Este artículo focaliza su interés en las transformaciones que han experimentado las ciencias sociales desde el fin de la Guerra Fría hasta la segunda década del siglo XXI. Tres eventos geopolíticos y las respectivas inquietudes intelectuales que se han producido en este campo de conocimiento son vistas como nudos de articulación de estos cambios. Primero, la caída del Muro de Berlín y lo que fue conceptualizado como el “fin de la historia”. En segundo lugar, la destrucción de las Torres Gemelas en los ataques terroristas en Manhattan y lo que se llamó el “choque de civilizaciones”. Por último, en tercer lugar, el referéndum del Brexit y la elección de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos, que conllevó al surgimiento de un “populismo antiglobalista”.
Este trabajo no pretende trazar un mapa global de las ciencias sociales en los últimos 30 años, ni presentar una selección de títulos relevantes basada en un análisis bibliométrico sobre qué artículos han sido citados o qué libros han tenido más traducciones. Se trata de una visión personal, desde mi estrecho punto de vista -basado en los lugares donde he estudiado y trabajado, y en las lenguas que puedo leer-, sobre lo que siento que ha sucedido en las ciencias sociales en estas décadas.
Berlín, 9 de noviembre de 1989: la caída del Muro
La sorpresiva caída del Muro de Berlín y el subsecuente desmantelamiento de los regímenes que estaban auspiciados por el imperialismo soviético, provocó numerosísimas reflexiones entre los científicos sociales. Se trataba de la demolición del régimen político que había dado inicio con la revolución bolchevique de 1917, evento que estructuró la historia mundial durante todo el siglo XX (Fontana, 2017). Era el fin de la aventura de la URSS, “la mayor experiencia y la cuestión capital de la humanidad moderna”, como la describía Edgar Morin (1985: 9).
La etapa posterior al fin de la Guerra Fría estuvo marcada por lo que se llamó el “fin de la historia”; etiqueta tomada del libro de Francis Fukuyama, El fin de la historia y el último hombre (1992), el cual apareció primero como artículo en 1989. El trabajo de Fukuyama abordaba una reflexión de inspiración hegeliana donde no se trataba de aseverar que habíamos llegado al fin de los eventos en la historia. Se preveían, según Fukuyama, futuros conflictos, guerras y acontecimientos. No era el fin de las cosas que le pasaban a la humanidad, sino el punto final de la evolución ideológica y la universalización de la idea occidental de la democracia liberal, como la forma final de gobierno para todas las naciones. Lo que no habría, según esta postura, era una transición a un sistema político alternativo posterior al que ya se estaba viviendo en ese contexto.
Esa fue la gran narrativa que acompañó a las reflexiones en ciencias sociales a partir de la caída del Muro de Berlín. Junto con esta caída, vinieron una serie de elementos que propiciaron otros cambios llamativos. El primero fue que algunos científicos sociales “descubrieron” lo que los marineros ya sabían desde finales del siglo XVI: que el planeta era redondo y que el mundo es una unidad. En otras palabras, “descubrieron” la globalización (Hunt, 2014: 46), un fenómeno que de cierta manera existía desde, por lo menos, hacía cuatro siglos.1 Notar cuestiones como ésta debería servir para enfatizar que los científicos sociales somos, muchas veces, cortos de vista (Sorokin, 1956; Andreski, 1973; Cipolla, 1991), ya que frecuentemente problemáticas importantes pasan frente a nuestros ojos, mientras discutimos asuntos más bien evanescentes -e.g., “¿es la modernidad líquida?”, “¿vivimos en una era del vacío?”-; en tanto, fenómenos más sustanciales (aquellos que estructuran y determinan las condiciones de la supervivencia y reproducción material humana) suceden frente a nuestros ojos y no tenemos idea de cuán relevantes son.2
En estos años inició un movimiento interesante en la historia, lo que se ha llamado la “historia global”, con la que se ha emprendido una relectura de las historias nacionales en clave mundial, por ejemplo Bender (2006), y con esto llegó una necesaria y refrescante crítica al “nacionalismo metodológico”, esa tentación de tomar al Estado-nación como la unidad por default para hacer análisis en ciencias sociales. Fue también la era de los post-, que sigue viva hasta el día de hoy. No le hemos puesto un nombre positivo a esta nueva época (suponiendo que sea tal); sólo la mencionamos como la era que siguió a alguna otra: posmodernidad, poscolonialidad, etcétera. Se inauguró en esos años, igualmente, la transitología. Esa biblioteca que se ha construido respecto a las “transiciones a la democracia” en América Latina, África, Medio Oriente, Europa oriental, etcétera.
