Cuando la destacada intelectual Jean Franco (1985) sostenía que “En el siglo XIX la literatura se concibió no sólo como instrumento de protesta social sino también como medio para modelar la conciencia nacional y crear un sentimiento de tradición” (Franco, 1985:15), estaba describiendo una condición plenamente vigente todavía en el primer cuarto del siglo XX, sobre todo en Chile donde no hacía tanto tiempo el célebre escritor, pedagogo, político y pensador liberal, José Victorino Lastarria (1817-1888), había llamado al país a trabajar por un estado nacional moderno distanciado de la lógica del orden conservador, de manera tal que la historia social y cultural tribute en la búsqueda de libertad y bien común, junto con la posibilidad de oír otras voces y a otros actores sociales.2 La importancia de la literatura es enorme para Lastarria, sino basta recordar algunas líneas de su discurso de incorporación a la Sociedad Literaria en 1842.3 La probabilidad de reconocer el aporte de grupos minoritarios al desarrollo, progreso, estabilidad, en definitiva, a la historia de un país, pareciera ser una de las claves para comprender, no sólo el proyecto lastarriano sino también el de Edwards Bello en la novela que nos ocupa.
Aquel “sentimiento de tradición” propuesto por Franco pareciera ser remecido por nuestro autor, quien busca relativizar -vía crítica social, ironía y mordacidad- esa idea higienizada del roto heredada desde el siglo XIX. Dentro de los diversos rostros de la comunidad imaginada (Anderson, 1991) que exhibe la novela El roto (1920) de Joaquín Edwards Bello, encontramos marcados grupos que proyectan en diversas formas vestigios de corrupción, deshonestidad y la desvergüenza de una sociedad fragmentada por los vicios y la ambición de aquellos grupos privilegiados y garantes del status quo y la inmovilidad.4A continuación, pasaremos revista a algunos sujetos de interés en el abordaje del escritor chileno sobre las alteridades invisibilizadas, en el contexto del balance acerca del primer centenario nacional (1910), sujetos que participan de lo nacional con un grado de compromiso mayor al que los grupos de poder dominante estarían dispuestos a reconocer.
El roto. Varón sin cuna
Por un lado, el término “roto”, pareciera designar a un grupo,5 a un colectivo subordinado a los intereses del juego del poder, en que dichas relaciones ubican y distribuyen a los sujetos en las coordenadas ajustadas para su utilidad. Tal vez esta sea una de las razones por las que en el argot chileno el término roto comporta negatividad y desprecio no sólo en términos físicos, intelectuales, culturales y morales, sino también en términos existenciales de subordinación a la clase dominante aristocrática, a la casta (Morales, 2009: 76). De ahí, entendemos que el tono de la escritura del chileno donde la sátira, la crítica social y la ridiculización de la oligarquía tradicional, a la cual él mismo pertenece y conoce muy bien, se sostiene programáticamente a partir del inconformismo evidente en sus obras ficcionales y cronísticas. En su “Nota referente al Prólogo” (El Roto, 1920), el autor explicita los alcances de su texto y del personaje nacional con el cual trabaja:
El Roto es la novela del bajo pueblo de Chile: el roto es el minero, el huaso, el soldado, el bandido; lo más interesante y simpático que tiene mi tierra; es el producto del indio y el español fundidos en la epopeya de Arauco; es el pueblo americano, fuerte y fatalista, muy semejante en toda la América española, desde el pelao de Méjico hasta el criollo de las provincias argentinas. En los fuertes cuadros populares, en los más escabrosos pasajes de la novela he querido poner esa esencia, esa cosa fresca y exquisita que conserva la esperanza y da vigor al espíritu: la compasión humana (web: memoriachilena.cl).
Por otro lado, es un adjetivo que cualifica a un tipo humano bien específico en Chile. Aquellas personas de origen rural o campesino, mestizas, valientes, trabajadoras, orgullosas de sí a pesar de su condición desmejorada. Desde la acepción directa al deterioro de su vestimenta o lo andrajoso de su fisonomía (Plath, 1957) rápidamente comienza a cambiar el tono peyorativo por uno de connotaciones afectivas. Este último movimiento explica que a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX comience a ser considerado un personaje arquetípico de la chilenidad y, por lo tanto, la figura máxima de la identidad nacional junto al “huaso”.6
La figura oficial del roto, vigente en Chile a comienzos del siglo pasado, se encontraba sostenida por un relato que aludía a la gallardía y al valor de este grupo de arrojados “ciudadanos” cuya dignidad debía naturalizarse. Sin embargo, pareciera que ésta no ha sido sino una forma que los grupos de poder dominante han utilizado para “borrar la existencia de la misma escisión” (Morales, 2009: 76)7 y así generar una ilusión de unidad. Es en esta lógica desestabilizadora del saber dominante en que aparece el proyecto narrativo de Joaquín Edwards Bello.
