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Salud mental
versión impresa ISSN 0185-3325
Salud Ment vol.37 no.4 México jul./ago. 2014
Editorial
¿Por qué hablar de género y salud mental?
Why talk about gender and mental health?
Luciana Ramos-Lira1
1 Editora Invitada. Dirección de Investigaciones Epidemiológicas y Psicosociales del Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente Muñiz.
El interés por realizar un número dedicado al género y la salud mental parte de algunas inquietudes derivadas de las diferencias consistentes que existen entre mujeres y hombres en algunos trastornos mentales en diferentes países y culturas. ¿Las diferencias son resultado del sexo o del género? ¿El género es un factor de riesgo para la salud mental que opera de la misma manera en los hombres y en las mujeres?
Como es evidente, estas preguntas, más que hablar de la salud mental, hablan de problemas de salud mental en la medida en que no existen muchos indicadores que den cuenta de esta última. Por ello vale la pena considerar algunos datos.
En el libro The stressed sex: Uncovering the truth about men, women, and mental health,1 los autores analizan 12 encuestas nacionales sobre trastornos mentales comparables entre sí, e incluyen encuestas realizadas en Gran Bretaña, Alemania, Estados Unidos, Australia, Nueva Zelanda, Chile y Sudáfrica. Los autores concluyen que las mujeres presentan prevalencias más altas y tienen más probabilidad que los hombres de sufrir depresión y ansiedad. Estos últimos presentan mayores prevalencias de abuso y dependencia de alcohol y otras sustancias. A pesar de que no todas las encuestas cubren otros trastornos, Freeman y Freeman1 reportan que, según algunas de ellas, las mujeres tienen más probabilidad de desarrollar un trastorno limítrofe de la personalidad y trastornos de la alimentación, mientras que las prevalencias de trastorno de la conducta y de personalidad antisocial son más altas en los hombres. En general, destaca el hecho de que las mujeres no solamente presenten tasas más elevadas de trastornos mentales que los hombres, sino también síntomas más graves y discapacitantes.
Respecto a lo que ocurre en nuestro país, la depresión, ya sea como sintomatología o como trastorno mental, también es más prevalente en mujeres de la población adulta2,3 y adolescente.4 La depresión mayor ocupa el cuarto lugar entre las cinco principales causas de años de vida perdidos en salud en las mujeres mexicanas.5
¿Qué factores se asocian con estos problemas de salud mental? Una revisión de Berenzon et al.6 señala que uno de los principales factores psicosociales asociados a la depresión en la población mexicana es precisamente ser mujer, sobre todo si se es jefa de familia o si se dedica exclusivamente a las labores del hogar o a cuidar a algún enfermo. Otros factores psicosociales de riesgo tienen que ver con el bajo nivel socioeconómico (por la mayor exposición a condiciones de precariedad pues, si bien no existen diferencias significativas entre estratos socioeconómicos, aquéllos de nivel más bajo presentan depresión más grave), el desempleo (sobre todo en hombres), el aislamiento social, los problemas legales, las experiencias de violencia, el consumo de sustancias adictivas y la migración.
De este modo, en general pareciera que las mujeres son más vulnerables a que su salud mental resulte afectada por ciertos factores sociales, aunque también cabe la posibilidad de que los hombres subreporten problemas de salud mental por su dificultad para buscar ayuda si los aqueja algún malestar emocional. Asimismo, se ha señalado que en ellos la depresión puede estar "escondida" detrás de comportamientos adictivos y de riesgo, así como detrás de la irritabilidad e impulsividad.7 Así como para la depresión ser mujer se configura como un factor de riesgo, ser hombre cumple el mismo papel para la violencia.8
Entonces, cuando hablamos de este tipo de circunstancias y factores asociados con la condición de ser hombre o ser mujer, ¿a qué nos estamos refiriendo?: ¿al sexo o al género? Recordemos que el sexo se refiere a las diferencias biológicas entre hombres y mujeres, y que el género, a su vez, alude al significado social construido en torno a dichas diferencias en contextos históricos particulares. Así pues, el género como categoría hace referencia a una construcción simbólica mediante la cual ciertas características son atribuidas como pertenecientes a uno u otro sexos, lo que la configura como un eje primario de la formación de la identidad subjetiva y de la vida social que conlleva relaciones de desigualdad debido a la distribución inequitativa (evitable e injusta) de poder y recursos.9 Lo "masculino" se ha considerado históricamente superior a lo "femenino", y las mujeres han sido ubicadas en una posición de vulnerabilidad (receptiva y pasiva) frente a los hombres (activos y agresivos). Esto ha propiciado una construcción de lo que podemos denominar una subjetividad "femenina" o "masculina", de manera tal que los comportamientos del sujeto mujer u hombre se perciben como atributos "naturales" que emanan de su fisiología corporal.10 Es decir, el género es invisibilizado y el sexo se superpone como explicación de prácticamente todos los fenómenos humanos; decimos por ejemplo, "así son los hombres" o "ésas son cosas de mujeres", de modo que parecen inevitables su permanencia y la resistencia al cambio.