También fue importante en términos intelectuales -aunque más marginal en términos de su magnitud cuantitativa- la “liberación” del marxismo y su renacimiento postsoviético. Después de 1989 se pudo pensar más libremente con las categorías del marxismo, sin sentir que uno tenía que alinearse a uno de los bandos de lo que antes se concebía como una lucha cósmica entre el bien y el mal, entre capitalismo y comunismo.
Lección 1. ¿Qué lección podemos extraer de esta etapa? Quizá la más importante es que deberíamos recuperar seria y sistemáticamente el estudio de la Unión Soviética. A pesar de que se han publicado varios trabajos destacables que realizan esfuerzos teórico-histórico -y hasta de crónica literaria- para comprender globalmente lo que sucedió en la era soviética (Carrere, 1979; Morin, 1985; Kenez, 2006; Derluguian, 2005; Paretskaya, 2010; Aleksievich, 2015), resulta revelador que no tengamos una obra que tenga una legitimidad generalizada sobre lo que fue la Unión Soviética -una obra que sea, para la URSS, lo que fue el trabajo de Fernand Braudel (1976) para nuestra comprensión del Mediterráneo o el de Norbert Elias (1982) para la época de la sociedad cortesana. Se acabó ese mundo bipolar y debemos avanzar con nuevos balances críticos, sustanciosos y profundos de lo que pasó en el mundo soviético. Tenemos esa deuda. Si hiciésemos ese balance aprenderíamos muchísimo sobre el mundo actual. El comunismo fue el único proyecto moderno (realmente existente) que ha surgido dentro de la modernidad y que ha tenido como referente otro proyecto moderno: el capitalismo. Se definió a sí mismo en contraposición a esa otra versión de la modernidad, no en oposición a la aristocracia y a los derechos feudales del antiguo régimen (como fue el caso de los proyectos políticos liberales, democráticos y republicanos surgidos del siglo XVIII).
El experimento comunista y soviético fue el gran proyecto de una modernidad no capitalista. Ahora nos resulta casi imposible imaginarnos una modernidad no capitalista; de hecho, hablamos como si la modernidad fuese sinónimo de capitalismo. Olvidamos que durante más de medio siglo casi la mitad del planeta vivió bajo un régimen que era distinto. ¿Qué pasó en todos esos países? Comprenderlo más adecuadamente nos ayudaría a reflexionar mejor sobre qué efectos le atribuimos al capitalismo, qué cosas son responsabilidad suya. Se han puesto de moda frasecitas como “Tú no odias el lunes, lo que odias es el capitalismo”. Pues sí y no. Los obreros soviéticos también odiaban el lunes; también estaban alienados y oprimidos, aunque por algo distinto al capitalismo. De igual manera, se dice hoy día que la crisis ambiental es producto del capitalismo, que “el cambio climático es sólo un síntoma y que la enfermedad es el capitalismo”. Quienes repiten frases como esas olvidan que la Unión Soviética también produjo contaminación masiva y tragedias ambientales.
Quizá todas esas expresiones de temor no son consecuencia del capitalismo, quizá son producto de los procesos de industrialización o algo más. Es necesaria una reflexión más sistemática sobre la época moderna a la luz de lo que sucedió con el experimento comunista, eso es algo que no hemos hecho en nuestro entorno y es una lección que debemos tomar. Quizá todas las licenciaturas en ciencias sociales harían bien en tener una materia obligatoria que se llame “Unión Soviética” para saber más sobre qué sucedió ahí. Al hacerlo, aprenderíamos mucho sobre nuestro propio mundo.
