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Estudios de historia moderna y contemporánea de México
versão impressa ISSN 0185-2620
Estud. hist. mod. contemp. Mex no.44 Ciudad de México Jul./Dez. 2012
Artículos
La búsqueda de un concordato entre México y la Santa Sede a fines del siglo XIX
The pursuit of an agreement between Mexico and the Rome in the late 19th century
Cecilia Adriana Bautista García*
*Profesora-investigadora de la Facultad de Historia de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, es doctora en Historia por El Colegio de México. Especialista en temas de la Iglesia en México en el siglo XIX, actualmente se halla en prensa su libro Las disyuntivas de la Iglesia y el Estado en la consolidación del orden liberal. México 1856-1910. Su correo electrónico es: cettra@hotmail.com.
Recibido/Received 26 de octubre, 2011
Aprobado/Approved 18 de junio, 2012
Resumen
Avanzado el gobierno de Porfirio Díaz en México, la relación Estado-Iglesia intenta consolidarse en un pacto oficial a través de una serie de intentos de la Santa Sede por reanudar sus relaciones diplomáticas con el gobierno mexicano. El presente análisis añade algunos elementos para abordar ese problema, en la circunstancia del proceso de romanización de la Iglesia mexicana.
Palabras clave: Iglesia católica, Estado liberal, Porfiriato, concordato, Santa Sede, visita apostólica, romanización.
Abstract
During Porfirio Diaz's rule as Mexican president, the Holy See attempted to reestablish diplomatic ties with the Mexican government to consolidate the relationship between Church and State in an official pact. This analysis contributes several elements to the examination of this problem, within the context of the Romanization of the Mexican Church.
Keywords: Catholic Church, Liberal State, agreement, Holy See, Porfiriato, apostolic visit, Romanization.
El proceso de secularización política en México tiene un punto trascendente con la separación Estado-Iglesia en la segunda mitad del siglo XIX. Pasada la etapa de confrontaciones que suscitó la Reforma Liberal, desde mediados de la década de 1870, el Estado y la Iglesia lograron, de manera informal, establecer formas de entendimiento hasta cierto punto libres de fricciones, situación que intentó consolidarse en un pacto formal hacia la última década del siglo XIX. La historiografía se ha enfocado en revisar la parte informal de la relación, la cual tiende como puente la omisión de las Leyes de Reforma para lograr un acercamiento entre el clero y el gobierno civil, reconocido por todos los autores como la etapa de "conciliación". Empero, la relación no se redujo sólo a ello, pues contempló los intentos por llevarla a un plano formal, a través de las negociaciones para concretar un concordato entre el gobierno mexicano y la Santa Sede. En el presente análisis se añaden algunos elementos sobre este problema en la circunstancia de un renovado interés del papado por fortalecer sus nexos con el gobierno mexicano en la década de 1890, cuando se implementó una serie de acciones para lograr que la Iglesia católica reanudase relaciones con el Estado mexicano. Con ello se pretende contribuir a explicar la manera en que se buscó consolidar un espacio que había empezado a reconstruirse en las últimas décadas del siglo XIX.
Apuntes para la relación Estado-Iglesia en México, 1824-1880
Las relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede transitaron por un sinuoso camino a lo largo del siglo XIX. Como diversos autores han mostrado, las posturas de los eclesiásticos respecto de la situación política, social, económica y jurídica del México independiente fueron diversas. Al igual que en varios países europeos y latinoamericanos, en las primeras décadas de la centuria, un importante sector de eclesiásticos propuso la adaptación de la Iglesia católica a las nuevas circunstancias políticas, abrazando la emancipación del país y la construcción del Estado independiente desde múltiples lecturas de los planteamientos liberales, como parte de un plan providencial que confirmaba a México como una nación católica.1
En la mira de las nuevas definiciones estuvieron la evaluación de las relaciones diplomáticas del Estado mexicano con la Santa Sede y la propia organización de la Iglesia mexicana. El concordato, como acuerdo que pactaría los términos formales de la relación entre el papado y el gobierno fue un objetivo al que aspiraron los gobiernos independientes; sin embargo, resultó difícil de lograr en los años posteriores a la emancipación.2 Uno de los obstáculos fue la negativa de la Santa Sede, bajo fuertes presiones internacionales, a aceptar la emancipación de los territorios americanos. La Constitución política de 1824, que afirmaba a la religión católica como la única lícita en el país, no alcanzó para lograr un acercamiento formal entre el presidente Guadalupe Victoria y el papa León XII, particularmente cuando se venían publicando documentos pontificios como la encíclica Esti jam diu, que en el mismo año de la promulgación constitucional instaba a los obispos de América a rechazar la independencia de los territorios americanos.3
La falta de un pacto formal que atendiera la vinculación de los intereses comunes afectó la negociación de aspectos centrales de la administración eclesiástica. Uno de los puntos más sensibles a definir entre el Estado independiente y la Santa Sede fue el ejercicio del patronato.4 Ante las atribuciones tomadas por distintos miembros de la insurgencia respecto del patronato para, entre otros puntos, disponer de bienes de la Iglesia, en los primeros meses de 1821 se formó una junta diocesana que estableció algunos lineamientos para proteger la autoridad eclesiástica y dejar suspenso el reconocimiento del patronato al gobierno independiente. Uno de los argumentos centrales aducía que una vez desaparecido el dominio de los Reyes Católicos en América, los privilegios establecidos por éste regresaban a la Iglesia, pues aquéllos y sus descendientes eran sus únicos beneficiarios.5 Estas discusiones darían pie a una polémica sobre el patronato que se siguió, al menos, en los planos eclesiológico, político y diplomático.6
Para los distintos sectores del clero y el gobierno mexicanos, el problema eclesiástico se vinculaba inevitablemente con la formación del Estado mexicano, como reflejaban los debates en torno al republicanismo, federalismo y liberalismo, que incluyeron proyecciones particulares de la relación, no sólo del gobierno mexicano con el clero, sino de la propia Iglesia mexicana con el papado. Varios eclesiásticos se pronunciaron por la formación de una "Iglesia federalista" que lograra apoyar la consolidación de la república mexicana "fortaleciendo las iglesias nacionales dentro de la iglesia universal, potenciando a obispos y curas dentro de las estructuras eclesiásticas nacionales, y reconociendo una legítima voz ciudadana dentro de la feligresía católica".7
La práctica política influyó de manera particular en el rumbo que tomaron las negociaciones Estado-Iglesia en las primeras décadas posteriores a la independencia. Cuando los gobiernos locales emitieron un tipo de legislación que ampliaba su ámbito de acción en materia eclesiástica, principalmente en la administración de los recursos, las tensiones aumentaron. Varias gubernaturas disputaban el control efectivo de los diezmos a la Iglesia; otros intentaban asignarle impuestos y otros más, como en el caso de Michoacán, Chihuahua, Durango, Tabasco y Querétaro, trataron de disponer de algunos bienes y recursos eclesiásticos.8 En ciertos momentos, los cabildos eclesiásticos reaccionaron con disgusto defendiendo los derechos de la Iglesia a poseer tribunales, dignatarios e ingresos propios sin la intervención del Estado.9
Estas tensiones se sumaron a la presión que, desde Europa, constriñó a la Santa Sede a mantener una postura de condena a la emancipación mexicana. Los intentos formales por lograr una negociación diplomática formal darían comienzo en 1824, con el envío de monseñor Francisco Pablo Vázquez, como representante del gobierno mexicano ante la Santa Sede. A pesar de que no fue recibido oficialmente por la jerarquía romana, una serie de acuerdos pragmáticos solventaron aspectos relacionados con el patronato. Uno de los más significativos fue la renovación del episcopado, prerrogativa central en el ejercicio del patronato. La falta de obispos -unos por muerte y otros por exilio- hizo más urgente resolver ese problema. Anne Staples, Roberto Gómez Ciriza y Guillermo Margadant muestran que la cuestión de las investiduras episcopales se resolvió con el acuerdo tácito entre el clero y el gobierno.10 El presidente Vicente Guerrero pactó con los cabildos eclesiásticos la presentación de los candidatos a ocupar las vacantes ante la Santa Sede. A través de una serie de intrincadas negociaciones, el representante Francisco Pablo Vásquez logró que, en 1831, Gregorio XVI, recién nombrado papa, invistiera como obispos a los candidatos mexicanos.11
No fue sino hasta 1836, que la Santa Sede reconoció la independencia de México, pero sin haber negociado el patronato, en un contexto donde la proyección del pacto clero-gobierno a favor del republicanismo federal iba quedando cada vez más lejano. A ello habían contribuido los intentos reformistas radicales que afirmaban la sumisión de la Iglesia frente al Estado, particularmente durante el gobierno de Valentín Gómez Farías tres años antes, cuando se declaró que el patronato residía esencialmente en la nación, y se aprobó una serie de medidas, como la supresión en la coacción civil para garantizar el pago del diezmo.
La guerra con Estados Unidos fue otro episodio que generó una serie de tensiones derivadas, no de un desencuentro ideológico, sino de la disposición de los bienes eclesiásticos. Como se ha mostrado, la jerarquía mexicana coincidió con el gobierno civil en la necesidad de detener la invasión extranjera, pero el proceso de negociación que siguieron las autoridades civiles para hacerse de los recursos eclesiásticos y financiar la guerra no resultó el más adecuado. De las solicitudes de préstamos iniciales, donde la jerarquía se manifestó conforme con apoyar al gobierno civil para detener los peligros de la invasión y la llegada del protestantismo, se pasó a la exigencia de cantidades cada vez más grandes que el clero trató de negociar. Sin poder organizar una respuesta satisfactoria a las exigencias monetarias del gobierno, la jerarquía se inconformó por las demandas que llegaron a su punto culminante con el decreto de ocupación de bienes eclesiásticos en enero de 1847, para obtener 15 millones de pesos que, en aquel momento, demandaba el gobierno de Antonio López de Santa Anna.12
La experiencia de la guerra contra Estados Unidos, que culminó con la derrota del gobierno mexicano, la pérdida de una buena parte del territorio nacional y la acumulación de una deuda externa considerable, había logrado polarizar la relación Estado-Iglesia, macando nuevas percepciones entre la jerarquía sobre el futuro del país, pero también entre el gobierno que enfatizó la negativa final de la Iglesia a otorgar recursos para el conflicto. En efecto, esta coyuntura evidenció la voluntad y facultades de los gobiernos civiles para imponerse sobre la Iglesia y sus recursos. Como consecuencia, el clero mexicano estaba cada vez más distante de aquellos posicionamientos republicanos y federalistas, inclinándose por la opción monárquica que, lejos de haber sucumbido, tuvo una nueva etapa a partir de la legislación en materia eclesiástica promulgada por los gobiernos liberales entre 1855 y 1860.13 Los intentos del gobierno por lograr un acuerdo diplomático con la Santa Sede y negociar la aplicación de la legislación liberal se vieron fracturados por la radicalización de posturas con el pronunciamiento de Ayutla 1858.14
A inicios de la década de 1860, el partido conservador y una nueva generación de obispos mexicanos lograron avivar y madurar el proyecto de un gobierno monárquico, retomando la propuesta de entronizar en México a una casa real extranjera que, desde 1840, habían ventilado con mayor vigor personajes como José Joaquín Gutiérrez de Estrada.15 El principal gestor diplomático del proyecto monárquico fue Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos quien, desde mediados de 1855, ocupaba el cargo de obispo de Puebla. Al igual que varios obispos, pasó de la apertura y simpatía hacia las posturas liberales a la ascendente reticencia a aceptar la legislación promulgada por los poderes de la república, en tanto afectaba directamente la situación jurídica y los espacios de representación política y social del clero, además de los intereses económicos de la Iglesia. Su posicionamiento y actividades al frente de la diócesis de Puebla le valieron su primera expulsión del país en 1856.16
Desde su exilio en Europa, Labastida se destacó como uno de los principales líderes de la Iglesia mexicana, al adquirir una influencia notable en la curia romana que le hizo protagonista central de las fallidas negociaciones del papado con la república liberal y, posteriormente, con el gobierno conservador del general Félix Zuloaga, del que formó parte como ministro plenipotenciario ante la Santa Sede. Decretada la separación Estado-Iglesia en 1859, las negociaciones con el gobierno liberal quedaron suspendidas. La ruptura con los liberales mexicanos se presenta en una etapa nada fácil para el pontificado pues, desde 1848, enfrentaba en sus propios territorios una serie de episodios bélicos impulsados por las aspiraciones de unidad nacional, que dieron lugar al llamado proceso de unificación italiana que directamente afectó su dominio sobre los Estados pontificios, en el contexto de la expansión del liberalismo. El avance del liberalismo demandó el reconocimiento de garantías a la libertad de expresión y los derechos individuales, que Pío IX enfrentó, primero de manera tolerante, pero después desde posiciones cada vez más radicales, que lo llevaron a condenar el liberalismo como una ideología anticlerical, anticristiana y antirreligiosa. A pesar de sus esfuerzos políticos, diplomáticos y bélicos, el papa no logró contener el movimiento nacional de Italia ni la progresiva pérdida de territorios que, poco a poco, se fueron sustrayendo de la soberanía del pontífice, particularmente en el transcurso de la década de 1860.17
En ese contexto y desde su exilio, el obispo Labastida intentó contener el problema político de México, convencido de que la monarquía era la solución a los problemas del país y de la Iglesia. Hacia 1861, inició una ardua labor para gestionar el apoyo del papa Pío IX y de Napoleón III al proyecto monárquico, así como para convenir un acuerdo con el candidato a ocupar el imperio mexicano.18 Nombrado arzobispo de México y regente provisional del segundo imperio, regresó a México en 1863, en medio del entusiasmo por la posibilidad de que la monarquía resolviera los asuntos pendientes con la Santa Sede. Empero, la realización de un concordato con el imperio fue cada vez más lejana a partir de las medidas tomadas por Maximiliano de Habsburgo en materia eclesiástica, una notable decepción para las expectativas de Roma.19 Tras la derrota del segundo imperio en 1867, Labastida salió de nueva cuenta al exilio, sin haber logrado un pacto formal entre el gobierno mexicano y el papado.