En el campo más específico de la salud no queda muy claro qué diferencias son resultado de diferencias sexuales y cuáles se deben al género, excepto algunas relacionadas con la salud reproductiva.11 En realidad, cada vez se hace más evidente que "nuestros cuerpos son demasiado complejos para proporcionarnos respuestas definidas sobre las diferencias sexuales".12
Al hablar de género, en general se ha hecho referencia a las mujeres por la histórica situación de desigualdad que han padecido por este motivo, lo que por mucho tiempo dejó fuera de la investigación a los varones. Es por ello que no sorprende que, a pesar de que cada vez hay un mayor reconocimiento de que el género es un factor sociocultural relevante en el comportamiento saludable o relacionado con la salud, la salud masculina rara vez se desconstruye a través de los lentes del género.13
Todo lo anterior confirma la importancia de la investigación con perspectiva de género, lo que otra vez deja en claro que el género, como constructo social, y el sexo, como constructo biológico, son términos distintos, no intercambiables. La literatura científica, particularmente en campos como la psiquiatría y otras disciplinas médicas, así como la psicología, con frecuencia los confunden y utilizan de manera intercambiable. Como señala Krieger: "La relevancia de las relaciones de género y de la biología ligada al sexo en un resultado dado de salud es una pregunta empírica y no un principio filosófico; dependiendo del resultado bajo estudio, ninguno, ambos, o uno u otro pueden ser relevantes, ya sea independientemente o como determinantes sinérgicos. Por ello es fundamental clarificar conceptos y atender al sexo y al género para tener investigaciones válidas en salud".14
Los factores determinantes de carácter social suelen exacerbar las vulnerabilidades biológicas, por lo que un enfoque de la salud relacionado con el género debe considerar la manera en que la desigualdad influye en las experiencias de salud. Lo anterior puede servir para identificar las respuestas apropiadas del sistema de atención de salud y de la política pública.15
Por los temas que abordan y las metodologías que utilizan, los artículos que se presentan en este número son una aportación en diversos sentidos en esta compleja articulación entre el género y la salud mental. Los artículos elaborados por investigadoras/es del Instituto Nacional de Psiquiatría Ramón de la Fuente Muñiz conforman apenas una pequeña muestra de la serie de líneas de investigación desarrolladas desde hace años en esta institución, cuyos resultados se han publicado en esta misma revista. Ejemplos de ello son los estudios cualitativos interpretativos de Martha Romero sobre las mujeres, las adicciones y la prisión, que se han convertido en un referente fundamental nacional e internacional;16,17 los de Guillemina Natera y Marcela Tiburcio sobre la violencia conyugal,18,19 los de María Teresa Saltijeral en la misma línea,20 así como los de Gabriela Saldívar sobre los mitos de violación21 y la coerción sexual.22 Otro tema que se ha evidenciado es el de la carga que tienen las mujeres como las principales cuidadoras informales de pacientes psiquiátricos, como lo muestra la investigación de María Luisa Rascón.23 Asimismo se ha empezado a investigar el malestar emocional y la depresión en hombres desde una perspectiva de género,24 entre otras líneas.
En el presente número se presentan artículos muy valiosos y de gran diversidad temática y metodológica. Los primeros dos abordan las repercusiones que pueden tener en la salud mental fenómenos asociados con la reproducción en las mujeres.
