Como un investigador de emociones se presenta José AntonioOsorio Lizarazo en su crónica “El anillo de la muerte”, publicada en Cara de la miseria(1926). Esta autofiguración es particularmente interesante en el contexto de la crónica latinoamericana porque los cronistas no suelen identificarse con las emociones, sobre todo, si circunscriben su trabajo en la ciudad.1 El trabajo periodístico de Osorio Lizarazo ha sido identificado por los investigadores con la crónica urbana, la entrevista y el reportaje (Darrigrandi 2017; Neira 2004; Puerta 2009; Vergara 2011, 2012). Desde el punto de vista de los estudios literarios, Osorio Lizarazo también ocupa un lugar importante en la narrativa social colombiana (Calvo 2013; Neira 2004), aunque todavía no ha sido merecedor de muchos estudios. Esa sensibilidad del escritor hacia el otro, específicamente, hacia los más desposeídos, la ha destacado Andrés Puerta, uno de los pocos especialistas en el escritor colombiano: “Osorio Lizarazo es sensible frente al drama de los mineros y de los campesinos que llegan a la ciudad en busca de trabajo, de los miserables que viven en los barrios marginales, de los borrachos que caminan zigzagueantes por la calle” (Puerta 2009: 68). De esta forma, el cronista le ha dado voz a los sin voz, una función que se ha destacado bastante en los y las cronistas de los siglos XX y XXI. No obstante, Andrés Vergara Aguirre entrega otra visión sobre el protagonismo que ocupa la gente de la calle y otros habitantes marginales en la crónica de Osorio Lizarazo. Vergara Aguirre, a partir de una reflexión sobre la modernización de la prensa colombiana durante la primera mitad de siglo XX, indica que la presencia de estas figuras urbanas se explica a partir del carácter sensacionalista del periódico Mundo al Día. Diario Gráfico de la Tarde (1924-1938). Esta voluntad sensacionalista implica, según Vergara Aguirre, “combinar recursos gráficos y relatos que lograban un fuerte impacto en el lector, al comprometer las emociones antes que la razón” (Vergara 2011: XI). De este modo, el autor propone que las crónicas de Osorio Lizarazo corresponden a sucesos, acentuando su carácter sensacionalista y, además, arguye que el cronista sería un agente de transición en el marco de la historia de la prensa colombiana. Ajustado a los postulados de George Rudé, Vergara Aguirre afirma que Osorio Lizarazo colabora en el tránsito de un tipo de prensa tradicional a una orientada a la prensa de masas. El estilo periodístico de Osorio Lizarazo interviene “para que de una prensa que hasta entonces había estado orientada por una matriz principalmente racional-iluminista, diera un giro y abriera sus páginas a unos relatos en los que primaba la matriz simbólica-dramática” (Vergara 2011: 372). Es así que Vergara Aguirre identifica a Osorio Lizarazo como un neofolletinista porque, entre otros rasgos, sus crónicas tienen un tono misterioso, aplica una notoria intertextualidad con grandes autores de la literatura europea y apela a las emociones de sus lectores: “esos reporteros que se valieron de las técnicas de la antigua novela de folletín para escribir la información de sucesos, se fusionan en la industrialización y la modernización de la prensa” (Vergara 2011: 371).2La cara de la miseria, libro editado por Germán Arciniegas e ilustrado por Adolfo Samper,3 se compone de 17 de crónicas que fueron publicadas inicialmente en el periódico bogotano Mundo al Día, fundado en 1924. En estas crónicas cobran protagonismo aquellos espacios que se vinculan con la miseria urbana, el crimen, la degeneración -entendida desde los códigos naturalistas de inicios del siglo XX-. La ciudad y los problemas experimentados por los habitantes en las crónicas de La cara de la miseria remiten a la “cuestión social”, crisis experimentada por gran parte de las ciudades capitales latinoamericanas a comienzos del pasado siglo. En su investigación, Vergara Aguirre destaca el gesto de Osorio Lizarazo de dar un espacio protagónico al pueblo y como una novedad para la prensa de la década del veinte (Vergara 2011: 207). Imbuido en una estética naturalista, y con el foco de atención puesto en lo social, en el recorrido del cronista destaca una singularidad: cada crónica representa una parada. El cronista, entonces, visita lugares institucionales (cárcel, manicomio, casa de asilo), tiendas, pasajes o barriadas.
