Introducción
Por mucho tiempo, la literatura sobre el desarrollo económico en México soslayó la existencia de una política industrializadora previa al proceso de sustitución de importaciones de la posguerra. Esta noción fue muy de la mano con la idea de que la industrialización arrancó después de los cambios ocurridos en el periodo entreguerras. El presente estudio sugiere que tal visión se apoyaba en una historiografía influida por una perspectiva institucional, que tendía a concebir la industria como un agregado económico en el marco de una serie de condicionamientos estructurales que, en última instancia, moldeaban la conducta y los conflictos entre los distintos actores sociales. Desde este enfoque las instituciones porfiristas se encontraban cooptadas por los intereses mayoritarios de una oligarquía primario-exportadora y la influencia del capital externo, lo que reforzaba así el dominio de estos grupos sobre las fuerzas del proceso económico (incluida la política económica). La falta de una modernización política que abriera paso, dentro las instituciones estatales, a los intereses de los nuevos grupos estimulados por el auge económico de estos años, frustró las correcciones necesarias a las pautas de crecimiento, que hacia fines del Porfiriato se hallaban estranguladas por la carencia de un mercado interno dinámico. La Revolución, a partir de esta visión, minó las bases políticas anteriores y propició el ascenso de nuevas instituciones orientadas a promover un desarrollo industrial moderno.
Como se observa, esta explicación daba por sentado que los motivos del repliegue a la ortodoxia económica por parte de la oligarquía, y la escasa presencia política de los industriales, se debían a la falta de intereses en común. A su vez, se proyectaba una visión del Estado y sus instituciones capturados por ciertos intereses inamovibles, a pesar del reconocido crecimiento de la influencia de nuevos actores políticos. Esta perspectiva despertaría muchas interrogantes acerca de la situación sociopolítica del Porfiriato y el carácter de sus instituciones, que la nueva historiografía se aprestaría a discutir bajo el influjo de las nuevas corrientes institucionales que surgieron en las últimas décadas del siglo XX.
El objetivo de este trabajo es contrastar ambos enfoques historiográficos, y explorar la influencia que han tenido en economistas y otros científicos sociales preocupados por el desarrollo económico. En primer lugar, se analizan los primeros trabajos que esbozan la existencia de una política industrial porfirista y que discuten su tránsito en el cruce de siglos. Enseguida, se examina el impacto de las corrientes neoinstitucionales sobre el estudio del Porfiriato y sus políticas. Se revisan sus principales aportes y la forma como éstos sugieren revaluar la política económica del periodo, así como los efectos del proceso revolucionario. En la parte final se discuten los límites y alcances de las visiones actuales sobre las bases históricas de la política industrial, y se platean algunas reflexiones sobre la relación entre historia y economía que el análisis de este tema puso de relieve. En suma, por medio del estudio de la política industrial, este trabajo intenta acercarse a los fundamentos epistemológicos de las recientes interpretaciones históricas de la economía porfirista, las cuales han propiciado cierta revaloración de las bases políticas del crecimiento industrial moderno en México.
La historiografía moderna (1950-1970): políticas proteccionistas y avance industrial
Los primeros esfuerzos por definir la política industrial del Porfiriato se desprenden de una ruptura con las concepciones oficiales de este periodo. Hacia la década de 1950, predominaba una visión opaca sobre el desarrollo industrial prerrevolucionario. Se asumía que éste había estado a la sombra de una explotación primario-exportadora, con escasos vínculos económicos con otros sectores, acotado además por un mercado interno poco dinámico. En este marco, las posibilidades para el avance industrial eran incipientes, dirigidas principalmente por los esfuerzos modernizadores del capital externo y apoyadas en la expansión de infraestructura. Se reconocía el despunte de la producción de algunos bienes de consumo inmediato e intermedios básicos: textiles, alimentos y bebidas; siderurgia, cemento; pero al mismo tiempo se advertían bajos niveles de integración económica en general. La política industrial, en este contexto, se remitía a algunos privilegios sobre tarifas de importación y exenciones fiscales, que ciertos personajes obtenían por su cercanía con el régimen, el cual externaba una ideología marcadamente liberal. Desde esta perspectiva, la Revolución Mexicana traería consigo bases políticas más democráticas, que permitieron crear diversos instrumentos de promoción industrial, los cuales se expandieron una vez alcanzada la estabilidad institucional del país (véase en particular Robles, 1960).
La obra de Rosenzweig (1962, 1965) permitió corregir aspectos importantes de esta visión, brindó un panorama más preciso de las actividades manufactureras dentro de la estructura económica porfirista y puso de relieve la existencia de ciertas medidas de fomento. La influencia de su trabajo fue muy marcada hasta la década de 1980, sobre todo entre los economistas preocupados por el desarrollo. Sus aportes sobre la política industrial, aunque no fueron amplios y sistemáticos, abrieron varias líneas de investigación; especialmente permitieron restablecer los esfuerzos encaminados a discutir el papel de la política comercial en la industrialización. Sus concepciones sobre la naturaleza económica del Porfiriato, y el impacto económico de la Revolución, configuraron una perspectiva que matizaría el pesimismo oficial sobre el gobierno de Díaz, con lo que mostró las continuidades de un liberalismo enfrascado en el fomento al desarrollo económico nacional.
Fernando Rosenzweig y el “redescubrimiento” de la política industrial porfirista
Su trabajo sugiere que el auge minero-agroexportador fue, en realidad, un factor importante para el desarrollo industrial por sus efectos sobre la fabricación local de insumos y materiales.1 La integración del mercado interno, por su parte, cobró fuerte impulso debido a la expansión de la red ferroviaria, la abolición de los impuestos al comercio intrarregional (las alcabalas) y al desarrollo del sistema financiero, lo que favorecería la producción manufacturera a gran escala. A su vez, la depreciación constante del peso plata, con respecto al oro en el mercado internacional durante el último cuarto del siglo XIX, brindó cierta protección cambiaria a la industria local, al encarecer el precio de los bienes importados. A la par, el repunte poblacional, la migración interna, el aumento de la proletarización y los salarios configuraron una demanda interna en crecimiento. La sinergia de estos factores impulsó el desarrollo y modernización de la industria local,2 lo que se reflejó en un intenso proceso de sustitución de importaciones, particularmente en la industria textil y la de alimentos y bebidas, así como en la expansión de algunos bienes intermedios básicos como el cemento, acero y vidrio.
Para este autor, el margen de ganancia en las actividades manufactureras se amplió de forma significativa. Hacia la década de 1890, estaba claro que no sólo la minería y el comercio exterior ofrecían grandes ventajas para la acumulación de capital; como prueba de ello la inversión en la industria tuvo un ritmo de crecimiento acelerado entre 1886-1910. En este proceso la participación de capital nacional fue preponderante. La manufactura sería el sector económico entre los más dinámicos del Porfiriato, y en él tuvieron mayor actuación los esfuerzos locales, entre los que ocupaba un lugar destacado el caudal europeo que había migrado al país en décadas anteriores. Del total invertido en nuevas empresas industriales durante el periodo señalado, 71% correspondió a capital nacional y el resto a inversión extranjera (Rosenzweig, 1965: 453-454).
Además de los procesos económicos que incentivaron la industrialización, se advierte el surgimiento de una peculiar política de promoción industrial. Para Rosenzweig, el gobierno instrumentó una política arancelaria proteccionista que benefició a un gran número de productores manufactureros, esencialmente de bienes de consumo final. No obstante, esta medida se encontraba orientada considerablemente por razones fiscales, dados los elevados rendimientos que generaban los impuestos a la importación de productos. En la perspectiva de otros autores de la época, como Vernon, efectivamente el fomento industrial no fue la base de la política proteccionista, sino la necesidad de ingresos fiscales (Vernon, 1966: 60). Sin embargo, el gobierno alentó la inversión manufacturera con otras medidas, como la libre importación de maquinaria e insumos de escasa fabricación en el país, necesarios para el buen funcionamiento de la producción; hubo algunas exenciones de impuestos, subsidios y concesiones, medidas que se hicieron particularmente intensas a partir de la década de 1890. Por su parte, ciertas entidades federativas mantuvieron y diversificaron estos incentivos (Rosenzweig, 1965: 463-481).3
Pese a este importante avance, para Rosenzweig la industrialización llegaría pronto a sus límites, debido a la falta de un mayor crecimiento del mercado interno. La permanencia de grandes latifundios, de haciendas improductivas y una enorme masa rural empobrecida dificultaban expandir la producción industrial al ritmo necesario para alcanzar escalas de producción eficientes. La baja utilización de los activos no permitía abatir los costos. De igual forma, la productividad laboral se mantenía estancada por falta de incentivos salariales. Por consiguiente, la industria creció amparada en el proteccionismo y los favores oficiales, lo que le restaba capacidad para competir con la industria extranjera.4 Por su parte, la posición desfavorable de los grupos industriales, ante la oligarquía tradicional en el seno del poder estatal, impidió las reformas necesarias para aumentar la productividad agrícola y ampliar el mercado interno, lo que habría permitido ensanchar las bases para la expansión industrial en ciernes (Rosenzweig, 1962: 523-524).
En un trabajo posterior, el autor retomaría los aportes de diversos historiadores que advertían cierta consolidación de las finanzas públicas hacia la década de 1890. Este proceso permitiría ampliar las fuentes internas de ingresos, y restablecer el crédito externo dotando al sector público de una mayor capacidad de fomento económico, misma que se reflejó en un aumento de la infraestructura (Rosenzweig, 1989: 49). Pese a no tener un objetivo industrializador, esta reorientación sin duda amplió las bases para la expansión industrial (Cott, 1979). Rosenzweig reconoce también que, hacia finales del Porfiriato, el gobierno de Díaz externó cierta preocupación por modificar las ventajas concedidas a la inversión extranjera, lo que, entre otras cosas, colocaría al capital nacional en una situación más favorable para recibir apoyos oficiales.5 A pesar de estas acciones, que en su perspectiva reflejan un gobierno preocupado por el fomento económico y por “salvaguardar el interés general y armonizar con él la actividad de los particulares”, el autor considera que, en general, la política industrial fue pasiva, y se mantuvo constreñida por el marco de intereses económicos externos y el latifundismo reacio al cambio. El gobierno se concentraba en otorgar todo tipo de garantías a la inversión privada, confiando en su instinto para propiciar el crecimiento, lo que a la postre lo privaría de la capacidad para hacer los ajustes necesarios a las pautas de desenvolvimiento económico (Rosenzweig, 1989: 49-50).
