I. Introducción
A pesar de que dos de los principales apartados de los Principios de la filosofía del derecho (Grundlinien der Philosophie des Rechts [GPR]) llevan por título “Moralidad” y “Eticidad”, resulta problemático afirmar que Hegel haya escrito, como tal, una “ética”, si entendemos bajo este término no sólo una teoría de la normatividad práctica, sino una teoría que pretenda brindar directrices a los individuos para alcanzar la felicidad o una vida lograda. Al menos, hablar de ética en Hegel no parece ser algo de suyo evidente.1 Las razones de esto son varias. En primer lugar, resulta claro que Hegel comparte el escepticismo -característico de sus contemporáneos- hacia las propuestas de corte eudaimonista.2 En efecto, al igual que muchos otros pensadores de suépoca, Hegel rechaza la idea de que la filosofía pueda o deba aspirar a hacer “mejores” a los individuos -basta tan sólo recordar la tajante afirmación en la Fenomenología del espíritu según la cual la filosofía debe evitar a toda costa ser “edificante” (erbaulich) (PdG, III, 17). Aunado a esto, existe en él también la convicción, sumamente extendida entre los pensadores modernos, de que los individuos tienen un derecho legítimo a formarse una representación propia y particular de felicidad -una representación que distaría mucho de ser tan uniforme y sustantiva como se pensó en el seno de la filosofía clásica-.3 En este sentido, si se tuviera que hablar de la noción de vida lograda en Hegel, pienso que habría que decir que éste pugnaría por lo que podríamos llamar un pluralismo eudaimonista dentro del cual existirían diversas formas de vida que permitirían al individuo una adecuada realización de sus potencialidades y talentos. Sin embargo, también habría que decir que Hegel en ningún momento se compromete a conducir paso a paso a sus lectores a una exitosa apropiación o instanciación de dichas formas.
Asimismo, otra dificultad que pareciera minar en Hegel la posibilidad de una “ética” -entendida ésta como un discurso enfocado en la realización personal del individuo- son las ambiciones holísticas características de su pensamiento: un discurso ético que no mostrase la íntima conexión de un supuesto “bien individual” con las condiciones estructurales de la vida social, política, comunitaria e incluso económica sería siempre parcial y deficiente. Por lo demás, un discurso de esta índole estaría siempre expuesto a los peligros del solipsismo práctico a los que, a juicio de Hegel, conducen las así llamadas “éticas de la convicción” (Gesinnungsethiken), dentro de las cuales la propia convalidación o certeza moral sería un criterio suficiente para determinar si algo ha de contar como bueno en sentido normativo.
A mi entender, lo anterior ha llevado a que el pensamiento de Hegel, en general, y su filosofía del derecho, en lo particular, sean recurrentemente interpretados bajo una clave hermenéutica donde se enfatiza su carácter de “moderno”, en clara contraposición con las propuestas filosóficas de la Antigüedad clásica. Al examinar los distintos trabajos en la literatura especializada en los que se busca poner en diálogo a Hegel con otros interlocutores, se puede apreciar que la gran mayoría de éstos busca explorar el vínculo entre Kant y Hegel, mostrando, por un lado, toda una serie de problemáticas y de tentativas soluciones que Hegel habría descubierto gracias a Kant, y apuntando, por otro lado, que dichas problemáticas no pueden ser, a juicio de Hegel, adecuadamente resueltas desde el enfoque que Kant habría planteado, o bien, mediante los recursos conceptuales que éste tendría a la mano. Otros interlocutores modernos con los cuales, en la literatura especializada sobre Hegel, se llega a menudo a poner en práctica una estrategia interpretativa semejante serían Spinoza y Fichte.
Es de señalar, no obstante, que existe otro grupo de intérpretes -si bien, en términos comparativos, todavía minoritario- que ha reparado en la necesidad de traer a Aristóteles a un primer plano de la discusión como una figura que, en muchas ocasiones, resulta tanto o más decisiva para Hegel que cualquier otro pensador moderno, ya sea como influencia directa, ya sea como punto de referencia, o ya sea como interlocutor con quien entabla un diálogo crítico.4 El trabajo que, a mi parecer, busca deforma más ambiciosa y sistemática reconstruir la relación entre ambos filósofos es el de Alfredo Ferrarin, titulado justamente Hegel and Aristotle (2004). Se puede decir de esta obra que se trata de una exploración global -es decir, no circunscrita a una disciplina o a un ámbito específico- de la relación que guardan entre sí estos autores a lo largo del itinerario intelectual de Hegel, dentro del cual hay varios momentos en los que éste lee, estudia, interpreta y se apropia del corpus aristotelicum.5 Intérpretes que, en el marco específico de discusión sobre metafísica y filosofía teórica, han buscado tender importantes puentes entre Hegel y Aristóteles son, entre otros, Frederick Gustav Weiss (1969), Luis Xavier López Farjeat (2003), Tobias Dangel (2013) y Florian Baum (2014), los cuales concuerdan, a grandes rasgos, en decir que el apelo a Aristóteles le sirve a Hegel tanto para romper el paradigma de una filosofía de la reflexión característico del pensamiento moderno como para superar varias escisiones que serían fruto del mismo.
En lo que toca a la filosofía práctica, existen también algunos intérpretes que han reparado en la necesidad de vincular a Aristóteles y a Hegel. A este respecto habría que resaltar de modo particular la figura de Joachim Ritter, quien fuera uno de los pensadores clave -a la par de Hans-Georg Gadamer, Hannah Arendt, Manfred Riedl, Güntherien, Rüdiger Bubner y Eric Voegelin, entre otros- en el así llamado movimiento de rehabilitación de la filosofía práctica en Alemania durante las décadas de los sesenta y setenta del siglo XX. De forma más reciente, encontramos una muy buena exposición general de la filosofía del derecho hegeliana en el ensayo de Allen W. Wood (1993), mismo en el que se discuten con acierto varios temas que Hegel encuentra en Aristóteles, Kant y Fichte, así como recursos filosóficos de ellos de los que el primero echa mano de cara a la realización de su propio proyecto. Otros trabajos importantes a destacar serían el del propio Ferrarin, quien dedica un apartado de su libro a la interpretación y apropiación de Hegel de la Ética nicomaquea y de la Política de Aristóteles, así como el de Joshua D. Goldstein titulado Hegel’s Idea of the Good Life (2006), en el cual Goldstein busca subrayar varios objetivos en común que tendrían una filosofía práctica hegeliana -la cual aquí no se remite únicamente a la obra madura de los Principios de la filosofía del derecho sino incluso a los escritos de juventud de Hegel- con la filosofía práctica aristotélica.
