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Estudios sociológicos

versión On-line ISSN 2448-6442versión impresa ISSN 0185-4186

Estud. sociol vol.38 no.114 Ciudad de México sep./dic. 2020  Epub 25-Nov-2020

https://doi.org/10.24201/es.2020v38n114.1826 

Reseñas

Regreso a Reims. Didier Eribon. Buenos Aires: Libros del Zorzal, 2017, 256 pp.

Gabriel Tolosaa 

aDoctorante en el Programa de Pós-Graduação em Educação Universidad Federal Santa Catarina Florianópolis, Brasil g.tolosa.c@posgrad.ufsc.br

Regreso a Reims. Eribon, Didier. Buenos Aires: Libros del Zorzal, 2017. 256p.


Hacer biografía con la propia vida cuando se es un intelectual consagrado es difícil, y más cuando esa vida estuvo marcada por rupturas titánicas. En algunos casos, esta dificultad se resuelve al registrar los elementos que configuran la profecía autocumplida. Cada acto relatado por el (auto)biógrafo invoca un proyecto. La vida biografiada exhibe un destino manifiesto labrado con cada lectura y cada artículo.

Varias autobiografías de científicos sociales imitan las retóricas de las hagiografías, al combinar argumentos de oficio con conjeturas sobre la predestinación. La consagración científica se proclama como el final de un proyecto consustancial, de una realización teleológica. En este tipo de registros el periplo intelectual se presenta como un camino a la consagración. Es la respuesta personal a la invocación del espíritu intelectual, esencia incorpórea -pero incorporada- propia de elegidos. Esta proximidad entre hado y ciencia es concomitante entre ciertos intelectuales. No en vano la historia de nuestro oficio comenzó con los clercs, cruza de religioso e intelectual de las universidades medievales.

En Regreso a Reims, el ensayista francés Didier Eribon discrepa de esta vertiente hagiográfica y opta por hacer sociología con su vida, cargada de rupturas y violencias. Continuador de la línea del socioanálisis bourdesiano, Eribon examina su vida dentro de las difíciles condiciones sociales que la configuraron. A diferencia de Bourdieu -quien posó de Magritte al prologar su autobiografía como negación de la misma-, Eribon recorre sus vivencias para exponer el proceso del devenir intelectual. Su regreso a Reims es un “regreso a sí mismo y sobre sí mismo” (p. 14), para explicar cómo este descendiente de pobres iletrados acabó siendo famoso biógrafo de Foucault y autoridad en el estudio de los dispositivos de dominación sexual. Una autobiografía con el propósito de ser a la vez una diatriba contra las condiciones de la vida biografiada. Un ajuste de cuentas con la propia historia.

El libro comienza con Eribon al volver de Reims, ciudad en que nació, luego del sepelio de su padre. Esta muerte lo dejó “[en] un desarraigo”, tras el careo con acontecimientos del pasado que prescribieron su presente. Centrado en su condición sexual, Eribon reconoce que la condición de clase fue silenciada en sus estudios sobre la dominación. Homosexual y pobre, gracias a un rústico apoyo familiar y a la “energía de la desesperación”, pudo estudiar en París y vivir en un ambiente menos conservador y homofóbico. Ese cambio de vida ahondó la ruptura con su familia, al grado de desconocer con los años a sus hermanos en las fotos que su madre le mostraba.

Esas fotos fueron la prueba indiscutible del distanciamiento con su familia. Porque son demostración del carácter socializado del cuerpo. Las facciones deterioradas de sus hermanos envejecidos contrastaban con los cuerpos de sus amigos parisinos, a quienes los años trataron mejor. Las cicatrices dejadas por la clase social exhiben una historia y una geografía colectivas que afectan a los cuerpos. El cuerpo moldeado por la clase social como “una arqueología o topologías sociales que cada uno lleva dentro de sí, como una de sus verdades más profundas, si no la más consciente”.