A partir de lo anterior, en este artículo analiza su libro La cara de la miseria desde un punto de vista en el que se cruza la representación de la ciudad con una economía de los afectos. De este modo, se establece un diálogo entre dos paradigmas teóricos: el representacional y el de los afectos. Por un lado, se expone la cartografía y recorrido del cronista por la Bogotá de la década del veinte que destaca por las paradas en los lugares que Osorio Lizarazo elige para estudiar y croniquear. Por otro lado, desde su autodenominación como “investigador de emociones”, se analiza las formas en que el cronista es afectado a partir de su encuentro con los habitantes de la miseria y también por materias no humanas. Por lo tanto, se ofrece una reflexión de la práctica de la crónica intervenida por una economía de los afectos en el sentido que los afectos “illuminate, […] both our power to affect the world around us and our power to be affected by it, along with the relationship between these two powers”4 (Hardt 2007). En ese contexto, aunque el investigador intente distanciarse de su objeto de estudio, es parte de una economía de afectos que desencadena emociones que son claramente expresadas en sus crónicas, una forma, según las ideas de Vergara Aguirre, de conectar con lectores y lectoras. Junto con lo anterior, en este artículo se consideran las propuestas del mobile turn.5 Entre otros rasgos, Tim Cresswell propone que las representaciones de movilidad (ir del punto “A” al punto “B”, por ejemplo), “make sense of it through the production of meanings that are frequently ideological”,6 en consecuencia, ir de un punto a otro “becomes synonymous with freedom, with transgression, with creativity, with life itself”7 (Cresswell 2006). En el caso de Osorio Lizarazo, la movilidad es sinónimo de creatividad y también de investigación, trabajo y profesionalización en la medida que su desplazamiento por la ciudad, en tanto periodista, tiene una función concreta: mostrar a sus lectores y lectoras esa “otra ciudad” que para muchos está oculta y que tensiona el imaginario de la ciudad moderna. Agrega Cresswell que la movilidad es “practiced, it is experienced, it is embodied” (Cresswell 2006),8 por lo tanto, también “is a way of being in the world” (Cresswell 2006).9 De este modo, cuando Osorio Lizarazo se presenta como “investigador” impone una identidad que se distancia de la del paseante o ciudadano común. Es un profesional del periodismo que elige su ruta y cada uno de los lugares donde se detiene. En sus crónicas destaca esta caminata dirigida, con un destino y objetivos, porque de esa forma de recorrer la ciudad emerge una representación de Bogotá con cualidades insulares. Cada alto del cronista corresponde a una isla que, al verlas en su conjunto, ya sea publicadas originalmente en Mundo al Día o en la antología que aquí se refiere, adquieren la condición de un archipiélago. De este modo, el cronista investigador es un mediador que al publicar sus crónicas en la prensa dota a cada uno de estos espacios-islas de una vida móvil que será resignificada por sus lectores y lectoras.
