Introducción
Este trabajo tiene como objetivo analizar las disposiciones y el uso, por parte de la Iglesia católica, de los fondos y bienes de las cofradías y hermandades en los pueblos de la Alcaldía Mayor de San Salvador (Intendencia a partir de 1786, en el contexto del reformismo borbónico) y de la Alcaldía Mayor de Sonsonate, en el antiguo Reino de Guatemala, mediante el estudio de las visitas pastorales realizadas por el arzobispo Cayetano Francos y Monroy en los años 1781, 1782, 1790 y 1791. Francos y Monroy sucedió en la iglesia metropolitana a Pedro Cortés y Larraz (originario de Belchite, Zaragoza), que gobernó la sede arzobispal de 1768 a 1779, año en que fue removido por la Corona, y cuyas visitas pastorales, realizadas entre 1768 y 1770, son más conocidas y citadas entre los historiadores. Francos y Monroy, también oriundo de la España peninsular, arribó a la ciudad de Guatemala en 1779 y presidió la arquidiócesis hasta el año de su muerte, en 1792.1
De acuerdo con Mazín (2020:181-208), la institución diocesana, desde su implantación en América, cumplió un rol administrativo, recolectaba y proveía información acerca de los pueblos, y al mismo tiempo contribuyó a integrar los nuevos territorios al poder de la monarquía española; en palabras del autor, «el clero diocesano de las catedrales dio cuenta de la consistencia humana, agropecuaria y urbana que iba teniendo el proceso de territorialización del espacio» (Mazín, 2020:206).
El obispo fungía como un hombre de Estado, por su consagración episcopal era considerado el continuador de los apóstoles, «con plena potestad sobre la confección y administración de los sacramentos, y, asimismo, era el encargado de la fe y la disciplina eclesiástica, de forma que sólo bajo su autoridad se podía ejercer la cura de almas» (Pérez, 2010:166). Actuaba como magistratus con iurisdictio en un territorio determinado, y su poder jurisdiccional era público y legítimo (Chiquín, 2019; Mazín, 2017; Vallejo, 1998).
Las visitas episcopales sirvieron para revisar los libros parroquiales y los de las cofradías y hermandades, comprobar el cumplimiento de los sacramentos, tomar nota de la moralidad de los pueblos, corregir los vicios más escandalosos y robustecer el control de la feligresía. En las visitas ejercían la potestad de orden y de jurisdicción y sus disposiciones tenían carácter de ley. Los prelados «eran en su diócesis ‘cabeza y sustento’, ‘juez y legislador’ y ‘prelado y pastor’, por encima de cualquier otro poder y con la misión de ejercer una política permanente de reforma de las costumbres» (Traslosheros, 2004:191). Los curas párrocos fueron sus aliados principales, aunque no siempre actuaron con integridad y diligencia en la administración pastoral de los pueblos, como se observará más adelante.
En términos metodológicos y archivísticos, la investigación se propone reafirmar el tremendo valor de las actas de visita pastoral para estudiar la vida material, espiritual, moral y eclesiástica de los pueblos durante el Antiguo Régimen y, también, en el transcurso del siglo XIX, después de las independencias (García e Irigoyen, 2006).
El texto se divide en tres partes. En primer lugar, se hace un análisis del carácter sagrado de la visita pastoral, resaltando su peso simbólico en la feligresía. En segundo lugar, se hace un breve contraste entre el discurso de la visita del arzobispo Pedro Cortés y Larraz, predecesor de Francos y Monroy, y el discurso de este último. Interesa resaltar el matiz amable y misericordioso presentado por el sucesor de Cortés y Larraz. En tercer lugar, se analizará la postura del arzobispo Francos y Monroy frente a la administración y el uso del dinero y los bienes de las cofradías y hermandades, con especial énfasis en el destino eclesial (piadoso) de dichos fondos y en la resistencia encontrada en algunas parroquias.
El ritual de la visita pastoral
En el concilio de Trento (1545-1563) se decretó en marzo de 1547 que sería obligación de los obispos visitar cada año las parroquias, medida con la que la Iglesia quiso acercar al pastor a su rebaño (O’Malley, 2015:118; Venard, 2004:305). Ocho años después, el primer concilio provincial mexicano (1555), en el que el prelado de Guatemala (Francisco Marroquín) estuvo representado por don Diego Carvajal, aprobó también como obligatoria la visita anual a las diócesis; en julio de 1564, Felipe II promulgó la real cédula mediante la cual ordenaba cumplir lo decretado por el concilio de Trento; en 1565 se realizó el segundo concilio provincial mexicano, uno de cuyos objetivos consistió en jurar las disposiciones de Trento (Traslosheros, 2004:23-33). En febrero de 1744, el papa Benedicto XIV aprobó el desmembramiento de la diócesis de Guatemala de la arquidiócesis de México, la elevó a arzobispado y quedaron como sus sufragáneas las sedes episcopales de Chiapas, Nicaragua y Comayagua; la Corona aprobó y comunicó la decisión de la Santa Sede en una cédula de junio del mismo año (Ruz y Hernández, 2009:5).
Los prelados debían indagar acerca de la conducta y el desempeño administrativo-pastoral de los curas párrocos, coadjutores y ayudantes, el comportamiento y la vida piadosa de la gente (si aprendían la doctrina cristiana, si asistían a misa y si cumplían con los sacramentos de la comunión, confirmación y confesión), y el estado de las iglesias, ornamentos y diversos utensilios sagrados. Pero como bien ha precisado Asunción Lavrin (1998:49-64), a esta vida espiritual le correspondía una vida material, por lo que el prelado debía supervisar también la administración del dinero y los bienes de las cofradías y hermandades. Esta parte se consideró tan importante que en los autos de las visitas se consignó el estado de los fondos y los bienes de aquellas.
Al mismo tiempo, el Reino de Guatemala no fue ajeno a la persuasión simbólica de los rituales político-religiosos reproducidos por los actores del poder de la monarquía hispánica, un tipo de pedagogía barroca cristiana que tuvo sus orígenes en el concilio de Trento (Valenzuela, 2001, 2014). El obispo actuaba como pastor de su iglesia, participaba en un ceremonial religioso, pero al mismo tiempo era un funcionario de la Corona, por lo que su visita era también un acto político.