En las primeras líneas del texto se pone de manifiesto el interés por desmitificar la imagen oficial del roto a quien apenas se tolera: “Al lado de la estación, pero casi invisibles, como conviene en una ciudad que sólo tolera al roto en la fiesta patria” (2009: 4). Como podemos percibir, el roto no era un personaje que asistiera a fiestas de salón y menos podía ser orgullo para el círculo letrado del país. Por lo tanto, su incorporación en la construcción nacional es interesada y frívola por parte de la oligarquía chilena. Un ejemplo claro del roto y del proceso que conlleva convertirse en un hombre chileno de la calle Borja es Esmeraldo. Este niño criado entre las faldas de las prostitutas, jugando a pata pelá con los rufianes, cobijado por los fríos rieles de la estación, es el prototipo de la desesperanza y una rutina sin salida. Edwards describe a Esmeraldo en su infancia como: “Un pillín apto para el desarrollo de los vicios cuyas semillas esparcían los cuatro vientos en esas barriadas. Tenía ese color aceitunoso y esa figura rotunda y agresiva de los efebos indígenas. No le habían enseñado a respetar; no sabía amar ni cuidar. Las malezas de los instintos primitivos crecían en él sin freno” (Edwards, 2009: 14). Pasajes como éste sostienen aquella bella descripción de Witto y Kottow (2012), a propósito de la incorporación de las minorías sociales en la novela de Edwards Bello, quienes entienden ese desplazamiento como “influjo de la asunción periférica de la modernidad en Chile” (225), es decir, el ingreso de los rotos puede ser leído como un signo de renovación, de desarrollo, de progreso.
Si reparamos en las palabras escogidas para caracterizar morfológicamente a Esmeraldo (151), nos daremos cuenta que revelan la existencia de una división entre “efebos indígenas” y otro grupo poblacional. En resumidas cuentas, no todos poseen aquel “color aceituno” ni es “figura rotunda” y “agresiva”. Esto deja entrever un problema nacional que nace de la evasión del mestizaje como proceso generalizado. Foucault se refiere a un evento similar en el siguiente fragmento de Defender la Sociedad. Curso en el Collège de France, 1975-1976: “ […] hay dos razas cuando hay dos grupos que, pese a su cohabitación, no están mezclados a causa de diferencias, disimetrías, barreras debidas a los privilegios, las costumbres y los derechos, la distribución de las fortunas y el modo de ejercicio del poder” (2001: 77). No señalamos la existencia de dos razas, sino la presencia de un pensamiento colectivo de separación de colores y clases. Separación que posicionaría al roto en el eje de lo oscuro, pobre, plebeyo e iletrado. La raza blanca, española y criolla, en cambio, sería la privilegiada, la letrada y la encargada de edificar y redactar la historia de la que Esmeraldo Llanahueno podía formar parte, ejercicio de poder que está siendo atacado a través del proyecto literario de Joaquín Edwards Bello.
De origen mapuche, Esmeraldo crece en un contexto que sistemáticamente va cargando de prejuicios a los sujetos distintos de la norma, a los nacidos del otro lado de la Alameda. El chincol, apodo como era conocido el jovenzuelo, manifiesta cambios drásticos a medida que va perdiendo la inocencia y el candor infantil. En la novela se aprecia la conversión de niño a muchacho, donde éste ya es capaz de reparar en su cruda realidad. Dicho proceso se enmarca dentro de la metáfora de la enfermedad, pues como todo enfermo al fin de su agonía vislumbra los oscuros secretos de la vida para volver luego con más fuerza a enfrentar el futuro.
Pasó el trance por milagro y cuando volvió a la vida, al abrir sus grandes ojos melancólicos a la desolación de esa ciudad doliente -de esa calle Borja cuya fisonomía era un rictus doloroso-, le pareció que salía de su crisis con un renovamiento de energías; apto para trabar la batalla que se adivina tan cruda en el ajetreo de ese rincón mísero, entre el polvo y los montones de estiércol (Edwards Bello, 2009: 17).
Esta mutación, se encuentra relacionada con la adolescencia, etapa en que el roto Esmeraldo es capaz de evidenciar las desigualdades y aceptar su realidad. Witto y Kottow apuntan al respecto: “el niño Esmeraldo consuma su destino personal a la vez que refleja sus contradicciones de clase” (233). El roto no se resiste, sino que se deja llevar por los caminos que le depara su ambiente, los vicios y las pocas oportunidades lo llevarán a reescribir una historia conocida y experimentada por sus antepasados.