A pesar de que esta línea de investigación ya ha sido inaugurada y ha arrojado resultados significativos, considero que existen razones que invitan a pensar que podemos explorar todavía nuevas perspectivas dentro de la misma, en mayor o menor medida desatendidas, y con ello obtener un panorama todavía más definido en lo que toca a la relaciónentre Aristóteles y Hegel en materia de “filosofía práctica” -entendida ésta, como veremos más adelante, de una forma amplia-. Esto, me parece, se puede justificar haciendo un análisis -que, por razones de espacio, no puede ser aquí sino somero- de la literatura especializada antes mencionada.
Por un lado, es claro que los trabajos tanto de Wood como de Ferrarin tienen ciertas limitaciones, ya sea por sus objetivos concretos, o ya sea por lo que concierne, más bien, al hilo conductor de su investigación: el primer trabajo, como mencionamos antes, sólo pretende ser una introducción a la filosofía del derecho hegeliana y no busca en modo alguno agotar la relación entre Aristóteles y Hegel, mientras que el segundo busca examinar las instancias en las que Hegel discute y emplea para sus propios fines la noción aristotélica de enérgeia.6 Debido a esta acotación metodológica, la obra de Ferrarin no puede abordar, a mi juicio, cierto registro temático donde resulta también palpable el diálogo que entabla Hegel con Aristóteles y donde la noción de enérgeia no juega un papel central, o al menos no uno de primer orden.
Ciertas cuestiones de índole formal así como de interés rector en la interpretación afectan también la propuesta de Ritter: su famosa obra, Metaphysik und Politik. Studien zu Aristoteles und Hegel (1969) no pretende ser un estudio detallado sobre la lectura que hace Hegel de la filosofía práctica aristotélica. Antes bien, parece ser un trabajo donde, en su primera mitad dedicada a Aristóteles, se interpreta a éste hegelianamente, y en cuya segunda mitad, se interpreta a Hegel aristotélicamente. El único ensayo en donde se aventura Ritter a una lectura más detalladasobre la apropiación que hace Hegel de Aristóteles es el que se titula “Auseinandersetzung mit der kantischen Ethik” (“Discusión con la ética kantiana”). En este ensayo, Ritter resalta aspectos aristotélicos importantes en Hegel, por ejemplo, la vinculación orgánica del individuo con una comunidad debidamente organizada y articulada, la cual sería una condición necesaria tanto para la formación del carácter (êthos) de dicho individuo como de sus concepciones del bien y del mal morales-si bien cabe decir que dicho êthos habría sido moldeado también por los ideales de autonomía que configuran en su núcleo a las instituciones del mundo moderno-.7 Otro aspecto en el cual Ritter hace mucho hincapié -y sobre esto nosotros también diremos algo más adelante- es en el intento aristotélico por parte de Hegel de vincular ética, política y economía dentro de una misma filosofía que, como dijera Aristóteles, se ocupe en general de los asuntos humanos (anthrópeia philosophía), mismos que nunca pueden comprenderse independientemente del plexo de relaciones más amplio donde éstos se integran. A pesar de que Ritter tiene el mérito innegable de haber identificado estos ejes temáticos de convergencia, pienso, no obstante, que él no termina por explorar puntos íntimamente relacionados con los mismos -quizás por su marcado interés de desarrollar una polémica en contra de la ética kantiana; una intención que se deja ver en el título mismo del ensayo-, como lo son, a mi juicio, el amalgamamiento del vocabulario ético y psicológico aristótelico bajo el término alemán de Sitte y las implicaciones de ello derivadas, o bien, la noción radicalizada por Hegel de una segunda naturaleza (zweite Natur) del agente ético, expresión la cual, dicho sea depaso, nunca fue formulada explícitamente por Aristóteles pero sí por la tradición aristotélica.
Finalmente, cabe decir sobre Goldstein que, si bien su monografía tiene indudables aciertos como el desmentir críticas comunes a Hegel que afirman que el individuo singular no tiene ninguna relevancia en el pensamiento hegeliano y que el mismo quedaría completamente engullido por el implacable y necesario proceso dialéctico de despliegue del espíritu absoluto en la historia universal, me parece que termina por incurrir en un extremo opuesto, dando la apariencia de que, en el fondo, el proyecto hegeliano es uno de corte eudaimonista.8
A continuación me propongo realizar una reconstrucción de la influencia de Aristóteles en Hegel centrándome en dos ejes temáticos, los cuales, me parece, pueden arrojar nuevas luces sobre la vinculación entre estos autores: la estructura arquitectónica de sus proyectos de filosofía práctica, y la teoría de la habituación y la motivación morales.9 Por los alcances del presente trabajo, ciertas caracterizaciones que haré de los planteamientos aristotélicos tendrán que ser sumamente breves. En realidad, mi propósito con dichas caracterizaciones no es el de introducir una lectura nueva sobre los planteamientos aristotélicos, sino presentar ciertos motivos importantes de los mismos que, por razones sistemáticas, resultaron de interés para Hegel de cara a su propia propuesta. En las conclusiones del presente trabajo, me permitiré hacer una evaluación de carácter más general sobre la apropiación que hace Hegel de Aristóteles.
II. La arquitectónica de la filosofía práctica de Aristóteles y de la filosofía del derecho hegeliana
Como es bien sabido, Aristóteles nunca concibió los así llamados tratados éticos como parte una disciplina filosófica autónoma e independiente llamada “ética”.10 Ya desde el mismo comienzo de la Ética nicomaquea encontramos aseveraciones que claramente perfilan la inserción de la investigación ahí realizada dentro de un conjunto todavía más amplio.11 En dicha obra, en el segundo capítulo del primer libro, Aristóteles afirma que nuestras actividades deben estar regidas por un bien último que sea deseado por sí mismo, de modo tal que otros fines puedan estar subordinados jerárquicamente a él, suprimiendo con ello la posibilidad de que éstos sean vanos en tanto pertenecientes a una cadena infinita. Ese bien, nos dice el filósofo, tendrá un peso decisivo en nuestra existencia, por lo cual es menester determinar, al menos esquemáticamente, qué tipo de bien es éste y qué disciplina debe de estudiarlo. Y a este respecto, Aristóteles no tiene duda alguna de que la disciplina en cuestión es la política (πολιτική), la cual es “suprema y directiva en grado sumo” (κυριωτάτης καὶ μάλιστα ἀρχιτεκτονικῆς) (EN I, 2, 1094a26-27). En realidad, ninguna otra disciplina parece poder presentar credenciales para competir contra ella. Todas las demás que Aristóteles menciona, a saber, la estrategia (στρατηγική), la administración doméstica (οἰκονομική) y la retórica (ῥητορική) son claramente dependientes de ella (Cfr. 1094b3), y es que, en efecto, resulta difícil concebir qué sentido pudieran tener las mismas si no es por el marco de referencia que les confiere la comunidad política en su conjunto. Esto, además, se confirma en el libro primero de la Política, donde encontramos que no sólo la administración doméstica, sino también la así llamada crematística (χρηματιστική) -el arte de adquirir bienes mediante medios adecuados- tendría un carácter subordinado en tanto que sólo proporcionaría la materia (ὕλη) con base en la cual a otras disciplinas les tocaría elaborar algo distinto (Cfr. Pol. I, 8, 1256a8- 10).
