algunas de ellas, a través del establecimiento de comités específicamente dedicados a captar y conservar la militancia femenina, gracias a la elaboración de una doctrina que busca conciliar las virtudes del marxismo con las exigencias feministas. Así, la posición adoptada por el partido sobre la emancipación de las mujeres se expresa dentro de un texto redactado a principios de los años 1970 por tres militantes, titulado El marxismo, Mariátegui y el movimiento femenino (s/f). Por otro lado, durante los años precedentes a la entrada oficial del PCP-SL en la lucha armada, en todo el país tuvieron lugar numerosas manifestaciones alrededor del tema “mujeres”, en las que participaron aquellas que estaban organizadas por el partido o porque las enviadas en representación, por ejemplo, la Comisión Nacional de la Mujer peruana, o las convenciones de mujeres universitarias o de las mujeres campesinas. Estos eventos, que empezaron con un alcance local, tomaron poco a poco una dimensión nacional y terminaron por representar a los principales órganos, a través de los cuales las mujeres de todo el país se incorporaron al PCP-SL.

Así, se puede hablar de una gran visibilidad de las mujeres dentro del PC-PSL. Cuando su líder fue detenido en septiembre de 1992, cuatro de las ocho personas que fueron arrestadas al mismo tiempo eran mujeres. Fueron ellas, de hecho, quienes atrajeron la atención de los medios de comunicación y simbolizaron el oprobio de la organización. Si bien es cierto que la participación de las mujeres en la lucha armada no debe ser comprendida solamente como un fenómeno específico en Perú o de América Latina, lo es que las mujeres representaron un conjunto nada desdeñable en la mayor parte de los movimientos de guerrillas del final del siglo XX (Kampwirth, 1994, p. 84). Aunque era inusual que en este punto, una organización política les permitiera acceder a los más altos niveles de su jerarquía, en el caso de la PCP-SL, más de la mitad de los miembros, que formaban parte de la oficina central, eran mujeres, mientras que no era raro ver a una mujer dirigir operaciones armadas de un PCP-SL que utilizaba la violencia extrema como su principal instrumento.

El Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA), por su lado, aunque sea menos célebre que el PCP-SL, contó también con un gran número de mujeres dentro de sus filas. De tendencia más guevarista y mucho más próximas a los grupos de guerrillas latinoamericanas activos dentro del mismo periodo, el MRTA, en el seno de su organización, reprodujo en general un sistema de división sexual del trabajo. A imagen y semejanza de otros grupos armados como el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) salvadoreño (Falquet, 2003, p. 116), el MRTA reservaba para las mujeres actividades específicas (tareas domésticas y logísticas: fabricación de explosivos, espionaje, etc.), que son consideradas como “esencialmente” femeninas, conforme a los grandes principios de la división sexual del trabajo, tal como se observa en tantos otros espacios. Contrario al PCP-SL, que distingue sus actividades partidistas de sus acciones armadas instituyendo una “oficina política” y una “oficina militar”, el MRTA no hace esta distinción. El ejercicio de la violencia se plantea como un fenómeno colateral, más que como una manera deliberada de hacer reinar el terror; de hecho, el partido trata de controlar el uso de la violencia, distinguiéndose de la población civil portando uniforme, y se concentran en objetivos específicos (sabotaje de estaciones de radio, ataques a bancos o comisarías, secuestros). Quizá por esta razón sus militantes mujeres no alcanzaron la visibilidad que tuvieron las del PCP-SL, a pesar de que es posible nombrar algunas personalidades que llamaron la atención de la prensa como Lucero Cumpa, quien muchas veces escapó de prisión, o Lori Berenson, una estadounidense cuyo arresto en 1995 y su reciente liberación perturbaron a la opinión pública peruana.

Si bien la participación de las mujeres en la lucha armada puede ser considerada como un fenómeno que tuvo la suficiente visibilidad para hacer evolucionar las normas de género institucionalizadas dentro de la sociedad peruana de finales del siglo XX, la contribución de las mujeres en los comités de autodefensa pasó inadvertida globalmente.

