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Perfiles educativos

versão impressa ISSN 0185-2698

Perfiles educativos vol.44 no.177 Ciudad de México Jul./Set. 2022  Epub 16-Jun-2023

https://doi.org/10.22201/iisue.24486167e.2022.177.60510 

Claves

Pertenencia escolar y subjetividad en adolescentes de sectores populares

School Belonging and Subjectivity in Adolescents from Disadvantaged Sectors

*Profesor-investigador en el Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS) (México). Doctor en Sociología. Líneas de investigación: juventudes; antropología urbana; sociología de la educación; desigualdad y exclusión social. Publicaciones recientes: (2022), “The Fragmentation of Youth Experience. Social inequality and everyday life in urban Latin America”, en J. Benedicto, M. Urteaga y D. Rocca (eds.), Young People in Complex and Unequal Societies. Doing youth studies in Spain and Latin America, Leiden & Boston, Brill, pp. 204-228; (2019, en coautoría con M.C. Bayón), “La experiencia escolar como experiencia de clase: fronteras morales, estigmas y resistencias”, Desacatos, vol. 59, pp. 68-85. CE: gsaravi@ciesas.edu.mx.


Resumen

Este artículo analiza las tensiones generadas en el proceso de inclusión de adolescentes provenientes de sectores desfavorecidos a la educación media superior. El análisis se focaliza en la relación entre la construcción de pertenencia y los procesos de subjetivación. El argumento principal del texto sostiene que estas tensiones están asociadas con la configuración en estos adolescentes de subjetividades divididas, resultante de una pertenencia escolar sustentada en la homogeneidad y el rechazo-devaluación de identidades juveniles subalternas. La metodología es de tipo cualitativo, y se basó en entrevistas semi-estructuradas (73) y grupos focales (5) con estudiantes de siete escuelas ubicadas en ciudades del centro (Ciudad de México), norte (Tijuana) y sur (Tuxtla) de México. Los resultados muestran una institución escolar con dificultades para contener la autenticidad y autoestima de los adolescentes más vulnerables, e invitan a reflexionar sobre las transformaciones pendientes para lograr una escuela más inclusiva que no abandone sus pretensiones transformadoras.

Palabras clave: Integración educativa; Subjetividad; Identidad; Juventud; Exclusión social

Abstract

This article analyzes the tensions generated during the process of integrating adolescents from disadvantaged sectors into upper secondary education. Our analysis focuses on the relationship between the construction of a belonging sense and the subjectivation processes. Our main argument sustains that these tensions are associated with the configuration of divided subjectivities in these adolescents, resulting from a school belonging based on homogeneity and the rejection-devaluation of subordinate youth identities. We followed a qualitative methodology, based on semi-structured interviews (73) and focus groups (5) with students from seven schools located in cities from Mexico’s central (Mexico City), northern (Tijuana) and southern (Tuxtla) areas. The results reveal that school as an institution faces several difficulties to contain the authenticity and self-esteem of the most vulnerable adolescents, thus inviting the reader to reflect on the pending transformations needed to achieve a more inclusive school system that does not abandon its transformative pretensions.

Keywords: Educational; integration; Subjectivity; Identity Youth; Social exclusion

Introducción1

En México, la expansión de la escolaridad ocurrida en las últimas décadas alcanzó a sectores de la población que previamente habían permanecido excluidos. Su incorporación no sólo supuso un crecimiento de la matrícula, sino que además sacudió y alteró la normalidad del espacio escolar y dio lugar a un sinfín de nuevos desafíos y tensiones. La irrupción de jóvenes de sectores populares en la educación media, sobre todo de aquéllos en situaciones más desfavorables, trajo al espacio escolar nuevas identidades, habilidades y debilidades, expectativas y frustraciones, prácticas de interacción, problemas sociales e incluso estéticas hasta entonces desconocidas o que habían permanecido fuera de sus fronteras (ver Weiss, 2012a; Miranda, 2012).

Durante el trabajo de campo realizado para esta investigación conocí una escuela de la periferia oriente de la Ciudad de México, en el municipio de Nezahualcóyotl, y allí entrevisté a un adolescente de 19 años que desde el semestre anterior había decidido volver a estudiar. Brandon vive en casa de unos parientes que lo recibieron luego de escapar de un incidente violento que casi le cuesta la vida y que puso punto final a un par de años de “la vida de la calle” en su natal Morelia, capital del estado de Michoacán. Algunos de sus tatuajes, como la pequeña calavera que lleva grabada en su mano derecha, son de esa época. “Yo he notado que los maestros como que hasta cierto punto sí se sienten un poco incómodos con mi presencia, por mis tatuajes”, me decía en aquella oportunidad. “No con mi persona, sino por los tatuajes. Como que a veces, al principio, sí era como que decían: ¿y esos tatuajes, Rafael?” (E-24, Brandon, 19 años, Nezahualcóyotl, Estado de México).

Cómo incluir a estos nuevos estudiantes, cómo construir vínculos fuertes con la institución escolar, o cómo lidiar con estas figuras adolescentes y sus historias, es el tipo de interrogantes que surge ante la nueva realidad. En este artículo pretendo contribuir a esta reflexión explorando, ya no las identidades juveniles, como lo han hecho estudios previos, ni los conflictos que se le presentan a la institución escolar, sino las tensiones, dilemas y contradicciones que genera la inclusión escolar en las subjetividades de los propios adolescentes previamente excluidos. Los tatuajes de Brandon generan incomodidad entre los maestros, los sorprenden, parecen fuera de lugar; él mismo se siente observado y extraño en ese espacio.

En el relato previo emerge otro detalle: a Brandon en la escuela lo llaman Rafael.

