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Revista de historia de América

versión On-line ISSN 2663-371X

Rev. hist. Am.  no.165 Cuidad de México may./ago. 2023  Epub 27-Feb-2024

https://doi.org/10.35424/rha.165.2023.3327 

Artículos

El descubrimiento policéntrico del mundo

The Polycentric Discovery of the World

Hernán G. H. Taboada* 
http://orcid.org/0000-0002-5769-693X

*Centro de Investigaciones sobre América Latina y el Caribe (CIALC), Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), Ciudad de México, México. Correo electrónico: haroldo@unam.mx.


Resumen

Se replantea la vieja cuestión de los “contactos precolombinos” sobre la base de una mirada ecuménica y no eurocéntrica. Las zonas de contacto entre el Viejo y el Nuevo Mundo (Asia septentrional, Atlántico norte, Atlántico sur y Pacífico sur) fueron frecuentadas durante siglos por los pueblos cercanos. La mayor interacción entre las civilizaciones letradas a partir de las invasiones mongolas del siglo xiii hizo que sus experiencias locales pudieran ser comparadas entre sí por los eruditos, que así lograron alcanzar un mejor conocimiento de la geografía del orbe. La empresa colombina es tributaria de tales procesos globales.

Palabras clave: Descubrimiento de América; Eurocentrismo historiográfico Historia global; Historia de la geografía; Historia de la navegación

Abstract

The old question of “pre-Columbian contacts” is reconsidered on the basis of an ecumenical and not a Eurocentric perspective. The contact zones between the Old and the New World (Northern Asia, North Atlantic, South Atlantic and South Pacific) were frequented for centuries by nearby peoples. The greater interaction between literate civilizations after the Mongol invasions of the 13th century meant that their local experiences could be compared with each other by experts, who managed to achieve a better knowledge of the world’s geography. The Columbian enterprise is tributary of such global processes.

Key words: Discovery of America; Historiographic Eurocentrism; Global history; History of geography; History of navigation

Non dubito quin veteres aliquid sciverint,

quasi per umbram et caliginem,

de America.

Perizonius, 1701.

El mundo moderno quizás comience con las invasiones mongolas, como se ha dicho recientemente, o con Tamerlán, pero el acontecimiento tradicionalmente señalado para su inicio ha sido el “descubrimiento de América”. Término eurocéntrico, que se ha criticado muchas veces y se ha querido cambiar por el de Encuentro de dos Mundos o, más convincentemente, por el de Conquista de América. Este último tiene la ventaja de señalar que la causa de los cambios que a partir de entonces experimentaron todas las regiones de la ecumene no fue el mero conocimiento sino la incorporación de las tierras americanas a los imperios europeos.

La incorporación, porque el conocimiento, es lo que quiero subrayar, no sólo preexistía, sino que estaba bastante difundido. La empresa colombina fue sí un parteaguas en la historia americana, en la europea y en la del mundo en general, pero ello no significa para los tiempos previos una separación absoluta entre lo que después se llamó América y las otras partes de la ecumene, es decir las islas dispersas de Polinesia, Australia y las tierras agrupadas bajo la denominación de Viejo Mundo. Hay por el contrario una historia compartida desde el Paleolítico, cuyos rastros se muestran en esos episodios que la historiografía conoce como “contactos precolombinos”, que propongo aquí observar desde una perspectiva distinta a la habitual.1

Volviendo sobre el tema

Aludir a los dichos contactos da lugar al susto, ya que las disquisiciones al respecto son abundantísimas y de muy vieja data: comenzaron con los cronistas indianos mismos y hoy son territorio privilegiado de una historiografía romántica aficionada al misterio, a la evasión y a las civilizaciones perdidas, apartada de las normas que el tiempo ha ido imponiendo y de cierto sentido común que la práctica logró hacer madurar en la ciencia establecida. Por acuerdo tácito, ésta no suele dignarse ni siquiera a la refutación, como mucho accede a un recuento de teorías fantásticas y pasa con un irónico desdén o una concesión apresurada frente a los que peroran sobre los egipcios, hebreos, fenicios, griegos o galeses que habrían precedido a Colón.2

Alguna razón asiste a desdén y concesiones. Sus destinatarios adolecen de defectos de información, metodología y razonamiento, son reiterativos, no se cuidan de cribar las fuentes, gustan del amontonamiento de datos inconexos, de etimologías disparatadas, de comparaciones traídas de los pelos, de lógica errática. Muchos son impulsados por demasiado obvias motivaciones, nacionalistas, étnicas y hasta religiosas: la llegada de negros a América es parte del repertorio afrocentrista, los galeses hablaron de los viajes de Madoc, los judíos de las Tribus Perdidas, los árabes de aventureros andalusíes, los mormones de la ancestral migración recogida en sus libros sagrados, algunos supremacistas de vikingos y templarios, y así hasta la actual moda sinocéntrica que resucitó el viejo tema de los descubrimientos chinos en el siglo xv.

Menos anotado me parece otro defecto de tales intentos de reivindicación, pero que se debe subrayar porque ofrece la clave para una relectura. Al concentrarse en aventuras precursoras, retoman muchos rasgos del modelo que pretenden superar, la empresa colombina tal como fue retratada en la historiografía canónica: alguna potencia europea no ibérica, el rey Abu Bakr II de Mali (1311) o un almirante chino de la flota de Zheng He (1421) habrían llegado a América (que con este nombre presentan, como una realidad geográfica evidente y no como un concepto que sólo lentamente se fue definiendo para llegar a la “invención” que postuló Edmundo O’Gorman) tras azarosa navegación y esta llegada puntual habría dejado huellas materiales o culturales a veces grandiosas en un continente pasivo.3

Falta en tales especulaciones aquella reconstrucción del contexto histórico que los historiadores de Colón aprendieron a introducir en su relato, aunque sea como telón de fondo, y que últimamente ha ampliado su radio óptico, por lo que no se refieren solamente a la expansión italiana en el Mediterráneo, a la Reconquista española, a los avances técnicos y cartográficos europeos, sino que también nos invitan a contemplar las caravanas del oro saharianas, las rutas centroasiáticas y los viajes oceánicos chinos. Nada de esto contabilizan las reconstrucciones alternativas, que sitúan a sus héroes en un pasado homogéneo puntuado por supuestos viajes en torno a los cuales falta noticia de desarrollos técnicos o procesos históricos, viajes situados en una geografía ajena a corrientes y oleajes, y en una historia ajena a la dinámica de pueblos y civilizaciones.

A partir del anterior señalamiento avanzo mi propuesta de relectura. Ésta no descuida aquellos autores marginales antes criticados, porque si bien es consciente de sus defectos también se muestra agradecida por la ingente cantidad de noticias, observaciones y preguntas que lograron recuperar generaciones de estudiosos obstinados y a veces muy originales. Sobre esta base de información y la que han aportado recientes hallazgos o enfoques de la arqueología y la biología, busco replantear el problema del “descubrimiento de América” fuera de la matriz eurocéntrica que ha sido habitual, situándolo para ello en el marco de los tiempos largos de una historia mundial con múltiples protagonistas.

