Introducción
Participación se ha convertido en una palabra de uso común y constante. Se alude a ella en discursos, declaraciones, programas y hasta ordenanzas de actores, ideologías, instituciones y prácticas, ya sea en el ámbito de la política institucionalizada, del medio social, del escenario internacional o del campo académico. Se ha vuelto una reivindicación, recurso o referencia tan forzosa que se puede asegurar que existe “una percepción sobre la obligatoriedad de la participación” (Pomeroy, 2009: 8) que incluso se ha convertido en un “imperativo legítimo en América Latina” (Roth, 2013: 4).
La tendencia anterior responde a tres condiciones imbricadas. La primera es el prejuicio que concibe a la participación como un término benigno, por lo que se recurre a ella con la intención de impregnar de benevolencia a quienes la esgrimen. La segunda es que este concepto se ha vinculado también a otros términos de talante positivo (como democracia, libertad o desarrollo humano), por lo que su enunciación teje una narrativa con pretensiones de aceptabilidad por asociación con connotaciones favorables. La tercera es que la participación ha sido parte de una coalición discursiva1 que se defiende y difunde desde agencias o colectivos con poder de enmarcamiento con la intención de coadyuvar a la legitimación de estructuras, actores y procesos instituidos (Martínez, 2019: 159-160).
De esta forma, el carácter forzoso de la participación ocurre en la medida que se cree que es un término que otorga legitimidad porque es en sí mismo positivo, porque está relacionado con otros términos de valor intrínseco o porque es defendido por quienes tienen capacidad de influencia en el entendimiento, abordaje e incidencia en los ámbitos políticos, sociales y económicos.
Dada su extensiva enunciación, la participación es un concepto que suele ser empleado de manera ambigua, vaga o vacua. La ambigüedad surge cuando la definición no corresponde con el término -por ejemplo, cuando se define la participación sin distinción de sus objetivos u adjetivos-, la vaguedad ocurre cuando el significado no identifica claramente a su referente (por ejemplo, cuando se confunde a la participación ciudadana con la participación electoral) y la vacuidad acontece cuando al concepto se le despoja de su núcleo semántico -por ejemplo, cuando la participación se presenta como un término neutral o técnico, omitiendo así su fundamento político. Con el objetivo de coadyuvar a su precisión terminológica e incrementar su validez analítica para los estudios especializados -sobre todo en los campos de la Ciencia Política y la Administración Pública-, el presente artículo examina el concepto de la participación y propone un modelo para su abordaje analítico. La exploración que se propone en este artículo se sustenta en dos premisas.
La primera es el reconocimiento de que la participación es un concepto político dado que su esfera de significación radica en el ámbito colectivo, por lo que un análisis especializado del concepto debe incorporar esa médula conceptual. La política engloba el universo semántico de la gestión de lo colectivo y del conflicto social (Vallés, 2007), es decir, los dos itinerarios imbricados que Aristóteles denominó como las dimensiones “arquitectónica” y “agonal”. Partiendo de los postulados del posfundacionalismo, la política no versa únicamente sobre las estructuras, actores y procesos instituidos (poder constituido), sino también sobre los actores, mecanismos y dinámicas que interpelan al poder constituido (poder constituyente).2 La política, entonces, halla sus concepciones en la dialéctica entre los poderes constituidos y los poderes constituyentes. En la medida en que la participación conlleva la movilización de lo político y, por ende, la reformulación de la política, el pensamiento posfundacional es útil para enmarcar el estudio de la participación. Los conceptos políticos pretenden denotar y connotar estructuras, instituciones, actores, mecanismos, procesos y territorios concernientes a la creación, reproducción, administración e interpelación de las relaciones de poder. Así entendidos, los conceptos políticos incluyen ideología y prácticas, ideales y contextos, intereses e historia, de manera que no son términos cerrados, neutros o meramente técnicos sino abiertos, contestables y polisémicos. La participación en calidad de concepto político reúne un haz de significados disputados, siendo esta condición su esencia; por ello, deben incorporarse a los análisis especializados.
La segunda premisa en la que se fundamenta este artículo es reconocer que los conceptos políticos son complejos por referirse a un campo con procesos no lineales, autoorganizados y emergentes, pero postula que los conceptos no son indefinibles. De hecho, desde una visión pospositivista crítica -como la que aquí se esgrime-, que busca validez y confiabilidad desde la pluralidad crítica (Guba y Lincoln, 2002), se concibe que los conceptos políticos se integran por un contenido mínimo que los delimita y distingue del resto de conceptos.
Diferenciar los contenidos medulares de las características contingentes es central para asentar una definición mínima de los conceptos políticos, pues “las características definitorias son las características necesarias, sin las que una palabra no tiene aplicabilidad” (Sartori, 2010: 68). Tal proceso, que puede seguir la lógica del tratamiento disyuntivo,3 implica delimitar los atributos esenciales asociados a un concepto para identificar su connotación y denotación. La connotación es el conjunto de atributos que constituyen un concepto, mientras que la denotación alude a la clase de objetos a la cual se aplica el concepto (Sartori, 2010: 79). Así pues, los conceptos políticos -como la participación- son dinámicos, contestables y polisémicos, pero contienen un núcleo semántico a partir del cual se constituye su definición mínima.
El concepto de participación se explorará mediante cuatro factores medulares a manera de preguntas básicas: ¿qué?, ¿por qué?, ¿para qué? y ¿cómo?,4 refiriéndose a los sustantivos, las definiciones, las razones, los objetivos y las modalidades de la participación. Como se verá, cada uno de esos cuatro factores incluye actores, espacios y periodos o, expresado en preguntas, los ¿quiénes?, los ¿dónde? y los ¿cuándo? Después, se analizan las variables explicativas de la participación que se han asentado mayoritariamente en la literatura especializada con el objetivo de proponer un modelo explicativo de la participación. Se concluye con unas reflexiones finales.
Las definiciones: ¿qué es la participación?