La ciudad como un archipiélago
Una de las tradiciones de la crónica periodística-literaria latinoamericana más longeva es la crónica urbana (Ramos 2003; Rotker 2005; Mahieux 2011). En ese contexto, se ha destacado la experiencia urbana, la figura del paseante y su caminata ociosa, y la construcción de una subjetividad. En este contexto de caminar y habitar la ciudad, también ha ocupado un lugar relevante la tematización de la cotidianidad (Barajas 2013; Gentic 2013; Mahieux 2011; Rotker 2005), asunto que el mobile turn también ha puesto en un lugar central.10 En el caso de Osorio Lizarazo se observan estos rasgos matizados, en el sentido que sus crónicas implican un desplazamiento, pero no son escrituras de la experiencia del caminar, el cronista colombiano se distancia de la figura del flâneur. Las crónicas se articulan por el objetivo que precede el acto de caminar, hay que mostrar lo que a los ojos de otros habitantes es invisible o negado: “En pos de todos he ido yo” (Osorio 1926: 10). Pero al mismo tiempo son cotidianas en un doble sentido. En primera instancia, la cotidianidad se hace presente en su quehacer profesional, su trabajo; Osorio Lizarazo camina por la ciudad buscando el material de su crónica. En un segundo sentido, la pluma del cronista da cuenta de la cotidianidad de los otros, de todos aquellos que habitan los lugares por él visitados y que para el mundo exterior adquieren una noción de excepcionalidad.11
Este conjunto de crónicas, que han sido destacadas por la crítica social que Osorio Lizarazo hace de la ciudad y por el notorio protagonismo que el cronista les da a los espacios marginales de la ciudad (Neira 2004), son interesantes porque configuran espacios en los que se encuentra y desencuentra el discurso de la ciudad moderna de inicios de siglo XX. Son espacios híbridos, la modernidad es tensionada por la persistencia de lo que en términos de la época se entendía como incivilizado, anormal o degenerado. Dicho en otras palabras, la institucionalidad moderna que se exhibe ante los transeúntes por medio de una fachada que, a su vez, aísla a sus residentes es parte de un todo orgánico más que dos mundos en oposición. Las propuestas del mobile turn invitan a pensar en las interconexiones y tramas que los unen.12 La propuesta de ver esta otra ciudad como un archipiélago, desde el mobile turn, implica poner el foco en la relación más que en la separación, que a simple vista sería lo más obvio. Mientras las calles de la ciudad y su espacios comunes son los canales de circulación, las ciudades-islas, los sanatorios, prisiones, orfanatos, casas de asilo, entre otros, son parte del entramado biopolítico del Estado que busca racionalizar y ordenar la ciudad.13 Desde la perspectiva de los habitantes-caminantes de la ciudad esos edificios son cortinas de concreto que adquieren la categoría de barrera o límite: “nada más sombrío y más tétrico que ese siniestro edificio de altísimas paredes lusas, con aspecto de fortaleza medioeval, donde la justicia humana confina al que ha delinquido” (Osorio 1926: 51). En ese sentido las fachadas y muros de edificios, casonas o casuchas, son fronteras tangibles entre la ciudad por la que circula el cronista y la que se encuentra detrás de los muros. Aunque la definición estrictica de conurbano implica el extrarradio de la ciudad, espacios a los que Osorio Lizarazo también remite en tanto que se encuentran en los márgenes de la ciudad (pasajes, barriadas), en este artículo se propone leer el interior de estos espacios como metáfora del conurbano, en el sentido que el cronista los presenta como parte de la ciudad, pero diferente a la ciudad moderna que circula por otros discursos:
También eso es la ciudad. Todas esas casas pequeñas, cuyas paredes de bahareque han visto morir de hambre a sus habitantes y los han impulsado al crimen, forman parte de la ciudad. Lo mismo que aquellas miserias que se recogen en los hospitales, en los asilos de incurables y mendigos. […]
También eso es la ciudad, y todas esas deformidades, deformidades del espíritu o de la materia, son producto de la misma ciudad (Osorio 1926: 9-10).
Mundo al Día es un periódico, al igual que otros medios de prensa de la década del veinte latinoamericano, que dio paso a nuevos pactos de lectura, fue de la mano con el asentamiento de la cultura de masas y el material gráfico adquirió protagonismo inusitado hasta la fecha. La inclusión de las crónicas de Osorio Lizarazo en ese periódico, además de lo propuesto por Vergara Aguirre, adquieren otro valor si consideramos que, según Susana Friedman:
Mundo al día […] presentó el más grande acopio de material gráfico de su época, con temas centrados obsesivamente en el progreso del país, ante todo en los adelantos tecnológicos en materia de transporte, comunicaciones (cable, teléfono, radio y cine), del equipamiento urbano de las ciudades (servicios de electrificación, de acueducto y de higiene) y de la socialización de sus integrantes (diversas celebraciones de carácter nacional, histórico, religioso y rituales profanos como los deportes y el mundo del entretenimiento, entre todos éstos, actividades no sólo públicas sino también rescatando actividades privadas de interés limitado a ciertos grupos sociales) […] (Friedman 2006: 3-4).