En un escenario mundial marcado por el ascenso y la consolidación de los Estados nacionales que, en su nueva configuración, replanteaban sus relaciones con la Iglesia católica desde posiciones que constreñían su antigua organización y prerrogativas, las perspectivas de la jerarquía romana cambiaron hacia una fuerte intransigencia conservadora que declaraba la guerra a las ideologías y los sistemas políticos modernos. La unificación italiana culminaba hacia 1870, cuando Roma y el resto de los territorios pontificios decidieron su anexión al reino de Italia. Al año siguiente, una ley de garantías reconocía al papa como un soberano, pero con residencias y rentas específicas, que fueron rechazadas por Pío IX, quien a partir de ese momento se consideró preso en el Vaticano. Estos acontecimientos influyeron para consolidar en las posturas intransigentes ultramontanas que acabaron por imponerse a las que proponían una conciliación con los cambios modernos. El avance de las posiciones intransigentes se hizo notorio durante la celebración del Concilio Vaticano I convocado en 1869. Las cuatro reuniones conciliares, que concluyeron en 1870, marcaron lineamientos generales en busca de la unidad de la Iglesia católica mundial, que encontró en la definición dogmática de la infalibilidad y primado del romano pontífice un recurso para afirmar la presencia de las instituciones eclesiásticas en el mundo secular.20
A partir de entonces, el papado tuvo una nueva posición en el plano internacional desde el Vaticano, que fue reafirmado como centro de la catolicidad mundial. Desde ahí, debió organizar la reconfiguración de sus relaciones políticas, sociales y económicas, para hacer frente al avance de la secularización del poder político y de la esfera pública. Esta propuesta, que sería conocida como catolicismo social, buscaba crear una nueva sociedad católica, a través de "la revitalización de la llamada civilización cristiana". Para tal fin, se promovió
un movimiento de extensos alcances que pretendía crear una opción social y política sustentada por la Iglesia y donde fuera ésta la fuente de legitimidad y de inspiración. Fue con esta mentalidad que todo lo adjetivaron con el epíteto de católico: la economía, la sociología, la escuela, la acción social, la política, los partidos, los sindicatos, las escuelas, el deporte, la medicina, el arte y hasta el incipiente cinematógrafo.21
Este proyecto hecho desde el Vaticano tuvo una recepción particular en cada país y permitió la formación de proyectos eclesiásticos locales que lo hicieron específico. En México, la experiencia política dejada por los duros años de la Reforma fortaleció entre la jerarquía la formación de proyectos eclesiásticos que, inspirados en los dictados de Roma, se propusieron trabajar en beneficio de la restauración de las bases católicas que habían sido minadas por largos años de guerra, división política y social y abandono pastoral por parte de la clerecía.
De vuelta en su país en 1871, Labastida se volcó en afianzar los elementos que servirían para restaurar a la Iglesia mexicana. A pesar de que en el horizonte del triunfo del gobierno liberal no se vislumbrara la posibilidad de lograr pactos formales entre el Estado y la Santa Sede, el pontificado de León XIII, inaugurado en 1878, afirmó el empuje de las corrientes sociales del catolicismo y abrió la oportunidad de tender puentes entre la Iglesia y los proyectos políticos que otrora se pensaran irreconciliables, en una dinámica que dio sus frutos a favor del catolicismo y de una nueva inserción en el espacio público que, nuevamente, hizo del concordato, un futuro de negociación posible para la Iglesia mexicana.22
La construcción de los acuerdos clero-gobierno durante el Porfiriato
El diseño de un proyecto de reorganización eclesiástica de alcances mundiales en la segunda mitad del siglo XIX obligó al papado a plantear una política regional amplia y, hasta cierto punto común, para América Latina. Con ese objetivo, inició una nueva etapa diplomática caracterizada por el envío de representantes papales a diversas naciones, no sólo para tratar de entablar relaciones diplomáticas con los gobiernos civiles, sino también para dirigir las acciones de los jerarcas bajo las estrategias concretas trazadas desde la Santa Sede.
Si bien los concordatos que se habían podido arreglar con los gobiernos de distintas naciones en la primera mitad del siglo XIX, fueron anulados en medio de la legislación hostil, la Santa Sede continuó su interés por establecer a nuevos pactos de ese tipo, como una forma de negociar la delimitación de las esferas políticas y religiosas en los contextos locales. Para el caso de América Latina, hacia la segunda mitad del siglo XIX, planteó una política específica que se caracterizó por la paulatina romanización de las iglesias latinoamericanas, tendiente a fortalecer la autoridad de la jerarquía romana frente al poder que ejercía el clero local. Esta política se acompañó del inició de una nueva etapa diplomática caracterizada por la visita de enviados papales a diversas naciones, no sólo para tratar de entablar relaciones diplomáticas con los gobiernos civiles, sino también para establecer los lineamientos de las acciones pastorales de reorganización eclesiástica, trazadas desde Roma. En ese marco se impulsó la celebración de nuevos concordatos con los países latinoamericanos.23
Para México, la oportunidad pareció llegar a fines de la década de 1880. Las nuevas expectativas del clero fueron resultado de los acercamientos que se habían establecido desde la llegada de Porfirio Díaz a la presidencia mexicana. Díaz supo dar un peso central a los mecanismos informales en su relación con otros actores políticos como factores de equilibrio político que, hacia su segundo periodo presidencial, afianzaron el poder de negociación de la presidencia de la República, el cual también incluyó acercamientos con la Iglesia.
Díaz supo reconocer la influencia social del clero y su papel en la conservación del orden político y social, potenciando los beneficios de ciertos pactos con el clero. Hacia 1886, parte de los estados de Oaxaca y Puebla, comprendidos en la jurisdicción eclesiástica del obispado de Antequera, presentaban una conflictividad política que involucraba a distintas facciones locales, a las que había llegado a sumarse el clero, en particular los frailes ubicados en las zonas rurales de los pueblos de indios.24 La muerte del obispo Francisco Márquez de Carrizosa en 1887 presentó la oportunidad de incluir a la Iglesia católica como factor de estabilidad en ese territorio, si se lograba nombrar al personaje que comprendiera las implicaciones seculares de la administración episcopal.
Es en este contexto que las elecciones del episcopado adquirieron un interés político particular. Para Díaz, Eulogio Gillow era el modelo de pastor y negociador político que requería la Iglesia mexicana. Miembro de una acaudalada familia de terratenientes, Gillow fue enviado desde los diez años a estudiar a Inglaterra, en el colegio Stonyhurst y después al colegio de Alost en Bélgica, ambos dirigidos por jesuitas. En contacto con la Santa Sede logró establecer importantes relaciones con la jerarquía romana y fue invitado a ingresar a la Academia Eclesiástica de Nobles, institución romana donde se formaba un importante sector de la diplomacia europea, después de lo cual concluyó sus estudios en la Universidad Gregoriana. De regreso en México, se dedicó a emprender, con gran entusiasmo, una serie de proyectos agrícolas e industriales que lo llevaron a entablar una estrecha amistad con el presidente Porfirio Díaz.25
El acercamiento que logra el eclesiástico con Díaz surgió a partir de sus actividades como terrateniente, miembro de la Sociedad Agrícola Mexicana, y a su particular interés en promover la industria y la modernización agrícola del país.26 A pesar de su posición social y económica privilegiada, Gillow no tenía un lugar preponderante en el episcopado mexicano, pues se ubicaba en un resquicio generacional que lo había dejado fuera de los principales nombramientos episcopales ocurridos antes de la década de 1880.
Díaz decidió pronunciarse a favor de la candidatura de su amigo Gillow para ocupar la vacante del obispado de Antequera. Tal negociación operó en el contexto de la ruptura oficial de las relaciones entre el gobierno mexicano y la Santa Sede, es decir, en un plano informal, pero a través de los representantes diplomáticos de México en Italia, en particular del delegado diplomático Juan Sánchez Azcona y del cónsul de México en Roma, Enrique Angelini. El presidente justificaba su recomendación previniendo que ello no podía considerarse una intromisión en los asuntos del clero, sino una acción directa para evitar los trastornos derivados de una elección episcopal en el orden civil.27
El arzobispo de México, Pelagio Labastida, vio en los deseos de Díaz la oportunidad de consolidar una relación donde se destacaran los intercambios cotidianos de apoyos mutuos. El obstáculo para la elección de Gillow lo presentó el cabildo oaxaqueño, que propuso a Roma una terna con tres candidatos, todos ellos miembros de la jerarquía clerical oaxaqueña y con animadversiones entre sí. El arzobispo de México y el delegado en Italia se aseguraron de que el proceso en Roma se inclinara a favor de Gillow, con acciones tales como la de detener la presentación de la terna del cabildo oaxaqueño hasta la llegada de la propuesta de Gillow que hizo Labastida, como su único candidato. La respuesta del papado fue muy receptiva a esta coyuntura: el papa León XIII decidió aprovechar el interés del presidente, probablemente teniendo en la mira un acuerdo que derivase en el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con México. En una reunión privada, el papa comunicó al cónsul de México que había cedido a los deseos de Díaz, nombrando a Gillow como obispo de Oaxaca con el firme propósito de que México reanudase sus relaciones con la Santa Sede.28 Empero, hábilmente, el presidente Díaz dejó en suspenso su respuesta, implicando con ese silencio una negativa inicial que no desanimaría al papado.
