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Estudios de cultura maya

versão impressa ISSN 0185-2574

Estud. cult. maya vol.48  Ciudad de México Set. 2016

https://doi.org/10.19130/iifl.ecm.2016.48.793 

Reseñas

Gabriela Vargas-Cetina (ed.), Anthropology and the Politics of Representation. Identity Strategies, Decentered Selves and Crucial Places.

Mario Humberto Ruz1 

1Centro de Estudios Mayas, Instituto de Investigaciones Filológicas, Universidad Nacional Autónoma de México, México

Vargas-Cetina, Gabriela. Anthropology and the Politics of Representation. Identity Strategies, Decentered Selves and Crucial Places. Tuscaloosa: University of Alabama Press, 2014. 311p.


Con sus 311 páginas, a lo largo de las cuales se presentan 13 ensayos más una introducción y un epílogo, Anthropology and the Politics of Representation, resulta un libro difícil de reseñar en el corto espacio con que se cuenta para estos menesteres, en especial cuando se trata de una obra, como ésta, caracterizada por la heterogeneidad de los textos que la componen; heterogeneidad metodológica, temática y expositiva, a veces fluida, en ocasiones no tanto. Por lo anterior, a fin de evitar los riesgos de ofrecer una mera recapitulación, opté por hacer apuntamientos generales, deteniéndome en algunos de los ensayos que considero de mayor interés para un público que desconoce el texto, en tanto más próximos a las perspectivas o intereses locales, o bien otros que, pese a la distancia geográfica de aquellos fenómenos de que dan cuenta, permiten ciertas comparaciones con nuestra cotidianidad.

La obra ofrece un estudio introductorio que sorprende gratamente ya que, evitando la mera exposición de contenidos (como es común en este tipo de escritos liminares), provee al lector del contexto teórico, metodológico e incluso de las implicaciones personales en que surgieron los escritos, facilitando su comprensión y enriqueciendo las perspectivas para ello. Su autora, Gabriela Vargas-Cetina (que funge también como editora del libro), no se limita empero a "presentar" los textos o bordar en torno a ellos, sino que, yendo más allá, se plantea y nos plantea interrogantes sobre el quehacer antropológico, las implicaciones epistemológicas y metodológicas de su tarea, lo que de "novedoso" puede encontrarse en la manera de representar(se) los campos de las representaciones, o el peso mayor o menor de los antropólogos en la valoración política de las constantes identitarias, o las relaciones de "intimidad" que desarrollan con sus sujetos de estudio, entre otras. Todo ello precedido por una pregunta cruel: ¿en el siglo XXI resulta aún relevante la antropología?

Ciertamente la pregunta no es ociosa, en tanto nos invita a reflexionar. No obstante, uno se cuestiona de qué tipo de antropología hablamos y a cuál de todas sus relevancias posibles se alude, puesto que incluso estudios hoy tenidos por meramente "etnográficos a la manera más tradicional" están dotados de innegable utilidad (en el menor de los casos con fines comparativos), como muestran varios de los ensayos en el texto.

De hecho, uno se siente tentado a preguntarse qué harían aquellos colegas que aducen su alta misión como sesudos teóricos si no contasen con los datos recopilados por pedestres etnógrafos. Por llevar el asunto a parcelas de tinte más histórico, viene al caso citar la Relación de Diego de Landa (malamente tildada a menudo de "crónica", pues no lo es), que a lo largo de al menos dos siglos nos ha sido presentada con ropajes funcionalistas, marxistas, estructuralistas y hasta post-modernos, pero tratándose siempre de los mismos datos. "La misma gata, nada más que revolcada" asentaría el lenguaje popular. O si se quiere hablar de autores disciplinariamente más próximos, allí está Malinowsky, a cuyas interpretaciones teóricas concedemos hoy escaso, si es que algún valor, pero que pese a ello sigue siendo referencia etnográfica ineludible y lectura obligada para cualquier etnólogo o antropólogo que se precie de serlo. En el otro extremo, nosotros mismos, como docentes, soslayamos lo que de sustento etnográfico hay en reflexiones teóricas como las de Pierre Bourdieu, y hacemos padecer a nuestros alumnos poniéndoles a leer sus brillantes considerandos analíticos sin proveerles de la útil herramienta que son, por ejemplo, sus ensayos acerca de la casa kabil, no por descriptivos menos luminosos.