Es que me llamo Rafael Brandon, pero hasta cierto punto siento que cambié de personalidad un poco en el trayecto de venirme de Morelia para acá, porque yo siempre fui Brandon, Brandon, Brandon, o sea todas las personas me llamaban Brandon porque a mí siempre me gustó ese nombre, y Rafael nunca me gustó porque así es el nombre de mi papá.

¿Y por qué no dices que prefieres que te digan Brandon?

Porque no me gusta pedirles cosas. A lo mejor ellos van a sentir que es una insignificancia lo del nombre, pero para mí es otro significado. También siento que es porque como que, en el fondo, a veces, no controlo entre mis dos personalidades. Luego, a veces, fumo marihuana en la mañana y me vengo así a la escuela [en la tarde], vengo así como que más receptivo, y es cuando noto que con algunas personas, y con algunos profesores, dejo de ser Rafael y vuelvo a ser Brandon, o sea como si a veces dependiera de cómo me muestro ante ellos: si me muestro como quieren que me vea, como que más lineal, más así como de: “sí profesor”, así soy Rafael, como que hasta cierto punto lo hacen ver a “Rafael” más elegante, como una persona más refinada, por así decirlo, y a Brandon como que lo hacen ver una persona como que… “¡ah! es uno de esos que les gusta andar en la calle, que son bien desmadrosos, que les gusta el relajo, la pelea” y cosas así. Pues sí, yo era así… (E-24, Brandon, 19 años, Nezahualcóyotl, Estado de México).

El doble nombre emerge para nosotros como metáfora de una subjetividad dividida; hace evidente que la incorporación al espacio escolar de nuevos sectores de la población representa un desafío y un reacomodo violento para la escuela, pero también para los propios adolescentes. La esencia de este relato, más allá de los matices extremos que asume la experiencia de Brandon, no es excepcional. A lo largo del trabajo de campo me encontré con muchas referencias similares de adolescentes que marcaban una escisión entre el adentro y el afuera de la escuela que coincidía con una subjetividad escindida. Estos relatos denotan una escisión espacial que se traslapa y cristaliza en una escisión de la propia subjetividad.

“Me sentía mejor en mi colonia, pues sentía como que mentía allá afuera [en la escuela] y aquí [en la colonia] podía ser yo misma”, dice Silvia a casi mil kilómetros de Nezahualcóyotl, en una barriada popular y pobre de Tuxtla Gutiérrez, capital del estado de Chiapas. Habla en pasado porque con sólo 16 años pocos meses atrás decidió dejar el bachillerato tecnológico en el que cursaba su segundo semestre y así poder transitar su embarazo con menos complicaciones.

Aquí ya todos me conocían, cómo era, cómo me expresaba y allá en la escuela no tanto pues, tenía que ser un poco más tranquila, más obediente, para que vieran que mi comportamiento era tranquilo y pues no…, no muy así exagerado (E-71, Silvia, 16 años, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas).

La división socioespacial entre la escuela y el barrio pone en tensión nuevamente la subjetividad. “Me hacía sentir rara porque en mi casa, aquí en mi colonia, era una, y en la escuela era otra. Ya algunas veces me confundía y no sabía cómo actuar”, explica Silvia.

Hasta que fue un día que dije: “no, mejor voy a ser yo misma, como soy, no voy a fingir ser otra persona”. Y pues ya, me fui adaptando, pero algunas personas se me quedaban viendo raro, nada más [se preguntaban] cómo era yo realmente. Pues empecé a tratar así… diferente, como actúo aquí, como hablaba aquí, como me expresaba y los llamaba aquí, y pues… hasta que se dieron cuenta y me preguntaban que por qué había cambiado. Ya fue que les dije que no, que así es mi forma de ser. Y pues así me gusta estar, ¿no?, no quisiera fingir ser otra, otra persona (E-71, Silvia, 16 años, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas).

Los relatos de Brandon y Silvia, con estructuras y metáforas llamativamente similares, denotan una subjetividad tensionada, en conflicto, y por momentos totalmente dividida que se corresponde con un adentro y un afuera de la escuela. Uno y otro espacio, la escuela y la calle, o la escuela y la colonia, exigen a un mismo sujeto comportamientos, lenguajes, estéticas y actitudes diferentes, es decir, pretenden y esperan interactuar con distintos sujetos, tan diferentes que por momentos resultan incompatibles. Ya no se trata solamente de identidades juveniles (colectivas) que no se corresponden con la cultura escolar, que son rechazadas o que se resisten; lo que está en juego aquí, y me interesa explorar, es la vida interior de estos adolescentes, sus formas de pensar, sentir y percibir el mundo exterior y a sí mismos (Ortner, 2005).

En este artículo me propongo analizar esta relación compleja entre pertenencia escolar y subjetividad en algunos de los adolescentes más desfavorecidos de los sectores populares. Se trata de una relación relativamente poco explorada; sin embargo, podría ser el trasfondo de los desafíos que plantea el proceso de inclusión de estos nuevos estudiantes, y de muchos de los conflictos y dilemas que al respecto enfrentan los propios adolescentes. El argumento que se desarrolla se estructura a partir de la hipótesis de la configuración, en estos casos, de una subjetividad dividida. Brandon es Rafael en la escuela y Brandon en la calle, Silvia es ella misma en su colonia y “finge” ser otra en la escuela: una subjetividad dividida entre dos espacios de pertenencia que genera una serie de tensiones, contrariedades y dilemas en los propios sujetos.