En su conjunto, si bien todas estas medidas no estaban articuladas ni tenía objetivos claros, y su aparición fue relativamente tardía, en cierta forma representaban una innovación dentro de un régimen que hasta entonces había sido definido como primario exportador, cómplice de los intereses externos. La influencia del trabajo de Rosenzweig ha sido perdurable, puede decirse incluso que constituye el surgimiento de una primera corriente historiográfica sobre la política industrial del Porfiriato, la cual reconoce la existencia de varios incentivos, aunque no advierte en ellos una política de industrialización definida. La repercusión de este enfoque, entre economistas y otros cientistas sociales, fue notoria hasta la década de 1980. Entre estos prevalecería una visión que tomaba en cuenta algunos antecedentes de la industrialización y la política industrial del siglo XIX, aunque se insistía en que las verdaderas políticas de fomento surgirían después de la Revolución.
La visión de los economistas: ¿hubo política industrial antes de la década de 1940?
En esta parte de la investigación se analizaron trabajos sobre industria y desarrollo económico de autores como Solís (1970), Hansen (1971), Reynolds (1973), Nolff (1974) y los compilados por Story (1990). Si bien no todos estos autores son economistas de carrera, su trabajo, sin duda, ha sido influyente entre los economistas. Una característica que comparten estos estudios es que su explicación sobre el desarrollo industrial retoma partes del paradigma explicativo sugerido por Rosenzweig (1965). De acuerdo con Solís, durante el Porfiriato se observa un proceso de acumulación industrial importante, estimulado esencialmente por las fuerzas desatadas bajo el auge minero-agroexportador, y por los cambios en los precios relativos (en los que tiene mucho que ver tanto la política proteccionista como la depreciación del peso plata), pero rezagado en términos internacionales y limitado por la estructura económica en general y la concentración del ingreso en particular (Solís, 1970: 73-75). Bajo esta visión, la política industrial del Porfiriato descansaba en un proteccionismo sin objetivos claros de protección, guiado principalmente por las necesidades fiscales, pero efectivo en algunos casos a medida que se acompañaba de otros instrumentos políticos (Hansen, 1971: 28-31). Solís destacaría entre ellos a la inversión pública. Una vez alcanzada cierta estabilidad en sus ingresos y capacidad financiera (lo que incluía empréstitos), el gobierno pudo hacer frente a las necesidades de promoción de la economía mediante una amplia política de inversión en infraestructura (Solís, 1970: 69-70).
Por su parte, Dale Story divide la política industrial en políticas proteccionistas y políticas de promoción o fomento. Las primeras se refieren a medidas cambiarias y arancelarias; las políticas de fomento se desprenden de la política financiera e incluyen incentivos fiscales. A su vez, establece tres etapas en la evolución de la política industrializadora: a) reactiva, donde las políticas se diseñan para obtener ingresos fiscales o surgen en respuesta a crisis comerciales; b) proactiva, cuando se echa mano del proteccionismo específicamente para favorecer la industria, lo que coincide con el surgimiento de las políticas de fomento; c) correctiva, “cuando el proteccionismo es desalentado en favor de la eficiencia”. Desde su concepción, el Porfiriato coincide con la primera etapa, puesto que las medidas genuinas y originarias de promoción industrial comenzaron después de la Revolución, en los años veinte y treinta.6 Hasta entonces, había predominado una política proteccionista desorganizada, cuyo uso no se pudo generalizar para promover el desarrollo industrial, sino para obtener recursos y, en ciertos momentos, favorecer la producción interna de algunos bienes, principalmente de la industria textil (Story, 1990: 56-58).
En el trabajo compilado por Nolff (1974), puede apreciarse una mayor profundización del análisis de la política industrial, así como el desarrollo de todo un cuerpo analítico para explicar las etapas de su evolución, a partir de las ideas de autores vinculados a la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). De acuerdo con esta visión, entre las décadas de 1870 y el estallido de la Primera Guerra Mundial se consolidó una política librecambista, hasta cierto punto “paradójica”. Por un lado, predominaría una política de completa apertura económica a los flujos externos, pero, al mismo tiempo, florecerían una serie de “arrestos” proteccionistas, “aunque éstos por lo general son ocasionales, muy específicos o determinados por crisis transitorias del sector exportador”.7 La causa de esta peculiar combinación económica se explica en virtud del aumento de los ingresos ocasionados por la dinámica exportadora. La explotación de materias primas trajo cierta derrama económica y diversificación social en algunas regiones, que pronto se conectaron a otros mercados, por efecto de la expansión de infraestructura para la propia exportación primaria; por otra parte, el volumen de comercio representaba una buena oportunidad para gravar las necesidades fiscales sin graves distorsiones políticas. Este crecimiento del mercado para las manufacturas y el proteccionismo “fiscal” configuraron oportunidades para la germinación de algunas industrias.
A pesar de este avance industrial, y el apoyo que recibieron las medidas proteccionistas por parte de ciertos sectores políticos interesados en diversificar la estructura productiva, los sistemas políticos fueron dominados por los intereses de la demanda externa. En la perspectiva de Aníbal Pinto, ello obedecía a que el sistema económico, en su conjunto, dependía de las “oportunidades y exigencias del comercio exterior”: a) Las iniciativas públicas se encontraban en función de la capacidad fiscal del Estado, la cual derivaba de los impuestos al comercio exterior; b) El mercado interno no ofrecía las condiciones propicias para una mayor diversificación industrial, dado que dos tendencias lo afectaban: una marcada concentración del ingreso, que limitaba el poder de compra de las clases bajas, y una inclinación por parte de los estratos más enriquecidos a consumir bienes de lujo importados. En este contexto, las oportunidades más rentables, para la incipiente burguesía industrial, estaban enlazadas a la diversificación y a las necesidades de la demanda externa. Por tales motivos, las posibilidades de una política de fomento industrial estaban más que acotadas por el marco estructural, tesis en la que concuerdan todos los estudios de este volumen, incluido el de Nacional Financiera sobre el desarrollo de la política industrial en México.8
Bajo este marco analítico, la Revolución Mexicana tendría un papel destacado para el desarrollo industrial, al haber abierto la posibilidad de reformas institucionales que generarían condiciones más favorables tanto para la expansión ulterior del mercado interno, como para la consolidación de una burguesía y el auge de nuevos valores e ideas proclives a la industrialización.
La política industrial en la encrucijada revolucionaria: Estado promotor y formación del empresariado nacional
A diferencia de la visión oficialista, que remarcaba las rupturas económicas entre el Porfiriato y la Revolución, el trabajo de Rosenzweig (1962, 1965) se destaca por construir una perspectiva que deja ver ciertas continuidades. Para este autor, las reformas liberales que van de la República Restaurada (1867-1876) al Porfiriato (1876-1911) tenían como objetivo brindar un marco institucional para alcanzar el desarrollo económico y la consolidación estatal. Se buscaba, en particular, liberar los factores productivos y acabar con los privilegios de las corporaciones, para estimular así un crecimiento económico de tipo moderno. A partir de estos cambios, lenta pero incesantemente, la base productiva se transformaría, hasta propiciar una clase industrial con intereses arraigados en varias regiones del país. Se percibía una transición del pequeño productor y el comerciante menudo al moderno industrialista, muy claro en el caso de las agrupaciones de migrantes europeos.
Si bien varios de estos propósitos se desvirtuaron en el transcurso del Porfiriato,9 hacia una mayor concentración de la tierra y el poder económico en detrimento de un mercado interno dinámico para una industrialización más equilibrada, los industriales nacionales de todas formas recibieron un importante estímulo, el cual los colocó en vías de disputar la influencia del capital externo en la industria. Justo en este punto, la Revolución Mexicana se enlazaría con la etapa anterior, puesto que uno de sus objetivos sería estimular la formación de una burguesía nacional fuerte, capaz de comandar un proceso de modernización agrícola e industrial (Rosenzweig, 1962). Desde esta visión, la crisis del Porfiriato sobreviene por un tipo de estructura política que terminaría agobiando el crecimiento económico:
En general, la estructura política tendió a replegarse hacia las bases de una oligarquía resistente al cambio. Los impulsos independientes, la crítica, los afanes innovadores quedaron ahogados [...]. Los síntomas de malestar comenzaron a ser claros hacia el cambio de siglo, cuando la nueva industria entró de pronto a una fase en que se le acumulaban inventarios, sin salidas en los mercados, y caía en una verdadera crisis de sobreproducción, que se reflejaba en las demás esferas de la vida económica (Rosenzweig, 1962: 523).
En este sentido, la Revolución, al trastocar las bases políticas del Porfiriato, y elevar los intereses de los industriales y a los trabajadores al plano de la política de desarrollo, generaría las condiciones institucionales para reemprender el avance industrial sobre bases más sólidas. En este punto, las aportaciones de historiadores, economistas y otros académicos han sido abundantes. No obstante, hacia la década de 1970, y todavía en la de 1980, esta perspectiva tenía poco que decir sobre los cambios económicos específicos ocurridos en la década de 1910 y los detalles de la política industrial.
Influida por una concepción de la Revolución como sinónimo de destrucción material y caos, la vieja historiografía concentraba su análisis en los efectos políticos de mediano y largo plazo. Desde un enfoque institucional, se daba por sentado la conformación de un nuevo Estado, e instituciones orientadas al fortalecimiento de una burguesía nacional relativamente débil política y económicamente. En este sentido, la política industrial de la Revolución, a diferencia de lo ocurrido en el Porfiriato, conjugaba los esfuerzos de un Estado abocado a la construcción de las condiciones indispensables para desarrollar una economía capitalista (infraestructura, reformas financieras, reforma agraria), con los intereses de los industriales. Al mismo tiempo mantenía ciertas medidas proteccionistas, a las que se les añadía algún control de la inversión extrajera. Bajo esta concepción, la tutela estatal de los esfuerzos privados se reflejaba en una clase empresarial comprometida con la estrategia de desarrollo nacional propuesta. La colaboración entre estas dos fuerzas impulsaría las bases del progreso económico que, hacia la década de 1940, una vez que las reformas estructurales habían madurado, se encaminarían decididamente por la vía de la industrialización.
El programa industrial de “largo plazo” de la Revolución
Para la mayoría de los estudiosos de la industrialización, el decenio de 1910 ayudaba poco a entender las bases sobre las que se afincaría la expansión industrial del siglo XX. En su célebre ensayo sobre la economía durante la Revolución Mexicana, Womack (1978) señalaba la avasalladora imagen de una economía desarticulada y paralizada en varios sentidos, que predominaba en la visión de economistas e historiadores de todas las disciplinas. La política industrial que se desprendía de este desorden no representaba más que escamaruzas e intentos parciales, que configuraron paulatinamente un basamento que tuvo que esperar hasta los años veinte y treinta para construir medidas sistemáticas de fomento industrial.