El tiempo daría la razón a Díaz, pues logró tener en Gillow a un verdadero aliado para pacificar la región. Al igual que Labastida, Gillow dio comienzo a la reorganización de la administración eclesiástica de su jurisdicción a través de las visitas pastorales que se convirtieron en el medio para inspeccionar directamente la disciplina del clero, el desarrollo del culto, las prácticas religiosas de la población y el estado de las iglesias. Esta práctica pastoral también fue retomada por los prelados de León, Puebla, Guadalajara, Michoacán, Zamora, San Luis Potosí y Chilapa, entre otros.29 La gestión de Gillow ejemplifica los aspectos centrales de la reorganización eclesiástica emprendida en las gestiones episcopales de ese tiempo: la restauración de la práctica de los sacramentos; la enseñanza de la doctrina que, en el caso de Oaxaca, ponía especial énfasis en los pueblos de indios; la apertura de escuelas católicas, y una organización laboral católica disciplinada. Éstas se consideraron las bases de un "nuevo régimen" de gobernabilidad y progreso social en las poblaciones, al que aspiraba el régimen.30
A menos de un año de haber sido consagrado, Gillow comunicaba al presidente Díaz sus avances pastorales, destacando como uno de sus principales logros el orden impuesto entre los sacerdotes conflictivos y las organizaciones católicas que estaban ya sujetas a la autoridad eclesiástica, lejos de toda injerencia en cuestiones políticas.31
La Santa Sede puso particular atención en promover la celebración de los concilios provinciales y generales, que ayudarían a consolidar el nuevo orden en el catolicismo. Desde fines de la década de 1880, se expuso la necesidad de celebrar un primer concilio latinoamericano que, al momento, sugería a México como sede. Sin embargo, era necesario sondear las repercusiones que una reunión de esa naturaleza tendría en las relaciones Estado-Iglesia. En las comunicaciones preparatorias, el cardenal secretario de Estado de Roma sugirió al episcopado mexicano que guardase absoluto silencio con las autoridades civiles sobre el tema del concilio. En una reunión celebrada entre el arzobispo de México y los obispos de San Luis Potosí, León, Puebla, Zacatecas, Yucatán, Chiapas, Veracruz, Tabasco, Oaxaca y Sinaloa, Labastida opinaba sobre la conveniencia de comunicar al gobierno "que como prueba de la libertad que a la Iglesia promete, se va a celebrar un Concilio, junta o asamblea de todos los obispos del país".32
El obispo Gillow consideró más prudente "manifestar luego [posteriormente] al Gobierno nuestros planes para no excitar sospechas". Francisco Melitón Vargas, obispo de Puebla, expuso mayores preocupaciones por la actitud que se pudiera tomar hacia el clero, y propuso nombrar una comisión para comunicar al presidente sobre el particular. Gillow replicó que la información al presidente debía hacerse "a su debido tiempo", cuando fuese inminente la celebración del concilio y de manera "extraoficial", para evitar comprometer la libertad de la Iglesia, dejando claro que no se estaba pidiendo permiso al gobierno para efectuar la reunión conciliar, sino que sólo se informaba del propósito de la reunión.
La celebración del concilio se postergó. Entretanto, como un signo más del acercamiento con la presidencia de la república, a fines de ese mismo año, los obispos de San Luis Potosí, León, Zacatecas, Chiapas, Tabasco, Veracruz y Oaxaca enviaban al presidente una felicitación reconociendo su labor al frente de la república, particularmente en sus esfuerzos por mantener la paz, el orden y el buen entendimiento con los gobiernos extranjeros.33
Por su cercanía con el presidente Díaz y la Santa Sede, y su reconocido prestigio en Roma y el episcopado mexicano, el obispo Gillow se reconoce como el indicado para iniciar los primeros pasos de la negociación, lo cual acepta "animado por leales sentimientos patrióticos" y, principalmente, para ayudar "en la Conciliación de los ánimos, pues mientras subsistan rencores político-religiosos en el espíritu del gobierno no es posible que prospere la República, ni se encontrará la paz y tranquilidad de conciencia en el hogar doméstico y en nuestra sociedad".34 En 1890, Gillow emprendió un viaje a Roma para entrevistarse con León XIII y lograr dos objetivos: obtener algunos arreglos de los asuntos eclesiásticos del país -entre ellos la creación de la arquidiócesis de Oaxaca- y dar cuenta de la cooperación clero-gobierno que abría la posibilidad de restablecer relaciones diplomáticas.35
La celebración de los concilios provinciales en la década de 1890 permite entablar las primeras comunicaciones con el gobierno para tantear, en términos prácticos, el estado de la relación. No es casual que fuese Gillow, ahora como arzobispo, el primero en suscribir una carta, junto a los prelados de la recién creada provincia eclesiástica de Antequera, al presidente Díaz para notificarle de la celebración del primer concilio de Antequera en 1892, tal y como había recomendado años antes.36 En el documento, los prelados manifiestan la naturaleza religiosa de su reunión conciliar y sus esfuerzos por extender entre la sociedad el respeto a las autoridades legítimamente constituidas. Díaz agradece las palabras de los obispos y el reconocimiento que hacen a su autoridad, como un cambio significativo del clero digno de valorarse, en la perspectiva de los conflictos generados con la reforma liberal, pues:
al dirigirse a un gobierno liberal, pueden considerarse nuevas en la historia política de nuestro país [...] y debo a la vez manifestarles que afianzada la paz en la República y establecida la independencia entre el Estado y la Iglesia, cesado ya todo motivo de precaución u hostilidad contra la Iglesia católica, mientras ella se limite a los objetos de su ministerio sin tratar de injerirse en asuntos políticos; y que conforme a nuestras leyes el Gobierno está obligado a impartirles la protección a que tienen derecho todos los habitantes del país.37
Sin embargo, el presidente también emitía algunas consideraciones políticamente incorrectas desde la perspectiva de los obispos, pues intentando establecer una diferencia entre el alto y bajo clero aludía a un episcopado promotor de la acción perturbadora en el pasado, cuando expresaba: "Hablo de algunos de los prelados porque el clero bajo estuvo por lo general del lado del pueblo y la Nación jamás olvidará que a esa clase pertenecieron los iniciadores de su independencia".38
Tratando de conciliar, Gillow refirió que, efectivamente, los conflictos debían quedar en el pasado, toda vez que había quedado anulada la acción política del clero con la Reforma liberal:
Desde la conquista hasta la intervención francesa, la Iglesia tuvo en México acción política; en las presentes circunstancias no la tiene por fuerza de las leyes vigentes, y en mi ánimo está el trabajar por establecer un régimen autorizado para que la acción eclesiástica siga en México el curso que lleva en los Estados Unidos, es decir ajena por completo de la política y ejerciendo sus esfuerzos en el orden que directamente le corresponde.39
Díaz expresó su disposición de cambiar sus palabras y evitar disgustos con la jerarquía. Gillow le propuso elaborar otra respuesta para dejar "bien a todos", de manera que el presidente apareciera "en su carácter propio, hablando con la independencia que más le agrada", mientras que el episcopado se expresaba respetuoso de "sus apreciaciones", dando "un ejemplo de tolerancia, como conviene en estos tiempos".40 El obispo afirmó que a pesar de que existían entre el clero y el episcopado "opuestos puntos de vista y apreciación", ambos encontraban "un centro común, a un mismo y único objeto: como es el bien del hombre y del ciudadano".41
Si bien hasta esos años Díaz no había expuesto intenciones de variar la situación legal de las relaciones diplomáticas con la Santa Sede, varias de sus acciones apuntaban hacia la proximidad de un cambio, pues su acercamiento con el clero, hasta el momento, no había dejado límites claros. No era difícil suponer que esa relación de facto pudiera llegar a consolidarse en un acuerdo formal. En ese momento, para un sector de la jerarquía, la estrategia a seguir era la actividad diplomática que diera cauce y consolidara un diálogo formal.
Para Roma, la circunstancia propicia de entablar un acuerdo llegó en 1895, año en que empiezan a circular las noticias sobre la posible llegada a México de un enviado papal con la misión de restablecer las relaciones diplomáticas por medio de un concordato.
La visita apostólica de Nicolás Averardi
A fines del siglo XIX, monseñor Nicolás Averardi es reconocido como uno de los diplomáticos más importantes en la Santa Sede. Miembro de la Penitenciaría Apostólica y nombrado arzobispo titular de Tarso, se desempeñó durante diez años como auditor de la Nunciatura Apostólica de París. Debido a su experiencia en aquel país, León XIII lo consideró el personaje idóneo para consolidar la reorganización de la Iglesia en México, incluyendo la restauración de las relaciones diplomáticas.
Desde hace siglos, el papado ha contado con una red de diplomáticos que lo han representado ante diversas instancias de pueblos y naciones, a los que se llama legados. Su existencia se justifica en el hecho de que el sumo pontífice,
no pudiendo personalmente recorrer cada país ni ejercer su pastoral ministerio, tiene a menudo necesidad, en virtud de la servidumbre que se le ha impuesto de mandar a las diversas partes del mundo, según las necesidades que surjan, enviados suyos que haciendo sus veces, corrijan errores, allanen dificultades y suministren a los pueblos que le han sido encomendados nuevos elementos de salvación.42
Cabe mencionar que la legislación eclesiástica ha ido precisando el papel de estos representantes desde fines del siglo XIX, cuando la comunidad internacional reconoció el derecho del papa de enviar nuncios entre los años 1870 y 1929, en que no existían ni el Estado de la Iglesia ni el Estado de la Ciudad del Vaticano. Desde entonces, las disposiciones canónicas se han hecho cada vez más explícitas en la definición de las funciones de estos representantes, como lo muestran el Primer Concilio Plenario de América Latina y el Concilio Vaticano II. El delegado apostólico no ejerce funciones oficiales diplomáticas: en términos formales no representa al santo padre ante el Estado en el que ejerce sus funciones y no pertenece al cuerpo diplomático. Así, los delegados apostólicos son enviados a aquellas naciones con las que la Santa Sede no tiene establecidas relaciones diplomáticas.
De Francia se retomaron las primeras noticias sobre la llegada de un agente de Roma, para negociar un concordato.43 Enterada, la prensa liberal mexicana reaccionó con preocupación ante la posibilidad de nuevas "maquinaciones" del clero para reanudar relaciones diplomáticas con el papado. La historia reciente de las relaciones diplomáticas con la Santa Sede, que incluyeron las guerras e intervenciones mencionadas, no hacían sino pensar en la posibilidad de una posición desventajosa para el Estado mexicano.
Roma contribuyó, en buena medida, a la difusión de dichas especulaciones, pues antes de la llegada de Averardi no se emitió ninguna comunicación pública acerca del cometido de su enviado. El presidente Díaz estuvo al tanto de la llegada del enviado papal, a través del cónsul Angelini, quien lo puso al tanto del nombramiento del visitador y de la misión "exclusivamente espiritual", con la que llegaba a México, para arreglar asuntos que eran preocupación exclusiva de la Iglesia. Para tranquilizar los ánimos, Angelini aseguró al presidente que el papa había tenido cuidado de nombrar a una persona respetuosa de la autoridad civil, seria y de gran virtud.
A varios meses de que se anunciara su llegada, el 18 de marzo de 1896, Averardi arribaba a la ciudad de México acompañado de tres personas: su secretario personal, el teólogo doctor Di Paolo; su sobrino, y un mozo. En ese momento Averardi definió públicamente su carácter como visitador apostólico del papa, en una función exclusivamente religiosa. Más tarde detalló que había sido enviado "a esta remota y vastísima región", para facilitar el buen gobierno y las costumbres de la Iglesia mexicana.44
La presencia del visitador apostólico acentuó las presunciones de que el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con la Santa Sede estaba cerca, alimentando la animadversión en la prensa liberal hacia este personaje, a quien presenta como un "conspirador" del papa.45 Otro sector de la prensa opinaba que si su presencia era para tratar aspectos meramente eclesiásticos, el visitador podía actuar en México amparado en la ley que le garantizaba la libertad de circular por el territorio nacional, sin ser molestado por autoridad alguna, como parte de la protección que debía gozar todo extranjero en territorio nacional.46 Las presiones de una parte de la prensa mexicana no hacen mella en el ánimo del visitador, quien en todo momento afirma su voluntad de conciliar los intereses católicos y gubernamentales.
A pesar del ocultamiento, la visita apostólica sí incluyó una faceta política que no pretendió sino consolidar dos décadas de acercamiento clero-gobierno. El visitador llegó empapado de una serie de informes proporcionados en Roma por el cónsul Angelini y desde México, por el arzobispo Gillow. Las comunicaciones le permiten conocer la situación de la Iglesia mexicana y planear la estrategia para la concertación clero-gobierno. Es así como se perfilan dos grandes objetivos en esta visita: por un lado, formalizar aspectos relevantes de la reorganización eclesiástica, pero a partir de ciertos principios que buscan lograr la romanización de la Iglesia mexicana, es decir, una marcada centralización de la autoridad pontificia; como segundo objetivo se proyectan las bases para lograr un acuerdo formal Estado-Iglesia.