Por su parte, Russo realiza una magnífica revisión de la literatura sobre un tema controvertido y por ello necesario de abordar en términos de investigación: la interrupción del embarazo. El título es "Abortion, Unwanted Childbearing, and Mental Health" (Aborto, maternidad no deseada y salud mental). Russo plantea en él que una de las consecuencias de no tener un acceso efectivo a la anticoncepción es el embarazo no deseado, cuyas implicaciones físicas y mentales incluyen los abortos inseguros o la maternidad no deseada. El artículo sistematiza la literatura sobre la relación de aborto y maternidad no deseada con los problemas en la salud mental, dando cuenta de los problemas metodológicos de buena parte de la investigación realizada en este campo.
A pesar de que la mayoría de los abortos se practican en países de África y América Latina y el Caribe, en condiciones de inseguridad e ilegalidad, la investigación en riesgos para la salud mental se ha realizado en mujeres que se practicaron abortos legales en países desarrollados, donde se presenta solamente uno de cada siete en el mundo. Pero existen además otros problemas metodológicos, desarrollados en un largo apartado por la autora, donde tres aspectos destacan como los más importantes: sesgos sistemáticos en la selección de muestra y grupos de comparación, aspectos conceptuales y de definición, y los relacionados con el deseo de embarazarse o no.
Las consecuencias en la salud mental de la mujer que aborta son también controvertidas, en la medida en que los "daños por un aborto" han servido de justificación para las restricciones en la realización de abortos sin considerar las razones de las mujeres. Así, se asume que tener un aborto es una amenaza mayor para la salud mental de las mujeres embarazadas en comparación con tener y criar un hijo no deseado.
Cabe recordar que los embarazos no deseados suelen presentarse con más frecuencia en ciertos subgrupos de mujeres: pobres, muy jóvenes y/o con historias de adversidad infantil y violencia basada en el género, mujeres que además suelen tener menos recursos para enfrentar situaciones de estrés.
Por otro lado, si bien deja en claro que la experiencia del aborto no es per se un factor de riesgo significativo para desarrollar un trastorno mental, Russo no duda en señalar los estudios que muestran que algunas mujeres pueden tener respuestas emocionales negativas tras un embarazo no deseado que finaliza en un aborto. Estas respuestas se relacionan con la manera en que se evalúa la experiencia, en gran medida por la estigmatización existente alrededor de la interrupción del embarazo.
Otro punto que es necesario destacar es el impacto del embarazo y la maternidad no deseada en la salud física y mental de las mujeres y sus familias. Por ejemplo, la maternidad no planeada se relaciona con retardos en el desarrollo infantil temprano y con deficiencias en procesos cognitivos, emocionales y sociales que pueden manifestarse en diversas etapas de la vida y transmitirse de una generación a otra.
Sin duda, éste es un artículo fundamental que deja abierta la reflexión sobre el hecho de que las mujeres de escasos recursos sean siempre las más afectadas por la práctica de abortos inseguros. En el caso de las mujeres con altos recursos económicos, sea que el aborto sea legal o ilegal, subsidiado o costoso, éstas pueden pagar médicos calificados que los realizan. Los impactos en la salud mental de un embarazo no deseado también serán mayores, entonces, en contextos de adversidad, por lo que se abre así una línea de investigación necesaria en México y América Latina.
A su vez, el artículo de Lara et al., denominado "Acceptability and Barriers to Treatment for Perinatal Depression. An Exploratory Study in Mexican Women" (Aceptación y barreras al tratamiento para depresión perinatal. Estudio exploratorio en mexicanas), presenta los resultados de una investigación realizada en un centro de salud y un hospital general para saber si estas mujeres reconocen la depresión perinatal y si aceptan diversas modalidades de atención para ella, y cuál es su percepción acerca de las barreras para acudir a un tratamiento.
Aunque existe evidencia de que un porcentaje importante de las madres presentan depresión perinatal, se desconoce cuántas son detectadas y tratadas en realidad. Los resultados de este artículo muestran que, si bien casi todas las participantes habían escuchado el término depresión posparto, una cuarta parte no conocía las causas del trastorno, el cual atribuyeron a no saber enfrentar los nuevos retos, los cambios emocionales y hormonales y la falta de apoyo social. La mayoría consideró que no es fácil hablar de tristeza o malestar en este periodo y que la gente tampoco lo entendería, en gran medida por la imagen de "mala madre" que se les atribuiría si lo comentaran. La psicoterapia individual fue el tratamiento con mayor aceptación y los medicamentos, durante el embarazo o la lactancia, los menos aceptados. Las principales barreras al tratamiento fueron: la falta de tiempo, los trámites institucionales, la imposibilidad de costearlo y la dificultad de disponer de cuidado para los hijos.