Asimismo, Eribon reflexiona sobre el paralelismo entre el proceso de constituirse en gay y el proceso de ser un tránsfuga de clase. Esta doble condición cuestiona los destinos sociales y las estructuras que definen una existencia y redundan en las subjetividades. Eribon hace una genealogía situada de su vida mediante una arqueología de los dispositivos de jerarquización que operan en la Francia contemporánea. Con dureza describe cómo su vida en los círculos intelectuales parisinos lo obligó a ocultar su origen. Progresista, apoyó las causas populares genéricas, las reivindicaciones de aquellos obreros idealizados en los debates académicos. Empero, su simpatía de salón por las causas obreras se tradujo apenas en militancia universitaria. Sentía una antipatía justificada por los obreros que votaban por los comunistas y que a la vez eran homofóbicos, como su padre y sus hermanos.

París y la vida intelectual ampliaron la distancia con su familia y el barrio donde creció. Parte de su existencia que era odiada por su existencia. Las pocas veces que visitó a su familia lo embargó una sensación doble: estar en casa y en un lugar abismalmente extraño. La conciencia del sufrimiento de su familia por cuestiones económicas iba acompañada de irritación por su simpleza y su grosería. Cada visita fortaleció la ambivalencia que lo ubicaba entre la simpatía por la clase idealizada y el desagrado por las personas concretas que constituían esa clase.

Eribon reconoce que Reims significó una relación con el mundo, un aprendizaje, unas claves de ser y desenvolverse. El lugar de nacimiento define el peso y el contenido de la carga vital que a todos nos corresponde llevar. Por su parte, las apuestas de cuidado de sí -celebradas en los círculos intelectuales- implican la (re)generación de una disciplina corporal y una economía moral apoyadas en la levedad. En contraste, ser liviano es dificultoso para quien se parte el lomo construyendo paredes o limpiando casas. Para Eribon habitar esos dos mundos, de lo liviano y lo pesado, produjo la sensación de escisión que ha marcado toda su vida.

El izquierdismo de Eribon funcionó como protesta contra el peso que sentía en el cuerpo y contra aquellos que cargan menos, como sus amigos parisinos. Sus padres cargaron los pesos extra de otros. Esa carga extra fue acompañada de una sumisión a la realidad tal cual era. Recuerda cuando su madre afirmó “soy analfabeta” sin cólera ni indignación, y provocó su rabia contra ella y no contra la sociedad que la hizo analfabeta. Resalta el desprecio por su padre homofóbico, incapaz de entender que su progenitor fue objeto de mil violencias que derivaron en esa homofobia. La dureza de la vida hace que los pobres muchas veces rumien un padecimiento silencioso. Las dificultades de la vida cotidiana les recuerdan constante y permanentemente el lugar inferior donde se encuentran.

Este apego a la realidad como padecimiento explicaría el derechismo tosco y revanchista de las clases populares francesas, encarnado en el Front National. Los sectores que antaño eran comunistas -por condición de clase y orgullo plebeyo- hoy votan por una derecha chovinista que promueve un neoliberalismo nacionalista, pero que al menos promueve un orgullo popular. Eribon evalúa con desánimo su izquierdismo libresco y convoca a la izquierda a otros acercamientos a la cultura popular, a revalorar la condición obrera y a luchar contra las pasiones oscuras de ser pobre.

Si ser pobre es un lastre, ¿existe una manera de eludir el propio pasado de pobreza cuando lo que somos es el resultado de ese pasado? ¿Se pueden obviar las condiciones en que fuimos socializados e intentar despojar de nuestro ser las consecuencias de esa socialización? ¿Es posible liberarnos de la propia historia cuando nuestro cuerpo es, sobre todo, historia hecha carne? Las respuestas que arriesga nuestro autor involucran un asunto capital en la dinámica de las sociedades jerarquizadas: los destinos sociales. Estos destinos sociales se deben a las estructuras que definen una existencia y se movilizan al tiempo que constituyen subjetividades jerarquizadas. Para Eribon, cualquier tentativa de emancipación pasa por una revisión de la genealogía personal, cuya obra principal es el cuerpo de cada persona.