Nuestro personaje registra similitudes con los relatos de aprendizaje, con las novelas que dan cuenta del proceso de crecimiento e ingreso al conocimiento de sujetos, proceso desde el cual notamos el desarrollo, no tan sólo físico del personaje, sino también su progresión en el ámbito moral, social y psicológico. Revisemos brevemente como es descrito Esmeraldo luego de ser expuesto ante los lectores de la prensa nacional:
[…] Esmeraldo Llanahue no es alienado; no es el impulsivo irresistible que nos representa la epilepsia; ni el nervioso irritable, ni el histérico propenso a las crisis convulsivas; no es el alcoholista, paralítico general, hipocondríaco; ni el delirante emotivo. No es, en fin, el perezoso, el disipado, el hipócrita, el decrépito con sueños y alucinaciones extrañas o monstruosas concepciones. Descartada la hipótesis de alienación veamos el análisis físico: cráneo de dimensiones ligeramente anormales, índice cefálico 78,3 braquicéfalo; leve asimetría cráneo-facial. Pabellones auriculares desiguales y de lóbulos adherentes, paladar excavado y asimétrico. Constitución física fuerte. El examen de los diferentes órganos revela taras hereditarias. Pupilas iguales, reaccionan con dificultad. Ligera exaltación de la sensibilidad en los miembros inferiores. Reflejo patelar exagerado, plantar casi abolido al contacto, acentuado y convulsivo al pinchazo. Su audición es inculta: en la celda suele silbar aires populares de manera especial, desafinada, discordante y violenta, tamboreando con los talones. Gusto y olfato normales. Lo más notable que revela el examen de este muchacho es la hipertrofia de la glándula tiroidea con trastornos cardiovasculares, taquicardia, temblores constantes, etc., que a pesar de la ausencia de exoftalmia, forman un conjunto de síntomas que encuadran en el síndrome conocido con el nombre de Bocio exoftálmico o enfermedad de Basedow (Edwards Bello, 2009: 151).
Las características atribuidas a Esmeraldo, al igual que los argumentos de su desprestigio, son extrapolables a todos los sujetos descentrados y, por lo tanto, perturbadores del orden. La exposición de las características medibles, representan un permiso otorgado por el Estado para exponer a un cierto grupo en disección pública. Este informe tiene por autor a un médico, representante de la ciencia y del saber certificado, quien por medio de un examen pretende lo siguiente bajo códigos foucaultianos: “El examen es la vigilancia permanente, clasificadora, que permite distribuir a los individuos, juzgarlos, medirlos, localizarlos y, por lo tanto, utilizarlos al máximo. A través del examen, la individualidad se convierte elemento para el ejercicio del poder” (1996b: 75). Este brutal ejercicio de poder permite a la clase letrada elevarse, clasificando y examinando al paria desde la morbosidad. Da cuenta de la peligrosidad del individuo y justifica el imperativo ético de someterlo por el bien común. Por consiguiente, nuestro protagonista se transforma en la línea divisoria entre las dos caras de la nación, una que se identifica con él y otra que lo repudia, lo lee y lo categoriza como un “otro”, como infame. Ni la aristocracia ni la clase letrada quiere ser connacional al roto, no hay comunidad que lo acoja en la historia dorada.
La ausencia del padre por encontrarse encarcelado, junto a las deficitarias condiciones de la geografía prostibularia en que crece el muchacho, pareciera explicar positivistamente su carácter rudo, violento, instintivo y salvaje. En este sentido el legado del padre (“un cuchillo”) y su fascinación por él lo llevan a formarse, a construirse un relato sublimado del ausente, por cierto, un relato más cercano al horizonte de expectativas del grupo del otro lado de la Alameda. “El cuchillo paterno lo fascinaba. Su padre sería un héroe. Se lo figuraba hermoso y fuerte, con aspecto de guerrillero” (Edwards Bello, 2009: 18). Rápidamente ese relato se quiebra al contacto de Esmeraldo con la verdad, con la realidad, su padre es un delincuente alcohólico absolutamente incapaz de cualquier actividad heroica y familiar. Con la muerte del padre en una revuelta carcelaria, mueren ambos relatos: el sublimado y el real, el equívoco y el verdadero.8
En este período de indefensión experimentado por el joven parece natural que atribuya a Fernando -un timador, arribista, egoísta, ambicioso, sediento de poder y hábil comunicador- la imagen y el lugar del padre, acto que transfiere toda la carga genética virtual.
Hasta el momento hemos notado como la condición rota se inscribe desde antes del nacimiento debido a condiciones desafortunadas, propiciadas por la lógica del poder dominante, y que alimentan la segregación y los relatos encontrados respecto del rol ciudadano de uno de los nombres de la alteridad. Sin embargo, es tiempo de pasar revista brevemente a una forma de transformación en roto que dice relación con la pérdida de raíces y la renuncia y desprecio por la cuna, a favor del ingreso a un estado de subordinación y servilismo del poder. Creemos que en esta línea es ejemplar la figura de Fernando Videla9, un hombre ya resuelto que llega a la casa de Esmeraldo con el fin de ocupar el lugar del alcohólico y difunto padre. Es descrito como un ser misterioso, astuto y sagaz, perspicaz e ingenioso, a la vez que dueño de una ubicuidad envidiable: “Fernando era un prototipo de la raza soberbia y deteriorada. Nadie sabía de dónde venía; no tenía papeles ni antecedentes, pero hablaba de todo, con palabras justas para juzgar un momento difícil” (Edwards Bello, 2009: 31). La escuela de la vida le había enseñado a resistir y a emprender, el saber atávico de la supervivencia; no obstante, su conocimiento de mundo y de los límites a que puede llegar su capacidad de control lo impresionan. Ejemplo de ello es su reacción frente a la visita de los comisionados:
Fernando era el único que permanecía impresionado; el desparpajo de los agentes corrompidos, en su propia casa, le espantaba los vapores del alcohol, llenándole de rabia y asco; de buena gana les hubiese echado a puntapiés. La mano del policía violaba el pecho virgen de la criada, cosa que a ninguno llamaba la atención. La chiquilla se dejaba hacer por fatiga, por miedo a la autoridad, por el hambre que la doblaba sobre el plato, para el mareo de sus sentidos y porque aquello era fatal (66-67).