Es decir que el tono sensacionalista que apela a las emociones y que captura no sólo a una élite ilustrada sino también a otro tipo de lectores, las crónicas de Osorio Lizarazo tensionan los discursos de modernidad que, según Friedman, el material gráfico del periódico ponía en circulación. O, visto de otro modo, la sección a cargo del cronista es un contrapunto de la ciudad moderna, porque por medio de su trabajo da cuenta de que la ciudad es un espacio practicado y vivido compuesto por diversas zonas y, por lo tanto, adquiere múltiples representaciones. Estos lugares, además, sobresalen no sólo porque son disonantes con la experiencia de la ciudad moderna desde el punto de vista de su progreso material, sino porque el cronista los convierte en excepcionales. Lo logra por medio del tono con que se refiere a ellos y por la dedicación puesta en su materialidad (dimensiones, estructura, materiales de construcción). Si entendemos la crónica urbana como hace ya mucho tiempo atrás lo planteó Julio Ramos (1989), como una forma de reterritorializar, como un espacio escritural en el que el cronista articula la ciudad, esas estructuras en las que se detiene el cronista pueden ser entendidas como islotes que dan forma a un archipiélago que adquiere visibilidad y significado gracias a la mediación del cronista: “He visitado un mundo nuevo y desconocido”, señala al entrar al manicomio (Osorio 1926: 21).
En La cara de la miseria, el cronista enfatiza la entrada y la salida de los lugares que visita. La mayoría de sus crónicas abren con la llegada y cierran con la del lugar; de este modo, se demarca claramente que la crónica se ocupa de un interior que el cronista descubre a su audiencia: entrar a esos lugares a veces es como pasar a otra dimensión, a otra geografía o a otro tiempo. En consecuencia, antes de interactuar con sus respectivos habitantes, Osorio Lizarazo construye la noción de frontera a través de las descripciones de las puertas, entradas, o umbrales. Son múltiples las fronteras demarcadas por el cronista y con el cruce de cada una de ellas entra a otra ciudad o a un espacio disonante con la vida que transcurre fuera de esos muros. Este énfasis en los interiores de la ciudad da cuenta de una ciudad heterogénea que los discursos sobre la modernidad, al parecer, intentaran homogenizar. Es bastante significativa la forma en que el cronista se refiere a la cárcel (que hoy corresponde al edificio del Museo Nacional de Bellas Artes), a su materialidad y a la gran barrera que significan esos muros entre la ciudad de afuera, que incluye los contornos de ese edificio, como parte del paisaje urbano moderno y racionalizado, y la vida intramuros: “Lo primero, después de la amplia escalera que da sobre la carrera 7ª, es la estrecha puerta vigilada perennemente. Desde aquella abertura se ve, dentro, otra puerta igual, al través de la que se puede observar otra, y otra más allá. Gruesos candados y pesados cerrojos las cierran” (Osorio 1926: 51). Más allá de la influencia dantesca de los umbrales que se cruzan para llegar a los círculos del infierno, es lo insondable lo que potencia la distancia entra la ciudad exterior de la interior; se exalta, de este modo, la idea de una frontera infranqueable que, no obstante, el cronista logra cruzar y luego croniquear. Similar es la escenificación que construye Osorio Lizarazo cuando refiere al manicomio femenino: “no son muchos los habitantes de Bogotá que conozcan los misterios que encierran detrás de las paredes de esa casa antigua e inexpresiva que queda situada en la esquina de la calle primera y de la carrera trece, en el sitio denominado ‘Tres esquinas’” (Osorio 1926: 75). En palabras de María Josefina Barajas -cuya investigación refiere a un corpus de crónicas venezolanas-, lo que entregan algunos cronistas es “el interior del dato” (Barajas 2013: 123). Es decir, ofrecen una mirada cualitativa de aquello que, en otras instancias, pueden ser, desde un paradigma cuantitativo, solamente números.