El artículo está organizado en cinco secciones. En el próximo apartado se discute en términos teóricos la relación entre pertenencia y subjetividad. Para ello me apoyo en la literatura especializada sobre pertenencia escolar, dominada por la psicología educativa y las ciencias de la educación, y sobre pertenencia en general desde las ciencias sociales. Aunque con puntos en común, en el cruce de estas dos grandes líneas veremos que surgen oportunidades analíticas aún poco exploradas y que pueden enriquecer ambos debates: tanto sobre la pertenencia escolar en específico, como sobre la pertenencia en general. En este mismo apartado preciso el uso que daremos al término subjetividad y las diferencias que de allí emergen respecto a los estudios que focalizan en un concepto similar, pero distinto, como es el de identidad.

Luego de la presentación de la metodología, y tomando como sustento las contribuciones de esta discusión más conceptual, los dos apartados siguientes se concentran en el análisis empírico. La configuración de subjetividades divididas es abordada en cada uno de estos dos apartados a través de la exploración de dos temas específicos: la autenticidad y la autoestima, aspectos que claramente pertenecen al ámbito de la subjetividad. Para este análisis recupero las experiencias de Brandon y Silvia, e incorporo las de otros estudiantes que participaron de esta investigación. El último apartado presenta las conclusiones, en las que se retoman algunos de los principales hallazgos y a partir de ellos se esboza una reflexión final sobre los dilemas que la relación entre pertenencia y subjetividad plantea a la escuela de hoy, y sobre los cuales necesitamos encontrar nuevas respuestas y acuerdos.

Pertenencia y subjetividad en el espacio escolar

La paulatina masificación de la educación media superior y la consecuente incorporación de sectores antes excluidos promovió un creciente interés por explorar lo que sucede al interior del espacio escolar. Por un lado, la irrupción de nuevos sujetos juveniles hizo evidente que los “estudiantes” eran, además y simultáneamente, “jóvenes”, y que la escuela no era sólo un espacio de socialización en el rol de alumno, sino de sociabilidad entre pares, subjetivación y construcción identitaria (Weiss, 2012b; Weiss 2012c). Esto dio pie a un conjunto de investigaciones que se interesaron por explorar distintos aspectos de la sociabilidad adolescente y juvenil en el ámbito escolar, enriqueciendo así “los estudios sobre alumnos desde la perspectiva de la vida cultural y social de los jóvenes y los estudios sobre jóvenes desde la perspectiva de la vida juvenil más allá de sus expresiones culturales” (Weiss, 2012b: 10). Algunos de estos estudios indagaron específicamente en la heterogeneidad de los públicos estudiantiles y sus diferentes sentidos y expectativas depositadas en la escuela (Martínez y Quiroz, 2007; Guerra, 2009; Guerra y Guerrero, 2012, Grijalva 2012), mientras otros, más cercanos a nuestro tema de interés, analizaron puntualmente en México -y otros países de la región- el desacople entre una cultura escolar largamente arraigada y nuevas identidades juveniles que ahora se hacían presentes en la escuela (Dayrell, 2007; Leao et al., 2011; Guerra, 2012; Paulin, 2017).

Por otro lado, y éste es el debate en el que situamos nuestro artículo, este proceso evidenció que la inclusión educativa no se resuelve sólo con la incorporación de estos adolescentes. Incluir implica tener en cuenta también una serie de dinámicas, relaciones y prácticas escolares que favorecen, obstaculizan o diferencian el aprovechamiento escolar dentro del mismo plantel. Por esta razón, se vuelve relevante prestar atención a las condiciones, procesos y formas bajo las cuales se da, internamente, la inclusión de los nuevos contingentes de estudiantes. Tal como señalan Tarabini et al. (2018), la exclusión educativa también hace referencia a no ser reconocido como estudiante, no ser escuchado o tomado seriamente, ser ignorado o estigmatizado en clase, o sentirse completamente distante de las prácticas escolares y los conocimientos trasmitidos. Situaciones todas ellas que ocurren adentro, y no afuera, de la escuela, y que tienen que ver con la experiencia escolar misma.

Lo que está en juego al preguntarnos por las formas bajo las que se da la inclusión educativa es, precisamente, la condición de pertenencia de los estudiantes en el espacio escolar. Ser incluido no es sólo tener acceso, sino sentirse parte y ser considerado como tal en ese espacio al cual se accede. De hecho, la exclusión es un concepto eminentemente relacional cuyo foco está puesto no en la disponibilidad de recursos, sino en el debilitamiento o negación de la condición de membresía (membership), respecto de una determinada comunidad (Saraví, 2007). La pregunta emergente es, entonces, qué significa ser miembro, sentirse parte o pertenecer a un determinado espacio o comunidad, y qué implicaciones tiene esta definición sobre las condiciones de inclusión.

La pertenencia escolar en particular hace referencia a un constructo psicológico que expresa el vínculo o nivel de apego de los estudiantes con la escuela (O’Brien y Bowles, 2013; Slaten et al., 2016). Esta conceptualización, dominada por las ciencias de la educación y la psicología educativa, enfatiza una dimensión emocional asociada con los vínculos afectivos y de identificación que los estudiantes construyen con la comunidad y el espacio escolar. El sentido de pertenencia sería equivalente a lo que en términos coloquiales llamaríamos “sentirse como en casa” y al estado psicológico derivado de ese sentimiento de bienestar y seguridad. En la base de este planteamiento subyace el supuesto de que la pertenencia, en términos generales, es una necesidad humana esencial y, por lo tanto, la búsqueda de pertenencia (en diferentes ámbitos) es un motivador clave de nuestro comportamiento (Baumeister y Leary, 1995).

A partir de este denominador común se han propuesto múltiples descripciones y operacionalizaciones para identificar empíricamente este vínculo emocional-afectivo de los estudiantes con la escuela. Más allá de algunos matices, existe cierto consenso en traducir el sentido de pertenencia como sentirse respetado, valorado y contenido en la escuela (a lo cual, en ocasiones, se agrega el sentirse cómodo y seguro). Podemos notar que, desde esta conceptualización, el sentido de pertenencia en general, y la pertenencia escolar en particular, representan una condición favorable, benéfica, e incluso necesaria para el desarrollo y bienestar psicosocial del individuo. En consonancia con esto último, en los estudios empíricos sobre pertenencia escolar ha predominado una inclinación más bien prescriptiva y aplicada que busca contribuir a su desarrollo (Saraví et al., 2020).