A partir del marco teórico de Valenzuela (2001, 2014), en este apartado se expone una descripción breve del significado religioso de la visita del arzobispo. Interesa destacar la sacralidad desparramada al paso del arzobispo. Un tipo de sacralidad no vista ni entendida únicamente desde el ejercicio del poder del prelado, como ministro superior del estamento religioso, sino una sacralidad desplegada en él, en la iglesia del pueblo cabecera donde era recibido, en los ornamentos que vestían él y el cura de la parroquia, en el palio, en el sagrario, en la pila bautismal, en las crismeras, en los santos óleos, en los altares, en la música y en todo el ritual en general. En palabras de Martín:
Lo sagrado designa, para nosotros, el ámbito en el que se inscriben todos los elementos que componen el hecho religioso, el campo significativo al que pertenecen todos ellos; lo sagrado significa el orden peculiar de realidad en el que se inscriben aquellos elementos: Dios, hombre, actos, objetos, que constituyen las múltiples manifestaciones del hecho religioso (Martín, 2006:87-88).
La llegada del obispo estaba precedida por una carta pastoral, Francos y Monroy firmó la suya un 14 de agosto de 1790. Justificó la visita como un legado de los apóstoles y una exigencia de los concilios (sin especificar en este punto). Señaló la importancia de las «frequentes visitas de los obispos; porque solo de este modo es como se conocen, y atajan los desordenes, y relaxacion de costumbres». Con la visita se proponía «instruir, ayudar, y consolar en quanto alcanzen nuestras debiles fuerzas, á todos los ministros, q[u].e como otros tantos obreros, y zelosos pastores hemos destinado al cuidado, y alivio espiritual de tantas almas». Se presentó como sucesor de los apóstoles, como enviado de Jesucristo: «[…] disponeros á recibirnos como áquel, que entre vosotros ocupa, aunq[u].e sin merito el lugar de Jesu christo». Solicitó a los párrocos la celebración de una misa para interceder por la visita, frugalidad en los alimentos a prepararle, sencillez en las estancias para acogerlo, preparar a la feligresía para el sacramento de la confirmación, que ninguna autoridad eclesiástica abandonase los pueblos con el pretexto de ir a recibirlo, que «no se formen compañías de gente, q[u].e hagan salvas, y otros semejantes ruidos, y divertimentos mui agenos del fin á que se dirige la Santa Visita», y que explicaran a los indios que no debían entregar ningún tipo de contribución por la visita, ni tampoco los curas aprovecharse al respecto.2 En el período borbónico los funcionarios reales «censuraban las visitas de los obispos a las cofradías, diciendo que su principal fin era recaudar tres pesos por cada cofradía que visitaban […]» (Wortman, 2012:168).
El arzobispo era recibido por el cura párroco a las puertas de la iglesia principal, que por lo regular era el templo del pueblo cabecera o parroquia. El cura vestía los ornamentos correspondientes (sobrepelliz, estola, capa pluvial) y portaba una cruz en las manos, que el obispo adoraba y besaba. Bajo un palio (dosel) era llevado en procesión hasta el altar mayor de la iglesia. Allí hacía oración, se revestía también con capa pluvial, el coro entonaba el Tantum ergo, quinta estrofa del himno litúrgico Pange lingua, canto solemne al Santísimo Sacramento, y el prelado abría el sagrario. Adoraba e incensaba el Santísimo Sacramento, depositado en un copón, en una hostia grande y en otras varias formas, y procedía a cerrarlo.3 Acto seguido hacía el reconocimiento de la pila bautismal, las crismeras de los santos óleos y los altares del templo. Finalizado este ritual, se cantaban los responsos acostumbrados, se leía ante la feligresía el edicto general de la visita, donde se explicaban los motivos de esta y, por último, procedía a reconocer el inventario de los vasos, alhajas, ornamentos y demás utensilios sagrados de la iglesia parroquial y de sus filiales.4
La simbología del ritual reafirmaba tres cosas. En primer lugar, la sacralidad del evento recordaba a la feligresía que la vida material debía estar supeditada a la vida espiritual, y no a la inversa, de forma que el cura párroco era el guía y el pastor inmediato de aquellas almas, y el obispo lo era de todos ellos (presentes y ausentes). En segundo lugar, la adoración e incensación del Santísimo Sacramento reforzaba en el imaginario de los parroquianos el carácter sacramental de la Iglesia católica, reafirmado y fortalecido desde el concilio de Trento (O’Malley, 2015:255). Desde la época de los Reyes Católicos, Fernando e Isabel, la monarquía española asoció el triunfo de Cristo sobre la muerte, y su consecuente exaltación en la celebración del Corpus Domini (Corpus Christi), con el poder y el triunfo de la Corona sobre los pueblos paganos en la península y, después, en el nuevo continente. El himno que se cantaba en dicha celebración era el Pange Lingua. De esta forma se extendió en los territorios de ultramar y quedó vinculado a cualquier ritual en torno al Santísimo Sacramento, como el que realizaba el obispo en la visita pastoral (Esteve, 2010:395-406).5 En tercer lugar, la revisión del inventario de las iglesias (vasos sagrados, alhajas, ornamentos, etc.) ponía de relieve que la vida espiritual, la celebración eucarística y la salvación de las almas guardaban íntima relación con la vida material de los pueblos; para el caso, con los bienes y el dinero de las cofradías y hermandades, como se analizará en el último apartado de la investigación.
Cortés y Larraz y Francos y Monroy: dos modelos de pastoreo
En cuanto al trabajo administrativo de los curas párrocos, Francos y Monroy encontró partidas de bautismo sin la firma del sacerdote, ante lo que pedía más orden y diligencia. Recalcaba la importancia de sentar las partidas a su debido tiempo. Explicaba los procedimientos a seguir, relativos al sacramento del bautismo, en caso del fallecimiento de una mujer embarazada. Pedía que los curas se aseguraran de la libertad de estado de las parejas antes de oficiar el sacramento del matrimonio. Ordenaba que debían asistir con los sacramentos a los enfermos en el lugar donde estos estuvieran y no pedir que se los llevaran a su presencia. Insistía en el deber del padre cura de enseñar la doctrina cristiana. En algunas parroquias recordó a los sacerdotes que no debían cobrar derechos a los feligreses por información relativa a partidas que no se encontraban en los archivos de la parroquia.
En la Intendencia de San Salvador, en la parroquia de San Pedro Masahuat, el arzobispo pidió al cura Miguel Rafael Davila y Quiñónez que ya no exigiera la siembra de la milpa o el frijolar acostumbrada. Pero al prelado no le preocupaba la sobrecarga de trabajo o alguna injusticia cometida por el sacerdote contra los feligreses. Tomó la decisión para evitar malentendidos en el pueblo puesto que por «ignorancia resulta muchas veces atribuien á otros fines lo q[u].e los P.P. Curas suelen hacer en beneficio de ellos […]».6 En algunas parroquias pidió a los padres curas que no gravaran a los feligreses con cargas más allá de las necesarias para su sustento.