Nueva York, 11 de septiembre de 2001
Los ataques terroristas en las Torres Gemelas y en el Pentágono, el 11 de septiembre de 2001, marcaron un giro en las preocupaciones más visibles de las ciencias sociales.
Tras estos eventos recobró notoriedad un libro que había sido publicado unos años antes: El choque de civilizaciones y la reconfiguración del orden mundial, de Samuel Huntington ( 1996) que fue primero un artículo publicado en 1993. Muchos de estos acontecimientos no producen sólo una literatura ad hoc sino que promueven que se rescaten obras que estaban un tanto olvidadas. Ese fue el caso del libro de Huntington, quien lo había escrito en un diálogo con su exalumno, Francis Fukuyama.
Es llamativo que estos autores -que podríamos etiquetar de derecha- hayan sido quienes bautizaron estas épocas. La izquierda postcomunista tuvo poca habilidad para nombrar estos periodos y para definir los términos en que deberían analizarse. Lo hicieron, por supuesto, dentro de sus propios círculos; pero no fueron ellos quienes dictaron una agenda en las ciencias sociales para entender estas grandes transformaciones.
¿Qué tesis sostenía Huntington al hablar del “choque de civilizaciones”? Principalmente, que los actores políticos primordiales del siglo XXI serían las civilizaciones y que los conflictos más importantes serían los choques entre éstas, no choques entre ideologías ni entre Estados-nación. Cuando los yihadistas de Al Qaeda estrellaron los aviones contra las Torres Gemelas en el corazón financiero de Manhattan, pareció que se confirmaba la profecía de Huntington; que lo que estaba sucediendo era exactamente lo que él había vaticinado desde la primera mitad de los años noventa: un choque de civilizaciones.
Más revelador fue descubrir que las organizaciones terroristas que realizaron esos ataques habían surgido de las cenizas de la Guerra Fría, de los grupos en Afganistán que habían sido financiados por Estados Unidos para que combatieran la influencia soviética. Descubrir que esos grupos ahora atacaban directamente a Estados Unidos -y luego a España e Inglaterra- obligó a muchos científicos sociales a plantear una serie de nuevas preguntas.
Entre los numerosos temas sobre los que se centraron los debates, se pueden mencionar las curiosas reflexiones sobre cuándo acabó el siglo XX y cuándo arrancó el XXI. Por ejemplo, se dijo que el siglo XX fue un siglo corto que comenzó con la Primera Guerra Mundial y terminó con la caída del Muro de Berlín; otros decían que en realidad había sido un siglo largo, que se extendió hasta el ataque a las Torres Gemelas. Como declaró Timothy Garton Ash (2001), tan sólo un par de días después de los ataques terroristas: “If the fall of the Berlin Wall was the true end of the short 20th century, there is a good case for arguing that the demolition of the World Trade Centre was the true beginning of the 21st”.
Más importante fue el regreso de la religión como un tema crucial para las ciencias sociales. Desde décadas atrás muchos científicos habían asumido, sin cuestionarla, la vieja y errónea idea de Nietzsche de que “dios ha muerto” -y si era así, para qué preocuparse por la religión si ya sólo existe como los resabios de un mundo tradicional que se va extinguiendo sin remedio-. Por supuesto, la religión había muerto, pero sólo para cierta delgada capa de los intelectuales con educación universitaria, una minoría global ampliamente secular; la inmensa mayoría de la población global seguía siendo tan religiosa como era el mundo en la época de Lutero o de Mahoma.