Etimológicamente, la palabra participación proviene del latín participare, que al componerse del sustantivo pars o partis (parte) y del verbo capere (tomar, agarrar) se traduce como “tomar parte” (Corominas, 1987: 442). El significado no es unívoco, pues existe una dualidad primigenia que le imprime una doble acepción semántica: “ser o formar parte” y “tomar partido” (Monedero, Jerez, Ramos y Fernández, 2013), es decir, el sentido objetivo entre participación activa o posicionamiento (“tomar parte”: dar o contribuir) y participación pasiva (“tener parte”: recibir), que también implicaría la condición subjetiva de “sentirse parte”.
La semántica de la participación converge en una demarcación eminentemente política: la escala de lo colectivo. Así, la participación se puede concebir, básicamente, como una acción que, yendo del ámbito individual al grupal (Merino, 2001), permite realizar una actividad colectiva; por ello, el núcleo central de su definición es “una intervención de los particulares en actividades públicas en tanto portadores de intereses sociales” (Baño, 1998: 15). Es “intervenir en alguna forma de acción colectiva, siendo la participación referida a acciones colectivas provistas de un grado relativamente importante de organización, que adquieren sentido al orientarse por una decisión colectiva” (Flisfisch, 1980: 76).
Por lo tanto, participar es un acto social que remite a un repertorio de conocimientos y acciones que las personas ponen en práctica para su integración en un ámbito mayor al de su propia individualidad, lo que “posibilita el establecimiento de vínculos y relaciones colegiadas que permiten a los distintos actores sociales asumirse como parte de los sistemas de organización social, política y cultural de un determinado país” (Holguín, 2013: 190) y que además entraña incidencia en la capacidad colectiva para “identificar y analizar problemas, formular y planificar visiones y soluciones, movilizar recursos e implementar acciones” (Leal y Opp, 1998: 7-8), es decir, la participación moviliza repertorios identitarios, habilidades y destrezas.
En una evaluación de la bibliografía especializada, se observa la tendencia a definir la participación resaltando su carácter social, los intereses prácticos que la impulsan, la puesta en juego de dinámicas subjetivas y su delimitación en ámbitos institucionales. Aquí se propone una definición mínima para identificar el significado nodal del concepto: “participación” es el término que describe el proceso de transición de las orientaciones, los intereses y las acciones del ámbito individual al ámbito colectivo. La noción de proceso le imprime un carácter dinámico -por tanto, complejo e impredecible-, mientras que los sustantivos de orientación, interés y acción trazan un vínculo entre las fundamentaciones previas, las modalidades y las consecuencias presentadas durante y posteriores a la participación; por último, la escala de lo colectivo subraya el carácter político (esto es, contextual y contingente) del concepto.5
En el estado del arte se halla una plétora de apelativos sobre participación: ciudadana, política, social, comunitaria, popular, local, pública, institucional, colaborativa, convencional, no convencional, indígena, de género, femenina o alternativa. Tales adjetivaciones se realizan siguiendo criterios como los espacios, los actores, los objetivos y las prácticas, es decir, nuevamente la contextualidad y la contingencia como inmanencia de la significación de los conceptos políticos. Sin pretender abolir la diversidad, se considera que son tres las denominaciones más significativas de la participación: la política, la social y la ciudadana.
La participación política
Semánticamente, este tipo de participación se constituye con tres fundamentos: la acción, el objetivo y el ámbito. “En primer lugar, toda participación política hace referencia a una ‘acción’, en segundo lugar, esta acción tiene la función de ‘influir’ y, por último, el ámbito donde esa acción tiene que ejercer su influencia es ‘lo político’” (Mateos, 2004).
La participación política se considera la más amplia de las modalidades y consta de dos sentidos. El primero entiende “la política” en su forma convencional: restringida a un ámbito institucionalizado; es “aquella que se relaciona con el poder público que se arroga la representación del Estado” (Baño, 1998: 23); tiene el objetivo de influir en las autoridades políticas (eligiéndolas o afectando en sus decisiones) y en la elaboración de las políticas públicas (Sani, 1991).
En el sentido que aquí apelamos, la participación refiere al involucramiento de los ciudadanos en las organizaciones formales y los mecanismos del sistema político: partidos políticos, elecciones, parlamentos y ayuntamientos, entre otros. Es una participación mediada por los mecanismos de la representación política y la articulación de los intereses públicos (Cunill, 1991).
Un segundo sentido de la participación política trasciende el ámbito institucionalizado, ya que refiere a las acciones “para influir en la selección del personal gubernamental o en sus actividades, introducir nuevos temas en la agenda y/o cambiar los valores y las preferencias conectadas directamente con la adopción de decisiones políticas” (Morales, 2006: 27); plantea una interpelación relevante: “La participación cuestiona los esquemas centralistas, cuestiona esquemas dirigentes/dirigidos, esquemas de sujetos que deciden y sujetos pasivos, ejecutantes y que obedecen” (Iturraspe, 1986: 38). A estos dos sentidos podríamos identificarlos igualmente como convencional y no convencional.
La participación social
Suele adjetivarse como social a la participación que se circunscribe al ámbito identitario de un colectivo. Se asume así que este subtipo remite a los fenómenos de agrupación de los individuos en organizaciones de la sociedad civil para la defensa de sus intereses sociales, por lo que “enunciaría la pertenencia y el hecho de tener parte en la existencia de un grupo, de una asociación” (Cunill, 1991: 45).
Lo social de la participación implica el entorno asociativo inmediato de la persona que participa para defender sus intereses, satisfacer necesidades, mejorar sus condiciones de vida o cualquier otro objetivo que se conciba como común.
Un distintivo relevante en esta caracterización es que los individuos se relacionan no con el Estado sino con otras instituciones sociales (Cunill, 1991: 45), es decir que el espacio de esta participación es la comunidad social, no la política: lo que hay en juego es la consecución de objetivos concretos y comunes, y no la disputa de lo político, de manera que los interlocutores suelen ser las propias personas y sus agrupaciones.