Sin embargo, ante el poder, Fernando termina sometiéndose a las prebendas que Pantaleón Madroño, el diputado beato y conservador, corruptor y regente en la misma proporción de la policía y del político, otorga en la medida que se resguardan sus non sanctos intereses (basta recordar la escena del altercado en el Sporting de Santiago). Fernando sucumbe inexorablemente ante su ambición, al vislumbrar y rozar las comodidades que ofrece la alta sociedad. Madroño incuba en él las ansias de poder y dinero, como no tiene nada cree merecerlo todo, no importando el costo acepta cualquier desafío impuesto con tal de alimentar las esperanzas de grandezas futuras.
Con beatitud la figura gordinflona de su protector: sus ojos llenos de malicia, cuya expresión procuraba imitar en la calle Borja; sus barbas frondosas y su ventosidad abacial. Le parecía que estaba delante de un semidiós, y, acordándose repentinamente de La Gloria, sintió además una gran admiración por sí mismo que de los sucuchos de la sociedad se elevaba hasta los gabinetes suntuosos, para departir sin etiqueta con los hombres dirigentes, necesitados de sus servicios(76).
Por el contrario, Esmeraldo no llega a obnubilarse con las posibilidades de ascenso y riqueza fácil, él goza la libertad que le concede su trono de estiércol e incluso, después de ser parte del proyecto de inclusión social de Lux -la periodista defensora de su caso cuando fue acusado injustamente-, logra escapar para retornar al barrio y rememorar con añoranza los días de fiesta en La Gloria. El muchacho vive en una rebelión constante que no lo deja caer bajo el hueco de traición del que fue víctima Fernando.
Mujeres: contención entre faltas rotas
La mujer marginal, a diferencia del varón, es descrita en el texto dentro de un amplio arco semántico. En ocasiones es retratada como un ser inocente, libre de degradación moral, como una mujer trabajadora y abastecedora o simplemente como una prostituta. Contrariamente a lo que nos han acostumbrado a pensar, todas ellas poseen como característica común: la contención, que se presenta de la manera más pura y desinteresada como eco del metarrelato de la virgen.
Las trabajadoras sexuales que viven en el burdel encarnan una imagen prostibularia curiosa, llena de matices, tantos como individuos distintos existan en el lugar. Puntualmente, estas mujeres todavía reproducen las mañas ancestrales de los primeros habitantes de la región, costumbres que ligaban las supersticiones con la religión. Supersticiosas y creyentes van desplegando un sincretismo religioso que a su vez instala una espiritualidad trastocada que viene a llenar el vacío de los cuerpos que se pierden en manos ajenas.
Supersticiosas, fatalistas, la vida les aparecía como cosa pasajera, llena de sobrenatural; preñada de imprevistos; una encarnación singular de cosas fantásticas, alzándose siempre el mañana como una interrogación cuya respuesta sería un acontecimiento maravilloso. Del mundo positivo, de la vida exterior, les llegaba un eco vago. De la religión les seducía el lado sobrenatural: el hombre extraordinario que pasó por el mundo perdonando personas parecidas a ellas: ladrones o adúlteras (Edwards Bello, 2009: 10).
Al vivir el desapego del cuerpo, lo sobrenatural les regala aquel dejo de interioridad y misterio, aquello que poco a poco se esfuma al besar todos los días a la muerte y al ver a los ojos la soledad. El dinero y sus pocas bagatelas les van robando sus verdaderos sentimientos, quedándose sólo con sueños confusos y la esperanza de que éstos le den pista de una salida. Todas estas mujeres, a diferencia del varón, resguardan muy bien sus orígenes, su relato matriz donde familia e infancia asumen un valor fundamental, tesoro secreto que vive en los recónditos espacios de la conciencia. Dichos relatos memoriales son llevados como un ramillete de florecillas empolvadas cuya función es resistir el olvido y mantener el recuerdo de la pureza primitiva que les fue arrebatada en la ciudad.
La lista de trabajadoras sexuales que circulan por el burdel incluye a Ofelia, la de las costras repelentes, mujer que cierra la historia atrapando a Esmeraldo entre sus faldas sin esperar nada a cambio. Ella es descrita en un principio como un ser vituperable y patético, pero en el transcurso de la obra su imagen comienza a mostrar matices de bondad que terminan por convertirla en un sujeto digno de admiración. Las siguientes líneas caracterizan negativamente al personaje:
Ofelia era de Quillota, prototipo de la mujerzuela pretenciosa. “señorita de familia, venida a menos”, agregando eses y des a las palabras. Era gruesa, con esa gordura color masilla que da la alimentación ordinaria a los seres condenados al reposo; transpiraba copiosamente y en verano despedía un olor desagradable (10-11).