Estas contribuciones han sido sustantivas en dos ámbitos: por un lado, sabemos que el sentido de pertenencia escolar tiene efectos importantes no sólo sobre el bienestar general de los adolescentes, sino también sobre otras dimensiones estrictamente educativas, como el aprovechamiento y la continuidad escolar. Cuando los estudiantes se sienten a gusto y mantienen una relación afectiva con la escuela, es menos probable que la abandonen tempranamente o que falten a clases; suelen tener un mejor comportamiento, disminuye la conflictividad y el rendimiento y compromiso académico tienden a mejorar (Finn, 1989; Johnson, 2009; O’Brien y Bowles, 2013; Kiefer et al., 2015).

Resultado de todas estas evidencias hoy es frecuente que organismos internacionales como la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE, 2015), a través de su Programa Internacional para la Evaluación de Estudiantes (PISA); o nacionales en México, como el hoy extinto Instituto Nacional para la Evaluación Educativa (INEE, 2017), por mencionar algunos, le den un lugar prioritario a este tema en sus informes y promuevan activamente que las escuelas trabajen en pos de desarrollar o fortalecer el sentido de pertenencia entre sus estudiantes.

Por otro lado, también debemos a estos estudios la identificación de una serie de precursores. En términos generales, de estas investigaciones se desprenden tres dimensiones que tendrían una incidencia sustancial sobre el sentido de pertenencia escolar de los estudiantes: los docentes, los compañeros y el entorno escolar. En relación con cada uno de estos tres temas, distintos autores han identificado factores y prácticas que contribuirían a desarrollar un sentido de pertenencia. Por ejemplo, en torno a los docentes: la confianza y cercanía en la relación con sus alumnos, el estímulo y motivación que generen en los estudiantes, el acompañamiento académico y la contención socioemocional, o el trato igualitario que les provean (Fredricks et al., 2004; Johanson, 2009; Slaten et al., 2016; Tapia et al., 2010; Tarabini et al., 2018); en lo que respecta a los compañeros, la integración al grupo, la colaboración y la formación de relaciones de amistad (Kiefer et al., 2015; Delgado et al. 2016). En referencia al entorno escolar se han identificado características de la escuela (como el tamaño de los grupos o la disponibilidad de actividades extracurriculares) y el clima escolar (como la claridad de las reglas o la participación de los estudiantes (Johanson, 2009; Fredricks et al., 2004).

En algunas ocasiones, sin embargo, las relaciones entre la pertenencia escolar, sus precursores y sus efectos no son del todo consistentes. Así, por ejemplo, con frecuencia ocurre que factores identificados como precursores coinciden con el mismo contenido que se le da a la pertenencia escolar: que los docentes respeten a sus alumnos resulta obvio que contribuirá a que los alumnos se sientan respetados. Otras veces sucede que lo que en un estudio se consideran precursores en otro se los considera consecuencias; por ejemplo, un mayor involucramiento de los estudiantes en la vida escolar puede interpretarse en ocasiones como causa y en otras como efecto.

Estas limitaciones derivan, en parte, de una perspectiva que asume la pertenencia como una condición fija, más que dinámica, y como un estado, más que un proceso, lo cual es consistente con análisis principalmente cuantitativos (Saraví et al., 2020). Si bien esta opción teórico-metodológica aporta a la identificación de precursores y efectos, al mismo tiempo reduce las posibilidades de explorar la pertenencia escolar como una experiencia2 vivida por los propios sujetos, con tensiones y contrariedades tanto subjetivas como sociales.

Desde una perspectiva más sociológica, muchas de estas cualidades se incorporan a la noción de pertenencia. La dimensión emocional-afectiva, y el consecuente estado psíquico de sentirse parte de un determinado espacio o colectividad, no es en absoluto descartada, pero es complementada con una dimensión eminentemente social. Esta dualidad de la pertenencia se expresa en la confluencia de dos niveles: uno más individual o personal que refiere al vínculo emocional y de identificación de uno con el espacio o grupo de pertenencia, y otro más social, referido a los discursos, valoraciones y prácticas que establecen fronteras entre unos y otros, entre los que pertenecen y los que no pertenecen, entre “nosotros” y “ellos”. Yuval-Davis (2006) se refiere a este último nivel como “la política de la pertenencia”, la cual básicamente consistiría en la construcción y mantenimiento de fronteras de pertenencia, pero también de su resistencia y disputa. Dicho en otros términos, este nivel hace referencia a las prácticas de exclusión e inclusión socioespacial.

Ambos niveles no son independientes el uno del otro. Al respecto, Antonsich (2010) ha señalado que el sentimiento personal e íntimo de pertenencia a un determinado lugar debe siempre corresponderse con los discursos y prácticas de inclusión y exclusión en juego en ese lugar, los cuales inexorablemente condicionarán el propio sentido de pertenencia. Es decir, si uno es rechazado por los miembros de una comunidad, el sentido de pertenencia se verá afectado, y lo mismo sucederá si uno es bienvenido en un espacio con el cual, no obstante, no se tienen vínculos afectivos, identitarios o de otro tipo.