La visión que predominaba entre los economistas refería dos etapas: la destructiva de la Revolución, y la etapa económica constructiva que se iniciaría a mediados de la década de 1920, en consonancia con la formación de nuevas instituciones (Solís, 1970: 76-77; Hansen, 1971: 42-43; Perzabal, 1988: 22-27). En este sentido, la Revolución, a corto plazo, tuvo más que nada un fuerte impacto político, el cual permitiría posteriormente realizar una serie de reformas económicas que impulsarían el desarrollo industrial a largo plazo (Reynolds, 1973). En este punto la literatura económica se mezcla con los argumentos proporcionados por otras ciencias que analizan el significado político de la Revolución Mexicana.
Al respecto, subsisten al menos tres interpretaciones destacables. La primera señala que los cambios políticos propiciaron el surgimiento de un Estado que se orientó a corregir las deficiencias de la economía de mercado. Dispuesto, además, a contener los costos sociales asociados al crecimiento económico de tipo capitalista, para así crear un marco favorable a la iniciativa privada sobre la que, en última instancia, recaía la tarea de crear una agricultura tecnificada y una industria diversa. Vinculado a esta postura, una posición adicional advierte que las transformaciones políticas buscaban cohesionar a los distintos grupos sociales en torno a nuevos objetivos de desarrollo. Otro enfoque añade que la política revolucionaria trataría de aminorar la vulnerabilidad del país, con respecto a las fluctuaciones económicas externos.
El primer enfoque asume que el Estado que surgió de la Revolución Mexicana mantuvo, entre sus propósitos fundamentales, la continuidad del proyecto liberal de promover el desarrollo del capitalismo en México, considerado como un elemento fundamental para alcanzar la independencia económica, a partir de la cual la nación sellaría su soberanía política (Córdova, 1973: 14-16). En este sentido, en realidad lo que distingue sustancialmente al nuevo proyecto revolucionario de las pautas que despuntan durante el Porfiriato no son sus objetivos generales, sino el papel que dentro de dicho proyecto asumiría el Estado para conseguir tales fines. En este cambio de tarea, el impacto político sería significativo.
La orientación que, en los hechos, tomó la intervención económica del Estado descansó, en buena medida, en la peculiar visión que el grupo gobernante en turno -Carranza y el grupo Sonora- tenían del capitalismo, influida por Estados Unidos, referencia económica desde el siglo XIX. Para Bennett y Sharpe (1979: 37-38), la imagen de país moderno y en rápido desarrollo que proyectaba el capitalismo estadounidense, así como el adelanto industrial y el éxito de su agricultura, cuyas empresas se expandían ampliamente, con inversiones que se volvían dominantes en México, planteaba un doble desafío: imitar un modelo, y contar con un Estado y una burguesía nacional fuertes, para limitar el avance de una posible dominación económica extranjera. Esta situación inculcaría cierta orientación nacionalista al pensamiento de las primeras generaciones de gobiernos revolucionarios -templada asiduamente por la necesidad de apoyo político y financiero del exterior-, y conllevaría a reconocer la importancia que tenía, para el proyecto oficial de desarrollo económico, generar un ambiente propicio para la clase empresarial, quien sustentaría la modernización agrícola y la industrialización del país.10
Un segundo enfoque, muy vinculado a las posiciones anteriores, señalaría que un componente central de la política de desarrollo revolucionaria sería el viejo objetivo liberal de patrocinar la formación de una burguesía nacional fuerte, y convertirla en pieza clave para alcanzar la independencia y soberanía nacional (Córdova, 1973: 244-246). López (1995: 14-28), quien retoma a varios autores que coinciden con esta idea, advierte que, efectivamente, la política industrial de estos años se subordinaría a las necesidades de la burguesía en ascenso: la estabilidad cambiaria, el control obrero y la protección arancelaria se acompañaron de “un estado subsidiador y garante de sus fracasos económicos”. No obstante, estas acciones no hacían débil al Estado sino todo lo contrario: promover estos objetivos, como sugiere Hansen (1971: 51), llevó, en parte, a modificar la estructura social y los valores de la élite porfirista, que reforzaría el sentido de los cambios políticos.
Como algunos autores observan, con la Revolución maduró un pensamiento político que cuestionaba el principio liberal de igualdad jurídica para promover el bienestar social, y que abogaría por la igualdad económica para un desarrollo más estable. Ello incluía proteger una industria local considerada “infante” de las compañías extrajeras (López, 1995: 29-34). Esta trasformación del Estado liberal clásico a uno interventor, en la visión de autores como Córdova (1973), permitió a los grupos revolucionarios construir un régimen político y un Estado más sólido, que les ayudó a mantener una relativa soberanía ante el resto de la sociedad y, a su vez, poder apropiarse la definición de la política del desarrollo del país. Es decir, la promoción económica estatal no sólo fortalecería a los industriales, sino también a varios miembros de la antigua oligarquía porfirista, que se beneficiaban de las políticas de infraestructura y reconstrucción financiera. Este fortalecimiento del poder económico de las élites, que el gobierno prohijaba a cambio de sus servicios al desarrollo nacional, compensaría su pérdida de control político que sobrevendría con la Revolución. Por su parte, incorporar algunas demandas populares al diseño de la política de desarrollo sería un elemento indispensable para fortalecer el mercado interno, y también una condición para la propia estabilidad política del régimen.11
A decir de Valdés (1997), después de la Revolución el sector privado quedaría marginado “legítimamente” por el Estado del proceso de decisiones y de la participación política activa. Algo que no siempre fue incómodo para varios de estos grupos, que de cierta forma pudieron intercambiar su marginación política por la protección “legítima” de sus intereses económicos. Parte de la efectividad de este mecanismo radicó en que la política económica se concibió sobre el fundamento de que, en primera instancia, la industrialización era un ámbito exclusivo de la acción privada.12 Cabría agregar que un elemento que contribuyó a tonificar este complejo proceso de lealtades y subordinaciones recíprocas, entre Estado y burguesía industrial, lo constituyó la presencia del capital extranjero, y su tendencia a predominar en las ramas más dinámicas de la economía -incluidas algunas del sector industrial-:
La política derivada de la alianza entre la iniciativa privada y el gobierno se orientaba, pues, a la construcción de un sistema económico capitalista, moderno y nacional que tenía como objetivo ulterior llegar a una economía industrial. El peso del Estado en este plan obedecía a la fortaleza predominante del capital extranjero y a la debilidad que frente a éste tenía la clase empresarial nacional. La revolución había desembocado en la constitución de un Estado fuerte como vía para permitir y proteger la unidad de la burguesía nacional al garantizar su expansión limitando y encauzando la penetración del capital extranjero, además de organizar bajo su control a la fuerza de trabajo. Desde el punto de vista social la coalición entre los hombres del gobierno y los del capital restableció parcialmente algunos de los patrones de conducta de la oligarquía porfiriana, sólo que esta vez de manera revolucionaria (Valdés, 1997: 114-115).
En este sentido, desde un principio el propósito estatal fue coadyuvar en la formación de una clase empresarial fuerte. Para ello se forjaron instituciones, mecanismos y valores con el objetivo de estimular, proteger y en determinado caso sustituir los esfuerzos privados, pero sólo cuando éstos no pudieran o no quisieran invertir en áreas básicas y estratégicas cuya situación representara un freno al crecimiento económico (Bennett y Sharpe, 1979). Esta pauta se mantuvo durante todo el periodo posrevolucionario, y se convirtió en el componente central de la estrategia de desarrollo industrial.
Un último enfoque advierte que, en el contexto de la época, una economía industrializada brindaba mayor estabilidad política que una economía dependiente de la recuperación minera, petrolera y agroexportadora. Estos últimos sectores habían mostrado una alta sensibilidad a los ciclos económicos externos y a las conflagraciones mundiales de la época, y después de 1915 fueron objeto de transformaciones internas y fuertes presiones extranjeras en torno a los derechos de propiedad y al control de los recursos, razones por las cuales eran elementos inestables para el nuevo régimen y sus objetivos. La situación financiera y monetaria del país sufrió estragos por efecto de las crisis de 1907-1908 y la de 1929, con la caída en la demanda mundial de petróleo a partir de 1924, más las oscilaciones frecuentes en el valor de la plata, el boicot comercial posterior a la expropiación petrolera de 1938 y las intermitencias en el comercio internacional provocadas por la Primera y Segunda Guerras Mundiales, además de su impacto negativo sobre la producción, el consumo y las finanzas públicas; todo ello provocó desórdenes de precios y alteraciones del tipo de cambio que perjudicaron no sólo la economía, sino también la estabilidad política de los sucesivos gobiernos mexicanos.13
Pero al mismo tiempo, paradójicamente si se quiere, estas fluctuaciones económicas estimularían la producción manufacturera local, tanto para atender la demanda interna, insatisfecha por causa de la relativa escasez y encarecimiento de las importaciones, como para cubrir cierta demanda externa en momentos puntuales. De esta manera, el proceso de industrialización en México, centrado principalmente en la sustitución de importaciones de bienes de consumo final, recibió un importante estímulo indirecto por parte de las fluctuaciones del mercado exterior, lo que favoreció que se consolidaran ciertos grupos industriales que, desde el Porfiriato venían al alza, y el surgimiento de otros que se beneficiaron de la escasez de insumos y bienes intermedios, provocada por la inestabilidad en el comercio internacional. Esta comunidad de industriales se convertiría en un factor de presión en el diseño de la política industrial de la época.
Esta perspectiva historiográfica suele concentrase en el marco estructural de los cambios, y deja algunas dudas sobre las motivaciones y respuestas de los grupos en conflicto, y la forma como éstos se recomponen ante los sucesos, lo que resta luz al entendimiento de la dinámica económica. Desde estas visiones, las instituciones porfiristas lucen rígidas y caducas, incapaces de realizar ajustes a la política de desarrollo frente a las transformaciones de la época. No se perciben cambios en su funcionamiento, quizá por una marcada separación de intereses entre los distintos grupos económicos, particularmente entre las necesidades industriales y los objetivos de la llamada oligarquía primario-exportadora; ello dejaba, al parecer, a los primeros fuera de todo diseño institucional, o bien, en una subordinación respecto a los segundos. En este sentido, se concluye con la visión de una política industrial y un pensamiento liberal heterodoxo, como un dique cuyas paredes solo parecía poder resquebrajar un gran traumatismo social.
