Introducción
La creciente expansión de los procesos evaluativos del currículo y la labor docente, con un enfoque basado en evidencia, hace que el rol docente se forje como un eje central para la mejora de las prácticas instruccionales. Asimismo, la centralidad de las políticas públicas para la educación también ha aumentado consecuencialmente la importancia de la formación docente, como una herramienta clave para el logro de los resultados de aprendizaje. Recientemente, su énfasis se ha trasladado hacia los resultados, especialmente hacia el cumplimiento de estándares de calidad y competencias de aprendizaje. Con todo, se consolidan nuevas nociones sobre la enseñanza y el aprendizaje (a propósito de la popularización del enfoque por competencias) y cambia el estatus de los y las docentes.
La metodología utilizada se centró en una revisión de literatura secundaria descriptiva de tipo integradora que se caracteriza por abordar una aproximación amplia al campo de estudio que incluye revisión de literatura empírica y teórica acorde a los objetivos del texto (Guirao Goris, 2015).
En concreto, el desarrollo de una solución pertinente a la actual crisis de identidad docente depende estrechamente del planteamiento de la pregunta, por aquello que está en crisis, de la consideración analítica de los múltiples aspectos y aristas que lo configuran, y por la búsqueda de soluciones complejas que incorporen no sólo criterios económicos (eficacia, eficiencia), y disciplinares (formación inicial, perfeccionamiento, actualización disciplinaria), sino también curriculares (división del trabajo docente), políticos (participación en la toma de decisiones) y de justicia (redistribución económica y reconocimiento cultural).
Desarrollo
Antecedentes contextuales
Desde hace ya varias décadas, se viene observando una evidente masificación de la educación (Brunner y Ganga-Contreras, 2016), particularmente de la educación online (Varas-Meza Suárez-Amaya, López-Valenzuela, y Valdés-Montecinos, 2020), hoy aumentada forzosamente debido al covid-19, todo lo cual habla de una crisis de la educación pero también de una creciente complejidad que coloca el imperativo de observar nuevas maneras de gobernar las entidades dedicadas a la educación superior (Brunner, Ganga-Contreras, y Rodríguez, 2018; Castillo y Ganga-Contreras, 2020; Ganga-Contreras et al, 2019; Ganga-Contreras et al, 2020).
En este nuevo contexto, resulta tentador invocar la perspectiva analítica planteada por Kuhn (2004), según la cual se enfrenta el agotamiento de los paradigmas epistemológicos tradicionales que por más de un siglo legitiman los fines y construyeron los cimientos teóricos de la educación como disciplina, y estaríamos ad portas de una nueva etapa de revolución científica, una batalla abierta por la hegemonía del campo educativo entre las teorías que se encuentren disponibles en la comunidad científica1 y que establecerá criterios de normalización para la validación de teorías (y prácticas) educativas y la inclusión/exclusión de actores en el campo educativo.
Sin duda esta sería una explicación plausible pero parcial del fenómeno, pues no sólo se afirma que la educación en cuanto a la matriz teórica, científica y disciplinaria está en crisis, sino también que la crisis de la educación está vinculada con otras múltiples crisis, quiebres y rupturas. A nivel regional latinoamericano; por ejemplo, la conflictividad educativa ha estado ligada a múltiples procesos asociados a fenómenos sociales, políticos y económicos como la profundización de la crisis económica y la inestabilidad política de los gobiernos a partir de cambios en los contextos locales e internacionales (Gentili, Suárez, Stubrin y Gindín, 2004).
Tales procesos se encuentran ligados -a su vez- a fenómenos propios de la modernidad como la globalización, las transformaciones del capitalismo, a la redefinición del rol del Estado, la disminución del gasto público y la privatización y mercantilización educativa (Rifo, 2015).
Paradójicamente, el presente ejercicio analítico de ampliación de la crisis desde el campo de la educación a las bases sociales y teóricas de la modernidad como proyecto, ha permitido sostener que el sentido de la particular crisis educativa que hoy se enfrenta, según la cual no es la educación como tal lo que está en crisis, sino la idea moderna de educación; esto es, la escolarización o la idea de “la escuela como el espacio que permitiría conformar, a partir de los infantes singulares que andaban dispersos, ese sujeto que el Estado, la sociedad y la historia necesitaban” (Mouján, Quintana y Dilling, 2014, p. 8).
