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Estudios de Asia y África

versión On-line ISSN 2448-654Xversión impresa ISSN 0185-0164

Estud. Asia Áfr. vol.50 no.1 Ciudad de México ene./abr. 2015

 

Traducción

Tapu

Liu Zhenyun

Traducción:

Liljana Arsovska


Tapu, una novela corta, dio comienzo a la fama de Liu Zhenyun y, en buena parte, mostró su sello personal. Tapu es un pueblo cuyo nombre deriva de una pagoda chueca, sin techo, en cuya cercanía está la escuela donde el personaje central y narrador de esta historia presenta el examen para entrar a la universidad.

Tapu puede ser cualquier aldea china donde jóvenes campesinos en los finales de la década de los setenta depositaban todas sus esperanzas de un mejor futuro.

Desde tiempos ancestrales, desde tiempos de Confucio, entrar a la escuela era para los chinos la manera de salir del hogar y enlistarse en las filas de la administración del imperio chino. Por lo visto, en la etapa socialista, posterior al establecimiento de la República Popular China, las cosas no habían cambiado mucho: entrar a la universidad en 1978 y hoy en día, en 2014, aún tiene la misma importancia. Claro que hoy en la China socialista entrar a la universidad no garantiza el ingreso al aparato gubernamental, pero sí, en buena medida, asegura un futuro lejos de la miseria económica. Entrar a la universidad es la aduana, el pasaporte para cruzar el umbral entre las dos categorías de ciudadanos chinos, los gobernantes y los gobernados, entre aquellos que juegan y aquellos que ponen las reglas del juego.

Un grupo de jóvenes campesinos chinos se reúnen en 1978 a fin de prepararse para los exámenes de ingreso a la universidad; comparten la pobreza y el anhelo de liberarse de ella, aunque sus motivos para estudiar son diferentes. Wang Quan quiere ser funcionario para reemplazar a los funcionarios locales corruptos que abusan del poder; Rata sólo quiere conseguir novia, y Mesa no quiere cosechar trigo por el resto de su vida. Liu Zhenyun describe la pobreza de los estudiantes a través de los tipos de panecillos, duros e insípidos, que traen de casa porque no tienen para comprar los alimentos del comedor; describe con lujo de detalles a Mesa, quien se deleita asando cigarras para saciar el hambre; también a los familiares amontonados detrás del cordón policial en espera de cambiar su destino gracias al hijo o hija que eventualmente logrará entrar a la universidad. Esa hazaña, relativamente simple y ordinaria en el siglo XX, para aquellos chinos, antes que un logro individual, es un logro colectivo, familiar, puesto que de ahí depende el bienestar futuro de toda la familia. La casa de Li Ailian, compañera de estudio, es descrita detalladamente: una choza, un padre alcohólico que “de una patada hizo rodar a su madre embarazada por las faldas de una colina”, un cúmulo de hermanitos que “devoran con la mirada el plato de sopa”.

A pesar de las infinitas campañas políticas de los cincuenta, sesenta y setenta en China, la ideología colectivista no consiguió suprimir el egoísmo innato a la naturaleza humana. Los que tenían el Manual de geografía universal no lo prestaban, pues al fin y al cabo los demás eran sus competidores. Y qué decir del maestro Ma Zhong, la encarnación del poder del hombre moralmente pequeño que alardea de su autoridad con el único fin de humillar a sus “súbditos” temporales.

Y luego, Li Ailian, una muchacha noble, presa del destino. Ella sólo quería huir de la pobreza, de la violencia familiar, deseaba entrar a la universidad para cambiar su vida y traer esperanza a su madre y a sus hermanos. Entre ella y el narrador se crean fuertes lazos de solidaridad, de cariño, incluso de pasión, aunque muy al estilo chino de aquellos tiempos y aquellos lugares. Juntos comparten muchos sueños de vida y prosperidad conjunta; algunos esbozados, otros silenciosos. Sin embargo, con tal de salvar a su padre moribundo, ella se casa con el nuevo rico del pueblo, quien promete pagar quinientos yuanes (mil pesos mexicanos) para la operación de su padre a cambio de desposarla. Y, así, ante la pobreza y el poder del hombre inmoral, acaban todos los sueños, sucumben todos los anhelos.

Liu Zhenyun, en diversas entrevistas con medios de comunicación, ha expresado puntos de vista por demás interesantes.

A la pregunta “¿Le intriga lo que piensa el público de usted?”, formulada por la Revista empresarial de China, Liu contestó:

No es importante lo que los demás piensan de ti; la clave está en lo que tú piensas de ti mismo. Siempre hay gente dispuesta a decirte quién y cómo deberías de ser. Por ejemplo, dicen que debes aprender de Lei Feng1 para ser como él. ¿Mil millones de personas pueden convertirse en una sola? Unificar la ideología, ¿acaso no es absurdo? Cada persona tiene su forma de pensar, ¿por qué hay que unificar el modo de pensar de todos? Lo único que se me ocurre es porque quieren sacar tus cosas y ponerlas en el bolsillo de otro. Primero, socavar tus ideas hasta desaparecerlas. Cuando alguien complica algo simple y elemental es porque quiere sacar provecho. Yo sólo tengo un principio fundamental: cuando adoptas la visión del mundo de otro, te conviertes en ese otro y entonces te quedas sin nada que decir en tu nombre.2

Tuve la fortuna de conocer Liu Zhenyun. Después de traducir Tapu, le escribí para formularle algunas preguntas simples. He aquí sus respuestas:

¿Por qué escribió Tapú?

¡Cómo extraño mi juventud! China, y particularmente su campo en aquellos años, aunque muy pobre, atrasado y sucio, tenía juventud, tenía amor, comedia, tragedia, odio y pasión. El fluir de las emociones, simples y humildes de mi pueblo, y no el sistema político de China, era el único fundamento para su sobrevivencia; en otras palabras, los sentimientos interpersonales, motor para su sobrevivencia, no tienen nada que ver con el autoritarismo del sistema político chino.

¿Entrar a la universidad aún es el único modo de sobresalir?

Tapu narra la historia de los exámenes de 1978; era el segundo año de exámenes al cabo de la Revolución Cultural. En aquel entonces, para los jóvenes chinos entrar a la universidad era el único medio de sobresalir; hoy, treinta y tantos años después, entrar a la universidad para los jóvenes del campo aún es una importante vía para “sacar la cabeza”.

¿El narrador de Tapu y usted son muy distintos? ¿Cuáles son las diferencias?

Vaya que somos distintos. En aquel entonces yo tenía veinte años y, ahora, cincuenta y tantos. Extraño aquellos tiempos. Hoy en día suelo soñar que tengo veinte años, que alguien empuja la puerta y me dice: “Liu Zhenyun, tus exámenes para la universidad no cuentan”. Aterrorizado, me cuelgo de sus mangas llorando: “¡Sabes cuánto me costó entrar a la universidad! ¿Cómo te atreves a decir que mis exámenes no cuentan?”.

Tapu

Hace nueve años me desmovilizaron del ejército y regresé a casa. En palabras de mi padre, los cuatro años fuera del hogar fueron en vano, ni entré al partido ni ascendí. Aparte de algunos pelos más en la barbilla estaba igual que cuando me fui. Pero, a decir verdad, en casa tampoco había grandes cambios. Eso sí, mis dos hermanos más pequeños, con la cara llena de acné y un hedor a caballo, alcanzaron mi estatura. Por las noches, del cuarto de mi padre salían suspiros. Sus tres hijos de un metro y medio de altura ya habían llegado a la edad de darle nueras, tantas como para acabar con un barril de vino. Era 1978, el segundo año de los exámenes para la universidad y yo quería probar suerte. Mi padre no estaba de acuerdo:

-No fuiste un buen soldado y... ¿piensas pasar los exámenes para entrar a la universidad? Además...

Además, para el repaso en la secundaria local había que pagar cien yuanes por adelantado. Mi madre me apoyaba:

-¡Y qué tal si!... -decía.

Mi padre me preguntó:

-¿Cuánto dinero te dieron al desmovilizarte?

-Ciento cincuenta yuanes -le respondí.

Papá aventó un enorme escupitajo fuera del umbral:

-Si quieres sufrir es asunto tuyo. Usa tu dinero, en casa ni te pediremos ni te daremos. Si entras, bien por ti; si no, no podrás echarme la culpa.

Fue así como entré en la secundaria local para repasar y prepararme para los exámenes de la universidad.