La participación ciudadana
Tal vez el término más mencionado en el espectro discursivo sea el de la participación ciudadana y se debe a que en la historia del pensamiento político la participación ha estado estrechamente vinculada a la ciudadanía (Costa, 2006). Ésta puede definirse medularmente como “el estatus que reconoce la membresía a una comunidad política. Dicho estatus se expresa en tres ámbitos: los derechos, las prácticas y la identidad” (Martínez, 2017: 153). Tal membresía se ha institucionalizado mediante la fórmula derechos-obligaciones. Bajo esta premisa, la participación será adjetivada como ciudadana cuando aluda al estatus y las prácticas reconocidas por el Estado para la integración de las personas a su comunidad política.
Se suelen establecer dos ámbitos para la participación ciudadana: las actividades de gobierno y la generación de bienes y servicios públicos (Cunill, 1991: 57-58), de manera que la participación ciudadana se refiere esencialmente a “formas de inclusión de la ciudadanía en procesos decisorios” (Ziccardi, 2004: 10). Con ello, “pareciera encontrar su terreno específico en la gestión pública” (Baño, 1998: 32), claramente “con la intención de influir directa o indirectamente en las políticas públicas y en las decisiones de los distintos niveles del sistema político y administrativo” (Font y Blanco, 2006: 38).
Por lo tanto, podemos decir que la concepción dominante de la participación ciudadana plantea que parte de las acciones de los ciudadanos (personas reconocidas por el Estado como integrantes de la comunidad política) con el propósito de influir en la gestión pública. Lo anterior aparecerá sistemáticamente en los análisis específicos desde la academia, pero también se reflejará en las instituciones internacionales, aquellas que influyen en las políticas de los gobiernos nacionales y ejercen una gran capacidad de “formación de discursos” (Pomeroy, 2009).
Si se puede enunciar un eje estructural de la participación, sea política, social o ciudadana, éste se halla en la escala de lo colectivo. “Ser parte”, “tomar partido” y “sentirse parte” entrañan la conformación e interpelación de actores, intereses, ideologías, espacios y prácticas, algunas hegemónicas y otras antagónicas, pero siempre contingentes. Evidentemente, esa disputa también se traslucirá en los principios y los propósitos que se plantearán para la participación, como se examinará en el siguiente apartado.
Las razones y los objetivos: ¿por qué y para qué la participación?
La mayoría de la bibliografía sobre la participación está más enfocada en subrayar la importancia y la necesidad de ésta que en la formulación de taxonomías o la valoración de los procesos participativos, es decir, se fundamenta en una perspectiva normativa. Desde esta óptica, la razón de la participación es su importancia para movilizar a los participantes, confrontar instancias para obtener bienes o servicios comunes y renovar o refundar actores, procesos, instituciones y hasta estructuras políticas. Estas razones y objetivos son factibles de hallarse, por ejemplo, en los estudios sobre movimientos sociales, procesos electorales y evaluación de políticas públicas que incluyen la variable de la participación. En cuanto concepto político, las razones y los objetivos que se esgrimen para la participación son múltiples, pues dependen del contexto, actores e ideologías desde donde se enuncian.
El contexto permite comprender cómo “las interpretaciones surgen en momentos diferentes, en procesos sociopolíticos diferentes y como respuesta a problemas que también son diferentes” (Peris, 2014: 4). El contexto estructural ha determinado las distintas interpretaciones, tal como lo apunta Melissa Pomeroy en su estudio al identificar que “en todos los casos analizados la participación cobra sentido como respuesta a un nuevo contexto mundial” (2009: 136), que refiere a los procesos de globalización, por lo que la participación (ciudadana) debe inscribirse como “problemática históricamente situada en las transformaciones de la globalización” (Monedero, Jerez, Ramos y Fernández, 2013: 7). Esos cambios estructurales propiciaron reformulaciones conceptuales en la democracia, la gestión pública y el desarrollo humano que facilitaron la emergencia y revalorización de esta categoría.
A partir de un proceso de crisis y cuestionamientos de la democracia representativa, sobre todo en América Latina, la revalorización de la participación acontece al concebírsele como instrumento complementario y revitalizador de los canales representativos, pero también al buscar “una reorientación en los patrones de interacción entre la sociedad civil y el Estado hacia relaciones de poder positivas, equilibradas y constructivas” (García-Espín y Jiménez, 2017: 118).
En cuanto a la gestión pública, la globalización desplazó el poder y control estatales hacia arriba (a las organizaciones internacionales o supranacionales), hacia abajo (a los gobiernos locales) y hacia fuera (a comunidades y organizaciones sin fines de lucro del tercer sector) (Martí, 2007). En ese marco, se comenzó a utilizar el término de gobernanza como un nuevo estilo de gobierno caracterizado por un mayor grado de interacción y cooperación entre el Estado y los actores no estatales (Natera, 2004) en el que esta noción será central pues se le pensará como instrumento de eficacia en la gestión pública. Lo anterior visibiliza que la participación ciudadana haya sido fomentada desde los gobiernos de países centrales, como el del Nuevo Laborismo en Gran Bretaña (Font, Blanco, Gomá y Jarque, 2012: 58), y que su uso generalizado se le atribuya al respaldo recibido por diversos organismos internacionales e instituciones financieras (Cooke y Kothari, 2001).
Con respecto al desarrollo, partiendo del diagnóstico de que las intervenciones públicas fracasan al marginar a las poblaciones objetivo (Rahnema, 1996) se generó un consenso entre agencias, gobiernos, organizaciones no gubernamentales y trabajadores sociales de que la participación es una dimensión esencial del desarrollo humano y sostenible (Blas e Ibarra, 2006). Estas resemantizaciones de la democracia, la gestión pública y el desarrollo basadas en ella han significado “recuperar la perspectiva del ciudadano activo en la vida pública (Canto, 2017: 36), por lo que suele adjetivarse como ciudadana.