La presencia del ejército y la formación de milicias campesinas en las regiones más afectadas por el conflicto desde el inicio de los años 1980 alteraron considerablemente las relaciones sociales al interior de las comunidades rurales. Mientras que los hombres partían por varios días para patrullar a los alrededores de la comunidad, las mujeres se quedaban encargadas de cuidar a los niños y a los ancianos y se ocupaban de garantizar la protección del poblado. Las mujeres también eran responsables de vigilar los alrededores, de atender a los heridos y de alimentar a los ronderos.11 De vez en cuando, ellas participan en los patrullajes e, incluso, formaron su propia columna de autodefensas.

A pesar de que las mujeres siempre han participado en las rebeliones campesinas, que marcaron la historia de Perú, esta es la primera vez que tienen tal acceso a las armas, y sobre todo, que se integran a un sistema de valores y de prácticas concretamente militarizadas. Por otra parte, cuando los hombres, que eran el objetivo principal de los militares y los insurgentes, huían de sus pueblos o se escondían, las mujeres quedaban a cargo de las tareas que no les son atribuidas tradicionalmente, particularmente en lo relativo a la gobernanza local. Además, las mujeres se encargan de reclamar a “sus” hombres detenidos por los militares apostándose frente a los cuarteles. Por último, se hacen cargo de la vigilancia cotidiana de su comunidad, cocinando colectivamente y recibiendo a las y los niños que quedaron huérfanos.

Es en este contexto que se multiplican e institucionalizan las asociaciones de mujeres llamadas “clubes de madres” que se convierten en nuevas formas de movilización colectiva. Sin embargo, en realidad el rol que ostentaron las mujeres dentro de la lucha contra-insurgente quedó limitado al reconocimiento de sus capacidades para elaborar estrategias de vigilancia para sus comunidades. Así, hoy esas mujeres son vistas como víctimas del conflicto armado interno y no como heroínas de guerra, contrario a los hombres, que se reivindican como “los defensores de la Patria”.

Tal como ocurre con las policías femeninas, la experiencia de las mujeres que participaron en el conflicto armado interno, hayan sido militantes dentro de un partido subversivo o integrantes de un comité de autodefensa, está teñida de una cierta contradicción. Si bien su participación en el conflicto puede ser considerada como una expresión de la evolución de la condición de las mujeres en la sociedad peruana, este fenómeno se enfrenta a numerosas resistencias que toman distintas formas.

En efecto, las mujeres policías se enfrentan a una cultura profesional, que todavía no les permite alcanzar los más altos escalones de la PNP. En cuanto a las militantes subversivas, deben hacer frente a organizaciones que, aunque ellas proclaman alto y fuerte que no hay diferencia entre los sexos, adoptan cada una a su manera prácticas difícilmente reconciliables con el feminismo y la emancipación de las mujeres. Finalmente, las mujeres de los comités de autodefensas, que aunque toman grandes responsabilidades dentro de su comunidad participando especialmente y de manera activa en su protección, ven esa contribución quedar en el olvido. Estas contradicciones deben interpretarse como una forma de “contragolpe de la violencia”, que responde a la implicación de las mujeres en el ejercicio de la violencia armada. Es posible entonces preguntarse en qué medida específicamente este efecto de “contragolpe” resulta de que las mujeres ejercen violencia armada, ya sea legal o no, y sobre todo si puede ser pensada como un verdadero reflejo de la violencia de género que parece estar institucionalizada en la sociedad peruana.

CONSTRUCCIÓN DE LA IMAGEN DE LAS MUJERES ARMADAS Y LA DOMESTICACIÓN DE LA VIOLENCIA FEMENINA

Las mujeres policías, las militantes senderistas o las emerretistas, así como las ronderas, inspiran diferentes tipos de representaciones, según los usos sociales y políticos que se hacen de ellas. Lo que me interesa aquí es subrayar cómo la percepción social de las mujeres armadas en Perú se retoma por los grupos de poder dominantes convirtiéndose así en un instrumento político. Esta percepción puede ser en gran parte analizada a través de las formas en las que se presentan las mujeres armadas, dado que son representaciones construidas por los diferentes grupos o instituciones implicadas.