Esta perspectiva ha sido abordada; por ejemplo, por el historiador de la educación Pablo Pineau (2001), quien describe algunas de las características que dieron su forma actual a la escuela como elemento clave del proyecto de la modernidad, y que se han vuelto parte natural del paisaje educativo, como el control exhaustivo del espacio y el tiempo, el establecimiento de una relación asimétrica entre docente y alumno, la generación de dispositivos específicos para disciplinar, la conformación de currículos y prácticas universales y uniformes, la descontextualización del contenido académico y creación del contenido escolar y la creación de sistemas de acreditación, sanción y evaluación escolar, entre otros (Pineau, 2001).
Estas características o rasgos distintivos de la educación escolarizada serían -a juicio de Pineau (2001) - precisamente aquello que está en crisis; sin embargo, para muchos de los teóricos centrales de las ciencias y la filosofía de la educación de fines del siglo XX, esta crisis de la modernidad no sólo pone en jaque la legitimidad de la escuela, sino que también impacta profundamente el proceso de articulación de las identidades de los agentes de la educación (Chapman y Heater, 2010). De acuerdo con los defensores de esta idea, desde finales del siglo XX, las sociedades modernas están siendo transformadas abruptamente por un particular tipo de cambio cultural, determinado por factores como las transformaciones del tiempo y el espacio, el ritmo y alcance del cambio social Bauman, (2000); Giddens, (1993), la intensificación del(os) proceso(s) de globalización(es) (Santos, 2004), la singularización (Martuccelli, 2007) e individualización (Beck y Beck-Gernsheim, 2003) creciente de las trayectorias personales, las transformaciones en el modo de producción capitalista (Harvey, 2007) y el descentramiento o dislocación de las sociedades (Laclau, 1978), entre otros, que han contribuido a difuminar algunos de los referentes clave para la construcción de la identidad moderna, como la clase social, el género, la etnicidad, la sexualidad, la nacionalidad y la identidad profesional, entre otros.
Hall, Held y McGrew (1992) definen eso que está cambiando o está siendo transformado desde este enfoque. Para ello proponen tres modelos de identidad moderna asociados a tres concepciones de sujeto: el sujeto de la ilustración, el sujeto sociológico y el sujeto posmoderno.
El sujeto de la Ilustración corresponde a la concepción cartesiana del sujeto; esto es la figura de un individuo centrado y unificado dotado de conciencia y razón, que permanece siempre idéntico a sí mismo (Hall, Held y McGrew,1992, p.2). Por otro lado, según la concepción del sujeto sociológico, la identidad se forma “en la interacción entre el yo y la sociedad [si bien] aún tiene un núcleo interior o esencia que es el verdadero yo, pero éste se forma o modifica en un diálogo continuo con los mundos culturales de fuera” (Hall, Held y McGrew 1992, p. 2). La identidad, desde esta perspectiva, es algo que establece un puente entre lo interior y lo exterior, o que “sutura” al sujeto y la estructura.
Si esto es así, lo que ocurre es que los referentes sobre los cuales los sujetos fundaban tradicionalmente su identidad, y a partir de los cuales establecen el núcleo duro que permitía la articulación narrativa de sus vidas- se están transformando, y es en virtud de ello que la actual escena social puede ser caracterizada como un período de crisis de identidad, entendida como el desplazamiento de viejas certezas y estabilidades por la experiencia nuevas dudas e incertidumbres (Mercer, 1990, p. 43). Uno de los resultados de este proceso es que invita a pensar la identidad antes como un proceso dinámico que como un resultado, como un proceso de identificación continua que implica múltiples negociaciones y que varía según como se representa o interpela a los sujetos, esto es: la identidad se ve politizada, por lo cual es materia de disenso y consenso.
En este contexto de crisis de los referentes tradicionales de la identidad moderna se instala con fuerza -desde los 90’- la idea de una crisis de la identidad docente (Suelves et al., 2021, Molina et al., 2017, Gajardo, 2019, Bruner, 1997; Figueroa, 2014; Prieto, 2018; Vaillant, 2007; Villarruel, 2012). Si bien hay consenso unánime respecto de la situación de crisis de identidad docente y la necesidad de generar estrategias para remediar, la literatura difiere en la caracterización del sentido y alcance de la particular forma de crisis o problema que remece a la identidad docente. Así, Núñez (2004) considera que la actual crisis se define y explica a partir del problema de cómo avanzar en la construcción de una identidad profesional docente en consonancia con las nuevas exigencias. Para Beca (2014) sería consecuencia de la desprofesionalización de la docencia impulsada por el deterioro de las condiciones democráticas. Ávalos (2014) llama la atención sobre la precariedad de las condiciones para el ejercicio de la enseñanza como contexto de la crisis. Villarruel (2012) aborda el disenso entre la identidad profesional disciplinaria y su rol como educador, y Vaillant (2007) cree que el problema fundamental radica en la distancia entre el profesor ideal y el profesor real, esto es, la distancia entre los nuevos y crecientes roles que se le adjudican (docencia, gestión académica y administrativa, vinculación con el medio e investigación) y sus competencias efectivas.