Los resultados son un primer paso hacia la definición de las necesidades que tienen las mujeres con respecto a los servicios perinatales para tratar la depresión durante este periodo. Lara et al. señalan que para poder brindar una atención efectiva es necesario que las normas oficiales que regulan el cuidado de la salud de mujeres e infantes en este periodo incluyan una atención a los trastornos mentales.
Sin duda, estos dos artículos configuran una importante aportación acerca de las implicaciones del embarazo, la maternidad, deseada o no y la interrupción del mismo. Asimismo, dan cuenta de que es fundamental generar contextos de decisión en términos sexuales y reproductivos basados en la información, el acceso a anticoncepción y la atención a la salud mental.
A continuación, otros tres artículos abordan aspectos relacionados con el malestar emocional y la atención del mismo. El artículo "Estigma estructural, género e interseccionalidad. Implicaciones en la atención en la salud mental", de Mora-Ríos et al., aborda el estigma estructural o estigma institucional como un conjunto de normas, políticas y procedimientos de entidades públicas o privadas que restringen los derechos y las oportunidades de las personas con enfermedades mentales, legitiman las diferencias de poder y reproducen las inequidades y la exclusión social. Las autoras señalan su utilidad para el abordaje de los grupos sociales que presentan múltiples condiciones de vulnerabilidad. En éstas intervienen diversos determinantes sociales que se interrelacionan y se expresan en inequidades sociales en salud, incluyendo el género como una variable transversal de carácter estructural. De aquí que las autoras retomen el enfoque de interseccionalidad que pretende dar cuenta de la complejidad de los fenómenos sociales como una propuesta para entender de qué manera el sexo y el género se interrelacionan con otras dimensiones de inequidad social, y en contextos históricos y geográficos específicos, para crear experiencias únicas en las áreas de salud. Este marco lo utilizan para exponer las formas y manifestaciones más comunes del estigma estructural sobre los trastornos mentales desde la perspectiva del personal de salud y de los usuarios en tratamiento ambulatorio en cuatro centros de atención psiquiátrica ubicados en la Ciudad de México.
En este sentido destacan los resultados de las percepciones de los usuarios sobre el motivo de su padecimiento, la vulnerabilidad social: precarias condiciones de vida, violencia y consumo de sustancias, y la falta de una red de apoyo. Sus hallazgos muestran también que el género incide en estas experiencias de malestar y enfermedad mental: las mujeres son más víctimas de violencia de género y los hombres consumen más alcohol. Las principales fuentes de estigma desde su punto de vista son la familia y el personal de salud. Éste último les otorga poca credibilidad y las descalifican si reportan alguna experiencia, incluso de violencia o de abuso sexual, como si no fueran dignas de confianza y como si su padecimiento las llevara a mentir o a falsear información. Por otro lado, el estigma hacia la enfermedad mental afecta a los usuarios, pero también al personal de salud, como se abunda en el artículo.
La pobreza y la falta de recursos para poder recibir una adecuada atención constituyen variables estructurales que inciden, al igual que el género, en la manifestación de los padecimientos psiquiátricos. Es así comprensible, mas no justificable, que el personal de salud experimente impotencia e incertidumbre ante la gran cantidad de problemas que les plantean los usuarios, lo que puede llevar a la desatención o a la indiferencia, manifestaciones de desgaste profesional.
Ahora bien, muchas son las barreras institucionales que este personal observa para el ejercicio de su actividad laboral, desde aspectos físicos, hasta en términos de recursos humanos y capacitación. El papel del estado es también cuestionado por lo que se percibe del mismo en la salud mental, así como que se reconocen las condiciones de inequidad social en su población.