En cuanto al modo de ver y calificar a los feligreses, en general, y a los indios, en particular, Francos y Monroy coincidió en algunas ideas con su predecesor Cortés y Larraz. Al igual que este, Francos y Monroy habló de la miseria y de las pocas facultades de los feligreses; como aquel, lamentó la desidia y el poco amor que algunos manifestaban hacia los asuntos de Dios, como asistir a misa el día domingo, aprender la doctrina cristiana o prestar servicio en beneficio de la iglesia. Pero conviene hacer un resumen acerca de cómo Cortés y Larraz reaccionó al modo de vida y a ciertas prácticas de los pobladores. De esta forma se comprenderá mejor el contraste entre los dos prelados.
Cortés y Larraz se quejó de forma reiterada de la desnudez con la que vivía la gente, lo que a su juicio acrecentaba la sensualidad, la lujuria y la promiscuidad. Denunció las relaciones incestuosas y los amancebamientos. Reprendió la embriaguez (vinculada a las fiestas, la música y los bailes), los juegos de azar, la vagancia o haraganería y el desinterés por instituir o asistir a escuelas de primeras letras. Recriminó por igual a españoles, indios, ladinos y mulatos, como sucedió en la parroquia de San Salvador (2000:99-105). Pero los indios se llevaron la peor parte. Con voz propia, o con base en los informes de los curas, los trató de ebrios, viciosos, vagos, caprichosos, idiotas, bárbaros, brutos, maliciosos, disimulados, mentirosos, hipócritas, ignorantes, incomprensibles y estólidos (2000:71, 76, 91, 96, 110, 137, 171, 172). Cuando reflexionaba acerca de la feligresía de la parroquia de San Francisco Gotera afirmó: «[…] soy de sentir que la estolidez e idiotismo son defectos que a ninguno comprenden tanto como a los indios […]». Líneas adelante concluyó: «Mi fin es que se entienda que los indios son por su constitución estólidos, sino por falta de instrucción, por su malicia, vicios y mala crianza» (2000:172, 173). Aunque les reconociera uso de razón, predominó el concepto del indio como menor de edad (inmaduro), carente de instrucción y civilización (Herrera, 2014:63-64; 2013:38). A propósito de la parroquia de San Pedro Nonualco, dijo que los indios eran por naturaleza hipócritas y disimulados. Afirmó que eran «hombres racionales abandonados a todo su capricho y antojo, sin retractivo alguno, ni por parte de Dios, ni de la Iglesia, ni del Rey, ni de ley alguna, sino solamente del temor del castigo, que solicitan evitar con el disimulo» (2000:137). Pero por muy sombrío y pesimista que fuera su diagnóstico, Cortés y Larraz expresó preocupación por los vejámenes y castigos que sufrían los indios a manos de las autoridades, civiles y eclesiásticas, y nunca negó la necesidad e importancia de instruirlos. Sin embargo, al comparar el discurso del arzobispo sucesor (Francos y Monroy) con el de Cortés y Larraz, mientras el del sucesor mantiene un tono amoroso, compasivo y muy paternal, el de Cortés y Larraz es fatalista, peyorativo y, sobre todo, recriminador. Para ejemplificar esto, se citan tres casos concretos.
En 1781, en la Alcaldía Mayor de San Salvador, en el curato de San Jazinto, el prelado pidió al cura Josef Díes del Castillo que tratara con «todo amor suavidad y caridad a sus parroquianos, sin maltratarlos de palabra ni obra, antes si los socorra, consuele y alibie en quanto pueda en todas sus necesidades temporales y espirituales […]».7 Siempre en la Provincia de San Salvador pero en la parroquia de San Juan Olocuilta, advirtió al cura Josef López que debía tratar con «dulsura, amor y caridad a sus feligreses, procurando perfeccionarlos en la doctrina xp[cris]tiana, e instruirlos en los precisos misterios de n[uest]ra religion, animandolos a la devocion y amor a los santos, y maior culto […]».8 Por último, en el curato de Santo Thomas Texutla, el prelado animó al cura Josef Ignacio de Acosta a continuar con el «celo q[u]e es notorio al culto y desensia de sus yglesias, amor a sus feligreses, tratándolos con la suavidad, dulsura y equidad q[u]e acostumbra […]».9
Antes de concluir este apartado es justo señalar que muy probablemente las duras palabras de Cortés y Larraz eran una expresión de su carácter recio y obstinado, de su interés como funcionario peninsular de la Corona por hacer bien su trabajo pastoral, en el contexto de las reformas borbónicas bajo el reinado de Carlos III, de su inclinación jansenista que manifestaba un rigorismo moral, y de la idea ilustrada del indio como inferior e incivilizado frente al hombre europeo. Por otro lado, Francos y Monroy actuaba con calculada cordura y buenas maneras, puesto que la rebeldía de su predecesor ante la Corona al no aceptar trasladarse a la nueva ciudad capital, tras la destrucción de Santiago de Guatemala por el terremoto de julio de 1773, tuvo como consecuencia su remoción del arzobispado. Finalmente, hay que advertir que tampoco Francos y Monroy era un dechado de humanismo dieciochesco, mantuvo una postura eclesial conservadora, opuesta a los ideales ilustrados que ya circulaban en el Reino de Guatemala en aquellos años (Belaubre, 2008, 2015; Gutiérrez, 2013; Sagastume, 2008).
Cofradías y hermandades: una riqueza material para la vida espiritual
Las corporaciones llamadas cofradías y hermandades tejieron una compleja red de prácticas sagradas y profanas. Reproducían y financiaban los ritos de la religiosidad católica en las ciudades, villas y pueblos, al mismo tiempo que preocupaban a las autoridades civiles y eclesiásticas por las erogaciones que hacían y por la amenaza al orden moral por causa de la música, el baile, los banquetes, la bebida y los cohetes de las fiestas (todo un jolgorio para la población), actividades que podían durar hasta el amanecer del siguiente día (Carbajal, 2017; Enríquez-Sánchez, 2015; García, 2005; Lempérière, 2013; Montes, 1977; Wobeser, 2010).
Por concesión real, su capital estaba libre del impuesto de alcabalas. Poseían ganado, caballos, yeguas, burros y mulas (bestias). Los ingresos procedían del pago de la cuota por el ingreso a la corporación, limosnas (cuotas anuales, mensuales o semanales), esquilmos (frutos procedentes de haciendas y ganados), intereses por créditos otorgados y donaciones de particulares (Carbajal, 2017; García, 2005; Guerrero, 2016; Montes, 1977; Wobeser, 2010; Wortman, 2012). Al dinero registrado en los autos de las visitas pastorales se le llamó principal, aunque en algunos lugares usaron también el vocablo principal para referirse al total de cabezas de ganado y de bestias.
