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Revista de filosofía open insight
versión On-line ISSN 2395-8936versión impresa ISSN 2007-2406
Rev. filos.open insight vol.6 no.10 Querétaro jul. 2015
Reseñas
Agustín Echavarría, 2011. Metafísica leibniziana de la permisión del mal
Roberto Casales García
Pamplona: EUNSA, 484 pp.
Facultad de Filosofía y Humanidades, Universidad Popular Autónoma del Estado de Puebla, México. roberto.casales@upaep.mx
Tratar de comprender el "por qué" último del mal representa para la filosofía uno de los problemas que, en opinión de Echavarría, "interpela a la razón con mayor apremio" (p. 15), especialmente cuando se observa que el mal, a simple vista, se presenta como algo que carece de sentido. Esta apremiante tarea nos invita a analizar y reflexionar algunas de las soluciones dadas a lo largo de la historia filosofía, dentro de las cuales está la leibniziana. Teniendo esto en mente, el texto de Agustín Echavarría nos invita no sólo a profundizar la metafísica leibniziana de la permisión del mal desde un análisis histórico-filosófico, sino también a "tomar en serio su propuesta y evaluar su alcance metafísico" (p. 39). Para lograr este objetivo, el autor divide su investigación en tres grandes capítulos: a) el estudio de la naturaleza del mal; b) el modo en que Leibniz sitúa el origen metafísico del mal en Dios; y c) el análisis propio de la permisión del mal.
El primer capítulo analiza las dos caracterizaciones del mal: el mal como disonancia y el mal como privación. La primera nos remite a la visión del cosmos como un todo armónico donde el mal es compensado por el todo. El mal, así, es tanto una disonancia como un potenciador de la armonía. Esto no significa que el pecado sea una mera apariencia, sino "una verdadera imperfección" (p. 77) que se subordina ontológicamente al bien. Sin embargo, para poder comprender esto es necesario complementar la primera caracterización del mal a la luz de la segunda: el mal como privación. Partiendo de la influencia no sólo de san Agustín y del aquinate, sino también de Eilhard Lubin, la noción de privación a la que alude Leibniz presupone la participado nihilitatis y, por ende, la limitación creatural como condición de posibilidad del mal. Esta noción del mal supone una naturaleza orientada teleológicamente, donde las substancias alcanzan el bien mediante sus acciones.
De acuerdo con esto, el mal como privación no implica su identificación con la limitación creatural, ya que ésta última sólo es su raíz metafísica. La definición del mal como privación se vincula con su doctrina de la participación y su definición de substancia individual como notio completa. La primera, de manera análoga al sistema numérico binario, combina la participación en la perfección de Dios, con una participación en la "nada". La limitación creatural, en sentido estricto, es dada "por el contenido de su misma posibilidad" (p. 129), lo cual sólo tiene sentido en función a dos cosas: el principio de indiscernibilidad y la concepción leibniziana de sustancia individual como "especie completa". Cada sustancia es un "espejo" viviente que expresa tanto la perfección divina como la del universo, donde todas las substancias se relacionan en un todo armónico.
Teniendo esto en mente, el filósofo de Hannover ancla su teoría de la expresión en la naturaleza de las cosas, situando la notio completa como principio de limitación esencial de las substancias creadas. Así, la limitación creatural no sólo es "principio formal inmanente -y así, la fuente directa- de toda imperfección a nivel operativo, y se convierte así, en palabras del mismo Leibniz no sólo en la razón de la "defectibilidad", sino en la causa del "defecto" actual mismo, en el momento en que esa esencia posible es actualizada por Dios" (p. 147). Esto último supone situar el origen de la posibilidad del mal en el entendimiento divino, en cuanto que las esencias tienen una realidad objetiva, es decir, hay una prioridad ontológica de la posibilidad. Para Leibniz, la posibilidad se entiende como posibilidad objetiva, "lógica" o "pensabilidad". No obstante, puesto que la mera posibilidad de las cosas no es autosustentable, es necesario postular un sujeto absoluto de toda posibilidad: Dios. Así, el problema de la "participación" metafísica se traslada al interior de Dios: la esencia de las cosas se compone por la combinación de todos sus atributos entre sí. Esto explica tanto la constitución ontológica de las esencias, como el origen de su negatividad.