Sin duda, este trabajo representa una gran aportación sobre la gran cantidad de factores que interactúan con el género y que se reproducen estructuralmente en las propias prácticas y procedimientos de atención. Lo anterior provoca que siga operando la estigmatización hacia las personas con trastornos mentales, pero también hacia los prestadores de servicios que atienden una población muy discriminada con múltiples condiciones de vulnerabilidad concomitantes con su padecimiento.
Los dos artículos siguientes exploran el malestar emocional: uno en mujeres que acuden al primer nivel de atención y el otro en hombres que ejercen violencia familiar. Ambos son de gran interés en la medida en que hablar de salud mental no se circunscribe sólo a los pacientes aquejados por una patología específica, sino que también toca al conjunto global de la población. "Es una realidad que las consultas de atención primaria reciben cada vez más visitas de pacientes que acuden con una sintomatología más o menos difusa de malestar emocional. Se trata, en la mayoría de los casos, de alteraciones leves o trastornos adaptativos relacionados con la psicobiografía de cada persona y con la realidad social, económica, familiar y geográfica que nos ha tocado vivir. Este discomfort no supone necesariamente una patología, aunque, sin embargo, conlleva un grado de desazón importante para las personas que lo padecen que hace muy conveniente su atención y tratamiento".25
El artículo de Berenzon Gorn, Galván Reyes, Saavedra Solano, Bernal Pérez et al., "Exploración del malestar emocional expresado por mujeres que acuden a centros de atención primaria de la Ciudad de México. Un estudio cualitativo", plantea que existe una tendencia en las mujeres a acudir a los centros de salud, por ciertas sensaciones y quejas, que muchas veces no detecta o que minimiza el personal. Esta clase de desatención también se aborda desde un punto de vista estructural e institucional, y se plantea que dicha desatención lleva a lo que se denomina "hiperfrecuentación de los servicios". Ésta genera sufrimiento en las pacientes, frustración entre el personal de salud y un importante impacto económico en el sistema sanitario.
Los hallazgos de este artículo muestran que los principales detonantes de los malestares emocionales de las participantes se asocian con las preocupaciones cotidianas (como falta de dinero, problemas con los hijos y violencia intrafamiliar) y, en otros casos, con la vivencia de experiencias traumáticas de violencia y abuso sexual, pasadas y presentes, lo que concuerda con los estudios sobre el tema. Dichos malestares se expresan como intranquilidad, nerviosismo, irritabilidad, desesperación y cambios constantes de humor, así como con algunas dolencias físicas. Las participantes no consideran que la consulta médica sea el espacio idóneo para hablar de lo que les preocupa en su día a día, ya que los tiempos de consulta son muy cortos y muchas veces los médicos carecen de las habilidades y los conocimientos necesarios para otorgar una adecuada atención. Aunado a lo anterior, estas mujeres tienden a no hablar de sus preocupaciones y sufrimientos por vergüenza o miedo a que las regañen o juzguen. Cabe destacar, como deja en claro el artículo, que tampoco se les pregunta al respecto. Así, en los discursos de las usuarias resulta evidente la necesidad de recibir una escucha más sensible y empática por parte del personal, en especial el médico.
En esta misma temática, Bolaños Ceballos desarrolla el artículo "Malestar psicológico determinado socialmente y abuso expresivo en varones", en que aborda el caso de hombres que asisten a un programa de reeducación por haber ejercido violencia familiar. Para conceptualizar dicha violencia, el autor alude a las vertientes instrumental y expresiva, en la medida en que considera la instrumentalidad como una estrategia de intimidación al servicio de la dominación que el hombre "elige" conscientemente desde su posición social. En su otro sentido, el expresivo, la violencia puede entenderse como una experiencia regresiva, relacionada con la historia de vida y experimentada como un sentimiento de "perderse", que se produce de forma paralela al sentido instrumental. La violencia expresiva se caracteriza por conductas violentas, realizadas impulsivamente y motivadas por sentimientos de ira y rabia, que por lo regular se dirige hacia quienes tienen menos poder, es decir, hacia quienes se juzga como inferiores por razones de género o edad. Asimismo, a partir del modelo ecológico, el autor considera los actos violentos en las relaciones familiares como una manifestación sintomática que sintetiza dos tensiones relacionadas con el malestar: una cultural-social y otra personal-psicológica.