La educación y la identidad docente están en crisis (Bolívar, Domingo, y Pérez-García, 2014). Sí, pero también es cierto que el recurso a la crisis educativa comenzó a constituirse -de alguna manera-en una zona confortable, pues entregó a los docentes (y en general a los diversos agentes educativos) razones para creer que la educación está en crisis, porque todo lo demás está en crisis, y no a la inversa, lo cual ha fomentado altamente la inacción, pues nada puede hacerse por la educación hasta que no se supere la actual crisis social (Mouján, Quintana y Dilling, 2014, p.9).
Para superar esta situación, es necesario plantear la crisis de identidad docente desde una perspectiva que genere movilidad y compromiso entre los diversos agentes de la educación, y para ello se hace necesario un análisis complejo que evalúe las tensiones que atraviesa la identidad docente en el contexto de la crisis de las instituciones educativas y la educación en general; por lo tanto, que no considere única o principalmente las representaciones, recursos y competencias personales de los propios docentes, sino también las condiciones estructurales para el desarrollo del trabajo docente y las reivindicaciones históricas de justicia exigidas por el magisterio, entre otros.
Es deseable pensar la idea de crisis educativa desde un enfoque que interpele y comprometa a la mayor cantidad posible de actores al considerar sus amplias consecuencias sociales (ético-políticas), y para ello, se considera la lectura arendtiana de la idea de crisis, según la cual ésta se entiende no sólo como una ruptura, quiebre o transformación, como lo define Mercer (1990), sino como el proceso de renovación entre el viejo orden del mundo y el nuevo orden exigido por el simple y fundamental hecho de que “nacen seres humanos en el mundo” (Arendt, 1959; p. 39). La misma autora señala que las crisis educativas pueden transformarse en una oportunidad o en un desastre según cómo respondamos a ellas.
Una crisis es la ocasión histórica de suspensión o de “desaparición de los prejuicios en los que nos apoyamos cotidianamente sin darnos cuenta siquiera de que, en su origen, eran respuestas a preguntas”, lo cual exige necesariamente “volver sobre las preguntas mismas y nos exige respuestas, nuevas o viejas, pero en todo caso juicios directos” (Arendt, 1959; p. 39).
Pero la crisis educativa no es un fenómeno aislado o desconectado de los grandes problemas globales, por lo cual su solución no puede quedar acotada a la reflexión de un campo de expertos (en currículum, evaluación, aprendizaje, política educativa, didáctica, etc.), pues, como señala Arendt, siempre aparecerá “la tentación de creer que tratamos con problemas específicos, bien delimitados por la historia y las fronteras naturales y que sólo importan los inmediatamente afectados” (Arendt, 1959; p. 38).
En el siguiente apartado se describen algunas de las nuevas y viejas identidades asumidas por y adjudicadas a los docentes en nuestro país; se analizarán los aspectos que afectan en la construcción de su identidad, y que puede (y debe) significar que la denominada identidad docente se encuentre en crisis.
La compleja textura de la(s) identidad(es) docente(s)
No sería exagerado afirmar que tras el conjunto de reformas y políticas de innovación curricular basadas en el modelo de competencias se asoma la creencia de que el mejoramiento de la educación depende -en gran medida- de la desarticulación de una identidad tradicional y la proposición de una nueva identidad docente que permita modificar concepciones y prácticas a nivel del aula (Galaz, (2011); Hannula, Leder, Morselli, Vollstedt & Zhang, (2019); Zimmerman, (2006).
Aun cuando las posibilidades de acometer con éxito semejante proyecto de ingeniería social cuenta con escaso apoyo en la investigación existente, las políticas educativas de innovación curricular y pedagógica de las últimas tres décadas refrendan la creencia de que para transformar la vida profesional del profesor es necesario operar ciertas transformaciones sobre su identidad, entendiendo por identidad el modo en que los docentes viven subjetivamente su trabajo y las representaciones que los docentes tienen sobre su propio rol y el papel que la sociedad le reconoce (Vaillant, 2007, p. 3). Es precisamente en este último punto, el papel que la sociedad le reconoce, que como sostiene Vidiella y Larraín (2015) se acumula una abundante cantidad de investigaciones que dan cuenta de un deterioro significativo y prolongado de las condiciones laborales de las y los docentes al mismo tiempo que se promueve una dinamización de la enseñanza y un fortalecimiento de la formación docente (Henry, 2019).