Para este programa, un primer deslinde de tratamientos anteriores ha de ser el borronamiento de las precisiones étnicas, por no hablar de las personales, que se han solido utilizar para elegir a los candidatos al honor del predescubrimiento: desde los egipcios, los fenicios y los hebreos hasta los griegos y los romanos. El protagonismo atribuido a estos pueblos se debe a la cercanía de sus testimonios -clásicos, bíblicos- con la tradición europea moderna, y es significativo que en las últimas décadas se hayan unido a esta lista los chinos, antes aludidos y ahora vigorosamente postulados como predescubridores. Descartando esta fácil dependencia de ciertas fuentes, se verá que aquí me intereso por revelar una difusa prehistoria de contactos en la cual el acento se pone en regiones geográficas más que en determinados pueblos.

A semejante prehistoria remontan migraciones oceánicas desde el precámbrico que resultaron en las identidades genéticas, analogías culturales, similitudes iconográficas y simbólicas entre las antiguas civilizaciones de uno y otro mundo que se suelen exponer. Una larguísima historia que sin embargo no me interesa aquí recapitular, sino para subrayar la aceleración y multiplicación de los contactos entre las humanidades dispersas a partir del año 1000 d.C. aproximadamente. Dicho proceso fue consecuencia de grandes ciclos históricos, demográficos e inclusive climatológicos, caracterizados por la difusión de los conocimientos náuticos, de las noticias geográficas y de la teoría científica. Todo llevó a ese momento que la historiografía eurocéntrica transformó en el “descubrimiento de América” protagonizado por Cristóbal Colón y aquí, como ya se dijo, prefiero verlo como parte de un “descubrimiento del mundo” policéntrico.4

El Asia septentrional

Conviene comenzar con aquel puente de cuya utilización precolombina no hay dudas, el estrecho de Bering, con el camino paralelo de las islas Aleutianas. Hoy este ángulo septentrional en que Asia y América se aproximan es considerado casi oficialmente el paso de la humanidad desde el Viejo al Nuevo Mundo, a veces con total exclusión de cualquier otro. Se ha hablado de la creación de un pasaje terrestre con la última glaciación; una vez que ésta terminara, hace 15,000 años, el pasaje fue cubierto por las aguas para formar el Estrecho actual; con ello se habría impedido el camino de regreso a los paleoindios que se habían establecido en América, desconocedores de las técnicas náuticas.

Esta versión está siendo confrontada desde distintos ángulos. Las primeras migraciones parecen haber sido anteriores a la glaciación: aunque hay algún desacuerdo, últimamente la investigación ha encontrado elementos para hacer remontar la presencia humana (preamerindia) en América a unos 30,000 años o más. Se ha argumentado que ya en sus comienzos el paso por tierra no fue el único posible sino que también se emplearon embarcaciones.5 Y por último, es mi punto, si en este caso se puede hablar de un descubrimiento, ya no hubo ningún otro posteriormente: como istmo o como estrecho, Bering y las islas aledañas fueron desde entonces sin interrupción la puerta de entrada a América.

De esta continuidad da testimonio la cultura inuit a ambos lados de Bering y otros indicios de contactos posteriores al deshielo: en el sitio de Rising Whale, Cape Espenberg, Alaska fueron hallados unos artefactos de bronce cuyo origen sea posiblemente China, Corea o Yakutia, junto a obsidiana del valle de Anadyr, Rusia; la cronología por radiocarbono que suministró una cinta de cuero remite al año 600 d.C. También se han hallado unas cuentas venecianas de vidrio azul en Alaska, que pueden remontar a los años 1443-1488 o al siglo XVII; en ambos casos hablan de una ruta comercial entre Venecia y los pueblos chukchi, quienes a su vez intercambiaban con la cultura inupiat en América: a cambio de aceite de ballena les daban pieles y objetos obtenidos de los rusos.6

Dicho camino, por otro lado, continuó siendo frecuentado en los periodos poscolombinos en que todavía ninguna potencia europea se aventuraba hasta esas latitudes nórdicas. Lo probarían las cuentas venecianas del párrafo anterior si pertenecen al siglo xvii y hay testimonios de misioneros católicos que apuntan a lo mismo: el jesuita Pierre Charlevoix citaba reportes de la orden que relataban cómo un padre había encontrado en Tartaria a una mujer hurona a la que había catequizado en Canadá; otro mencionaba a una criolla de Florida que había sido secuestrada por unos indios y trasladada a regiones cada vez más frías, hasta que terminó casada con un guerrero tártaro, quien la llevó a China cuando participó en su conquista, y de ahí fue rescatada por el jesuita que contó en Nantes la historia.7

Más convincentes parecen una serie de menciones documentales y de hallazgos arqueológicos: las primeras son de origen chino o ruso, y se refieren a la penetración china en Siberia -motivada por el interés por el marfil de morsa del Ártico- o son europeas, y mencionan presencias asiáticas en la costa pacífica de Norteamérica, de época poscolombina pero anterior a la efectiva ocupación española e inglesa de la región. A la misma época y lugar pertenecen objetos asiáticos hallados por la arqueología en esa Norteamérica situada entre la llegada de Colón al Caribe (1492) y la de Vitus Bering a Alaska (1725).8

Es decir que ese ángulo norte no fue sólo el paso primordial en el Paleolítico sino que continuó permitiendo durante los milenios posteriores un tránsito de personas y objetos, y posiblemente otros elementos culturales entre Asia y América, independientemente de ese otro camino que fue hallado desde el Mediterráneo en el siglo xv. A su vez, los pueblos situados del lado asiático de Bering y que conservaban el conocimiento del pasaje mantenían relaciones con las civilizaciones más meridionales de China, Japón y Corea, y con las más occidentales de Rusia y el Islam. Evidencia de ello la ofrecen objetos, influencias artísticas y religiosas, datables en la península Chukchi antes de Cristo y en Siberia en torno al 900-1000 d.C. Las relaciones pudieron ser indirectas pero también hay algunos datos sobre embajadas chinas a los pueblos del norte y de la llegada a Siberia, las Kuriles o las Aleutianas de comerciantes originarios del sur, quizás de China o Japón.9

Los testimonios del área sínica no se referían a América, naturalmente, pero hay dos que llegaron a lenguas europeas y en ellas se les adosó ese concepto que estaba siendo “inventado”. El primer ejemplo es tan dudoso como intrigante: proviene de los años de 1530 y de un enviado veneciano a Persia, Roncinotto; éste oyó ahí a un comerciante que venía de China (Catay) cómo un súbdito del rey de Tartaria se había enterado de la llegada de los españoles a Perú y preparaba un ejército para expulsarlos de una tierra que consideraba suya. Cantidad de interrogantes origina tan peregrina información, pero en medio de ellos podemos rescatar que en China había llegado noticia inmediata de la conquista del Perú (el mismo Roncinotto la ignoraba y la confirmó sólo a su regreso a Venecia), territorio que se ubicó (correctamente) más allá de Bering, aunque (incorrectamente) cerca de éste y perteneciente por lo tanto a las regiones sobre las cuales pretendían los tártaros algún tipo de soberanía.10