Para llevar a cabo el primer objetivo, se marcan tres estrategias: en primer lugar, Averardi debía, como su nombre lo indica, visitar las diócesis del país y elaborar un diagnóstico que le permitiera conocer los principales obstáculos que enfrentaban las administraciones eclesiásticas en el plano local y, al mismo tiempo, apuntar los medios para solucionar los problemas del catolicismo nacional. Como segunda estrategia, buscaba la consolidación de la nueva distribución territorial de los obispados, misma que había comenzado años atrás y que debía facilitar un mayor control episcopal de los territorios eclesiásticos; la tercera era fortalecer el ciclo de los concilios provinciales, iniciado ya en algunos obispados mexicanos, para dar un cuerpo legal a la reorganización de las administraciones diocesanas.
Dichas estrategias se plantean con base en tres ejes: la relación directa entre la administración eclesiástica local y la jerarquía romana; la búsqueda de contactos personales con las autoridades civiles, y la mayor sumisión del clero mexicano a la cabeza del pontificado. Entonces, los intentos por lograr una nueva relación diplomática con el gobierno se acompañan de una reorganización de las relaciones entre la Iglesia mexicana y la jerarquía en Roma. Averardi es particularmente hábil para unir los esfuerzos por reorganizar a la Iglesia y aglutinar a los militantes católicos mexicanos en torno a las autoridades eclesiásticas con los intentos por alcanzar la obediencia ciudadana a las instituciones gubernamentales, como una labor de pacificación y orden social que podía desempeñar el clero a favor del gobierno civil. Dichos esfuerzos se proyectaron como las bases de la relación Estado-Iglesia, que se deseaba formalizar.
El primer paso lo dio públicamente el visitador al apuntalar una serie de "recomendaciones" a los periodistas, redactores, directores y demás personas que laborasen en los periódicos católicos mexicanos. Averardi exhortó a los miembros de la prensa a frenar las críticas al gobierno, bajo el argumento de la necesidad de que el periodismo católico mexicano cumpliese una función de paz, conciliación, armonía y tolerancia en el mundo moderno. Estas peticiones se encaminaron no sólo a mantener la conciliación con los gobiernos civiles, sino a someter las acciones y proyectos de los católicos al control de los prelados, pues al momento se desenvolvían con bastante autonomía:
En esta obra de concordia y conciliación de los espíritus [...] la Iglesia, el pontífice y su actual y especial representante en México, tienen derecho de exigir que no se pongan óbices ni se crien [sic] tropiezos, por los que son hijos de la misma iglesia, y le deben estar, como los escritores que se gloríen de ser católicos, obedientes y sumisos.47
De esa manera, el visitador afirmaba uno de los puntos centrales de la romanización: "uno de los caracteres esencialmente distintivos de la doctrina y el proceder católico consiste en la obediencia absoluta a los prelados que han sido puestos por Dios para régimen de la Iglesia. La cadena y el vínculo de la autoridad no pueden romperse [...]".48
Con cierto aire de desconcierto por las recomendaciones del visitador, la prensa católica aceptó públicamente las disposiciones, "siendo, como somos, hijos sumisos y obedientes de la Iglesia".49 Varios obispos decidieron curarse en salud y sumarse públicamente al llamado a la obediencia incondicional hacia la Santa Sede y sus representantes.50 Algunas publicaciones liberales celebraron esa comunicación, como la manera del visitador de "poner un poco en cintura al clero mexicano".51
La comunicación de Averardi a la prensa mexicana fue una señal de voluntad política para la negociación, pues enfáticamente instaba a la combativa prensa católica a mostrar respeto hacia los poderes públicos: "que son la autoridad constituida y que rigen según la forma de gobierno establecida, el respeto, la obediencia, el acatamiento".52
Afirmaciones similares ya habían sido adelantadas por el arzobispo Gillow, en la circunstancia de la celebración del I Concilio Provincial de Antequera. En aquella oportunidad, el obispo Gillow recomendaba a los escritores católicos que:
En materia política, procuren demostrar siempre que a cualquier Gobierno civil le es utilísimo favorecer los derechos de la Iglesia y auxiliarla en la educación del pueblo cristiano, y que de ahí proviene al mismo Gobierno mayor estabilidad y autoridad. Y eviten en sus escritos todo aquello que pudiera perturbar la paz de la república y provocar sediciones; ni repitan las calumnias contra las personas que de presente dirigen los asuntos públicos. Todo lo que se contenga en las leyes humanas que sea directa o indirectamente contra los mandamientos o el honor de Dios o de la Iglesia, contra la justicia y derechos legítimos de los ciudadanos puede ciertamente y aun muchas veces debe ser impugnado, con tal que sin embargo se haga en términos convenientes y con abstención de toda exageración y falsedad.
En todo caso, los lineamientos dictados en los documentos pontificios eran la mejor solución ante la duda de cómo proceder, cuando las cuestiones políticas se mezclasen con las religiosas, manteniendo "la libertad y los derechos de la Iglesia".53
Averardi recomendó personalmente a los obispos un trato respetuoso y comedido para con los gobiernos civiles, particularmente con el presidente Díaz. Un ejemplo lo tenemos en el incidente que vivió el recién nombrado obispo de Tabasco en 1898, Francisco Campos, quien a los pocos días de haber llegado a su sede, recibía una comunicación del jefe político que le recordaba la prohibición a los clérigos para salir a la vía pública usando el traje eclesiástico. Averardi le hizo ver al obispo Campos que su error había sido no presentarse primero ante las autoridades civiles, pues esto era un reconocimiento a la jerarquía y la jurisdicción de las autoridades civiles. A manera de una lección de diplomacia, ilustró que el primer acto de cualquier obispo debía ser presentarse con las autoridades locales, tal y como lo había hecho él con el presidente Díaz a los pocos días de haber llegado a México. Esa formalidad debía aplicarse, además, a la persona principal (el presidente), a sus "inmediatos", tal y como el propio Averardi acostumbraba: "yo acostumbro hacer[lo] siguiendo la política del Sto. Padre; pues bien sabe V. S. Y. que para agradar al amo de la casa es necesario comenzar desde el portero".54 El visitador sugirió a Campos escribir una carta comedida al presidente Díaz en la que, sin referir los comentarios del jefe político tabasqueño, le pidiese disculpas por no haber pasado a la ciudad de México a "presentarle sus respetos", como lo hacía en esa comunicación, para suplicarle, "a la vez, no olvide la recomendación que le prometió para las autoridades de ese lugar".55
En una nueva dinámica de las relaciones clero-gobierno, las entrevistas personales de los obispos con el presidente, muchas veces con el carácter de visita "privada", permitirían a los prelados contar con la protección informal del presidente en sus jurisdicciones diocesanas. Esta mediación de Díaz con las autoridades locales se convirtió en un medio eficaz para el desarrollo de la administración eclesiástica sin contratiempos. A cambio, el presidente podía esperar la cooperación del clero en temas de orden social ya referidos. Durante este periodo, fueron varios los obispos que acudieron en visita privada con el presidente.
Estas acciones no pudieron concretar un acuerdo formal como era la intención del visitador. El peso histórico de los posicionamientos de la Iglesia católica en sus empresas diplomáticas en el extranjero acentuó la idea, manifiesta en distintos episodios nacionales, de que la Iglesia católica romana era, en efecto, de Roma. La percepción de la Iglesia mexicana como una iglesia extranjera se vinculaba a los cuestionamientos sobre el patriotismo del clero, extendidos más ampliamente desde su pugna con los gobiernos mexicanos durante la guerra con los Estados Unidos. La experiencia había mostrado que existían intereses que la ataban con los de la corte papal y ponían en entredicho las lealtades con los intereses nacionales.
Los comentarios al respecto cobraron importancia cuando, por diversos medios, se evidenciaba el alcance de la "extranjerización" que estaba viviendo la Iglesia mexicana, a través de dos vías: por un lado, la educación de una nueva generación de obispos mexicanos en instituciones de Europa y particularmente en Roma, en el Colegio Pío Latinoamericano, cuyo espíritu educativo radicaba en la formación de una nueva elite de obispos instruidos en virtud y ciencia, como fieles servidores del papado. El propio Gillow respondía a este modelo de formación sacerdotal. Por otro lado, la Iglesia mexicana se había convertido en una importante receptora de las misiones religiosas que se promovían desde Europa, en respuesta a los proyectos de la Santa Sede para contener el avance de la secularización. La labor de estos religiosos se concentraba particularmente en la organización de las bases sociales de la Iglesia, atendiendo los espacios de la evangelización, la beneficencia y la educación. Así, para ese tiempo, numerosos religiosos arribaron a México de lugares como Francia, Italia y España, en una ofensiva de la Iglesia romana, que ocasionó varios conflictos con el clero local.
Esta oleada de sacerdotes extranjeros había sido particularmente promovida por el arzobispo Labastida, quien prefirió instalar a varios religiosos extranjeros en la dirección de proyectos educativos y pastorales, pues los consideraba mejor preparados para enfrentar los problemas de la secularización. El prelado se vinculó con el Colegio Pío Latinoamericano hasta su muerte en 1891, como protector de las primeras generaciones de mexicanos que ahí se educaron. A fines del siglo XIX, los mexicanos egresados del Colegio Pío Latino estaban de regreso en el país, compitiendo con el resto de los eclesiásticos mexicanos por las posiciones de importancia en el episcopado mexicano, lo cual acentuó la polarización existente en el clero. En las percepciones locales, el grupo romano, como fue conocido, formaba parte del clero que llegaba de Europa, en su desarraigo y pretensiones por desplazar al clero formado en instituciones nacionales.56
La animadversión al clero extranjero llegó al H. Congreso de la Unión en 1890, donde se ventiló el fortalecimiento de un clero mexicano, vinculado a intereses locales y nacionales, en una circunstancia donde la romanización mostraba sus efectos. El "problema" fue planteado por el diputado por Tlaxcala, Juan A. Mateos, quien pretendió promover la expulsión de los clérigos extranjeros. Sus argumentos consideraban que los eclesiásticos europeos, particularmente los jesuitas, eran la causa de una "negativa" romanización impulsada en la Iglesia mexicana, que debilitaba al clero nacional y promovía, no sólo su falta de arraigo y patriotismo, sino la pérdida de recursos de los católicos mexicanos hacia el extranjero. El diputado Mateos responsabilizaba particularmente a tres personajes del episcopado de promover el desplazamiento del "humilde" clero mexicano, por ambiciosos extranjeros, quienes se allegaban el favor de Roma para escalar posiciones dentro del episcopado: Ignacio Montes de Oca, Eulogio Gillow y Pelagio Labastida.57
A pesar de que no se decretó la expulsión que el diputado proponía, se dejó patente la animadversión que causaba en diversos sectores la presencia de sacerdotes extranjeros, acusados de ser agentes del papa. Este escenario hacía poco deseable un acercamiento con Roma.
En la evaluación no deben descartarse las presiones anticlericales de los gobernadores locales y las organizaciones masónicas, que pudieron tener una importancia clave en la negativa del presidente a reanudar relaciones diplomáticas. Las comunicaciones del presidente con las autoridades locales al momento de la visita, muestran la incomodidad que le ocasionaban los comentarios y las insinuaciones públicas de su cercanía con el clero. Para Díaz, los acuerdos informales y la simulación eran los cauces aceptables para desarrollar la relación con la Santa Sede. Gran disgusto le había causado la publicación de un discurso escrito por el obispo Amézquita, presentado en la audiencia pública de una peregrinación al santuario de Guadalupe, en el cual había pedido al papa una bendición especial para el presidente y su esposa.58 La publicidad de la relación exponía y vulneraba su imagen de líder librepensador y, hasta cierto punto, anticlerical, de la que llegó a jactarse frente a otros actores políticos.
Díaz consideró preferible conservar los cauces alternos e informales que mantenía suspensa la relación diplomática oficial con la Iglesia, pues también era una garantía para los derechos de aquélla. Un nuevo acuerdo sólo redundaría en mayores beneficios para la Iglesia, pues obligaría a pactar distintos aspectos que no harían sino recomponer las fuerzas sociales, políticas y económicas de las instituciones eclesiásticas, en detrimento de un ordenamiento secular ya dispuesto. Los liberales de la Reforma habían intentado construir ese ordenamiento secular desarmando "a los eclesiásticos de los elementos pecuniarios de que antes disponían y les facilitaban injerirse en cuestiones políticas ajenas de su instituto".59 Una negociación diplomática que intentara revertir la situación era indeseable, como también lo era constreñir excesivamente el diálogo y los espacios que el pragmatismo político reconocía a la Iglesia.
