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Estudios de historia novohispana

versión On-line ISSN 2448-6922versión impresa ISSN 0185-2523

Estud. hist. novohisp  no.47 Ciudad de México jul./dic. 2012

 

Reseñas

 

Jaime Cuadriello, The glories of the Republic of Tlaxcala: Art and Life Viceregal Mexico

 

Ilona Katzew

 

Translation of Christopher J. Follet, Austin, Texas, University of Texas Press, 2011 (edición original Las glorias de la República de Tlaxcala o la conciencia como imagen sublime, México, Museo Nacional de Arte, Instituto de Investigaciones Estéticas, Universidad Nacional Autónoma de México, 2004)

 

Los Angeles County Museum of Art.

 

La obra de Jaime Cuadriello representa un original aporte a los estudios de la historia regional y del arte novohispano del siglo XVII desde una perspectiva interdisciplinar. A más de ser una aportación de primer orden a los estudios coloniales, recupera la perspectiva indígena tan pocas veces delineada en toda su dimensión corporativa. La obra rescata la historia del patronazgo de una familia caciquil de la región de Tlaxacala, poniendo de manifiesto los intereses no sólo individuales y familiares de don Ignacio Faustino Mazihcatzin, su interacción con los pintores locales, sus amplios y bien sopesados conocimientos de teología al servicio de la Iglesia local, así como sus finalidades corporativas a favor de la nación indígena.

Desde los albores de la conquista hasta bien entrado el período colonial (e incluso más allá), se tenía a la nación indígena por abatida y demasiada nueva en la fe para ser considerada plenamente cristiana, lo que equivalía a decir "civilizada". Ésta es una cuestión en la que hasta cierto punto se sustentaba la presencia hispánica en el Nuevo Mundo. La Iglesia local se amparaba en su labor evangelizadora para bien "paternal" de los indios. Su misión consistía en sacar a los indígenas de las tinieblas del paganismo y convertir a las neófitos en cristianos ejemplares. De muchas maneras esta ideología, con todas las paradojas implícitas, era lo que justificaba el poder de la Iglesia local. Dicho de otro modo, y siguiendo al padre jesuita José de Acosta quien hablara de un "evolución continua" de las naciones bárbaras de todo el orbe, el dilatado proceso de conversión tenía la finalidad de civilizar y forjar una hermandad cristiana universal.

La Iglesia local criolla vivió esta paradoja de muchas manera. Por una parte, quiso exaltar el tema de la providencia divina en tierras americanas, de allí que surgiera toda una constelación de devociones locales en las que figura el indio como receptor o conductor de las apariciones milagrosas (no hay más que mencionar, entre los bastiones religiosos más notables de la Nueva España, a la mismísima Virgen de Guadalupe y la Virgen de Remedios en la ciudad de México, y a San Miguel del Milagro y la Virgen de Ocotlán en la región de Puebla-Tlaxcala, devociones sobre las que Cuadriello también se ha ocupado en otros estudios cuando, por ejemplo, describió a la Nueva España como una "Tierra de prodigios".

Este recurso, tanto discursivo, teológico y artístico (hay que recordar, por paradójico que parezca, que las imágenes, más que la palabra escrita, podían alcanzar un mayor número de personas, ayudando con ello a edificar memoria), tenía por objetivo subrayar el destino providencial de la Nueva España. Ello era importante, entre otras cosas, en aras de crear una imagen del virreinato, una imagen tan a menudo cuestionada por teólogos y pensadores hispánicos y protestantes, como una meca aparicionista, una máquina no solo civilizadora sino civilizada. Y aquí cabe recordar que a menudo se ligaba a los criollos con la supuesta "inferioridad" de los indígenas. Subrayar la encomienda y los logros de la Iglesia local tenía la doble funcionalidad de promover a la Iglesia local así como exultar la materia prima de la que se valía: los mismos indios.