Así, la policía peruana busca imponer una imagen específica de la mujer policía que será a la vez inflexible frente a la corrupción, protectora de los débiles y leal a su institución y a su familia (estas dos últimas se confunden frecuentemente, tanto a nivel de las representaciones, como de las prácticas). Esta imagen se difunde gracias a las herramientas de comunicación de las que dispone la policía peruana que publicaba una revista impresa, pero que también tiene un sitio de internet. Por supuesto, se trata de una imagen que apenas correspondía con la realidad. En cambio, esta imagen era suficientemente representativa de las condiciones atribuidas, tanto por la policía (y por lo tanto el Estado) como por la sociedad civil (a quien se dirigía), con el fin de dotar de cierta legitimidad social a las mujeres dentro de la policía.

Se trata, pues, de una imagen que subraya las “aptitudes femeninas”, que podemos asociar a las diversas normas que conciernen a la maternidad en Perú, y que no cuestionan ni las relaciones de poder establecidas entre los sexos ni el estrecho vínculo que une la cultura profesional policial y una concepción patriarcal de la masculinidad. Además, es interesante detenerse en el estilo utilizado por los autores (generalmente periodistas) cuando evocan a las mujeres policías; en efecto, cuando no son priorizadas sus cualidades de madre, es su físico ventajoso lo que se evoca, de tal manera que queda claro que la profesión de policía no desnaturaliza a las mujeres. Así, una mujer policía que presentó una denuncia contra sus superiores en el 2004 era descrita en el artículo de prensa que informaba del evento como “una mujer de treinta y ocho años (pero parece de treinta), soltera, esbelta, mide un metro setenta y de cabello lacio y castaño”.12 La descripción física de las mujeres policías y las alabanzas sobre sus cualidades de hijas o madres de familia son de hecho extremadamente frecuentes dentro de los discursos de las que son el tema central, mostrando cómo el uso de la violencia legal por parte de las mujeres en Perú se mantiene condicionado al respeto de los valores patriarcales que no se ven trastocados.

La percepción sobre las mujeres que participan en la lucha armada, y que ejercen una violencia ilegal y socialmente ilegítima es totalmente diferente. Aquí, estamos ante dos tipos de fabricantes de imágenes:13 de un lado, los grupos subversivos, que construyen su propio discurso con el fin de captar y legitimar su militancia femenina, y del otro, los medios de comunicación cuyos discursos reflejan bastante bien la posición tomada por los diferentes gobiernos vis-à-vis los grupos subversivos.

En el caso del PCP-SL es interesante remarcar que, al margen de su líder, son las mujeres las que van a atraer la atención de la prensa, mucho más que sus camaradas hombres. Desde inicios de los años 1980, en efecto, dos jóvenes militantes de la región de Ayacucho, Edith Lagos y Carlota Tello, se convirtieron en verdaderos mitos después de haber muerto trágicamente. Aunque provocaban la desaprobación de la prensa de referencia, también suscitaron una cierta fascinación entre las clases populares y provincianas, en una época en la que el PCP-SL no era todavía totalmente rechazado por el conjunto de estos sectores sociales.

Las cosas dieron un vuelco a principios de los años noventa. Cuando Abimael Guzmán fue arrestado en septiembre de 1992, detenido en compañía de ocho miembros de la alta jerarquía del partido, de las cuales cuatro eran mujeres, quienes durante varias semanas ocuparían los titulares de la prensa, siendo descritas como monstruos sanguinarios, fenómenos de feria. Las militantes de PCP-SL son entonces o “desexualizadas” con el fin de hacerlas pasar por monstruos o al contrario, “hípersexualizadas” (gusto por el lujo, la manipulación psicológica, la frustración, etc.). En los dos casos, se encuentran desprovistas de cualidades femeninas tradicionales que les asegure su parte de humanidad.14 Este tipo de representación tiene ventajas: de entrada, el partido en conjunto se ridiculiza a través de sus militantes, pero su grotesca celebridad permite dejar de lado la dimensión política del compromiso de las mujeres en el PCP-SL, favoreciendo el entusiasmo persistente que tienen hacia su líder.