Esto era parte de los equilibrios necesarios a los que tenía que recurrir la autoridad para mantener el orden público. De esa manera, al mismo tiempo que el presidente respaldaba y felicitaba a las autoridades por vigilar el estricto cumplimiento de las Leyes de Reforma -la clausura de escuelas católicas y la supresión de noviciados religiosos, por ejemplo-, destensaba su relación con la jerarquía concediendo la devolución de alguna propiedad o apoyando la formación de escuelas, hospitales, orfanatos, etcétera, manejados por la Iglesia.
El Diario Oficial se encargó de marcar públicamente la posición del gobierno de la república frente al concordato, en un manifiesto que aseveró contundentemente la imposibilidad de su celebración. Para El Monitor Republicano los rumores de la negociación eran graves y se hacía necesario acallarlos llamando la atención a los diplomáticos de Roma y París, como los responsables de haber inquietado a la opinión pública.60 La preocupación era tal que, antes del arribo de Averardi, la cuestión se había ventilado en el Congreso de la Unión, donde se presenta una exposición para apoyar a Díaz en su determinación de no reanudar relaciones diplomáticas con la Santa Sede, pues "primero pone el general Díaz su mano al fuego, como Mucio Scévola, que firmar una iniciativa que eche por tierra el gran principio de la separación de la Iglesia y el Estado".61
Además de afirmar a Díaz liberal como el que más, la prensa se mostró comprensiva de su acercamiento con los grupos conservadores, como una forma de atender al interés público:
El general Díaz, como su jefe, apoya al partido liberal en las elecciones. A veces nos es infiel y entran conservadores a los puestos públicos; esto obedece a que el gobernante se ve constreñido a dejar su carácter de secta en bien de la administración y viendo sólo los intereses de la República.62
El visitador no sólo fracasó en sus intentos de consolidar una relación formal con el gobierno civil, sino también en lograr una alianza de unidad con los sectores de la jerarquía mexicana. De su actuación habían resultado varios conflictos entre el clero y numerosas quejas, incluso con el propio Eulogio Gillow, lo que no debe descartarse como elemento negativo para concretar un acuerdo formal con el gobierno mexicano. Averardi se propuso disminuir el predominio eclesiástico y político de Gillow, obstaculizando algunas de sus propuestas para las sucesiones de las sedes episcopales, a pesar de que éstas cerraran momentáneamente la posibilidad de colocar a sacerdotes mexicanos formados en Roma.63 Y es que los hombres fuertes del episcopado, como el caso de Gillow, pudieron se evaluados negativamente en la circunstancia de la romanización. Ese aspecto lo he revisado en un trabajo anterior, del que me permito retomar un ejemplo que plantea la manera en que el visitador promueve la centralización de la autoridad pontificia, marcando el inicio de la disminución de los privilegios de los cabildos catedrales.
La falta de una definición del patronato durante la primera mitad del siglo XIX había favorecido que los cabildos mexicanos ejercieran la prerrogativa de proponer, primero a los gobiernos civiles y luego a la Santa Sede, los candidatos para ocupar sus sedes vacantes.64 Para la segunda mitad del siglo XIX, parece afianzarse la posición de los canónigos de varias iglesias locales en la elección episcopal. Lo que se pretende resaltar es el poder coyuntural que ciertos cabildos ejercieron de facto para la elección de los obispos, como lo muestra la vacante del arzobispado de México a la muerte de Pelagio Labastida en marzo de 1891. El Cabildo Metropolitano de la ciudad de México realizó varias sesiones para elegir la terna de candidatos; la primera opción propuesta fue la del deán Próspero María Alarcón, la cual fue ratificada por Roma. Siete años más tarde esa prerrogativa quedó expresamente suprimida en una circular que Averardi dirigió a todos los obispados de la república, en la que informaba "de la manera más terminante que [Su Santidad] no admitirá terna alguna, que los VV. cabildos, en sede vacante, le presenten para la provisión de la silla episcopal".65
Averardi concluyó su visita en 1899, después de protagonizar una serie de episodios con el clero mexicano, a partir de sus intentos por constreñir la autonomía eclesiástica local (un ejemplo de ello es su intervención en las elecciones episcopales de Guadalajara y Chihuahua, en la erección del obispado de Aguascalientes y en la colegiata de Guadalupe). De hecho, puede llegar a afirmarse que su relación con los ministros católicos fue mucho más difícil que con las propias autoridades eclesiásticas, debido a su forma de entender la autoridad entre Roma y las iglesias locales.
Al final de su visita, un decepcionado Averardi lamentó los obstáculos de su misión en México:
Tengo la conciencia tranquila de haber usado siempre con todos, desde el primer día de mi llegada a esta República la mayor deferencia, prudencia, caridad y benevolencia, haciendo a todos el mayor bien que he podido. En cambio no he recibido sino ingratitudes, y lo que más me aflige es ver en circunstancias dadas una marcada oposición a la misión que el Sto. Padre ha querido confiarme con el único y exclusivo bien de esta Iglesia. Y para el cual estoy sacrificando, Dios lo sabe, mi salud y bienestar, y tantas otras que no es del caso referir.66
La falta de un acuerdo diplomático no impidió una colaboración que se tradujo en la protección a las instituciones, obras y ministros católicos. En ese punto ni los gobiernos civiles ni los eclesiásticos negaron la concertación que, por más de dos décadas, habían mantenido, a través de acuerdos informales de convivencia, toda vez que resultaban necesarios para mantener el orden público, en un país mayoritariamente católico como reconocía el presidente. Díaz ofreció dar continuidad a las libertades extralegales para la acción del clero, sin disputar directamente espacios de representación social.67
Por su parte, el episcopado sí pudo dar mayor formalidad a los compromisos Estado-Iglesia alcanzados con los gobiernos civiles, como lo muestran los decretos que emanaron de los concilios provinciales.
Los logros de la concertación Estado-Iglesia
La falta de un concordato no impidió al clero consolidar ciertos espacios y posiciones en la legislación eclesiástica, particularmente en las disposiciones conciliares. Como ejemplo referiré tres de ellos: el Concilio de Antequera, el V Concilio Provincial Mexicano y el Primer Concilio Plenario de América Latina. Todos destinaron una parte de sus debates a definir los principios que deben guiar las relaciones Estado-Iglesia. En los documentos resultado de las reuniones, reconocieron, desde una perspectiva particular, la existencia de soberanías distintas entre los asuntos eclesiásticos y civiles: "Una y otra es soberana en su esfera, y una y otra tiene límites fijos, determinados por la naturaleza y causa próxima de cada una". La materia exclusiva de la Iglesia era "cuanto de algún modo puede llamarse sagrado en las cosas humanas, cuanto atañe a la salvación de las almas o al culto divino ya por su propia naturaleza, ya porque tenga relación con aquélla, cae todo bajo la potestad y el arbitrio de la Iglesia; justo es, por el contrario, que las demás cosas que pertenecen al gobierno civil o a la política dependan de la autoridad civil, puesto que Jesucristo ha mandado dar al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios".68
De acuerdo con los preceptos de la legislación liberal, los concilios prohibieron la injerencia y la discusión de los eclesiásticos en cuestiones políticas, dentro y fuera de las iglesias.69 De igual manera sujetaron la acción de los escritores católicos a la autorización episcopal, llamando a la moderación y a la práctica constante del estudio de los documentos pontificios para orientar la mejor manera de expresar sus opiniones en el espacio público.70
Al mismo tiempo, los concilios afirmaban la necesidad de que las potestades civil y eclesiástica trabajasen juntas, a manera de una "cierta alianza bien ordenada" que lograra frenar la invasión de jurisdicciones mutuas para alcanzar "el modo más oportuno y eficaz de impulsar al género humano a una vida activa y al mismo tiempo a la esperanza de la vida eterna".71 Esta era una propuesta para estabilizar su relación, que debía partir del necesario reconocimiento de la autoridad social de la Iglesia como un tema de interés público. Así, demandaban al gobierno coadyuvar para que la Iglesia gozara "de grande autoridad entre los fieles, y que aún le sería favorable ayudar y proteger a la Iglesia con su autoridad. Así, cooperando todos de acuerdo al bien común, florecerá sin duda la paz; y en la concordia de una y otra potestad, civil y eclesiástica, dando todo lo que es del César al César, y a Dios lo que es de Dios, crecerá la república para gloria de Dios, y felicidad aún temporal de los ciudadanos".72
Lejos estaba la Iglesia de aceptar un repliegue a los espacios privados, para proponer en su lugar una cooperación clero-gobierno beneficiosa para consolidar el proyecto nacional.
El V Concilio disponía, de manera más precisa, la obligación de los clérigos de "urgir y favorecer, con todo el empeño que puedan, la obediencia para con las autoridades civiles", poniendo el límite de que dicha obediencia debía darse "en las cosas justas". Advertía a los eclesiásticos su deber de conducirse respetuosamente con las autoridades civiles, dándoles auxilio siempre que lo solicitaren. Para alinear las posiciones y prácticas del clero, recomendaban que, si una dificultad llegaba a presentarse, acudieran a consultar su proceder con sus superiores.73 Uno de los artículos sobre las relaciones con el gobierno civil describe muy bien la manera en que las acciones informales y el pragmatismo determinaban el buen desarrollo de la relación. Así, los eclesiásticos debían ser capaces de equilibrar sus acciones de manera tal que "no se envuelvan en dificultades por demasiada exigencia ni falten a sus santísimos deberes por excesiva indulgencia".74
Los concilios plasmaron la transformación de la estrategia del clero frente a la reforma liberal, una de las más evidentes ocurrió en el caso de los registros parroquiales, mismos que décadas atrás habían generado fuertes tensiones entre el clero parroquial y los jueces del registro civil, por la jurisdicción del registro de los actos vitales de las personas.
En cuanto al matrimonio se determinó la obligación de que, después de haber contraído matrimonio religioso, debía acudirse a realizar el civil, para salvar los derechos legales de quienes resultasen de esa unión, como los de los contrayentes.75 Con estas disposiciones, lejos estaba el episcopado de la negación de los actos civiles. En el sínodo de Puebla de 1904, el obispo no sólo no se opuso a la existencia del Registro Civil, sino que llegó a justificar el auxilio de las autoridades parroquiales para la formación de los registros. Así, la Iglesia trabajaría, una vez más, para resolver temas de interés público, pues llegado el caso servirían de apoyo para complementar la información obtenida por las autoridades civiles.
La tendencia al acercamiento clero-gobierno se mantuvo en los documentos episcopales de la primera década del siglo XX. El episcopado mexicano siguió promoviendo la mutua cooperación en espera de lograr una transformación de fondo en las relaciones Estado-Iglesia. El IV Congreso Católico de Oaxaca de 1909 fue el espacio para afirmar la presencia del catolicismo en el pasado y el presente nacional, a través de la adhesión del episcopado a las festividades del primer centenario de la independencia de México. El episcopado afirmaba que la historia mexicana mostraba la imposibilidad de separar los sentimientos religiosos de los patrióticos, posicionando al guadalupanismo como factor de unidad nacional. Hacia el cambio de siglo, lejos de las confrontaciones extremas a las que se llegó en tiempos de la Reforma liberal, el clero se pronunciaba por superar la etapa de conflicto para dar paso a una visión optimista de la Iglesia y su relación con el Estado. Desde esta perspectiva, los hechos gloriosos protagonizados por el clero mexicano durante el siglo XIX adquirían una nueva dimensión: "al contemplarlos hoy, a través de una centuria", son la oportunidad de "abrir nuestro corazón al gozo y a la esperanza".76
Conclusión
Las relaciones Estado-Iglesia hicieron parte de los conflictos políticos que acompañaron la definición y la consolidación del Estado mexicano en la primera mitad del siglo XIX. El clero y el gobierno compartieron la idea de que el cambio de régimen obligaba a una transformación eclesiástica, pero acentuaron sus diferencias a la hora de establecer los términos de la transformación y la potestad autorizada para definirlos. Los pronunciamientos del pontificado en contra de la independencia mexicana no hicieron sino retrasar la negociación del patronato eclesiástico, uno de los puntos clave de la relación. Pronto surgieron problemas en torno a la definición de los dominios de ambas potestades, en un contexto donde el proceso de consolidación del Estado nacional obligaba a posicionarlo como un poder soberano.