No me escapa que, como asienta VargasCetina, "en la edad del internet", es penitencial una nueva manera de aproximarse a temáticas tenidas por tradicionales (o tradicionalmente antropológicas), sobre todo cuando colegas de otros campos disciplinarios se han acercado a ellas, pero tal postulado no es privativo de la era del internet: por citar un ejemplo, ya autores como JeanClaude Schmitt en La raison des gestes dans l'Occident médiéval, Simon Schama en Landscape and Memory, Carlo Ginzburg en Miti, emblemi, spie. Morfologia e storia o el grupo de Pierre Nora en Les lieux de mémoire, entre varios otros, llamaron la atención de sus colegas historiadores y geógrafos sobre la urgencia de posar nuevas miradas capaces de desbordar los contenedores donde Occidente ubica por lo común lo memorioso, privilegiando la escritura y soslayando otras formas de registro que pueden resultar igualmente valiosas.

Gabriela Vargas menciona también otros temas de interés para el análisis, como la eterna discusión entre lo cuantitativo y lo cualitativo, como si lo segundo conllevase, per se, falta de rigor analítico; como si para realizar trabajo etnográfico, por regresar a nuestro tema, no fuese necesaria -desde su planeación misma- la reflexión teórica. Un aserto que sólo puede esgrimir quien nunca haya hecho trabajo de campo o que ignore cómo hacerlo bien, lo que no es el caso de los autores que colaboran en el texto.

Se nos advierte que "lo que fue llamado antropología posmoderna y ahora identificado preferentemente como 'antropología interpretativa' está en camino de convertirse en un cuasi-paradigma". Nada extraño, ciertamente, el que se invoquen nuevos paradigmas para estar a la moda (hace rato que Kuhn habló de ello), pero lo que sí llama la atención es el que se endilgue el calificativo de "interpretativa" a esta supuesta "nueva" antropología. En el acto mismo de decidir qué datos se consignan, en qué contexto enunciativo se recopilan y cuáles de ellos se transmiten y de qué manera, subyace ya una interpretación. El "performance" antropológico a que, remitiendo a Johannes Fabian (1988), aluden la editora y varios de los colaboradores, es por naturaleza interpretativo. Y, tomando en cuenta la velocidad de los cambios (por no hablar de la lentitud de las labores editoriales; en particular las nuestras), se trata de una interpretación que al darse a conocer conlleva no poco de histórico junto con su bagaje antropológico.

Apunto esto último porque una de las cosas que llamó mi atención en los textos presentados es la disparidad en cuanto a la profundidad histórica de la aproximación presentada, pese a que la gran mayoría de ellos aluden precisamente a "el cambio" en tal o cual situación; ésta o aquella aproximación. Acaso esta carencia esté vinculada al que es, a mi parecer, uno de los puntos débiles del texto: el desconocimiento de varios autores de la bibliografía que no esté escrita en inglés. Incluso algunos de los que presentan textos sobre pueblos de México o Guatemala soslayan la revisión de escritos realizados en esos países (o al menos no los citan). Parecería que en ocasiones ni siquiera aquellos que pretenden hablar "por los otros" logran escapar de la bien conocida petulancia del Imperio. Sea como fuere, ciertamente ésa no es factura que haya que cobrarle a la editora, a quien tenemos que agradecerle, en cambio, un estimulante estudio introductorio.