Por su parte, si bien es cierto que las militantes del MRTA no provocan tanta ira por parte de la prensa, también lo es que son colocadas “en el lado equivocado de la valla”. Mientras que algunas de ellas, como Lucero Cumpa,15 lograron obtener una relativa legitimidad durante el conflicto, hoy en día son consideradas igual de peligrosas y “terroristas” que sus homólogas del PCP-SL, como lo demuestra el escándalo provocado en 2010 por la liberación de Lori Berenson.16 Aunque varios prisioneros políticos salieron en libertad tras culminar sus sentencias, estas liberaciones se perciben como una afrenta a las víctimas del conflicto armado y generan un gran revuelo en la opinión pública.

La importante visibilidad que tienen las mujeres que se han involucrado en la lucha armada representa un fuerte contraste con la escasa atención prestada a la contribución de las mujeres de las comunidades rurales a los comités de autodefensa. Han sido (casi) totalmente borradas de la memoria colectiva construida en torno a la contribución de las comunidades rurales a la lucha contrainsurgente. Si bien la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR) y algunas organizaciones de la sociedad civil han destacado que las mujeres efectivamente incorporaron prácticas de autodefensa y “militarizaron” a su vida cotidiana, a nivel local este reconocimiento es casi nulo. Mientras que los ronderos participan en una serie de prácticas y rituales (por ejemplo, durante la fiesta nacional), que permiten recordarle a toda la comunidad su participación heroica en el conflicto, las mujeres deben conformarse con ser espectadoras de una narrativa en la que, sin embargo, también jugaron un papel importante. Esto no significa que no sean importantes; al contrario, la identidad del rondero generalmente es compartida por todos los hombres de la comunidad, por lo que es esencial que las mujeres queden excluidas para que esta identidad tenga coherencia. Esta reafirmación de las fronteras de género puede interpretarse como una reacción a la confusión de roles de género y sexuales que se observa durante el conflicto. Es importante también considerar la construcción de la identidad del rondero a la luz de las discriminaciones institucionalizadas dentro de la sociedad peruana. Los comités de autodefensa están compuestos por individuos históricamente marginados del poder y considerados “ciudadanos de segunda”. Al colaborar con las fuerzas armadas y acceder a las armas, se convierten en actores metidos de lleno en el conflicto y piensan que pertenecen a la comunidad nacional. Por lo tanto, es esencial que las mujeres se mantengan todavía al margen de estos procesos, en la medida en la que esto permite además subrayar el contraste entre ciudadanos y no ciudadanos.

De esta manera, se ha podido observar cómo la recepción de las mujeres, que ejercen una forma de violencia armada puede variar según el contexto y las estructuras sociales en las que se basa. Cuando se trata de una violencia considerada legítima y legal, como en el caso de las mujeres policías, se puede notar que la normalización de la feminización de la policía nacional implica una cristalización de la feminidad y de los roles sociales asociados en este contexto. Además, las mujeres que se han involucrado en la lucha armada solo son visibles en el espacio público cuando han sido detenidas y juzgadas por “delitos de terrorismo”. Entonces, la identidad de la mujer combatiente se construye no solamente en relación al uso de las armas en sí, sino también con el espacio penitenciario y, en un sentido más amplio, el entorno penal. Por lo tanto, se trata de “rechazar” cualquier forma de legitimidad en las mujeres que cometen esta doble traición, hacia su país y hacia su género. Finalmente, las ronderas permanecen en gran medida al margen de cualquier forma de representación. Aquí, esta invisibilidad revela un intento de volver a ser una organización “tradicional” en sus relaciones sociales de género. Las mujeres aparecen principalmente como víctimas del conflicto y no como actrices. Su papel en la lucha contrasubversiva sigue siendo hasta hoy muy poco destacado en la actualidad.