Los gobiernos liberales intentaron posicionar al Estado como una entidad soberana en la práctica y en la legislación, lo que generó numerosas tensiones con la jerarquía clerical que buscaba la inclusión de las instituciones eclesiásticas en la construcción de la república católica independiente, pero no desde su sometimiento, sino de manera activa como corresponsable de la administración y el destino de la nación.
El ascenso y la transformación del liberalismo en el mundo católico occidental reafirmaron la secularización del poder político y la separación de las esferas del Estado (públicas) y de la Iglesia (privadas), a través de leyes que así constriñeron los antiguos derechos eclesiásticos. Esta situación dificultó la concreción de acuerdos formales en países como México, donde la radicalidad incluyó movimientos armados y el surgimiento de posiciones conservadoras. En ese contexto, las relaciones diplomáticas entre México y la Santa Sede transitaron por un camino accidentado lleno de intentos por establecer acuerdos que parecieron quedar en suspenso con el triunfo liberal en 1867.
No obstante, un nuevo escenario se presentaba con el ascenso de León XIII al pontificado en 1878 y de Porfirio Díaz a la presidencia de México. La pérdida de los Estados Pontificios era una muestra de la disminución del poderío que la Iglesia católica había sufrido en el plano mundial. León XIII se propuso avanzar una respuesta inteligente y organizada al progreso de la secularización que, si bien desde posiciones intransigentes y centralizadoras, intentó recomponer y dar un nuevo orden la organización católica. En esa propuesta de reorganización, predominó una estrategia de acercamiento con los gobiernos civiles, y la búsqueda de nuevos concordatos con los Estados nacionales.
Como parte de su gestión presidencial, Díaz intentó aprovechar ciertos pactos informales con la Iglesia católica en beneficio de una política de equilibrio político, a través de los cuales sacar partido de la influencia social del clero y su papel en la conservación del orden político y social. Para lograrlo, se alió con figuras clave del episcopado mexicano, una de las más preponderantes fue el obispo de Antequera Oaxaca, Eulogio Gillow.
Este acercamiento despierta el interés de una parte del episcopado mexicano por la posibilidad de restablecer las relaciones diplomáticas con Roma. En la siguiente década, la Santa Sede organiza una visita apostólica a la Iglesia mexicana como una de las vías para lograr este acuerdo, en el contexto de la centralización de la Iglesia católica impulsado por el papado. La visita apostólica se organizó con base en estas dos grandes líneas de interés: la reorganización de la Iglesia mexicana a partir de la centralización de la autoridad pontificia y el acuerdo formal Estado-Iglesia.
Para llevar a cabo el primer objetivo, se marcan tres estrategias en la visita apostólica: el recorrido de las diócesis del país para elaborar un diagnóstico de su situación y, a partir de ello, apuntar los medios para solucionar los problemas del catolicismo nacional. Como segunda estrategia, debía consolidarse la nueva distribución territorial de los obispados, misma que se había planeado décadas atrás con algún resultado y que debía facilitar un mayor control episcopal de los territorios eclesiásticos; y la tercera, animar la celebración de concilios provinciales en las provincias eclesiásticas que faltaban por celebrarlos.
Dichas estrategias se plantearon con base en tres ejes que afirmaban los intentos de romanización de la Iglesia mexicana: la relación directa entre la administración eclesiástica local y la jerarquía romana; la búsqueda de contactos personales con las autoridades civiles y la búsqueda de la sumisión del clero mexicano hacia el papa.
De esta manera, la visita apostólica encargada a monseñor Nicolás Averardi, entre 1896 y 1899, pretendió lograr una nueva relación diplomática, al tiempo que consolidar una reorganización de las relaciones entre la Iglesia mexicana y la jerarquía en Roma. Averardi unió los esfuerzos por lograr la obediencia del clero y los católicos mexicanos hacia las autoridades romanas, con los intentos por alcanzar el respeto a las instituciones gubernamentales en una muestra del papel que podía desempeñar el clero a favor del gobierno civil para la pacificación y el orden social. Para la jerarquía, la base de la cooperación entre autoridades por consolidar un proyecto de orden civil, era el respeto a la autoridad del clero en espacios que iban más allá de la esfera privada. En la última década de su gobierno al frente de la Iglesia mexicana, el arzobispo Labastida había logrado formar un escenario propicio para el catolicismo, que incluía la formación de instituciones en el espacio público, como las escuelas católicas, las organizaciones laborales, las asociaciones religiosas, las instituciones de beneficencia, como orfanatos y hospitales, y todas aquellas organizaciones que se vinculaban a la población fuera de la esfera privada, entrando en franca competencia con el Estado. Una negociación diplomática aspiraba a lograr el reconocimiento de la nueva inserción de la Iglesia católica en el espacio público, a favor de la consolidación del orden y la estabilidad del propio Estado.
Los intentos diplomáticos no dieron el fruto esperado en el contexto de las numerosas presiones de la opinión pública que, desde antes de la llegada del visitador, se encargó de "alertar" de las intenciones de la Santa Sede para establecer las relaciones diplomáticas, y de que la actuación del visitador para disciplinar a la Iglesia mexicana encontró oposición en el propio clero.
El pasado reciente de la relación con la Santa Sede y el clero mexicano, del cual se destacaban los episodios de la Iglesia a favor del conservadurismo, se sumó al peso social que a últimas fechas había alcanzado el catolicismo, evidenciando una grey cada vez más organizada, para hacer poco deseable un acercamiento con la Santa Sede. La relación pragmática que al momento mantenía el gobierno mexicano con Roma tenía la ventaja de mantener una sana distancia con la Santa Sede.
No obstante, la visita apostólica logró afianzar el ciclo de los concilios provinciales que establecieron puntos clave en la legislación eclesiástica. Después de los enfrentamientos Estado-Iglesia a mediados de siglo XIX, la Iglesia de fin de siglo plasmó en sus reuniones conciliares una perspectiva que deja abierta la posibilidad de establecer pactos con la autoridad civil, en el esfuerzo por insistir en su participación en los proyectos nacionales, posición en la que se había mantenido el clero desde la primera mitad del siglo XIX. En los concilios se muestra el resultado de la experiencia probada de los pactos informales, que van ganando terreno después de la República Restaurada, y que acercan al clero con la dinámica de las instituciones y legislación liberales, a partir de los cuales la Iglesia mexicana es capaz de encontrar su propio espacio y de afirmar su necesaria inclusión en el proyecto político-social del Estado mexicano.
Fuentes consultadas
Archivos
ASV Archivo Secreto Vaticano
AHMCR Archivo Histórico Manuel Castañeda Ramírez
ACMCM Archivo del Cabildo Metropolitano de la Ciudad de México
CPD Universidad Iberoamericana, Colección Porfirio Díaz
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1 Brian Connaughton, "El clero y la fundación del Estado-nación mexicano", en Brian Connaughton y Andrés Lira (coords.), Las fuentes eclesiásticas para la historia social de México, México, Universidad Autónoma Metropolitana Iztapalapa/Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora, 1996, p. 353-368.
2 Varios fueron los proyectos discutidos por los legisladores mexicanos en la década de 1820. Alfonso Alcalá Alvarado, Una pugna diplomática ante la Santa Sede. La restauración del episcopado mexicano, México, Porrúa, 1967 (Colección Biblioteca Porrúa 36).
3 El documento encíclica puede consultarse en Pedro de Leturia, Relaciones entre la Santa Sede e Hispanoamérica, Caracas, Sociedad Bolivariana de Venezuela, 1960, v. 1, p. 265-271.
4 Las relaciones Iglesia y Estado en el periodo colonial tuvieron su fundamento legal en la institución jurídico-eclesiástica del Patronato Real, entendida como el cuerpo de derechos y privilegios otorgados a la Corona por concesión papal. El Patronato se fundamentó sobre dos pilares, el pontificio y el real. Éste fue otorgado por el papa Julio II mediante la bula del 28 de julio de 1508 Eclesiaeregiminis, a Fernando el Católico, a su hija doña Juana y sus sucesores legítimos. Hasta antes de la independencia este derecho comprendía, entre otros aspectos, todo lo relativo a las investiduras dentro de las catedrales e iglesias; lo referente a patrimonios destinados a fines piadosos, la selección del personal en claustros, colegios y hospitales. Anne Staples, La Iglesia en la primera república federal mexicana (1824-1835), México, Secretaría de Educación Pública, 1976 (SEPSetentas, 237), p. 35-37.
5 En los años posteriores a la independencia circularon diversos escritos a favor y en contra del ejercicio del Patronato por parte del gobierno independiente. Uno de los argumentos concedía a este privilegio un carácter histórico, por lo que no se podía reconocer como derecho innato a la soberanía del Estado independiente. Se consideraba un privilegio coyuntural que había perdido toda legitimidad en la circunstancia de la emancipación política, porque la situación de la Nueva España como colonia había dejado de ser tal. Este título era pues transitorio e inválido para la época independiente. El Patronato analizado contra el Patronato embrollado por los novadores, para sacar a la autoridad civil dueña absoluta de lo espiritual, México, Reimpreso por Mariano Arévalo, 1833. Vid. Jesús García Gutiérrez, Apuntamientos de historia eclesiástica mexicana, México, Imprenta Victoria, 1922, segunda parte, p. 93-102.
6 Brian Connaughton, "República federal y Patronato: el ascenso y descalabro de un proyecto", Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, n. 39, enero-junio 2010, p. 5-70.
7 Brian Connaughton evidencia la manera en la que se destacan las intenciones de formar una verdadera iglesia nacional en México, pues "prevalecen en los dictámenes y pareceres revisados en materia de estructura eclesiástica un espíritu reformista, anticurial, episcopalista y popular que favorece iglesias nacionales, es decir una efectiva federalización de la Iglesia católica". Ibid., p. 19. Cfr. Brian Connaughton, "Clérigos federalistas: ¿fenómeno de afinidad ideológica en la crisis de dos potestades?", en Manuel Miño [et al.], Raíces del federalismo mexicano, México, Universidad Autónoma de Zacatecas, Coordinación de Investigación y Posgrado/Secretaría de Educación y Cultura del Gobierno del Estado de Zacatecas, 2005, p. 71-87.
8 Anne Staples, op. cit., p. 97-100. En el caso de Michoacán, las sesiones del primer y segundo Congreso del estado determinaron que el gobierno civil sería el encargado de la administración y distribución de los diezmos eclesiásticos, para lo cual estableció la figura del contador de diezmos del estado de Michoacán. Su nombramiento estaba designado por el gobernador y para octubre de 1827 se suprimió la haceduría de diezmos, instancia que durante el periodo novohispano se había encargado de la administración de ese recurso. El Congreso encargó a los tribunales del Estado la resolución de los asuntos contenciosos sobre los diezmos y estableció la exclusiva facultad del gobierno en la provisión de beneficios eclesiásticos propuestos por el obispo. Congreso del Estado de Michoacán, sesiones del 4 y 15 de octubre de 1827. Amador Coromina, Recopilación de leyes, decretos, reglamentos y circulares expedidas en el Estado de Michoacán (formadas y anotadas por...), Morelia, Imprenta de los Hijos de I. Arango, 1886, t.III, p. 12.
9 Nancy M. Farriss, La corona y el clero en el México colonial, 15/9-1821, México, Fondo de Cultura Económica, 1995.
10 Cfr. Staples, op. cit. Roberto Gómez Ciriza, México ante la diplomacia vaticana, México, Fondo de Cultura Económica, 1977. Guillermo Margadant, La Iglesia mexicana y el derecho: introducción histórica al derecho canónico, los concordatos, el Patronato real de la Iglesia y el derecho estatal referente a lo eclesiástico, México, Porrúa, 1984. Cfr. Luis Medina Ascencio, México y el Vaticano, México, Jus, 1984, v. 1.
11 De 1824 a 1831, varios papas habían gobernado la Iglesia: Pío VII (del 14 de marzo de 1800 al 20 de agosto de 1823); León XII (del 28 de septiembre al 10 de febrero de 1829) y Pío VIII (del 31 de marzo de 1829 al 1 de diciembre de 1830). Gregorio XVI gobernaría hasta el 1 de junio de 1846, año en que fue sustituido por Pío IX (de 16 de junio de 1846 al 7 de febrero de 1878), quien tendría, hasta la fecha, el pontificado más largo en la historia de la Iglesia. Vid. Roger Aubert et al., Nueva historia de la Iglesia, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1984, t. V.