Tras los acontecimientos del 11 de septiembre de 2001 -cuando la religión se estrelló contra una civilización occidental supuestamente secular-, las creencias, prácticas e instituciones religiosas atrajeron nuevamente la atención de los investigadores. Hubo un resurgimiento de la esfera religiosa en las discusiones debido a que los terroristas no eran actores sociales que solamente estuvieran en contra del régimen estadounidense empujados por un sentido ideológico-secular, sino por creencias religiosas. Así, cobró interés lo que importantes sociólogos de la religión como Peter Berger (1999) ya habían llamado el fenómeno de la desecularización.
Con esto, trabajos que habían pasado casi inadvertidos en su momento, comenzaron a tener un nuevo auge, como el del sociólogo José Casanova, Public Religions in the Modern World (1994). Casanova rechazaba la idea de que la religión se había agazapado en el ámbito de lo privado y enfatizaba el papel de las religiones en la esfera pública de las sociedades modernas. En medio de este renovado interés por la religión y el estatus de la secularización aparecieron y fueron discutidas obras como la del antropólogo Talal Asad, Formations of the Secular: Christianity, Islam, Modernity (2003). Investigadores que se habían dedicado a la teoría crítica, comenzaron a reflexionar sobre el islam, como Susan Buck-Morss, quien publicó Thinking Past Terror: Islamism and Critical Theory on the Left (2003). También importantes filósofos entraron en estos temas, como Charles Taylor, quien, en 2007, publicó A Secular Age.
De igual forma, en estos años cobró auge la idea de estudiar aquellas realidades sociales que no provenían ni del pasado soviético ni del mundo occidental. Se trataba de los “márgenes” históricos y geográficos que han sido comúnmente olvidados, silenciados o menospreciados por los científicos sociales, como el mundo islámico, África, Latinoamérica y el Caribe, entre otros. Se trató del ascenso del pensamiento “poscolonial” que ha sido desde entonces uno de los puntos de referencia en las ciencias sociales. Libros que habían sido publicados poco antes del 11 de septiembre, como Provincializing Europe: Postcolonial Thought and Historical Difference de Dipesh Chakrabarty (2000), pusieron sobre la mesa de discusión la necesidad de dejar de tomar la experiencia sociohistórica de Europa occidental y del norte del continente americano (y dentro de esas sociedades la experiencia de los blancos de clases medias y altas) como las únicas válidas para extraer conclusiones teóricas y universales sobre la naturaleza de la vida social, económica y política. Este movimiento sirvió para recuperar una serie de trabajos que décadas antes habían adelantado algunas de esas ideas: The Souls of Black Folk, de w.e.b. DuBois (1903); Los condenados de la tierra, de Frantz Fanon (1961); Orientalism, de Edward Said (1978). Toda esta literatura comenzó a tener un auge notable a partir de estos años.
En un sentido similar, el shock geopolítico del 11 de septiembre estuvo acompañado de una concepción de las múltiples trayectorias de la modernidad, de las diversas formas de ser moderno, las cuales difieren de la forma específica de las sociedades europeas y estadounidense -blancas, generalmente-. Se trata de releer las historias que no formaban parte del circuito noratlántico, para entenderlas no a la luz de las categorías analíticas, lingüísticas y cronológicas de las ciencias sociales europeas, sino de teorizar a partir de sus propias condiciones. Hay trabajos importantes como el de Eiko Ikegami (1995), La domesticación del samurái, que examina la realidad japonesa contemporánea (la forma particular de su Estado y su peculiar inserción en el capitalismo) desde su propia realidad histórica, así como los cambiantes equilibrios de poder entre sus élites políticas y militares, y desde sus recursos culturales autóctonos, además de sus nociones de honor y autonomía individual. Otro ejemplo similar es China Transformed: Historical Change and the Limits of European Experience, de Ben Wong (1999).3
Este mismo movimiento implicó revalorar las que se consideraban como revoluciones “marginales”, como la de Haití. A la luz de estas nuevas preocupaciones, la rebelión de esclavos de Haití ya no era una nota al pie de la revolución francesa, sino un momento más radical y más universal de esa extensa fase de las revoluciones de finales del siglo XVIII. Libros sobre este tema, como el de C.L.R. James (1938), The Black Jacobins, empezaron a ser leídos frecuentemente en los programas de posgrado. Esto ha traído una recalibración de la idea de globalización, entendida no solamente como la difusión de ideas e instituciones occidentales en el resto del mundo, sino como un mundo donde distintas regiones y civilizaciones se constituyen mutuamente; donde las ideas e instituciones son producto de intercambios desiguales (pero intensos) que atraviesan largas extensiones geográficas y temporales.