Lo más significativo del reconocimiento de esta dualidad es, precisamente, que nos abre la posibilidad de pensar la pertenencia como un proceso fluido y disputado, en ocasiones con contradicciones y tensiones. Como muestran Cuervo y Wyn (2017), es posible en algunos casos pertenecer y ser un outsider al mismo tiempo. La pertenencia, así entendida, puede presentar múltiples capas, ambivalencias y contradicciones, las cuales expresan de alguna manera los esfuerzos de muchos jóvenes por pertenecer en un amplio espectro de espacios diferentes.

En el contexto de los estudios sobre identidades juveniles en el espacio escolar a los que me referí al inicio de este apartado, Guerra (2012) señala la importancia de considerar la resistencia y confrontación que imponen determinadas culturas juveniles a la inclusión escolar; al referirse a “la banda”, la autora señala que se trata de “un modelo cultural alternativo a la escuela y el trabajo, del que se valen los jóvenes para dotar de contenido a esta etapa de juventud, al tiempo que les sirve para construir su identidad”, y luego añade que “ser de la banda” constituye una alternativa biográfica e identitaria a la de “ser estudiante” o “ser trabajador” (Guerra 2012: 263). El choque entre este tipo de identidades juveniles y la cultura escolar representa sin duda un obstáculo para la construcción de pertenencia; se trata de la confrontación entre entidades culturales colectivas que aparecen, en principio, como monolíticas y distantes. En este artículo, en cambio, me interesa profundizar, a partir de esos aportes previos, en las contradicciones y esfuerzos de estos adolescentes por pertenecer al espacio escolar, así como en las tensiones y dilemas subjetivos que de allí se desprenden.

La subjetividad es un concepto complejo y polisémico en el campo de las ciencias sociales (Aquino, 2013), por lo cual una revisión aún menos que exhaustiva de sus diferentes usos queda fuera de los alcances de este texto. Interesa marcar, sin embargo, dos distinciones respecto al significado que frecuentemente se le atribuye en el ámbito de la sociología de la educación. En este artículo la subjetividad se define, desde una perspectiva antropológica, como el conjunto de aquellos modos de percepción, de sentir y de pensar que animan a los sujetos actuantes sobre el mundo exterior y, muy especialmente, sobre sí mismos (Ortner, 2005; Bhiel et al., 2007). En este sentido, aunque se relaciona, difiere de otros conceptos afines como el de identidad, particularmente en su acepción como categoría sociocultural, en la medida que trasciende la identificación-distinción respecto a una alteridad. Por otro lado, tampoco coincide con la subjetivación entendida en términos de una dinámica sociopolítica de emancipación del sujeto. La subjetividad, tal como aquí la entendemos, está moldeada por diversas formas de control social o gubernamentalidad, relaciones sociales y determinaciones culturales y estructurales; subjetivación, para nosotros, no es sinónimo de emancipación sino de construcción de subjetividades.

En este sentido, los espacios de pertenencia mantienen una relación de recíproca influencia con las subjetividades. Aquellos espacios y grupos en los que nos sentimos “como en casa”, de los cuales formamos parte y con los cuales compartimos un vínculo afectivo, contribuyen a definir cómo actuamos, pensamos, sentimos y nos constituimos como sujetos. Quiénes somos no puede ser separado de adónde pertenecemos (Probyn 1996, cit. por Antonsich, 2010). Podemos imaginar, así, que las tensiones y contradicciones que en ocasiones presenta la condición de pertenencia (y a las cuales me refería párrafos más arriba) se trasladan y cristalizan en el sentido de uno mismo; es decir, en contradicciones, tensiones y ambivalencias de la propia subjetividad. Este tema ha sido parcialmente explorado en relación con el concepto bourdiano de habitus. El propio Bourdieu, incluso, acuñó el concepto de “habitus escindido” o “habitus dividido” (Bourdieu, 2007) para hacer referencia a un fenómeno similar al que aquí nos interesa.

Recordemos que el concepto de habitus, en el contexto del planteamiento teórico de Bourdieu, evoca y refiere (sin ser equivalente) a lo subjetivo. Las disposiciones que conforman un habitus tienden a verse confirmadas, reforzadas y afianzadas en el individuo cuando se desarrollan en contextos donde operan las mismas o similares condiciones (estructuras objetivas) que le dieron origen; es decir, cuando hay correspondencias entre ambas instancias. Bourdieu grafica esta situación haciendo referencia a una expresión coloquial, pero elocuente: cuando existen estas condiciones de correspondencia, el individuo se siente “como pez en el agua” (Bourdieu y Wacquant, 2005: 188). Es decir, se mueve con comodidad; pero éste no siempre es el caso.

Una verdadera sociogénesis de las disposiciones constitutivas del habitus… debería consagrarse a comprender de qué manera el orden social capta, canaliza, refuerza o contrarrestra procesos psíquicos, según haya homología, redundancia y reforzamiento entre las dos lógicas o, al contrario, contradicción y tensión (Bourdieu, 2007: 447).

Aunque lo habitual es la correspondencia, las contradicciones y tensiones entre ese sistema de disposiciones y el campo en el que operan no están exentas de presentarse en ciertas ocasiones. La no coincidencia o contradicción ocurre, principalmente, debido a que el habitus no es algo fijo o dado para siempre, sino un producto sociohistórico sujeto a cambio. El mismo Bourdieu reconoce que, aunque no es lo más común, el habitus puede cambiar y quedar desfasado con respecto a los campos que lo vieron surgir. La escuela, por ejemplo, es una instancia paradigmática en la que el habitus puede sufrir transformaciones. Bourdieu (2007) aborda este tema en un breve texto que, precisamente, titula “Las contradicciones de la herencia”; allí, su reflexión se refiere a las contradicciones entre las disposiciones heredadas y las adquiridas en etapas posteriores de la vida como resultado de la educación o la movilidad social. Como corolario, Bourdieu enuncia de manera reveladora este dilema:

Tales experiencias tienden a producir habitus desgarrados, divididos contra sí msimos, en negociación permanente consigo mismos y con su propia ambivalencia, y por lo tanto, condenados a una forma de desdoblamiento, a una doble percepción de sí mismos y también a múltples lealtades y una pluralidad de identidades (Bourdieu, 2007: 446).