La política está, por ende, en condiciones tanto de servirse como de dirigir estos otros saberes. Esto se explica por el hecho de que los fines o bienes ligados a dichos saberes están subordinados al fin político. Con esto en mente, Aristóteles realiza una aseveración crucial:
Pues aunque sea el mismo el bien del individuo y el de la ciudad, es evidente que es mucho más grande y más perfecto alcanzar y salvaguardar el de la ciudad; porque procurar el bien de una persona es algo deseable, pero es más hermoso y divino conseguirlo para un pueblo y para las ciudades.12
Pocos pasajes son, a mi parecer, tan definitorios en términos programáticos como éste dentro del corpus aristotelicum. En estas breves líneas, Aristóteles deja en claro una premisa metodológica para toda su investigación sobre los asuntos humanos, a saber, que el bien individual no se distingue sustancialmente del fin de la pólis o el de la comunidad. Ésta es una premisa que, por supuesto, desde otro horizonte histórico, cultural y social, seguramente podría ser seriamente cuestionada, ya que claramente se pueden aducir ejemplos en los que los fines e intereses de una determinada comunidad política entran en colisión con los fines e intereses de un individuo particular. Pero éste definitivamente no es el punto de vista de Aristóteles. Para él existe una correlación íntima entre el bien real de los individuos -es decir, el bien que los individuos perseguirían en tanto que virtuosos- y el bien que son capaces de instanciar los distintos tipos de gobierno con una constitución virtuosa -es decir, gobiernos dentro de los cuales los ciudadanos cuentan con un buen tipo de educación, con coordenadas de cooperación concretas y con un marco común de expectativas, los cuales se convierten en condiciones indispensables para la realización efectiva de sus proyectos prácticos-.
Asimismo, el pasaje es revelador en otro sentido, ya que muestra que Aristóteles es perfectamente capaz de distinguir conceptualmente entre uno y otro bien, aunque materialmente sean el mismo. Esta distinción, le permite en mi opinión elaborar un amplio subprograma de investigación de la así llamada ciencia política (epistémé politiké) donde, si bien el eje focal y temático es el individuo, nunca se pierde de vista el hecho de que el bien de éste no es distinto, en lo esencial, del biende la comunidad.13 Diversas acotaciones presentes a lo largo de toda la Ética nicomaquea no hacen otra cosa sino confirmar la consistencia metodológica de Aristóteles, en el sentido de que su tratamiento de estos temas procura siempre hilar la dimensión individual con la dimensión colectiva o política de los mismos a fin de mostrar su unidad de fondo. Recordemos, por ejemplo, entre otras muchas aseveraciones, que Aristóteles afirma que el estudio de las acciones puede ser útil para los legisladores (Cfr. EN III, 1, 1109b34-35), que la práctica de la justicia puede ser considerada como el ejercicio de la virtud perfecta (Cfr. EN , 1, 1129b29-31) y que este ejercicio siempre implica un beneficiario distinto a uno mismo, que la política en cierto sentido es numéricamente una con la prudencia (Cfr. EN VI, 8, 1141b24ss.), que la experiencia es fundamental para los hombres que desean convertirse legisladores y que las leyes contribuyen sustantivamente a la formación de hábitos, (Cfr. EN X, 9, 1180b24ss.), y, finalmente, que la investigación sobre la filosofía de los asuntos humanos (anthrópeia philosophía) sólo puede estar completa mediante un estudio de las distintas constituciones políticas (Cfr. EN X, 9, 1181b15ss.).
Esta visión de conjunto, como se puede entrever, será de gran interés para Hegel. Pero antes de pasar a discutir la forma en que él saca partido de la misma, considero pertinente reparar primero en otro aspecto holístico presente ya en Aristóteles que también se tornará importante en nuestra discusión sobre el filósofo alemán. El aspecto al que me refiero es su concepción de la génesis y del mantenimiento de la pólis.
Al comienzo del primer libro de la Política, Aristóteles vuelve a hacer referencia a un bien en función del cual todas nuestras actividades debieran estar ordenadas. Ahí esta tesis se vincula directamente con la formación de asociaciones (κοινωνίαι), pues se nos dice que todas éstas surgen por la búsqueda de un bien, y que, por consiguiente, la mejor de estas asociaciones será la que procure el mayor bien posible (Cfr. Pol. I, 1, 1252a1-7). Después de un breve excurso crítico donde Aristóteles toma distancia de aquellos que equiparan la administración política con la del hogar, el filósofo revisa las formas de asociación y las analiza en función de su capacidad de ser autosuficientes. En este contexto, afirma que ni el hogar (οἶκος) ni la aldea (κώμη) -las dos primeras formas de asociación en el orden del tiempo- pueden ser consideradas realmente como autárquicas. Aunque Aristóteles no ahonda mucho en ello, parece ser claro que, si bien esta clase de asociaciones pueden hacer frente a las distintas carencias, dicho logro no deja de ser bastante precario. Sólo una asociación del tipo de la pólis puede solventar de modo eficaz las necesidades, y además subsistir en vistas de un objetivo ulterior, a saber, la vida buena (εὖ ζῆν) (Cfr. Pol. I, 2, 1252b28-30).
Como es sabido, toda esta discusión lleva en última instancia a la famosa tesis aristotélica según la cual el hombre es un “animal político” (ζῷον πολιτικὸν) por naturaleza (Cfr. 1253a3). Sin lugar a dudas, este aserto no busca acentuar simplemente un aspecto del hombre entre muchos otros, sino que pone de relieve una de sus dimensiones más esenciales y constitutivas. Esta tesis resultará de crucial importancia para Hegel, sobre todo en vistas a superar lo que son, a su juicio, visiones abstractas y de corte individualista del hombre, en las que se concibe a éste en un estado natural y todavía independiente de todo lo político.14 Pero esta revaloración del hombre como animal político, en el caso del filósofo alemán, debe leerse en conexión con el siguiente argumento que Aristóteles introduce en su discurso. Presento a continuación el pasaje en cuestión:
Por naturaleza, pues, la ciudad es anterior a la casa y a cada uno de nosotros, porque el todo es necesariamente anterior a la parte. En efecto, destruido el todo, ya no habrá ni pie ni mano, a no ser con nombre equívoco, como se puede decir una mano de piedra: pues tal será una mano muerta. Todas las cosas se definen por su función y por sus facultades, de suerte que cuando éstas ya no son tales no se puede decir que las cosas son las mismas, sino del mismo nombre. Así pues, es evidente que la ciudad es por naturaleza y es anterior al individuo; porque si cada uno por separado no se basta a sí mismo, se encontrará de manera semejante a las demás partes en relación con el todo. Y el que no puede vivir en comunidad o no necesita nada por su propia suficiencia, no es miembro de la ciudad, sino una bestia o un dios.15
Aquí Aristóteles introduce una concepción de la pólis como un fin al cual todos los otros estadios sociales previos estarían encaminados. En consonancia con el principio introducido en la Física según el cual “lo que es posterior en la generación es anterior por naturaleza” (τὸ τῇ γενέσει ὕστερον τῇ φύσει πρότερον εἶναι) (Phys. VIII, 7, 261a14), Aristóteles establece la anterioridad de la pólis en tanto que instancia que confiere sentido a todo este proceso, así como una vinculación sustantiva a sus distintas partes. O dichas las cosas de otra manera: ninguna de las partes del conjunto que configuran la pólis es, en principio, capaz por sí misma de subsistir de forma aislada, y si por alguna causa lograra hacerlo, cualquier tipo de realización que llegara a tener sería siempre inacabada. Por supuesto, en este contexto, es pertinente decir que la analogía que hace Aristóteles con la mano amputada tiene límites claros, puesto que es perfectamente posible que un hombre sobreviva de forma aislada e independiente de una determinada comunidad política. Pero ese tipo de existencia, aun en el mejor de los casos, es siempre parcial e impropia y, por lo mismo, antinatural en sentido aristotélico.