Sin embargo, dicho recurso no estaba exento de contradicciones. Si los indios eran merecedores de tantos y tan especiales favores, ¿no querría esto decir que dicha república ya había alcanzado al máximo grado de civilización? ¿No significaba ello, entonces, que la presencia hispánica quedaba en entredicho? La notable aportación del libro de Cuadriello que comentamos aquí, de muchos modos se acerca a estas cuestiones. Mazihcatzin, señala el autor, patrocinó un programa pictórico ejemplar en Yehualtepec, rico y complejo, que funcionaba como un manifiesto ideológico pero sin llegar a faltar al decoro ni a oponerse a los preceptos del rey y sus representantes. Su objetivo más preclaro fue demostrar la ranciedad de la prédica católica en tierras americanas -de allí la inclusión de una obra señera ilustrando la predicación de Santo Tomás en Tlaxcala, mucho antes del arribo de los españoles- y por supuesto, demostrar que la nación indígena era parte incontestable del gremio de la Iglesia católica. Es decir, la nación indígena no era tan nueva en la fe como algunos así lo quisieron hacer ver.

De forma inteligente, poderosa y sublime, Mazihcatzin se valió de los propios recursos y discursos de las esferas del poder -lo que podríamos describir como una especie de "remedo concientizado" - para dejar bien asentado que el abatimiento no era lo que caracterizaba a los indios, como tampoco lo era su falta de piedad. Es decir, con este proyecto Mazihcatzin pone de relieve que no estamos ante un caso de "indios miserables" (una expresión ampliamente utilizada para describir la supuesta condición de los indios como "menores" y necesitados de la protección regia),2 sino ante una corporación plenamente cristianizada y civilizada. El lenguaje de la Iglesia es aquí el discurso, el ciclo pictórico el recurso, y todo ello esbozado mediante el sutil pero poderoso lenguaje de la alegoría.

Ya Cuadriello, en la introducción a su libro, señaló con plena razón exhortativa: "Quizá el lector esté de acuerdo en que ya es tiempo de referirnos a una categoría genérica de comprensión (si bien arbitraria como todas las ideológicas) hasta hoy impronunciable de nuestra bibliografía artística: el indigenismo pictórico y alegórico del siglo XVIII". Para afirmar esto el autor se ampara en una larga trayectoria de investigación. Muchos recordamos varias de sus exposiciones más señeras, que van desde su fascinación por el mundo emblemático y el lenguaje de los signos, hasta su espléndida serie de Los pinceles de la historia, en donde rescató varias obras y propuso nuevas formas de lectura de un cuerpo de imágenes que durante mucho tiempo se desdeñó.

Y, es que, como se sabe, el siglo XVIII se caracterizó por un supuesto exceso de dulzura, por el acartonamiento y repetición de sus modelos y la endémica falta de originalidad, lo que los historiadores del arte denominamos "invención". Así lo dejó asentado don Manuel Toussaint en su importante libro publicado en 1965, Pintura colonial en México (pero concluido antes, en 1934), cuyo capítulo XXII se titula nada menos que "La decadencia en México". Y aunque es importante señalar que dichas apreciaciones se remontan al siglo XIX y a la crítica del barroco y rococó en general a ambos lados del Atlántico, es decir, que en gran medida son producto de su época, varios historiadores se han empeñado en difundir esta visión de la pintura dieciochesca.

No obstante, como la espléndida obra que comentamos aquí lo demuestra, al igual que el trabajo de una generación joven de estudiosos en México, Estados Unidos, Europa y Sudamérica, la pintura del siglo XVIII, ya plenamente cuajada tanto en lo artístico como en lo iconográfico, se trata en realidad, de una de las aportaciones más esplendorosas y vitales de la pintura novohispana. El propio Bernardo Couto en sus Diálogos sobre la historia de la pintura en México, una importante obra de 1860-1861, en la que proveyó la primera verdadera síntesis de la pintura novohispana, bien hizo notar que el concepto de la pintura colonial como un especie de Edad Media nacía de los empeños nacionalistas tras las guerras de independencia, y se refirió al esplendor dieciochesco, comentario que lamentablemente durante mucho tiempo cayó en saco roto. Por todo ello y más, la publicación de Las glorias de la República de Tlaxcala, y su reciente traducción al inglés, es motivo para celebrar.

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