Con todo, para operar esta transformación se tendría que -en primer lugar- tener alguna evidencia sobre el modo en que experimentan o perciben su identidad y qué es lo que la sociedad espera de ellos, cuestión que sería ya difícil de abordar si los docentes tuvieran una identidad única y bien definida, como lo presupone; por ejemplo, las evaluaciones docentes recientemente promovidas (Schutz, Hong, & Cross Francis, 2018).
Como sostiene Ashwin (2021), predominan dos modelos de evaluación de la docencia: (1) los ejemplares y (2) los cartográficos. Los primeros están basados en un modelo de cambio por contagio, en el cual se asume, que si las mejores personas pueden ser identificados y recompensados, entonces compartirán sus excelentes prácticas y ayudarán a que otros también lo logren. Los métodos cartográficos están basados en un modelo de competencia y cambio, en el que las mejores instituciones que albergan esos docentes son recompensadas y las demás mejorarán sus prácticas o perderán estudiantes y dejarán de ofrecer programas educativos. El problema con tal enfoque es que para que suceda la mejora, las mediciones de excelencia docente deben ser válidas, precisas y exactas; sin embargo, desde un punto de vista histórico, pareciera no tener sentido pensar la identidad docente en términos unívocos, como un núcleo duro, sólido e inexpugnable, pues el propio decurso de la educación chilena evidencia una sucesión, superposición y combinación de identidades docentes (Nuñez, 2004).
Un primer problema que se enfrenta al pensar lo que pueda significar la identidad docente, es que no hay algo así como una única identidad docente, no hay un sentido único, nuclear o esencial al que refieren las múltiples funciones y rasgos que caracterizan hoy al docente.
En un estudio sobre el desarrollo de la identidad docente en Chile se señala que entre las identidades ya tradicionales del docente se pueden mencionar: 1) la docencia como apostolado, según la cual el maestro es identificado con la figura de un guía, conductor, mensajero, luz de saber y de razón, como un verdadero dechado de virtudes entre las que se cuentan paciencia, abnegación y sacrificio, entre otros; 2) la docencia como función pública, esto es, la docencia como un sacerdocio laico que busca difundir e inculcar los principios y valores del Estado republicano; 3) la docencia como rol técnico, que caracteriza a los docentes como expertos en la aplicación de normas estandarizadas de desempeño (normalistas); y 4) la docencia como profesión, en la que el docente se representa a sí mismo (y por la sociedad) como un experto en una determinada disciplina, que posee una función social específica y la exclusividad para cumplirla, autonomía, capacidad de diagnosticar, evaluar y resolver situaciones complejas según el contexto (Núñez, 2004).
El docente actual puede adscribir a varias de estas identidades, comprometerse o descomprometerse, ser más o menos leal a una u otra según el contexto en que deba desempeñarse, en lo que Hall (1996) denomina el ‘juego de las identidades’, según el cual los sujetos defienden o abandonan identidades disponibles según como se sientan interpelados en una situación contextual (Hall, 1996).
La identidad que prevalezca para un docente dependerá de múltiples factores; así, por ejemplo, es común que los docentes que se sientan fuertemente cuestionados por no contar con un título profesional que los habilite para desempeñarse en aula, se refugien en su identidad disciplinaria de base o tiendan a “rechazar, cambiar o simular las identidades promovidas [desde el gobierno o las instituciones] en virtud de las propias historias y concepciones” (Galaz, 2011, p. 90).
Cada una de estas identidades sustantivas en juego se desarrollan a su vez en concordancia con la adscripción (generalmente tácita o inconsciente) de los docentes a lo que Galaz (2011) denomina modelos de identidad. De acuerdo con el autor, es posible constatar tres modelos fuertes de identidad docente: el modelo técnico, el modelo práctico-reflexivo, y el modelo crítico-reflexivo.
El modelo técnico está ligado al concepto de “competencia”, y los docentes que adscriben a este modelo asume “un rol pasivo en materia de diseño de programas y estrategias de enseñanza” (Galaz, 2011, p. 94), constituyéndose en la práctica como ‘aplicadores’ de normas estandarizadas de enseñanza.
El modelo práctico-reflexivo entiende que los profesores son algo más que operadores de programas y estrategias de enseñanza, ya que ellos “resignifican, interpretan y construyen su saber profesional” (Galaz, 2011, p. 94). Esta capacidad reflexiva les permite diagnosticar y evaluar autónomamente cuáles son las estrategias pedagógicas pertinentes frente a cada nuevo contexto.