En todos los casos, se observa una cierta instrumentalización de diferentes estereotipos de género en una sociedad patriarcal al servicio de un discurso o propaganda, que busca mantener una jerarquía social basada no solo en el género, sino también en otros aspectos identitarios como la pertenencia étnica o la clase social. Las representaciones elaboradas sobre las mujeres armadas en Perú revelan los diversos problemas en torno a las relaciones de poder entre los sexos y contribuyen a mantener los esquemas de dominación institucionalizados en la sociedad peruana en su conjunto. La imagen de la “mujer armada”, tal como se difunde en Perú a finales del siglo XX, en realidad, está siendo objeto de una cierta apropiación por parte de los grupos dominantes. Este fenómeno puede interpretarse como un proceso de domesticación de la violencia femenina que de una cierta forma legítima la violencia perceptible en las relaciones sociales de género.

DE LA VIOLENCIA DE LAS MUJERES A LA VIOLENCIA DE GÉNERO: EL PRECIO QUE PAGAN POR “EL ACCESO A LAS ARMAS”

Es interesante ver cómo la supuesta violencia de las mujeres que tienen acceso a las armas de alguna manera se ve “compensada” por la violencia de la que ellas mismas son objeto en su vida cotidiana. En el caso de las mujeres policías, existe una cierta discrepancia entre el discurso oficial elaborado en torno a las mujeres en la policía y la realidad en la práctica. Aunque están oficialmente protegidas por varias leyes que a priori les brindan cierta protección en caso de acoso sexual o embarazo, las mujeres policías enfrentan numerosas limitaciones en su trabajo. Principalmente, las jóvenes en formación en la escuela de oficiales son quienes expresan abiertamente su insatisfacción con el trato que reciben de sus homólogos masculinos. Esto es particularmente cierto para aquellas que han completado previamente un ciclo universitario y han ingresado directamente en el tercer o cuarto año. En su lugar de trabajo, también se pueden observar ciertas tensiones. Por ejemplo, cuando una policía está embarazada y temporalmente no puede realizar “trabajo de calle”, a menudo se le asignan tareas domésticas (cocinar, limpiar y servir). Si bien algunos superiores, en su mayoría todavía hombres, han abandonado estas prácticas y a veces intentan “aprovechar” esta situación para diversificar las actividades de las mujeres policías (como la realización de talleres educativos en las escuelas), estas iniciativas siguen siendo casos aislados. Por otro lado, cuando están de servicio siguiendo la rotación de veinticuatro horas (veinticuatro horas de servicio seguidas de veinticuatro horas de descanso), las mujeres policías se enfrentan a verdaderos desafíos para administrar su vida familiar, especialmente porque a menudo el día de descanso se dedican a otro trabajo.

Por último, es necesario destacar que las mujeres policías enfrentan dificultades para ejercer su autoridad, especialmente aquellas que trabajan en el control del tráfico. Ellas son el blanco preferido de algunos conductores que se niegan a obedecer las órdenes de una mujer. Los casos de agresiones verbales o físicas son numerosos, y algunos incluso han llegado a causar la muerte.17 Las agresiones de las que son víctimas las mujeres policías son tan frecuentes que se podría decir que estadísticamente sería menos peligroso para ellas trabajar en la brigada antidrogas o en la antiterrorista que en el control del tráfico. Entonces, cabe preguntarse si el comportamiento de los civiles (hombres y mujeres) hacia las policías es representativo no solo de las relaciones de género en la sociedad peruana, sino también de las relaciones entre la sociedad civil y el poder legal. Entonces, la encarnación de la autoridad estatal en la figura de las mujeres parece casi una oportunidad para expresar su oposición a ese poder y entonces, la dominación de género aquí es más fuerte que la del uniforme.