Descrita desde el defecto y la vulgaridad, desde las consecuencias que la sociedad ha provocado en su organismo al no dejarle más que “alimentación ordinaria”, su “retrato” inclusive la aleja de sus pares, de Violeta, por ejemplo: “no podía aproximarse a la Ofelia sin sentir un asco profundo” (44). No obstante, a medida que el relato avanza, el narrador comienza a otorgarle signos de humanidad, verbigracia no de sus cualidades sino más bien de los contextos ambientales: “Quillota era su ciudad natal, un paraíso. Tan chiquita había salido de allí que apenas recordaba” (68). De este modo comienza a higienizar la figura de Ofelia que cambiaría radicalmente luego de describirnos el emocionante reencuentro con su ingenua madre campesina y su fidelidad incondicional ante la muerte de su compañera Laura: “Ofelia era la perra fiel, echada en el suelo; sudaba copiosamente y brillaban las costras de su cara. Sus ojos hinchados, su obesidad pálida, exangüe, todos los detalles de su persona se hacían más patentes frente a la muerte” (115). El proceso de higienización de Ofelia la transforma en un sujeto nuevo, cuyo valor y dignidad la distancian enormemente de quien fuera en un comienzo: “Era ella, la amiga de Laura, la de las costras repelentes, el mejor corazón de La Gloria. En ruina también como su calle; la ramera era otro desastre. -¿No me conoces? -preguntó el chiquillo. -Creí que sería un inspector -dijo la mujer tratando de reír-. Arrímese que le vea la cara” (158).
Ofelia, la prostituta de mejor corazón, posee un atributo que entre tanta oscuridad, suciedad, vulgaridad, ordinariez y mugre se transforma en una luz destellante que humaniza violentamente el lugar y los alcances de su rol, ello a pesar de la falta de belleza. Como María Magdalena, nuestro personaje acoge al roto, al sarnoso, al sifilítico, al menesteroso, al residual. Ofelia y las prostitutas de su tipo cumplen, como dijimos antes, un rol social de contención sobre un país que se cae a pedazos y que se materializa en el sentido maternal proyectado a los clientes. Por otro lado, su amiga Laura encarna la degradación del ser, la podredumbre de su cuerpo enfermo es reflejo de una nación que adolece frente a los vicios. La imagen de la prostituta enferma, arrebatada de su lozanía, nos revela el final abyecto de esas féminas nocturnas. La soledad y el relego de Laura a lo más paupérrimo de la Gloria, cifra el gesto que la sociedad realiza con quienes no pueden seguir jugando sus roles en el soberano teatro nacional, son arrojados a un rincón donde no estorben, para que agonicen en silencio y de esta manera impedir la contaminación. Sin embargo, la vida de Laura no siempre fue así, al igual que las otras prostitutas guardaba gran fuerza y añoraba la inocencia del campo. La vida rural durante toda la novela hace el papel de un primitivo edén bucólico donde todos recuerdan haber sido felices:
Laura, en el último grado de la tisis, sabía que una abuela suya era rica, con chacra en Yungay; recordaba haber andado en tren hacía muchos años, pero no conocía a sus padres e ignoraba su edad. Era franca y apasionada, flaca como una galga; tenía los ojos negros, llenos de expresión y fuego. Cuando se armaba una gresca en el prostíbulo, sin averiguar quién tenía la razón, defendía a sus amigas a bofetadas (11).
A excepción del anterior, el cuerpo de la mujer chilena que se representa en las mujeres de la calle Borja es más bien robusta, gruesa, de gordas piernas y brazos, ojos negros y cabellos enredados. El recuerdo de un cuerpo como el de una madre consoladora parece encantar de una forma incestuosa a los trabajadores que buscan un pecho donde posar sus problemas y una mano que acaricie sus cabellos mientras duermen. Etelvina era el fiel reflejo de esta mujer: “Etelvina era la gruesa, se complacía en medirse las caderas con la huincha de un carpintero amigo y anunciaba la cifra alarmante con orgullo. Sobona, pesada, contaba cuentos a los chicos de Clorinda y terminaba abrazándoles con furia besucona y bulliciosa (11). Al igual que el roto, entre las mujeres del bajo pueblo nos encontramos con esa codicia de obtener lo que los futres tienen en abundancia en el lado brillante de Santiago. La Julia una mujer bonita y curvilínea cree que la belleza la hace superior a sus compañeras, lo que desemboca en constantes conflictos. “Julia, la bonita de la casa; desde las cuatro de la tarde empezaba a ocuparse sin descanso. Vivía en el mismo cuarto de Etelvina, que manifestaba por ella una Amistad violenta y extraña. Cuando no había parroquianos se acostaban juntas, diciéndose zalamerías” (11).
Su codicia nace del abandono y del arrebato de todos sus sueños y deseos. Ella es producto de una nación que convierte a la mujer en un objeto para calmar sus placeres, es castigada por querer ser dueña de sí y de su cuerpo. Precisamente la novela menciona que Julia es echada de la casa donde trabaja en el servicio doméstico, con ello se deja entrever que su salida habría estado condicionada a su sensualidad. Por otro lado, las otras tres prostitutas que habitan la Gloria: Rosalinda, Catita y La Choca, aunque poco mencionadas en la novela, son producto de una nación mal sana, donde la violencia, la envidia y los vicios se hacen parte de la vida cotidiana: “Las otras tres; Rosalinda, Catita y La Choca, eran seres nebulosos, sin personalidad; pendencieras, borrachas y ladronas. Vivían en el mismo cuarto, hediondo como establo, armando grescas violentas” (11).