Como acumularon cantidades importantes de dinero y bienes (con las diferencias respectivas de por medio: si eran rurales o urbanas; si pertenecían a territorios con riqueza económica o a pueblos pobres; si eran de españoles, indios o ladinos; si estaban vinculadas al clero secular o al regular, etc.), eran también fuente de crédito (Del Valle, 2014; Di Stefano, 2002; García, 2005; Guerrero, 2016; Lavrin, 1998; Tanck de Estrada, 2004; Wobeser, 2010).
Eran corporaciones guardianas de lo sagrado, en el espacio y en el tiempo. Preservaban el espacio y las cosas sagradas proveyendo cera, aceite, ramos, vino, hostias, vasos sagrados, alhajas, ornamentos, reliquias e imágenes para los altares; engalanar las iglesias era esencial durante las celebraciones religiosas, y además pagaban al cura por oficiar las misas (Castellón, 2014:219, 223; Delgado, 2011:209; Guerrero, 2016:226; Lempérière, 2013:54; Montes, 1977:22; Wortman, 2012:222).
Preservaban la sacralidad del tiempo católico, cuyo día principal era el domingo; la asistencia a la misa era obligatoria y los feligreses no debían trabajar ese día. De hecho, los alcaldes indios tenían la facultad de apresar o azotar a los indios que no asistieran a la eucaristía dominical (Herrera, 2013:50). Pero el trabajo principal de las corporaciones entraba en acción los días lunes y jueves. El lunes era el turno de las cofradías y hermandades de las Benditas Ánimas, que pagaban misas por las almas del purgatorio. El jueves era para las cofradías del Santísimo Sacramento. Otras tomaban protagonismo en tiempo de Adviento y Navidad (Concepción de Nuestra Señora y la del Niño Dios), durante la Cuaresma y en Semana Santa (Dolores de Nuestra Señora, Santa Veracruz, Jesús Nazareno, Sangre de Cristo, Cristo Crucificado, tiempo en el que destacaban también las de Benditas Ánimas y del Santísimo Sacramento). Tras la Pascua tenían actividad las cofradías y hermandades de la Santa Cruz (3 mayo) y las del Santísimo Sacramento, por la celebración del Corpus Christi, que tenía lugar el octavo domingo después de la Pascua de Resurrección (Carbajal, 2017; Le Goff, 2003:92).
En el calendario mariano destacaban las cofradías y hermandades en honor a la Virgen de Candelaria o de la Purificación (2 de febrero), la Anunciación o Nuestra Señora de la Encarnación (25 de marzo), Nuestra Señora del Carmen y Santa Ana (16 y 26 de julio respectivamente), Nuestra Señora de la Asunción, del Tránsito o Coronación de María (15 de agosto), Natividad de Nuestra Señora y Nuestra Señora de la Merced (8 y 24 de septiembre respectivamente), Virgen del Rosario (7 de octubre), Patrocinio de la Virgen (noviembre) y Virgen de Guadalupe (12 diciembre). Respecto a las cofradías y hermandades de los santos patronos, cabe destacar las de San José (19 de marzo), San Juan Nepomuceno (16 de mayo), San Antonio de Padua (13 de junio), San Pedro (29 de junio), Santiago Apóstol (26 de julio), San Roque (16 de agosto), San Nicolás Tolentino (10 de septiembre) y San Miguel (30 de septiembre). Hay que tener presente que las de Benditas Ánimas tenían un papel crucial el 2 de noviembre, día de los Fieles Difuntos (Carbajal, 2017).
De esta forma, en esa imbricación simbólico-religiosa de espacio y tiempo, las cofradías y hermandades fueron también un poderoso vínculo entre los vivos y los muertos, entre la condenación, el purgatorio y la salvación. Los cofrades ganaban indulgencias para sí mismos de cara a la salvación de sus almas, pero también ayudaban a sus hermanos difuntos a fin de liberar sus almas del purgatorio. Las indulgencias se ganaban participando en rezos, misas o en otro tipo de servicio a la iglesia, pero también podían hacer obras de caridad y beneficencia como visitar enfermos, llevar sustento a cárceles y hospitales y ayudar a personas pobres, así como socorrer en la hora de la muerte y proveer un funeral digno. El cofrade era un modelo de vida para la feligresía (García, 2005:13, 17; Lavrin, 1998:52-56).
Para ser auténticas corporaciones («cuerpos», en el lenguaje del Antiguo Régimen), las cofradías debían estar aprobadas por la autoridad civil o eclesiástica, contar con un régimen y modo de gobierno, tener sus documentos respectivos (constituciones, reglas) y tener definidas sus autoridades, con el orden jerárquico y colegiado debido (Carbajal, 2017; García, 2005:6-8). Para el caso del Reino de Guatemala, y para San Salvador y Sonsonate de forma particular, además de las cofradías y hermandades se habla de los guachivales (Castellón, 2014:220; Montes, 1977:23-30). Según Montes, los guachivales «carecen de erección canónica y se rigen por la costumbre, devociones a cargo de particulares que no cumplen, de las formalidades mencionadas, más que la celebración periódica de actos de culto» (1977:22). En realidad, la mayoría de cofradías y hermandades no cumplían con las formalidades definidas por aquella sociedad corporativa. El presente análisis se centra en las cofradías y hermandades y no se estudian constituciones ni reglamentos. Como ya se advirtió, las fuentes principales serán los autos de visita del arzobispo Francos y Monroy. Por otro lado, salvo contadas ocasiones, cuando las fuentes así lo indican, es difícil precisar cuáles eran de españoles, cuáles de indios y cuáles de ladinos.
Hacia 1765, además de las ciudades de San Salvador y San Miguel, y de la villa de San Vicente, la Alcaldía Mayor de San Salvador contaba con 119 pueblos: 82 de indios tributarios, 33 que reunían indios, mulatos y zambos, y cuatro propiamente de ladinos. La Alcaldía Mayor de Sonsonate se componía de una villa, la Santísima Trinidad (que reunía españoles, zambos, mulatos e indios), 20 pueblos de indios y uno de ladinos (Herrera, 2013:29-30). Según las visitas pastorales de los años 1790-1791, el número de pueblos en ambas provincias no había variado mucho (véase Cuadros 1 y 2). El informe de las visitas pastorales (1768-1770) de Cortés y Larraz registró en San Salvador y Sonsonate un total de 132 092 habitantes. El censo de 1778 reportó 175 932 habitantes, Sonsonate 29 248 y San Salvador 146 684. Hacia 1798 había ocurrido un descenso considerable; ambas provincias sumaban 161 035 pobladores distribuidos de la siguiente forma: Sonsonate, 8 189 españoles y ladinos, y 16 495 indios; San Salvador, 69 836 españoles y ladinos, y 66 515 indios (Barón, 2002:224, 232, 236).