Dinámicas semejantes, aunque inversas, se encuentran en torno a las mujeres involucradas en la lucha armada. En primer lugar, se observa un continuo de violencia en algunas de sus trayectorias. En efecto, algunas de ellas experimentaron la violencia doméstica en su infancia. Luego se enfrentaron a la violencia dentro del partido en el que militaban. Finalmente, cuando fueron arrestadas y juzgadas, sufrieron numerosos abusos y torturas que son considerados “legítimos” porque son ejercidos por el Estado. Y es que, a pesar de no haber sido oficialmente reconocidas, ya han sido documentadas por la CVR las torturas infligidas en contra de las mujeres arrestadas por su participación en la lucha armada. Se recopilaron aproximadamente dos mil testimonios (tanto de hombres como de mujeres) en todas las prisiones del país en 2002. Estos archivos, complementados por los testimonios que yo misma pude recopilar de forma paralela, muestran cómo las mujeres arrestadas por “delitos de terrorismo” fueron objeto de un trato específico por parte de militares y funcionarios de instituciones penitenciarias. Aquí, la identidad de género se utiliza para justificar estas prácticas que aparecen como una forma de redomesticación. El cuerpo de las mujeres combatientes, que se convierte en blanco, sirve también para materializar las represalias contra las mujeres involucradas en la lucha armada. A pesar de estar encerrado, torturado y maltratado, este cuerpo no solo debe ser considerado como un elemento de expiación, sino también como receptor de varios mensajes a partir de los cuales es posible leer la evolución de las relaciones sociales de género a través de la participación de las mujeres en el conflicto armado interno. Al “reprender” a las militantes subversivas, el Estado a través de la policía, el ejército y las instituciones penales y judiciales, “castiga” a los grupos armados y a todos los movimientos sociales contestatarios. Una vez más, nos encontramos ante una forma de violencia que en realidad es un reflejo de las numerosas manifestaciones de prácticas de violencia de género preexistentes al conflicto y que desempeñan un papel de normalizadores de las relaciones sociales.

Las policías y las militantes subversivas no son las únicas que son objeto de este “retorno de la violencia”. Si bien hemos visto que la contribución de las mujeres a la lucha contrainsurgente fue invisibilizada, esta marginación se acompaña de una serie de otros fenómenos como el aumento y la transformación de las prácticas de violencia doméstica en las zonas más afectadas por el conflicto. Aunque el aumento de este tipo de violencia se observa con frecuencia después de un periodo de violencia armada (Rhen y Johnson Sireleaf, 2002, p. 179), aún no se conocen con certeza los vínculos de causa-efecto que pueden establecerse entre la militarización de la sociedad civil y la normalización de la violencia privada. En el caso peruano, sin embargo, planteo la hipótesis de que la violencia doméstica se presenta como una forma de “reciclaje” del habitus guerrero adquirido a lo largo del conflicto. Además, partiendo de la idea de que la identidad del rondero, considerada como la posibilidad de acceder a cierta movilidad social, se construye en torno al triángulo formado por el acceso a las armas, la afirmación de la masculinidad y la pertenencia a la comunidad nacional, se puede pensar que la violencia que se dirige contra las mujeres de las comunidades rurales en el ámbito privado representa una forma de garantizar el estatus adquirido por los ronderos durante la guerra (Boutron, 2010, p. 139). Interrogarse sobre la banalización de la violencia privada en las comunidades rurales afectadas por el conflicto armado interno no solo implica cuestionarla en términos de género, sino también reflexionar sobre las diferentes relaciones que este puede tener con la etnicidad y el papel que desempeña en la construcción de la ciudadanía, o al menos de la idea que se tiene de ella.

Las mujeres que portan o han portado armas de manera legal o ilegal, legítima o ilegítima, tienen que pagar el precio por ello. El “retorno de la violencia” que sufren las mujeres armadas se legitima por la incongruencia que representan frente a los estereotipos que guían las relaciones sociales de género en Perú. Por lo tanto, resulta interesante analizar este fenómeno como la manifestación de una verdadera institucionalización de la violencia de género en la sociedad peruana. El hecho de que esta violencia se dirija a mujeres, a las que se supone capaces de ejercer cierta forma de agresividad permite vislumbrar las diversas dinámicas a partir de las cuales se justifica la violencia de género actuando como la norma al centro de las relaciones sociales.

CONCLUSIÓN

A la luz del ejemplo peruano, se puede considerar a la violencia de las mujeres como un fenómeno que, lejos de presentarse como un factor de autonomía, permite legitimar y reproducir la institucionalización de la violencia de género haciéndola atravesar el conjunto de relaciones sociales. Más que como una curiosidad, las mujeres que muestran cualidades viriles son vistas como una monstruosidad. Si demuestran poder y logran tener acceso a las armas, es con el fin de servir a un conjunto de representaciones dominado por los estereotipos de género. Además, es posible darse cuenta de que la violencia armada ejercida por las mujeres es frecuentemente asociada a una idea de desnaturalización que permite, en cambio, inducir una idea de deshumanización que legitima el castigo infligido por la sociedad patriarcal sobre esas mujeres que están “fuera de la norma”.