Esta estrategia de enfatizar el misterio, lo oculto, se vincula al tono sensacionalista que rescata Vergara Aguirre y que potencia la estética folletinesca de estas crónicas. Algo similar ocurre en las múltiples descripciones de la población que habita este archipiélago, el dramatismo, la exaltación de la diferencia, apelan, sin duda a la emocionalidad de los lectores y lectoras: “Lo he visto desgarrarse la piel, clavar las uñas en la sensible puerta, y luego caer llorando como un niño enfermo, arrancándose los cabellos, presa de inaudita desesperación ante la cruel negativa” (Osorio 1926: 238), señala el cronista al referirse a un adicto a la morfina. Una vez adentro, sea del correccional, del asilo de ancianos, o del manicomio, Osorio Lizarazo exalta aún más la distancia y diferencia entre quienes habitan afuera y quienes residen dentro de estos lugares. Con una marcada impronta naturalista, en la que ideas de herencia y degeneración explican, en parte, la condición de la población aislada, reclusa o marginada, el cronista también refiere al ambiente y a la materialidad que da forma a ese interior misterioso u desconocido por tantos: “El edificio es amplio. Su aspecto exterior no demuestra su capacidad interna” (Osorio 1926: 80). Asimismo, en esos lugares existe una fuerte presencia de plantas, arbustos, animales, flores y, a veces, sus habitantes conservan prácticas campesinas. En ese contexto, la retórica de Osorio Lizarazo extrema la diferencia para cautivar la atención y aunque pareciera alinearse con el discurso del cambio de siglo que separa la ciudad del campo, lo urbano de lo rural, más bien revela que en esos edificios, pasajes y casonas se construyen otras espacialidades que también son parte de la ciudad.14 Del mismo modo, pone en duda el sistema biopolítico al exponer los errores del discurso punitivo de médicos, carceleros y jueces. Osorio Lizarazo cuestiona la norma: “Yo escucho y sonrío, pensando en que todas esas explicaciones son puramente nominales y en la organización de aquella cárcel curiosa, […] donde los incipientes del delito sufren un castigo inexplicable y absurdo que avivará sus primitivas rebeldías” (Osorio 1926: 183).
En suma, el cronista es un mediador entre la ciudad exterior y la interior, construye un nuevo trazado, conformado por el archipiélago en el que vida se compone de otras geografías, tiempos y materialidad. Ahora bien, aunque el cronista intente ubicarse como un profesional de la crónica, como un etnógrafo amateur, este no se libra de ser afectado en su investigación. En más de una ocasión Osorio Lizarazo incluye al cierre de sus crónicas, las percepciones y las emociones que emergen en él a la salida de estos lugares. Cuando se retira de la cárcel, señala el alivio de no estar amarrado a ese lugar: “Y cuando la puerta se cierra a mis espaldas, siento una sensación de descanso. La calle otra vez. La luz, la libertad. Yo soy también un transeúnte como aquel, como el otro, como el que va a subir al tranvía” (Osorio 1926: 60).
Un trayecto afectivo
Una vez adentro, y habiendo cruzado la avenida o paseo que da paso a las zonas innominadas de la ciudad, las crónicas de Osorio Lizarazo se tiñen de emociones.15 De este modo, el mapa y el trayecto construido a partir de la materialidad de la ciudad cobra otro cariz. Estos lugares son revelados como enclaves afectivos. En ese contexto, se sugiere una lectura en las que las crónicas de Osorio Lizarazo decodifican esos extramuros/intramuros desde los afectos y las emociones. Si bien a primera vista se reiteran los binarios dominantes sobre los cuales se construye la imagen naturalista del otro/otra indeseado y que remiten al imaginario biopolítico foucaultiano, desde una economía de los afectos, se matiza la distancia entre el investigador y su objeto de estudio.