La primera indicación del prelado Francos y Monroy era que cada año, después de la fiesta principal de las corporaciones, debían elegir nuevos mayordomos. El mayordomo saliente debía rendir cuentas cabales al nuevo y dejar por escrito los principales. Esta petición la hacía con el objeto de preservar de buena forma el dinero y los bienes. Pedía al párroco la elección de una persona honrada a fin de que, al término de su gestión, en lugar de estar disminuidos, los bienes y fondos hubieren crecido. En caso de no haber lugar a una elección apropiada, el cura debía tomar la custodia de los bienes y el dinero. Como su aliado inmediato, solicitaba al cura más diligencia o más compromiso en la administración de los fondos y bienes. En algunos casos felicitaba la buena gestión de los párrocos. No obstante, como se comprobará más adelante, hubo casos en los que los curas fueron los principales defraudadores.
En la Alcaldía Mayor de Sonsonate, en la parroquia de San Andrés Apaneca, en el pueblo de Sacoaltitan, se observó que Pedro Alcantara Perez, vecino del pueblo de Ahuachapam, tenía a su cargo 40 cabezas de ganado, propiedad de la cofradía de San Miguel, y no estaban registradas en el libro de la corporación. Por ello, el prelado pidió al cura Juan Thomas de Arce y Oquendo que todos los años asistiera junto a los oficiales de la cofradía a la «hierra del producto de d[ic]ho ganado, sentando en d[ic]ho libro el numero fixo q[u]e cada año resulte»; pedía también que llevara cuenta de los ingresos y egresos de los «esquilmos q[u]e produzca d[ic]ho ganado, con la maior claridad, con apersivim[ien]to q[u]e en la s[i]g[uien]te vicita, se le hará el correspondiente cargo de lo contrario».10 Salvando las diferencias temporales y territoriales, a partir del caso del padre Vicente Aguilar (en el pueblo de San Pedro Perulapán, en 1791, que se analizará más adelante), quien en cumplimiento a una orden del arzobispo vendió reses hasta por el valor de 20 pesos cada una, podemos decir, de manera aproximada, que al no tener registradas esas 40 cabezas de ganado, la cofradía de San Miguel (en Sacoaltitan) tenía «desparecidos» unos 800 pesos.
En la Intendencia San Salvador, en la parroquia de San Juan Opico, la cofradía de la Santísima Trinidad no reportó dinero, pero sí 250 cabezas de ganado, 40 yeguas, 20 caballos y una mula. Sin embargo, el auto registró que de dicha corporación se habían sacado 40 cabezas de ganado, «sin saverse por q[u]e persona, ni con que lisen[ci]a, ni noticia del P[adr]e Cura». Por ello pidió al cura Pedro Manuel de Leon que averiguara si era verídica la información y, en caso de serlo, qué persona realizó la extracción, con qué tipo de permiso y en qué se invirtió lo obtenido; tras la averiguación, debía informar sobre lo recabado.11 Siguiendo con el comentario del párrafo anterior, al parecer esta cofradía (Santísima Trinidad) de San Juan Opico había «perdido» cerca de unos 800 pesos.
En el pueblo de Santo Thomas Texaquangos el prelado fue notificado de que los indios «se resisten á hacer todos los años las Baquerias», por lo que pidió al cura Eugenio José Merino que pusiera su mayor cuidado al respecto y que «no consienta que p[o].r ningun pretesto se omita»; a la vez le previno que «examine bien el Est[a].do de los pr[incip]ales. q[u].e ay en dinero, y procure su m[ayo]r. seguridad».12 En el Cuadro 4 se puede ver que en 1791 esta parroquia reportó 49 cofradías y hermandades, 1 422 pesos y 229 cabezas de ganado.
En Sonsonate, en el curato de Asunción de Nuestra Señora de Ysalco, el auto reportó que desde 1746 estaba en poder de Manuel Dolores Campos, mayordomo de la hermandad San Juan de Dios y Caridad, la cajuela de dicha corporación con 824 pesos, 1 y ½ reales, sin haber entregado beneficio o rédito alguno. A pesar de haber admitido la deuda y de comprometerse a pagarla, no así los réditos respectivos, a la fecha de la visita el señor Dolores Campos no había cumplido. El prelado pidió al cura Antonio Castellanos que volviera a exigir el reintegro del dinero y, en caso de que el deudor no cumpliera, debían acudir con el vicario provincial, de forma que con el «auxilío de la R[ea]l Justicia, proceda executibam[en]te contra la persona y bienes del referido Manuel Dolores Campos por la citada cantidad y costas […]».13
En la parroquia de San Esteban Texistepeque, en 1782, encontró que del capital de la del Santísimo Sacramento, cuyo principal reportado fueron 541 pesos, estaban en manos de un tal Martínez un total de 200 pesos, «sin satisfacer redito alguno, ni menos contribuir p[o]r vía de la limosna acostumbrada con cosa alguna, y ceder esto en perjuicio del destino pio q[u]e tiene el d[ic]ho pr[incip]al […]». Así que ordenó al cura Thomas Calderon que sin demora procediera «contra los bienes de d[ic]ho Martinez, valiendose p[ar]a ello del auxilio R[ea]l, en el caso de q[u]e requerido antes el pago no providencie la satisfaccion de d[ic]hos doscientos p[eso]s […]». Al cierre de la visita, le pide que procure por todos los medios posibles la restauración del dinero y los bienes de las cofradías, «sin permitir q[u]e sus oficiales los manejen sin su intervencion, estando a la mira de la conservacion y aumento de los ganados y demas bienes muebles de d[ic]has cofradias […]». Le insiste también sobre la importancia de llevar los libros en orden a fin de que cada año se consigne de forma adecuada la cantidad de dinero y bienes. El celo del cura evitaría, a juicio del prelado, la tentación de ocultar el dinero y las otras posesiones.14 En el Cuadro 4 se muestra el total de cofradías y hermandades, dinero en pesos y cabezas de ganado que Texistepeque reportó en 1790.