Este tipo de argumentación en el cual se muestra cómo una totalidad o conjunto termina por conferir de sentido determinadas partes o momentos es, como se sabe, recurrentemente empleado por Hegel. Incluso podría decirse que en él encontramos este tipo de argumentación de modo radicalizado, pues aparece en incontables lugares de su obra y en contextos no anticipados por Aristóteles. No por nada su famosa frase de “lo verdadero es el todo” (das Wahre ist das Ganze) suele ser tomada como un lema bastante adecuado para caracterizar a su pensamiento. Y es que, en efecto, uno de los motivos característicos del mismo consiste en decir que las distintas temáticas filosóficas no pueden ser asidas desde una perspectiva parcial o unilateral (einseitig). Lo que distingue al pensamiento especulativo genuino estriba precisamente en reconstruir las condiciones de totalidad que hacen que cierto fenómeno comparezca con sentido -una estrategia que, por lo demás, al menos parece no estar tan lejana a lo que Aristóteles aquí pretende llevar a cabo en relación con la vida lograda de los individuos dentro de la pólis-. De ahí, por ejemplo, el también famoso pasaje de PhG:
Del mismo modo que no se construye un edificio cuando se ponen sus cimientos, el concepto del todo a que se llega no es el todo mismo. No nos contentamos con que se nos enseñe una bellota cuando lo que queremos verante nosotros es un roble, con todo el vigor de su tronco, la expansión de sus ramas y la masa de su follaje. Del mismo modo, la ciencia, coronación de un mundo del espíritu, no encuentra su acabamiento en sus inicios. El comienzo del nuevo espíritu es el producto de una larga transformación de múltiples y variadas formas de cultura, la recompensa de un camino muy sinuoso y de esfuerzos y desvelos no menos arduos y diversos.16
A partir de esto se puede apreciar, como ya apuntábamos, que Hegel radicaliza este motivo aristotélico. En este caso, lo hace al sugerir que no sólo tal o cual determinada temática filosófica debe ser juzgada desde esas condiciones de totalidad, sino que la filosofía se juzga a sí misma y entiende su propio quehacer a partir de una autoevaluación global de dichas condiciones -por supuesto, esto no implica, como se sugiere habitualmente, que el filósofo que formula o emite ese examen se conciba a sí mismo como el fin en el cual necesaria e inevitablemente debe desembocar todo este proceso; esto simplemente significa que, quien se encuentra en el momento histórico presente, tiene ante sí la tarea de hilvanar esos elementos previos para dimensionar y valorar integralmente las distintas temáticas de las que se ocupa la filosofía-.17 A mi entender, la tesis hegeliana de que cada filosofía es hija de su tiempo -incluyendo la de él mismo-, expresada de forma magistral en el prólogo a GPR con la figura del búho de Minerva, sólo se vuelve inteligible desde este marco de comprensión.
Ahora bien, volviendo a Aristóteles: de forma hipotética, me parece que no sería tan descabellado atribuirle a él una visión bastante semejante sobre el quehacer filosófico con base en la revisión que él mismo acomete en repetidas ocasiones de las doctrinas de sus predecesores de cara a la solución de un problema -piénsese, en este sentido, en el programa de investigación esbozado en el libro alpha minor de la Metafísica, en donde se dice, entre otras cosas, que, en la búsqueda de la verdad, “si bien cada uno contribuye a ella poco o nada, de todos resulta conjuntamente cierta magnitud” (καὶ καθ‘ ἕνα μὲν ἢ μηθὲν ἢ μικρὸν ἐπιβάλλειν αὐτῇ, ἐκ πάντων δὲ συναθροιζομένων γίγνεσθαί τι μέγεθος) (Met. II, 2, 993b2- 4)-. Pero aun si no se quisiera ir tan lejos y se negara que Aristóteles y Hegel coinciden en este nivel de generalidad respecto a los métodos propios de la filosofía, resulta de todos modos un hecho palpable que la argumentación holística juega un papel fundamental en Hegel, y más aún, que él mismo llega a emplearla de forma semejante al caso de Pol. I 2 que hemos discutido aquí para determinar la relación del individuo con la comunidad. Los siguientes pasajes de GPR dan cuenta de ello:
Respecto de lo ético sólo hay por tanto dos puntos de vista posibles: o se parte de la sustancialidad o se procede de modo atomístico, elevándose de la particularidad como fundamento. Este último punto de vista carece de espíritu, porque sólo establece una conexión mientras que el espíritu no es algo individual, sino la unidad de lo individual y lo universal.18
El derecho de los individuos a una determinación subjetiva de la libertad tiene su cumplimiento en el hecho de que pertenecen a una realidad ética, pues la certezade su libertad tiene su verdad en esa objetividad y en lo ético ellos poseen efectivamente su propia esencia, su universalidad interior.19
Los intentos pedagógicos de sustraer a los hombres de la vida universal y presente y educarlos en el campo (Rousseau en Émile) han sido vanos porque no pueden lograr a que lleguen a resultarles ajenas las leyes del mundo. Aunque la educación de la juventud debe de tener lugar en la soledad, no hay por ello que creer que los vientos del espíritu y del mundo no habrán de llegar finalmente a esta soledad, ni que su poder sea tan débil como para no apoderarse de estas partes alejadas. El individuo sólo alcanza su derecho al ser ciudadano de un buen Estado.20
En estos pasajes, Hegel pretende hacer a mi juicio algo semejante a lo que hace Aristóteles, a saber, mostrar que los individuos tienen la vocación de adquirir una serie de determinaciones particulares a través de su vinculación con un complejo mayor que ellos y sin el cual ellos mismos, en algún u otro sentido, vivirían de forma trunca. Más aún, sin el marco de referencia a esa totalidad, ni siquiera estarían en condiciones de formarse una noción adecuada de su individualidad. El argumento de Aristóteles parece enfatizar más la precariedad o la necesidad en términos materiales, y el de Hegel, por el contrario, subraya más unanecesidad en términos de auto-comprensión y determinación éticas,21 pero ambos apuntan a que esas necesidades se resuelven mediante la pertenencia a una totalidad que ciertamente no sólo es describible en términos gubernamentales o administrativos, sino principal y fundamentalmente en términos éticos -Hegel habla en el segundo pasaje citado anteriormente de una realidad ética (sittliche Wirklichkeit), mientras que en el tercero habla de estado (Staat), pero Hegel llega a utilizar esa expresión para hablar no sólo de la entidad administrativa sino también, las más de las veces, del colectivo social éticamente organizado (Cfr. Westphal, 1993).