Finalmente, según el modelo crítico-reflexivo, los docentes extienden la reflexividad más allá de los límites técnicos didáctico-pedagógicos, y la docencia se constituye en una acción social emancipadora “que favorezca el desarrollo de posiciones crítico-constructivas ante el conocimiento y los condicionamientos sociales” (Galaz, 2011, p. 94). En este modelo los docentes deben participar activamente tanto en la discusión sobre los fines de la educación como en la determinación de los mejores medios para su cumplimiento.
Cada una de estas identidades es -volviendo a Núñez (2004) - producto y respuesta a las diversas etapas de desarrollo en la historia de la educación, que va desde la aparición de la escuela y la creación de los sistemas públicos de educación hasta la revolución tecnológica, la era de la globalización y la sociedad del conocimiento (Brunner, 2003); Rengifo-Millán (2015). Ser docente es y ha sido definido a lo largo de la historia desde el discurso gubernamental, en mayor o menor medida, como una vocación, un apostolado (laico o religioso), una función técnica, una profesión y un importante rol público; sin embargo, las diversas políticas y reformas educativas de las últimas décadas no siempre han estado orientadas al desarrollo y fomento de estas identidades (Beca, 2014).
Desde una perspectiva regional, el panorama no es muy distinto. En un estudio sobre conflictividad docente de las últimas dos décadas en América Latina (Gentili, Suárez, Stubrin, y Gindín, 2004, p.1.266) se evidenció que entre las principales reivindicaciones y demandas que motivan las acciones de paro y protesta se encontraban cuestiones laborales, salariales, presupuestarias, demandas de política educativa, críticas a procesos regionales clave como la descentralización, reformas curriculares y pedagógicas, nuevos sistemas de evaluación del desempeño docente y sus efectos en la carrera docente, entre otros, pero no se evidencian demandas de perfeccionamiento o actualización por parte de las y los docentes.
La literatura nacional y regional reafirma la tesis de una crisis de identidad de la docencia, pero descarta de plano una lectura que reduzca la crisis a un desajuste de época entre las competencias pedagógicas reales y las ideales de los docentes. La(s) identidad(es) del docente(s) está(n) en crisis, pero es necesario identificar previamente las diversas variables que inciden en la producción del fenómeno antes de intentar resolver la ecuación, por lo cual es necesario plantear nuevamente la pregunta: ¿qué significa que la identidad docente esté hoy en crisis?
Enfoques abordados para enfrentar la crisis de la identidad docente
La crisis de identidad docente ha sido abordada a través de diversos enfoques entroncados con políticas específicas del sector educación y su grado de promoción desde el Estado. Los principales son: (1) la formación por competencias, (2) la formación docente reflexiva y (3) la formación docente como acción comunicativa.
La formación por competencias es sin duda la agenda educativa más promocionada en los últimos años (Hirtt, 2010), y se estructura sobre la articulación de tres tipos de saberes: saber ser, saber hacer y saber. A su vez, este enfoque divide las competencias en tres niveles según las capacidades que se desarrollan en los sujetos: básicas (efectividad personal), genéricas (mayor empleabilidad) y específicas (dominio funcional de un área) (García Retana, 2011). En este nuevo contexto, se promueve un rol docente mediador/a que genere ambientes de aprendizaje orientados a la adquisición autónoma de los contenidos por parte de los estudiantes. De esta forma, el docente debería retroalimentar las actividades del estudiante y monitorear de forma frecuente sus avances (Zabalza, 2009).
Las críticas a este enfoque formativo son abundantes (Del Rey y Sanchez-Parga, 2011), la menos visibilizada y de mayor profundidad es aquella que vincula la agenda de competencias al programa filosófico político de relativismo que se distancia del constructivismo pedagógico. Hirtt (2010) señala que para el constructivismo filosófico (relativismo), de la cual proviene el enfoque por competencias, la realidad depende de la construcción mental del observador. En cambio, para el constructivismo pedagógico la existencia del mundo real u objetivo no está cuestionada y la pedagogía debe llevar al estudiante hacia el conocimiento mediante una serie variada de técnicas.