Bolaños Ceballos plantea que se hable de "abuso expresivo", en la medida en que éste hace referencia a los actos de violencia expresiva que surgen en un vínculo de confianza, motivo por el que precisamente son abusivos, pues no se darían en otras relaciones. Estos actos son sintomáticos de una serie de variables sociales filtradas, negociadas y reelaboradas por la experiencia personal de los sujetos y manifestada en su salud y sus prácticas sociales.
En su abordaje de corte cualitativo, los resultados de este autor revelan que el malestar emocional de estos hombres que ejercen violencia se expresa en dolores musculares, insomnio, pesadillas y cambio en las conductas habituales como manifestaciones de estrés. Todos los hombres de los que habla el artículo presentan antecedentes de violencia, ya sea porque fueron testigos de la violencia entre sus padres, o porque sufrieron violencia directa, que fue mayoritariamente de tipo emocional. El empleo, la falta de él o una mala remuneración se encuentran entre los factores que mencionan como asociados con su malestar. Por otro lado, estos hombres perciben que el sistema de salud no cubre sus necesidades, lo que les genera enojo, impotencia y estrés, pues consideran que la situación no va a cambiar. Asimismo, tienen una opinión negativa sobre los programas y los funcionarios gubernamentales. Dicen sentirse engañados en este sentido y que estos aspectos macrosociales afectan directamente sus ingresos.
En cuanto al abuso expresivo, Bolaños Ceballos destaca que todos los estresores sociales y las frustraciones ambientales mencionadas en su artículo se convierten en un malestar latente -la sensación de ser una olla de presión- ante el que se "busca el detonante" para ejercer violencia. El autor destaca que en estos casos hay una expresión de violencia dirigida hacia alguien "inferior" en la relación de poder y que éste suele ser un miembro de la familia. Las creencias que dan pie a los abusos expresivos tienen que ver con la superioridad de los hombres, la inferioridad física de las mujeres y de los hijos y las hijas, la propiedad de la esposa y la obligación de que una relación sea "para toda la vida", así como con creencias sobre el uso de la violencia en las relaciones.
Este trabajo aporta sin duda algunas pistas sobre la manera en que operan los determinantes sociales del malestar psicológico provenientes del nivel macrosocial. Habla también de que la reeducación de género es fundamental para hacer frente a la injusticia social y las necesidad básicas insatisfechas. El artículo lleva a reflexionar además sobre la importancia de explorar si estos malestares y comportamientos violentos enmascaran un trasfondo depresivo, como plantea la literatura mencionada.7
Los dos artículos siguientes son valiosos en la medida en que presentan metodologías cualitativas estrechamente relacionadas con el campo de la antropología social.
El artículo de Roy Gigengack, "La banda y sus choros. Un grupo de niños de la calle hilando historias de edad, género y liderazgo", es producto de un trabajo de campo realizado hace más de dos décadas. Sin embargo, no ha perdido vigencia por la problemática que aborda y porque representa un excelente ejemplo de lo que es el trabajo etnográfico. La descripción usada en este artículo se puede considerar como "densa", en la medida en que da cuenta de las tramas de significado del liderazgo y del papel que cumplen el género y la edad para organizar una banda callejera tras la observación que Gigengack realizó por tres años con un grupo de niños de la calle de la Ciudad de México.
Según este autor, la falta de vivienda genera un mundo de paradojas y contradicciones, que asimismo posibilita una diferenciación de poder entre personas que carecen relativamente de él. Gigengack plantea que las historias narradas por los niños y jóvenes de esta banda, en torno al liderazgo, el género y la edad, esconden su fragilidad, porque en ellas los niños de la calle se atribuyen un poder del cual carecen en realidad. Esto, dice él, no es un síntoma de locura o de una personalidad manipuladora, lo que sería una interpretación psicologizante. Este fenómeno da más bien cuenta de la creatividad y resiliencia de estos niños.
La contradicción entre fortaleza y vulnerabilidad, que se manifiesta en ellos se ejemplifica por medio de los cambios que muestran la estructura de liderazgo y la originaria exclusión de mujeres de sus filas, lo que lleva a construir una nueva historia de la banda. Buena parte de las historias de liderazgo incluidas en el artículo se centraron en la capacidad de un jefe para protegerlos y contener sus inclinaciones autodestructivas. En el caso de las mujeres, destaca también la vulnerabilidad que pueden experimentar por su condición de género, pero que también puede reconfigurarse dándoles poder frente a los hombres, en el ejercicio del papel de seudomadre que pueden llegar a desempeñar o bien, establecer un vínculo erótico.