Mediante una argumentación de esta índole en la cual, aunque sea de forma indirecta, se recupera la idea del hombre como animal político, Hegel busca hacer varias cosas. Por un lado, busca romper con el relato del salvaje en estado de naturaleza -ya sea que dicho relato se presente como fáctico o únicamente hipotético- a partir del cual habría que reflexionar sobre las condiciones de sociabilidad y de una ulterior vinculación con el resto de los hombres.22 Esta radical inmersión que ya desde siempre perfila nuestro horizonte de acción y de comunicación en clave ética con los otros es lo que el pensamiento filosófico debe de recoger y proyectar. Por ello, Aristóteles se convierte para Hegel en un interlocutor mucho más preclaro que los pensadores modernos, así como un punto de referencia mucho más decisivo. Por otro lado, me parece que Hegel, con base en lo anterior, busca mostrar la impropiedad de hablar de “ética” sin referencia a un trasfondo más amplio de integración del bien del individuo con el bien colectivo. Esto conduce, como en Aristóteles, a una consideración sobre el carácter subordinado de los saberes particulares respecto a uno más abarcante, el cual sería el locus idóneo para reflexionar de modo propio sobre los asuntos humanos en términos estructurales y de realización efectiva. En el caso de Hegel, sin embargo, el saber más abarcante en cuestión no sería la epistémé politiké sino el Recht.23
En mi opinión, otras dos importantes consideraciones más se desprenden de esta incorporación de Aristóteles por parte de Hegel a su sistema filosófico. Pero pienso que, respecto a esas cuestiones, tendremos condiciones más óptimas de presentación y de discusión una vez que hayamos abordado el tema de la motivación y la habituación éticas. Daré paso a continuación a esta temática y en las conclusiones retomaré aquellos dos puntos que aquí sólo he anunciado.
III. Hábitos, virtudes y deberes en Aristóteles y Hegel
Posiblemente, el apartado titulado Moralidad (Moralität) sea uno de los más leídos en general de todo GPR. Y esto se debe, en buena medida, a su carácter polémico frente a distintas figuras como Kant, Fichte y Fries quienes, a juicio de Hegel, habrían entronizado la conciencia individual como único criterio para determinar la corrección o validez de las distintas prácticas humanas. Criterios formales como los del imperativo categórico o el sentimiento subjetivo de certeza moral no podrían garantizar, a juicio de Hegel, que el individuo en cuestión tenga una visión adecuada sobre las diversas problemáticas éticas que debe de enfrentar. Los agentes prácticos imaginados por dichas teorías no tienen, por así decirlo, ningún punto de referencia externo que sea condición de posibilidad para salir de un eventual yerro ético. Más aún, se podría decir que los criterios formales de los que echan mano estos actores aislados y ahistóricos son, en último término, tautológicos o bien, en todo caso, podría decirse que suponen la bondad o maldad morales de aquello que pretenden evaluar.
Toda esta serie de críticas ha sido objeto de amplios y numerosos trabajos a recientes fechas, sobre todo por parte de los especialistas kantianos que han tratado de mostrar que la crítica de Hegel a Kant no es atinente, toda vez que éste dejaría puntos importantes de lado y presentaría una versión sumamente simplificada del juicio moral en Kant. Por los objetivos del presente trabajo, no podré entrar a los pormenores de este complejo debate. Lo único que me interesa resaltar es que Hegel, en acotaciones dispersas que hace tanto en el propio apartado de la Moralidad como en el de la Eticidad (Sittlichkeit), relaciona estas objeciones con su propia perspectiva, igualmente incisiva y crítica, respecto a lo que es, a su juicio, el antagónico modelo kantiano de la motivación basado en la dicotomía entre inclinaciones (Neigungen) y respeto (Achtung). En la lectura que Hegel nos presenta de Kant -la cual, dicho sea de paso, poco cambia desde sus escritos teológicos de juventud hasta sus obras de madurez-, las inclinaciones son siempre intrínsecamente malas y no confieren de valor moral alguno a lasacciones ejecutadas con base en las mismas. Por ende, el actor moral está escindido entre sus motivaciones de orden sensible y aquella única que, precisamente, en virtud de su carácter formal, nouménico y autónomo, puede ser considerada como racional y éticamente válida. En línea con esto último, la labor del agente ético consistiría en combatir sus inclinaciones y buscar hacer prevalecer, a toda cosa, una motivación que, según el lenguaje kantiano, consista en realizar el deber por el deber mismo (Pflicht um der Pflicht willen).