Por su parte, el programa formativo del docente reflexivo se encuentra situado en las propuestas de Schön (1983). Desde esta perspectiva, junto al conjunto de saberes teóricos y técnicos de los docentes, se debería poner en valor la realidad experiencial del quehacer educativo desde un proceso de reflexión en la acción. Este proceso se dividiría en un conocimiento en la acción, una reflexión en y durante la acción, y una reflexión sobre la acción y sobre la reflexión en la acción (Schön, 1983). En definitiva, se propone la construcción de una epistemología de la práctica propia de los procesos intuitivos y creativos de los y las docentes. A diferencia del enfoque por competencias, el programa de formación en docentes reflexivos se ha presentado más que como un programa autónomo, como un enfoque alternativo a las competencias técnicas o como un complemento del enfoque por competencias (Tardiff & Nunez, 2018).
Finalmente, se ha desarrollado de forma teórica, sin anclaje en políticas públicas, un enfoque formativo con base en las propuestas comunicativas de Habermas (2011), centrado en las competencias reflexivas y críticas del docente, entendidas como una racionalidad orientada a la propia acción cotidiana con miras a la mejor comprensión de su quehacer educativo (Coello, 2017).
Con todo, los enfoques formativos dan cuenta de una hegemonía formativa por parte del desarrollo de competencias con mayor o menor énfasis en aspectos técnicos o de experiencias que han desplazado el rol del conocimiento en el proceso formativo y también han delegado buena parte del proceso formativo en las herramientas personales y profesionales de los y las docentes. ¿Hay otras alternativas?
Pensar la crisis de identidad docente desde la perspectiva del reconocimiento cultural
En el primer apartado referimos el trabajo teórico de Hall (1996) sobre tres modelos históricos de identidad: la del sujeto de la ilustración, la sociológica y la posmoderna. Más allá del acuerdo o desacuerdo razonable que se pueda tener con esta propuesta, se ha instalado un acuerdo tácito en torno al hecho de que identidad no es algo dado a priori en los sujetos, sino una construcción social compleja. La identidad no es algo innato, es más bien algo que se realiza dialécticamente mediante un proceso de reconocimiento mutuo entroncado en la idea que se remonta a la Dialéctica del amo y del esclavo en la Fenomenología del Espíritu de Hegel (2010), y que ha sido desarrollada posteriormente como una línea paralela y complementaria de la teoría de la justicia social por autores clave de la filosofía moral y política contemporánea como Taylor (1998), Hall (1996), Honneth (1997), y Fraser (2000), quienes llevaron la idea hegeliana de reconocimiento al plano cultural y político, y que puede ser denominada a grandes rasgos como política del reconocimiento.
Según el enfoque hegeliano, el reconocimiento corresponde a una relación de reciprocidad mutua entre sujetos que se consideran, al mismo tiempo, como iguales y distintos entre sí. Un sujeto afirma su identidad individual (tiene una visión positiva de quién es) cuando reconoce a otros como iguales y es reconocido como un igual por otros. El reconocimiento de los otros es necesario para el desarrollo de un sentido o percepción sana y robusta de uno mismo, y la falta de reconocimiento o de un reconocimiento adecuado se constituye en “un daño infligido en contra de la propia identidad” (Fraser, 2000, p. 57). Esta cuestión es central, dado que reconocer y ser reconocido por otros, como bien señala Taylor (1998): “no es una cortesía que debamos a la gente, sino una necesidad humana vital” (Taylor, 1998, p. 294).
Desde la perspectiva de la teoría cultural y política, pertenecer a un grupo infravalorado por la cultura dominante; por ejemplo, la minimización de la profesión docente frente a otras profesiones equivale a sufrir una falta de reconocimiento, a sufrir una distorsión en la relación que uno mantiene consigo mismo que lleva a “interiorizar representaciones negativas de sí mismos” (Fraser, 2000, p. 58). Lo que propone la política del reconocimiento es que personas o grupos culturales que hayan padecido formas inadecuadas de reconocimiento rechacen esas representaciones en favor de otras nuevas “con el fin de producir una cultura auto afirmativa propia que, al hacerse valer en el ámbito público, logre alcanzar el respeto y el aprecio de la sociedad en su conjunto (Fraser, 2000, p. 58).
La lucha por el reconocimiento de distintos grupos culturales implica necesariamente la consideración de las dimensiones materiales del problema; esto es, implica la consideración necesaria de las exigencias de dichos grupos en términos de una redistribución igualitaria de los bienes básicos para una vida social digna. Fraser (2000) afirma que en el discurso la identidad cultural ha sustituido a los intereses de clase como resorte social de movilización política, lo cual ha implicado que “la dominación cultural reemplaza a la explotación como injusticia fundamental” (Fraser, 2000, p.17), pero que debemos avanzar hacia una visión que integre ambos paradigmas, puesto que en la práctica hay sujetos que padecen -al mismo tiempo- injusticias económicas y culturales
Fraser (2000) intentará desarrollar una versión crítica de la teoría del reconocimiento que articule exigencias culturales y materiales al punto de volverlas compatibles en un único modelo teórico, pero es aquí donde se presenta el problema. Fraser (2000) entiende que algunas personas están sujetas a injusticias tanto culturales como económicas, y que por tanto, requieren tanto de reconocimiento como de redistribución, lo que implicaría a su vez, afirmar y negar su diferencia.