Por lo que toca a los textos mismos, destaco el breve pero sustancioso resumen que hace Les W. Field de las principales corrientes y formas de aproximarse a la identidad, como preámbulo para su propia aproximación a los mukema ohlone, grupo ("tribu" apunta) de la región de la Bahía de San Francisco, carente de reconocimiento federal. El caso le sirve para criticar, acertadamente, la expectativa de que los antropólogos usen y den el mismo peso a ciertos parámetros de "identidad" (género, raza, identidad...) en cualquier situación etnográfica, soslayando los procesos históricos subyacentes. Así, nos muestra cómo en el caso de los ohlone, se pasó de la deslegitimación a la desaparición, aludiendo a la pérdida de la lengua materna, la cultura material o las prácticas rituales; un decreto de extinción curiosamente vinculado con el reparto de tierras sólo a pueblos reconocidos. Pese a ello, los descendientes de los ohlone, se reagruparon, reivindicando sus orígenes, estrategia que nos recuerda lo realizado por los descendientes de nahuas pipiles en las costas del actual El Salvador, o -estrategia distinta pero igualmente efectiva- a aquellos pueblos de afrodescendientes que en la época colonial se declaraban "indígenas" para poder obtener tierras en el centro de México, al amparo de la legislación hispana en boga.

El texto no termina de aclararnos cómo se mantuvo el sentido de pertenencia a un pueblo particular, pero sí cómo, tanto para los antropólogos como para los considerados "nativos", la representación de identidad, sus parámetros y el dualismo entre esencialismo y constructivismo están cambiando sustancialmente, y ello no es labor exclusiva de las innovaciones teóricas que proponen los científicos sociales, sino también por las acciones que emprenden los usuarios de tales identidades.

Un punto en el que estaría en desacuerdo es aquel en que Field alude al "Cuarto Mundo" como espacio donde ubicar a los marginados, los nómadas, los pueblos indígenas, los grupos que denomina "subnacionales" y otros grupos minoritarios. Tal generalización es harto discutible; en algunos casos (como el de Yucatán o Oaxaca como estados, o Guatemala como país), los pueblos indígenas no pueden ser considerados minorías, a menos que se empleen conceptos como aquellos a los que alude Sokolovskiy en su interesante ensayo sobre los censos rusos. Y, con independencia del factor numérico, hay de minorías a minorías. Incluso en el ideario popular y hasta oficial, no es lo mismo, por poner un caso, ser maya que otomí o mazahua.

Al recordarnos cómo el discurso identitario es una herramienta analítica, Field se hace eco de las consideraciones de Melucci sobre "la identidad colectiva como una definición interactiva y compartida, que debe ser concebida como un proceso, en tanto es construida y negociada a través de la activación repetitiva de las relaciones que vinculan a los individuos", pero también se aproxima -acaso sin desearlo- a las sugerentes (aunque en ocasiones lapidarias) consideraciones del teórico italiano Francesco Remotti en su provocador libro Contro l'identità, donde postula que existen fenómenos "en flujo", de cambio incesante, en el que emergen formas destinadas a desaparecer, y no es estrictamente necesaria la estabilidad para que se pueda hablar de identidad, en tanto que ésta como tal no existe como estructura fija; no pende de los objetos o las ideas, sino de nuestra decisión sobre cómo organizar el concepto mismo.

Buena muestra de una manera en la que opera esta "decisión" en otro caso particular es el texto que Igor Ayora dedica a la gastronomía yucateca y las políticas poscoloniales de representación: una obra que desde su inicio hace claro cómo, en ese juego de las auto y heterorepresentaciones, como apunta la sabiduría popular, "la bruja vive siempre en el pueblo de junto". Al hablar del modo en que la cocina regional de Yucatán se asume como parte de una construcción separada de lo mexicano (otra manifestación más de la añeja autoconstrucción de lo yucateco como enfrentada a lo pretendidamente "nacional", por no hablar del tema tabú del separatismo), Ayora acota, aunque por desgracia muy brevemente, la curiosa manera en que una gastronomía en esencia híbrida por sus orígenes (mayas, hispanos y libaneses, entre otros) se yergue ahora como parapeto de "lo regional", y alude a la forma en que este concepto fue construido por las élites regionales, lo que oscurece la diversidad de formas culturales y voces en el complejo entramado del territorio hoy yucateco.