Como concepto político, la participación también adquiere significaciones desde quienes la postulan y ejercen. De tal manera, desde un enfoque que reconoce la disputa entre el poder constituido y los poderes constituyentes, las razones y los objetivos de la participación oscilan entre su instrumentalización acorde con los requerimientos de legitimación del poder constituido y las modalidades que adquieren las distintas formas en que se interpela. Dicho de otro modo, se pueden plantear dos grandes polos justificadores: se participa para legitimar (posiciones, objetivos, programas) o para transformar (promover cambios profundos o introducir nuevas cuestiones) (Peris, Acebillo y Calabuig, 2008: 57). En el terreno empírico se entremezclan tales posiciones generando numerosos puntos intermedios que dan cuenta de prácticas menos puras y más complejas. En este sentido más práctico, resulta válido preguntarse sobre las modalidades de la participación, como se aborda en el siguiente apartado.
Las metodologías y las taxonomías de la participación: ¿cómo se participa?
En este apartado se abordan otros dos grandes temas que se registran en la bibliografía especializada sobre la participación en su dimensión empírica: las metodologías y las taxonomías. En primer lugar, se consideran las formas de organizar los componentes generales de la participación de manera sistemática, exhaustiva y coherente, y, posteriormente, el listado de clasificaciones y tipologías para calificar los procesos participativos.
Las metodologías
La literatura especializada ha deliberado sobre las metodologías en torno a dos grandes ejes: los métodos para el fomento de la participación y las directrices para su análisis. El primero, de un enfoque más instrumental, remite a las estrategias para impulsarla, sobre todo en el marco de proyectos y programas de intervención pública, ya sean provenientes del gobierno, la sociedad civil o la cooperación internacional al desarrollo. El segundo eje discurre sobre los criterios que incrementan la exhaustividad, validez y eficiencia de los diagnósticos sobre los procesos participativos, por lo que supone un enfoque más contemplativo y reflexivo.
El primer eje se trata de un acervo de textos, sobre todo manuales, que ofrecen métodos y técnicas para incidir en los procesos participativos generándolos o profundizándolos. Estos dispositivos oscilan entre los enfoques de la política instituida y la instituyente, pues algunos se sustentan en una concepción de la participación que rechaza el conflicto, busca el consenso, otorga centralidad al Estado y requieren de un especialista que los dirija, por lo que son mecanismos acotados para legitimar una política preestablecida, mientras que otros se proponen intervenir explícitamente en las relaciones de poder (Heras, De la Riestra y Burin, 2010). Entre esos métodos y técnicas pueden nombrarse la planeación participativa, la evaluación rural participativa, la investigación-acción participativa y el marco lógico. La segunda veta bibliográfica de la metodología de la participación se trata de una colección de estudios, investigaciones y reflexiones -provenientes principalmente del ámbito académico- de las que se pueden extraer pautas para el análisis de los procesos participativos.
Algunos estudiosos han propuesto su análisis a partir de preguntas básicas, como en este artículo. El Cuadro 1 muestra que en la bibliografía especializada se plantean hasta ocho interrogantes para abordar analíticamente la participación: qué (las definiciones), por qué (las justificaciones), quién (los protagonistas), cómo (los mecanismos), cuándo (los tiempos), dónde (los espacios), qué tipo (las taxonomías) y cuáles son las consecuencias (resultados, efectos o impactos).
Fuente: elaboración propia.
Un apunte metodológico de suma importancia proviene de entender la participación con un enfoque procesual, pensarla como una cuestión de gradación y describirla como un continuum (Blas e Ibarra, 2006: 33). Bajo esa perspectiva, Joan Font e Ismael Blanco (2006: 31) proponen entender los procesos participativos en cuatro fases: la iniciativa (el momento que se decide la participación), la movilización (etapa de involucramiento de las y los participantes), la participación (el momento del intercambio de informaciones, debate y toma de decisiones) y los efectos (lo que sucede después). Un último elemento presente es el de los indicadores, es decir, la propensión a evaluar la participación de forma objetiva, sistemática y fiable, por lo que se han confeccionado diversos criterios con pretensiones de validez para que sean replicables en el análisis de los procesos participativos. Las propuestas de indicadores de Anduiza y de Maya (2005) para los procesos participativos, de Galais, Navarro y Fontcuberta (2013) para las experiencias participativas a nivel local y de Canto Chac (2012) para la participación en las políticas públicas son de las más destacadas.
En las propuestas de indicadores, los criterios evaluativos de la participación más recurrente son la inclusividad, la deliberación, la influencia de la ciudadanía y los resultados (Galais, Navarro y Fontcuberta, 2013: 68), mientras que el contexto es el factor explicativo más referido para la calidad de los procesos participativos (Galais, Navarro y Fontcuberta, 2013: 70).
El interés por evaluarla y entenderla conduce inevitablemente a otro de los elementos que aparecen en los estudios: las modalidades de la participación, lo que también se ha abordado en la literatura especializada bajo la figura de tipologías.
Las clasificaciones de la participación
Responder a la pregunta “¿cómo se participa?” también conlleva abordar la medición y evaluación de los procesos participativos, lo que implica el listado de clasificaciones en su dimensión empírica. Las caracterizaciones emplean variables descriptivas y valorativas de la participación en sus etapas, actores, espacios y resultados.
Una de las tipologías más clásicas y recurridas es la escalera de la participación de Sherry Arnstein (1969), la cual tiene el propósito de determinar si los ciudadanos se empoderan, si ésta es una simulación o es inexistente. Consiste en una escalera de ocho peldaños divididos en tres áreas: la no participación, la participación simbólica y el poder ciudadano.
Complementando la tipología de Arnstein, Danny Burns, Robin Hambleton y Paul Hogget (1994) propusieron una nueva versión de la escalera de la participación que también cuenta con tres áreas, pero ahora con 12 peldaños. En la parte más baja se encuentra el área de la “participación nula”, que incluye los peldaños de la decepción ciudadana, la consulta cínica, la información pobre y el cuidado de la ciudadanía, caracterizados por el hecho de que las autoridades la desalientan al ofrecer sólo propaganda y establecer mecanismos de seudoparticipación para legitimar su accionar. La siguiente área la denominan “participación ciudadana”: a partir de información de alta calidad proporcionada por la autoridad y de la apertura a una discusión y negociación genuinas sobre la actuación gubernamental, se logra auténticamente. Los peldaños de esta área son los de información de alta calidad, consulta genuina, consejos de asesoría efectiva, descentralización limitada, coparticipación y control delegado. La tercera área se denomina control ciudadano: en ella, el acto participativo es autónomo y la sociedad civil consigue tener control y poder de decisión. Se integra por los peldaños de control basado en la confianza y control independiente.