La historiografía neoinstitucional (1980-2000): innovaciones políticas e industrialización trunca
Junto a esta visión consolidada entre los economistas, en las décadas de 1970 y 1980 se produjeron importantes avances en el estudio de la industrialización porfirista de la mano de análisis de casos específicos.14 Estos estudios incorporaron a la discusión histórica, además de otras fuentes, nuevas perspectivas y métodos de análisis que se proponían explicar, más que la industria, entendida como un sector económico, las dinámicas particulares que subsisten en la práctica de la industrialización, así como el entorno institucional que las moldea. Gómez-Galvarriato (2003: 774-775) define estos cambios como el ascenso de una nueva historiografía, que a la postre arrojaría una visión diferente de la industria, influida por las nuevas corrientes institucionales.
Bajo estas perspectivas, el eje de referencia dejó de ser el Estado, como entramado de instituciones que organizan la conducta de los individuos y de los grupos en conflicto, y se comenzó a poner más atención tanto en los arreglos sociales como en la dinámica organizacional arraigada en las instituciones. De esta forma, el viejo institucionalismo, que daba mucha importancia a las estructuras y grupos de poder que moldean la conducta individual, reorientó su objeto de estudio hacia las formas sociológicas y los procesos políticos y conductuales que definen el carácter y desarrollo de las instituciones. Se advertía entonces que debajo del monolito dictatorial llamado Porfiriato, en realidad subsistía una estructura social en continua transformación, lo que puso de relieve una amplia diversidad regional y cultural, así como una heterogeneidad productiva y marcadas divergencias al interior de las llamadas clases dirigentes.
Ello hacía más que necesario especificar, dentro de los marcos interpretativos generales, los cambios que en cierto tiempo y lugar acontecen, y distinguir aquellos que constituyen puntos de inflexión o tendencias. De esta manera, la nueva historiografía realizaría notables aportes al estudio de la política industrial porfirista, y deja ver la forma como en este periodo se sientan las bases institucionales de un cambio estructural, en el que la industrialización sería el eje de un proyecto de desarrollo nacional. Tal visión refutaría algunas concepciones clásicas de los economistas, en cuanto al estado estacionario de la economía porfirista en las postrimerías de la Revolución, y reencauzaría, al mismo tiempo, la idea de una economía en transición hacia la soberanía, que pondría en tela de juicio los supuestos efectos positivos de la Revolución.
Antecedentes
La nueva perspectiva institucional retoma algunas consideraciones sobre los cambios en la relación con el capital externo a fines del Porfiriato, que algunos autores señalaban desde los años sesenta, y que contribuyeron a formar los cimientos de una nueva concepción de la economía política porfirista. Como se mencionó en el apartado anterior, el trabajo de Rosenzweig (1965) sugería cierto despunte del empresariado nacional, mismo que comenzaría a disputar el control de algunas áreas de la industria al capital externo. Otros trabajos veían más allá, y señalaban que México se encontraba en transición hacia la modernización; particularmente la industria, desde donde el capital mexicano tomaba mayor control del proceso económico, y dominaba la inversión extranjera (Cumberland, 1968; Theisen, 1972). Vernon, quien concebía el Porfiriato como un gobierno decidido a lograr el desarrollo económico, señalaba que uno de los acontecimientos de mayor importancia en este periodo fue “la aparición de una clase nativa industrial con ideas modernas”, que encabezaba “la posibilidad de que México surgiera eventualmente como un estado industrial moderno” (Vernon, 1966: 63- 65).
Tal perspectiva se vio acompañada de estudios de caso que mostraban ciertas tendencias reveladoras. Por un lado, se señalaba un mayor control sobre algunos recursos y sectores estratégicos (subsuelo, agua, ferrocarriles) que el gobierno de Díaz, y en especial varios miembros del Congreso, buscaron insistentemente en los últimos años del Porfiriato. Por otra parte, se ponía de relieve la incitación al capital europeo para competir en sectores clave con la inversión estadounidense. Ambos aspectos, desde este enfoque, expresaban una clara intención oficial de conquistar mayor autonomía política y económica (Cumberland, 1968; Theisen, 1972). En este marco, la tendencia a la mexicanización de la industria manufacturera completaba los esfuerzos para disminuir el papel del capital externo en la economía, lo que de paso brindaba una mayor estabilidad política al régimen (Cott, 1979).15 De haberse completado este proceso y evitado los enormes rezagos sociales que, desde estos enfoques, condujeron al estallido revolucionario, la estructura económica muy probablemente se habría acercado niveles deseables de desarrollo:16
Parecía que México estaba a punto de obtener el liderazgo modernizador que se necesita para alcanzar el desarrollo. Ciertamente, Limantour y muchos miembros del congreso podrían ser incluidos en este grupo selecto. El gobierno empezaba por lo menos a actuar de acuerdo con sus obligaciones para con México y los mexicanos. No sólo se intentaba proteger al país de la explotación de intereses extranjeros, sino que se estaba estimulado la inversión y el control tecnológico nacionales. Sólo podemos especular acerca de si, una vez que los mexicanos controlaran su industrialización, habrían realizado suficientes reformas sociales para satisfacer las aspiraciones que surgen del proceso de modernización. Ciertamente, ello es posible, y tal vez se habría podido evitar la violencia y la sangre derramada en la revolución (Theisen, 1972: 505).
La historiografía reciente de la política industrial porfirista considera que, efectivamente, en el transcurso de este periodo se fueron posicionando una serie de grupos en favor de un desarrollo económico centrado en la industrialización, los cuales realizaron importantes innovaciones institucionales para dotar al país de un crecimiento económico más estable. Entre los principales aportes de este enfoque destaca la discusión de los procesos sociopolíticos que explican el ascenso de tales concepciones a la política económica, y las bases organizativas de la reorientación institucional.
El programa industrial del Porfiriato: aranceles y políticas de fomento
Uno de los primeros trabajos que señalarían la existencia de una apolítica de fomento industrial sistemática durante el Porfiriato sería la obra de Keremitsis (1973). Su análisis ubica los cambios de la política gubernamental como parte de un proceso de reforma institucional que buscaba modernizar la industria. Su estudio, centrado en el sector textil, destaca la aplicación de cambios legales y el uso selectivo de tarifas arancelarias para fomentar una renovación tecnológica, el objetivo era superar los cuellos de botella por la relativa escasez de materia prima, energía y trabajo calificado. A pesar de estos cambios, la industria textil siguió por debajo de los niveles de competitividad internacionales, protegida por altos aranceles al producto final y operando bajo pésimas condiciones laborales. La autora daba mucha importancia a la alianza del gobierno con los empresarios para bloquear las demandas obreras, hecho que también debería considerase como parte de una política de estímulo a la inversión industrial.
El trabajo de Márquez (2001, 2002) representa un salto cualitativo en la historiografía de la política industrial, entre otras cosas por sus aportes a la comprensión de la naturaleza de la política proteccionista. Con base en un análisis sistemático de los cambios que experimentó la tarifa general de aranceles durante el Porfiriato, y poniendo especial atención en los grupos que participarían en su negociación, Márquez encuentra que los motivos de la política proteccionista no se debían únicamente a presiones fiscales, sino también a la influencia política de industriales y comerciantes favorecidos por esta protección. De esta manera, la política industrial dejaría de verse como un resultado de la estructura económica y se percibiría más como una institución dinámica.
Su obra se enmarca en un estudio más amplio de las bases hacendarias del periodo que va de la República Restaurada al Porfiriato, donde se aprecia la conformación de un proyecto de reforma fiscal de largo plazo para impulsar el desarrollo económico.17 Este proyecto se sustentaba en la necesidad de brindar un marco institucional acorde con los cambios económicos y políticos que el mundo y el país experimentaban. Se advertía un crecimiento y diversificación de las actividades económicas internas, nuevas formas de hacer negocios y una mayor vinculación de la economía al mercado mundial. En esta perspectiva, varios impuestos que, durante el siglo XIX, habían sido el sostén de las rentas gubernamentales, como las alcabalas y algunos aranceles y prohibiciones, ahora representaban un obstáculo para la formación de capitales y la creación de un mercado interno dinámico y una estructura productiva competitiva. En este marco, se puso en marcha un programa hacendario que maduraría en el Porfiriato, para diversificar las fuentes de ingresos fiscales, eliminar impuestos considerados antieconómicos y depender menos de las tarifas arancelarias. Con ello, la política proteccionista tendría mayores márgenes de maniobra a fin de articular una estrategia sistemática de fomento industrial (Márquez, 2002).
En este punto, el trabajo de la autora revela la resistencia política al cambio por parte de algunos empresarios y grupos de industriales favorecidos por la protección, que mantenían diálogo y presencia en los mecanismos consultores de la Secretaría de Hacienda (institución que absorbió el diseño de la política proteccionista, derivado de la transformación de la política fiscal). Muchos de estos personajes y sectores hacían prevalecer sus intereses particulares por encima de las necesidades de un plan de industrialización, el cual, si bien concebía una industria diversificada en manos nacionales, no por ello soslayaba la necesidad de contar con materias primas accesibles y producir de forma eficiente bienes de calidad y a bajo precio para beneficio del consumidor. No se proponía un proteccionismo para solapar una industrialización inmadura, sino para preparar selectivamente rasgos de ésta ante la eventual transformación estructural de la economía (centrada en la industria), la cual nunca dejó de verse en el contexto de una nación abierta al comercio exterior (Márquez, 2002). Desde este enfoque, se puede observar que ciertos intereses empresariales, fuertemente arraigados a determinadas dinámicas económicas y rutinas organizacionales, ejercían presión política para sesgar los cambios institucionales en beneficio de un statu quo manejable. Como resultado, la política industrial sería la configuración de distintos intereses (fiscales, industriales, comerciales) en continua transformación y pugna, que indicarían que el cambio institucional no se encontraba del todo estancado.
El estudio de las sucesivas reformas arancelarias entre 1872 y 1910, le permite sostener a la autora varias tesis importantes, entre las que destacan las siguientes: a) La efectividad de la política proteccionista es cuestionable. Si bien varios artículos se ponían a resguardo de la competencia externa ‒principalmente bienes de consumo final, entre los que destacan los textiles‒, al mismo tiempo, si el componente importado de su producción era costoso y elevado (se refiere a insumos directos e indirectos, como la maquinaria para fabricarlos), la protección en términos reales se volvía negativa; b) Ese movimiento marcaría cierta tendencia. Se lograron eliminar una serie de prohibiciones que dificultaban la importación, principalmente de materias primas de escasa elaboración en el país. No obstante, el entramado arancelario no se pudo relajar lo suficiente en otras áreas. Con el tiempo se fue consolidado una política proteccionista tendiente a reducir las cargas impositivas a materias primas y bienes intermedios y de capital, pero con aumento a los bienes finales. Esta protección dispareja revela el concierto de intereses detrás de la política arancelaria, cuyas contradicciones y efectos negativos sobre otros sectores no favorecidos pudo matizar la continua depreciación del peso plata (hasta la década de 1890), la cual ofreció un marco de protección cambiaria a todos los sectores económicos (Márquez, 2002).