Una cocina donde, apunta, se puede adoptar y adaptar un platillo libanés como el tabule, y rebautizarlo con el "mayanísimo" nombre de x'nipek, o donde elementos como el puerco hispano o ciertas variantes de queso danés u holandés se maridan con ingredientes locales para dar origen a platos "tan yucatecos" como la cochinita pibil o el queso relleno. Y ya que consideramos los maridajes, permítaseme apuntar uno particularmente logrado en el ensayo: el de los datos y las consideraciones teóricas, que para alivio de los lectores no se presentan divorciados y en compartimentos estancos como es tan común en los textos antropológicos.

Puesto que de recetas hablamos, me parece pertinente señalar que en algunos puntos el ensayo se antoja "sazonado en exceso", incluso para un lector yucateco como yo. Me refiero, en particular, a la dicotomía "yuca versus huach", en la que el autor se entretiene a menudo, en ocasiones adobándola con demasiado picante, dejando de lado que varias de las consideraciones que nos ofrece sin duda son válidas para amplios sectores de Mérida, pero no para todos, y mucho menos para la totalidad del estado, pues en varios puntos del interior la apreciación sobre los dzules difiere de la mantenida por no pocos capitalinos, al mismo tiempo que la defensa de "la integridad de la tradición culinaria" que postula se antoja requerida de matices. Basta para ello ver cómo proliferan taquerías y pizzerías por todo Yucatán. De hecho, no ha mucho, cuando solicité a un grupo de alumnos investigar sobre las preferencias culinarias en esa catedral de la gastronomía regional que se considera ser Valladolid, uno de los primeros sitios en "platillos" para cenar lo ocuparon los choko pek, simples hot dogs que de regional no tienen más que la traducción literal de su nombre a la lengua maya (chokoj: "caliente", peek: "perro"); nombre que a menudo ostentan los carritos donde se venden.

Y si de adaptaciones platicamos, vaya también como ejemplo la escasa variedad de tacos y, más aún de salsas, que ofrecen los establecimientos locales, donde uno se ve casi siempre constreñido a sazonar todo con repollo picado, salsa de chile habanero o un guacamole por lo general aguado. Imagen en espejo de lo que padece uno al intentar saborear un platillo pretendidamente yucateco en la Ciudad de México o, para no salir de Mérida, en Los Almendros de Mejorada, que, con tal de asegurar clientela extranjera, ofrecen versiones light de la gastronomía yucateca. Todo adaptado, casi todos contentos. ¿Qué escandaliza esa manía de los del Centro de ponerle a todo chile? ¿Y qué hay de la costumbre de no pocos de nuestros coterráneos de agregar a todo limón? ¿Que los huaches toman a los yucas como sujetos de sus chistes? ¿Y no se hace aquí otro tanto con los vecinos campechanos?

El menú es ciertamente amplio y despierta el apetito, así que habrá que esperar por la ampliación del estudio, que promete el autor, más allá de los límites capitalinos; límites tan imperialistas como los de cualquier otra metrópoli que se pretenda diferente y única, y trate de seguirlo siendo estos complejos tiempos de globalización e interculturalidad. Del texto que se presenta en el libro se desprende claro que Ayora tiene la escuela suficiente para ofrecer otros platos fuertes. Podría presentarlos incluso con acompañamiento musical si maridase esfuerzos (también aquí) con Gabriela Vargas, autora de un ameno ensayo acerca de conceptos como música, ruido y silencio analizados desde la perspectiva de la trova yucateca. Producción y performance cultural, al mismo tiempo que inscripción memoriosa.

No puedo detenerme demasiado en ello, pero sí deseo destacar algunas de las consideraciones introductorias como las relativas a la visión parcial que ofrece toda etnografía en tanto resultado de amistades y alianzas hechas en el campo de estudio; un "compartir [cierta] intimidad cultural", que por sí misma torna inalcanzable el objetivo de ofrecer una visión holística, total, como la autora reconoce. Así como advierte también que el ser buen etnógrafo, en cuanto a la recopilación de datos toca, no asegura ser buen traductor o trasmisor del conocimiento obtenido. Y ello no depende sólo, agregaría yo, de una mayor o menor fluidez con la pluma, sino de la trampa que para muchos de nosotros constituye el afán de sonar "teóricamente correctos".