Todo lo anterior permite apreciar que las coordenadas espaciotemporales del género, de la edad y del liderazgo posibilitan otras maneras de organización, maneras de detentar poder cuando se carece socialmente de él y la creación de historias que permiten narrar las vicisitudes cotidianas de formas que, en efecto, no son precisamente fantasiosas, sino formas de sobrevivir creativamente en un mundo que perciben como injusto.
Por su parte, el artículo, "La violencia simbólica de la explotación sexual de mujeres en una celebración estudiantil", de Gutiérrez y Vega, es una excelente muestra de cómo la violencia contra las mujeres se reproduce no sólo en las formas más evidentes. A partir del análisis de una representación histriónica de la trata con fines de explotación sexual que se realiza en una celebración estudiantil tradicional, los autores la describen como un ritual que rompe la rutina escolar y la cotidianidad, aunque, como bien señalan, desplaza de su contexto cotidiano los elementos y sentidos disímiles. Si bien la celebración inicia de una manera tribal donde se comparte la emoción, el gusto y el aspecto lúdico de "vibrar juntos", Gutiérrez y Vega muestran cómo, conforme va desarrollándose, esta representación se transforma en una afirmación complaciente de las creencias y prácticas machistas que legitiman la explotación sexual, así como en una aceptación tácita de los abusos, los cuales no son reconocidos como tales sino como una tradición venerable. Los abusos de poder y el rol de mercancía sexual que se atribuye a las mujeres, que resultan evidentes en la dramatización de la explotación sexual sufrida por las "esclavas", se consideran efectivamente como un "juego inofensivo", y las propias mujeres que participan ponen en duda la realidad de lo ocurrido. Es decir, les parece ininteligible el significado de la práctica violenta a la que estuvieron sometidas, aunque la vivencia haya sido de malestar.
De este modo, Gutiérrez y Vega subrayan que la violencia simbólica que retrata la representación de la trata enmascara la realidad de las violencias directa y estructural, en el contexto de esta celebración como práctica machista. Como bien señala Bordieu,26 las mujeres han incorporado en su identidad las estructuras mediante las cuales se materializa la dominación que sufren, por lo que la sumisión no es el efecto de un acto de la conciencia y la voluntad. En este sentido, el mismo Bordieu apunta: "Es el caso de la dominación sexual, forma de dominación simbólica que se ejerce con la complicidad de aquella que la sufre o, más precisamente, con la complicidad de las estructuras incorporadas que el dominado ha adquirido en la confrontación prolongada con las estructuras objetivas de dominación."26
Finalmente, dos artículos abordan una población altamente vulnerable y prácticamente no investigada en nuestro país: las trabajadoras sexuales. Ambos muestran resultados de una misma investigación realizada en el Estado de Hidalgo, y a pesar de limitaciones metodológicas, derivadas de la propia dificultad para acceder a estas mujeres, se trata de esfuerzos por visibilizar los problemas de salud mental que pueden afectar a estas mujeres, más allá de que se les considere exclusivamente como portadoras de enfermedades de transmisión sexual.
El primero de estos dos artículos, "Correlatos psicosociales de depresión y riesgo de suicidio en trabajadoras sexuales mexicanas", de González-Forteza, Rodríguez, Fuentes, Vega y Jiménez, refleja la gravedad de estas problemáticas. De acuerdo con el artículo, dos de cada cinco mujeres de éstas sufren depresión, porcentaje muy superior a la prevalencia de cualquier otro trastorno afectivo en las mujeres de población general, que llega a ser de alrededor del 3%. Una proporción similar reportó riesgo de suicidio -que incluye la ideación, la planeación y el intento-, en un grado también más elevado que el de las mujeres de población general de nuestro país. Asimismo, una de cada cuatro mujeres presenta simultáneamente ambas problemáticas.
Según el mismo artículo, la violencia es un factor fundamental que incide en la depresión y el riesgo de suicidio en estas mujeres. Este factor se reporta como rechazo emocional y negligencia por parte de la madre, como abuso sexual infantil y como maltrato emocional por parte de la pareja. A su vez, el consumo de alcohol y la violencia sexual son factores que predicen específicamente el riesgo suicida.