Más explícitamente aludió a este conocimiento el portugués Antonio Galvao, quien había residido en Asia oriental durante mucho tiempo, así como su padre. Al morir en 1557 dejó una obra en la que señalaba cómo los chinos pretendían haber llegado antes que los europeos a Indonesia, Indochina, la India y África -lo cual está plenamente probado- y al Cabo de Buena Esperanza -lo cual es posible- pero también a América. Este nombre, repito, es cosecha de Galvao, y de él es también el señalamiento de semejanzas entre asiáticos y amerindios, pero la pretensión de una llegada pionera se basaba en informantes chinos, los cuales con razón veían que las tierras alcanzadas por los europeos pertenecían ya antes -si bien borrosamente- al horizonte de sus navegaciones: como también informaron a Galvao, cuando eran “señores de Escitia”, es decir de las estepas siberianas, navegaban sus costas hasta los setenta grados al norte.11

Resumiendo: el conocimiento de unas tierras más allá de los mares aledaños a Bering debía de haberse mantenido siempre vivo entre los pueblos de ese extremo asiático, y ellos lo transmitieron tanto hacia el occidente como hacia el sur, hacia las culturas letradas de Rusia, el Islam y el área sínica. Los agentes de transmisión fueron por un lado los sedentarios o nómadas en perpetuo contacto guerrero o pacífico con tales culturas, por el otro esa franja de cazadores o aventureros que se adentraban y a veces mantenían contacto y relaciones familiares con tales sedentarios o nómadas, o los comerciantes que frecuentaban tanto las tenues vías por las que se llevaron las cuentas de vidrio azul antes nombradas como las vías un poco mejor atestiguadas con Corea, China o Japón; vías estas últimas terrestres o marítimas.

Podía este conocimiento combinarse con el que aportaban los barcos japoneses arrastrados por las corrientes del Pacífico hacia Alaska, California o Hawai, episodios que periódicamente se repetían. Los testimonios de época reciente (a partir de 1778) están bien documentados, y son relativamente numerosos. Tanto que permiten proyectar hacia el pasado episodios similares y señalar así como una constante desde época antigua los naufragios japoneses arrojados hacia tales tierras.12 Una vaga noticia de Marco Polo en torno a Zipangu, Japón, se ha considerado mezclada con noticias sobre América: ídolos, abundancia de oro, palacios de este metal, canibalismo, distancia de un año de navegación desde China, son elementos que más que a Japón se aplican a América.13

El Atlántico norte

Toca ahora continuar con el único caso más o menos indiscutido de presencia histórica precolombina, la de los vikingos en Groenlandia y zonas de Canadá. Ya había sido suficientemente probada en base a evidencia textual y cartográfica escandinava desde el siglo XIX, que fue refrendada con pequeños hallazgos de objetos de origen europeo entre inuit y amerindios y por alguna posible tradición oral entre los mismos, hasta el descubrimiento arqueológico decisivo de un asentamiento vikingo en L’Anse aux Meadows, en Terranova, Canadá, realizado en 1960 y ahora datado de 1051.14 Hasta aquí lo seguro, a cuyo alrededor hay mucha más suposición, que se atreve a extender las correrías nórdicas hasta el mismo Tihuanaco y el Río de las Amazonas.

Sin seguirlas hasta tan lejos, dichas correrías se hallan documentadas desde los siglos X XV y tuvieron una suerte de continuidad con la incorporación de Groenlandia a Dinamarca en el siglo xviii. Más que volver sobre este episodio bastante conocido, me interesa recalcar que el mismo se entiende no sólo por la pericia marinera que resultó en drakkars, saqueos y aventuras. Es también esencial la red de contactos que fue posibilitada gracias al puente entre el Nuevo y el Viejo Mundo que se hace visible cuando contemplamos un mapa centrado en el Polo Norte: el continente americano y su cinturón de islas septentrionales, Groenlandia, Islandia y pequeñas islas como Svalbard, Jan Mayen, Feroe, Orkney, Shetland y Hébridas aparecen ahí como parte de un continuum que enlaza con Irlanda, Gran Bretaña y el continente europeo.

Más invisibles, fluían corrientes marinas, y en sus avenidas se llevaron a cabo viajes marítimos ya en época relativamente antigua. Desde Irlanda, las muy legendarias navegaciones de San Brandán (siglo vi) y sus compañeros, aunque imposibles de ubicar en la geografía real, tienen el trasfondo de cruces de monjes irlandeses sobre curraghs hechos de madera y cuero en busca de islas de quietud eremítica en el Círculo Polar, que son mencionadas en la antigua literatura irlandesa y habrían dejado sus huellas en la toponimia. Siglos después, cuando Islandia había sido poblada por escandinavos (siglo ix), continuó manteniendo contactos con Irlanda, que le dejaron algún rastro material, topónimos, material genético e influencias literarias, ulteriores pruebas de la existencia de las rutas marítimas que he mencionado.

Estas rutas, transitables con la tecnología de la época, fueron conocidas por quienes en el mar buscaban sus presas: madera de los bosques norteamericanos -que las corrientes oceánicas arrastraban y eran objeto de comercio y hasta tributación en Europa medieval-, halcones, marfil de morsa y especialmente ballenas y pescado. Las poblaciones dependientes de esta economía habían aprendido a conocer las corrientes portadoras de maderos o la corriente cálida del Golfo y sus derivaciones, que sus presas preferían o evitaban. Junto a escandinavos e irlandeses, fueron recorridas dichas aguas por galeses, bretones, vascos y portugueses, que pudieron haber llegado muy lejos en su persecución de maderas, de ballenas o de cardúmenes de peces, hasta la misma Terranova.

Entre todos esos pueblos se han hallado precursores de Colón. Antes de arrojar en bloque sus pretensiones al sumidero de la fábula hay que agregar que los viajes oceánicos son recordados en la poesía galesa medieval y que Gales pertenecía a la misma área céltica de la que Irlanda era terminal sobre el océano, y que fue una de las bases de viajes muy cercanos a la aventura misma de Colón, como se verá más adelante. Hay pasajes en historiadores locales de la costa bretona en Francia, así como de la costa vasca, que en época moderna recogieron tradiciones orales, hay indicaciones de cartularios y topónimos. De todo ello se deduce una extensa red de puertos pesqueros, que cubría el Cantábrico, Bretaña, Gales e Islandia y a fines de la Edad Media había encontrado su mina de oro en el bacalao de los bancos de Terranova, con lo cual se habían arruinado otros puertos volcados hacia especies más escasas.15

Por otro lado, en este mundo de tierras noratlánticas interconectadas, las expediciones desde Europa no fueron las únicas. En sentido contrario, tenemos una serie de textos sobre misteriosos navegantes que protagonizaron el “descubrimiento americano de Europa”. Los más antiguos se refieren a un procónsul romano de Galia, hacia el año 60 a.C., al que siguieron otros testimonios medievales, que culminaron en los de Eneas Silvio Piccolomini, después papa Pío II, quien los relacionó con una noticia que él recogió personalmente en Galway, sobre la costa occidental de Irlanda, ciudad sede del San Brandán histórico y donde desemboca una de las derivaciones de la Corriente del Golfo. Ahí pudo ver el futuro papa gentes venidas “desde Catay”, específicamente a “un hombre y una mujer, en dos leños arrastrados, de extraña catadura”. Esta información fue a su vez recogida por Cristóbal Colón, lector de Piccolomini, y fue recientemente complementada con otros testimonios, otras noticias de arribos forzosos de navegantes de aspecto mongoloide, de sus embarcaciones conservadas en iglesias y museos, la existencia de madera de origen americano en balcones medievales de Irlanda e información genética.16

Nos atreveríamos, a partir de todo esto, a hablar de una antigua ruta por el Atlántico norte, que fue parcialmente cortada por un ciclo de enfriamiento a partir del siglo xv pero que siguió siendo recordada y en todo caso fue nuevamente transitada muy poco después de la llegada de Colón al Caribe. Una reanudación que se debió a que Colón había revelado que había tierras más allá de los mares pero quizás también a que fue posible, gracias a las mejores condiciones climáticas, retomar viejos trayectos de los que había memoria. Retengamos también estos datos, sobre los cuales volveremos tras un examen de otras redes centenarias o aun milenarias de comunicación.