Habituada a la armonía, Vargas-Cetina, "suena bien". Transita a sus anchas por bambucos, guarachas, valsecitos peruanos, sones, boleros y bulerías, interpretados con guitarras sextas y requintos, acompañados de primeras, segundas y hasta terceras voces, para de allí detenerse en estereotipos como ser la de la trova "el alma verdadera" de la música yucateca, tan gentil y romántica como el espíritu de sus habitantes, que no desdeñan los resabios de cortejos y caballeresca medievales. Y no sólo eso, del ensayo se desprende que hay también trazas gremiales en las jerarquías organizativas de la trova, a más de distinciones genéricas, como aquella que provoca que las trovas de mujeres estén constituidas por féminas de clase media y alta que hacen de la música un pasatiempo, mientras que los hombres (a menudo de clases menos favorecidas), lo consideran más bien un trabajo.

Y para percatarse de que ni siquiera el factor político está ausente cuando de acordar o desacordar armonías se trata, nos ilustra de paso sobre cómo cambian las preferencias en géneros y formas de ejecución según el partido que encabece el gobierno local, privilegiando, conforme al sexenio, a lo tenido por clásico o culto, o a lo reputado como folk y popular. Y todo ello, en medio de una inmigración acelerada y creciente, con su cortejo de nuevos gustos; otras músicas y distintos ruidos, incluido el de los crímenes violentos que se achacan por lo común a los foráneos. Ha de ser por eso que éstos muestran predilección por la música grupera, mientras que a los locales les da por los valsecitos melancólicos y el suicidio.

Una constante en varios autores, incluida Vargas, es la sensación de, en algún momento, haber actuado como espías o, al menos, como "informantes", en el sentido prístino del término, para personas ajenas al mundo de los sujetos en estudio. De ello dan cuenta ensayos como el de Bernard C. Perley, quien nos ofrece una buena introducción sobre el supuesto dogmático del antropólogo como portapalabra de los pueblos indios y los procesos de conocimiento, atribuyéndonos la autorización exclusiva de presentar y representar a los otros. Con tal proceder, los "nativos" quedaban en el papel de meros informantes, hasta que varios de ellos (como él mismo, pues se adscribe a la Tobique First Nation), pasaron a formarse como antropólogos; un paso que los ubicó en la resbalosa senda de los "deslices epistémicos" desde donde se construye la noción de "alteridad".

El autor, tras enunciar esas tendencias que algunos han denominado como "momentos experimentales" o, más aún, como recaptura, reinvención o descolonización de la antropología, aborda las ventajas y desventajas que enfrentan los nativos americanos que elijen ser antropólogos. Y la disyuntiva sobre cómo mantener el balance entre ambas identidades. Una forma que él considera viable para ello, y con la cual, nos dice, ha experimentado es la de "repensar las representaciones etnográficas", por lo que ofrece a los lectores su experiencia en exposiciones que buscan mostrar la etnografía "como proceso".

Dilema similar en varios puntos es el que plantea Tracey Heatherington en un estimulante ensayo acerca de la etnografía y las políticas culturales sobre el medio ambiente en Cerdeña (Ethnography and the Cultural Politics of Environmentalism), partiendo del supuesto que le espetó uno de los vecinos: Non puoi fare l'antropologa e l'ambientalista a la stessa volta, en ocasión de presentarse un conflicto entre la creación de un parque nacional (destinado primariamente al turismo) y el mantenimiento de los derechos tradicionales consagrados por los usi civici, equivalentes a los "usos y costumbres" en nuestro país, y que en la región se vinculan primordialmente con el pastoreo. El texto, que pone de nuevo sobre la mesa el manoseado y tan discutible tránsito del buen salvaje al buen ecologista, nos ilustra acerca de las vías por las cuales los mismos "nativos" se "apropian" de los modelos paradigmáticos occidentales sobre el indigenismo para inventar (re-inventar, diría yo) su "autenticidad".