Sin embargo, dado que estos males están incluidos en la posibilidad misma de la serie que Dios decreta elegir, la cuestión de la presciencia del mal sólo puede resolverse desde la perspectiva de la voluntad divina: estos males, al depender de un decreto divino, no son necesarios absolutamente, sino sólo hipotéticamente. La elección de Dios de crear el mejor de los mundos posibles parte de la incomposibilidad como criterio para justificar por qué no existen todos los posibles y, en consecuencia, conservar la libertad del decreto divino y la contingencia del mundo. A diferencia de Spinoza, Leibniz sostendrá que en la misma naturaleza de las esencias o posibles hay una inclinación o exigencia a existir. Las cosas posibles, al carecer de actualidad, no tienen potencia para darse la existencia y, por ende, es necesario recurrir a Dios. Esto significa que el principio de la existencia no se funda en una mera exigencia ciega a la existencia, sino en el obrar perfecto del intelecto y la voluntad de Dios. La exigencia de existir se encarga sólo de perfilar los "candidatos" posibles a existir, mismos que son elegidos por Dios en virtud del "principio de perfección". "La razón por la que Dios se ha determinado a sí mismo a elegir lo mejor no se sitúa entonces ya en la naturaleza divina, sino en su libertad absoluta e incondicionada" (p. 240). Puesto que lo óptimo es necesario bajo la hipótesis de la elección de lo mejor, es posible conservar el carácter contingente tanto del decreto divino como de la creación: la voluntad divina no crea las posibilidades, sino que elige entre las que ya están constituidas y, por ende, es flexible ante el mal.
Finalmente llegamos al último capítulo de esta investigación, donde Echavarría trata directamente el problema de la permisión del mal. Para abordar esta cuestión, el autor realizará cuatro cosas: 1. analizar los distintos modelos explicativos que esboza Leibniz a través de sus primeros escritos; 2. estudiar el papel que juega la libertad creada en la introducción del mal en el mundo; 3. tratar el contexto teológico de la predestinación en el que se encuentra la distinción entre voluntad antecedente y consecuente; y 4. explicar las razones y la finalidad que conducen a Dios a permitir el mal en el mundo. La primera solución al problema del pecado sitúa el origen del pecado en las esencias de las cosas: Dios, no queriendo el pecado -y, por tanto, no siendo su autor-, lo permite en razón de la armonía universal. Así, "poco a poco cobrará mayor relevancia aquella que caracteriza a la permisión como una volición indirecta o per accidens del mal" (p. 279): el decreto divino no recae sobre el acto pecaminoso, sino sobre la permisión misma.
Uno de los problemas más importantes al indagar la noción de "permisión" es, según Echavarría, el de conciliar la causalidad primera con la causalidad segunda, en especial cuando se trata de acciones libres. El problema, entonces, es tratar de articular este concurso "físico" de Dios en las acciones malas sin que ello implique un concurso "moral". Mientras que la perfección fluye de Dios, la imperfección dependerá de las creaturas, en cuanto que la causalidad creada es capaz de "restar" perfección a la causalidad divina. Al actualizar una sustancia con todas las determinaciones contenidas en su noción, "Dios no decreta dar o negar la moción o la predeterminación a ciertos actos en particular" (p. 298), sino crear al individuo completo. Lo cual implica concebir la permisión del mal como causalidad indirecta. Dios decreta crear una serie de cosas, en la que cada substancia y acción están intrínsecamente conectadas, de modo que el decreto creador está íntimamente unido al decreto permisivo por el que Dios admite la presencia del pecado.
Sin embargo, para que esta doctrina de la permisión del mal logre su cometido, Echavarría analiza el papel de la libertad creada: para el hannoveriano será ésta la que introduce el defecto en su propia acción. Para Leibniz, la libertad es una "potencia activa real" de los espíritus, en virtud de la cual son dueños de su propio juicio y, en consecuencia, son capaces de auto-determinarse. Las substancias libres, según el hannoveriano, tienen tanto la capacidad para elegir entre distintas alternativas, como la capacidad de suspender el juicio de elección, lo cual les permite tener dominio sobre su propio juicio. A su vez, este dominio implica la ausencia no sólo de una "necesidad metafísica", sino también de una "necesidad física", razón por la cual la criatura no siempre elige lo que se le presenta como lo mejor. Para Leibniz, la voluntad de los espíritus se determina por la suma de sus inclinaciones, tanto las que provienen de la razón, como aquellas que provienen de las pasiones: la voluntad se determina por el conflicto de sus representaciones e inclinaciones, siguiendo la inclinación más fuerte.