La materialidad de la infraestructura urbana es uno de los primeros aspectos que participan de esta economía de los afectos. La materialidad afecta a sus residentes y también al cronista, quien figura como un representante del otro lado del muro. En más de una ocasión Osorio Lizarazo enfatiza los efectos que tienen estas estructuras sobre los humanos: “las bóvedas pesan sobre el alma”, señala cuando describe la cárcel (Osorio 1926: 53). “He sentido una emoción extraña al recorrer aquellos desnudos corredores y aquellos cuartos amplios, vacíos, donde se respira un ambiente conventual, austero”, comenta al inicio de su crónica “Amor de caridad”, una de las pocas crónicas en que el amor ágape impulsa a una mujer a cuidar de los más desposeídos (Osorio 1926: 203). El efecto que producen estos edificios desencadena también un desconocimiento, una extrañeza, sobre la integridad de su propia persona. Al salir del hogar de huérfanos indica: “He salido del caduco edificio con una extraña inexplicable opresión. ¡Como si dejara dentro de los muros, llenos de historias anónimas y de leyendas inéditas, algo incógnito de mi propio ser!” (Osorio 1926: 170). En ese sentido, el gesto de dejar parte de su ser en ellos nos refiere a esta idea del mobile turn, en el sentido que su paso por ese lugar desestabiliza su propia identidad y que él no sólo pertenece al mundo de afuera, sino también al de adentro. En otro momento, de paso por el cementerio, conecta con las tumbas abandonadas: “Pude escuchar los dolientes reproches y las quejas amargas de los olvidados. Las sílabas intensas de aquellas tristezas me hicieron estremecer. Vibré con su dolor. Me indigné con ellos y odié a los ingratos” (Osorio 1926: 141). El sentirse afectado lo enlaza con esa ciudad-isla y, a su vez, su trayecto es también un viaje conducente a la empatía, emoción que une más que separa. En ese sentido, su relación con la ciudad de afuera ahora está permeada por lo ocurrido en el interior.
Vinculado a lo anterior, otra de las consecuencias de esta economía de los afectos es que de investigar a otros/as, en su periplo por el archipiélago también deriva en investigarse así mismo; de este modo, se transmuta en el objeto mismo de su investigación, aunque en este aspecto los lectores son testigos de sus reflexiones y exaltaciones, pero no de conclusiones. El cronista descubre que lo repugna, lo que odia, lo que le fastidia en determinados contextos (Osorio 1926: 124, 134). Mientras revela esa otra ciudad, se expone a sí mismo como un cuerpo que escucha, observa, comenta y enjuicia.
El tono dramático y extremo también se repite para referirse a las personas o seres vivientes que habitan estos “conurbanos interiores” de la ciudad: degeneradas, fatalistas, vencidas, abatidas, “protozoos fantásticos”, idea que enfatiza la noción de encontrarse en otro tiempo. De vez en cuando aparece una que otra persona heroica que ha sobrevivido y se ha repuesto a la desgracia o que ayuda a otras. Según Vergara Aguirre, en muchas de las crónicas publicadas en el periódico Mundo al Día, Osorio Lizarazo “trasplanta” elementos de las obras de Víctor Hugo, Dante Alighieri, Emilio Salgari, Máximo Gorki y Edgard Allan Poe (Vergara 2011: 154). En ese sentido, plantea Vergara Aguirre que en estas crónicas ocurre un proceso de ficcionalización deliberado. Mientras esta idea potencia los rasgos folletinescos que este investigador ha señalado, también quisiera añadir la idea de movilidad en este gesto. El trasplantar personajes, ambientes o espacios de la literatura europea a la latinoamericana, también implica una movilidad. Este desplazamiento interviene en la ficcionalización de ese otro oculto por la ingeniería del Estado o por la caridad. El archipiélago de La cara de la miseria ofrece un imaginario urbano bogotano alimentado por la circulación de la ficción literaria europea, de este modo la referencialidad de sus crónicas se tensiona para un público lector que, además de informarse, busca una experiencia afectiva practicando la lectura: “He logrado despertar alguna curiosidad acerca de esta obra maravillosa? Lo deseo. Porque ella existe, existe en Bogotá, aunque parezca inverosímil y aunque nadie haya oído hablar de ella porque se ha fundado y subsiste calladamente. Es un hecho que doscientas niñas han encontrado un hogar, cuya gestación fue un asombro” (Osorio 1926: 207). En consecuencia, el generar un impacto es un gesto deliberado por parte del cronista investigador: “Estoy seguro de que el lector, al terminar [esta crónica], mirará en torno suyo y se abotonará cuidadosamente el saco” (Osorio 1926: 116), señala en una crónica en la que se tematiza a los rateros.