Con el inicio de las fluctuaciones en el valor de la plata, que desembocaron en la reforma monetaria de 1905 y la adopción del patrón oro, la protección efectiva comenzó a alterarse. El crecimiento de los precios internos disminuyó el valor real de los impuestos a la importación, lo que motivó nuevas presiones para corregir las tarifas proteccionistas. Márquez (2002) y Beatty (2001) (autor que se analiza a continuación), señalan que los ajustes reflejarían, sin embargo, una nueva composición en la correlación de intereses alrededor de la industria, en la que varios sectores pierden primacía y otros, al parecer más allegados a la Secretaria de Hacienda y a la élite política-económica del régimen, retienen o aumentan sus niveles de protección. Así, por ejemplo, la enmienda arancelaria de 1905 no pudo recuperar los niveles de protección previos. El decreto de cambios a las 392 fracciones arancelarias de la tarifa general revela un sesgo en beneficio de algunos sectores industriales previamente desarrollados (bienes finales), en detrimento de otros en ascenso (intermedios y bienes de capital). Para Márquez, ello se debía a que el proceso de negociación de la política proteccionista había experimentado trasformaciones en todo este tiempo:
A diferencia de la República Restaurada cuando la discusión del arancel había involucrado a una amplia gama de industriales, desde los grupos más grandes hasta pequeños productores locales, en las postrimerías del Porfiriato los canales de negociación eran muy reducidos o francamente inexistentes. Con la depreciación de la plata, muchos grupos obtuvieron protección sin necesidad de negociarla directamente. Pero con el paso del tiempo, los mecanismos de negociación que habían permitido influir en el diseño de la política arancelaria quedaron cerrados. Durante los años noventa, las decisiones sobre la protección dependían del poderoso ministro Limantour, otorgándose de manera selectiva y a favor de grupos cercanos al proyecto de desarrollo industrial del régimen de Díaz. El anquilosamiento de los mecanismos de protección dio como resultado que entre 1905 y 1906, los cambios arancelarios estuvieran íntimamente conectados con los grupos más grandes y mejor organizados, y con claros nexos políticos y económicos con el régimen Porfirista (Márquez, 2001: 5).
No está claro, en esta perspectiva, si el sesgo en las pautas de protección se debe a una menor capacidad del gobierno para orientar las discusiones sobre la política industrial o si, al contrario, resulta de la conquista de cierto margen de autonomía institucional para imprimir sus propias directrices; o incluso, en su defecto, procede del incremento en los niveles de corrupción de las instituciones (interrogantes que reconoce el propio Beatty, 2003: 52). Pero de lo que lo no hay duda es de la existencia de una dinámica institucional centrada en la industria.
La obra de Beatty (2001), de igual forma, sugiere la conformación de toda una base institucional orientada a la promoción industrial, compuesta de diversas políticas ‒algunas vendrían a ser innovaciones, y otra más el resultado de los ajustes al marco político general‒ que asumirían formalmente el objetivo de la industrialización. El avance industrial porfirista, por tanto, no habría sido un fenómeno espontáneo, guiado exclusivamente por el mercado, sino un proceso moldeado en buena medida por incentivos oficiales. Es importante destacar que esta base no se limitaba únicamente a las medidas de protección y fomento. Se insertaba en un cambio más profundo de la política económica hacia la promoción de nuevos intereses y la diversificación de inversiones para nuevos sectores económicos, en lo que la Secretaría de Hacienda llevaría un papel primordial. Esta perspectiva permite observar que el cambio institucional, además de estar influido por la confrontación de intereses económicos particulares (Márquez, 2002), pondría en juego procesos de aprendizaje derivados de la permanente interacción entre pensamiento y práctica que encarnan los actores.
En la perspectiva del autor, las instituciones no son sólo reglas e instrumentos para dar cauce a los individuos en el cumplimiento de sus tareas. Se trata ante todo de fórmulas que influyen en las conductas sociales. Desde el enfoque neoinstitucional, esta naturaleza imprime cierto carácter a su funcionamiento. El anterior enfoque concebía las instituciones con estrechos márgenes para la acción política de los individuos o grupos sociales, motivadas por una serie de reglas prediseñadas por una intención superior. Desde la óptica de las nuevas corrientes, las instituciones incorporan a su funcionamiento presiones y necesidades de los grupos sociales en conflicto, pero también están definidas por las conductas y pretensiones de los cuadros que participa al interior de ellas, y por los procedimientos internos que se utilizan para la toma de decisiones, lo que les brinda algún grado de autonomía. Por consiguiente, en este marco analítico cobra mucha importancia el conjunto de factores que moldean la orientación política de los actores, la cual se asume como una función dinámica. Es decir, que responde a la lectura de las circunstancias sobre las que se busca influir. De ahí la importancia de estudiar las instituciones en relación con los procesos de aprendizaje, lo que nos permitiría comprender la evolución de sus objetivos.
Al amparo de este marco analítico, Beatty ubica al menos tres factores cuya convergencia propiciaría el cambio institucional volcado a la industria, cuyo punto de inflexión se daría entre 1887 y 1893. En primer lugar, destaca una “transformación conceptual del progreso económico”. La visión liberal, antes de la República Restaurada, tendía asociar el progreso con la explotación de minerales y materias primas. Las posturas heterodoxas, que hacían llamados a favor de la industria, ocupaban una posición minoritaria dentro de las fuerzas políticas dominantes. No obstante, señala el autor, el liberalismo triunfante abrió paso a una nueva visión de modernidad.18 En este contexto, la industria se asumió como una etapa necesaria para la consolidación del país. A su vez, el auge del positivismo y el método científico permitió revalorar el papel de la industria en la sociedad. Dado que la producción fabril involucraba cierto desarrollo científico y promovía innovaciones en los procesos de organización social, el enfoque positivista concebiría la industria como el estado perfecto de las naciones civilizadas. A partir de estos cambios, el pensamiento liberal proyectaría la industria como la mejor ruta al progreso económico, y como el paso indispensable para formar parte del conjunto de naciones superiores. Esto propició una renovación de las ideas proteccionistas, y la adopción de un enfoque liberal desarrollista en varias capas de la administración porfirista (Beatty, 2003: 44-47).
Otro factor importante lo constituyeron ciertas transformaciones económicas del periodo, que incentivaron el interés oficial por la industria y fortalecieron los afanes de nuevos grupos de presión. A decir de Beatty (2001), la depreciación de la plata generó importantes estímulos para la diversificación productiva, al ofrecer un marco de protección cambiaria que amparó el surgimiento de empresas manufacturaras que, hasta poco antes, no podían competir vía precio con los productos extranjeros. En este proceso muchos comerciantes, mineros y hacendados optaron por sustituir algunos bienes importados por otros de fabricación local, lo que expandió intereses económicos de la rama manufacturera. Pronto las anteriores posturas a favor del librecambismo tenderían a matizarse, a favor de demandas proteccionistas que exigirían el concurso de las instituciones oficiales. Por otra parte, los cambios en la relación económica con Estados Unidos, en particular el aumento de sus inversiones y su predominancia en varios sectores de la economía, despertó ciertas preocupaciones en quienes advertían la rápida conversión de aquel país en una potencia económica mundial, de la mano de grandes sociedades empresariales. La posibilidad de subordinación económica ante los monopolios estadounidenses influyó para que el pensamiento liberal refrendara sus posiciones a favor de la industria local, entendida como la vía para proteger la consolidación nacional (Beatty, 2003: 48-50).
Las reforzadas posiciones políticas, y la renovación de los intereses particulares a favor de la industria, coincide con un tercer factor: una mayor capacidad por parte del Estado para implementar y sostener políticas económicas por largo tiempo. Con la consolidación política del proyecto liberal, aunada a la mayor profesionalización de sus cuadros, y cierta autonomía financiera del Estado hacia la década de 1890 (Márquez, 2001), la secretaría de hacienda materializaría un programa sistemático de fomento industrial. Con él se buscó crear nuevas industrias mediante exenciones fiscales, y lograr cierto desarrollo tecnológico a través de leyes de patentes, lo que anticipó “por media centuria la política de sustitución de importaciones de mediados del siglo XX” (Beatty, 2003: 41). Si bien no todas las medidas tuvieron el éxito deseado,19 resulta interesante descubrir, en el trabajo de este autor, el grado de autonomía política que alcanzaron las instituciones encargadas de diseñar la política industrial.
Justo este margen de maniobra, que permitía imprimir ciertas directrices y objetivos al avance industrial, quedaría afectado por la Revolución. El nuevo proceso de aprendizaje que se da en el marco de escenarios institucionales novedosos, y con la aparición de otros interlocutores, encontrará diversas reticencias. A diferencia de la visión historiográfica anterior, que resaltaba cierta compaginación en las relaciones estado-clase empresarial, los nuevos enfoques resaltan factores de desacoplamiento entre los objetivos de ambas fuerzas, con graves efectos para el proceso industrial.
El impacto institucional de la Revolución Mexicana
Un trabajo seminal para estudiar los cambios que suceden, en el tránsito del Porfiriato a la Revolución desde la perspectiva neoinstitucional, es el de Haber (1992). De entrada, el autor muestra que las ramas manufactureras más dinámicas del periodo estaban bajo el control de un selecto grupo de empresarios con intereses diversificados en toda la estructura económica. Llama la atención el hecho de que tales individuos habían alcanzado posiciones clave dentro del sistema financiero porfirista: eran los principales compradores y colocadores de bonos del gobierno; lo representaban en los mercados financieros internacionales, fungían como comisionistas en la solicitud de créditos en el extranjero; ocupaban los puestos relevantes en las instituciones financieras más importantes del país, y controlaban la emisión de papel moneda. Prácticamente ellos diseñaban la política monetaria y cambiaria del estado.20 Esta posición dentro del entramado oficial, aunada al control que ejercían sobre los recursos financieros, les permitió obtener los mejores beneficios de la política proteccionista y de fomento industrial, ventaja que utilizaron ‒señala Haber‒ para limitar la competencia a escala nacional. Entre 1890-1910, se observa que las ramas industriales más dinámicas caen bajo control de un puñado de empresas propiedad de esos personajes, los cuales implementan diversas estrategias para frenar el ascenso de competidores regionales.21
Así pues, la Revolución no se encontraría con una burguesía débil, arrinconada por los intereses de una oligarquía indispuesta al cambio, sino ante una serie de agrupaciones empresariales con extensos intereses y ramificaciones en varios sentidos, que mantenía bajo su control los preciados recursos financieros. Esta situación ha llevado a autores como Camp (1990) a señalar varios condicionamientos en la construcción de la política de desarrollo revolucionaria, los cuales hacen ver a un Estado más condescendiente de lo que la anterior historiografía sugería. En suma, bajo esta perspectiva, la política industrial deja de concebirse meramente como un cambio institucional de mera forma, con efectos a mediano y largo plazo, y se comienza a prestar más atención a las estrategias de adaptación empresarial y a los conflictos permanentes entre el Estado y los actores sociales, enfrentamientos que atraviesan todo este periodo.
