Algunas claves del futuro no están en el presente ni en el pasado, están extrañamente en el futuro.
Mario Benedetti
I. Introducción
A partir de la segunda década del siglo XX hubo un aceleramiento en el proceso de globalización,1 el cual trajo consigo un conjunto de elementos que provocan el pensamiento sobre las estructuras sociales vigentes y prospectivas, pues si la internacionalización siempre ha sido una estrategia presente en los movimientos del capital, es cierto que ella ha ganado contornos bien diferentes con la revolución de la informática.
En los pasos de la conectividad, las fronteras territoriales y culturales - otrora tan nítidas- vienen sufriendo atenuaciones. Los procesos productivos vienen aumentando la intensidad y la productividad del trabajo, además de poner en curso un nuevo vector (inmaterial) de valoración del capital. Actualmente, la competencia intercapitalista, regida por la lógica financiera, gana dimensiones que desafían el derecho en su función primordial de coordinar la convivencia de intereses individuales divergentes en sociedad y de dirigirlos hacia un objetivo común.
Ese problema se muestra aún más claro en el ámbito del derecho del trabajo, por ser éste un campo privilegiado de organización de la fuerza laboral. Así, se hace necesario revaluarse la internacionalización del trabajo en los términos alertados por Jeammaud,2 es decir, repensarla frente a la globalización de las estrategias de las empresas y de las políticas de las organizaciones internacionales.
De esta forma se pretende verificar la pertinencia o no de los actuales elementos que orientan la producción normativa3 de la Organización Internacional del Trabajo4 (OIT), ya que esa institución asume hoy la responsabilidad de reglar los derechos fundamentales de los trabajadores.
II. El discurso jurídico
Dentro del proceso dinámico de construcción social, el derecho se presenta como un subsistema, que conjuntamente a otros -político, cultural, económico- conforma el cuerpo colectivo en un movimiento de articulación e interrelación que a veces es de contenido complementar, y otras de superposición. Actuando con ese movimiento dúplice, el derecho controla los comportamientos de los individuos por medio de sanciones negativas y, también, promueve la realización de actos deseables por las sanciones prémiales.5 Por otra parte, se vuelve capaz de ejercer una función transformadora (o no) de la sociedad al establecer las directrices del desarrollo de políticas públicas.
Al regular y organizar las relaciones empíricas de la sociedad, el derecho no sólo irá a funcionar como un producto de la superestructura, bien como un instrumento de legitimación de las relaciones del poder, fijando en los individuos determinadas expectativas de subjetividad.6
El derecho, como un discurso7 que permanece8 dicho, irá a ejercer un papel de control y de intervención social capaz de balizar la acción de los diferentes agentes sociales. Sin embargo, ocurre que los discursos no son neutros, pero resultantes de procedimientos externos de exclusión (interdicción,9 separación y rechazo, oposición de lo verdadero y de lo falso,10 siendo que todos éstos siempre caminan en dirección hacia este último) que se apoyan sobre un soporte institucional, lo cual adopta, por su vez, a todo un compacto conjunto de prácticas para reforzar y para reconducir a la voluntad de verdad de un cierto periodo socio-histórico.11
Todos los discursos -y no es diferente con el derecho- se presentan como elementos de la práctica social al construir un sistema simbólico de poder en un cierto campo social; de modo que sin comprenderlos12 no es posible comprender la realidad, las experiencias e, incluso, los propios sujetos.13
Según Fairclough,14 los discursos cumplen tanto la función de representar el mundo como también de dibujarlo al imaginar posibles direcciones aún no existentes. No obstante, el orden del discurso está en su ocultamiento como tal; su comprensión sólo será posible por el análisis de las disputas políticas subyacentes al uso del propio lenguaje y, también, de los sujetos que hablan. Así, es en ese juego de simbolismos que las organizaciones internacionales desempeñan un rol importante, presentándose como sujetos de derecho internacional capaces de congregar esfuerzos multilaterales para alcanzar finalidades comunes.