Tal vez por temor al extravío del dinero o por sincera compasión por las almas del purgatorio, o por ambas, el prelado tomó una curiosa decisión en la iglesia parroquial de San Salvador. Según el libro de la hermandad de Ánimas, como resultado de las limosnas de los cofrades había 2 142 pesos, pero estaban en poder de los oficiales de la corporación. En principio, el dinero debía estar depositado en una caja o cajuela, bajo el control estricto de las autoridades pertinentes, como el rector, el mayordomo y el cura (Guerrero, 2016:227). En consideración a que el interés de los fieles es que «sus limosnas se conviertan prontamente en sufragio y alibio de las almas [del purgatorio] p[o]r medio del s[an]to Sacrificio de la Misa», el prelado ordenó que «sin perdida de tiempo se convierta toda la referida cantidad en Misas resadas, o Aniversarios […]». En la misma parroquia, los 136 pesos de la hermandad de San Nicolás Tolentino estaban en manos de varias personas, sin que estas «en mucho tiempo haían contribuido con cosa alguna, p[ar]a las fiestas y demas cultos, q[u]e corresponden […]». Así que ordenó al cura rector y vicario provincial que sin pérdida de tiempo procediera a recuperar dicho monto, actuando incluso en contra de su persona y bienes si fuese necesario.15
En 1782, la parroquia de San Francisco Ereguayquín registró 11 cofradías y hermandades (cuatro en Ereguayquín, dos en Uluasapa, dos en Yucuaquin, dos en Jocoro y una en Jucuaran), con un total de 1 557 pesos, 2 reales. La cofradía de Candelaria (Jocoro) reportó el capital más alto, 398 pesos; la de Ánimas (Ereguayquín) registró el principal más bajo, 12 pesos, 4 reales. Sin embargo, el cura Manuel Joseph Ganusa afirmó que la mayor parte del dinero de las corporaciones se había perdido «en poder de sujetos q[u]e aun constando p[o]r d[ic]hos libros ser de su cargo, niegan el devito, y otros q[u]e por su insolvencia no pueden satisfacer […]». Por tanto, el prelado indicó al cura que dichas cofradías debían acudir ante el vicario provincial de San Miguel con el objeto de iniciar un proceso contra los deudores y recuperar el dinero. Recomendó que en adelante «no se de cantidad cresida a persona alguna sin q[u]e haga obligacion p[o]r escrito dando fianza correspondiente, p[ar]a de este modo evitar las perdidas de pr[incip]ales q[u]e se notan».16
En algunos casos los propios curas y eclesiásticos eran quienes se aprovechaban del principal de las cofradías y hermandades. En el curato de San Juan Olocuilta, el padre Josef Lopez denunció que su antecesor, Manuel Antonio Andonaegui, murió debiendo a la de San Benito (en Olocuilta) 231 pesos, a la de Nuestra Señora de la O (en el pueblo de Tacpa) 300 pesos y a la de Asunción de Nuestra Señora (en el pueblo de Cuyultitlan) 99 pesos, lo que sumaba un total de 630 pesos. A pesar de las diligencias realizadas con el albacea del difunto, a la fecha de la visita aún no se había recuperado el dinero, por lo que el prelado indicó al cura que acudiera ante el juez correspondiente a fin de resolver el asunto. Además, se comprobó que «varias personas, se hallan deviendo varias partidas de dinero de los principales de las otras cofradias y hermandades de este curato […]». Así que ordenó a las cofradías afectadas que acudieran al vicario provincial respectivo para iniciar el proceso de recuperación del dinero. En el auto no se detallan cuáles eran las corporaciones afectadas. Ese año (1781) el curato reportó 23 cofradías y hermandades (10 de Olocuilta, ocho de Tacpa y cinco de Cuyultitlan), con un total de 2 786 pesos, 1 real. La de San Benito (Olocuilta) reportó el principal más alto, 396 pesos, 2 y ½ reales; la de San Antonio (Cuyultitlan) registró el principal más bajo, 18 pesos, 5 reales. La de San Benito fue una de las que perdieron dinero a manos del cura Manuel Antonio Andonaegui. En el auto no se especifica si el principal reportado incluía la deuda del difunto Andonaegui (231 pesos) o si no la incluía.17
En 1782, la parroquia de Dolores de Titiguapa reportó 17 cofradías y hermandades (siete de Titiguapa, ocho de Sensuntepeque y dos de Guacotecti), con un total de 2 247 pesos, 4 reales. Sin el detalle de los pueblos y de las cantidades de dinero, el auto registró que el cura Miguel Ángel Brioso informó acerca de la existencia de personas deudoras de las cofradías del Santísimo Sacramento, Dolores de Nuestra Señora, Benditas Ánimas, Nuestra Señora del Rosario y Santa María Magdalena. Al parecer, si no todos, por lo menos en el grupo de deudores había algunos eclesiásticos, puesto que el prelado ordenó a Brioso que se presentara ante «los respectivos vicarios de los eclesiásticos deudores, p[ar]a q[u]e compelan á estos a la satisfaccion de la cantidad q[u]e deban procediendo executibam[en]te contra sus bienes […]».18 Como se comprobó previamente, en algunos casos sucedía que los mismos mayordomos eran los causantes de la pérdida de capital, como años antes había señalado el arzobispo Cortés y Larraz a propósito de esta misma parroquia (2000:184).