Al menos dos aspectos modelan esta interpretación. El primero de ellos es la reconceptualización del proceso económico durante la Revolución. Se acepta que no sólo hubo una economía activa y orientada, sino que varios sectores de ésta se reconfiguraron y otros incluso se fortalecieron en el decenio de 1910-1920. Ello sugiere tanto la existencia de actividad política empresarial como la permanencia de ciertas medidas oficiales de apoyo. En segundo lugar, destaca el desarrollo de un marco analítico que pone el énfasis en una serie de instituciones informales, específicamente en la colusión de los agentes, y en las reglas no escritas de colaboración entre Estado y empresarios con el objeto de disminuir costos de transacción.
En su explicación sobre las bases de la concentración industrial en el Porfiriato, es decir, sobre la preponderancia de “firmas agrupadas” asociadas a un núcleo financiero en común, Maurer y Sharma (2001) consideran que un factor clave sería la reputación, como una forma de garantía inmaterial más efectiva que los costos de transacción formales, debido a la relativa inmadurez de los mismos. Bajo este principio, las empresas y oficinas financieras tenían varios incentivos para agruparse, entre ellos obtener mayor certeza, efectuar una supervisión mutua y fortalecer vínculos familiares o de cercanía política. Tales organizaciones desarrollarían dinámicas sociales que terminaban involucrando a funcionarios gubernamentales locales y federales, quienes refrendaban con su investidura política esta práctica. Las interacciones continuas entre autoridades y empresarios abrieron paso a diversas formas de integración política informal, con la capacidad de manipular los propios objetivos de la política industrial. Esta fórmula permitió asegurar los derechos de propiedad, incluso en un entorno de inestabilidad como el que surgiría a partir de la revolución maderista. En este punto Haber et al. (2015) hablan del surgimiento de una especie de coaliciones por todo el país, después de 1910, conformadas por grupos políticos, bloques empresariales y autoridades revolucionarias de distintas facciones, que establecerían mecanismos para evitar los efectos de los cambios políticos sobre la propiedad y los ingresos, a cambio de compartir las rentas generadas por la actividad económica.
Desde este enfoque, el cambio o continuidad en la política industrial estaría determinado por la alteración de estas pautas, mismas que afectarían las estrategias de supervivencia o rentabilidad empresarial. En este sentido, si bien los cambios políticos regionales, ocurridos durante la Revolución y la proclamación de una la nueva Constitución Federal en 1917, serían asumidos por los industriales como un parteaguas en sus relaciones con el gobierno,22 en los hechos, la efectividad de las nuevas normas estaría en función de la recomposición de los modelos de integración política informal. De ahí que Harber (1992: 177) argumentara que el principal efecto de la Revolución sobre la industria no fue la destrucción física de empresas o el despojo de empresarios, sino una crisis de confianza entre inversionistas inseguros de su capacidad de influencia en el marco de la nueva estructura de relaciones políticas. En un principio, eso condujo a reducir las expectativas en el desarrollo manufacturero, pero pronto se repuso esa proyección, a medida que surgían nuevas oportunidades de colaboración público-privada, que favorecían mecanismos de colaboración informal incluso con la presencia política del nuevo factor obrero (Haber et al., 2015).
En esta perspectiva, por tanto, el surgimiento, mantenimiento y adaptación de las instituciones informales que atraviesan las intermitencias revolucionarias sería el principal factor explicativo de cierta continuidad del avance manufacturero y la permanencia de la mayoría de los grupos industriales porfiristas, a pesar de la marcada inestabilidad política del periodo.23 En cuanto a la política industrial, este esquema interpretativo sugiere la presión, por parte de los industriales, para mantener las pautas proteccionistas anteriores, las exenciones y los subsidios que, a decir de Haber (1992), contribuían a una industria concentrada, poco eficiente y con una base tecnológica exógena.24 La pervivencia de estas pautas sería favorecida por la necesidad revolucionaria de reconstruir un sistema político, cuyo deterioro, desde este enfoque, sería responsable del mayor rezago competitivo de la industria mexicana, o al menos un factor que inhibió el cambio modernizador.
En este sentido, Susan Gauss (2011) advierte que, después de la Revolución, no existía un consenso sobre el significado de la política de desarrollo y el rumbo del proceso industrial, ni acerca del papel del Estado. La voluntad política de los nuevos gobiernos revolucionarios, templada por la nueva correlación de fuerzas sociales y los poderes políticos asociados, que promovían un nuevo tejido de instituciones laborales y agrarias, se enfrentó a la oposición de los grupos de empresarios más fuertes en varias regiones, incluido el centro del país, quienes buscaban mantener su control sobre las relaciones productivas locales y sobre el entramado político que les daba sostén. En este sentido, la tensión entre el Estado y los poderes regionales marcó una serie de límites a los gobiernos revolucionarios, que pretendían centralizar el poder político para alcanzar los objetivos de su proyecto de nación. Gauss observa que el resultado de esta tensión entre diferentes actores históricos, el de los conflictos y negociaciones que entablan en torno a la política industrial, inducen al gobierno a rehabilitar la política proteccionista como mecanismo para forjar la unidad política de los diversos intereses en disputa, lo que, a su vez, le permitiría aumentar y mantener su poder dentro de la nueva estructura social (Gauss, 2011: 24-50).25
Esta visión de continuidad y clientelismo, que sobresale en los nuevos enfoques institucionales, estaría acompasada de una concepción de la Revolución como un fenómeno esencialmente de remoción de las capas gubernamentales por medios violentos. La relativa desarticulación del mercado interno, a causa de la escasez de mano de obra y los problemas financieros y de trasporte (principalmente) derivados de esta violencia, impactaría en mayor medida en las empresas sin vínculos políticos y con escasos fondos de capital. Las sociedades empresariales más encumbradas habrían encontrado la manera de sobrevivir a la agitación política por medio de su readaptación a las nuevas instituciones informales. Entonces, la Revolución no hizo más que impulsar, en otro nivel, el proceso de concentración industrial encabezado por los mismos grupos formados durante el Porfiriato (Harber, 1992).
Algunos límites y alcances de la nueva perspectiva historiográfica
La noción de permanencia como fundamento epistemológico para analizar el marco institucional de la industria sería criticada por Rajchenberg (1997), en un trabajo que constituye hasta ahora la aproximación más completa al estudio de los avatares industriales en estos turbulentos años. Desde su perspectiva, efectivamente el país no fue destruido, pero resulta igual de reduccionista sostener que tampoco hubo cambios, o que, a la vuelta de muchas confusiones, la política industrial regresó casi al mismo punto del Porfiriato: “su permanencia biológica [de los grupos industriales] no significó inmutabilidad histórica”.
Este autor conceptualiza la Revolución de manera distinta del paradigma neoinstitucional. La concibe como un fenómeno sociopolítico más allá de la violencia, donde lo más destacado no son los nuevos grupos que disputan el espacio público y el poder político, sino las formas nuevas de reproducción social, “institucionales y extra-institucionales”, entre los grupos y clases. Refuta también el concepto establecido de clase social. En su perspectiva, aunque los grupos empresariales compartan ciertos rasgos, ello no significa que sean homogéneos. En realidad, sus intereses se diversifican, y ellos adoptan nuevas relaciones sociales con otros grupos a lo largo del tiempo. Por ende, aunque ciertas capas económicas permanezcan, sus orientaciones políticas no necesariamente siguen siendo las mismas que antes (Rajchenberg, 1997: 274). En este sentido: “Si la industria y los industriales permanecieron durante y después de la revolución, necesariamente tuvieron que adaptarse a escenarios signados por una correlación de fuerzas cambiante, y negociar con las nuevas figuras políticas y con actores convertidos en interlocutores sociales” (Ibíd. 267).
Por consiguiente, el marco de la política industrial no surgiría sólo de la intención renovadora de las instituciones triunfantes, o de la capacidad de los agentes para reconstruir organizaciones informales que hicieran prevalecer los derechos de propiedad, sino del conjunto de estrategias que los actores pudieron desplegar en una diversidad de condiciones económicas, la mayoría de ellas inciertas e inestables (Rajchenberg, 1997: 267). Bajo esta perspectiva, el campo de investigación se ha expandido. El propio autor sugiere algunas pautas interpretativas, pero no agota en ellas las posibilidades de análisis. Tomando en cuenta una serie de problemas compartidos (escasez de materias primas, mano de obra y desorden monetario), señala al menos tres escenarios que signarían la naturaleza de las estrategias políticoempresariales: a) Nuevas modalidades de negociación frente al poder público; b) transformación de las relaciones entre industriales y trabajadores; c) confluencia entre vieja y nueva burguesía.26 Ante este panorama la diversidad de estrategias es enorme: tenemos grupos empresariales que optan por un control más decidido de las instituciones locales y los recursos económicos; otros que emprenden una restructuración administrativa; hubo quienes diversificaron sus intereses hacia la producción agropecuaria (o concentraron en ella sus esfuerzos); entre estos hay quienes se vinculan a la demanda exportadora (Rajchenberg, 1997: 286-288).