Estas distintas formas de violencia y sus efectos en la presencia de depresión, no son las únicas que experimentan estas mujeres, como lo expone el artículo "Violencia en el entorno laboral del trabajo sexual y consumo de sustancias en mujeres mexicanas", de Rodríguez, Fuentes, Ramos-Lira, Gutiérrez y Ruiz. Como muestra la revisión de la literatura, alrededor del mundo las trabajadoras sexuales, en particular las que laboran en las calles, presentan tasas de mortalidad seis veces más altas que las de la población general y enfrentan una gama de problemas sociales que se entrecruzan: la pobreza, el encarcelamiento, el abuso de sustancias, el riesgo de infección del virus de inmunodeficiencia humana y la violencia de pareja. Estas mujeres también corren un riesgo mayor de sufrir asaltos, violaciones y otras formas de violencia física. Asimismo, en ellas se reporta un alto consumo de alcohol, al igual que el uso de drogas como cocaína, crack, mariguana y heroína.
En este sentido, la gran cantidad de adversidades y de formas de violencia que encaran las trabajadoras sexuales lleva a pensar que el uso de sustancias bien podría ser un mecanismo atenuante para ayudarse a enfrentar el trabajo sexual cotidiano.
Los resultados de este artículo muestran que estas mujeres laboran, efectivamente, en condiciones de violencia que las vuelven muy vulnerables. Según estos mismos datos, la mitad de ellas ha estado expuesta a la violencia, en particular de tipo físico, pero también a la sexual. Las mujeres entrevistadas mencionan que estas formas de violencia las han ejercido en su contra clientes, dueños de bares y policías, aunque también señalan a sus compañeras sexoservidoras como las principales fuentes de violencia, precisamente por competir por los clientes.
Casi todas las trabajadoras sexuales entrevistadas reportaron haber consumido alcohol en el último mes, consumo que parece ser promovido por su alta disponibilidad y la fuerte presión que ejercen tanto clientes como dueños de bares para que lo ingieran mientras trabajan. En cuanto al consumo de otras drogas, este trabajo concuerda con que las más utilizadas son la cocaína y la mariguana. Además, el tabaco destacó como un problema importante, el que también podría fungir como un mecanismo para enfrentar la ansiedad.
Todos estos hallazgos reflejan la gravedad de la situación que viven estas mujeres, circunstancia que habría que considerar para mejorar los servicios de salud a los que deberían tener derecho y acceso. Estos servicios deben incluir la atención a problemas de salud mental, como la depresión y el abuso de alcohol, drogas y tabaco, e incorporar intervenciones especializadas en abusos en la infancia y en la violencia de pareja y laboral. Tendría que pensarse, además, en maneras de proteger a las trabajadoras sexuales en estos contextos de alta violencia, lo que implicaría cambios mayores en términos de políticas públicas que consideren a estas mujeres como ciudadanas merecedoras de todos los derechos.
Como se desprende de todo lo anterior, hay mucho por hacer en los campos de la investigación y la intervención, y ésta es sólo una muestra de lo que es posible y necesario abordar, incluyendo la discusión conceptual sobre el sexo y el género, los vínculos de éstos con la salud mental y los diversos factores que influyen en ella. En todo ello destaca que la violencia de género es un tema muy grave asociado con diversas problemáticas y que, por lo tanto, es necesario seguir visibilizándolo y diseñar estudios específicos cuyos resultados incidan, a su vez, en su disminución. Por desgracia, gran parte del trasfondo de esta violencia se encuentra en lo sociocultural, en las creencias estereotipadas sobre lo que son y deben ser las mujeres y los hombres, de manera tal que la violencia simbólica opera de manera invisible y es reproducida por toda la sociedad, y no sólo por quienes la ejercen y la sufren directamente. La inequidad de género, que conlleva discriminación y violencia, también permea las instituciones dedicadas a atender la salud mental. Como se ve, ante todo ello tenemos un gran reto por delante. Nuestro desafío debe incluir abordar también a los hombres en su condición de género y proponer recomendaciones para la formulación de políticas públicas.
REFERENCIAS
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