REFERENCIAS

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1 El Partido Comunista Peruano Sendero Luminoso (PCP-SL) y el Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA) declararon respectivamente su oposición armada al Estado peruano a inicios de la década de 1980.

2 Alan García (miembro del partido Alianza popular revolucionaria americana [APRA]), presidente de 1985 a 1990 y reelecto para el periodo 2006-2011.

3 Cálido homenaje rendido a la mujer PIP en su 23 aniversario, El Comercio, 4 de septiembre de 1979.

4 Mujeres detectives destacan en capturas, Correo, 15 de septiembre de 1973.

5 PIP femenina da protección a escolares, La Prensa, 6 de abril de 1979.

6 Primer desfile de mujeres PIP, La Prensa, 12 de septiembre de 1979.

7 Egresó primera promoción de Escuela de Policía de Mujeres, El Comercio, 8 de diciembre de 1992.

8 En Perú, el camino a la igualdad de género pasa por la policía, New York Times, 8 de marzo de 2018.

9 El personal policíaco peruano se divide así en dos jerarquías distintas: los suboficiales, quienes más frecuentemente están en contacto directo con la población, y los oficiales, que deciden sobre la administración del personal de policía y sobre las políticas internas de la institución. La opción de convertirse en suboficial u oficial depende de la capacidad de presentarse al concurso de escuela de policía. Cada estatus posee su propia jerarquía y su propio sistema de promoción.

10 No obstante, resulta necesario precisar que cerca de veinte años después de que la escuela de oficiales abrió oficialmente sus puertas a las mujeres, en la actualidad, aún son una amplia minoría.

11 Nombre dado a los miembros de los comités de autodefensa (en femenino: “ronderas”). El término “ronderos(as)” proviene de la noción rondas o patrullas y se popularizó a partir de las rondas campesinas y urbanas. (N. de la E.)

12 Mujer policía denuncia que fue maltratada por sus jefes, El Comercio, 22 de septiembre de 2004.

13 En realidad, existen más de dos tipos de creadores de imágenes, de hecho también encontramos numerosas referencias a mujeres combatientes en el ámbito artístico, ya sea popular, tradicional o contemporáneo-urbano. La idea es destacar la instrumentalización de las representaciones de mujeres combatientes dentro de un discurso político, por lo que aquí me refiero estrictamente a las imágenes denominadas “de poder” (prensa, propaganda, etc.).

14 Se creía seguro en la casa de Surquillo. Orgia perdió a Abimael: momentos que llegara la polícia, el líder senderista había participado en bacanal, La República, 19 de septiembre de 1992.

15 Caretas, núm. 1152, marzo de 1991.

16 Lori Berenson se vio en el centro de un escándalo cuando, siguiendo el sistema penitenciario aplicado a personas condenadas por “delito de terrorismo”, fue liberada de prisión en 2010. Las pasiones se desataron hasta que fue nuevamente encarcelada (por un breve periodo) unas semanas después, debido a un defecto de forma en el proceso. El hecho de que fuera estadounidense permitió cristalizar la polarización, que caracteriza a la sociedad peruana del posconflicto.

17 En junio de 2004, una policía falleció a causa de sus heridas después de ser atropellada por un automóvil en las calles de Arequipa, en el sur de Perú.

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Este texto fue publicado originalmente bajo el título La “terroriste”, la “milicienne” et la “policière”: implication des femmes dans la violence armée au Pérou, como parte del libro colectivo Penser la violence de femmes (2012), coordinado por Coline Cardi y Geneviève Pruvost, y publicado por © Éditions La Découverte, Paris, 2012, 2017. La revista CONfines agradece a la autora, a las coordinadoras del volumen y a la casa editorial por concedernos su autorización para traducir y publicar este texto. La traducción fue realizada por Guillermo Navarro Virgen y María Teresa Martínez Trujillo, esta ha sido revisada y aprobada por la autora.

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