Existen diversos trabajos que confirman la multiplicidad de estrategias. Tanto en Gamboa (1985) como en Romero Ibarra et al. (2006) puede apreciarse, a través de varios estudios de caso, cierta estabilidad en las relaciones entre el poder público y los grupos empresariales durante el Porfiriato, que los favorecían para otorgarles contratos, exenciones, permisos. La Revolución alteraría estas pautas: los grupos antes patrocinados no recibirían el mismo trato ni los mismos apoyos. Sobrevendría una fuerte reorganización de las élites, con la aparición de nuevos grupos y sectores beneficiados. Crecería la importancia de los trabajadores y su influencia en la política económica, lo que forzaría cambios al interior de la organización productiva que repercutirían en la rentabilidad de muchas empresas. Collado (1987) ha mostrado cómo el quebranto del poder político de los empresarios industriales porfiristas afectó seriamente su dominio económico. En respuesta, algunos de ellos trataron de incorporarse al nuevo grupo de gobernantes, pero a costa de someterse a los límites y orientaciones de la política económica que imponía una modernización de las relaciones técnicas y de trabajo. Ello causaría divisiones políticas.
Por su parte, muchos industriales se limitaron a explotar las ventajas de su regionalismo y a ejercer presión por recuperar el poder político local (Alba, 1992). En este mismo sentido Cerutti (1992) muestra a los industriales de Monterrey, volcados en mantener sus mercados y autonomía política mediante diversas estrategias, entre las que sobresalía el control de las instancias políticas estatales. El asedio de competidores extranjeros contribuiría para que estos grupos trascendieran su horizonte de gobierno localista y brindaran su apoyo la política gubernamental. Para Gómez-Galvarriato (2016 b), la Revolución alejaría de los círculos del poder a los empresarios textileros que crecieron en el Porfiriato, y con ello menoscabaron su dinámica económica, basada en una serie de instituciones informales que reducían el riesgo y los costos. La nueva correlación de fuerzas apoyada por el gobierno generaba incertidumbre entre los inversionistas y, a su vez, propiciaba la preeminencia del factor obrero sobre las necesidades organizativas. La aplicación de tarifas salariales homogéneas, y las reticencias de los trabajadores a la introducción de maquinaria moderna, en la perspectiva de la autora, perjudicarían las bases competitivas de esta industria, y la llevarían a rezagarse internacionalmente.
Como puede observarse, si bien la Revolución no paralizaría las actividades industriales, sino que mantuvo incluso algunas tendencias del Porfiriato, el tejido de relaciones económico sociales, en cambio, se alteraría enormemente, dando pie a nuevas formas de relación entre el Estado y los empresarios, algunas de las cuales posteriormente se institucionalizarían para propiciar nuevas pautas de desarrollo. Márquez (2001) da cuenta de este proceso de reconstrucción institucional, y analiza el caso de la política arancelaria, donde deja ver que la continuidad de las disposiciones proteccionistas, en todo este periodo, se acompañó de un cambio en la relación entre el Estado y los industriales a favor de nuevos intereses y objetivos.
La autora encuentra que el proteccionismo porfirista fue objeto de reflexión por parte del gobierno de Madero, quien cuestionaba la preeminencia de los intereses de algunas sociedades industriales por encima de otros productores. Se sugiere que, al final del régimen, se protegía más productos e insumos de la élite administrativa, en detrimento de medianos y pequeños productores o de agrupaciones regionales sin fuertes nexos oficiales. Los esfuerzos revolucionarios por enmendar este sesgo toparon con dificultades financieras a medida que el conflicto se volvía más agudo. Ya sea para ganar la simpatía de algunos sectores o para obtener ingresos, las necesidades de supervivencia política y militar de los grupos revolucionarios predominaron en el diseño de las medidas arancelarias por los menos hasta 1916. De igual forma la escasez de algunos alimentos, materias primas y artículos de primera necesidad abrió facilidades a la importación (Márquez, 2001: 20-21). Con desajustes, emergieron nuevos actores políticos y se sintió el rechazo de los grupos tradicionalmente favorecidos por la política arancelaria.
Tanto esta autora como Fujigaki (2013) señalan que el triunfo de la fracción constitucionalista consolidó una nueva definición de la política arancelaria, que incorporaba algunos cambios ocurridos durante el conflicto militar, entre ellos el replanteamiento de la protección tal como se venía dado. Esta nueva visión incluiría una reivindicación del librecambismo. El ministro de industria y comercio, Alberto Pani, se opondría a connotados empresarios en el Primer Congreso de Industriales de 1917,27 contrario a mantener los privilegios fiscales y aranceles por considerarlos antieconómicos.28 Al parecer esta ruptura con el pasado no buscaba encarrilar al país en la senda del aperturismo, sino más bien reforzar la autoridad política del nuevo gobierno, la cual daba cobijo a las demandas de otros sectores que habían perdido la atención en el antiguo esquema porfirista. Márquez (2001) encuentra que la reacción de los grandes industriales fue conformar un órgano consultivo como “mecanismo de negociación en el cual pudieran expresar sus demandas y, al mismo tiempo, pudiera influir en las decisiones que afectaran sus intereses” (ibid., 23). No obstante, la política proteccionista avanzó en los siguientes años, bajo la tutela de los nuevos objetivos gubernamentales. Ello no quiere decir que el proteccionismo claudicó, puesto que varios sectores mantuvieron niveles de protección similares a los del Porfiriato. Sin embargo, su diseño sería puesto bajo el escrutinio de una mayor cantidad de actores e intereses.
En suma, a diferencia de lo que percibía la anterior perspectiva historiográfica, los esfuerzos renovadores, y las nuevas aproximaciones teoricometodológicas, develan la existencia de una burguesía desarrollada en varios aspectos, la cual, lejos de integrarse pasivamente al nuevo programa de gobierno, discutiría el marco institucional signado en la Constitución de 1917. Muchas veces estos grupos se sentirían incómodos con los nuevos objetivos de desarrollo, debido a que les restaban autonomía (política y económica). No todos los empresarios se sentían liberados de las cadenas económicas del Porfiriato; al contrario, muchos habían logrado desplegar estrategias de adaptación, acoplados a los ritmos de cambio. Algunos preferían conservar la eficiencia en el marco de su autonomía regional, o bien, habían logrado conformar tales emporios empresariales donde la Revolución, más que apoyarlos, causaría incertidumbre. Por tanto, la noción de una política industrial colaborativa resulta un marco analítico insuficiente. Lo que se aprecia es una serie de conflictos entre el gobierno y los grupos industriales, ninguno de los dos suficientemente fuertes para imponer sus condiciones, sino mediatizados por la búsqueda de autonomía en el marco de la recomposición de su legitimidad como interlocutores políticos.
Una nueva visión entre los economistas
Los aportes historiográficos recientes han provocado cambios significativos en la conceptualización de la economía porfirista, y de su significado para el desarrollo económico del siglo XX. Un texto que destaca en este sentido es el de Moreno-Brid y J. Ros (2010). Estos autores ven cierta continuidad entre el Estado desarrollista que se consolida en la década de 1930 y el Porfiriato. A este último se lo concibe como un periodo de transformación de la estructura productiva, y del marco político apropiados para el crecimiento económico de tipo capitalista. Su particularidad consiste en que se logran establecer diversas instituciones que harían desaparecer “los obstáculos fundamentales al desarrollo económico” en el largo plazo (ibid., 75). Entre estas instituciones, destaca el surgimiento de una economía política de las finanzas públicas orientada al fomento económico. En este punto coincide un reciente trabajo de Tello (2014:120-127). Estos autores sugieren que el equilibrio alcanzado en las finanzas estatales hacia la década de 1890 no sólo tuvo un impacto inmediato en el margen de maniobra gubernamental, el cual le permitió trazar una estrategia de incentivos y apoyos a varios sectores económicos, particularmente la industria, sino que constituyó un antecedente importante de una coalición de intereses y objetivos económicos articulados por el Estado en pro del crecimiento, donde el papel del gasto público comienza a vislumbrase conveniente.
Otra innovación institucional de trascendencia fue la construcción de un marco legal para mejorar las condiciones de inversión en la industria. Destacan en él la formulación de leyes de patentes para estimular la transferencia y el desarrollo de tecnología, así como la instrumentación de un programa fiscal para alentar el surgimiento y avance de industrias nuevas (Moreno-Brid y Ros, 2010: 85-86). Influidos por los trabajos de Beatty (2001) y Márquez (2002), entre otros, estos economistas redefinen sustancialmente la política comercial porfirista. Ya se la ve únicamente como un subproducto del auge minero-agro exportador, sino también como el resultado de una combinación de objetivos. Entre ellos ocuparía un lugar importante la protección arancelaria para estimular la sustitución de importaciones de bienes de consumo, y facilitar el acceso a insumos y maquinaria (Gómez-Galvarriato, 2014: 107). En suma, esta nueva visión acepta que, durante el Porfiriato, se estableció gradualmente una política de promoción industrial que se enlazaría con otros elementos institucionales, los cuales, en conjunto, terminaron acelerando los ritmos de avance y diversificación manufacturera. En el mismo sentido, Enrique Cárdenas (2015: 220-226) advierte una transformación de la política comercial. De estar influidas por presiones fiscales, las medidas proteccionistas evolucionarían gradualmente hasta convertirse en puntales de una política de fomento económico motivada por las expectativas de auge industrial (el punto de inflexión sería la década de 1890).
Tales transformaciones institucionales dotarían de nuevas bases al crecimiento económico. Estos autores concuerdan en que, en términos económicos, el Porfiriato puede dividirse en dos fases diferentes: una estimulada por las exportaciones, y otra donde las fuentes de crecimiento serían diversas. En la primera etapa, las condiciones económicas internacionales marcarían las pautas de modernización y crecimiento, pero en la segunda las reformas institucionales internas representarían ese papel (Cárdenas, 2015: 282-283). Con ello no quiere decirse que el sector exportador hubiera perdido su primacía. Lo que se quiere destacar es el auge de nuevas actividades en el marco del mercado interno, tales como la industria, que imprimirían otras características y tendencias a la dinámica económica.
Bajo estas perspectivas, si bien la política industrial resulta de una innovación institucional que busca conscientemente imprimir otro ritmo al proceso de modernización económica, ésta mantuvo ciertos sesgos derivados de la estructura organizativa de la Secretaría de Hacienda (institución clave en el diseño de la política industrial), los cuales influirían en sus alcances y objetivos. El principal de ellos sería su inclinación a favorecer a ciertos sectores industriales por encima de otros, lo que habría reforzado el proceso de concentración industrial y monopolios. De acuerdo con Moreno-Brid y Ros (2010), “El otorgamiento selectivo de concesiones fiscales así como de permisos gubernamentales para bloquear la entrada a nuevos competidores, también favoreció la concentración en varias industrias [...] La colusión entre fabricantes probablemente inhibió los esfuerzos por innovar métodos de producción y con frecuencia procuró manipular al Estado y al mercado para reducir la competencia” (ibid., p. 94). En este sentido, los límites de la trasformación económica porfirista no estarían en la orientación de sus bases, sino en la efectividad de algunas de sus instituciones.