Lección 2. ¿Qué lección podemos sacar de este segundo episodio? Sin duda varias, pero hay una en particular que me gustaría subrayar. A partir de este movimiento empezó a surgir, tristemente, un nuevo vocabulario de conformismo intelectual -como el que nos había heredado el marxismo ortodoxo de la segunda mitad del siglo XX-; una forma de parecer crítico repitiendo palabras y consignas que te hacen sentir que estás diciéndole sus verdades al poder, pero que en realidad lo que estás haciendo es ahorrarte la molestia de pensar. Así como antes la culpa de todo se le achacaba a la “burguesía”, al “imperialismo”, al “capitalismo”, etcétera; ahora todo parece ser responsabilidad del “colonialismo”, el “patriarcado” o el “neoliberalismo”. Son grandes palabras que se analizan poco y se repiten mucho. También hoy se reproducen etiquetas poco felices como la de “Sur global”. Como ya no se habla del “tercer mundo” (porque desapareció el “segundo mundo” o bloque socialista), surgió la necesidad de buscar un sinónimo que fuera igual de impreciso, desmedido y cómodo. Una lección que podemos aprender de esto es que debemos ahorrarnos esos inútiles atajos intelectuales.
Reino Unido, 23 de junio de 2016
El más reciente evento geopolítico que ha sacudido visiblemente a las ciencias sociales fue el referendo, realizado en el Reino Unido, para votar su salida de la Unión Europea, el 23 de junio de 2016 (mejor conocido como Brexit), que fue seguido pocos meses más tarde por la elección del candidato republicano, Donald Trump, a la presidencia de Estados Unidos, el 8 de noviembre de 2016. Los resultados electorales trajeron de nuevo al centro de las discusiones públicas y académicas viejos problemas empíricos y conceptuales: el nacionalismo explosivo, la xenofobia y el populismo (éste particularmente en su versión antiglobalista y de derecha).
El referendo del Brexit y la elección de Trump son acontecimientos políticos muy recientes -en términos históricos, sucedieron apenas ayer-. El periodo que inauguraron apenas puede bosquejarse superficialmente. Sin embargo, ciertas líneas han comenzado a hacerse visibles.
Algunas de las preguntas que se han presentado repetidamente -parecidas a la pregunta que se formuló tras el 11 de septiembre sobre cuál era el origen de los seguidores de grupos radicales como Al Qaeda- fueron: ¿de dónde salieron tantas personas que se identifican intensamente con mensajes antiinmigrantes, chauvinistas y contrarios a las instituciones globales (tratados comerciales, la onu, la Unión Europea, etcétera)?, ¿qué los motiva?, ¿cuáles fueron sus trayectorias política, económica y educativa, demográfica durante los años de la expansión de la globalización posteriores a 1989?, ¿por qué muestran tanto encono contra prácticas democracias y pluralistas?, ¿por qué apoyan posturas políticas con marcados tonos racistas y autoritarios?