El Atlántico sur

Sobre los viajes desde el Mediterráneo antiguo tenemos sólo un conocimiento vago e impreciso, pero que está bastante difundido. El mismo insiste sobre judíos y etruscos, pero especialmente sobre fenicios y cartagineses, los grandes navegantes mencionados en La Biblia y en los textos clásicos. Lo seguro es que ellos tuvieron asentamientos en la costa occidental africana, por lo menos hasta la altura de Mogador, y recorrieron cierta extensión más al sur de los mismos, así como las Canarias. Más hipotéticamente también pueden haber conocido otros archipiélagos atlánticos. Más tarde sus vencedores romanos se interesaron por la región y enviaron expediciones de búsqueda, aunque fue el reino tributario de Mauritania que hacia los comienzos de nuestra era recogió de fenicios y cartagineses rutas comerciales, establecimientos, conocimientos geográficos y contactos con los territorios del África atlántica.

Son estos últimos, más que los intrusos mediterráneos, los que deben ser objeto de seguimiento. Esa África atlántica entre Gibraltar y Guinea estuvo en el pasado más poblada que actualmente: había ríos navegables que desembocaban en el océano y con ello se había asentado desde la Edad del Bronce una cultura agrícola y pescadora que interactuaba con los diversos ecosistemas del interior africano, con el Mediterráneo y con las Canarias. A sus espaldas el Sahara, todavía relativamente fértil, albergaba poblaciones de cierta densidad, que dejaron huellas arqueológicas y epigráficas, y albergaba flora y fauna abundante. Hacia Canarias había emigrado (en torno al 2000 a.C.) una población de cultura beréber, emparentada con otras del continente. El Periplo de Hannón, relato de un viaje a la zona que algunos consideran auténtico, nos habla de intérpretes de lengua local que acompañaron a los barcos cartagineses en sus aventuras a lo largo de la costa hacia algún punto en dirección al sur.

Es decir que era una región rica, con una cultura material relativamente desarrollada, extensas relaciones y población abundante, a juzgar por restos arqueológicos y otros indicios como la prosperidad de las ciudades intermediarias de Tánger o Tartessos, la ambición de fenicios y cartagineses, que fundaron muchos asentamientos, las empresas comerciales e industriales del rey Juba II de Mauritania (19 a.C.-5 d.C.) y la cantidad de mercancías que estas poblaciones esteafricanas producían o conseguían por intercambio con el interior (trigo, marfil, oro). Fuentes árabes reiteran la pervivencia de tales culturas hasta los comienzos de la época moderna. La despoblación y empobrecimiento a partir de entonces fueron resultado de procesos de desecamiento general del Sahara, y con ello de los ríos, pero también de las incursiones saqueadoras y esclavistas de los navegantes europeos en los comienzos de la modernidad. Durante siglos y milenios fue otra la realidad de esa amplia ventana al Atlántico.17

Ello permitió una interacción secular, ya desde el Neolítico, con el océano y sus archipiélagos (Canarias, Madeira, Azores, Selvagems, Cabo Verde, en conjunto conocidos como Macaronesia). Salvo Canarias, estaban deshabitados a la llegada de los europeos en la Edad Media, pero la arqueología ha encontrado rastros de alguna presencia humana que parece haberse originado en visitantes ocasionales: huesos de roedores que tienen que haber sido llevados por navegantes del continente, restos de construcciones, arte rupestre y algunos objetos materiales de origen mediterráneo junto con unas monedas cartaginesas supuestamente halladas en Corvo, en las Azores, así como noticias dispersas (pero repetidas), desde la época fenicia hasta la islámica, sobre viajes y descubrimientos en el Atlántico.18

En el otro extremo, el Caribe estuvo surcado por pueblos que conocían el arte de la navegación y gracias a ella pudieron ejercer algún comercio costero, así como realizar migraciones desde el continente hacia el rosario de islas que lo rodea entre la costa venezolana y la de Florida. A la llegada de Colón era una expansión que estaba en curso. Quienes han estudiado el arte de esta navegación señalan sus fortalezas pero también su limitación al espacio entre el continente y el rosario.19 Aun así, valen las indicaciones generales ya expresadas, la posibilidad de barcos arrastrados por corrientes desde el Caribe a África; uno de tales episodios habría sido la inspiración para Cristóbal Colón: teoría azarosa pero en el desarrollo de la cual un erudito autor ha volcado numerosos datos y observaciones.20

Lo expuesto hasta aquí indicaría que ya desde época muy remota los pueblos ribereños en ambos extremos -África occidental y el Caribe- fueron reuniendo conocimientos -producto de la acumulación de pequeñas experiencias y accidentes a lo largo de los milenios- en torno a las tierras más allá de los mares. No pretendo asimilarla a la red de comunicaciones que en época poscolombina se conformó entre África, los archipiélagos atlánticos y las islas del Caribe, un espacio de tráficos, migraciones e intercambios culturales, pero sí apuntar a las condiciones que posibilitaron esta segunda y más documentada red: corrientes que llevan desde África a América21 y viceversa, y que en época histórica dieron en viajes relativamente breves y fáciles para los marinos expertos y dieron en un par de casos de barcos arrastrados de una a la otra orilla por tormentas.

No sólo esta red contaba con un corredor de islas más disperso que el del Atlántico norte y era también más inseguro el pasaje y mayor el espacio marítimo, sino que la información relativa apenas se difundió fuera de la región. De todos modos nos hallaríamos ante otra puerta de comunicación entre el Viejo y el Nuevo Mundo que estuvo entreabierta en esa prehistoria de contactos que trato de reconstruir. Como en el caso del Asia septentrional o el Atlántico norte, habrá que dejar acá en recaudo la información de este apartado, para más adelante recuperarla y valorarla en un panorama abarcativo.

El Pacífico sur

El otro camino, tan recorrido por los antiguos navegantes como por la erudición moderna, es el que conecta Asia sudoriental con las costas pacíficas de América. Si bien es más largo que los dos del Atlántico que se han reseñado, ha sido posible mostrar con bastante claridad sus rutas, mojones y tiempos. Sus protagonistas más visibles, melanesios y polinesios, dominaban las técnicas de navegación de altura: sus canoas podían transportar ochenta personas, sus marinos conocían refinadas técnicas de marinería y orientación, gracias a las cuales alcanzaban a navegar durante meses.