Esta gama de personajes femeninos es descrita como un residuo nacional, desecho de una de una sociedad que avanza a zancadas sin esperar a nadie. Rezagadas, se han visto confinadas a pasar sus días siendo las mujeres de una noche en que comparten con muchos otros rezagados que, al igual que ellas, pelean a diario por continuar el baile de los que sobran.
Para coronar esta lista, no podíamos dejar fuera a Clorinda. La tocadora de La Gloria, una Eva terrenal, encarna en ella todo el misterio, la seducción y el orgullo, propio del mestizaje violento que se vivió en estas tierras. Orgullosa por no ser igual a las otras mujeres del lugar, se pasea en el loca altiva entre los concurrentes. Una rota hecha y derecha, que gallarda pero cínica, lucha por sobrevivir y esquivar las distracciones y libertinaje de la vida que le ha tocado. Acostumbrada a los vicios y la podredumbre de la calle Borja termina por dejarse abrazar y goza de lo poco que puede recoger de entre aquel basural.
Era una mujer robusta, entrada en carnes, sin exageraciones, con esa lozanía lustrosa y morena de las hembras de Chile. Sus pestañas, recias y negrísimas como sus cabellos, parecía cerrar los párpados bajo su peso. El cuello, liso y bien torneado, hacía destacarse netamente el nacimiento de la cabellera, que arrancaba llena de vigor en remolinos de azabache. Cuando hacía calor despedía su carne un vago olorcillo de salud y se advertía dentro de ella el flujo impetuoso de la sangre generosa. Entre las mancebas de La Gloria tenía prestigio de lectora y pendolaria: les escribía cartas, les leía las que recibían y en alta voz les enseñaba los pormenores de los crímenes sensacionales. También sabía descifrar sueños (10).
Clorinda es portadora de un saber10 que la hace acceder a un conocimiento particular que la distancia de sus compañeras y le otorga un estatus superior. Dicho conocimiento consiste en un alfabetismo precario, pero suficiente para sacar de apuros a las mujeres del prostíbulo, descifrando el código escrito de la prensa que trae de vuelta las acciones ocurridas en el barrio, alimentadas con el ojo de la editorial que todo lo cubre. Por otro lado, también tenía la capacidad de descifrar los sueños, acción invalidada por la autoridad científica y que pone mayores reparos a una mujer ya signada por su rol profesional.
La prostituta “ilustrada”, entonces, proyecta esa suerte de exigua modernidad en que el equilibrio entre saber mestizo y progresismo laico busca asentarse en un ideario nacional. Sin embargo, pareciera que el prestigio otorgado por el acceso al conocimiento no aplica a sujetos fuera de la norma y la moral aristocrática fundada en las apariencias, los convencionalismos y el dinero.
Brevemente y a propósito del espacio
Dejemos por un momento de lado a los personajes del texto para centrarnos en el espacio agrario construido en la novela. Éste, representado como idílico, es actualizado a partir de la nostalgia de un recuerdo borroso, de una escena memorial fundante alejada de los espacios de influencia del poder, donde la inocencia es posible a pesar de repetir el mismo gesto de los habitantes urbanos, es decir, trabajar día a día para llenar los bolsillos del hacendado. La figura de María, joven e inocente campesina que llega a trabajar a La Gloria sin saber lo que ocurría en el lugar, da cuenta de lo expuesto.
Era una muchacha robusta e inocentona, nacida en tierras de Aconcagua; sus padres inquilinos ignorantes, la habían entregado como una presa a la gran ciudad, por veinte pesos al mes, casa y comida, sin averiguar más. Tenía las facciones características de la mujer nacional: la boca de labios carnosos, los ojos de chilena pura, admirables, aunque algo bovinos, tan grandes con su expresión bondadosa y pasiva; la piel mate y los cabellos castaños, rizados y espesos. No tenía las manos finas, ni el talle esbelto; su cuerpo era macizo, asentado en piernas fuertes como columnas (51).
Es interesante cómo se asocian campo e inocencia, es como la nostalgia de Adán por el Edén, una búsqueda incesante por el contacto con sus inicios, con el verdadero hogar. María representa la movilidad (migración) del campo a la ciudad en busca de oportunidades: “La pobreza de su hogar la había arrastrado a ofrecerse en una sección de El Mercurio como sirvienta de mano, e inocentemente había caído en esa mancebía” (51). La ignorancia en la que el terrateniente mantenía a sus inquilinos los llevaba a vivir en condiciones deplorables, no alcanzándoles así para mantener de forma satisfactoria su familia. Padres e hijos debían separarse a edad temprana para buscar alimento y dar espacio en la casa a los hermanos menores. Estas situaciones son las que llevan al campesinado a emigrar a la urbe en que mucho sacaban por convertirse en rotos. Aunque María se siente atraída aún por las caricias del campo, ella trabaja a gusto y honradamente para las mujeres de La Gloria: “El inquilino de fundo, mantenido sistemáticamente en estado de ignorancia, acostumbrado a la opresión, siente un respeto supersticioso por todo lo referente a la ciudad” (52). La sirviente se siente obnubilada por todo lo que simboliza la ciudad, que le lleva incluso a sentirse torpe ante la vida extravagante de las otras mujeres de la casa, respetables por sobre cualquier consideración ética o moral.