Tras analizar la relación entre el concurso divino y la libertad creatural, Echavarría procede a analizar el mecanismo metafísico de la permisión del mal, el cual se funda sobre la distinción entre la "voluntad divina antecedente" y la "voluntad divina consecuente". La primera aproximación del hannoveriano a esta cuestión, como sostiene el autor, se vincula con la tesis de la "armonía universal" y la noción de mal como disonancia. De manera que el amor de Dios a cada individuo será proporcional al grado de perfección que permita la máxima armonía del universo. Este marco inicial del problema de la predestinación y la reprobación se complementa con un segundo momento en el que tanto la notio completa como la unidad del decreto creador se vuelven la clave interpretativa. En efecto, dado que "la naturaleza individual de la criatura impone un límite a la voluntad salvífica de Dios [...] si alguno se salva, es por la acción e intención divinas, mientras que, si alguno se condena, es como resultado del propio pecado contenido en su naturaleza" (p. 354).
Esto implica que la reprobación no es fruto de un decreto divino, sino la consecuencia indirecta de la serie que Dios decide crear: no existen decretos absolutos, pues todos los decretos son simultáneos y unificados en un único decreto divino. Dios no quiere el pecado y, por ende, quiere que todos los hombres se salven en virtud de su voluntad antecedente, sin embargo, permite el pecado como parte de la serie que compone el mejor de los mundos posibles dada su voluntad consecuente. Con esta distinción Leibniz pretende responder al famoso "sofisma del perezoso": en efecto, dado que desconocemos lo que infaliblemente ha decretado Dios, debemos obrar conforme a su voluntad presunta, "como si" siempre quisiese para nosotros la felicidad. La voluntad antecedente, por tanto, es la inclinación del sabio a todo bien, mediante la cual "éste produciría todo el bien posible, si no se lo impidieran otras consideraciones más poderosas" (p. 368); mientras que la consecuente es el resultado de todas esas inclinaciones, razón por la cual la voluntad de salvar a todos se ve impedida. Así, el hannoveriano extiende el campo objetual tanto de la voluntad antecedente como de la voluntad consecuente: la primera, a todos los bienes posibles; la segunda, a la mejor configuración o serie posible.
La distinción entre la voluntad antecedente y la consecuente, de igual forma, se relaciona con dos tesis centrales de su sistema: la exigencia a la existencia propia de las esencias y la incomposibilidad. Dados los distintos grados de bondad de cada ente posible, se sigue que Dios "quiere per se todos los bienes posibles" (p. 372), razón por la cual la voluntad antecedente es el fundamento real de este conatus existendi de las esencias. Sin embargo, dada la incomposibilidad entre las esencias, es necesaria una voluntad consecuente mediante la cual se opte por lo mejor. De modo que aquel "combate" entre los posibles que contienen este conatus existendi se convierte en un conflicto entre las distintas voluntades divinas, donde la voluntad consecuente se entiende como aquella fuerza producto del concurso de todas las voluntades antecedentes. Estas últimas no quedan completamente frustradas, sino que se integran a la voluntad final. De ahí que la permisión del mal concierna propiamente a la voluntad consecuente y no a la antecedente: la voluntad antecedente, que tiende a evitar el pecado, "cede su lugar a la voluntad permisiva consecuente" (p. 379). Gracias a esta atribución de la permisividad a la voluntad consecuente, Leibniz articula y salvaguarda tanto la omnisciencia y la omnipotencia divinas, como la inocencia o bondad de su voluntad. No obstante, al suponer que Dios "quiere" el mal de pena una vez dada la culpa, se sigue que el mal de pena entra dentro del campo de la voluntad antecedente, pero sólo de forma condicional: Dios quiere a menudo el mal físico como una pena debida a la culpa y, frecuentemente, como un medio adecuado o bien para impedir males mayores, o bien para obtener bienes más grandes. Por el contrario, la permisión del mal moral, al sólo ser admitido como consecuencia indirecta de la elección de lo mejor, pertenecerá por completo a la voluntad consecuente.