Esta capacidad marítima se originó entre los vastísimos archipiélagos del sudeste asiático, y condujo a sus pueblos hasta Madagascar por un lado y hacia el oriente, donde fueron poblando las islas de Melanesia y Polinesia, llegando a las regiones circumpolares y a los extremos de Hawai y Pascua. Hubo también movimientos de regreso hacia Melanesia. No fueron solamente saltos de isla en isla sino también largos trayectos directos, favorecidos por las corrientes, entre las cuales se ha recalcado la corriente formada por el fenómeno estacional de El Niño. Hubo varias oleadas, y una fue de extraordinario dinamismo, coincidente con la Edad Media europea. Llegaron a su fin debido a una nueva época fría en la ecumene (la misma que detuvo los contactos escandinavos) y quizás a la explosión del volcán Kuwae (1453). La época posterior fue de creciente aislamiento regional, hasta la llegada de los europeos en el siglo xviii.22

Que desde estas islas, o desde otras más lejanas los polinesios prolongaran sus navegaciones hasta alcanzar América está señalado por una gran masa de evidencia de todo tipo. Hay tradiciones orales, textos, hay analogías culturales de una amplia gama: objetos, técnicas, sistemas de parentesco, juegos, mitos, iconografía; la lista es larga, si bien se ha argumentado que más bien consta de elementos aislados y no de complejos culturales. Evidencia más sólida proviene de la paleobiología, que ha mostrado la presencia precolombina de gallináceos asiáticos en Chile y una amplia difusión americano-polinesia del camote, cuyo nombre polinesio, kuumara, está emparentado con el quechua kumara o cumal. Más recientemente se ha agregado la evidencia genética humana, que no sólo prueba llegadas de polinesios hasta América sino también viajes de americanos hasta las islas del Pacífico alrededor del año 1000.23 Todos estos elementos, aun restando cantidad de inciertos o dudosos, parecen otorgar fundamento razonable a la idea de una llegada de marinos del Pacífico a América e inclusive de americanos a Polinesia (por iniciativa propia o transportados más o menos voluntariamente por los polinesios de retorno). Tales episodios fueron integrados a un conocimiento global -que pudo hasta haber tenido su manifestación cartográfica- de los caminos oceánicos entre Asia y América. Si bien gran parte del mismo se había desvanecido a la llegada de los europeos24 como resultado del antecitado aislamiento, la noticia de los caminos del Pacífico había podido alcanzar las civilizaciones letradas del Asia insular y continental.

Estos receptores dejaron al respecto alusiones escritas y alguna información alcanzó hasta el mundo grecorromano. Sobre esta cuestión ha ahondado la llamada Escuela Cartográfica Argentina.25 Ésta creyó descubrir en el mapa de Marino de Tiro (siglo I a.C.) y en mapas posteriores de él derivados información sobre el océano Pacífico (el Sinus Magnus), sobre su travesía (“por un número incontable de días”) y sobre tierras que se hallaban más allá del mismo. Dicha información habría sido malentendida posteriormente y América habría sido representada como una “cuarta península” asiática, situada tras las de Arabia, India e Indochina. En la cuarta península de los mapas la escuela argentina reconocía nombres sánscritos, dados por los navegantes, y nombres amerindios. También veía en ella trazado el curso de los grandes ríos americanos. Tal información habría ido pasando de un mapa a otro hasta el de Henricus Martellus de 1489, la víspera misma del viaje colombino.26

A pesar de excesos que en nota señalo, los hallazgos de esta escuela me parecen importantes y los he visto retomados en escritos académicos. No comparto su tendencia a atribuir el mérito, una vez más, a los fenicios y a la ciudad de Tiro de donde provenía aquel misterioso navegante Alejandro (siglo i d.C.) cuya información aprovechó Marino y tras él Tolomeo y muchos otros. Más bien encuentro la noticia de informaciones de origen polinesio en torno al Pacífico que el nauta Alejandro recogiera en el sudeste asiático. Recalco: era la información de navegantes anónimos, oral y difundida capilarmente, la que siglos después (1512) también rescataron los portugueses en ese mapa javanés que Pedro Alvares Cabral comentaba asombrado y del que se hará mención más adelante.

Los muchos caminos

A las vías que he tratado de identificar -Bering, el Atlántico norte, el Atlántico sur y Polinesia- podría agregarse la del Atlántico ecuatorial, conocida en época poscolombina como Mar Etiópico, una vía marítima segura que conectaba regularmente el África portuguesa con Brasil y de cuyo uso más antiguo hay indicios: podía explicar las mencionadas expediciones oceánicas de Abu Bakr de Mali, gobernante de un amplio hinterland africano. También el Atlántico circumpolar y sus islas ha sido postulado como vía del Viejo al Nuevo Mundo. De todos modos, son territorios aun más desconocidos y para no perdernos propongo aquí detenernos y recapitular.

Repitiendo lo que quedó esparcido en el curso de esta exposición, América no se encontraba aislada de Afroeurasia, Australia u Oceanía, sino que estaba conectada a ellas por múltiples vías -la semiterrestre de Bering y las marítimas- que eran conocidas por varios grupos humanos mediante una vaga tradición oral que poco traslapaba más allá de sus comunidades, hacia el mundo de las civilizaciones letradas. Estas últimas o no pudieron o no se cuidaron de trasladar a la cartografía esa información. Ni los mapas ni la historiografía anteriores al siglo XVIII dieron cuenta de la expedición de Mijail Stadujin de 1642 o de Semion Dezhnev de 1648, que quizás alcanzaron Alaska precediendo a Vitus Bering.27 Tampoco las venturosas travesías vikingas dejaron huella en la historiografía erudita de entonces:28 de ellas nada supo Colón, y tuvieron que ser rescatadas desde el siglo XIX en sagas populares, tradiciones orales amerindias y restos arqueológicos. Menos todavía fue aquello que de las profundidades del Atlántico africano se filtró hacia los documentos escritos del área mediterránea: fenicios y cartagineses primero, después romanos, árabes y por fin europeos. A notar un episodio que ilustra esta azarosa transmisión: el muy mencionado viaje del rey Abu Bakr de Mali por el Atlántico con 400 barcos (1311) es conocido por una circunstancia casual, el paso, que causó sorpresa a los contemporáneos, de su sucesor Mansa Musa por Egipto (1324), donde refirió la noticia al hijo de un juez local, quien a su vez la transmitió más tarde al historiador Ibn Fadlallah al-Umari, el cual la puso por escrito. De las aventuras polinesias recogieron los pueblos letrados del Asia, chinos o indios, sólo fragmentos de información, que dieron en anécdotas, en mapas o en algún relieve del tempo de Borobudur.

Sin aspiraciones a la publicidad, quienes frecuentaban esas vías no consideraban extraordinaria la existencia de otras tierras transmarinas, que no entendían como otro continente. Entraban y salían de ellas sin dejar huellas significativas debido al primitivismo de sus producciones, la debilidad de su economía o la pequeñez de su demografía: de múltiples viajes a lo largo de siglos y milenios quedó quizás en América alguna analogía cultural y lingüística de las tantas veces señaladas en la literatura, o rastros genéticos. En cuanto a los objetos que con alharaca se registran cada tanto -cuentas de vidrio, estatuillas y monedas mediterráneas, objetos metálicos chinos, rostros inesperados- veo en ellos, más que la señal de contactos directos con las civilizaciones de Afroeurasia, la de un comercio a larguísima distancia con varias intermediaciones.