La valoración sobre la profundidad de la participación es uno de los criterios más recurridos en las tipologías. Así, se pueden encontrar clasificaciones que se basan en dichas caracterizaciones, como las de Canto Chac que identifica los niveles de consulta, decisión, delegación, asociación y control (2012). Estas clasificaciones según el nivel de involucramiento de los participantes son recurrentes en los manuales de las organizaciones internacionales como la OCDE, el BM y el BID. Por ejemplo, en el que puede ser su manual arquetípico sobre la participación, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) propuso una clasificación del involucramiento de los ciudadanos en el gobierno en tres niveles de orden jerárquico ascendente: información, consulta y participación activa.
En el primer nivel, la relación entre el gobierno y los ciudadanos es unidireccional y éstos últimos tienen una función pasiva. En el nivel de la consulta, la relación es bidireccional y existe una mayor retroalimentación entre ciudadanos y gobierno. En el último nivel, la relación entre el gobierno y los ciudadanos se basa en la colaboración, y éstos se involucran activamente, aunque la decisión final, relacionada con la adopción y puesta en práctica de las políticas, continúa siendo del gobierno (OCDE, 2001). Otro organismo que también ha planteado clasificaciones es el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que en su documento Participación ciudadana en programas de reducción de la pobreza en América Latina plantea que este tipo de participación puede ocurrir en seis fases y cuatro niveles. Las fases son: 1) diagnóstico y elaboración de líneas de base; 2) diseño y explicitación de prioridades y áreas de actuación; 3) asignaciones presupuestarias de bienes o servicios públicos; 4) gestión o ejecución en actividades; 5) seguimiento, monitoreo y contraloría social, y 6) evaluación y resultados. En cuanto a los niveles de participación ciudadana en los programas, son: 1) información, 2) consulta, 3) colaboración e involucramiento y 4) decisión y empoderamiento (Irarrázaval, 2005).
Utilizando únicamente la variable de los espacios, Alicia Ziccardi (1998) clasifica la participación ciudadana en institucionalizada y autónoma, es decir, bajo los marcos legales y organizada desde la propia sociedad civil. John Gaventa identifica tres tipos de espacios: cerrados, donde las decisiones son tomadas herméticamente por funcionarios o expertos; por invitación, donde los ciudadanos son conminados a participar por diversos tipos de autoridades, y reclamados, donde dichos espacios son reivindicados o creados de manera autónoma por actores menos poderosos (Gaventa, 2006).
Por su parte, tomando como variable central a los actores, Sidney Verba y Norman Nie (1972) desarrollaron una tipología sobre los ciudadanos participantes: inactivos (quienes participan poco o nada), votantes especialistas (quienes sólo votan regularmente, pero no lo hacen en otras actividades), parroquiales (quienes contactan con las autoridades ante problemas específicos), comunitarios (quienes se involucran en asuntos políticos y sociales de manera intermitente), reformistas (quienes participan en formas convencionales y algunas formas legales de protesta) y activistas (quienes participan en todo tipo de actividades, sean convencionales o no convencionales, e incluso ilegales).
Otras clasificaciones han considerado más variables. Por ejemplo, Asier Blas y Pedro Ibarra (2006) plantearon que la participación puede ser caracterizada a partir de seis criterios: según el espacio de su construcción, sus impulsores, sus protagonistas, sus contenidos, su función y su impacto. Joan Font, Ismael Blanco, Ricard Gomá y Marina Jarque (2012) plantearon una tipología de los instrumentos participativos a partir de tres criterios: 1) mecanismos pensados para el diagnóstico, los que pretenden tener un carácter más decisional y los que buscan una mayor implicación en la gestión; 2) los protagonistas: individuales, colectivos o mixtos, y 3) la separación entre los que siguen una lógica territorial y los que adoptan criterios sectoriales, mientras que para los que conciernen a protagonistas individuales establecen una distinción entre los que buscan una implicación intensa y los que priorizan una participación más extensa.
Las caracterizaciones sobre la participación pueden utilizar criterios valorativos (centrados en la inclusión de los ciudadanos y el alcance de la participación), descriptivos (tipos de espacios, actores, funciones e impulsores) y mixtos. Así, taxonomías sobre la participación, si bien amplias y no siempre lineales, responden al estudio que las postula, por lo que es factible concluir que dichas clasificaciones no son completas ni falsas o verdaderas, sino útiles en función de los objetivos de cada análisis sobre la participación.
Los qués, por qués, para qués y cómos de la participación en la bibliografía especializada refieren a estructuras, instituciones, actores, recursos y dinámicas de talante prescriptivo y descriptivo que en última instancia buscan indagar sobre los factores explicativos de la participación. Basándose en una sistematización de las directrices principales de la literatura, en el siguiente apartado se propone un modelo para el estudio de la participación.
El modelo EICI
La eficacia de los espacios, mecanismos y procesos participativos es posiblemente el mayor interés analítico en la literatura especializada. La revisión del repertorio de factores que inciden en la participación permitirá sustentar la elaboración de un modelo analítico de la misma.
Una propuesta genérica la aporta Laura Morales al argumentar que las variables que influyen provienen de cuatro niveles: macrocontexto, mesocontexto, microcontexto y el individuo, esto es, la estructura de oportunidades políticas, las estructuras y redes organizativas, las redes interpersonales y las orientaciones y recursos personales de quien participa (Morales, 2006). Una sistematización destacada es el modelo clear, en el que se argumenta que la participación es más efectiva cuando los ciudadanos:
Can do. Tienen los recursos y conocimientos para participar.