Al igual que Ofelia, María se va transformando inversamente. Este proceso de degradación comienza con la ruptura del deseo romántico ocurrido en el momento en que un roedor asaltó con sus garras el pan duro en que guardaba sus ahorros. Este acontecimiento provocó el llanto de la muchacha contribuyendo al diluvio de sus ilusiones. Similar fue su dolor al ver a Violeta desilusionada tras la engañosa visita de “el príncipe” que no resultó ser más que uno de los tantos clientes desesperados por la carne caliente de una mujer.11 Posteriormente, la degradación del personaje se corona con la bebida,12 así “los obreros pagan tributo a Baco, obedeciendo a un salvaje atavismo que les llama con fuerza ciega”(5). Así, en un rito pagano, María deja de ser una campesina para comenzar a vivir como los rotos, en palabras del autor: “María escuchaba desde la puerta, entusiasmada y nerviosa, ya con tres vasos de chacolí en el estómago. Era la primera vez que bebía, forzada por el hambre y el calor” (66). A pesar de lo anterior, María nunca dejó de extrañar el campo que la vio crecer, recordaba constantemente su expansiva y bella geografía, dibujándola con libertad y paz en la tierra. La naturaleza rural, se opone a la ciudad sin alma, y deseosa de contaminación y corrupción: “Lo que produce el campo lo traga la ciudad en forma descorazonante, sin recibir recompensa el brazo que suda o la tierra que da ciento por uno” (54). De a poco la locomotora de frío corazón avanzaba rauda y segura por los rincones de la nación, sin nadie que la pare, avalada por la codicia y el egoísmo de aquellos que llevan apellidos suntuosos y que viven rodeados por las luces.
Clase media, esfuerzo y transfiguración
Como vimos, los resignados miembros de la base de la pirámide social se distribuyen alrededor de la estación de ferrocarriles, ese símbolo inequívoco del progreso. En este sentido, Roberto Hozven, en “La ciudad de Santiago en el sentir Joaquín Edwards Bello y de Jorge Edwards”, percibe:
De este modo, la estación segrega dos grupos sociales opuestos: el bajo del alto, el bárbaro del civilizado. Oposición que también aparece en las primeras páginas de Casa grande (1908), la novela coetánea de Luis Orrego Luco. Sin embargo, esta oposición social se diluye desde un punto de vista moral: una misma corrupción de las costumbres atraviesa ambos grupos sociales, asimilándolos en una etopeya común (2006: 7).
La presente dualidad, entre pobres y ricos, se ve refrendada por la corrupción de sus almas, propia de la ambición e individualismo que arrastra consigo la modernidad creciente. Pero, a pesar de ello, en El roto encontramos matices que dan cuenta de la naciente clase media, aquella que se construye así misma desde el deseo mimético.13El chileno medio, como un camaleón, intenta blanquearse para trabajar entre los poderosos, tiene amnesia del pasado, lo único que lo mantiene vivo es el orgullo de un presente de batallas laborales y ocupaciones de bureau. El aristócrata, en cuanto causante de esta mutación social, manifiesta su impronta, por ejemplo, en la capacidad que reconoce el narrador en su familia, una “capacidad devoradora” que se traduce en el reclutamiento de un ejército monocromo de oficinistas, para fines particulares.
El ingreso de jóvenes de la clase media a un imperio como ese lo hizo irresistible. El poder de absorción de la rama de Agustines Edwards tiene algo de magia. Los empleados más morenos, con sangre india, se mimetizan como camaleones. Física y mentalmente asimilan rasgos duros y metódicos de los bancarios Edwards. El diario se ha tragado a Chile asimilando pura sangre chilena (Edwards Bello, 2009: 130).
La clase media, a diferencia de la alta, había bebido el amargo trago de la pobreza y como merodeador nocturno veía desde la ventana los bienes del poder y deseaba pertenecer al grupo de los dominadores y de los ostentadores. Anhelaban abrir la puerta que los separaba de los lujos y del poder, puerta que sólo se abriría con el trabajo arduo y maquinal, la vestimenta impecable y la lealtad férrea y virulenta a su explotador:
Las máquinas de escribir no paraban. La escalera de mármol dividida en dos, era pretenciosa y fea, de mármol y parada. Todo era así, pretencioso, feo y huraño. Cuando Femando se decidió a subir, su corazón palpitaba con fuerza. Vio otra serie de celdas u oficinas. La gente más humana era la de los mozos, con caras de buenos y serviciales. A los otros se les había subido “El Mercurio” a la cabeza. Se componía de jóvenes de clase media provinciana. Hijos de pequeños agricultores, de funcionarios de correos, de ferrocarriles o de aduanas lejanas en poblachos tediosos. Encauzaban sus actos para labrarse situaciones seguras, conservadoras... Serían defensores de la oligarquía (130-131).