Dada esta prolongada prehistoria, la idea de un descubrimiento, nombre que desde Colón y los Reyes Católicos se impuso en la historiografía, no significaba mucho para los coetáneos: se descubre lo que se reconoce como entidad previamente ajena al propio campo de experiencia. Los europeos empezaron a hablar del “descubrimiento de América” después que “inventaran” esta última, según describió en su momento Edmundo O’Gorman. Basado en esa terminología pudo Antonio Galvao, según hemos visto, interpretar a sus informantes chinos como que ellos habían “descubierto” América en época previa. Hacia la misma época varios autores otomanos pretendieron que ya Alejandro Magno había “descubierto” el Nuevo Mundo,29 también echando mano de la idea europea.

En forma análoga a chinos y otomanos, otros pueblos europeos empezaron a resignificar en clave de descubrimiento sus tradiciones locales. Un temprano ejemplo lo ofrecieron los primeros pobladores españoles de Santo Domingo, de los que recogió Bartolomé de Las Casas la leyenda del Piloto Anónimo (el Protonauta, el Predescubridor, el Marinero sin Rostro), quien habría llegado al Caribe antes que Colón y habría suministrado a éste la indicación del rumbo que debía seguir. Del otro lado hay una tradición que entre los taínos escuchó el mismo Las Casas: ya antes de los españoles solían llegar visitantes transmarinos a sus islas. Ni pobladores ni taínos buscaban erigir un monumento a un descubridor distinto a Colón. Fueron los autores posteriores, hasta hoy, quienes a partir de las ideas de descubrimiento y de América fueron buscando huellas de un relato alternativo en los documentos, en objetos de origen foráneo en el Caribe, en rastros de trabajos mineros con herramientas de hierro, en palabras y costumbres.

Mucha literatura se ha desplegado sobre el tema, afirmando o negando, pero ocurre que otros protonautas parecen haber existido en el vecino Portugal, cuyos marinos habrían llegado a Brasil sin mayor noticia y por otras vías, hacia la misma época que Colón al Caribe.30 Y unos años antes, una extraña alianza entre navegantes nórdicos, alemanes y portugueses habrían reeditado los viejos caminos de los vikingos a través de Islandia y Groenlandia hasta Terranova.31 Por su parte los comerciantes de Bristol dejaban traslucir que en realidad ellos ya sabían de esas vías marítimas.32 Para no ser menos, los marinos de Dieppe recordaban cómo una tormenta había arrastrado al matemático y astrónomo Cousin, que de este modo llegó a Brasil en 1488.33 En los puertos de la costa vasca había tradiciones parecidas.34

Es cierto que las tradiciones -“the usual post-discovery yarn” (Samuel E. Morison)- pueden haber sido inventadas para retacear a Colón fama o privilegios, o por motivaciones nacionales o de otro tipo, o derivar de cierto mecanismo de déjà vu psicológico, pero en base a lo que dije anteriormente no me parece excesivo derivarlas también de la frecuentación de una antigua ruta del Atlántico norte, que fue parcialmente cortada por un ciclo de enfriamiento a partir del siglo xv pero cuyo recuerdo no murió totalmente y fue reavivado por la llegada de Colón al Caribe.

De tal recuerdo alcanzamos a tener un vislumbre debido al buen estado de los archivos de Europa y al desarrollo temprano y amplio de la erudición y aun de la arqueología a su alrededor. Es incierto si alguna vez podremos acercarnos de igual forma a la historia de las otras zonas de contacto reseñadas en los apartados previos. También en ellas se detectan antecedentes: una presencia rusa en Alaska anterior a Vitus Bering,35 una frecuentación esteafricana de tierras transmarinas,36 viajes de marinos javaneses, que habrían mostrado a Affonso de Albuquerque un mapa donde figuraba también el Caribe y Brasil.37 Si aplicamos la analogía con el Atlántico norte, veremos caminos hacia esa América que todavía no había sido inventada como tal, conocidos por una tradición que tenía siglos y aun milenios, sin que nadie hablara de un nuevo mundo ni de descubrimientos, sin mayor publicidad y sin suscitar la atención del desdeñoso mundo letrado.

Éste empezó a variar su actitud cuando los mayores contactos entre las civilizaciones de la ecumene le permitieron relacionar entre sí esas diversas noticias que antes no se había dignado recoger entre el pueblo. Pudo el mundo letrado vislumbrar que pueblos situados en extremos alejados coincidían en señalar la existencia de extensiones de tierra más allá del mar o de las tierras hiperbóreas.

El Descubrimiento

Decía Colón que debía mucho a las conversaciones con “gente sabia”, que incluía a griegos y latinos, judíos y moros.38 Las biografías convencionales nos dicen que su gran idea se generó a partir de observaciones que realizó en el Atlántico sur -la costa africana, las islas Canarias y Madeira- y en el Atlántico norte -Inglaterra, Gales, Irlanda e Islandia. Agregan los libros de Marco Polo, Pierre d’Ailly y Enea Silvio Piccolomini. También Tolomeo, redescubierto a comienzos del siglo xv. Estos autores eran el material asequible en la Europa de entonces sobre el extremo oriente de Asia que asoma al Pacífico. Es decir que Colón estuvo pegando trozos de información provenientes de algunas de las zonas de contacto con América que hemos visto.

No era original esa colación de fuentes. En realidad Colón se apoyaba en lo que con más amplia experiencia de libros había hecho el franciscano inglés Roger Bacon (1267), el cual tenía acceso a conocimientos acerca de los viajes por el Atlántico norte pero también había sabido -a partir de la información suministrada por los relatos de europeos que habían visitado Asia central (Pian de Carpini y Guillermo de Rubruck)- que Asia se prolongaba en una gran extensión hacia el oriente. Acertadamente supuso Bacon que por ende la distancia marítima que separaba las costas orientales del Asia de las del occidente europeo debía de ser corta. Este parecer fue retomado, sin acreditar la fuente, por Pierre d’Ailly (1410), cuyo texto fue copiado por Colón en una carta (1498) a los Reyes Católicos.39 La mayoría de los historiadores ve en tal información una pieza central del proyecto colombino.

Se entiende mejor la maniobra intelectual de Bacon en el contexto de esa unificación del área euroasiática que habían llevado a cabo los mongoles. Al desintegrarse su imperio, vemos distintas iniciativas exploradoras. Se suele recalcar la coetaneidad entre las primeras expediciones portuguesas al Atlántico (a partir de 1415) y las que hacia el índico impulsó la dinastía Ming (1405-1433). Se debe agregar que junto al Índico fueron objeto de misiones diplomáticas la región del río Amur, en la frontera con Siberia (1413-1432) y el Turkestán (1413-1424).40 Políticas expansivas hacia el norte, que los asomaba a tierras y mares siberianos, llevaron a cabo Corea y Japón.