Se trata de gente que todo el tiempo ha estado ahí; pero que, en general, se les veía como personas marginadas, poco representativas (granjeros, obreros manuales, personas de la tercera edad, etcétera), destinadas a pasar a la sombra de la historia en cualquier momento. A casi nadie le interesaban y no despertaban la curiosidad de los investigadores. Sin embargo, desde 2016, esas mismas personas comenzaron a importarle a los científicos sociales. Se hizo evidente que tienen una potencia social asombrosa frente a la cual se tenían pocas previsiones. Pocos trabajos los habían comenzado a retratar; por ejemplo, dos meses antes de la elección de Donald Trump, Arlie Hochschild (2016) publicó Strangers in Their Own Land: Anger and Mourning on the American Right, una etnografía en zonas rurales de Louisiana, con seguidores del Tea Party Movement, las personas que se sienten “extraños en su propia tierra”. ¿Qué piensan? ¿Por qué se sienten extraños en su propia tierra? ¿Qué provoca su resentimiento contra el gobierno? De libros como éste se puede aprender mucho para entender el mundo presente (y ahora son best sellers, aunque quizá en otras condiciones políticas pocos les hubieran prestado atención).
Además, están los problemas del populismo y de la tentación totalitaria, que han traído consigo una recuperación de cierta literatura que antes se veía como venerable, pero que no formaba parte de las discusiones centrales, como Los orígenes del totalitarismo, de Hannah Arendt (1951). Especialistas en estos temas que anteriormente tenían un nicho estrecho ahora gozan de una amplia audiencia interesada en sus descubrimientos. Tal fue el caso, por ejemplo, del historiador argentino Federico Finchelstein, quien publicó recientemente From Fascism to Populism in History (2017). Este libro se ha traducido, cuando menos, al español, portugués, italiano y turco. Ha tenido un eco que no es común para los autores latinoamericanos, derivado de la actual avidez por entender qué está pasando con el populismo y por la ansiedad ante de un posible regreso de regímenes fascistas.
Lección 3. ¿Qué lección podemos obtener de este último periodo, apenas en estación? El caso del propio Finchelstein (2017) puede resultar aleccionador. Él cuenta que cuando estudiaba el doctorado en la Universidad de Cornell, le decían que su tema de investigación -el populismo en América Latina- no iba a tener mucho futuro. Se trataba de un tópico que en ese entonces a casi nadie le parecía relevante. Quince años después, su libro más reciente -al año y medio de haberse publicado-, cuenta con versiones en cinco idiomas distintos. Ha tenido tal éxito editorial debido a que habla de temas sobre los que hoy buscamos respuestas desesperadamente: qué es el populismo, cuáles son sus posibles conexiones con el fascismo, entre otros.
La lección que podemos aprender aquí es que nunca se sabe cuál será el siguiente gran tema. Frecuentemente, tal situación se olvida en las instituciones donde se producen y reproducen el conocimiento científico. Particularmente, esta lección debería ser seriamente considerada por los programas de posgrado, donde se forman a los futuros doctores en sociología, ciencia política, antropología, etcétera. Los posgrados deben abrirse a recibir jóvenes creativos e inteligentes, para que investiguen lo que ellos consideran que es importante estudiar.
No todas las universidades pueden darse ese lujo. Hay programas de posgrado que tienen opciones restringidas para la elección de temas y estudiantes, porque sólo cuentan, digamos, con diez profesores. Pero programas de universidades más grandes han caído en la “tentación” de adoptar y enfatizar un número de temáticas más reducido de lo que sus capacidades efectivas les permitirían cubrir; privilegian líneas que -aunque son tópicos de actualidad en las ciencias sociales y son parte del quehacer académico explorarlos e incorporarlos en su repertorio- han provocado que los criterios para seleccionar estudiantes no sean tan amplios como podrían (pese a que algunos de esos programas cuentan, literalmente, con docenas de investigadores disponibles para acompañar adecuadamente las más variadas investigaciones de maestría y doctorado).4 Al no pasar eso, hay estudiantes que optan por buscar otros posgrados (usualmente en el extranjero) donde encuentran más apertura y flexibilidad.5 Eso posiblemente aleja a algunos de los prospectos más creativos, aquellos que tienen las agendas de investigación que hoy pueden parecer demasiado idiosincráticas o exóticas (como lo era en los años noventa estudiar el populismo). Pero será de entre esas personas de donde salgan aquellos que nos darán las claves para entender al mundo cuando venga el siguiente gran shock geopolítico.