Like to. Tienen un sentido de unión y pertenencia que refuerza la participación.
Enabled to. Se les provee la oportunidad de participar.
Asked to. Se les moviliza a través de las agencias públicas y los canales cívicos.
Responded to. Observan evidencia de que sus visiones han sido consideradas (Lowndes, Pratchett y Stoker, 2006).
Las palabras que componen el modelo clear pueden traducirse de la siguiente manera: “Can: Pueden participar los ciudadanos, Like: Quieren participar, Enabled: Se les ayuda a participar, Asked: Se les pide la participación, y Responded: Se les responde a su participación” (Ramírez, 2015: 22).
Tratando de sistematizar la plétora de factores incidentes en la participación, Eva Anduiza y Agustí Bosch (2004) afirman que las variables explicativas de ésta se pueden agrupar en dos tipos de teorías: las de elección y las estructurales.
A grandes rasgos para las teorías de la elección, la participación de los individuos depende de tres elementos: el coste de participación, el beneficio que se pueda obtener y la capacidad de influir en la consecución de resultados a través de la propia participación […].
De acuerdo a las teorías estructurales la participación ciudadana es producto de fuerzas de macro nivel social y no de elección individual, de acuerdo a estas teorías las estructuras sociales y políticas importan y juegan un papel trascendental para la participación ciudadana. (Ramírez, 2015: 36)
En otras palabras, las teorías de la elección explican la participación ciudadana a partir de factores individuales, mientras que las teorías estructurales atienden prioritariamente las variables genéricas y orgánicas que afectan la participación ciudadana.
Según lo estudió Ramírez Viveros (2015: 105-108), las teorías de la elección, que se centran en el ámbito individual, se clasifican en teoría cognitiva y teoría de los incentivos generales. Para la primera, la participación es resultado de la información que tenga el ciudadano; para la segunda, es producto de los incentivos y los valores cívicos de la ciudadanía. Por su parte, las teorías estructurales -que plantean que ésta se genera por fuerzas sociales- se integran por tres tipos: la teoría del voluntarismo cívico (que postula que la ciudadanía no participa porque no puede, no quiere o no se lo han pedido), la teoría del capital social (que reivindica la confianza entre individuos como el factor determinante) y la teoría de la justicia y la equidad social (que argumenta que las justicias e inequidades sociales son causas impulsoras de la participación).
Teorías de la elección | Teorías estructurales | |||
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Teoría cognitiva | Teoría de los incentivos generales | Teoría del voluntarismo cívico | Teoría del capital social | Teoría de la justicia y la equidad social |
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Fuente: elaboración propia con base en Ramírez (2015).
Si bien es valiosa, esta propuesta integradora de modelos explicativos es insuficiente para una sistematización de todas las variables, pues contraviene la exhaustividad al mezclar confusamente las variables estructurales con las contextuales, además de que omite un vector relevante en los procesos participativos: la dimensión institucional. En otras palabras, ese modelo primero combina las variables estructurales y las contextuales -lo que Laura Morales denomina macrocontexto y mesocontexto- en las denominadas teorías estructurales, propiciando la indeterminación entre factores de índole más general y orgánica con factores más de carácter coyuntural o de medio alcance. Por otro lado, el modelo de Ramírez Viveros omite también los factores vinculados a las voluntades, narrativas, espacios, mecanismos, actores y recursos provenientes del ámbito institucional que, como también se examina en la literatura, se tornan en condiciones necesarias para el impulso o inhibición de la participación.
Luego de las exploraciones previas, en este artículo se propone un modelo de análisis de la participación que organiza el universo de variables explicativas en cuatro tipos de variables: las estructurales, las institucionales, las contextuales y las individuales. Estos ejes articulan el modelo analítico que se denomina EICI por las iniciales de cada variable:
a) Las variables estructurales
Se concibe como variables estructurales a aquellos factores de orden genérico, profundos y de largo alcance que influyen en el acceso y amplían la posibilidad de permanencia en los procesos participativos. Se consideran dos tipos: el primero es la condición socioeconómica, ya que como se ha asentado en la literatura especializada, las personas participan más si cuentan con mayores condiciones económicas y de inclusión o, de forma inversa, la pobreza y la desigualdad limitan la participación pues requiere “del fortalecimiento de los pobres y excluidos” (Canto, 2005: 22). El segundo tipo de variable es el sistema político y da cuenta de los niveles de democratización y autoritarismo, los cuales repercuten en los procesos participativos dado que “no podemos suponer que es el instrumento participativo el que determina el alcance de la participación, sino la situación política, incluso de correlación de fuerzas, en la que estos se inserten” (Canto, 2005: 67). De tal manera, una de las condiciones que facilita las acciones participativas es la institucionalización de la democracia.
b) Las variables institucionales
Una institución se define como el marco (formal o informal) que pretende regular las relaciones humanas proporcionando orden, estabilidad y certidumbre a la interacción de las personas, mediante el asentamiento extendido de incentivos y castigos, construyendo así expectativas, interpretaciones y preferencia.6 Por ello, las variables institucionales también son relevantes para explicar la participación. En el modelo EICI se consideran dos variables institucionales. La primera se refiere a la autoridad convocante, el mecanismo empleado y el espacio establecido para circunscribir el proceso participativo, lo que se podría denominar diseño institucional. Precisamente, en la literatura sobre la participación abundan estudios y análisis sobre las características que deben contener los diseños institucionales de los procesos participativos y se apuntan numerosos criterios valorativos (“aspiraciones normativas”, en la nomenclatura de Anduiza y De Maya, 2005) que éstos deben incluir. Los más reiterativos son:
Criterios sobre la incorporación de los participantes que pretenden una apertura lo más amplia y representativa posible. Estos criterios se han nombrado como “Inclusividad” (Galais, Navarro y Fontcuberta, 2013), “Representatividad y Amplitud” (Anduiza y De Maya, 2005), “Representación” (Canto, 2005), “Masivos” (Heras, De la Riestra y Burin, 2010) e “Incluir todas las visiones” (Blas e Ibarra, 2006).