12 Marta Eugenia García Ugarte, "El Cabildo de la Catedral y la guerra con Estados Unidos", Estudios, Instituto Tecnológico Autónomo de México, México, n. 59, invierno 1999-2000, p. 49-66.
13 Como ejemplo de esta legislación, está la llamada Ley Juárez de 1855, que estableció la supresión de los fueros del clero y del ejército; la Ley Lerdo de 1856, que obligaba a las corporaciones civiles y eclesiásticas a vender casas y terrenos, y la Ley Iglesias, del año siguiente, que prohibió el cobro de derechos y obvenciones parroquiales y el diezmo. Manuel Dublán y José María Lozano, Legislación mexicana ó colección completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la Independencia de la República ordenada por los licenciados Manuel Dublán y José María Lozano, México, s/e, 1876-1894.
14 Marta Eugenia García Ugarte, Poder político y religioso. México, siglo XIX, México, H. Cámara de Diputados, LXI Legislatura/Universidad Nacional Autónoma de México/Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana/Miguel Ángel Porrúa, 2010, t. I, cap. VIII, p. 651-719.
15 Marco Landavazo, "Orígenes políticos y culturales del monarquismo mexicano", Araucaria, Universidad de Sevilla, Sevilla, v. 13, n. 24, 2011, p. 62-85.
16 Pelagio Antonio de Labastida y Dávalos nació en 1816 en Zamora, Michoacán. Realizó sus estudios en el Colegio Seminario de Morelia de 1831 a 1838. Obtuvo el título de abogado en 1839 y fungió como promotor fiscal y juez de testamentos de la Iglesia Catedral de Michoacán, de la que fue prebendado y canónigo en 1847. Entre 1850 y 1855 fue maestro y rector del Seminario de Morelia, cargos que dejó para ocupar el obispado de Puebla. Al año siguiente salió desterrado del país después de una serie de conflictos con las autoridades poblanas. En 1863 regresó como arzobispo de México para integrar la Regencia previa a la instalación del Segundo Imperio. Al triunfo de la República liberal fue nuevamente exiliado, permitiéndose su ingreso a México hasta 1871. Falleció en Oacalco, Morelos, el 4 de febrero de 1891.Para una revisión de su primer destierro, cfr. Jan Bazant, "La Iglesia, el Estado y la sublevación
17 Carlos Alberto de Cerdeña y, posteriormente, su hijo Víctor Manuel, se colocaron a la cabeza del movimiento de unificación italiana que obligó al papa a huir de Roma en 1848, para regresar más tarde bajo la protección de Francia. A mediados de 1859 algunas ciudades de la Romaña se levantaron contra la autoridad del papa y pidieron su anexión al Piamonte. En 1860, Piamonte y Cerdeña, bajo el reinado de Víctor Manuel, se unieron a los principados italianos y a Cerdeña. Joseph Lortz, Historia de la Iglesia en la perspectiva de la historia del pensamiento, Madrid, Ediciones Cristiandad, 1982, t. ll, p. 365-370, 407-412.
18 Para una exposición detallada del papel diplomático de Pelagio Labastida, particularmente de su gestión como promotor del segundo imperio mexicano, vid. Patricia Galeana de Valadés, Las relaciones Iglesia-Estado durante el Segundo Imperio, México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Históricas, 1991. Erika Pani, Para mexicanizar el segundo imperio: el imaginario político de los imperialistas, México, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos/Instituto de Investigaciones Doctor José María Luis Mora, 2001. García Ugarte, op. cit., 2010, t. ll, cap. Xl, p. 924-1060.
19 Luis Ramos Gómez-Pérez, "El emperador, el nuncio y el Vaticano", Álvaro Matute, Evelia Trejo y Brian Connaughton (coords.), Iglesia, Estado y sociedad en México. SigloXIX, México, M. Ángel Porrúa, 1995, p. 251-265.
20 En la cuarta sesión del Concilio Vaticano I se declaró sobre la perpetuidad del primado de San Pedro en los romanos pontífices y sobre su magisterio infalible. Concilio Vaticano I, Constitución dogmática "Pastor Aeternus" sobre la Iglesia de Cristo, cuarta sesión de 18 de julio de 1870. Biblioteca Electrónica Cristiana, documento en línea http://multimedios.org/docs/d000443/, consultado el 23 de marzo de 2009.
21 Manuel Ceballos Ramírez, El catolicismo social: un tercero en discordia Rerum novarum, la "cuestión social" y la movilización de los católicos mexicanos (1891-1911), México, El Colegio de México, 1991, p. 23-24.
22 Sol Serrano, "Espacio público y espacio religioso en Chile republicano", Teología y vida, Santiago de Chile, Pontificia Universidad de Chile, v. XIIV, n. 02/03, 2003, p. 346-355.
23 Distintos funcionarios papales realizaron una labor diplomática de primera importancia para lograr acuerdos entre Estado e Iglesia en América Latina: Serafín Vannutelli fungió como delegado apostólico ante el Ecuador entre 1869 y 1877. Vicente Vannutelli fue nombrado internuncio y enviado apostólico en Brasil en 1883, no llegó a tomar posesión del cargo; fue nuncio en Portugal desde octubre de 1883 hasta 1891. Angel Di Pietro fue delegado apostólico y enviado extraordinario ante Argentina, Paraguay y Uruguay entre 1877 y 1879; fungió además como internuncio apostólico y enviado extraordinario en el Brasil de 1879 a 1882, y como nuncio en España de 1887 a 1893. Cfr. Bautista, "Hacia la romanización de la Iglesia mexicana a fines del siglo XIX", Historia Mexicana, México, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, n. 217, v. IV (1), julio-septiembre 2005, p. 115-121.
24 Los informes de las autoridades de Puebla, perteneciente al obispado de Oaxaca, hacían referencia a los desórdenes existentes en la región. Rosendo Márquez, gobernador de Puebla a Porfirio Díaz. Puebla 10 de abril de 1886, CPD, caja 008, leg. 11, doc. 03897.
25 Eulogio Gregorio Guillow y Zavalza nació en la ciudad de Puebla, Puebla, el 11 de marzo de 1841, en el seno de una acaudalada familia de terratenientes. Después de concluir sus estudios en Roma y ser ordenado en México, fue capellán de los templos de la Encarnación y de la Enseñanza. En 1887 es nombrado obispo de Antequera Oaxaca, y arzobispo en 1892 cuando el territorio es elevado a arquidiócesis. Murió en Ejutla, Oaxaca, el 18 de mayo de 1922.
26 El carácter innovador de Eulogio Gillow lo lleva a vincularse con la Sociedad Agrícola Mexicana. Sus actividades lo convierten en una autoridad en materia de experimentación de maquinaria agrícola, razón por la cual comienza su relación con Porfirio Díaz, quien se auxilia de sus conocimientos para negociar con extranjeros la introducción de maquinaria agrícola. Cecilia A. Bautista García, "Una empresa hidráulica en el río Atoyac: el obispo Gillow y la hacienda de Chautla, Puebla, 1874-1914", Tzintzun, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, Instituto de Investigaciones Históricas, n. 38, julio-diciembre 2003, p. 135-160.
27 Porfirio Díaz a Juan Sánchez Azcona, México, 28 de enero de 1887, CPD, caja 1, doc. 00031-32; Porfirio Díaz a Eulogio Gillow en Puebla, México, 21 de enero de 1887, CPD, caja 1, doc. 000396.
28 Enrique Angelini, cónsul de México en Roma, a Porfirio Díaz. Roma, 13 de mayo de 1887, CPD, caja 10, doc. 004761.
29 El obispo de Tabasco, por ejemplo, informaba que sus esfuerzos para la recomposición del catolicismo en su jurisdicción habían dado comienzo en la capital de la diócesis con la fundación de escuelas católicas y asilos; además del arreglo material de la catedral y, posteriormente, el inicio de la visita pastoral de su territorio. Nos, don José Amézquita y Gutiérrez,por la gracia de Dios y de la Santa Sede apostólica, obispo de Tabasco, [impreso sin lugar y sin editorial], 1891. Francisco Melitón Vargas, por su parte, señalaba su interés por visitar las zonas más inaccesibles de su territorio, "donde no hay carriles y fácil comunicación y que hemos transitado con profundas barrancas, como la de 'Ramales', fondos son un abismo [...]". Novena carta pastoral que el Ilmo. y Rmo. Sr. obispo Dr. D. Francisco Melitón Vargas dirige al V. clero y fieles de la diócesis haciéndoles saber la organización de misiones en la misma, Puebla, Imprenta de M. Corona Cervantes, 1892, p. 7.
30 Edward Wright Ríos muestra los cambios en la religiosidad operada a partir de los cambios introducidos por el obispo. Aunque en un periodo que rebasa la gestión episcopal de Gillow, la investigación muestra cómo el obispo buscó seguir los lineamientos de disciplina y ortodoxia establecidos por el papado, los cuales generaron diversas lecturas entre los católicos laicos de distintos estratos sociales. Los proyectos de reconquista del mundo católico generaron una serie de prácticas religiosas que no siempre respondieron a los lineamientos de la ortodoxia, particularmente entre los sectores indígenas de la población, pero fueron tolerados y aceptados por el clero y la jerarquía como parte de los elementos propios de la práctica y la cultura católicas en esa región. Edward Wright-Ríos, Revolutions in Mexican Catholicism: Reform and revelation in Oaxaca, 1887-1934, Durham (North Carolina), Duke University Press, 2009.
31 Eulogio Gillow a Porfirio Díaz, Oaxaca, 17 de febrero de 1888, CPD, caja 4, leg. 13, doc. 001951. Una restauración en el mismo sentido se emprendió en Yucatán, con Martín Tritschler y Córdova al frente del obispado en 1893.
32 Acta de la reunión celebrada el 11 de diciembre de 1889, Archivo Histórico del Arzobispado de México (en adelante, AHAM), Fondo Próspero M. Alarcón, Sección Secretaría Arzobispal, Serie Correspondencia, caja 49, exp. 18.
33 Carta de Porfirio Díaz donde agradece a los obispos de México, México, 27 diciembre 1889, CPD, caja 716, leg. 41, doc. 441.
34 Carta del obispo Eulogio Gillow al general D. Vicente Riva Palacio, Hacienda de Chautla, mayo 31 de 1887, ibid., p. 205.
35 Cartas de Eulogio Gillow a Porfirio Díaz, Oaxaca, 20 abril 1890, y Roma, 6 agosto 1890, caja 07, leg. 015, doc. 003455 y caja 22, leg. 15, doc. 010809-10.
36 La creación de nuevos obispados mexicanos tuvo como objetivo hacer más eficiente y controlada la administración eclesiástica: mejorar el control pastoral de los territorios; aumentar la administración de los sacramentos, extender la prédica sacerdotal, ampliar la educación católica, contener las organizaciones de trabajadores, vigilar las prácticas religiosas entre la población y mejorar el control de los actos vitales de las personas. Las divisiones que se crean desde la década de 1880 son: Tabasco, 25 de mayo de 1880; Colima, 11 de diciembre de 1881; Sinaloa, 24 de mayo de 1883; Chihuahua, 23 de junio de 1891; Tehuantepec, 23 de junio de 1891; Cuernavaca, 23 de junio de 1891; Saltillo, 23 de junio de 1891; Campeche, 25 de marzo de 1895; Aguascalientes, 27 de agosto de 1899; Huajuapan de León, 25 de abril de 1902; arquidiócesis de Yucatán, 11 de noviembre de 1906.
37 Carta de Porfirio Díaz a los obispos de Oaxaca reproducida en Manuel Esparza Camargo, Gillow durante el Porfiriato y la Revolución de Oaxaca, 1887-1922, Oaxaca, s/e, 1985, p. 201.