La Organización Internacional del Trabajo (OIT) se destaca entre esas organizaciones por buscar, desde su fundación, la justicia social como un elemento indispensable a la manutención de la paz y a la promoción de la dignidad humana. Con base en una estructura tripartita,15 la OIT ha propuesto establecer pisos mínimos de comprensión y protección de las relaciones laborales por considerar que existen condiciones de trabajo que provocan un alto grado de injusticia, miseria y privaciones a un gran número de seres humanos.16
A lo largo del siglo XX la OIT se hizo responsable por aprobar importantes instrumentos normativos17 de composición entre los intereses del capital y del trabajo; con el avance de la globalización y el aumento de las desigualdades18 nuevamente fue llamada a adoptar otros instrumentos promotores para un consenso socioeconómico.
Luego, en 2008, adoptó la Declaración sobre la Justicia Social para una Globalización Equitativa y en 2009 adoptó Un pacto mundial para el empleo. Aquélla constituye la tercera declaración de principios y políticas de gran alcance introducidas por la Conferencia Internacional del Trabajo desde la constitución de la OIT en 1919 y pretende expresar su visión contemporánea inserida en la globalización, de modo a constituir una herramienta para acelerar la promoción del trabajo decente,19 por lo que se entiende el ejercicio sin discriminación, en condiciones de salud y seguridad, de una actividad que garantice una protección social y una retribución que permita vivir dignamente.
El texto rescata los orígenes de la Constitución de la OIT para reafirmar que el trabajo no es una mercancía y para colocar el trabajo decente como elemento central de las políticas económicas y sociales, requiriendo, para eso, que sus miembros promuevan políticas de empleo creando un entorno institucional y económico sustentable.20
En igual sentido camina el Pacto Mundial para el Empleo al visar promover la recuperación productiva centrada en la inversión, en el empleo y en la protección social, proponiendo que sus miembros adopten políticas para: respaldar a las medianas, pequeñas y microempresas; estimular los sectores intensivos de mano de obra; dotar la fuerza del trabajo de competencias laborales; establecer políticas activas de empleo, entre otras; entendiendo que tales medidas irán a tener un impacto positivo para formar un mercado eficiente y empresas sustentables.21
Más allá de la crítica al uso de términos traicioneros tales como: mercado eficiente, empresas sustentables, empleos verdes, etcétera, en nuestro entender la OIT adopta en esos documentos una visión miope sobre la realidad del mundo laboral que poco contribuye para nortear cambios sustanciales en la conflictiva y degradante relación capital por trabajo.
Por supuesto, es por lo menos incoherente considerar que el mundo del trabajo está profundamente modificado a causa del “…contexto actual de la globalización, caracterizado por la difusión de nuevas tecnologías, el flujo de ideas, el intercambio de bienes y servicios, el incremento de los flujos del capital y financieros, la internacionalización del mundo de los negocios, de sus procesos y del diálogo, así como de la circulación de personas, especialmente de trabajadoras y trabajadores”,22 y seguir repitiendo el viejo mantra keynesiano de la busca del empleo como el camino para alcanzarse la justicia social,23 ya que éste, como se sabe, fue articulado sobre las bases de un capitalismo fordista industrial en las que el trabajo era casi sinónimo de empleo.
Mejor suerte no tuvo el slogan elegido: “Trabajo no es mercancía”, pues éste no sólo contradice la vivencia de millares de trabajadores alrededor del mundo, como también ignora la teoría social crítica desarrollada en el último siglo, la cual desvela que el trabajo libre, en la lógica sistémica del capitalismo, es su principal mercancía.24
Desafortunadamente, no basta alzar la buena conciencia a un principio normativo para cambiar la compleja realidad actual. Sea por la exclusión creciente de personas del mercado laboral o por el sufrimiento25 en el ejercicio de tareas funcionales, el trabajo es hoy sólo una fatalidad para la gran mayoría de la población mundial. Si en el apogeo de la sociedad salarial era común el desarrollo de una identidad26 vinculada al ejercicio del oficio, actualmente el hecho de alguien ser trabajador es cada vez menos informativo de la percepción de sus intereses y de su estilo de vida.27
Finalmente, el discurso adoptado también parece ignorar que el Estado Social28 fue construido sobre las bases exploratorias29 de varios pueblos, siendo “…una excepcionalidad de las economías que constituyen el centro del capitalismo mundial, es decir, de una minoría de naciones y también de una parcela relativamente pequeña del conjunto de la población mundial”;30 además desconsidera que ese modelo fue estructurado sobre ciertas condiciones materiales y sociales, las cuales correspondían a una forma de producción del capitalismo industrial y de gestión en el cuadro del Estado nación,31 escenario ese que ha sufrido profundas modificaciones.