Criterios sobre elementos de suficiencia discursiva, legal y material para apoyar el desarrollo del proceso participativo. En la literatura se han identificado como “Apoyo político y medios suficientes (humanos y materiales)” (Anduiza y De Maya, 2005), “la institucionalización de los procesos participativos” (Canto, 2005), “tener base legal-institucional” (Barbosa, 2015), “liderazgo y compromiso de políticos y administradores” (OCDE, 2001), “Servicios de comunicación, información e infraestructuras” (Barbosa, 2015), “que la gente disponga de la información y la formación necesaria para participar” (Peris, Acebillo y Calabuig, 2008) y “Tiempo para la toma de decisiones” (Barbosa, 2015).
Criterios sobre la convocatoria, organización, desarrollo y alcance del proceso participativo con base en principios de equidad, eficiencia y trascendencia, los cuales se han identificado como “Debate abierto y equilibrado de manera que todos puedan expresar sus opiniones en condiciones de libertad y de igualdad” (Peris, Acebillo y Calabug, 2008), “los mecanismos de participación (…) utilizan los códigos y lenguajes para que todos se sientan incluidos” (Heras, De la Riestra y Burin, 2010), “Importancia de la cuestión sobre la que se centra el proceso participativo” y “Capacidad de influencia que el proceso da a los participantes sobre las decisiones” (Anduiza y De Maya, 2005), “Excluir privilegios y vetos” y “establecer sistemas de equilibrios y contrapesos” (Blas e Ibarra, 2006), “Participación directa (que incrementa la identificación de los individuos con los procesos)” (Canto, 2005), “el proceso debe ser visible, transparente y que exista cierta neutralidad organizativa” (Peris, Acebillo y Calabug, 2008), tomar en cuenta “los saberes de los equipos técnicos y los equipos políticos” y “los conocimientos del tejido asociativo y de la ciudadanía” que se vuelven “saberes legítimos y no legítimos (aquellos valorados o no)” y, por lo tanto, tener cuidado con las “jerarquías de conocimientos” (Monedero, Jerez, Ramos y Fernández, 2013).
La segunda variable institucional es la cultura política: “la matriz de significados encarnados en símbolos, prácticas y creencias colectivas mediante los cuales las personas y las sociedades se representan las luchas por el poder, ponen en acto las relaciones de poder, la toma de decisiones, cuestionan o no los valores sociales dominantes y resuelven o no el conflicto de intereses” (Schneider y Avenburg, 2015: 127). En la bibliografía se ha abordado la cultura política como elemento favorecedor o detonante de la participación, en el primer caso con actitudes y valores consideradas democráticos, plurales, equitativos o solidarios y en el segundo caso con actitudes y valores autoritarios, clientelares, caciquiles y hasta violentos.
Para el caso de la cultura política como variable que favorece la participación, podemos señalar la categoría de “capital social” como una reserva de valores y actitudes que facilitan la coordinación y la cooperación social para la obtención de beneficios mutuos. Así, “La principal idea en esta teoría es que la confianza entre los individuos es la que determina que los ciudadanos trabajen juntos para encontrar soluciones a problemas comunes” (Ramírez, 2015: 116-117). En el caso de la cultura política como factor que la inhibe o la tergiversa, se trata de un enfoque crítico que subraya que “la participación, aún en los espacios deliberativos, no puede dejar de verse como una relación de poder” (Canto, 2005: 12); esto significa que uno de los obstáculos proviene de quienes, teniendo posiciones privilegiadas, piensan en lo particular en lugar del interés general (Peris, Acebillo y Calabug, 2008), convirtiendo los espacios participativos en zonas de control profundamente antidemocráticas cooptadas por grupos y redes de poder (Sánchez-Mejorada, 2011). Por ello, se afirma que, para ser significativa en los procesos de desarrollo, la participación requiere “de la transferencia de poder desde los individuos e instituciones dominantes a aquellos que se encuentran subordinados” (Peris, Acebillo y Calabug, 2008: 52).
c) Las variables contextuales
Estas variables se refieren al reconocimiento de la particularidad del espacio y el tiempo como factores coyunturales pero autónomos que influyen en las características de la participación. El reconocimiento del contexto es relevante para su desarrollo y análisis, ya que “las características de cada proceso participativo que se exige están directamente determinadas por los problemáticos escenarios que tratan de solucionarse” (Blas e Ibarra, 2006: 5).
Son los factores del entorno que influyen -sobre todo negativamente- en la participación. Concretamente, se alude a dos variables: el historial de crisis y conflictos y la existencia de situaciones excepcionales. La primera variable, identificada también por Luciano Barbosa, se refiere a las crisis y conflictos, ya sean recientes o lejanos, que han sido agudos e incisivos y que pueden provocar “una menor participación pública e incluso la pertenencia, militancia o no a ciertas organizaciones, partidos, etc.” (Barbosa, 2015: 119). La segunda variable apunta a la aparición de eventos severos, tales como sucesos originados por fenómenos naturales (terremotos, huracanes, inundaciones, sequías, etcétera) o de violencia política que también podrían impedir los actos participativos en el espacio público.
d) Las variables individuales
El conglomerado de estas variables incluye todos aquellos factores que dan cuenta del historial de cada persona y que entran en juego de manera determinante para hacerlas participar o no, y las características de dicha decisión.
Las variables individuales tienen dos fundamentos: los conocimientos y las actitudes. El primero describe el catálogo de enseñanzas que se poseen y que son necesarias para la participación: refiere al cúmulo de conocimientos -adquiridos de la escuela, los medios de comunicación, la socialización, etcétera- que intervienen en la decisión de participar y de las formas de hacerlo; su “alta capacitación” (Barbosa, 2015). El segundo tipo de variables individuales indica las actitudes de las personas hacia el mundo de la política y lo político. No es el conocimiento o una matriz de significados en general (cultura política) sino el interés que la persona muestra hacia ese ámbito de nociones, sobre todo traducidos en sus círculos inmediatos de politización, así como la puesta en práctica de valores y principios como la tolerancia, la equidad de género y el respeto a la diversidad, la pluralidad y las minorías.