En aquel mismo año (1782), la parroquia de Santiago Nonualco registró 21 cofradías y hermandades (11 en Santiago, cuatro en San Pedro, cinco en San Juan y una en Santa María Ostuma), con un total de 2 391 pesos, 4 reales. La del Santísimo Sacramento (de ladinos, del pueblo principal Santiago Nonualco) apenas reportó 9 pesos. Sin embargo, el auto aclaró que en 1778 contaba con 300 pesos, 6 reales, en poder del mayordomo Manuel Andino, y tras la muerte de este aún no se había recuperado ese dinero, por lo que estaba en riesgo de perderse.19
A continuación se detallan algunos usos que se le daban a los bienes y fondos de las cofradías para la fábrica de las iglesias.20 En la parroquia de Asunción de Nuestra Señora de Ahuachapam, en el pueblo de Ataco, el auto registró nueve cofradías y hermandades, con un total de 751 pesos, 3 reales; y un total de 432 cabezas de ganado, 24 caballos, 22 yeguas y dos potros. Dado que dichas cofradías se hallaban «con buenos pr[incip]ales de ganado y su Yg[lesi]a enteram[en]te arruinada», el arzobispo autorizó al cura para que según «proporcion del numero q[u]e tienen pueda vender hasta ochenta cabezas cuio producido destina p[ar]a la fabrica de d[ic]ha Y[glesi]a[…]». A decir verdad, de las nueve corporaciones, cuatro no reportaron ni capitales ni bienes muebles; estas fueron la de San Antonio, San Esteban, San Sebastián y San Nicolás. La hermandad de San Lucas reportó 88 pesos y ningún bien mueble. La del Santísimo Sacramento no reportó dinero, pero sí 112 cabezas de ganado, ocho caballos y seis yeguas. Las otras tres quedaron así: Concepción de Nuestra Señora: 354 pesos, 208 cabezas de ganado, 13 caballos y dos potros; Benditas Ánimas: 121 pesos con 7 reales, 112 cabezas de ganado y tres caballos; de La Cruz: 187 pesos con cuatro reales y 16 yeguas. A juzgar por estos datos, la construcción del nuevo templo correría por cuenta de las cofradías Santísimo Sacramento, Concepción de Nuestra Señora y Benditas Ánimas.21
En la parroquia de San Antonio Ateos, en el pueblo de Theotepeque, el cura, los justicias del pueblo y los oficiales de la cofradía de San Pedro pidieron que los 183 pesos de su principal se invirtiesen en la fábrica de la iglesia. El prelado otorgó la licencia y pidió al cura Pablo Carrera que llevara un registro pormenorizado de los gastos a fin de que se destinasen al objeto solicitado, y que una vez concluida la obra remitiera cuentas al arzobispo.22 Theotepeque reportó cuatro cofradías: Benditas Ánimas, San Pedro, Santísimo Sacramento y Bartolomé, pero solo la de San Pedro reportó capital (los 183 pesos referidos). Diez años después era el pueblo cabecera, Ateos, el que necesitaba reconstruir su iglesia. Este pueblo registró tres cofradías: San Antonio, con 80 cabezas de ganado y ningún capital; Benditas Ánimas, con 60 cabezas de ganado y ningún capital, y Dolores de Nuestra Señora, con 37 cabezas de ganado y 66 pesos. El prelado ordenó la venta de 47 reses para la reconstrucción del templo. Las cuotas de reses quedaron así: San Antonio, 30; Benditas Ánimas, 10, y Dolores de Nuestra Señora, siete. En el mismo curato, pero en el pueblo de Talnique,23 de la cofradía de San Luis, ordenó vender cinco reses para renovar el cáliz y cinco más para reparar la iglesia. Las otras dos de este mismo pueblo, de La Cruz y San Sebastián, no reportaron ganado ni capitales. En el pueblo de Xicalapa ordenó que se compraran alhajas. Este pueblo reportó cuatro cofradías: San Antonio, Santa Úrsula, de la Cruz y Nuestra Señora de la Concepción, pero solo Santa Úrsula reportó ganado (23 reses) y capital (490 pesos, 6 reales). Por último, en el pueblo de Comasagua autorizó el gasto de 30 pesos para renovar el cáliz y la patena. En este pueblo había tres cofradías: San Lorenzo (130 pesos, 4 reales), Natividad de Nuestra Señora (96 pesos) y Bendita Ánimas (69 pesos, 4 reales). El cura de Ateos seguía siendo Pablo Carrera.24
En la parroquia de San Juan Bautista Yayantique, el prelado constató que las iglesias de la villa de San Alejo y del pueblo de Conchagua necesitaban reparo y adorno. Afirmó que el ganado disminuía «sin serbir al fin piadoso á q[u]e fueron destinados», así que autorizó la venta de 66 cabezas de ganado, propiedad de la cofradía de Benditas Ánimas, en la villa de San Alejo. Además, el cura Manuel de Lara entregaría a los mayordomos 100 pesos que estaban en su poder, todo con el objeto de hacer las reparaciones más necesarias en la iglesia de aquella villa (San Alejo). Autorizó también la venta del ganado de las cofradías de Conchagua (sin detallar una cantidad), cuyo producto de la venta, más los 200 pesos que debía el padre Miguel García Pérez, debían invertirse en la reparación de la iglesia de dicho pueblo. Ese año (1791) San Alejo registró 13 cofradías y hermandades, con un total de 1 423 pesos y ½ real. Solo la de Benditas Ánimas reportó bienes muebles, siete bestias (mulas) y 66 cabezas de ganado (las que el arzobispo ordenó poner en venta). Por su parte, Conchagua registró ocho cofradías y hermandades, con un total de 2 601 pesos y 1 y ½ reales, 159 cabezas de ganado y nueve bestias. De estas solo cinco registraron ganado: Asunción de Nuestra Señora (110 cabezas y nueve bestias), San Antonio (17 cabezas), Dulce Nombre de Jesús (12 cabezas), Benditas Ánimas (10 cabezas), Santísimo Sacramento (10).25 Si cumplieron con la orden del arzobispo, fueron estas las que cargaron con los costos de la reparación, principalmente la de Asunción de Nuestra Señora. En el Cuadro 4 puede apreciarse el total de cofradías y hermandades, así como el total de principales, que el curato de Yayantique reportó en 1791.
En el curato de San Juan Cojutepeque, en el pueblo cabecera de San Juan, el prelado observó «mucho desaseo en los templos, y falta de aquella decencia correspond[ien]te a la Mag[esta].d q[u]e en ellos se adora […]». Por ello ordenó al padre cura Pablo José Medina que pusiera a la venta 100 reses de las cofradías y hermandades de San Juan a fin de atender las necesidades del templo. Con el dinero debían renovar el cáliz grande y su patena, dorar una patena que estaba desdorada, hacer hijuelas forradas de lino, construir o acabar el campo santo, blanquear y enladrillar la iglesia, e iluminar y asear la capilla mayor. Las cuotas de reses se repartieron así: San Juan (25), Nuestra Señora del Carmen (19), de La Cruz (17), San Antonio (15), Nuestra Señora del Rosario (12), Dolores de Nuestra Señora (cinco), San Sebastián (tres), Benditas Ánimas (cuatro). Ese año (1791) el pueblo de San Juan reportó 22 cofradías y hermandades, con un total de 2 403 pesos y 382 cabezas de ganado. Con esta medida, el prelado ordenaba que las corporaciones se deshicieran del 26% de su ganado. Fue precisamente en este curato de San Juan Cojutepeque donde se dio un caso de resistencia a conceder bienes para mejorar los templos.
El caso se produjo en el pueblo anexo de San Pedro Perulapán. El arzobispo autorizó la venta de cinco reses de la cofradía de la Natividad de Nuestra Señora y tres de la de Nuestra Señora del Carmen. Concedió 34 pesos y 6 reales, que entregaron los mayordomos de otra cofradía con la misma advocación que la anterior (Nuestra Señora del Carmen). Asimismo, favoreció a la iglesia con los 154 pesos y 6 reales que el gobernador del pueblo adeudaba a esta última corporación. Con la venta de las ocho reses y con esos 189 pesos y 4 reales concedidos, el pueblo de San Pedro Perulapán debía, en primer lugar, renovar el techo del templo antes de la llegada del invierno y, en segundo lugar, blanquearlo y enladrillarlo. De haber un sobrante, debía invertirse en cercar el camposanto. Quedó como responsable el padre Vicente Aguilar.