En nuestro entender, el Estado social fue y todavía sigue siendo la forma política que mejor ha posibilitado el avance del proceso de civilización al permitir que los individuos rompiesen con las corrientes de los vínculos primarios32 que los sometían. Sin embargo, ese modelo estaba basado sobre el trabajo asalariado regulado dentro de fronteras nacionales bien definidas (se desconocían33 los movimientos de articulación del sistema capitalista, aunque esos siempre estuviesen presentes), los cuales están siendo diluidos por la acción del capital mundializado que, bajo el comando centralizado, adopta una estrategia global de juzgar, en gran parte, con las pluralidades formales de los ordenamientos jurídicos, especialmente en materia fiscal y social.34
Por lo tanto, si realmente queremos tener al trabajo decente como el elemento central en las políticas económicas y sociales es primordial recrear otras formas de hacernos sociedad, las cuales discutan el lugar del desarrollo tecnológico, la redistribución del tiempo de trabajo y sus rendimientos, e incluso el propio significado del trabajo, puesto que ¿cuál es el real sentido de trabajar?
III. La labor de cada día
Por costumbre nos referimos al trabajo como teniendo una unidad que el término no presenta en efecto y que confunde a nuestros sentidos, pues trabajar puede significar tanto el ejercicio de una actividad autónoma (como factor de mediación del ser social dentro de una relación dialéctica en la que el hombre cría la sociedad y a sí propio), o bien como el ejercicio de una actividad heterónoma (como trabajo obligatorio impuesto externamente al individuo). Lo que ocurre es que si en el primer sentido el trabajo realiza al hombre, permitiendo el desarrollo libre de su energía física y espiritual, en el segundo él lo mortifica, constituyendo sólo un medio para satisfacer sus necesidades fuera del trabajo.35 No obstante, esa fuerte ambivalencia presente en el término de la misma sigue siendo disimulada en los últimos años y merece ser rescatada para reflexionar el desarrollo de la sociedad del siglo XXI.
Justamente hacia ese sentido camina la discusión propuesta por Gorz en sus obras. En su visión, el trabajo asalariado debe perder la centralidad en la conciencia de la sociedad actual para que sea posible rescatar el sentido del trabajo autónomo.36 Sus discusiones son sobre distintas formas de trabajo heterónomo por entender que el trabajo asalariado nada más es una de las formas heterónomas posibles. Una diferencia, pues, que no debe dejar de ser observada.
En esa línea, Gorz37 identifica la imposibilidad de restablecer la idea de pleno empleo y la forma insostenible de crecimiento económico capitalista evidenciada en los manifiestos, señales de agotamiento de los recursos naturales. Argumenta que la continua defensa de lo que ya está muerto -la idea de pleno empleo- prolonga artificialmente la situación actual y nos impide abrir otras posibilidades de construirnos como sociedad.
Eso porque para el autor38 el estado avanzado del desarrollo de las fuerzas productivas ha transformado la mano de obra en algo superfluo (exceptuando una pequeña parcela muy calificada, objetiva39 y subjetivamente, en la trayectoria de sus vidas), no pudiendo más el trabajo asalariado funcionar como un mecanismo de distribución de rentas y, por lo tanto, tampoco cumplir con su papel de integración social.