El repaso fue hecho justo para los jóvenes mayores que querían entrar a la universidad. Conocía a muchos del salón, varios habían sido mis compañeros de secundaria hacía cuatro años. Después de una época de caos social nos reunimos de nuevo; nos dio gusto reencontrarnos. Había también un pequeño grupo de jóvenes, graduados en 1977, que se unió a nosotros. El maestro nos convocó en la cancha de la escuela para una pequeña reunión. Después de revisar los trapos que usaríamos para dormir y la bolsa con víveres traídos de casa, el grupo de repaso ya estaba listo. A la hora de buscar un jefe de grupo para recoger las tareas y ayudar en la disciplina, los ojos del maestro cayeron en mí. Como había sido ayudante de jefe de grupo en el ejército, me escogió a mí. Me esforcé explicándole que en el ejército estaba en el pelotón de crianza, que todo el día criaba puercos, pero al maestro no le importó mi explicación; sacudió la mano y dijo: “Improvisa, improvisa”.

Había que acomodar a los compañeros. Los hombres se quedaron en un cuarto grande y las mujeres en otro. Había un pequeño cuarto destinado para el jefe de grupo, pero como hubo muchos estudiantes, tuve que compartirlo con otros tres. Después de repartir los dormitorios, fuimos al patio de la granja de producción para amarrar bultos de paja; luego, regresamos para acomodar los tapetes y las cobijas. En el dormitorio de hombres se pelearon por los espacios junto a la pared y las esquinas; en el cuarto pequeño, por ser jefe de grupo, me cedieron la esquina. Por la noche, antes de dormir, ya éramos camaradas. Wang Quan, de treinta y tantos, era mi compañero de secundaria. En aquel entonces era el más bruto, con pésimas calificaciones; quién sabe qué le picó que se alistó en la clase de repaso. Otro, muy chaparro apodado Mesa (mesa para moler en dialecto del norte de Henan significa chaparrito), traía un cinturón de cuero muy ancho. El otro era un joven muy guapo apodado Rata.

Nos cobijamos. No pudimos dormir de la emoción, así que nos pusimos a platicar sobre el porqué de la universidad. Wang Quan comentó que le gustaba el bullicio. Estaba casado y tenía dos hijos. Qué universidad ni qué universidad... odiaba el ambiente local, odiaba a los funcionarillos corruptos que abusaban del poder, así que decidió alistarse en el grupo de repaso para entrar a la universidad y luego convertirse en jefe local o provincial para controlarlos. Mesa dijo que no aspiraba a ser funcionario; lo que no quería era cosechar trigo durante toda su vida. Cortar y cortar con la cabeza agachada, ¿qué vida era esa? Rata, con su cara blanca, mientras leía un libro sucio bajo la lámpara de aceite, comentó que él era hijo de un cuadro local (su padre era jefe de la comuna popular local). Dijo que le gustaba la literatura pero no las matemáticas. Él no quería estudiar pero su padre lo había obligado a venir; no se arrepentía, puesto que la chica a la que pretendía (la más bonita, con un prendedor de mariposas sobre las trenzas) también estaba en el grupo. En ese medio año estudiaría para pasar los exámenes; si no los pasaba, entonces vería qué hacer, pero tenía que quedarse con la chica. Finalmente me tocó a mí. Dije que si yo tuviera esposa, como Wang Quan, jamás hubiera venido a las clases; si tuviera una novia, como Rata, tampoco. Así que, como no tenía nada, había venido a estudiar.

Al terminar nuestra presentación, decidimos que los motivos de Wang Quan eran los más nobles y luego nos dormimos. Al despertar iniciaríamos una nueva vida. La escuela estaba en la aldea Tapu. El nombre se debía a una pagoda de ladrillos chueca, ubicada en la explanada oeste del pueblo. La pagoda de siete pisos no tenía techo; se decía que un inmortal que volaba por esos rumbos, sin querer, había enredado su manga en él y se lo había llevado. Observar el horizonte desde la pagoda sin techo era una sensación inigualable; desafortunadamente, la gente tenía otras prioridades. La escuela estaba al lado de la pagoda, sin pared entre ellas. Al otro lado había sembradíos de maíz; al oeste de los sembradíos estaba un riachuelo. Muchos estudiantes varones abonaban por las noches las matas haciendo sus necesidades. La primera clase era de chino. Sonó el talán talán de la campana y el silencio se apoderó del salón. Rata me dio un codazo y señaló a su novia, Yueyue. La chica, sentada en la segunda fila, con un prendedor de mariposas sobre las trenzas y la cara rojo carmesí, realmente era bonita.

Rata me pidió que lo ayudara a sentarse junto a ella. Le estaba diciendo que sí, cuando el maestro subió al estrado. Se llamaba Ma Zhong; era un cuarentón feo, conocido por su intolerancia y sarcasmo. Nos observó a todos por más de dos minutos sin decir ni una palabra. Cuando vio a los fracasados del año pasado nuevamente sentados en el salón, asintió con la cabeza pelona y, ni tardo ni perezoso, dijo con voz burlona:

-Qué bien, otra vez por acá. Gracias a los que el año pasado no lograron pasar el examen aún tengo trabajo. Ojalá y sigan preocupándose por mí.

Aunque sólo se burlaba de algunos, a todos nos afectó su comentario. Luego alzó los puños unidos en son de agradecimiento y los agitó a los cuatro vientos, lo que provocó malestar entre nosotros. Después me pidió que tomara lista a los presentes. Al decir el nombre de los alumnos, éstos respondían “Presente” mientras el maestro asentía. Al terminar, Ma Zhong concluyó:

-¡Qué bonitos nombres!

Empezó la clase. En el pizarrón el maestro escribió: “El burro de Guizhou”.3Rata, lleno de confianza por su gusto literario, por querer presumir leyó: “El burro de hoy”.4 Todos se rieron salvo Yueyue, cuyo rostro se teñía de rojo. Cuando Wang Quan se quejó de que no tenía libro y no había repasado, Ma Zhong enfureció:

-¿Qué les pasa? -y con tono irónico agregó- ¿Olvidaron a su nana en casa?

Cuando hubo nuevamente silencio en el salón, Wang Quan dijo reconsiderando y arrastrando la voz:

-Un hombre capaz siempre encuentra la salida.

Cuando el maestro abordó la pelea entre el tigre y el burro,5 en el salón se oyeron ronquidos. Ma Zhong dejó de hablar para buscar con la mirada al responsable. Todos siguieron su mirada y vimos a Mesa dormir plácidamente, recostado sobre el pupitre de cemento. Pensamos que Ma Zhong nuevamente se enfurecería.

Ma Zhong, calmado, lo miraba dormir. De pronto, Mesa despertó y, apenado y asustado como conejo, miró con los ojos enrojecidos al maestro. Ma Zhong, inclinado sobre él, se puso a consolarlo:

-Duerma, duerma tranquilo. El presidente Mao ha dicho que el alumno puede dormir si la clase no le gusta -luego se enderezó y continuó-. Claro, tú eres libre de dormir y yo de no enseñar. Reconozco que mi nivel es bajo, no llega al de ustedes. ¿Les parece que deje de enseñar?

Luego regresó al estrado, se puso el libro bajo el brazo y salió enfurecido. El salón explotó. Unos se burlaban, otros reían, otros culpaban a Mesa. Él, tratando de disculparse, explicaba que al cambiar de cama necesitaba tres días para acostumbrarse; anoche no había dormido y por eso tenía sueño. Rata comentó:

-¡Pobre y delicado!

Todos se rieron. Quise poner orden pero nadie me hacía caso. Entonces descubrí a la única persona del agitado salón que no se había unido al borlote. Reclinada sobre el pupitre, estaba estudiando. Se encontraba al lado de Yueyue. Con sus veintitantos años, pelo corto, chaqueta roja de corte chino, miraba un libro y leía en voz baja, como monje en meditación. No pude más que admirarla y reconocer que de todo el salón, sólo ella era una estudiante de verdad.

A la hora de comer, al mediodía, Mesa estaba de muy mal humor. Aún no se atrevía a comer los panes duros que había traído de casa. Al anochecer, tirado sobre el petate y sin oír mis consejos, comenzó a llorar. Rata, acostado a un lado mientras escribía algo, se enojó:

-No me vengas con tus lloriqueos. Justo estoy escribiendo una carta de amor.