Gracias a esta ampliación de los imperios letrados, una red de eruditos pudo acceder a noticias geográficas provenientes de China, Asia Central, el Islam, la India, África y Europa, y compararlas entre sí al servicio de una visión ecuménica. En un primer momento, el Islam fue el más beneficiado por este cruce de noticias. En sus territorios se escribió la primera historia universal que abarcaba toda la extensión de Afroeurasia, la de Rashid ad-Din al-Hamadani (1307 ca). Del mismo modo, fue en ámbito islámico que se dibujó por primera vez un mapa universal de la misma zona, que a diferencia de la historia se ha perdido, aunque antes dejó huella en mapas chinos, islámicos o europeos.41

Posiblemente el momento ecuménico que los mapas tradujeron había terminado a mediados del siglo xv. Se ha hablado de un periodo medieval cálido seguido de otro más frío a partir del 1300, con el consiguiente cambio de las corrientes oceánicas.42 Al respecto, mencioné anteriormente la detención del movimiento de avance polinesio en el Pacífico y el consiguiente estrechamiento del mapa mental. Algo similar se nota en el Índico: al llegar los portugueses, los manuales náuticos árabes se hallaban limitado a la región entre África oriental e Indonesia.43

Aun así, mucho debe la aventura de Colón a esa previa cosecha de información y cartografía, a su sistematización y normalización por obra de letrados provenientes de las zonas centrales de la ecumene, pero que eran deudores para el dibujo de sus márgenes de las sabidurías desde esos mismos márgenes provenientes. El horizonte mental de estos últimos llegó a abarcar un poco más allá de la masa afroeuroasiática y fue gracias a esos marginales que se fueron acumulando los materiales para lo que aquí llamo descubrimiento policéntrico del mundo.

Últimamente se está diciendo, con amplio fundamento, que las conquistas tecnológicas y organizativas que se suelen atribuir a Europa derivan en realidad de una herencia conjunta de la humanidad: se habló de un “robo de la historia”.44 De forma análoga debemos reformular la versión de que Europa “descubrió” a las demás humanidades, pero no para atribuir el mérito a otro navegante determinado sino para distribuirlo entre todas las culturas de entonces, las del centro y los márgenes, sin olvidar las americanas, generalmente vistas como un objeto pasivo destinado a ser “descubierto”.

Unas y otras colaboraron para el reencuentro de la humanidad tras su lejana separación en el Paleolítico.45 Los pasos en este sentido se fueron acelerando a partir del primer milenio d.C., gracias a la mayor extensión de los imperios, a las navegaciones, a la difusión de la información. Se ha propuesto hablar de la Gran Convergencia, a partir precisamente del primer milenio d.C., como un alternativo comienzo de la modernidad que la versión eurocéntrica suele referir a los Descubrimientos, a la Expansión europea y últimamente a la Primera globalización.46

Ver de esta forma los procesos tiene varias ventajas, y uno de ellos es mejor comprender el papel preeuropeo de América en la ecumene.

Fuente editada

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Agradecimientos

Agradezco a dos tan desconocidos como excelentes dictaminadores que señalaron con astucia las fallas de este escrito; he tratado de remediarlas, insertando más referencias y más recientes, y he tratado de distinguir con más claridad entre mis afirmaciones y las de las fuentes.

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1El marco histórico general que asume el presente escrito es el que han ido proponiendo las varias ramas de la Historia mundial o Historia global, que aspiran a construir un relato alejado del marco eurocéntrico habitual y fijan su atención en los desarrollos de todas las civilizaciones; sobre las características de estas escuelas, véase Conrad, Historia global. Más específicamente, el escrito se instala en la estela de nuevos trabajos que buscan ubicar los descubrimientos en las grandes corrientes de la historia mundial-global, rastreando contactos, papel de actores indígenas y conectividad, véase Schulz, “Einleitung”, p. 16.

2Hay varios panoramas más o menos escépticos e irónicos sobre estas teorías: Wauchope, Lost tribes and sunken continents; Comas, Hipótesis trasatlánticas sobre el poblamiento de América; Davies, Voyagers to the New World: fact or fantasy?; Guliayev, Viajes precolombinos a las Américas, mitos y realidades.

3Tomé como ejemplos significativos dos episodios hoy muy reiterados en esta bibliografía que comento: el primero son los supuestos viajes oceánicos del rey de Mali, de los que habla una crónica egipcia, y que la fantasía actual hace llegar hasta América; sobre ellos hay varios escritos, entre los cuales resalto: Van Sertima, They came before Columbus, y Bradley, The black discovery of America; una crítica y puesta al día en Puigserver y García Moral, “Abubakari II”; el segundo episodio lo constituyen los viajes chinos por el Índico que sí están documentados, pero no su extensión hasta América como pretendió el famoso libro de Menzies, 1421.

4Una nota de conjunto sobre la bibliografía: como se sabe, es abundantísima y de muy variada época y nivel, multiplicada además por las entradas de Internet; si no de todo, de mucho he sacado provecho en años de lecturas algo desordenadas pero, salvo referencias puntuales a fuentes primarias y a artículos especialmente significativos, acá remito por economía al viejo libro de Gaffarel, Étude sur les rapports, a la compilación bibliográfica de Sorenson y Raish, Pre-Columbian contact with the Americas, cuyos dos volúmenes no sólo he consultado sino leído, y a una obra reciente, sólida y sobria: Jett, Ancient Ocean crossings.

5Una puesta al día de las teorías en Politis, Prates y Pérez, El poblamiento de América.

6 Cooper et al., “Evidence of Eurasian metal alloys”; Kunz y Mills, “A precolumbian presence of Venetian glass”.

7 Charlevoix, Histoire de la Nouvelle France, tomo 3, pp. 30-31.

8Abundantes citas en Keddie, “The question of Asiatic objects on the North Pacific Coast of America”.

9 Keddie, “The question of Asiatic objects”.

10Di Giovanni Veneziano, “Viaggio de Colocut”, fol. 103v; cantidad de hilos sueltos deja esta noticia: el comerciante que informó a Roncinotto era un “christiano negro”, ¿de dónde llegó a China la información que él ahí recogió? Posiblemente por vía de los portugueses; Roncinotto comenzó el viaje, en El Cairo, en 1529 y la edición de su relación es de 1545, mientras la conquista de Perú comenzó en 1532 y su feliz (para los invasores) conclusión, con el inmenso tesoro que supuso (del que habló el negro informante) se conoció en Europa dos años después; es decir que en muy poco tiempo la noticia salió de Perú para llegar a Portugal, de ahí a China y de China a Persia, donde Roncinotto la devolvió a Europa.

11 Galvao, Tratado dos diversos desayrados caminos, pp. 1-2.

12Listas de testimonios de naufragios japoneses sobre las costas americanas o Hawai a partir de 1778-1782 han sido compiladas con bastante detalle, véanse Braden, “On the probability of pre-1778 Japanese drifts to Hawaii”; Quimby, “Japanese wrecks, iron tools, and prehistoric Indians”. A partir de tal evidencia se argumenta sobre la fuerte posibilidad de remontar al pasado episodios parecidos.

13Marco Polo, Il Milione, cap. 138, pp. 161-165.