Estos autores advierten la construcción de una senda de desarrollo “planteada para hacer de México una nación industrial moderna” (Moreno-Brid y Ros, 2010: 97). No obstante, la expansión económica se acompañaría de un lento progreso social y político, resultado de un diseño institucional limitado; insuficiente para aumentar los coeficientes de educación y salud al ritmo necesario del cambio tecnológico y organizativo; incapaz de propiciar aumentos en el salario real que brindaran mayores expectativas al trabajador y al consumo; limitado para crear instituciones bancarias de desarrollo que permitieran financiar empresas de largo plazo sin la influencia e intereses de la élite económica. En suma, las medidas de política económica impulsaron el crecimiento económico, pero fueron insuficientes para hacerlo bajo una adecuada distribución del ingreso (Cárdenas, 2015: 285, 291). La concentración de la riqueza, que se vio favorecida por el aumento de la protección y privilegios a un grupo de intereses cada vez más cerrado, con mayor control sobre los sectores dinámicos de la economía, y la exclusión de otros actores económicos, y todo ello restaría alcance a la estrategia de desarrollo emprendida (Moreno-Brid y Ros, 2010: 97-101).
En este sentido, la Revolución para estos autores sería una conmoción política que propiciaría la reconstrucción de un nuevo pacto social, cuyas instituciones permitirían ejercer al Estado un papel promotor del desarrollo económico más efectivo.29 No se descarta cierto daño a la producción industrial, y la reducción de las expectativas de inversión, que trajeron consigo los conflictos políticos revolucionarios, pero se considera que fue mayor el impacto económico negativo causado por la contracción de la demanda externa a partir de 1922, y las medidas de política económica procíclicas que intentaban contrarrestar erróneamente sus efectos. En todo caso, el recambio institucional que la Revolución propició permitiría contar con las bases necesarias para dar un viraje en la política económica, cuando los estragos de la crisis amenazaban con hacerse mayores. A partir de este punto, surgirían políticas de promoción más activas apoyadas en gobiernos con solvencia política y financiera para implementarlas el tiempo necesario, con lo que se consolidaría un Estado desarrollista que, al igual que en el Porfiriato, se plantearía la meta de impulsar el crecimiento económico con todos los medios a su alcance, aunque imbuido de otras concepciones sociales (Moreno-Brid y Ros, 2010: 127-131).30
Esta visión da cuenta de algunos estudios de caso, que señalan una serie de efectos negativos a largo plazo ocasionados por la Revolución. Esencialmente se habrían truncado prácticas productivas y tendencias de acumulación que, durante el Porfiriato, fueron base del crecimiento industrial. Está el caso de los ferrocarriles y la industria textil, donde se ha detectado una retracción de su potencialidad económica a causa del conflicto político. Desde esta perspectiva, el apoyo del gobierno revolucionario a las demandas obreras, y el manejo clientelar de las mismas, obstaculizaron el recambio tecnológico, inhibieron los procesos de innovación y alteraron las pautas organizativas basadas en méritos y eficiencia que se fueron ensayado por un largo periodo; en compensación, se otorgaron medidas de protección y fomento que reafirmaron la pérdida de competitividad en estos sectores.31 La Revolución, en este sentido, fue destructiva: no por sus impactos materiales inmediatos, sino porque habría causado daños irreversibles a la dinámica económica del siglo XX. El rigor analítico de estos aportes, no obstante, se encuentra a la espera de un balance historiográfico que incluya un conjunto más amplio de ramas de la economía, el cual permita precisar la magnitud del punto de inflexión sugerido.
Consideraciones finales
El presente análisis historiográfico ha mostrado algunas pautas de la política industrial en este periodo de transición y los cambios en la atención que se le ha dado como objeto de estudio. Los primeros trabajos concebían una serie de medidas de apoyo a la industria, enmarcadas en un cuadro de instituciones liberales sujetas a la dinámica del mercado externo, que más que instaurar un régimen de fomento lo que buscaban era equilibrar las condiciones de progreso económico para los actores, empresas y empresarios. La Revolución alteraría estas normas, y propiciaría el ascenso de políticas de promoción orientadas al fortalecimiento de una industria y una burguesía nacionales.
La renovación conceptual que trajo el enfoque neoinstitucional permitiría entrever la importancia que tendría la consolidación de las finanzas públicas, como un elemento importante para articular una política de protección y fomento en el Porfiriato. Este impulso fiscal se reactivaría hasta el periodo de estabilidad política posrevolucionario ‒cuando se inauguran otros mecanismos de apoyo‒, pero ya no sería del todo novedoso. Desde esta perspectiva, el crecimiento y modernización industrial se dio tanto al amparo de las fuerzas del mercado, como por los efectos de una política industrial orientada a la sustitución de importaciones y el desarrollo tecnológico, que revelarían la construcción de un andamiaje institucional proclive al cambio estructural de la economía. La Revolución, por lo tanto, afectaría el marco institucional en ciernes, con impactos diversos en las tendencias productivas y en la relación entre el estado y los grupos industriales. La política resultante buscaría recomponer el marco de autonomía política del Estado para incorporar nuevos objetivos al proceso de industrialización, con los que no siempre estuvo de acuerdo la iniciativa privada.
Ambas perspectivas historiográficas han justificado ciertos posicionamientos sobre el desarrollo económico del país en el siglo XX. Desde la primera visión, las bases políticas para el crecimiento industrial moderno se conformarían a partir de los cambios ocurridos en la Revolución y el periodo de entreguerras. No obstante, las nuevas interpretaciones sugieren la existencia de otras pautas políticas previas, cuyo potencial para impulsar la modernización fue de cierta forma alterado por la Revolución. Como se aprecia, la política industrial, del Porfiriato a la Revolución, sigue siendo un aspecto clave para comprender los cimientos y la orientación del proceso mexicano de industrialización en el siglo XX. Sin embargo, aún queda mucho camino por recorrer. Aunque los historiadores no suelen reconocerlo, la influencia de algunas concepciones que prevalecen entre los economistas se ha hecho patente en el análisis del pasado, y ha propiciado sesgos en la forma de analizar la industria y las políticas de promoción.
Hasta este momento, la política industrial tiende a visualizarse ex ante. Es decir, se señala que el cambio estructural porfirista va precedido por una intencionalidad política, ya sea de protección (fiscal) o de fomento. Los motivos de esta intención, como advierte Beatty (2001), son diversos, pero en su conjunto manifiestan la necesidad de otorgar nuevas bases económicas al régimen. En el fondo, esta visión está influida por cierta concepción, que tienen muchos economistas, sobre el crecimiento económico, al cual se le atribuye la capacidad de generar riqueza en términos netos y ser la base de toda mejora social. Primero hay que crecer, suele decirse: crear riqueza y luego distribuir en términos de desarrollo. La idea de que la economía porfirista se adentraba a un ciclo de desarrollo, después de haber sentado las bases del crecimiento económico, refleja esta visión.
No obstante, desde otra perspectiva, puede considerase que la política industrial porfirista es, en cierta medida, un fenómeno ex post. Es decir, que se articula por efecto de los cambios ocasionados por el propio crecimiento económico, entendido éste no sólo como un proceso de generación de riqueza, sino también como un trastorno en las pautas de reproducción económica tradicionales. En este sentido, la política industrial buscaría aliviar las tensiones políticas que surgen a raíz de las trasformaciones económicas. Al respecto hay que tomar en cuenta al menos dos nociones que los economistas debaten desde hace unas décadas. En primer lugar, el crecimiento económico no es una “fórmula ganar-ganar”. El crecimiento implica desajustes, fuertes cambios y presiones sobre la base productiva. Confronta a una estructura heredada y a sus actores entre sí. Ello pone de relieve la importancia de una política industrial que dé orientación y sentido a los cambios en ciernes.
En un trabajo reciente, Fujigaki (2015: 64-81) muestra que, a medida que el mercado se integraba cada vez más y la demanda de artículos manufacturados crecía, surgían una serie de presiones sobre la base productiva. Como consecuencia, los productores reclamaban al gobierno exenciones impositivas para importar materias primas, bienes intermedios y capital que permitieran aumentar la producción; por igual impulso, varios empresarios solicitaban concesiones oficiales para la explotación y aprovechamiento de distintas riquezas naturales del país, que en ocasiones incluían inversiones en infraestructura y sistemas de transporte. En otras oportunidades, la iniciativa privada planteaba abrir fábricas para producir artículos e insumos que sustituyeran los importados, para lo cual frecuentemente solicitaban al gobierno protección arancelaria ante la competencia de artículos extranjeros. Esta situación provocaría tensiones de tipo economicopolítico al interior de la clase empresarial y en su relación con el gobierno, puesto que las medidas de política comercial, que para un grupo de productores podrían traer un beneficio, para otros, en cambio, causaban un perjuicio a sus intereses.32 En este sentido, las diferencias económicas subyacentes entre medianos y grandes productores, entre capitalistas nacionales y extranjeros, entre productores de materias primas y fabricantes de manufacturas motivaron una serie de disputas empresariales que moldearon y, al mismo tiempo, brindaron cierta legitimidad a la intervención del Estado y la política industrial porfirista.
En segundo lugar, habría que pensar la política industrial desde una perspectiva de cadenas de producción, donde la efectividad o no del cambio institucional se vea en función del grado de integración productiva y control de la dinámica del ciclo completo de producción. Una perspectiva de esta naturaleza, de economía política de la articulación productiva, nos llevaría a inquirir el alcance real del proceso de sustitución de importaciones porfirista que sugiere la perspectiva neoinstitucional. Es decir, profundizar en el tipo de relación que subsiste entre los actores económicos internos y externos en cada fase de la cadena, y los mecanismos de control al interior de la misma.
Finalmente, la política económica revolucionaria, como sugiere un reciente trabajo, emerge de un complejo proceso de aprendizaje y lucha de ideas, en el que inciden varios factores, entre los que adquieren particular relevancia las diferentes características regionales, la evolución de los enfrentamientos, las necesidades de la lucha y consolidación política; incluso, la intromisión de intereses externos tiene que ver en la adopción de ciertas medidas económicas. En suma, la conformación de algunas líneas de pensamiento que determinan la política industrial de este periodo, como proteccionismo, fomento selectivo, sustitución de importaciones, promoción fiscal -vocablos que se vuelven guía y norma para el impulso de la industrialización-, adquieren, en el fragor revolucionario, nuevas connotaciones que animan su permanencia en medio de las transformaciones.33