Tal vez sea Diane Reay quien con más profundidad ha explorado este desdoblamiento de la subjetividad en el campo de la educación. Retomando los marcos conceptuales planteados originalmente por Bourdieu, Reay et al. (2009) analizan los esfuerzos por pertenecer en distintos contextos escolares de jóvenes de la working class británica. Por ejemplo, estudiantes de clases bajas que acceden a universidades de élite o adolescentes de estos mismos orígenes que intentan lidiar con el cumplimiento de la cultura escolar y el éxito académico sin abandonar las prácticas e identidades, la forma de ser que reclama la masculinidad y cultura popular de sus barrios (Reay, 2002). Shaun, un estudiante de secundaria sobre cuya experiencia se basa este último análisis, se encuentra en una posición inestable, en las fronteras entre dos formas de ser irreconciliables entre sí, observa Reay (2002: 223), y añade: “[Shaun] se ve obligado a realizar un enorme trabajo psíquico, intelectual e interactivo, con el fin de mantener estas contradictorias formas de ser, su percepción dual de sí mismo”.

Esta descripción podría aplicarse casi en los mismos términos para los dilemas de Brandon y Silvia en México; sin embargo, su situación, y la de otros adolescentes que analizaré aquí, difieren en los procesos que las originan. Shaun intenta adoptar un habitus escolar que le permita continuar una trayectoria académica y cuenta para ello con el estímulo de la escuela que promueve ese cambio de habitus, mientras el barrio y sus compañeros tensionan en el sentido inverso. En nuestro caso, contradicciones y conflictos subjetivos semejantes derivan de situaciones diferentes: los y las estudiantes con quienes trabajamos también realizan un esfuerzo por pertenecer al nuevo ámbito escolar sin abandonar por completo una subjetividad construida en otros espacios de pertenencia, pero se enfrentan a una escuela que, en términos generales, los rechaza o devalúa a partir de ciertas marcas encarnadas (embodied) de esos habitus heredados.

Metodología

Los relatos iniciales de Brandon y Silvia, como el resto del material empírico en el que se basa este artículo, provienen del trabajo de campo realizado entre 2017 y fines de 2018 en siete escuelas de nivel medio superior. Las escuelas se localizan en tres ciudades del país: Tijuana, en el estado de Baja California, en la frontera norte (2 escuelas), Ciudad de México y su área conurbada en el centro del país (2 escuelas) y Tuxtla Gutiérrez, en el estado de Chiapas en el sur (3 escuelas). Todas son escuelas públicas: tres de ellas (una en cada ciudad) pertenecen a la modalidad de bachillerato tecnológico; las otras cuatro corresponden a la modalidad de bachillerato general. Varias de las escuelas se encuentran localizadas en áreas periféricas de las respectivas ciudades, y todas, ya sea por su perfil, por su ubicación o por las referencias locales, atienden mayoritariamente a sectores populares.

En cada escuela entrevistamos a estudiantes y docentes de ambos géneros. En total se realizaron 73 entrevistas abiertas semiestructuradas con adolescentes que cursaban el segundo o tercer semestre del bachillerato. El 48 por ciento (35) fueron varones y el 52 por ciento (38) mujeres; sus edades iban de los 15 a los 21 años, aunque 90.4 por ciento tenían entre 15 y 17 años. Estas proporciones se mantuvieron en los mismos rangos en cada una de las tres ciudades. También, como parte de la investigación, hicimos un total de 22 entrevistas con docentes, pero éstas no se incluyen en este artículo. Además de las entrevistas individuales con estudiantes realizamos cinco grupos focales, uno en cada escuela, excepto en dos de Tuxtla. Cada grupo focal tenía entre 6 y 8 participantes; se respetó la paridad de género y el rango de edad de los entrevistados. A través de esta modalidad participaron, en total, otros 32 adolescentes. Las entrevistas individuales tuvieron una duración de entre 45 y 75 minutos, y los grupos focales entre 90 y 120 minutos. Todas fueron grabadas y posteriormente transcritas íntegramente para ser codificadas y analizadas con el software N-Vivo11.

Con este programa, cuyos principios de uso se sustentan fuertemente en los lineamientos generales de la teoría fundamentada, se construyó una serie de nodos y subnodos con los cuales se codificaron todas las entrevistas y grupos focales. Estas categorías de codificación incluían algunas ya predefinidas, referidas a temas como el contexto extraescolar, el desempeño académico, la dinámica de las clases, la relación con pares y maestros y el proceso de elección de la escuela; pero además, durante el mismo proceso de codificación, el material empírico fue dando lugar a la creación de nuevas categorías más conceptuales, tales como aislamiento social, reconocimiento, estigmas y resistencias, conflictos escolares, espacios de pertenencia y la misma subjetividad dividida, entre otras. En este sentido, nuestros conceptos emergen de los datos y al mismo tiempo son usados para explicar esos datos (Glaser y Strauss, 1967), lo cual se manifiesta en los siguientes dos apartados.