Una "autenticidad" que en este caso específico tiene que ver con la cuestión ecológica, pero que no es para nada privativa de ella ni de los habitantes de Cerdeña. Basta revisar los escritos coloniales para darse cuenta de cómo los pueblos mayas optaron estratégicamente por insertarse en la historia universal que pregonaban los frailes como la única verdadera, con tal de permanecer. Así, nos narran su estancia en un paraíso dotado de quetzales y maíz donde sus antepasados pecaron al comer del zapote prohibido o cómo, descendientes de Abraham, Isaac y Jacob, salieron de Babilonia; la manera en que nacieron sus lenguas al tiempo que se desmoronaba la torre de Babel o cómo su caudillo, Balám Quitzé, abrió con su bastón las aguas del gran mar, antes de que se embarcaran en navíos similares a los españoles para llegar a estas tierras, mientras otros pasaban volando sobre el océano, pues eran grandes brujos y encantadores...

No es, por tanto, el dar constancia de esas invenciones lo que preocupa a la autora, sino el cómo ubicarse entre el respeto a los conocimientos y usos locales, y su convicción de lo que debe ser una adecuada gobernanza ambiental, así como la manera más pertinente de dar cuenta de ello. Este enfrentamiento entre su propia conciencia ambiental y los conceptos locales sobre el manejo del medio (quemar bosques para ampliar áreas de pastura), la llevan a reflexionar sobre la problemática de la "coparticipación" versus las decisiones impuestas; la alienación de las tierras comunales, la centralización de autoridades, la corrupción inherente al manejo de parques por la burocracia, los problemas asociados con la emigración y el abandono de las prácticas agrícolas, y la necesidad de revitalizar el conocimiento ecológico tradicional para demostrar la pertinencia de sus usos.

Un texto, en fin, del que mucho podemos aprender dada la situación actual del campo yucateco, que enfrenta problemas en varios puntos similares; donde vemos el abandono de las prácticas agrícolas, la emigración, el avance de pastos o monocultivos sobre antiguas zonas de selva baja y mediana, o el feroz y desarticulado empeño por hacer de extensas porciones del estado un mero parador turístico. Por ello mismo resulta igualmente útil la reflexión de la autora sobre la tarea del antropólogo en denegar esencialismos y/o biologicismos culturales, y mostrar las posibilidades creativas de la heterogeneidad y el "hibridismo cultural".

No deseo privar al lector del placer de ir descubriendo por sí mismo la novedad y valía de los ensayos; apunto apenas las ventajas de textos como el de Frederic Gleach (Notes on the Use and Abuse of Cultural Knowdlege) para los alumnos de antropología más que para el público en general, ya que incide en aspectos como el desde dónde hablar, para quién y cómo hacerlo, qué decir y qué no, y a lo largo del cual destaca el papel de ciertos colegas como críticos del sistema, contrastándolos con otros que revelan cosas que la gente deseaba guardar secretas; el de Timothy J. Smith, que se antoja por ratos como un recuento en exceso personalizado sobre sus experiencias en la comunidad guatemalteca de Sololá, o el muy interesante ensayo de Sokolovskiy acerca de las categorías étnicas empleadas para llevar a cabo el primer censo en la Rusia post soviética, después de ilustrarnos acerca de las diferentes escuelas y tendencias que caracterizaron los estudios de los colegas soviéticos (desde el romanticismo alemán, el positivismo que se sustentaba en el objetivismo de las ciencias naturales y el esencialismo étnico), para mostrarnos cómo las tendencias actuales, pese a estar menos constreñidas por los controles políticos y la censura, continúan inmersas en las pugnas derivadas del surgimiento de nacionalismos y los sentimientos étnicos que el Estado persiste en querer ignorar, recurriendo para ello incluso al etnocidio estadístico.

Un libro, en suma, que página tras página invita al lector a repensar las categorías no sólo de la identidad y las identidades, sino también la manera en que los antropólogos las (re)presentamos.

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