Para Sara Ahmed “el miedo no junta a los cuerpos como una forma de sentimiento solidario”, a diferencia del amor ágape (Ahmed 2014: 106). El miedo, al contrario, separa. Sería el miedo, entonces, la emoción detrás de la decisión de la recluir y separar a degenerados, anormales y criminales. No obstante, la empatía del cronista se instala como punto de conexión. En el archipiélago urbano, “todo es diverso, todo irregular, todo anormal” (Osorio 1926: 21), también hay vida de formas desconocida, son “seres viscosos, informes, gelatinosos, sin huesos, sin articulaciones, protozoos fantásticos, en los que la vida sólo se manifiesta por ciertos movimientos tenues e involuntarios”, indica el cronista para referirse a “las incompletas” (Osorio 1926: 76). El cronista nunca es indiferente frente a su “objeto de estudio” y la empatía es fluctuante con los habitantes de lo que aquí se ha llamado archipiélago.16 El modo con que el cronista presenta estos lugares visitados por él señala los varios tonos y emociones de su experiencia por el conurbano: el descubrimiento, el develamiento de un misterio, la tristeza, el asombro, el horror, el miedo, la angustia, el espanto y la compasión.
Cruzar esos muros es también un riesgo para él, en tanto que las dolencias o enfermedades de sus habitantes podrían ser contagiosas. La posibilidad de convertirse en uno más de esos otros que lo habitan está latente. El cronista es afectado por esta experiencia y la salida de estos lugares muchas veces adquieren el tono de huida. Ante la imposibilidad de comunicarse de forma fluida, los afectos se instalan en el recorrido urbano de Osorio Lizarazo como el medio de intercambio posible entre el cronista y los habitantes de ese archipiélago. De este modo, el cronista pasa de la atracción al rechazo y de la curiosidad a la repugnancia. El trayecto de Osorio Lizarazo no solo implica una movilidad espacial, sino también una movilidad emocional. El cronista-investigador experimenta un abanico de emociones que transita entre lo que le provoca la curiosidad y el misterio, pasa por el asombro, la desolación y, a veces, la compasión, para también experimentar el miedo, la repulsión y el horror. Si, por un lado, el dictado de la profesión condiciona ese recorrido urbano y le impele a llegar adonde otros no han ido; por otro lado, como mediador, su oficio se transmuta también en condensación de afectos. El cronista investigador une lo que las élites y el Estado han separado. Movido el profesionalismo y la voluntad de construirse como un personaje heroico, el cronista se acerca a esos espacios y los exhibe, dándoles nueva vida, en la prensa. Del mismo modo, no sale ileso de su trabajo, inmerso en una economía de afectos, la unión entre el archipiélago y la ciudad también se manifiesta en su propia persona.
Del conjunto de las 17 crónicas, sólo una refiere a un lugar que se encuentra realmente en los límites de la ciudad: el Salto del Tequendama. Destaco esta última crónica como punto de fuga que, a la vez, permite enfatizar los rasgos que aúnan esta selección de crónicas. El Salto del Tequendama, como todos los otros lugares visitados por el cronista y acorde a la estética neofolletinesca, es también un lugar misterioso, escenario de suicidios por parte de las personas contemporáneas al escritor y lugar de sacrificios para las culturas originarias, es decir, es un lugar de sufrimiento y dolor. La cortina de agua no deja ver lo que hay en el fondo y al igual que la cárcel, el correccional, el manicomio hay algo que impide ver más allá y que Osorio Lizarazo descubre para sus lectores y lectoras. El Salto del Tequendama, sin embargo, es parte del paisaje natural, de los extramuros de la ciudad donde la urbanización todavía no ha llegado. En ese sentido, en el marco de circuito del cronista, el Salto funciona como un enlace afectivo con los islotes del archipiélago de la ciudad. El Salto es otra muestra del conurbano, en la que el cronista entra a otra dimensión que se asemeja a la de los islotes que he presentado como extramuros de la ciudad. En su crónica, Osorio Lizarazo ofrece una reseña histórica de sucesos y eventos ocurridos ahí y justifica su selección ante la posibilidad de su desaparición a manos de los proyectos modernizadores: “Y hasta el cronista ha querido consagrar una voz de aliento al Salto, para que nos siga perpetuamente deslumbrando con su belleza, aunque lo quieran convertir en electricidad” (Osorio 1926: 64). Sutilmente, Osorio Lizarazo vincula la pérdida o la desgracia —que habita los otros lugares visitados por el cronista— a los ímpetus de la modernidad. Y cierra su crónica enfatizando el poder afectivo de El Salto: “No hablemos más del Salto. Podría traernos desgracia. Temámosle al genio maléfico que lo custodia, y que con su voluntad superior influye sobre los tristes y sobre los desesperados” (Osorio 1926: 72).