Partiendo de esta caracterización de la permisión del mal es posible resolver una última cuestión, a saber, cuál es la finalidad última que ha movido a Dios a permitir el mal, ante lo cual Leibniz recurrentemente afirma que el fin último es obtener un bien mayor que, por su propia naturaleza, supera nuestra comprensión. Dios hace todo para su propia gloria, que consiste en obrar en conformidad con su perfección y sabiduría, y se manifiesta tanto en la totalidad de la serie, como en la perfección de los medios para alcanzar este fin. Esto implica tres cosas: 1. que dentro de las obras de Dios no hay algo hecho en vano; 2. que la creación sigue un orden y una regularidad; y 3. que la creación sigue un principio de economía: la mayor variedad y riqueza de efectos mediante la vía más simple. Este último principio se cumple con mayor plenitud en las criaturas racionales, que no son meras partes del mecanismo del mundo, sino "partes totales" capaces de entrar en sociedad con Dios. Esto implica que la búsqueda de la mayor felicidad posible para las creaturas racionales es una ley suprema del obrar divino, y que la perfección total del universo coincide con la perfección moral de los espíritus. Dios no sólo es principio y causa de todas las substancias, sino también Monarca de todos los espíritus. Esta ciudad o república de los espíritus da a Dios la oportunidad de ejercer su justicia, su misericordia y, de esta forma, manifestar su gloria: "Dios crea todas las cosas para su gloria, la cual no quedaría plenamente manifestada si su obra no fuese lo más perfecta posible, tanto desde el punto de vista metafísico como desde el punto de vista moral" (p. 411).
Así, Dios permite el mal con la finalidad de obtener lo mejor, puesto que los pecados que uno quisiera evitar podrían ir acompañados de bienes mayores que de otra forma serían inalcanzables. La permisión del mal, en este sentido, no sólo da "ocasión" a Dios para obtener ciertos bienes, sino que es condición sine qua non para ello, razón por la cual Echavarría sostiene que el mal contribuye a aumentar la perfección total del universo. La clave interpretativa para entender esta permisión del mal, por tanto, se muestra en el recurso leibniziano a la armonía universal, ya que ésta se produce a partir de contrarios, de manera que la máxima armonía del universo sólo es posible en virtud de la combinación de estos bienes y males. Esto supone que aquella "necesidad moral" que permea la elección divina de crear el mejor de los mundos posibles también afecta la permisión del mal: "La permisión del pecado es lícita o "moralmente posible" únicamente cuando es un deber, es decir, cuando es "moralmente necesaria", porque el impedirlo constituiría un mal peor que el permitido" (p. 421), regla que es común tanto a Dios como a las creaturas.
Si Dios no permitiese el mal, faltaría a su propia sabiduría y bondad, ya que elegir un mundo distinto al actual sería peor que todos los pecados permitidos. Dios permite los males "por los bienes sobreabundantes que pretende obtener a partir de ellos, pues, aunque no sepamos ni el por qué ni el cómo, a través de esa permisión se obtiene el mayor bien posible" (p. 427). A pesar de que el entendimiento creado no alcance a vislumbrar las razones ocultas de la permisión del mal, estas existen en cuanto que están contenidas en la armonía de las ideas de Dios. Con esto, el filósofo de Hannover pretende desarrollar una apologética de la justicia e inocencia de Dios, en virtud de la cual defenderá que en este mundo existe mayor cantidad de bien que de mal. Esto último sólo tiene sentido bajo la fe cristiana, puesto que "la razón máxima por la que Dios ha elegido este mundo es entonces que en esta serie de cosas se logra la mayor perfección posible, en virtud de que en ella Dios mismo se hace hombre y se convierte en la cabeza de toda la creación" (p. 436). Es justo en este contexto en el que se entiende el significado propio de la felix culpa de San Pablo.
Teniendo todo este recorrido intelectual en mente, el presente texto no sólo nos permite adentrarnos a la metafísica leibniziana de la permisión del mal, sino también valorar sus alcances y sus límites, su herencia filosófica y la gran novedad del planteamiento leibniziano respecto a la tradición que recibe. Así, Echavarría sostendrá que "la metafísica leibniziana, lejos de ser un sistema que parte siempre de unos mismos principios establecidos y procede deductivamente hacia sus conclusiones, es más bien un intento de aproximación a la realidad desde distintos puntos de vista parciales, que no siempre alcanzan una conexión visible o explícita" (p. 447).