38 Idem.
39 Carta confidencial del arzobispo Eulogio Gillow al presidente Porfirio Díaz, diciembre de 1892, ibid., p. 202.
40 Carta de E. Gillow a P. Díaz, ibid, p. 143.
41 Carta de E. Gillow a P. Díaz, ibid., p. 144.
42 Actas y decretos del Primero Concilio Plenario de América Latina, Roma, s. p. i., 1906, Título I: De la fe y de la Iglesia católica, capítulo VIII: Del romano pontífice, n. 67.
43 La información de que Averardi había sido nombrado por León XIII para reanudar las relaciones diplomáticas con México se extraía de Le Figaro, en "Próxima llegada de monseñor Averardi, Nuncio del Vaticano, cerca de México", El Diario del Hogar, 11 de septiembre de 1895.
44 "Circular del I. Sr. Averardi", El Amigo de la Verdad, 11 de abril de 1896, p. 3-4.
45 La opinión liberal había dado demasiado crédito a la publicación de Le Figaro, a la cual se le reconocía veracidad en información y a que los diplomáticos de Roma y París no se habían pronunciado al respecto. El Monitor Republicano, 24 de septiembre de 1895.
46 "El viaje de Monseñor Averardi. Las disensiones en la Iglesia", El Diario del Hogar, 18 de septiembre de 1895. Otros artículos agregan que no se le debía tener "tanto miedo" al visitador o a la propaganda católica, pues se reconoce que el clero está en su derecho de hacerla sin violentar las leyes. "Monseñor Averardi y los jacobinos", El Universal, 31 de marzo de 1896.
47 "La prensa católica de México. Importantísimas declaraciones del ilustrísimo señor visitador apostólico de México", El Tiempo, 26 de abril de 1896.
48 De manera concreta, Averardi pide al periodismo católico mexicano el ejercicio de prudencia y tolerancia hacia todos los sectores sociales. "La prensa católica de México. Importantísimas declaraciones del ilustrísimo señor visitador apostólico de México", El Tiempo, México, 26 de abril de 1896.
49 "La prensa católica de México. Importantísimas declaraciones del ilustrísimo señor visitador apostólico de México", El Tiempo, México, 26 y 30 de abril de 1896.
50 El primero que se apresura a hacerlo es el sucesor de Labastida, Próspero María Alarcón, adhiriéndose "por completo" a sus disposiciones e instando a sus compañeros diocesanos a seguirlas y a practicar la "caridad con todos, aunque sean de contrarias doctrinas, respeto y cristiana sumisión a las autoridades constituidas". "Comunicación del ilmo. sr. arzobispo de México al ilmo. sr. Averardi, visitador apostólico", El Tiempo, México, 29 de abril de 1896. A ésta, siguió la adhesión del arzobispo de Antequera. Comunicación sin título de Eulogio Gillow a Nicolás Averardi, El Tiempo, México, 29 de abril de 1896.
51 "¿Qué quieren Averardi y sus socios?", La Patria, 4 de junio de 1898. El resto de la prensa mexicana comenta que Averardi puso un límite a las declaraciones incendiarias de los católicos, en su búsqueda de conciliar con sus enemigos. "Programa color de rosa", El Universal, 30 de abril de 1896. Otro artículo apuntaba: Averardi "ha matado a la prensa en México", porque le ha impuesto límites con el discurso de la tolerancia. "Non pasumus y monseñor Averardi", El Universal, 8 de mayo de 1896.
52 "Programa color de rosa", El Universal, 30 de abril de 1896.
53 Título VIII. De los medios para defender y fomentar la fe. IV. De los escritores católicos, decreto 4. Actas y Decretos del Concilio I de Antequera celebrado en Oaxaca, del día 8 de diciembre de 1892 al 12 de marzo de 1893. Versión que del latín al castellano, con autorización del ilmo. sr. arzobispo de aquélla provincia, hicieron los Sr. Dr. D. Manuel Alvarado hasta la página 56 y Dr. D. Manuel Azpeitia Palomar, desde la página 57 hasta el fin, Guadalajara, Antigua Imprenta de N. Parga, 1895, p. 45.
54 Carta de N. Averardi a Francisco Campos, obispo de Tabasco, México, 9 de marzo de 1898, Archivo Secreto Vaticano (en adelante, ASV), carpeta 4, 00655-00656.
55 Carta de N. Averardi a Francisco Campos, obispo de Tabasco. México, 9 de marzo de 1898, ASV, carpeta 4, 00655-00656. Esas diferencias primeras lograron zanjarse, de tal manera que hacia fines de 1898, Averardi solicitaba que Campos auxiliara a Díaz, y le recomendaba alguna persona adecuada para gobernar Tabasco. 5 de octubre de 1898, ASV, carpeta 4, 00659-00661.
56 Cecilia Bautista, Clérigos virtuosos e instruidos: los proyectos de reforma del clero secular en un obispado mexicano. Zamora, 1867-1882, tesis de maestría en Historia, Zamora (Michoacán), El Colegio de Michoacán, Centro de Estudios Históricos, 2001.
57 La expulsión se justifica en la defensa al "clero humilde" del país, depositario de una "tradición gloriosa" dejada por los sacerdotes que habían proclamado la independencia de México. "Documento parlamentario. Discurso del señor diputado Mateos en defensa del clero mexicano", El Monitor Republicano, 11 de noviembre de 1890, n. 270, p. 2.
58 Carta de Leopoldo Ruiz a Próspero M. Alarcón. Roma, 20 de junio de 1898, AHAM, Fondo Próspero María Alarcón, Serie Correspondencia, caja 27, exp. 5.
59 "Carta de Porfirio Díaz a los obispos de Oaxaca", reproducido en Esparza, 1985, p. 201. No hacía mucho que el obispo de Chilapa, Ramón Ibarra, había tenido fricciones con el gobernador de Guerrero por la publicación de la encíclica Humanum genus contra la masonería. El gobierno del estado envió una circular en la que intenta frenar la publicidad negativa del obispo contra la masonería, enfatizando la prohibición de las manifestaciones de religiosidad pública y del uso de las campanas. Porfirio Díaz dio su apoyo al gobierno de Guerrero. Rafael del Castillo a Porfirio Díaz. Chilpancingo, Guerrero, 4 y 5 de agosto de 1891, CPD, caja 020, leg. 16, doc. 009827-009828.
60 El Monitor Republicano, 13 de febrero de 1895.
61 Ibid., 29 de octubre de 1895.
62 Idem.
63 Como muestra Laura O'Dogherty, para la sucesión del obispado de Campeche en 1898, el visitador frenó la designación de Francisco Orozco, ex alumno del Colegio Pío Latino y candidato de Gillow, para promover a Rómulo Betancourt, entonces canónigo de la catedral de Morelia, quien pertenecía a la corriente eclesiástica que tuvo ciertos conflictos con la que se formó en el Pío Latino. Laura O'Dogherty, "El ascenso de una jerarquía eclesial intransigente, 1890-1914" en Manuel Ramos (comp. ), Memoria del I Coloquio Historia de la Iglesia en el Siglo XIX, México, Centro de Estudios de Historia de México Condumex, 1998, p. 179-198, p. 185. Uno de los ejemplos que muestran el peso del obispo Gillow son sus gestiones exitosas para que en 1892 el Vaticano aprobara su propuesta para la creación de las provincias eclesiásticas de Oaxaca, Linares y Durango. Gillow también influyó en la promoción episcopal de José Mora y del Río como obispo de Tehuantepec en 1891 y de Francisco Plancarte -sobrino de José Antonio Plancarte- como obispo de Campeche, en 1895.
64 La eliminación del Patronato permitió que los cabildos estuvieran en posición de proponer una lista de candidatos, misma que desde el gobierno de Vicente Guerrero se pidió que fuera sancionada por los gobiernos civiles, facultad que después de la ruptura de las relaciones Estado-Iglesia se dejó formalmente a la Iglesia mexicana y la Santa Sede. Véase Josefina Vázquez, "Federalismo, reconocimiento e Iglesia", Manuel Ramos (comp.), op. cit., p. 94-112.
65 Carta de Nicolás Averardi al Arzobispo de Michoacán, 15 de febrero de 1898. Archivo Histórico Manuel Castañeda Ramírez (en adelante, AHMCR), Diocesano, Gobierno, Correspondencia, Copiadores, caja 54. Citado en Bautista, op. cit., 2005, p. 132.
66 Carta de Averardi al obispo de Zacatecas, Buenaventura Portillo. México, 13 de mayo de 1897, ASV, 00381-00382 (252r-v). Bautista, op. cit., 2005, p. 136.
67 Cecilia Bautista, Entre la disputa y la concertación: las disyuntivas del Estado y la Iglesia en la consolidación del orden liberal, México 1856-1910, tesis de doctorado en Historia, México, El Colegio de México, Centro de Estudios Históricos, 2009.
68 De ahí que no se reconocieran las pretensiones para someter la autoridad eclesiástica a la civil, derivando de ello "que la potestad eclesiástica no debe ejercer su autoridad sin el permiso y asentimiento del gobierno civil". Título I, capítulo XI: De la Iglesia y el Estado, decretos 89 y 91, Actas y Decretos del Concilio Plenario [...], 1906.
69 Esto no debía "entenderse de tal manera que deban callar absolutamente acerca de la gravísima obligación, en virtud de la que están estrechados los ciudadanos, aun en los asuntos públicos, a trabajar siempre y en todas partes conforme al dictado de la conciencia, en presencia de Dios y para mayor beneficio tanto de la religión como de la república y de su patria (Concilio Plenario de Baltimore III, tít. 2, n. 83; Concilio Colocense, tít. IV, cap. 5)". Título IV: De la manera de conducirnos exteriormente. III. Del modo de obrar con los próceres. VI, Actas y decretos del Concilio I de Antequera [...], op. cit., p. 263. El V Concilio también prohibió que los eclesiásticos se inmiscuyeran en cuestiones políticas, pero podían darse la "libertad de ideas". Título V: Del modo de portarse los clérigos para con las autoridades civiles, decreto 398, Alarcón y Sánchez de la Barquera, Próspero M. Quinto, Concilio Provincial Mexicano celebrado en 1896, México, El Catecismo, 1900, p. 111.
70 Título X, capítulo VIII: De los escritores católicos, Actas y decretos del primer concilio plenario [...]. Lo mismo ocurrió con el Concilio de Antequera IV, De los escritores católicos, decreto 4, Actas y decretos del Concilio I de Antequera [...], p. 45.
71 Título I, capítulo XI: De la Iglesia y el Estado, decretos 89 y 91, Actas y decretos del Concilio Plenario [...]. En particular, se hablaba del beneficio que, de manera más amplia, significaba para el progreso de los países latinoamericanos el que sus obispos se reunieran para que, desde su propia libertad e independencia, trabajasen en la unidad de la fe de todos los países, por ser la "fuente verdadera de la prosperidad de las Naciones". Además, se reiteraba que para lograr "el progreso de la República, era indispensable que se conserve el orden debido. Sólo la disciplina religiosa, cuya intérprete y guardadora es la Iglesia, puede eficazmente arreglar y unir entre sí a los superiores y a los súbditos, llamando a estas dos clases de personas a sus mutuos deberes". Título XI, capítulo II: De las diversas clases de personas, decretos 763-764, Actas y decretos del Primer Concilio Plenario [...], 1906.
72 Título VII: De la sociedad cristiana, decreto VII, Actas y decretos del Concilio I de Antequera[...], 1895, p. 175.
73 Título V: Del modo de portarse los clérigos para con las autoridades civiles, decreto 398-399, Quinto Concilio Provincial[...], p. 111-112.
74 Título V: Del modo de portarse los clérigos para con las autoridades civiles, decreto 402, ibid., p. 112.
75 Se recomendaba que los padres cuidaran, antes de entregar a sus hijas, que se hubiere celebrado el matrimonio civil. Todo ello evitaría que se pretendiera contraer doble matrimonio y se produjera el aumento de los nacimientos ilegítimos. Título VIII, capítulo III: De los matrimonios mixtos y del llamado matrimonio civil, decreto 690 y 692, Quinto Concilio Provincial Mexicano [...], p. 193.
76 Carta pastoral en que el Ilmo. y Rmo. Sr. arzobispo de México Dr. D. José Mora y del Río, en la que hace suya la que publicaron los ilmos. y rmos. prelados que concurrieron al IV Congreso Católico celebrado últimamente en Oaxaca, México, Imprenta y Librería de la Santa Cruz, 1909.