Así, los cuerpos individuales son ante todo cuerpos de clase, marcas en la carne de un origen social y modos de uso de esa carne frente a los otros, que son otros cuerpos de clase. En sintonía con Pierre Bourdieu, nuestro autobiógrafo afirma que la familia en que nacimos es un conjunto de estrategias de reproducción (o de oposición a esa reproducción), y no una unidad filial de gente con apellidos iguales. Las relaciones que nos constituyen en cuanto individuos concretos, como las circunstancias del nacimiento, definen un modo de vinculación con el mundo, acotado a los recursos familiares y del grupo social de referencia.

Para Eribon, esos recursos familiares fueron limitados. Hogar modesto, ropas compartidas con los hermanos, comida escasa, ausencia de dinero para materiales escolares, universidad (conservadora y ultracatólica) en Reims con auxilio estatal. Aun así -y a tono con el heroísmo de cualquier (auto)biografía- el propio Eribon recordó que su caso es un milagro educativo. Y ese milagro está espoleado por una condición: la homosexualidad. El autor “optó” por huir de su origen debido a la homofobia inmanente a sus vínculos familiares y vecinales. Objeto de descalificaciones constantes, arrojó contra otros el insulto que era para sí y convirtió el agravio en un mecanismo de defensa, como hacía con los chicos afeminados de su entorno a quienes tildaba de putos y maricones. Un insulto que probaba su carácter dominado y -según él- su incapacidad para luchar contra la dominación de clase y la dominación sexual.

Ser filósofo fue la manera de vivir en plenitud una sexualidad postergada, aunque esto implicara abandonar el mundo en que nacieron sus preocupaciones vitales. Para poder inventarse, primero debía disociarse. La carga del abandono de su clase generó una sensación de angustia: “soy un producto de la injuria. Un hijo de la vergüenza”. En contraste, la vergüenza y la teatralidad con que los gais asumen su condición ilustra las formas de resistencia y de renuncia a una realidad terrible, llena de acosos y maltratos. Eribon evoca cómo los homosexuales que conoció en París le parecían histriónicos. Mira atrás y cuenta cómo comparaba esos modos expuestos de vivir la homosexualidad con su modo demasiado oculto. Con los años acabó por pensar que la soltura está asociada a la levedad que concede una posición de clase.

Después Eribon recapitula el juego de categorizaciones que usaba contra su familia. Un sinnúmero de conjuros comunes entre los brujos intelectuales. En la época, las acusaciones a su familia se amparaban en categorías aprendidas en la universidad y aplicadas arteramente contra quienes nunca habían pisado una. La categorización estetizante contrapone, por desconocimiento, a los que gozan de un producto intelectual contra los excluidos del intelecto. El disfrute intelectual de Eribon era una metonimia de la jerarquización social que acabó por situarlo en un lugar ambiguo, entre los sin cultura y los cultos. La cultura de la universidad se transformó en la promesa de alivianar la carga social.

Para llegar a ser homosexual, Eribon vivió una impregnación cultural en espacios “ocultos” para los heterosexuales, a modo de rito de paso. Estos espacios eran habitados por gais que (re)producían una cultural socializadora, una manera específica de volverse gay, aun en una ciudad como Reims, donde todos los ojos controlaban los movimientos de todos los cuerpos. Gracias a las personas que conoció en esta época, Eribon accedió a prácticas infrecuentes en su medio social popular. Lecturas y música gais, acompañadas por obras clásicas cuyo conocimiento le sería útil en su vida intelectual. Enfáticamente, Eribon señala la separación radical entre el mundo familiar y el mundo gay.

Otro aspecto de la socialización gay que subraya nuestro autor es la violencia a la que deben someterse cotidianamente. Los espacios de libertad, donde la socialización homosexual podía desenvolverse con soltura, igualmente son espacios de tormento debido a la violencia sufrida por los gais. Eribon expone el terror a la patologización médica que, con su arsenal farmacológico y psi, asaltó a varios homosexuales. Las famosas curas gais y los remedios para “superar ese impasse” son situaciones cotidianas.