Para este artículo en particular, además del análisis de todo el corpus de material empírico se profundizó en algunas entrevistas en particular en las que se expresaba con mayor claridad esta subjetividad dividida. En una obra colectiva publicada en 2012 en la que se reúnen estudios sobre las identidades juveniles en el espacio escolar, Eduardo Weiss, su coordinador, señala que sus resultados no mostraban la “crisis de la escolaridad” observada en otros países por varias razones, entre ellas, porque “nuestros trabajos no se centran en los sectores populares urbanos más marginados, sino en los sectores populares y medios que constituyen la gran mayoría de la población escolar” (Weiss, 2012b: 16). Resulta pertinente traer esta referencia porque en este artículo nos interesa profundizar precisamente en la relación con la escuela de aquellos adolescentes más desfavorecidos y vulnerables de los sectores populares que llegan al nivel medio superior. En este sentido, la mayor parte de los 105 estudiantes que participaron en la investigación corresponden a esos sectores populares mayoritarios de la población escolar, pero de entre todos ellos encontramos algunos que corresponden a los que Weiss denomina “más marginados”, y que cada vez están más presentes en el ámbito escolar y en algunas escuelas en particular. El análisis que sigue está centrado especialmente en esos casos, los cuales, no obstante, reflejan experiencias que, tal vez con menos crudeza, están presentes en muchos otros adolescentes de los sectores populares.

En todos los casos se accedió a las escuelas con la autorización de docentes y directivos. Una vez en ellas se presentó el proyecto a los estudiantes y se les invitó a participar en él. Su participación fue absolutamente voluntaria, y las entrevistas se desarrollaron en el mismo espacio escolar. Todos los nombres que aparecen en este artículo son ficticios para preservar el anonimato de los participantes.

La autenticidad rechazada

En los relatos iniciales de este artículo, Brandon decía que percibía cierta incomodidad de los maestros frente a su presencia, y Silvia, que en ocasiones sentía que en la escuela fingía ser otra persona. En ambos casos lo que está en duda es si lo que son corresponde con el lugar en el que se encuentran o, dicho en otros términos, si la escuela es un espacio de pertenencia para ellos. Los adolescentes son particularmente sensibles a la mirada de los otros en tanto transitan un periodo que se caracteriza por la incertidumbre, la exploración y la definición de su propio self. No se trata de un proceso exclusivamente psicológico sino simultáneamente dependiente de las interacciones sociales en diferentes espacios y de la información que reciben a través de ellas sobre sí mismos; “en el proceso de subjetivación, señala Weiss, son importantes la interacción con otros, las vivencias diversas y las conversaciones con compañeros y amigos que forman parte de la reflexión” (Weiss, 2012c: 136). Con estas devoluciones, y su ensamblaje en un discurso consistente, van construyendo un sentido de quiénes son realmente y cuál es su lugar en el mundo (Steinberg y Morris, 2001; Crosnoe y Johnson, 2011).

En esta línea, la mirada de la escuela sobre los adolescentes contribuye a la construcción de estas subjetividades y al mismo tiempo delimita sus espacios de pertenencia. Gran parte de este proceso depende de su capacidad de interpelación sobre los estudiantes, pero también de su capacidad de inclusión. Es decir, en las interacciones cotidianas de la experiencia escolar, los adolescentes recogen señales, materiales e insumos a partir de los cuales van construyendo una definición de sí mismos, pero también van identificando si la escuela es o no un lugar en el que encajan, un lugar al cual pueden pertenecer.

Saúl: me molestó más que nada cortarme el pelo porque esperé mucho porque en la secundaria tampoco me dejaban tener el pelo largo, y pasando a la prepa dije “bueno, pues ya puedo tener el pelo un poco más largo”. Ya me hacía mis trenzas, ya tenía el pelo bien recogido con las trencitas bien hechas…

E: ¿de dónde habías sacado eso?

Saúl: pues nomás se me ocurrió… tenía cinco trenzas hasta acá arriba. No; eran seis de hecho, tres y tres, bien parejitas todas y bien arregladas, con el corte de pelo bien arreglado, pero pues el prefecto sí me echaba carrilla, me decía que eso era nada más para mujeres, y que quién sabe que tanto… es muy machista el prefecto de la mañana, que eso sólo era para mujeres. Y la [prefecta] de la tarde sólo me dijo: “¡córtate el pelo! No quiero que estés aquí con el pelo largo, y menos con esas trencitas” (E-72, Saúl, 15 años, Tijuana, Baja California).

Saúl tiene 15 años y cursa el segundo semestre de un bachillerato técnico en la ciudad de Tijuana. Al igual que para muchos otros adolescentes, la estética y la imagen corporal, influenciadas por los pares, los medios de comunicación, las redes sociales y figuras influyentes de la música, el deporte o el arte, tienen especial relevancia, tanto en su búsqueda identitaria como en la elaboración de la propia singularidad. El adolescente, tal como lo señalara Le Breton (2012: 41), “ensaya personajes en el guardarropa contextual de su entorno o de los medios de comunicación, en búsqueda de elementos que coincidan con él y de los cuales se apropia”. La escuela, como vemos en la cita previa, interviene en este proceso, pero en este caso estigmatiza y denigra ciertas figuras, e incluso define qué estéticas y gustos son y no son válidos en el espacio escolar. Saúl describe con precisión la forma que había dado a su peinado, la dedicación que le había puesto y la satisfacción con el resultado obtenido que, además, era producto de su propia creatividad e iniciativa; en este sentido, el rechazo de la escuela y la burla de los prefectos no sólo representa un cuestionamiento a un rasgo particular de su “apariencia” física, sino a aspectos clave de su propia subjetividad.

La pertenencia se nutre de una dimensión afectiva, pero, como ya vimos, también se construye a partir de una política de la pertenencia basada en la delimitación y mantenimiento de ciertas fronteras (Yuval-Davis, 2006). Son estas fronteras, y las relaciones de poder de las cuales emergen, las que establecen quiénes reúnen las condiciones o atributos para permanecer dentro o fuera, para pertenecer o no. En este caso, la escuela, a través de las prácticas, las relaciones y las interacciones cotidianas, excluye e incluye, sobre la base de ciertos perfiles identitarios o modelos adolescentes, qué está dispuesta (o no) a aceptar. Lo que denota el relato de Saúl o la experiencia de Luis, que se reproduce a continuación, es que al mismo tiempo que se plantea la universalización del bachillerato, la escuela continúa dominada por un modelo conservador y autoritario que excluye ciertas estéticas juveniles, especialmente (aunque no sólo) de los sectores populares.