Mesa lloró aún más fuerte, a todo volumen.

Como mis consejos no servían, salí del cuarto y me dirigí hacia los maizales y luego al río.

Bajo la inminente puesta de sol, la corriente, teñida por el ocaso de rojo sangre, fluía sin hacer ruido. En la lejana orilla, una muchacha campesina juntaba pasto. Pensé que un hombre como yo, de más de 26 años, no debía juntarse con esos niños; luego, que en este enorme mundo, con las manos vacías, no tenía otra salida. Suspiré hondo y tomé el camino de regreso mientras miraba a la muchacha, que ya había juntado una enorme paca de pasto. Al verla detenidamente, asombrado me di cuenta de que se trataba de la muchacha que hoy, absorta en el salón, memorizaba el libro. Me acerqué y la saludé. Pequeña, rolliza, con la cara sonrojada, no era nada fea. Le dije que ese día había mostrado un comportamiento ejemplar; ella no contestó. Le pregunté por qué juntaba pasto. Con la cara enrojecida, dijo que tenía dificultades en el hogar, que su padre estaba enfermo, que tenía dos hermanos y una hermana menor. Juntaba pasto para venderlo y pagar la escuela.

-¡Qué pena! -le dije.

Ella explicó:

-Ahora estamos mucho mejor. Recuerdo que cuando tenía quince fuimos con mi padre a jalar carbón; eran las fiestas de año nuevo. La llanta de la carreta se ponchó y cuando la reparamos ya era media noche. Padre e hija jalando el carro, oíamos los cohetes y los festejos del pueblo cercano. ¡Qué sensación tan amarga! Ahora estoy en la escuela, debo aplicarme para corresponder a mis padres...

Yo sólo asentía mientras la escuchaba como si de pronto todo me quedara muy claro.

Cuando regresé al dormitorio, Mesa arreglaba algo en silencio. Rata, frente a la lámpara de aceite, aún leía aquel libro manchado mientras silbaba alguna canción; al parecer, la carta de amor se había ido. Wang Quan entró muy agitado; me había buscado por todos lados para decirme que mi padre había llegado a traerme panecillos; que me esperó un rato y luego se marchó ya caída la noche. En la bolsa que me dejó había panes de trigo que sólo comíamos en año nuevo. Mi corazón se estremeció. Después recordé a la muchacha del río y le pregunté a Wang Quan que quién era ella. Dijo que era de la aldea Guo, que se llamaba Li Ailian, que eran muy pobres, que su padre era un borracho. Ella, para estudiar, había peleado amargamente con su padre. Mientras yo asentía, Rata preguntó:

-¿Al jefe le gustó aquella niña? Este libro es Compendio de cartas de amor, te lo puedo prestar. ¡Atrévete, hombre!, no dejes pasar la oportunidad. En otros pueblos no existen las mismas tiendas ni el relleno de los ravioles es igual.

Enojado, le aventé la bolsa a la cara:

-Vete a la mierda -dije.

Todos se asombraron. Incluso el deprimido Mesa levantó la cabeza y me miró con los ojos muy abiertos. Era invierno; el viento penetraba en el salón, en los dormitorios. Día y noche hacía un frío insoportable. No había manera de esconderse ni calentarse y, para colmo, nevó. La nieve se congeló e hizo más frío. En las noches, el frío nos despertaba. Los cuatro del dormitorio, con tal de usar cada uno dos cobijas, dormíamos juntos, pies con cabezas. El salón no tenía calefacción. Por las noches, cada uno repasaba la clase con una lámpara de aceite, recostado sobre las tablas de cemento. Las ráfagas de viento hacían crepitar las flamas de las lámparas. Hileras de alumnos, con las manos en las mangas, encogidos como sombras bajo las lámparas, parecían fantasmas en un templo. A través de la ventana la pagoda parecía a punto de derrumbarse con el feroz viento. La gripa se apoderó del salón; uno dejaba de toser y otro comenzaba. Dos hermanos de la primera fila finalmente enfermaron gravemente; deliraban por la alta fiebre. No hubo más remedio que regresarlos a casa.

Compartí el pupitre con Li Ailian, pues Rata quería sentarse con Yueyue, así que intercambié lugar con ella. Eso nos acercó. Le platiqué de mis años de soldado, y de cómo le daba de comer a los cerdos. Ella me contaba cómo jugaba en los olmos, cómo una mañana se subió a ocho árboles por fruta y luego de venderla regresó a casa para hacer la comida. Su madre era buena; su padre tenía mal carácter, le gustaba tomar, se emborrachaba y golpeaba a todo mundo. Una vez, a patadas, hizo rodar a su madre embarazada por una colina.

La comida en la escuela era muy mala. Los estudiantes venían de hogares pobres, traían de casa panecillos fríos, compraban un poco de verdura curtida, un tazón de arroz, y eso era su comida de todos los días. Los que no se tocaban el corazón para gastar cinco centavos y comprar una sopa de col elevaban sustancialmente su nivel de vida. En nuestro dormitorio, sólo Rata gozaba de mejores condiciones en su casa y seguido traía algunos platillos ricos, pero los compartía únicamente con su novia. De vez en cuando, muy de vez en cuando, a Wang Quan y a mí nos dejaba probarlos, pero sólo probarlos; Mesa no gozaba de ese beneficio, pues no se caían bien. En esas ocasiones, Mesa, pobrecito, parado al lado, sentía antojo y rabia. Tras el incidente, cuando se durmió en el salón, corrigió drásticamente su comportamiento. Estudiaba mucho y por ello adelgazó horriblemente; así, se veía aún más chaparro.

Llegó la primavera, las hojas de los sauces brotaron. Un día, mientras cenaba en el salón de clases, Li Ailian puso ante mí un tazón de ravioles rellenos de brotes de sauce. La miré con profundo agradecimiento e inmediatamente los probé: me supieron a gloria. No me los acabé, decidí dejar uno para ofrecérselo a Mesa, quien moviendo la cabeza rechazó el manjar pues había decidido jamás comer de lo ajeno.

La esposa de Wang Quan llegó a visitarlo. Era una mujer grande y corpulenta de tez muy oscura y de muy mal genio. Entró y, luego de señalar a Wang Quan, comenzó a gritar que en su casa no había quien cocinara y que sus hijos aullaban de hambre; todo estaba patas para arriba, así que él tenía que regresar para poner orden. “Mientras nosotros pasamos hambre, tú aquí te das vida de rico. ¡Qué cabrón!”, dijo.

Wang Quan, sin contestar, buscó un palo y la corrió. En el patio, los dos actuaban como niños chiquitos, uno perseguía y la otra corría, hasta que finalmente ella decidió huir. Los compañeros, parados en el patio, morían de risa mientras Wang Quan, muy decidido, regresaba al dormitorio.

Al otro día, el hijo mayor de Wang Quan trajo comida. Wang Quan llamó al joven morenito a un lado y suspirando le dijo:

-Espera que papá entre a la universidad; cuando sea un gran funcionario, tú y tu madre probarán por fin la felicidad.

Una noche ocurrió algo extraño. Mesa, lastimosamente delgado, regresó muy tarde con la cara roja y los labios llenos de grasa. Le preguntamos que dónde había estado, pero él, sin contestar, se durmió. Wang Quan y yo concluimos, por la grasa de los labios, que seguro y había estado en algún restaurante; pero... ¿de dónde había sacado el dinero? Rata comentó:

-Seguro se robó algo. Miré con desprecio a Mesa mientras dormía. La plática cesó.

Fui yo quien finalmente descubrió su secreto. Una noche después de la escuela regresé al dormitorio. Al no ver a Mesa, salí a buscarlo. Caminé por todos lados sin encontrarlo y finalmente fui al baño: ahí, detrás de éste, vi una fogata de llamas diabólicas. Frente a ella había una sombra, era Mesa.

Me acerqué a hurtadillas. Sobre un papel que ardía, se movían unas cigarras recién salidas de su concha. Mesa se lamía los labios mientras ponía más cigarras en el fuego. Luego apagó las llamas y, lleno de regocijo, se metió las cigarras -quién sabe si aún vivas o ya muertas- en la boca. Con la boca llena se puso a masticar. Se me encogió el corazón, retrocedí unos pasos sin poder evitar hacer ruido. Mesa, sobresaltado, dejó de masticar, se dio la vuelta y, al reconocerme, atribulado entre el miedo y la vergüenza, balbuceó:

-Jefe, ¿no quieres probar? Están sabrosísimas.