La clase media, entonces, termina por perder su humanidad al convertirse en engranajes o herramientas para producir. “Las máquinas de escribir no paraban” pues estos hombres vivían en una simbiosis con su objeto de trabajo, se burlaban del roto, se burlaban de Fernando y sus primicias impublicables. Eran fríos, tal vez por ello los Edwards los habían reclutado de tiempo y cuerpo completo; se los había tragado el trabajo y los poderosos. Pero ¿Quiénes eran los poderosos? En la novela se reconocen apellidos e instituciones, sin embargo, hay una bruma que no deja ver los verdaderos causantes de tanta fetidez, tal vez porque nadie sabe con exactitud quiénes son. La población, la prensa, los medios en general solo tienen acceso a los políticos, pero siempre existirán anónimos que juegan desde las alturas con sucios muñecos de trapo e idénticos soldaditos con máquinas de escribir.
La aristocracia chilena, compuesta por seres que de vez en cuando bajan a los antros para apostar sus bienes a cambio de entretenimiento en el Club la Unión, se nivelaba a la baja. Mediante sus vicios, los mismos de las clases menesterosas, ponen en peligro el progreso y el desarrollo de la nación. El alcohol y el juego, en nuestra perspectiva de lectura, son manifestaciones de decadencia y degeneración de la nación. El narrador se encarga de poner en el centro los rostros del vicio y la corrupción:14
Doria es uno de esos nombres estelares que reúnen catolicismo, aristocracia y plutocracia, deslumbrantes y admirables por la cantidad de privilegio social y goce amplio de la vida que integran. En casi todas las capitales hispanoamericanas existen Dorias. Jacinto Valsarino, el íntimo de Doria, de familia católica, distinguida, pero pobre, era gorrón somormujo, aceptado generalmente por chismoso y servil (121).
Por último, nos encontramos con los sujetos que forman parte de la amplia base de la pirámide social: los pobres. Por supuesto este grupo se encuentra conformado por gente sin apellidos importantes y nombres suntuosos, fuera que cualquier posibilidad de reconocimiento en el desarrollo de la joven nación chilena, pero sin embargo debemos reconocer que fueron utilizados como fuerza productiva y carne de cañón en las empresas bélicas, argumentos interesados que dan una señal o ilusión de unidad. Los pobres o rotos que han dado la vida por forjar una nación libre y sin ataduras, ahora, como nos son necesarios en la línea de crecimiento, son excomulgados de la comunidad imaginada, son descritos como simples desechos humanos lanzados y relegados a los rincones más ínfimos y asquerosos de la tierra. Como sujetos residuales deben vivir escondidos de las instituciones públicas (policía, alcaldías, gobierno, etc.) y de los filamentos del poder quienes se encargan de eliminar cualquier vestigio de dignidad. En este contexto, basta recordar las primeras páginas de la novela, cuando el narrador describe la ceguera de la aristocracia, cuya moral añeja, elimina de su horizonte aquello perturbador de su ilusorio orden.
Los santiaguinos ricos o acomodados (“la gente bien”), viven en el mejor de los mundos, en “el centro”; sin sospechar que, en los barrios periféricos, allá, cerca de la Estación Central, y en los suburbios, críanse en un ambiente de inmoralidad e inconsciencia un sinnúmero de desdichados de cuya educación y civilización casi nadie se acuerda (6).
Al cierre
El proyecto narrativo del autor y su perspectiva liberadora de la imagen del roto plasmados en su célebre novela convierten a ésta en un documento polémico que busca poner en entredicho la máscara de hipocresía que cubre la imagen nacional viralizada en los medios escritos de comienzos del siglo XX. Lo que hace Edwards Bello puede sintetizarse de mejor manera a través de las palabras de Foucault en La vida de los hombres infames:
[...] la novela se liberó de lo fantástico y no se desarrollará más que liberándose totalmente de sus ataduras. La literatura forma parte, por tanto, de este gran sistema de coacción que en Occidente ha obligado a lo cotidiano a pasar al orden del discurso, pero la literatura ocupa en él un lugar especial: consagrada a buscar lo cotidiano más allá de sí mismo, a traspasar los límites, a descubrir de forma brutal o insidiosa los secretos, a desplazar las reglas y los códigos, a hacer decir lo inconfesable, tendrá por tanto que colocarse ella misma fuera de la ley, o al menos hacer recaer sobre ella la carga del escándalo, de la trasgresión, o de la revuelta (Foucault, 1996b: 89-90).
La novela, entonces, no hace otra cosa que retratar un nuevo imaginario de nación chilena regente en la época,15 proyectar las contradicciones, prejuicios, desprecios, desconsideraciones, arrogancia, soberbia, repulsión y displicencia del grupo acomodado, colectivo miope incapaz de reconocer y tolerar los méritos de los otros rostros sociales con los cuales convive, aun cuando sea desde la vereda contraria de la misma calle. El roto da cuenta de un grupo en que converge la tristeza, el hambre y el silencio, pero también la dignidad, entereza y la nobleza de uno de los rostros de Chile, de uno de los forjadores de la nación.