Una práctica que Eribon implementó para sobrellevar el peso de ser un paria social fue la constitución de sus “sentimentecas”, es decir, la posesión de libros y otras obras que hacen señas y venias al propio yo y ayudan a combatir el efecto de las dominaciones que operan sobre -y contra- sí mismo. Esas sentimentecas ayudaron en la emancipación, aunque nunca es absoluta ni permanente a causa del peso de la historia. Por tanto, señala: “nuestro pasado sigue siendo nuestro presente. En consecuencia, uno se reformula, se recrea (como una tarea debe tomarse indefinidamente), pero no se formula ni se crea”.

Así, su condición de homosexual le permitió escapar de su condición de clase, por negación y ocultamiento. Ser homosexual lo hizo de clase media, reconocido y respetado. La vida de Eribon ha sido la elusión de una subordinación gracias a la puesta en juego de otra: la salvación de la dominación plebeya a través de la subcultura homosexual. Aprovechar tácticamente su condición sexual le permitió acceder a espacios y prácticas completamente extraños a su origen social. Ser un intelectual homosexual, activista y dedicado a las causas homosexuales, le concedió legitimación en lugares de poder, por instituciones de poder. Ser homosexual le permitió ser legitimado por la historia.

Los contactos que estableció en el mundo gay, tanto en Reims como en París, fueron definitivos para su oficio intelectual. El diploma universitario fue insuficiente para ocuparse como intelectual. De hecho, tras la graduación debió contentarse con trabajos de pobres, como ser vigilante en una oficina. La promesa liberal de los diplomas como el “ábrete sésamo” de trabajos prestigiosos era apenas un mito. Eribon sufrió en carne propia, otra vez, las jerarquías: el valor del diploma varía según la posición social de su poseedor. Ser intelectual depende de las redes de relaciones, y no de la cultura avalada por un título. El capital cultural que el diploma encarna sólo sirve cuando la familia, los amigos o los conocidos bancan el juego intelectual.

Los locales de encuentro de homosexuales son -hasta cierto punto- escenarios de mezclas de clases. Gracias a esta ampliación del capital social, Eribon pudo convertirse en periodista literario. Por medio de un joven con quien tuvo una relación, conoció a una mujer que trabajaba en Libération, el famoso diario de izquierdas apoyado por Foucault y Sartre. Esta ocupación cultural le permitió ampliar sus redes de contactos, e incluso llegó a entrevistar a Bourdieu y a Foucault, con quienes más tarde construyó profundas amistades intelectuales.

El ejercicio de autoanálisis desarrollado a lo largo del libro es un lúcido ajuste de cuentas con las condiciones sociales que conformaron a Didier Eribon. Este ajuste incumbe a su familia y a los olvidos a los que la sometió a causa de su conversión en intelectual homosexual. Incumbe a las circunstancias que antecedieron su trabajo intelectual. También toca a los intelectuales progresistas, quienes fundamentan su acción en la construcción de un mundo sin subalternidades, pero cuyas prácticas envuelven cuerpos con clase, productos de la dinámica de posiciones heredadas y privilegiadas. La herencia en los sectores populares es apenas deudas. Otras veces es nada.

Este libro es sociología en acto, fundamental para comprender las experiencias subjetivas de transición de clase. La propia vida de un intelectual consagrado sirve para entender las consecuencias brutales de las formas de dominación social que heredamos y las estrategias (no necesariamente conscientes) para superarlas. Para Eribon, el juego de la vida lo jugamos con las cartas que nos entregaron los que nos compartieron el lugar en la partida. Nuestros éxitos y fracasos son consecuencia de la posición social que ocupamos y de la que ocuparon nuestros antepasados. Un poco desesperanzador, pero también es una invitación a confrontar las violencias (de clase, de etnia, de género) situadas en el fundamento de lo que somos.

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