No contesté ni probé las cigarras. Con el corazón amargo, agrio, contemplaba bajo la luz de la luna algo que me parecía un pequeño animal. Con lágrimas en los ojos, me le acerqué y, como si abrazara a un hermano, le dije:

-Mesa, regresemos a casa.

Él también tenía los ojos llenos de lágrimas, y suplicó:

-Jefe, no se lo digas a nadie.

-No se lo diré -asentí.

Llegó la fiesta del 1 de mayo y en la escuela, para celebrar, decidieron ofrecer mejores alimentos. Un plato de nabo con trocitos de carne valía 50 centavos. Año pobre, fiestas ricas. Los estudiantes aflojaron el bolsillo y cada uno compró un tazón. Ñam, ñam, masticaban a todo lo que daba. Algunos señalaban los tazones ajenos y decían que en el tazón de fulano había más pedazos de carne. Con el plato en la mano fui al salón de clases. Li Ailian, reclinada sobre el pupitre, no comía. Supuse que su economía no andaba nada bien, así que le di el tazón después de tomar algunas cucharadas. Levantó la cabeza, me miró y tomó el plato. Entre triste y conmovido me sentía un salvador, con ganas de proteger a alguien. Cuando las lágrimas se me asomaron en los ojos, salí. Al regresar por la noche, ya no la vi.

Era extraño. Llamé a Wang Quan y le pregunté por Li Ailian. Dio un suspiro y dijo:

-Su padre está enfermo.

-¿Es algo serio?

-Tal parece que sí.

Regresé al salón y le pedí prestada la bicicleta a Rata. Fui a la tienda comunal, compré un kilo de galletitas y me dirigí hacia la aldea de Li Ailian. No sabía por qué hacía eso.

Su hogar era muy pobre. Tres cuartuchos de paja con piso de tierra muy disparejo. Adentro estaba muy oscuro, sólo un cuarto tenía luz.

-Li Ailian... -la llamé.

Se oyeron ruidos, luego la puerta se abrió y Ailian salió. Al reconocerme, se asombró.

-¿Eres tú?

-Oí que tu padre enfermó y vine a verlos.

En sus ojos asomó una mirada de agradecimiento.

De la pared del cuarto colgaba una lámpara de aceite que emitía luz amarillenta. Sobre la cama, pegada a la pared, yacía un hombre de mediana edad, tremendamente flaco. Había trapos sobre un tapete llenos de paja de trigo. Varios mocosos rodeaban la cama. En la cabecera había una mujer jorobada, de cabellos blancos, también de mediana edad. Al parecer era la madre de Li Ailian. Cuando entré, todos concentraron su mirada en mí. Quise explicar mi presencia:

-Soy compañero de Li Ailian. En la escuela supimos que su padre estaba enfermo, así que me comisionaron a mí para visitarlos.

Luego le di la bolsa de galletas.

La madre reaccionó y me ofreció un asiento:

-¡Hombre!, además compraste estas galletitas tan caras.

El padre también reaccionó, se incorporó un poco y, tosiendo, me arrimó los cigarros de la mesa. Le dije que no fumaba.

Li Ailian explicó:

-Él es el jefe del grupo. Es muy bueno. Aquel platillo de carne... lo compró él.

Entonces me di cuenta de que sobre la cama estaba aquel plato que yo le había regalado.

Ella no se atrevió a comerlo, prefirió traérselo a su enfermo padre. Sus hermanitos devoraban con la mirada la carne del tazón. No pude evitar un amargo sabor en la boca.

Me quedé un rato, tomé el agua caliente que Ailian me había ofrecido, y me enteré de que la gastritis de su padre se había agudizado a causa de una reciente borrachera. Balbucee algo y me levanté para despedirme:

-Me voy, quédate esta noche y mañana te espero en la escuela.

Entonces, la madre de Ailian me cogió el brazo:

-Gracias, hermano, somos pobres en esta casa, ni siquiera pudimos ofrecerte algo de comer.

Luego, mirando a su hija dijo:

-Regresa con tu compañero, aquí somos muchos y no te necesitamos. Regresa de una vez y ponte a estudiar con él.

En la noche oscura, la vereda parecía una serpiente. Llevaba a Li Ailian en la parrilla de la bicicleta. Durante medio camino prevaleció el silencio. De pronto, oí suspiros y llanto. Luego, sus manos rodearon mi cintura y su cara se pegó a mi espalda:

-Hermano...

De nuevo aquella sensación caliente en mi corazón y aquellas lágrimas en mis ojos.

-Siéntate bien, no te vayas a caer -le dije; luego pensé: “Este año entraré a la universidad, faltan dos meses para el examen”.

A la escuela llegó una noticia: ese año en el examen se incluiría geografía universal. Antes sólo era geografía china. Todos nos angustiamos. Nuestros nervios parecían cuerdas estiradas. El insomnio se apoderó de Wang Quan, quien simplemente dejó de dormir; a Mesa le dolía la cabeza, miraba el libro y se le nublaba la vista.

Todos gritaban; insultaban a la escuela por no tener información fresca... y por carecer de libros de texto de geografía. Cada quien se puso a buscar material para estudiar. El único feliz era Rata, cuyo asunto amoroso había prosperado al punto de dar cosecha.

Pasaron varios días. Sólo algunos encontraron material para el repaso. Días antes del examen hubo quienes actuaron con bajeza: los que tenían libros los escondían, y así eliminaban competidores para los exámenes. En mi dormitorio, Mesa era el único que había encontrado un manual viejo de geografía universal, pero lo negaba. Escondido detrás de la escuela, como aquella vez con las cigarras, memorizaba a lo tonto. Wang Quan, Li Ailian y yo no teníamos nada, por lo que parecíamos hormigas en un caldero. Sucedió entonces que vino mi padre para traer comida. Al verme amarillo y preocupado, y al saber la causa, se golpeó las palmas de las manos y me dijo:

-El hijo de tu tía enseña en la normal del distrito Ji. Tal vez él tenga algo.

Recordé a ese primo y me alegré. Mi padre se levantó y se ajustó el cordón azul, listo para ir al distrito Ji.

-Regrese primero a casa; dígale a mi madre para que no se angustie -le dije.

-No hay tiempo para eso -contestó.

-Pero usted no sabe andar en bicicleta. De ida y vuelta son más de 90 kilómetros -objeté.

-De joven caminaba más de cien kilómetros por día.

Luego partió. Corrí detrás de él y le di la comida que había traído él mismo. Me miró y de sus labios rodeados de vello surgió una sonrisa. Sacó unos panecillos y dijo:

-No te preocupes, mañana por la noche regresaré.

Otra vez, no pude evitar las lágrimas.

Por la noche, durante el repaso, le di la noticia a Li Ailian. Ella se alegró. Al otro día, por la noche, Li Ailian y yo, por separado, salimos de la escuela a hurtadillas; nos reunimos afuera y caminamos un kilómetro hasta la salida del pueblo para encontrar a mi padre. Al principio, hablábamos y reíamos; después oscureció y en el camino, aparte de un anciano que recogía estiércol, no encontramos a nadie. Yo perdía las esperanzas, pero ella me consolaba:

-Tal vez a tu padre le dolieron las piernas y camina más lento.

Dejamos de hablar y esperamos hasta muy entrada la noche. Cuando ya no tenía sentido esperar, derrotados, regresamos, no sin convenir en encontrarnos en el mismo lugar al día siguiente, por la madrugada.

Al día siguiente, cuando cantaban los gallos yo ya estaba en el camino esperando por mi padre. A lo lejos divisé una sombra; pensé que era él... era Li Ailian.

-Te levantaste más temprano -dijo.

-Apenas llegué -repliqué.

La escarcha de la madrugada pintaba el suelo de blanco. Las gallinas del pueblo cloqueaban sin parar. Sentí frío y vi que Ailian también temblaba. Me quité la chamarra y se la puse en la espalda. Me miró sin oponerse. Me miraba con mucho cariño mientras pegaba su cuerpo al mío. Sentí calor, pero temblaba; quería agacharme para besarla. No lo hice.

Amanecía. El cielo se tiñó de rojo. De pronto, a lo lejos, apareció una sombra.

Ella se alejó y señalando hacia la sombra gritó:

-¡Es él!

Me alegré: “Sí, es mi padre, reconozco su forma de caminar”. Ambos corrimos a su encuentro.