14Además de los clásicos recuentos, véase McGhee, “Contact between native North Americans and the Medieval Norse”.

15Véase infra para referencias.

16Sobre estas relaciones, véase Forbes, The American discovery of Europe.

17Sobre este frente atlántico marroquí hablan Montagne, “Les marins indigènes”; Picard, L’océan Atlantique musulman; Nicholle, “Medieval Islamic navigation in the Atlantic”.

18Resumen de las noticias de origen literario en la Antigüedad en Peifer, “Antike Quellen zur Geschichte der Atlantikfahrten”; para los viajes árabes, Vernet, “Textos árabes de viajes por el Atlántico”.

19Aunque excluye los viajes por alta mar, ofrece amplia información sobre el tema Fitzpatrick, “Seafaring capabilities in the Pre-Columbian Caribbean”.

20 Pérez de Tudela y Bueso, Mirabilis in altis.

21Sobre estas corrientes, Mauny, “Hypothèses concernant les relations précolombiennes”.

22Tocan la cuestión de la expansión polinesia en clave histórica Nevermann, “Die Besiedlungsgeschichte Polynesiens”; Barbe, “Un espace connecté durant notre époque médiévale”.

23Amplia reunión de evidencia en Friederici, “Zu den vorkolumbischen Verbindungen”; Sorenson, Evidences of culture contacts.

24Al servicio de James Cook (1770), el sacerdote Tupaia de Tahití mostró conocer el área central de Polinesia y un considerable número de islas, brindando una información utilísima, que sin embargo no se extendía más allá; véase Nevermann, “Die Besiedlungsgeschichte Polynesiens”, p. 45.

25Dicha escuela, que cuenta ya con una breve entrada en la Wikipedia, es poco conocida fuera de Argentina; sus integrantes escapan a los estereotipos académicos: empezó con algunos señalamientos del enciclopédico, peculiar y arcaizante Enrique de Gandía, argentino, que fueron recogidas por el antropólogo argentino-boliviano Dick Edgar Grasso, ultradifusionista de formación autodidacta; le siguió Jacques de Mahieu, francés colaboracionista refugiado en Argentina que tejió fuertes lazos con sectores de extrema derecha; la estafeta pasó a Paul Gallez, belga transformado en estanciero patagónico; luego Gustavo Vargas Martínez, colombiano residente en México, ligado a grupos guerrilleros maoístas antes de refugiarse en China y luego en México para sacar un doctorado en psicología y dedicarse a la academia; hasta ahora el mojón final que conozco es Demetrio Charalambous, poeta argentino de origen griego y de pintoresca escritura. En la nota siguiente van algunas referencias.

26Los textos relevantes son: Ibarra Grasso, La representación de América en mapas romanos de tiempos de Cristo; Gallez, La Cola del Dragón; hay varios escritos menores donde estos autores recalcaron y afinaron sus teorías, recogidas en México por Gustavo Vargas Martínez, tanto en América en un mapa de 1489 como en artículos de la revista Amerística, que dirigió hasta su muerte. Los otros autores que mencionó la nota anterior resultan más extravagantes en sus afirmaciones (y estilo): Jacques de Mahieu hablaba de un imperio vikingo (y ario) en Tiahuanaco y del asesinato perpetrado por Colón de los navegantes que le habían informado sobre nuevas más allá del Atlántico; Demetrio Charalambous trazaba los vaivenes de un mapa transmitido de los fenicios a Salomón, de éste a los Caballeros Templarios y de éstos a la portuguesa Orden de Cristo (Charalambous, Descubrimiento en el mar de papel) y revelaba un mapeo fenicio con fines comerciales de las civilizaciones americanas. A pesar de todo este folklore típico de mesa de café porteña, se verá que en el texto utilizo algunos de sus resultados.

27Hace notar este desconocimiento en Europa y en la misma capital rusa de las exploraciones de Dezhnev, quien estaba casado con una mujer yakuta, Bagrow, “The first Russian maps of Siberia”.

28Con pequeñas excepciones en el norte de Europa (Adán de Brema, Oderic Vital) y una en el Mediterráneo que mucho abona a lo que digo: la Cronica universalis (1345 ca) del milanés Galvano Fiamma habla de Marckalada, la Markland de los vikingos, probablemente Labrador; fue una mención casual y única que probablemente derivaba de información oral de marinos genoveses que habían visitado las aguas del norte, Chiesa, “Marckalada”.

29A lo largo del siglo xvi, América figuró en mapas y escritos otomanos, y formó parte de debates sobre la historia y el poder, véase Casale, “Did Alexander the Great discover America?”.

30Sobre el enredo historiográfico en torno a un arribo temprano y no accidental de los portugueses a Brasil, véase Ricard, “Le problème de la découverte du Brésil”; Cortesão, “The Pre-Columbian discovery of America”; Nowell, “The discovery of Brazil”.

31Sobre el aun peor enredo en torno a esta cuestión, véase Kiedel, “Eine Expedition nach Grönland”; Hughes, “’The German discovery of America”.

32 Ruddock, “John Day of Bristol and the English voyages”.

33Desmarquets, Mémoire chronologique, tome 1, pp. 92-108.

34 Gandía, Primitivos navegantes vascos, recoge y discute vasta bibliografía, documentos de archivo y tradiciones orales.

35Cuestión debatida, como todas en este asunto: se habló de una migración a Alaska en 1571 por parte de fugitivos de Novgorod temerosos del zar Iván el Terrible, de señalamientos de los cosacos Mijail Stadujin (1642) y Semion Dezhnev (1648), de restos arqueológicos, véase Farrelly, “The Russians and Pre-Bering Alaska”; id., “A lost colony of Novgorod in Alaska”; Black, Russians in Alask, p. 33, n. 25; Grinëv, Russian colonization of Alaska, pp. 63-70.

36 Álvarez de Toledo, No fuimos nosotros;id., África versus América.

37Affonso de Albuquerque, tomo 1, carta 9, 1° abril 1512, pp. 64-65.

38Carta de Colón a los Reyes Católicos, incluida en su Libro de las Profecías, en Colección documental del Descubrimiento, tomo 2, doc. 490, p. 1281.

39Las fuentes (Roger Bacon, Pierre d’Ailly y la carta de Colón) están reproducidas y ampliamente comentadas en Humboldt, Examen critique, tome 1, pp. 59-75.

40Detalles en Rossabi, “Two Ming envoys to Inner Asia”.

41Sobre este aprovechamiento islámico de las noticias geográficas, véanse detalles en Taboada, “Viajes precolombinos, mapas islámicos y descubrimiento del mundo”.

42 Jett, Ancient Ocean crossings, p. 40.

43 Tibbetts, Arab navigation in the Indian ocean.

44 Goody, El robo de la historia.

45Retoma y desarrolla la idea de este reencuentro milenario, con señalamientos a bibliografía ortodoxa y no, Binsbergen, “Towards a global maritime network from the Bronze Age onward”.

46Amplia argumentación en este sentido en Northrup, “Globalization and the Great Convergence”; sobre los procesos de acercamiento global, Subrahmanyam, “Connected histories”.

Recibido: 22 de Noviembre de 2022; Revisado: 28 de Marzo de 2023; Aprobado: 10 de Abril de 2023

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