De nueva cuenta, no resulta posible pronunciarse aquí sobre la pertinencia de esta caracterización ni sobre los alcances de esta crítica. Pero tomando para los fines concretos de nuestro estudio dicha crítica al menos como plausible, resulta evidente por qué Hegel estaría en busca de otra teoría de la motivación ética, toda vez que la kantiana estaría demasiada polarizada hacia una razón abstracta y abiertamente hostil ante nuestra naturaleza sensible. Y un posible modelo del que se puede echar mano para evadir estas problemáticas estaría presente, según Hegel, no en otros autores modernos, sino precisamente en Aristóteles, quien habría buscado armonizar razón y sensibilidad mediante la noción de hábito. El siguiente pasaje nos puede ayudar a dar cuenta de ello:
Igualmente, desde el punto de vista de la moralidad [i.e. el punto de vista característico de la ética kantiana; agregado mío] la autoconciencia no es aún conciencia espiritual. En ese ámbito sólo se trata del valor del sujeto, es decir, que el sujeto que se determina por el bien frente al mal tiene todavía la forma del arbitrio. Aquí en cambio, desde el punto de vista ético, la voluntad existe como voluntad del espíritu y tiene un contenido sustancial que le corresponde. La pedagogía es el arte de hacer éticos a los hombres; considera al hombre como natural y le muestra el camino para volver a nacer, para convertir su primera naturaleza en una segunda naturaleza espiritual, de tal manera que lo espiritual se convierta en hábito. En él desaparece la contraposición de la voluntad natural y la voluntad subjetiva y es superada la resistencia del sujeto. El hábito pertenece tanto a lo ético como al pensamiento filosófico, pues éste exige que el espíritu sea educado contra las ocurrencias arbitrarias y que éstas seanderrotadas para que el pensamiento racional tenga el camino libre.24
Aunque en este pasaje no se menciona abiertamente a Aristóteles, es claro, por el contexto del mismo, que se está apelando a él, toda vez que existen menciones explícitas a él en parágrafos tanto anteriores como subsiguientes. En Aristóteles, según la lectura de Hegel, encontramos un modelo donde lo que se busca es precisamente convertir en racionales a nuestros afectos. De la posibilidad de hacer esto darían testimonio tangible las virtudes, las cuales, a modo de hábitos, transforman esos afectos naturales y los vinculan de forma adecuada con la razón misma. Por ello, podría decirse que Kant habría introducido una dicotomía que sólo en la teoría parece ser insalvable, pero que en la práctica claramente no lo es, toda vez que existe la posibilidad fáctica de adquirir disposiciones sensibles rectas que estén orientadas por nuestro intelecto. Como acertadamente apunta Wood, Hegel estaría de acuerdo con Kant en que debemos de realizar el deber porque es nuestro deber, pero definitivamente se aparta de él en lo que toca a la motivación adecuada para el cumplimiento del mismo, pues Hegel considera que el individuo está en todo su derecho de servirse de todos los recursos que tiene de cara a esta tarea, y uno de los mismos -y posiblemente uno de los más importantes- es el de moldear sus afectos de modo pertinente para que éstos se alineen a los intereses racionales (Cfr. Wood, 1993). Podría decirse, por ende, que la polémica entre Hegel y Kant es susceptible de plantearse en términos de una valoración distinta sobre la naturaleza delos afectos y las inclinaciones sensibles, y sobre la relevancia que éstos pueden llegar a tener en nuestra vida moral. En el caso de Hegel, resulta claro que un individuo no sólo puede, sino que debe, buscar estar en concordancia consigo mismo, y esto sólo se logrará en la medida en que su razón y sus afectos constituyan una verdadera unidad.
Ahora bien, desplazando aquí el foco de nuestra atención a la relación misma entre Aristóteles y Hegel, resulta claro que este último, a pesar de rescatar un aspecto que podríamos definir como típicamente aristotélico, presenta una lectura del Estagirita que, desde otro punto de vista, podría calificarse como heterodoxa en numerosos sentidos. Hegel, como ya hicimos mención, evita en su modelo hablar de diversas partes del alma, por los compromisos sistemáticos que tiene él de entender a la razón y, en último término, al espíritu de forma holística, es decir, no segmentada. Por este motivo, Hegel nunca introduce una distinción entre virtudes de carácter y virtudes intelectuales, la cual es una distinción crucial, a mi juicio, para entender en el modelo aristotélico cómo opera la deliberación ética y cómo se efectúa la praxis. Asimismo, como consecuencia de lo anterior, Hegel parece subsumir todo el rico vocabulario aristotélico de hábito (héxis), virtud (areté), disposición (diáthesis), obra (enérgeia, érgon) y costumbre (ethismós) bajo el término alemán Sitte, el cual también suele traducirse como costumbre, pero que en el caso específico de Hegel aspiraría a recoger todo este amplio espectro temático presente en Aristóteles -a mi entender, sin duda, simplificándolo y abriendo con ello un frente amplio para toda una ueva serie de problemáticas-.25 Otro claro aspecto heterodoxo -elcual puede apreciarse en el pasaje ya citado- es que Hegel no vincula la adquisición de las virtudes, en ningún momento, con la consecución de la eudaimonía. Antes bien, los hábitos y virtudes sólo tienen como función nivelar la voluntad natural con la voluntad racional, de modo que ambas terminen integrándose y que el individuo, a consecuencia de ello, logre trascender juicios caprichosos y meramente idiosincráticos. Finalmente, como decíamos también en otro momento, Aristóteles nunca habla como tal de una segunda naturaleza, pero Hegel parece atribuirle esta visión como algo constitutivo de su programa de educación ética. Quizás, desde una perspectiva meramente terminológica, esta última sea una de las heterodoxias menores de Hegel, toda vez que cierta tradición sí acuñó este término y se sirvió del mismo apelando a Aristóteles.26 Sin embargo, es evidente que Hegel liga esta segunda naturaleza con toda una toma de conciencia del propio individuo respecto de la historia y la cultura, describiendo este proceso con un lenguaje que no deja de tener, en muchos momentos, importantes resonancias cristianas, toda vez que se concibe como una especie de renacimiento espiritual.27
Por si estos elementos de heterodoxia fueran pocos, todavía cabría traer otro muy importante factor a consideración, a saber, la ambiciosa aproximación que hace Hegel entre los términos de deber y de virtud -una aproximación que apunta más bien hacia la disolución de la misma virtud dentro del horizonte de la praxis-. En este sentido, los dos siguientes pasajes son fundamentales:
El mismo contenido que adopta la forma de deberes y luego de virtudes es el que también tiene la forma de instintos (§19 Obs.) Ellos también tienen como base el mismo contenido, pero puesto que en ese caso pertenece a la voluntad inmediata y a la sensación natural y no se ha elevado a la determinación de la eticidad, el instinto sólo tiene en común con el contenido del deber y la virtud el objeto abstracto, que por careceder en sí mismo de determinación no contiene por sí mismo el límite del bien y del mal. Expresado de otra manera, los instintos son buenos según la abstracción de lo positivo y malos según la abstracción de lo negativo (§18).28
Si un hombre realiza una acción ética, no simplemente por ello es virtuoso, sino sólo si ese modo de comportarse constituye un elemento permanente de su carácter. La virtud se refiere más bien al virtuosísimo ético, y la causa de que actualmente no se hable tanto de virtud radica en que la eticidad no adopta ya en tal medida la forma de un individuo particular. Los franceses son el pueblo que más habla de virtud, porque para ellos es más cuestión del individuo en su peculiaridad y en su modo natural de actuar. Los alemanes son por el contrario más pensantes y el contenido alcanza entre ellos la forma de la universalidad.29
En primera instancia, es notorio que para Hegel virtud y deber no parecen distinguirse uno del otro sustancialmente. Ambas nociones suponen ya una clara determinación racional de la voluntad hacia un objeto en específico -cosa que no se podría afirmar del instinto, el cual es un apetito indiferenciado-. Por lo mismo, la diferencia entre ellas parece ser más de forma que de contenido. Virtud y deber serían, por así decirlo, dos aspectos de una misma moneda: ambas deberían ser entendidas como categorías con las cuales es posible dar cuenta de nuestras acciones desde distintos niveles de descripción.30 Por supuesto, lo que le permite a Hegel hacer mucho más plausible esa tesis es justamente la nueva concepción de deber que logra introducir, entre otras cosas, mediante su defensa de la teoría motivacional aristotélica. Si lo que dice Hegel es cierto, existen toda una serie de deberes que podríamos clasificar como “positivos” que, a diferencia de lo que llegó a advertir Kant, no estarían determinados por un tipo de coacción. Antes bien, son deberes que el propio agente se autoimpone con el fin de obtener cierto tipo de realización personal y de conferir de sentido a su propia existencia. “En el deber” -nos dice Hegel- “el individuo se libera y alcanza la libertad substancial.”31 En el imaginario hegeliano, la persona que, por decir un caso, decide casarse, hace esto con la intención de asumir un proyecto de vida propio y de disfrutarlo -tal como en el modelo aristotélico el spoudaîos goza de sus rectas acciones-, y no, en circunstancias ordinarias, porque desee obligarse, por el resto de sus días, a ser buen esposo. Dentro de este contexto, es claro, pues, que la “virtud de ser un esposo” y el “deber de ser un buen esposo” poco se distinguirían entre sí.