-¡Padre! -grité.

-¡Hey!... -oí su respuesta.

-¿Encontraste el libro?

-Sí, hijo.

Enloquecí de alegría. Ailian se cayó, pero no hice caso. Mi padre caminaba tambaleándose.

-¿Lo encontraste?...

-Lo encontré.

-¿Dónde?

-Ya cálmate, deja que lo saque.

Mi viejo también estaba feliz. Mientras él se sentaba en el suelo, Ailian nos alcanzó. Mi padre desamarró el cordón que sujetaba sus pantalones, desabrochó la chaqueta, y del pecho sacó un viejo manual. Le arrebaté el libro aún caliente. Sí, decía Geografía universal; luego, Ailian me lo arrebató. La alegría teñía de rojo sus orejas mientras lo miraba.

-¡Sí, sí, es geografía universal!

Mi padre reía de vernos tan contentos. Entonces me di cuenta de que de la suela de uno de sus zapatos, completamente despegada, se asomaba algo rojo. Le quité el zapato y noté que su pie, lleno de tierra y grietas, también estaba lleno de ampollas con sangre. Algunas, ya rotas, lo teñían de rojo.

-¡Padre! -exclamé lleno de angustia.

Él, aún riendo, escondió el pie:

-No pasa nada.

Li Ailian, con lágrimas en los ojos, dijo:

-Tío, te hemos hecho sufrir.

-Ya tienes más de sesenta y cinco -añadí.

Mi padre, algo incómodo, repitió:

-No pasa nada, sólo que no fue fácil encontrar este libro. Tu primo lo buscó todo un día y apenas lo pudo encontrar; de lo contrario, ayer por la noche hubiera regresado.

Li Ailian y yo nos miramos y luego nos dimos cuenta de que toda su ropa estaba llena de tierra. Le preguntamos si se había caído. Cuando se arremangó el abrigo vimos sus codos llenos de polvo. Reímos todos.

Entonces mi padre, muy serio, dijo:

-Tu primo comentó que este libro es difícil de encontrar. A fuerzas se lo quitó a alguien, pero lo tiene que regresar en diez días.

Nosotros, también muy serios, asentimos.

-Si diez días no son suficientes, no lo regresamos; le diré que en un descuido perdí el libro en el camino -dijo papá.

-Diez días son más que suficientes -insistimos.

Cuando todos nos serenamos, mi padre, muy suspicaz, comenzó a mirar a Li Ailian.

-Es mi compañera de clases -le expliqué mientras la cara de Ailian se teñía de rojo.

Mi padre, con un brillo malicioso en los ojos, reía:

-¿Compañera, eh? Bueno, léanlo pues.

Se levantó para tomar el camino.

-Descanse padre, y luego se va -le dije.

-Tu madre debe de estar muy preocupada -contestó.

Vi cómo mi padre arrastraba los pies y desaparecía en el camino. Ailian y yo estábamos muy contentos hojeando el libro. Ya en la escuela, lo hojeábamos un rato yo y otro rato ella. Decidimos que al otro día, por la mañana, nos reuniríamos a la orilla del río para aprenderlo de memoria.

El segundo día, con el libro en la mano, crucé el maizal y llegué al lugar donde Ailian unos días atrás juntaba pasto. Sabía que ella llegaría antes que yo, así que quería sorprenderla apareciéndome por detrás. Mientras me hacía camino entre el maíz, miré hacia el río. El asombro que me invadió no me permitió avanzar, lo que vi era un cuadro por demás hermoso.

Ailian, tranquilamente sentada en la orilla, tenía frente a sí un espejito redondo y desenredaba delicadamente sus cabellos con un peine de dientes cortos. Lo hacía con gran cuidado y paciencia. El cielo del Este, teñido de rojo, iluminaba su cara, lo que producía un brillo dorado muy especial.

Me di cuenta de que era muy hermosa.

Ese día estaba muy distraído, la geografía simplemente no me entraba en la cabeza. En mi confusión noté que Ailian también estaba distraída. Ninguno se atrevía a mirar al otro, pues odiábamos nuestra falta de atención.

Por la noche nos reunimos en la carretera; con la luz de una linterna leíamos y repetíamos. Tal vez fue por la oscuridad o el silencio de la noche, pero estábamos muy concentrados. Cuando se apagaron las luces de la escuela ya teníamos memorizada una tercera parte del libro. Sorprendidos y emocionados, tiramos el libro al suelo y, sin ganas de regresar a él, nos acostamos sobre el pasto al lado de la carretera.

El cielo siempre es oscuro y las estrellas brillantes.

Miles de estrellas, colgadas en el inmenso vacío, iluminaban la noche.

Qué inmenso era el cielo, qué lejano estaba. Tal vez por primera vez en mi vida me daba cuenta de la grandeza, amplitud, bondad y belleza del universo. Escuchaba la respiración de Ailian; sabía que ella también contemplaba el cielo.

Ninguno de los dos habló.

En la noche fresca soplaba viento, pero ninguno de los dos se movía.

De pronto, ella, en voz, baja preguntó:

-Hermano, ¿pasaremos los exámenes?

-Seguro que sí -respondí con enorme certeza.

-¿Cómo lo sabes?

-El cielo y las estrellas me lo dijeron.

-¿Cómo crees? -reía.

Y nuevamente en silencio total seguimos contemplando el cielo.

-¿Y si tú entras a la universidad y yo no? -dijo con la voz algo temblorosa.

Yo también pensé lo mismo y sin querer me sacudí. Otra vez, con plena convicción, dije:

-Jamás te olvidaré.

-Si yo entro y tú no, yo tampoco te olvidaré -dijo ella.

Sentí su mano pegada a mi cuerpo y la sujeté. Su mano rasposa, de campesina, estaba caliente.

-Hermano, tengo frío -dijo de repente.

La abracé. Mientras estaba entre mis brazos sus ojos negros, quietos, me miraban con gran ternura. Besé sus labios mojados, su nariz y sus ojos. Era la primera vez en mi vida que besaba a una mujer. ¡Qué esfuerzo! ¡Qué faena! ¡Qué cansancio! ¡Qué bochorno!

El insomnio de Wang Quan se agravó. Por no poder dormir sus ojos estaban llenos de sangre. Sus cabellos, despeinados, parecían un nido de pájaros y él, un fantasma, feo y muy malhumorado. Una noche golpeó a Mesa por roncar. Mesa se despertó y se puso a llorar mientras Wang Quan rezongaba: “Eso no se vale, simplemente no se vale”. Los dolores de cabeza de Mesa arreciaron: mientras más estudiaba, más le dolía la cabeza. No le quedó otra más que gastar veinte centavos y comprar una pomada de Tigre, la cual untaba a cada rato en las sienes sobre el punto que en acupuntura llaman taiyang. Todo el cuarto olía a pomada de Tigre. Cuando una noche nuevamente lo encontré llorando, le pregunté:

-¿Te pegó otra vez Wang Quan?

Meneó la cabeza y contestó:

-¡Qué sufrimiento, jefe! Por favor no permita que vaya a la universidad, mándeme a una escuela técnica.

Los pájaros cantaban, llegaba la temporada de cosechar el trigo. Para cosechar el trigo sembrado en la escuela se suspendieron las tutorías. Los estudiantes, dejados a su suerte, tuvieron que estudiar por sí solos. Fui a quejarme con el director, quien sugirió ayudar a los maestros para recoger el trigo más pronto y así reanudar las clases.

Me molesté con el director puesto que sólo faltaba un mes para los exámenes y los estudiantes perderían tiempo en la cosecha. Pero cuando le dije a los compañeros, ellos inesperadamente se pusieron muy felices y apoyaron la idea del director; estaban cansados de estudiar todo el tiempo sin conseguir grandes resultados. Cosechar el trigo era una buena razón para dejar reposar el cerebro. Gritaron de alegría; empujándose salieron del salón y se fueron a cosechar. Las tierras de la escuela estaban al oeste del riachuelo. Cuando los alumnos llegaron, sin decir palabra, arrebataron las hoces de las manos de los maestros y, como parvada de gansos, chischás, acelerada y rítmicamente, con rapidez y orden, cosechaban. En poco tiempo recogieron la mitad del trigo. Remojados en sudor, sus nervios, tensos, se relajaron. Todos se convirtieron en campesinos y se afanaban entre risas y bullicio. Los maestros, parados en las orillas, halagaban sus esfuerzos. Ma Zhong dijo:

-Estos alumnos, tan irregulares en sus estudios, son expertos en cosechar el trigo. Sería bueno que en los exámenes para ingresar a la universidad los pongan a recoger trigo.