Para operar en términos redistributivos de bienes materiales, la justicia exige la desdiferenciación de los grupos; para operar en términos de reconocimiento, la justicia exige la diferenciación creciente de los grupos, el reconocimiento de su especificidad cultural. De manera análoga, si la crisis de identidad docente tuviera sólo una connotación socioeconómica (de clase), bastaría con igualar; por ejemplo, la profesión docente con otras profesiones, y si tuviera sólo una connotación valorativa y cultural bastaría con el reconocimiento de su especificidad como grupo; sin embargo, la identidad docente entraña ambas dimensiones, por lo cual exige igualdad y diferencia, redistribución y reconocimiento.
Esta cuestión resulta central por cuanto -según Fraser (2000) - la emergencia de los planteamientos en favor del reconocimiento han generado en la práctica un “declive relativo de las reivindicaciones en pos de una redistribución igualitaria” y “están sirviendo más para marginar, eclipsar y desplazar las luchas en favor de la redistribución que para completarlas, complejizarse y enriquecerlas” (Fraser, 2000, p. 56). Así, reivindicaciones y demandas tan amplias y diversas como la precarización laboral expresada en la deuda histórica del gobierno con el magisterio en términos de reajustes salariales y bonos impagos, la tradicional división del trabajo docente que no asigna suficientes horas al trabajo pre y post instruccional, la falta constante de recursos materiales, la pérdida de autonomía refrendada por la ley que autoriza la dictación de clases a profesionales no docentes y la evidente falta de participación del magisterio en la discusión sobre los fines de la educación, en el desarrollo científico de la disciplina y en la creación de estándares para la evaluación del desempeño docente (a cargo de expertos externos), son formas de no reconocimiento o de reconocimiento inadecuado de la(s) identidad(es) docente(s), pues obstaculizan o impiden el desarrollo de un trabajo docente de calidad, lo cual va en desmedro de la percepción que los propios docentes y la sociedad tienen de su desempeño.
Pensar la identidad docente desde el enfoque de la política del reconocimiento implica elaborar soluciones y propuestas que se sustenten sobre la base de una respuesta (o al menos una postura) frente a las demandas de igualdad y de reconocimiento de los docentes; esto es, pensar la identidad docente desde el enfoque de la política el reconocimiento implica transformarlo en un problema de justicia.
La necesidad de un enfoque más amplio para abordar este problema (que considere también las deudas del Estado con los docentes) es aún más evidente si se considera que -en este escenario histórico de conflictos traslapados e irresolutos- el nuevo proceso de innovación curricular y pedagógica (desde los años 90) ha agregado algunas nuevas tensiones al problema de la constitución de una identidad docente saludable, pues ahora -sin mediar soluciones o reivindicaciones a las tradicionales demandas del magisterio - se añade la exigencia de nuevas competencias y habilidades a los docentes, entre las cuales se cuentan: mediador, experto en o facilitador de aprendizajes, investigador, agente curricular, entre otros.
Conclusiones
Aquellos que identifican la docencia con un apostolado seguramente creerán que el problema es de carácter vocacional, y que es consecuencia de la crisis valórica y el nihilismo posmoderno, y generalmente apostarán por un retorno a viejas prácticas y a refugiarse en el romanticismo de la sempiterna mejoría de todo tiempo pasado; aquellos que identifican la docencia con la idea de funcionarios(as) públicos comprometidos(as) con la misión de difundir de los principios del Estado republicano, creerán que el problema es consecuencia directa de la privatización/mercantilización de la educación y de la renuncia al proyecto de un Estado Docente y un proyecto nacional de educación pública.
Aquellos que identifican la docencia con un rol técnico (como una experticia disciplinar de carácter didáctico-pedagógica), asociarán la crisis a la débil formación de los docentes (pedagógica y/o disciplinar) y su impacto en el aprendizaje de los estudiantes, y apostarán por estrategias de mediano y corto plazo ligadas a la reforma de la Formación Inicial, a la sustitución progresiva del actual profesorado, a la generación de múltiples instancias de perfeccionamiento y actualización pedagógica, por un lado, y por la mejora en las condiciones entregadas por las instituciones que tienen una incidencia directa en el desarrollo de la labor docente y en los resultados de los estudiantes (laborales, contractuales, recursos materiales, división del trabajo docente, etc.), por otra.