En octubre de aquel año (1791), el padre Vicente Aguilar presentó informe de las obras. De acuerdo con el relato de Aguilar, la cofradía de Nuestra Señora del Carmen (la primera que se menciona en el párrafo anterior) cumplió con las tres reses. El problema surgió con la de la Natividad de Nuestra Señora, que era de indios. Aguilar declaró que esperó un tiempo prudencial para que las reses engordaran y venderlas a un «precio considerable». Pero cuando se presentó por ellas solo encontró seis vacas, cuatro paridas y dos flacas, y que estas últimas apenas las vendió a 14 pesos cada una. Consiguió vender una tercera res a 20 pesos, pero esta era una deuda de un indio. Así, de las cinco concedidas por el arzobispo, solo vendió tres. El principal reclamo de Aguilar fue que las 16 reses de dicha cofradía, que quedaron registradas en el auto de la visita de enero de 1791, se habían convertido en terneros de dos a tres años cuando él se presentó a cumplir lo mandado por el arzobispo. Dijo que «las trocaron por terneros» y que «esto ha sido siempre costumbre entre ellos». A partir de los datos ofrecidos por Aguilar (solo le entregaron tres reses, una la vendió a 20 pesos y por las dos flacas recibió 28 pesos), por el acto de resistencia de los indios dejó de recibir cerca de 52 pesos (calculando que una buena res se comercializaba a 20 pesos). Seguramente Aguilar acumuló otro tipo de inconvenientes con los habitantes de San Pedro Perulapán, pues en su informe alegó que su trabajo le produjo «asares, descreditos, desonrras, y hasta me quisieron matar, pues para evitar este peligro, me fui al pueblo de San Martin á refugiarme […]».
A pesar de aquel inconveniente, el padre Aguilar entregó buenas cuentas. Declaró haber renovado el techo del templo y de la capilla de Nuestra Señora del Carmen, tener más de la mitad del templo enladrillado, todos los altares arreglados y haber avanzado en los cimientos del campo santo. Sin embargo, faltaba terminar el enladrillado, levantar las paredes del campo santo y revocar sus cimientos, y mejorar la sacristía26 (véase Cuadro 5).
El segundo caso se encontró en la Alcaldía Mayor de Sonsonate, en el pueblo de Dolores de Nuestra Señora de Ysalco. Al cierre del auto, el prelado indicó que para «evitar quejas en lo subsesibo», el padre cura debía abstenerse de tomar de los «sobrantes de cofradias de Yndios para ocurrir á las necesidades de su Yglesia, sin q[u].e preceda su expresa lisencia». El cura era Juan Gregorio Monteros de Espinosa. Ese año (1791) dicha parroquia reportó 13 cofradías y hermandades, con un total de 2 336 pesos, 4 y ½ reales. Se aclaró que solo una, Dolores de Nuestra Señora, era de ladinos. Se infiere que las otras (San Nicolás, Santa Gertrudis, San José, Dolores de Nuestra Señora (otra con la misma advocación), Nuestra Señora del Rosario, Santa Bárbara, de la Veracruz, San Gregorio, Señora de Santa Ana, Nombre de Jesús, Santa Lucía, Santa Theresa) eran de indios.27 En el auto no se detalló cuáles eran las quejas de los indios. Sin embargo, el comentario del prelado da una idea de la resistencia y oposición de algunos pueblos.
Consideraciones finales
La ceremonia de la visita episcopal reforzaba en el imaginario de la feligresía el valor de la vida espiritual, el mandato de vivir según los preceptos de la religión católica y la importancia de cumplir con los sacramentos de la Iglesia, reafirmados por el concilio de Trento (1545-1563); la simbología sacra del ceremonial religioso realzaba el triunfo de Cristo sobre la muerte (la adoración del Santísimo Sacramento y el canto del Tantum ergo, quinta estrofa del himno litúrgico Pange lingua), y de esa forma situaba en el corazón del credo católico la salvación de las almas.
Pero aquella vida religioso-espiritual era posible solo si contaba con el trabajo, el tiempo, la organización, el dinero y los bienes de las cofradías y hermandades. Para el prelado, ministro de la Iglesia y funcionario de la Corona, los fondos y bienes eran de una importancia tal que dejaba constancia de ellos en los autos de las visitas pastorales. Allí dejó patente también que era primordial llevar una administración diligente del dinero y los bienes. Francos y Monroy instó a los curas a ser meticulosos en la revisión de los libros de aquellas corporaciones y a ser vigilantes en la elección de los mayordomos. Ordenó, incluso, que se recuperara, por medio de la instancia judicial correspondiente, el dinero que ciertos clérigos adeudaban a algunas corporaciones.
Hay que decir que en aquel contexto de reformismo borbónico no era extraño que un funcionario como el arzobispo exigiera más orden en la administración de las finanzas de los pueblos. Pero es importante hacer notar que el interés por la buena administración del dinero y los bienes de las cofradías y hermandades estaba en función del sustento que debían dar a los fines piadosos de la población. De allí que ordenara con plena autoridad la venta de ganado para reparar o reconstruir templos y cementerios, y para la compra de alhajas y de los utensilios sagrados indispensables para la celebración de la eucaristía. Y, por supuesto, debía corregirse el uso de aquellos dineros con el objeto de que se destinaran a los fines instituidos por las corporaciones, como pagar las misas correspondientes por las almas en pena en el Santo Purgatorio. Sin dejar de mencionar el aporte constante que daban para la compra de cera, aceite, ramos, vino, hostias, vasos sagrados, ornamentos, reliquias e imágenes para los altares.
Como se ha comprobado con dos casos bien puntuales, el prelado enfrentó resistencia en algunos pueblos. A juzgar por el relato del padre Vicente Aguilar, en el pueblo de San Pedro Perulapán, en la parroquia de San Juan Cojutepeque, algunos cofrades practicaban ciertas artimañas con el fin de evadir disposiciones del prelado que beneficiaban al servicio religioso. De cualquier forma, es probable que también pudiera haberse dado, en algunos pueblos de San Salvador y Sonsonate, un conflicto entre las necesidades materiales intrínsecas de la vida humana y las demandas eclesiásticas en función de la vida espiritual-religiosa, lo que explicaría algunas resistencias a las disposiciones del prelado.
Bibliografía citada
Fuentes primarias
Archivo Histórico Arquidiocesano de Guatemala (AHAG): |
Fondo Diocesano. Secretaría de Gobierno Eclesiástico. Visitas pastorales, t. 29. |
Fondo Diocesano. Secretaría de Gobierno Eclesiástico. Visitas pastorales, t. 30. |
Fondo Diocesano. Secretaría de Gobierno Eclesiástico. Visitas pastorales, t. 37. |