Sequé el sudor de mi frente y miré alrededor, el campo y la gente; por primera vez saboreé el placer del trabajo físico.

Antes del anochecer, el trigo ya estaba recogido. El director, conmovido, ordenó mejorar gratuitamente los alimentos por una sola vez. Otra vez era nabo, adobo de nabos con trocitos de carne, pero ahora había suficiente para todos. Nos lavamos las manos y la cara y fuimos a comer. ¡Qué sabrosa comida!

En los días posteriores ocurrieron algunos hechos desagradables. Primero, Wang Quan dejó la escuela. A un mes de los exámenes decidió retirarse. Era el primer año de la repartición de tierras y en cada pueblo entregaron parcelas de trigo. A la familia de Wang Quan le tocaron unos acres. Eran tiempos de cosecha, así que si lo dejaban, el trigo se pudriría. Visitó nuevamente la escuela aquella enorme mujer negra de Wang Quan. Esta vez platicaron sin insultos:

-El trigo está en su punto, ¿vas a regresar para la cosecha? Si no regresas, dejaré que se pudra en la tierra.

Sin esperar su respuesta, nos mostró su trasero y partió.

Wang Quan se quedó pensando.

Llegada la noche me llevó al salón, sacó por primera vez una cajetilla de cigarros, me dio uno y él encendió otro. Mientras fumábamos me dijo:

-Hermano, fuimos compañeros de secundaria y por más de medio año hemos compartido el dormitorio, ¿somos o no somos amigos?

-Claro que lo somos -le dije.

Aspiró de nuevo:

-Entonces, te preguntaré algo, pero tienes que contestarme con la verdad.

-Claro -le dije.

-Conociéndome, ¿crees que pasaré los exámenes?

Me paralicé y no pude responderle. A decir verdad, su capacidad intelectual no destacaba, ningún conocimiento se le grababa. Según él, el río Amarillo tenía treinta y tres kilómetros, y ni qué decir de ese medio año en el cual su insomnio deterioró aún más su memoria. Sin embargo, estudiaba mucho, por lo que me puse a consolarlo:

-Aguantaste medio año, sólo falta un mes.

Asintió aspirando nuevamente el cigarro y de pronto le afloraron los sentimientos:

-Mi esposa la pasa muy mal; los hijos también sufren. La verdad, saqué a mi hijo de la primaria para estudiar yo. Si no entro a la universidad, ¿qué le diré a mi hijo?

-¿Y si entras qué? En eso no hay garantías.

Asintiendo de nuevo continuó:

-También está el trigo. Si no lo recogemos pasaremos hambre.

-Llévate algunos compañeros para que te ayuden -le dije.

Negó con la cabeza y replicó:

-¿Cómo podría atreverme en este momento a molestarlos?

-Piensa bien -le dije-, el trigo es sólo por una temporada; la universidad es para toda la vida.

Él asintió.

Pero al otro día, por la mañana, el lecho de Wang Quan estaba vacío; sólo yacía la paja de trigo, seca y amarilla. Tomó una decisión y, a media noche, sin despedirse, partió. Dejó su estera, que tenía algunos agujeros, junto a la almohada de Mesa. Al mirar el lecho vacío sentimos tristeza. Mesa no se pudo contener.

-Miren, se fue sin despedirse.

Con lágrimas en los ojos intenté consolarlo:

-Mesa -le dije cuando él estalló en llanto-, lo siento, fue mi culpa, yo tenía el libro de geografía pero no dejé que lo leyera.

Pocos días después pasó la segunda desgracia. Rata terminó con su novia. No dijo la causa, sólo repetía que ella no tenía corazón, que lo despreciaba y no quería nada con él. Si él insistía en continuar, ella lo acusaría con los maestros. Aventó al piso el Compendio de cartas de amor y se puso a llorar.

-Jefe, ¿es o no es una persona miserable?

Me puse a consolarlo. Le expliqué que la buena posición de su familia y su aspecto físico le ayudarían a encontrar otra. Tomó fuerza y con mucho odio dijo:

-¿Se atreve a despreciarme a mí? Me prepararé muy bien; deje que entre a la universidad de Beijing, para que vea de lo que se perdió.

Se puso los zapatos para ir al salón a revisar las notas y los libros. Sólo faltaban dos semanas para los exámenes; por más talentoso que fuera, ya era tarde para prepararse.

La tercera desgracia fue que el padre de Li Ailian se enfermó nuevamente. Al llegar al salón, en la noche, vi una nota que ella había dejado en el libro: “Hermano, mi padre enfermó de nuevo. Debo regresar, pero no te preocupes. Volveré pronto, Ailian”.

Esperé dos días; ella no regresaba. Impaciente, tomé prestada la bicicleta de Rata y me fui al pueblo Guo. En su casa sólo estaba su madre acarreando trigo. Me dijo que esta vez la enfermedad era grave, y que por la noche Li Ailian lo había llevado al condado Xin. Empujando la bicicleta, regresé desolado. Al llegar a la entrada del pueblo miré el camino que conducía hacia el condado Xin, con álamos erguidos en ambos lados del camino. Pensé: “Quien sabe qué tan grave sea la enfermedad. Sólo faltan diez días para los exámenes; ojalá y no se compliquen las cosas”.

Llegó el día.

El examen se programó en nuestra escuela; el ambiente era mucho más denso que de costumbre. En las paredes yacía un sinnúmero de avisos y amenazas: “Obedezcan el reglamento”, “No se permite hablar o murmurar”, “Quien viole las reglas pierde derecho a examen”... En la puerta decía: “Es obligatorio el formulario de admisión”, “Antes de entregar el examen, cotejar la foto del alumno”, “Quien llegue treinta minutos tarde pierde derecho a examen”. El pequeño salón estaba vigilado por cuatro o cinco maestros. Ma Zhong, de pie en el estrado, profería amenazas e insultos:

-Ahora, todo depende de ustedes. No pasar el examen es vergonzoso, pero ser expulsado por haber violado la disciplina es todavía más vergonzoso.

Luego, entraron varios policías uniformados. Nosotros, con la respiración contenida, sumamente nerviosos, sólo escuchábamos nuestros latidos. Fuera del salón había varios triciclos motorizados de la policía; habían traído los exámenes y esperarían para llevárselos. A treinta metros de la escuela la policía instaló un cordón de seguridad. Fuera del cordón estaban los familiares de los estudiantes, nerviosos y preocupados. Mi padre también estaba ahí, me había traído una bolsa de huevos cocidos. Dijo que mi madre los coció, eran treinta y seis, un número de la suerte. Los comí fácil y rápidamente. Mi padre miraba hacia la escuela y esperaba sentado sobre un ladrillo. No se percataba de las gotas de sudor en su frente ni del polvo que cubría su cuerpo y su cara. Miré aquel escenario preparado para el examen; a la gente de pie fuera del cordón; a mi padre sentado en aquel ladrillo, y mi corazón se estremeció.

Repartieron los exámenes. Las primeras dos horas fueron para el examen de ciencias políticas. De pronto sentí un mareo, pero apreté los dientes y se pasó. Y luego me invadió un enorme y desconocido cansancio. Pensé, ya todo terminó, no pasaré el examen. Estaba muy intranquilo. Recordé la nota que hacía dos días me había mandado Li Ailian:

Hermano: ya se acerca el día del examen. Si los seis meses de esfuerzo y sufrimiento fueron en vano, ahora lo sabremos. Por cuidar a mi padre no podré tomar el examen en nuestra escuela. Lo haré en el condado Xin. Querido hermano, aunque no haremos el examen en el mismo lugar, sé que nuestros corazones estarán juntos. Pienso que lograré pasar el examen y de todo corazón deseo que tú también lo hagas. Ailian.

Sólo escribió eso. Con la carta en la mano miré en dirección del condado Xin. ¿Llegaría a tiempo al examen?, ¿estaría muy cansada por haber cuidado a su padre?, ¿estará asustada?, ¿sabrá cómo contestar las preguntas? Luego imaginé que ella, muy seriamente me pediría que no pensara en ella y sólo me dedicara a contestar el examen. Cerré los ojos y me concentré nuevamente en las preguntas. Ahora las leí con claridad y las comprendía. Me sabía de memoria los temas, así que me calmé y dejé de sentir miedo. Remojé la pluma en el agua y me puse a escribir. Después de la primera línea recordé todo y me puse muy contento. Agradecí la advertencia de Ailian, aunque imaginada por mí, y las líneas fluyeron. Miré el reloj que me habían prestado y, justo al escribir la última respuesta, sonó la campana que señalaba la hora de recoger el examen.