Aunado a lo anterior, Hegel afirma que esta oscilación de describir las acciones buenas ya sea en términos de virtudes o ya sea en términos de deberes, si bien todavía es una posibilidad fáctica abierta, poco a poco va diluyéndose en el mundo moderno, cediendo lugar a la tendencia de comprenderlas de forma preponderante como deberes -lo cual, dicho sea de paso, es una tendencia tangible que incluso hoy en día muchos de los propios eticistas de la virtud y de los defensores de las éticas antiguas se ven obligados a reconocer (Cfr. Horn, 2010: 9)-. En el segundo pasaje presentado arriba -el cual, sobra decir, no está exento de cierta ironía mordaz y de afán polémico- Hegel dice que la virtud es más característica de los franceses porque todavía se mueven dentrode un ámbito de culto a la individualidad, mientras que los alemanes habrían reconocido que lo ético poco o nada tiene que ver con el carisma particular de los actores sociales. En otras palabras, la buena conducta ética no se da porque uno sea una especie de “genio de la ética”, sino porque uno ha interiorizado de forma exitosa los patrones y estándares de conducta comunes que conforman el horizonte de interacción social.
Por algún motivo en particular, Hegel parece asociar el lenguaje de las virtudes con una época heroica, dentro de la cual los estándares de excelencia no serían objetivos y donde resulta algo prácticamente milagroso que un individuo logre una adecuada realización ética:
Cuando la sociedad o la comunidad se encuentran en un estado de mayor incultura aparece con mayor frecuencia la forma de la virtud como tal, porque lo ético, tal como lo han predicado los antiguos, en especial de Hércules, es entonces en mayor grado una preferencia individual o una característica genial propia del individuo. En los Estados antiguos, puesto que en ellos la eticidad no había llegado a ser este sistema libre que acoge en sí un desarrollo independiente y objetivo, era la genialidad propia del individuo la que tenía que llenar esa carencia. La doctrina de las virtudes, en la medida en que no sea una mera doctrina del deber y abarque lo particular del carácter basado en determinaciones naturales, se convierte de este modo en una historia natural del espíritu.32
Este pasaje es, por un lado, una clara evidencia textual de que, en contra de lo que opinan sus detractores, Hegel considera que el individuo no está absolutamente condicionado por su contexto histórico o cultural -pues, de lo contrario, no habría posibilidad alguna de desviación individual respecto de un panorama generalizado de decadencia social-. Este margen de independencia por parte de los individuos es algo que Hegel también llega a subrayar en GPR en relación con Sócrates y los estoicos, a quienes considera personajes que tuvieron que vivir en una época turbulenta y que, no obstante, lograron trascenderla heroicamente, alcanzando niveles de excelencia moral muy superiores a los de sus coetáneos (Cfr. GPR, VII, 259-260). Por otro lado, sin embargo, el pasaje deja ver de modo claro que Hegel hace una generalización indebida, atribuyéndole un aspecto idiosincrático a todas las éticas de la antigüedad basadas en la virtud. Si bien esta afirmación es de por sí cuestionable referida a la ética griega en tiempos arcaicos, en lo que toca a Aristóteles es insostenible, pues es claro que el Estagirita en ningún momento sugiere que las virtudes que él aborda en sus tratados éticos hayan de ser apropiadas genialmente y sin ningún tipo de instrucción por parte de los individuos -excepción hecha quizás de aquellos que tienen un carácter “divino” (Cfr. EN VII, 1, 1145a19 y ss.)-. En general, Aristóteles concibe a las virtudes que conforman su catálogo como las mejores disposiciones en absoluto, mismas que, por un lado, habrán de ser apropiadas mediante un proceso educativo uniforme y que, por otro lado, son en su totalidad indispensables para que alguien pueda contar como prudente (Cfr. EN VI, 13, 1144b30-1145a5). Si a este principio de reciprocidad o de co-implicación entre las excelencias de carácter y la prudencia -el cual es heredero de la discusión socrática sobre la unidad de las virtudes- se le suman todas las recomendaciones pedagógicas que Aristóteles da en innumerables pasajes de sus tratados éticos de cara a la adquisición de unas muy específicas y concretas virtudes, así como todo el muy detallado programa educativo que esboza en lo que ha llegado a nosotros del libro VIII de la Pol., la tesis hegeliana se muestra, en lo que toca a este punto, todavía mucho más desencaminada e improcedente. La causa de por qué Hegel no fue capaz de reconocer todos estos elementos, tan tangibles en Aristóteles, no son a mi entender del todo claras. Pero el no haber reconocido esto es posiblemente una de las limitaciones más grandes de la lectura que hace Hegel del mundo antiguo, en general, y de Aristóteles, en lo particular.
Habiendo recogido estos y otros elementos -tanto positivos como negativos- de la lectura que hace Hegel de las nociones de virtud y hábito en Aristóteles, considero que podemos dar paso a nuestra valoración final de la relación de estos dos autores.