Aquellos que identifican la docencia con una profesión consideran que la solución a la crisis dependerá principalmente de la recuperación de la autonomía y exclusividad de la función docente (al menos, el trabajo de aula), de la participación activa en construcción de la disciplina (investigación) y en la creación de referentes para la evaluación de sus propios desempeños.
Estas múltiples alternativas se encuentran -a su vez- atravesadas por lo que se había denominado junto con Galaz (2011) modelos de identidad, entre los que se encuentran: el modelo técnico, el modelo práctico-reflexivo y el modelo crítico-reflexivo. Así, mientras los que adhieran al modelo técnico creerán que la superación de la crisis depende principalmente de la aplicación de los resultados de la investigación en educación al mejoramiento de los desempeños en el aula, los que adhieran al modelo práctico-reflexivo creerán que esto no es suficiente, ya que es necesaria una reestructuración curricular cuya distribución de tiempos y recursos fomente y de soporte a la realización efectiva de las tareas prácticas y reflexivas (pre instruccional, instruccional y post instruccional) implicadas en el ejercicio docente, y los que adhieran al modelo crítico-reflexivo considerarán, que además, es necesario que el magisterio tenga incidencia directa en la discusión sobre los fines de la educación y el tipo de sujeto que queremos formar en las escuelas.
Frente a este complejo panorama en el que si bien se enfrentan concepciones que “en apariencia coinciden en el propósito de contar con buenos docentes en todo el sistema escolar, [éstas] difieren en las visiones estratégicas para alcanzarlo” (Beca, 2014, p. 6), parece tentador pensar la crisis de la identidad docente como un problema de justicia compleja, que exige que toda propuesta considere en sus fundamentos al menos dos tipos de reivindicaciones complementarias (y no suplementarias): redistributivas y de reconocimiento; esto es, reivindicaciones tendientes a igualar su condición laboral con la de otros profesionales (en términos materiales y simbólicos), y a reconocer sus diferencias y necesidades en cuanto grupo provisto de una identidad cultural específica.
Como se señaló, tras la propuesta de innovación curricular y pedagógica basada en modelos por competencia parece asomarse la creencia de que gran parte del conflicto educativo actual se explica en gran medida desde la evidencia existente sobre la baja calidad de los desempeños personales de los docentes, y que para revertir esta situación es necesario desarticular la identidad tradicional de los docentes y suplantar por una nueva. Este abordaje del problema desde el gobierno ha presentado varias consecuencias indeseables:
Ha contribuido a invisibilizar (ideologizar) la dimensión material de la problemática docente, reduciendo con ello la complejidad, dinamismo e historicidad del proceso de ‘identificación’ (o de constitución de la identidad) a un proceso abstracto vinculado a cambios representacionales en los sujetos sin consideración de los sustratos materiales y contextos histórico-culturales en el que se desarrollan las prácticas.
Ha invisibilizado los aspectos ético-políticos implicados en las actuales transformaciones educativas al centrar la cuestión de la identidad en aspectos cognitivos, disciplinares y epistemológicos independientes de problemáticas ligadas a la justicia social.
Ha contribuido en la legitimación de estrategias neoliberales como la exención de responsabilidades del Estado y responsabilizar a de los individuos al centrar la discusión del cambio educativo en las competencias y habilidades individuales de los y las docentes.
Ha desestimado la amplia participación ciudadana en la reflexión sobre la crisis, al reducir el problema de la constitución de una nueva identidad docente a dos actores centrales ligados por una relación unidireccional y asimétrica: los nuevos expertos en didáctica-aprendizaje y los docentes.
Ha operado en la práctica como un cuestionamiento total de los saberes y prácticas tradicionales de los docentes, antes como una amenaza que como una invitación a adoptar nuevas prácticas e ideas.
Estas consecuencias indeseables son, ciertamente, resultado de la excesiva focalización del problema de la identidad docente (y de la educación) en las competencias profesionales y personales de los docentes, y dicha focalización ha sido posible (aceptada irreflexivamente) por responder a la crisis con ideas preconcebidas, con prejuicios, como señala Arendt (1959), o al menos, por responder a ella sin la mediación de un diagnóstico sustentado en juicios directos por parte de la ciudadanía.
Como una futura línea de investigación emerge el profundizar sobre los campos normativos entre docencia y teorías del aprendizaje en las políticas educativas chilenas.