Desde esta perspectiva, los conocimientos y las actitudes individuales configuran las habilidades y las destrezas que se consideran relevantes para la participación, pues, como se ha analizado en diversos estudios, las aptitudes y las capacidades que ofrecen las personas se convierten en parte esencial de su capacidad de participar en procesos que les permiten influir en otros (Hickey y Mohan, 2004).
Como se sintetiza en el Cuadro 3, el universo de los factores que inciden en la participación, y que se han planteado en la literatura especializada, pueden agruparse en cuatro categorías exhaustivas y excluyentes de variables: Estructurales, Institucionales, Contextuales e Individuales. Conteniendo las premisas de la participación (los qués, porqués, para qués y cómos), tales factores reconocen con suficiencia los elementos esenciales que coadyuvan u obstruyen los procesos participativos, por lo que se postula como un modelo analítico válido para su estudio.
Fuente: elaboración propia.
Reflexiones finales
Los conceptos políticos pretenden aprehender realidades entrecruzadas por relaciones de poder incrustadas en una dialéctica entre los poderes instituidos y los poderes instituyentes. Así, los conceptos políticos tienen su razón de ser en referencias empírico-descriptivas generadas en contextos específicos, por actores concretos y con dinámicas particulares. El lenguaje político “es retórico no por vicio, sino por esencia” (Ricoeur, 1997); por ello, más que especulativos, ahistóricos, universalmente válidos, neutros o meramente técnicos, los conceptos políticos son abiertos, múltiples, relativos, contestables y polisémicos.
La masificación de la palabra participación ha creado un repertorio vasto de supuestos, significaciones y adjetivos que han ofuscado su uso preciso como categoría analítica. Si participación es toda actividad realizada en colectivo -en su mayoría, de talante positivo-, se reitera su condición política pero se enmaraña su utilidad para el estudio de los procesos participativos. En esas condiciones, el pensamiento holístico, crítico y sistemático se vuelve un requisito imprescindible para el análisis científico.
Bajo esas premisas, este artículo tuvo el propósito de coadyuvar a reducir su confusión terminológica e incrementar su validez analítica para los estudios especializados -sobre todo en la ciencia política- a partir de una exploración genérica del estado del arte que, sin obviar la médula política del concepto, reconociese sus atributos esenciales.
A partir de lo indagado, es factible afirmar que la participación se ha convertido en un imperativo de legitimidad, o al menos en una referencia obligada de instituciones, actores, procesos e ideologías, debido a una coalición discursiva que le otorga mayor preponderancia al individuo en la vida pública al tener como prejuicio que aquélla es fundamental para la democracia, la gestión pública y el desarrollo humano porque confiere información, rentabilidad, eficacia, sostenibilidad y, sobre todo, legitimidad.
Con el término participación se alude esencialmente al proceso de traslado de orientaciones, intereses y acciones del ámbito individual al colectivo. Según las esferas, actores e incluso objetivos, ésta puede caracterizarse como política (la movilización con medios convencionales o no convencionales para influir en las instancias, actores, valores, prácticas y resultados del poder constituido y del poder constituyente), social (en el entorno asociativo inmediato de las personas para la defensa de intereses grupales) o ciudadana (la acción de la ciudadanía para influir en la gestión pública y en los distintos niveles del sistema político y administrativo).
Las razones de la participación están enraizadas en los valores y objetivos de quienes la promueven y practican. Ello se encarna en contextos específicos pero encuentra su despliegue genérico en el reconocimiento posfundacional de la disputa entre el poder constituido (la política) y el poder constituyente (lo político). Así, estas razones se ajustan a los polos de la legitimación y la interpelación de lo instituido.
Metodológicamente, la participación se entiende más como un proceso que como un hecho consumado, de manera que puede tener fases, modalidades, escalas e incluso contradicciones, pero que -aún sin considerarlo explícitamente- abarca definiciones (los qués), justificaciones (los porqués), protagonistas (los quiénes), mecanismos e instrumentos (los cómos), tiempos (los cuándos), espacios (los dóndes), resultados (los cuáles serán las consecuencias) y taxonomías (los qué tipo). Estas taxonomías utilizan criterios valorativos (centrados en la inclusión de los ciudadanos y el alcance de la participación), descriptivos (tipos de espacios, actores, funciones e impulsores) o mixtos.
La bibliografía especializada sobre el estudio de este concepto gravita en torno a los factores que inciden en ella. Reconociendo tal preponderancia, se propuso un modelo de análisis que organiza el universo de las variables en cuatro tipos: estructurales, institucionales, contextuales e individuales (EICI). Las variables estructurales indican los factores orgánicos. Se reconoció que los principales que inciden en la participación son la condición económica y el sistema político. Las variables institucionales refieren a los marcos -formales e informales- que regulan las interacciones humanas, por lo cual se reconocieron el diseño institucional y la cultura política. Las contextuales reconocen la particularidad del espacio y el tiempo, por lo que el historial de conflictos y las situaciones excepcionales son relevantes para la participación. Por último, las variables individuales reconocen los factores personales, por lo cual se consideran los conocimientos y las actitudes sobre la política y lo político como elementos sustanciales para impulsar o inhibir las acciones participativas de las personas.
El modelo EICI es una propuesta de esquema analítico de la participación que simultáneamente reconoce su médula de concepto político e integra las variables explicativas que se han planteado en la bibliografía especializada. En ese sentido, al incidir en la precisión de su connotación y denotación, es un arquetipo factible para reducir la ambigüedad, la vaguedad y la vacuidad en el uso de la participación como categoría analítica. Sin embargo, la utilidad de un modelo no conlleva necesariamente su definitividad. Más aún, la propuesta de un modelo analítico, en calidad de diseño inserto en el campo de los conceptos políticos, requiere ser debatido e incluso refutado. También en el ámbito de los estudios sobre la política, la dialéctica entre lo instituido y lo instituyente expande los límites de esos campos y, por ende, de su entendimiento.