Acá se hace necesaria una alerta: la idea de dispensa de la mano de obra efectiva dentro de unidades industriales separadas, donde todos los individuos son transformados en potenciales desempleados. En una visión sistémica está en curso un nuevo patrón de organización del trabajo y de valoración del capital en el que los trabajadores formales e informales son dos lados indisociables de una misma realidad40 dentro del proceso de creación de riquezas, en que las empresas vienen transformando “…los productos materiales en vectores de contenidos inmateriales, simbólicos, afectivos, estéticos”,41 poniendo así el conocimiento como la principal fuerza productiva del sistema capitalista. Por consiguiente:
El capitalismo moderno, centrado sobre la valoración de grandes masas de capital fijo material, es cada vez más rápidamente sustituido por un capitalismo posmoderno centrado en la valoración de un capital nombrado inmaterial, calificado también como “capital humano”, “capital conocimiento” o “capital inteligencia”.42
Ese cambio sustancial en curso puede pasar desapercibido en una lectura apresurada, ya que el capitalismo siempre se ha valido del conocimiento en la valoración del capital. La diferencia es que antes lo venía haciendo por intermedio de una objetivación en máquinas, instalaciones y procesos, y hoy lo hace dentro de una nueva frontera, apropiándose de conocimientos no pasibles de formalización43 gracias al entrelazamiento indisociable de la cultura, de las artes y de la ciencia.
Debido a esa transformación estructural del sistema productivo está ocurriendo un desplazamiento de la creación de la riqueza para el trabajo inmaterial y una transferencia del trabajo material para un momento subalterno, aunque él se mantenga imprescindible.44 Eso, por su vez, ha atingido centralmente las condiciones de trabajo de la sociedad salarial, la idea de empleo como factor de inserción social y, por consecuencia, la propia noción de ciudadanía a éste vinculada, pues en la modernidad su dupla dimensión (de identidad y de estatuto) ha sido desarrollada como un proyecto político apoyado en la solidaridad y en la asunción de riesgos colectivos vinculados a las transformaciones de la emergente sociedad industrial45 dentro de un ideal sedimentado de promoción de pleno empleo y de expansión de relaciones asalariadas. Valores esos que rápidamente empezaron a ser corroídos por la revolución de la microelectrónica y del surgimiento de lo inmaterial.
No obstante, sin cualquier otro proyecto político en el panorama actual (capaz de discutir nuevos mecanismos de división del tiempo de trabajo socialmente necesario y de toda la riqueza social producida) los debates han ido abandonando la idea de justicia social para restringirse a la denuncia de una situación (envidiosa) de contraste entre los trabajadores que tienen un empleo y a la de los desempleados.46 Pero si realmente deseamos cambiar algo, primero debemos hacerlo en el contenido del propio discurso.
Infelizmente nos olvidamos que ciudadanía y empleo son dos conceptos distintos que pueden ser separados; nos olvidamos incluso que el concepto de ciudadanía, basado en el actuar entre iguales, nació en oposición al dominio de las actividades económicas y a éste sólo se vinculó por la división de tareas,47 la cual evidenciaba la complementariedad recíproca necesaria a la unidad del Estado.48
En resumen, para que se dé un salto de la política de empleo a la de la ciudadanía laboral necesitamos rescatar esas ideas (del sentido de trabajar, de la distinción entre trabajo autónomo y heterónomo, de la desvinculación entre ciudadanía y empleo) dentro de una visión de interdependencia mundial que asegure la tutela efectiva de los derechos humanos49 y que, con eso, sea capaz de mudar la dirección de los discursos, abandonando la mera retórica jurídica.
IV. Consideraciones finales
La innovación tecnológica y el surgimiento de lo inmaterial, al cambiar los contornos de la relación de producción, ocasionan una transformación estructural del propio capitalismo, la cual impacta directamente el proceso de formación, de manutención y de reproducción de la fuerza productiva.
Dentro de un nuevo patrón de organización del trabajo (el que entrelaza el trabajo formal e informal), la producción, cada vez más, se consolida como un fenómeno social. Sin embargo, los discursos siguen basados en el empleo y no en el trabajo socialmente necesario.
No proponiendo una mudanza de pensamiento, la OIT contribuye para rebajar aún más las condiciones de vida de la fuerza laboral y pierde así la oportunidad de afirmarse como representante legítima de los intereses de los trabajadores. Debería, por lo tanto, la institución abandonar la retórica jurídica y proponer un proyecto político a nivel mundial que discuta la participación más equitativa en la distribución de las riquezas colectivamente producidas.
Considerando que el lenguaje construye simbólicamente lo concreto vivido, debe la política social adquirir una centralidad en nuestros discursos y prácticas bajo la pena de que no consigamos garantizar las condiciones de reproducción de la vida humana en sociedad.