Erguí la cabeza; escurría sudor de mi frente. Luego, oí las amenazas de Ma Zhong:

-Ya dejen de escribir, volteen los exámenes y tráiganlos a mi escritorio. El último minuto no les ayudará a entrar a la universidad. En la sartén, por más que quieran, a las hormigas ya no les da tiempo de huir.

Entregué el examen y salí.

Mi padre ya no estaba en el ladrillo; mezclado entre la multitud, estiraba el cuello para mirar los salones. Al verme salir, se acercó rápidamente:

-¿Qué tal te fue?

-Bien -contesté.

Rio. Era una risa nerviosa, preocupada; era la risa posterior a una larga espera. Parecía forzada, amarga y cansada. De sus ojos brotaban lágrimas; sus viejas pupilas emitían un brillo de agradecimiento.

-Bien, qué bien.

Sacó seis huevos y me obligó a comerlos. Yo no tenía hambre, sino mucha sed.

-No tomes agua, los exámenes siguen; si tomas agua tendrás ganas de orinar.

Sin hacerle caso corrí hacia los termos de agua; gluglú, bebí apresurado.

Faltaban diez minutos para el próximo examen. Regresé al dormitorio. Rata y Mesa estaban allí. Mesa, nervioso y sudoroso, hojeaba sus libros; al verme entrar expresó casi a punto de llorar:

-Jefe, estoy acabado. Me sabía todas las preguntas pero las respuestas se me mezclaron. Los “principios generales del partido comunista” los confundí con los “principios básicos del socialismo”.

-¿Y los otros cinco? -pregunté.

-También mezclé otros dos. ¡Madre mía! ¿Y si no paso este examen? -contestó casi llorando.

Este examen ya terminó. Ahora concéntrate en el examen de matemáticas -dije para animarlo.

Aún muy intranquilo siguió:

-Claro, como tú lo hiciste bien no estás preocupado. Pero yo me sabía todas las respuestas y aun así confundí todo. Soy un tarado, muy tarado.

Luego se aplastó la cabeza con ambas manos.

Rata, también desolado, no decía ni una palabra.

-¿Cómo te fue a ti? -le pregunté.

Me miró:

-¿Y a ti qué te importa?

Luego abrazó su cabeza y comenzaron los lamentos:

-Juro por sus putos ancestros que entiendo las preguntas pero ellas no me entienden a mí. Durante el examen no escribí nada y, cuando sonó la campana, en una de las hojas puse: ¡Qué viva el Partido Comunista chino! Los hijos de puta que revisarán el examen, ¿me darán algún punto?

La campana anunciaba el inicio de otro examen. Los estudiantes -unos contentos, otros nerviosos, otros desolados- nuevamente se congregaron en el campo. Fuera del cordón, los ansiosos familiares seguían esperando. Mi padre se sentó en el mismo ladrillo de antes. Ma Zhong nuevamente se puso a predicar. Dijo que en el examen anterior varios lo habían hecho muy mal y que ahora debían poner atención para no echarle la culpa a él. Nos hizo perder diez minutos del examen. Repartieron las hojas, luego el silencio sólo era interrumpido por el sonido del lápiz sobre el papel.

Se escuchó un golpe y el desorden se apoderó del salón; al mirar, vi a Mesa desmayado en el suelo. Los maestros corrieron hacia él, y mientras los alumnos aprovecharon para copiar; poco después dejaron a Mesa para restablecer el orden. Ma Zhong profería de nuevo amenazas.

Cuando la calma retornó, sacaron a Mesa del salón.

En los brazos de otros, Mesa pasó a mi lado. Lo miré.

Tenía los ojos cerrados y su cuerpo temblaba; le rechinaban los dientes y su cara estaba pálida; por su cabeza escurría sudor. Sentí un escalofrío y ganas de llorar. Mesa, mi buen hermano, ¿así terminas? ¿Y tu pomada de Tigre? ¿Por qué no te pusiste más pomada de Tigre en las sienes? ¿Por qué tuviste que desmayarte? Medio año de sufrimiento, ¿para acabar así? ¡Qué pena hermano!

Antes de concluir el examen se armó otro lío, esta vez con Rata. Ma Zhong, parado delante de él, miraba su examen. De pronto, arrancó las hojas de sus manos y enojado le gritó:

-¿Qué contestas? ¿Ésas son tus respuestas? ¿Qué estupideces son ésas?

Los otros maestros preguntaron:

-¿Qué pasa? ¿Qué escribió?

Ma Zhong dijo:

-No es nada contrarrevolucionario, pero sí un desastre. Dejen que lea -luego, con todo lo que le daba la garganta, comenzó-: “Dirigido al Ministerio de Educación y al Comité Central del partido: muy emocionado les escribo para decirles que no conozco las respuestas de los exámenes, pero mi corazón es de ustedes. Permítanme entrar a la universidad. Sabré servirle al pueblo...”

-¿Qué es esto? ¿Crees que aún son tiempos de Zhang Tiesheng?6

Entró el director, quien traía en el pecho un pin de supervisor. Pidió a los estudiantes seguir con el examen y sólo entonces Ma Zhong dejó de hablar. Después de dos días, los exámenes por fin concluyeron.

Sabía que no me había ido mal. Estaba seguro de que entraría a la universidad; tal vez no a una de primer nivel pero seguro a una de mediano prestigio. Lo comenté con mi padre; él me esperó durante dos días detrás del cordón policiaco. Primero no pudo decir nada; luego, por primera vez en la vida un viejo campesino chino abrazó con fuerza a su hijo al estilo occidental y dijo balbuceando:

-¿Y ahora qué va a pasar?

Me soltó y empezó a reír. Me sacó fuera de la escuela con intención de llevarme a casa. Le dije que mis cosas aún estaban en la escuela. Me soltó de nuevo y fue a casa a dar la noticia a mi madre y a mi hermano menor, para alegrarlos también.

El estudio terminó, llegó el tiempo de ir a casa. Algunos reían por haber hecho un buen examen; otros lloraban por haber contestado mal. En la víspera de la despedida todos contuvieron sus sentimientos y se reunieron en el dormitorio grande, como hermanos a punto de separarse. Mesa aún estaba en el hospital. Juntaron dinero, compraron dos botellas de aguardiente y una bolsa de cacahuates. Cada quien un trago, un cacahuate y la reunión fluía. Varios lloraron; algunas compañeras se ahogaban en llanto. Luego vinieron los discursos. Acordaron que independientemente de quién entrara a la universidad, el que primero llegase a ser rico y poderoso, tal como reza un viejo proverbio chino, jamás olvidaría a sus compañeros de repaso. Al amanecer, cada uno tomó sus pertenencias y con tristeza regresó a su pueblo.

Los compañeros se fueron; yo no tenía prisa, quería buscar algún lugar para relajarme. Corrí diez kilómetros hasta el puente, miré a mi alrededor y, al no ver a nadie, me quité toda la ropa y me metí al río para sacudirme la capa de mugre acumulada durante los seis meses de repaso. Nadé hasta que me cansé y luego me puse a flotar mirando al cielo. Recordé a Wang Quan, a Mesa, a Rata, y sentí amargura en el corazón. Yo estaba feliz y ellos, tristes. Salí y me vestí sintiéndome culpable.

Caminé por la vereda, triste y contento a la vez; recordé a mis padres y a mi hermano. En ese medio año se abstuvieron de muchas cosas para permitirme asistir a la escuela. Era tiempo de regresar a casa. Recordé a Ailian. ¿Cómo estaría su padre? ¿Cómo le habría ido en los exámenes en el condado Xin? Sentí angustia y decidí que al día siguiente, muy temprano por la mañana, iría al condado Xin.

Mis pensamientos divagaban cuando vi una carreta de burro frente a mí. La acarreaba Wang Quan. Corrí a su encuentro y lo abracé.

Hacía apenas un mes que nos habíamos separado y él había cambiado mucho. No parecía el joven que se preparaba para entrar a la universidad; su aspecto, más bien, era el de un viejo campesino con sombrero de paja, abrigo viejo y sucio, la cara llena de rastrojo y un látigo en la mano.