IV. Conclusiones
Después de pasar revista a todas estas instancias en las que Hegel entabla un diálogo con Aristóteles y retoma elementos del mismo, creo que estamos en condiciones de establecer lo siguiente: si lo que buscamos es una lectura de la filosofía práctica de Aristóteles con un marcado apego filológico y animada por el propósito de reconstruir el proyecto original aristotélico del modo más fidedigno posible, muy lejos estaremos de encontrar algo semejante en GPR de Hegel. Sin embargo, de ello no se sigue que la de Hegel sea una lectura descalificable por entero ni mucho menos. Casos como éste, en mi opinión, invitan a revalorar la relación entre autores destacados de la tradición filosófica en términos de apropiación y de rehabilitación, las cuales serían actitudes características de aquel que busca apoyo en una fuente para hacer frente a los desafíos de la propia época. En el caso de Hegel, muchos de estos desafíos pasaban por presentar una alternativa, por un lado, a modelos filosóficos, políticos, y económicos que eran a su entender atomistas y a históricos toda vez que imaginaban a los individuos, de forma aislada y unilateral, bajo tales o cuales circunstancias abstractas, únicamente para reinsertarlos artificialmente, en un momento posterior, a su sociedad y a su contexto específicos, y por otro lado, a teorías éticas que, a su juicio, desorientaban a los individuos y los orillaban a enemistarse con su propia afectividad y naturaleza sensible. Como dijimos en su momento, éste no es el marco para hacer una valoración de qué tan procedente era la opinión de Hegel sobre sus adversarios filosóficos, pero sin tomar en cuenta dicho contexto de apropiación y de lectura, no estaremos en condiciones de emitir un juicio razonado y equilibrado sobre la relación de Hegel y Aristóteles. A mi juicio, no obstante, este contexto polémico en el cual Hegel lee Aristóteles, no debe interpretarse únicamente como una limitante, sino también como la ocasión que habría posibilitado un examen acerca de si los planteamientos aristotélicos pueden extenderse hacia nuevos horizontes no vislumbrados originalmente por el Estagirita, y si éstos, dentro de ciertas condiciones ampliadas, son susceptibles de ser todavía válidos en el mundo moderno. Considero que, con base en lo que hemos discutido a lo largo del presente trabajo, resulta claro que la respuesta hegeliana sería afirmativa en ambos sentidos, y que eso deja a su vez una lección importante para todas aquellas propuestas que quieran reactualizar a Aristóteles de cara a nuestros tiempos. Por supuesto, intentos de apropiación tan ambiciosos como el hegeliano suelen ir de la mano de yerros, en ocasiones incomprensibles, en lo que toca a puntos finos de la lectura de base -cosa que, sobre todo en el último apartado, he procurado subrayar- pero incluso dichos errores son en el caso de grandes autores como Hegel ilustrativos e invitan de un modo particular a una nueva examinación de sus fuentes que puede redituar también en una ampliación de miras de nuestra propia interpretación.
Ahora bien, pasando a consideraciones más puntuales de la discusión especializada en Hegel, me parece que poner en un primer plano el diálogo que Hegel entabla con Aristóteles en GPR -cosa que, como advertíamos en un inicio, no es una estrategia del todo común en la interpretación del autor- ayuda, entre otras cosas, a dos objetivos muy concretos. Por un lado -y con esto retomo las consideraciones que anuncié al final del segundo apartado de nuestro trabajo-, hacer esto ayuda entender de forma mucho más cabal la retórica hegeliana, desconcertante a primera vista, de que el individuo es una especie de accidente de la sociedad, tal como, por ejemplo, lo podemos ver en el siguiente pasaje:
El hecho de que lo ético sea el sistema de estas determinaciones de la idea constituye su racionalidad. De este modo, es la libertad o la voluntad existente en y por sí que se presenta como lo objetivo, como el círculo de la necesidad cuyos momentos son los poderes éticos que rigen la vida de los individuos y tienen en ellas, como accidentes suyos, su representación, su figura fenoménica y realidad.33
Ante una sensibilidad política templada en el liberalismo, esta afirmación no puede resultar sino chocante. Más aún, podría leerse, como en su momento lo hiciera Karl Popper en su famoso libro The Open Society and Its Enemies como la más clara anticipación de una ideología totalitaria y antagonista de cualquier forma de pluralismo o diversidad. En realidad, sin embargo, como hemos visto, dicha aseveración encuentra su asiento natural en una lectura particular del ζῷον πολιτικὸν aristotélico y de su profunda vinculación con condiciones estructurales de praxis más abarcantes. Por supuesto, el decir esto no quiere decir que, de forma mágica, la postura hegeliana se convierta en correcta o en la más deseable ética o políticamente. Pero sin lugar a dudas previene en contra de lecturas simplificadoras que están muy lejos de hacerle justicia al autor y a su proyecto filosófico.
Por otro lado, considero que poner a Aristóteles y a Hegel en ese primer plano de discusión, desde las coordenadas que lo hemos hecho, ayuda a rectificar interpretaciones que, si bien en lo esencial apuntan hacia un resultado correcto, fallan en aspectos importantes de la reconstrucción que acometen. En concreto, me refiero a la interpretación de Ritter, sobre todo, cuando éste escribe lo siguiente:
En su adopción del punto de vista de la eticidad, Hegel se adhiere a la tradición de la política proveniente de Aristóteles. Esto ya se muestra desde la estructura misma de la Filosofía del derecho de Hegel. Al ir más allá de una moralidad que es ajena a la política, la filosofía del derecho incorpora a la moralidad -en el desarrollo ulterior de la familia, la sociedad y el estado como formas de la eticidad- dentro de aquella doctrina perteneciente a la política que considera a las instituciones como la realidad del obrar particular. Así, ésta pasa de la ética de la moralidad a la ética de la política, la cual previamente había desvanecido con ella. La Filosofía del derecho retoma esta última tradición mediante una adhesión a la filosofía de escuela y la pone en relación con la realidad presente, la cual habíasido separada de dicha tradición por el principio de subjetividad.34
Considero que Ritter, en este y otros pasajes de su obra, da la impresión de que Hegel únicamente “incorpora” (einbringt) la moralidad a una dimensión ya existente de la eticidad política. Como hemos visto, sin embargo, las cosas no resultan ser tan sencillas -de hecho, con Hegel nunca lo son-. Lo que Hegel hace no consiste simplemente en superponer una dimensión sobre otra, como si esto hiciera que, de forma espontánea, la unilateralidad y las dicotomías y escisiones propias de una moralidad abstracta desaparecieran. Antes bien, lo que Hegel muestra es que, desde una perspectiva interna a las estructuras del derecho abstracto y de la moralidad, éstas mismas mostrarían sus limitaciones y exigirían un marco de concreción más amplio que sólo habría de encontrarse en la esfera de la eticidad. En otros términos, el procedimiento hegeliano no es simplemente el de construir una esfera para desplazarla sobre otra, sino el mostrar que una tiene que abrir paso a otra, incorporando sus momentos de verdad, a fin de obtener una plena realidad efectiva. Este método, si bien suele considerarse dialéctico, también tiene una profunda afinidad con el procedimiento aristotélico de reconstrucción de totalidades de sentido más amplias, el cual, después de lo que hemos visto, Hegel se habría beneficiado enormemente. Y tener esto en cuenta hace que, en mi opinión, estemosen una mejor situación hermenéutica para entender las problemáticas y desafíos con los que suele confrontarnos el filósofo de Stuttgart.