Aunque se refiere a otro corpus, Joan Nogué rescata una idea interesante de los situacionistas —que tampoco corresponde al contexto de Osorio Lizarazo—, para pensar en esa cercanía entre el afuera de la ciudad y los “extramuros internos” de ésta. Recuerda Nogué que para los situacionistas “las verdaderas distancias entre los [dos] lugares, en el plano o en el mapa, no son de carácter geométrico, sino de carácter emotivo y afectivo” (Nogué 2015: 141). En este sentido, con el cruce de fronteras, su inmersión en el archipiélago y al ser parte de una economía de los afectos, Osorio Lizarazo acerca el conurbano de la ciudad a su lectores y lectoras.
Conclusión
En una primera lectura de estas crónicas pareciera que el investigador, en tanto sujeto y protagonista de la crónica, que se desplaza libremente de un lugar a otro, se distancia claramente de su objeto de investigación marcando una diferencia. La estructura narrativa de sus crónicas permite potenciar esta idea en el sentido que se indicaba unas páginas atrás: se destaca el afuera, antes de entrar, luego la experiencia investigativa del cronista una vez adentro, para cerrar con el regreso al exterior. Entonces, las entradas y las salidas que el cronista relata con detención son importantes para signar esa singularidad del lugar visitado, pero también para situarse él mismo en una posición de autoridad y de autoría como creador del relato. Asimismo, es notorio el antes y el después. El trayecto del cronista, por lo tanto, está determinado por su investigación. Por otra parte, en más de una oportunidad en su recorrido por estas casonas, pasajes, edificios y barriadas y en las conversaciones con sus habitantes, Osorio Lizarazo está acompañado por otras autoridades: médicos, jueces, coroneles, etc. Desde el paradigma positivista, entonces, el investigador junto a otras autoridades analiza a esos otros seres vivientes como objeto de estudio. En ese sentido, estas crónicas, además de ser un género discursivo también son una práctica (Barajas 2013; Mahieux 2011). El cronista expone su metodología y señala: “He entablado conversación con los abandonados, y he escuchado de sus labios lívidos historias peregrinas. He recogido sus palabras agonizantes. He sorprendido el último fulgor verdoso de sus ojos y el postrer ronquido de sus pechos. He visto todo eso” (Osorio 1926: 10-11). El “yo he visto”, que enfatiza el tono testimonial recuerda las crónicas de Bernal Díaz del Castillo. Asimismo, se acentúa el carácter heroico del cronista y se sitúa como un descubridor.
En ese contexto, Osorio Lizarazo es un cronista que se profesionaliza y se acerca al periodismo de investigación por medio de una crónica urbana en la que se exhibe in situ el oficio y la práctica de la crónica, gesto que también replica en sus entrevistas publicadas en el tabloide Mundo al Día, publicadas entre 1924-1927 -y que luego derivan en los perfiles, o pequeñas biografías que publica en el diario El Tiempo, a finales de la década de los treinta. El cronista entonces marca una diferencia, con los otros habitantes de la ciudad, delimitando su oficio y la posición que éste le entrega. Sin embargo, el cronista, a pesar de posicionarse como una autoridad, también se entrega a la experiencia, al contacto con los habitantes del ciudad-archipiélago y al contacto con la materialidad urbana. De este modo, en la experiencia de investigación él también es afectado y se interroga a sí mismo. Osorio Lizarazo como mediador difumina las fronteras entre la ciudad y el conurbano, representado por la noción de archipiélago que aquí se ha propuesto. La movilidad no sólo es una posibilidad del investigador, en tanto cuerpo afectado, eventualmente, el investigador vuelve a la ciudad exterior siendo otro. Al mismo tiempo, como cronista, en ocasiones, tensiona el ideario que sustenta la institucionalidad biopolítica. Como mediador, Osorio Lizarazo también provee de movilidad a esos otros habitantes aislados o recluidos que, después de la visita del cronista, circulan en las páginas de Mundo al Día y resisten la invisibilización del encierro.