Él también se puso feliz de verme. Me abrazó y me preguntó que cómo me había ido en el examen; yo le pregunté si había recogido el trigo, cómo estaba su mujer, sus hijos. Sin saber quién debía contestar primero, nos pusimos a reír.

Caminamos juntos y hablamos de todo. Recordé a Ailian y le pregunté:

-¿Qué sabes de Ailian? ¿Cómo está su padre? ¿Cómo le fue en el examen en el condado Xin?

Guardó silencio, con la mirada llena de preguntas, luego volteó hacia mí y con frialdad contestó:

-¿No supiste lo de ella?

-Me escribió para decirme que haría el examen en el condado Xin.

Wang Quan suspiró:

-No se presentó al examen.

Asombrado, me detuve con la boca abierta. Wang Quan agachó la cabeza. Comencé a gritar:

-¿Qué? ¿No participó? No es posible, pero si ella me escribió una carta...

-No, no participó -dijo Wang Quan suspirando de nuevo.

-Entonces, ¿qué pasó? -pregunté.

Él se sentó en cuclillas, abrazó su cabeza y después de un largo rato dijo:

-De veras no lo sabes... Ella se casó.

-¿Qué? -grité como partido por un rayo. Cuando recobré mis sentidos, agarré a Wang Quan con ambas manos y furioso le grité:

-¡Me mientes! ¡Dices tonterías! Ella me escribió una carta, me dijo que haría el examen en el condado Xin. ¿Cómo podría casarse? Wang Quan, nosotros somos buenos amigos, no juegues conmigo de esta manera.

Wang Quan sollozó:

-Por lo visto tú no sabías nada. Claro que somos amigos. ¿Cómo crees que podría mentirte? Su padre enfermó mucho, comenzó a escupir sangre y le pedían quinientos yuanes para hospitalizarlo y operarlo. La familia, nerviosa y preocupada, no tenía de dónde tomar prestado. Entonces un tal Lü Qi, quien se había enriquecido de la noche a la mañana, dijo que si Li Ailian se casaba con él, él pagaría el costo del hospital. Era un asunto de vida o muerte, no podían esperar, así que...

Lo solté, me paré a un lado. Sentía estar soñando.

-Pero si ella escribió la carta...

-Lo hizo por bondad, por cariño. No quería que tú te distrajeras. Si su lugar de residencia no es el condado Xin, ¿cómo podría presentar el examen allá?

Otra cubetada de agua fría. Claro, su lugar de residencia no es Xin, ¿cómo presentaría el examen allá? Pero yo nunca lo pensé, por egoísmo, por puro egoísmo.

-¿Cuándo se casó?

-Ayer.

-Ayer yo aún estaba en los exámenes.

Apreté los dientes. Parado allí, al parecer mi aspecto causaba miedo. Wang Quan dejó de llorar y se puso a consolarme.

-Ya cálmate, no sufras tanto; ya todo pasó, no vale la pena sufrir.

-¿Se casó? -pregunté de nuevo.

-Se casó.

-¿Por qué no esperó el fin de los exámenes? Sólo era un día.

-Al hombre le daba miedo que ella pasara el examen y entonces el asunto se echaría a perder.

Comencé a golpearme la cabeza.

-¿En qué pueblo se casó?

-El pueblo Wang.

-¿Cómo se llama el desgraciado?

-Lü Qi.

-Iré a buscarlo.

Dije eso y sin escuchar las súplicas de Wang Quan me eché a correr. Al llegar al pueblo me di cuenta de que había corrido hacia la aldea Guo, donde estaba la casa paterna de Ailian. Me di la vuelta y corrí en sentido contrario, hacia la aldea Wang.

Al llegar detuve mis pasos y recordé las palabras de Wang Quan. Ya está casada, ya nada se puede hacer. Me senté en cuclillas y, sin poder contenerme, comencé a llorar.

Dejé de llorar, me sequé los ojos y entré a la aldea. Pregunté por la casa de Lü Qi y al llegar a su puerta vi un cartel que decía: “Doble felicidad”7 colgado en la pared. Avancé y sentí un tremendo golpe en la cabeza. Parecía que hubiera topado con un tronco. Fuera de mí, me detuve allí.

No me moví por largo rato.

La puerta se abrió y alguien salió. Blusa roja, pantalones verdes y una flor insertada en el cabello. ¿Acaso no es la Ailian que me abrazaba la cintura y me llamaba hermano? ¿Acaso no es la Ailian que yo abracé y besé? ¿No es la que me decía que jamás me olvidaría? Pero ella ya estaba casada, no fue al examen, ya era la mujer de otro.

La miraba sin poder moverme.

Li Ailian notó mi presencia: como golpeada por un rayo, se quedó parada sin hablar, temblando.

No me moví, no pude moverme, ni siquiera pude llorar. Abrí la boca; la sentí seca y amarga. Mi lengua no obedecía órdenes; las palabras no salían.

Ella tampoco hablaba. Con la cabeza recargada sobre la puerta, sin fuerzas, sólo me miraba. Poco a poco las lágrimas comenzaron a escurrir.

-Hermano...

Con todas las fuerzas de mi cuerpo y de mi corazón le grité al mundo:

-¡Hermana! -pero mi voz era débil, casi inaudible.

-Entra, ésta es la casa de tu hermanita.

-¿Entrar?

Di la vuelta y como loco me eché a correr hacia la orilla del río fuera de la aldea. Caí y empecé a llorar. Ailian me siguió. Caminó conmigo un kilómetro y le pedí que regresara:

-Regresa a casa, hermanita.

Me jaló del hombro y se puso a llorar. Tomó mi cara y, desesperada, loca, sin importarle nada, se puso a besarme, a estrujarme, a acariciarme.

-Hermano, no me olvides.

Detuve mi llanto y asentí con la cabeza.

-Te defraudé, perdóname -dijo.

-Ailian... -dije mientras la estrujaba de nuevo en mis brazos.

-Hermano, no lo olvides: cuando entres a la universidad yo estaré sentada a tu lado.

No quería llorar, pero no pude detener el llanto mientras asentía con la cabeza.

-Jamás me olvides. Si estás en los confines del mundo, riendo o sufriendo, recuerda que estoy contigo.

Seguí asintiendo.

En el crepúsculo, al oeste, destellaba el último brillo de aquel rojo atardecer.

Me fui.

Caminé un rato, miré hacia atrás y vi a Ailian aún en la orilla, mirándome. Su silueta, el aire que soplaba bajo su blusa, el sauce que le hacía sombra en aquel crepúsculo, en aquel rojo atardecer, la hacía parecer una imagen de papel cortado…

1Lei Feng fue soldado del Ejército de Liberación Nacional. Tras su temprana muerte (murió a los 22 años) se convirtió en la imagen nacional de sacrificio y servicio al pueblo. Su imagen se agrandó y se sigue agrandando por medio de muchas campañas de estudio de la vida y obra de Lei Feng.

3Obra literaria escrita por Liu Zongyuan durante la dinastía Tang (618-907). Liu Zongyuan, junto con Han Yu, Ou Yangxiu, Su Xun, Su Shi, Su Zhi y Wang Zeng, forma parte del grupo de los “Ocho grandes de las dinastías Tang y Song”. Su legado literario lo conforman más de seiscientos textos en prosa y poesía.

4El caracter jin 今 forma parte del caracter gui 黔, por lo que es relativamente fácil confundir la pronunciación de ambos, y es éste un fenómeno frecuente en el idioma chino.

5“El burro de Guizhou” es una fábula corta. En Guizhou no había burros. Un hombre llevó un burro a Guizhou y, al ver que no servía para nada, lo abandonó en el cerro. El tigre, al principio le tenía mucho miedo, pero cuando descubrió que el burro no tenía grandes virtudes ni aptitudes, lo atacó y se lo comió.

6Zhang Tiesheng (1959), oriundo de la provincia de Liao Ning. En 1973 participó en los exámenes para entrar a la universidad. En el examen de Física entregó las hojas en blanco con una carta dirigida al partido donde criticaba a los intelectuales. Eso le permitió la entrada a la universidad y muchos asensos en el sistema administrativo; por ello, fue conocido como El héroe del examen en blanco.

7El símbolo “Doble felicidad” (喜喜) es un símbolo tradicional chino muy popular, utilizado en ceremonias matrimoniales.

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