Luis tiene la misma edad que Saúl, cursa el mismo semestre y estudia en una escuela similar, pero de la Ciudad de México; vive en Ecatepec y viaja casi dos horas para llegar a la escuela. Además, en las tardes y los fines de semana trabajaba en un tianguis, pero dos semanas antes de nuestro encuentro dejó “la chamba” porque iba mal en algunas materias y no quería descuidarlas. Frente a estas pruebas indudables de su esfuerzo por permanecer y continuar estudiando, la escuela, sin embargo, se detiene en ciertas marcas que definen la singularidad de sus estudiantes.

Luis: bueno, mi peinado en sí es… [diferente]. Ahora no me peiné así porque no me peino así para que no me digan nada.

E: ¿cómo es tu peinado?

Luis: me peino como muy abultado aquí, como estilo mohicano.

E: ¿y eso no se puede?

Luis: no, aquí no. Bueno, el maestro siempre nos decía “vete por una hoja de derivación” [y] con tres de esas hojas ya no puedes ir a campo

[se refiere a las prácticas profesionales] (E-08, Luis, 15 años, Ciudad de México).

En contraste, en el tianguis donde trabajaba nadie cuestionaba su peinado: “no, ahí sí, como quieras, hay corto también, varía, como quieras”. En el tianguis Luis se sentía cómodo, incluso seguro y contenido, sentimientos con los que suele definirse el sentido de pertenencia:

No sé si me entienda… pero como que el estándar de los tianguistas es que son muy vulgares, que son muy drogadictos, que nada más se dedican a la mafia, pero no son así, son gente muy honesta, gente muy agradable… de hecho te ayudan; en el tianguis todos entre ellos se ayudan (E-08, Luis, 15 años, Ciudad de México).

Una revalorización retórica de su otro espacio de pertenencia que por momentos siente como “su” lugar, un lugar con el que su subjetividad parece consistente y le permite manifestarse en su autenticidad. Algo similar me decía Saúl cuando le pregunté dónde era más fácil hacer amigos, si en la escuela o en la “colonia de mala muerte” (como él mismo la definió) en la que vive:

Saúl: pues es más fácil en la colonia, aquí [en la escuela] toda la gente es muy insegura. Te hacen que te presentes… [que digas] dónde vives, y entonces cuando dices “Camino verde” la gente como que… piensa lo peor. Piensan que: “¡ay!, éste es un cholo, un malandro, un asaltante, un…”.

E: ¿a ti te ha pasado eso?

Saúl: siii… me ha pasado, te meten en ese grupo (E-72, Saúl, 15 años, Tijuana, Baja California).

La política de la pertenencia no se limita a fijar fronteras a partir de las cuales practicar la inclusión y exclusión de unos y otros; es, al mismo tiempo, un proyecto de construcción de un tipo particular de pertenencia, no excento de disputas y obviamente sujeto a relaciones de poder que definirán el sentido que asuma dicho proyecto (Yuval-Davis, 2006). Ahora bien, si tomamos en cuenta la reciprocidad entre pertenencia y subjetividad, resulta evidente que construir un tipo particular de pertenencia significa al mismo tiempo modelar las subjetividades de quienes serán parte de ese espacio de pertenencia. Las prácticas excluyentes al interior de la escuela marcan el rechazo de ciertos perfiles, pero también la exigencia de una reformulación radical de esas subjetividades (o, al menos, fingir ser otra persona, para retomar la expresión de Silvia). En realidad, la escuela siempre ha tenido esta pretensión, pero lo nuevo es que su capacidad de interpelación se ha reducido y al mismo tiempo se ha masificado y se ha incrementado la diversidad. Éste es uno de los grandes dilemas de la escuela de hoy: no abandonar su capacidad transformadora, su incidencia en los procesos de subjetivación de los adolescentes y, al mismo tiempo, ser receptiva y abierta a la diversidad y singularidad.

Antonsich (2010) ha hecho notar esta contradicción como una tensión no sólo presente en la escuela, sino prácticamente en todo proyecto de pertenencia. Por un lado, apunta este autor, diversos estudios sugieren que para pertenecer es necesario que las personas sientan que pueden expresar sus propias identidades y ser reconocidas, valoradas y escuchadas como parte de esa comunidad de pertenencia. Es decir, que uno pueda ser reconocido y aceptado en su propia singularidad. Pero, por otro lado, la idea misma de pertenencia suele cargarse con una retórica de la similitud, la semejanza o cierta homogeneidad entre sus miembros, lo cual atenta contra todo reconocimiento de la diferencia (Antonsich, 2010).

E: ¿te dan espacio [en la escuela] para manifestarte como eres, o a veces lo sientes como un poco…?

Martín: ¡ah, nooo! En la escuela no. Me tienen muy tachaaaado. Uno trata de hacer las cosas bien, pero parece que te buscan acá… detalles para joderte.

E: ¿por qué?, ¿cómo percibes eso?

Martín: de un principio yo llegué con…, como yo llegué a la escuela a inscribirme pues no tenía el uniforme ¿no? Entonces yo llegué lo más pegado al uniforme ¿no?: un pantalón gris, pero holgado, pelón acá…, pues mis hoyos acá [en orejas y nariz]… Pero aquí en la escuela como que… no sé, la gente, principalmente las autoridades, me mal ven, o sea… insisto, ya cuando compré mi uniforme, entonces me decían: “no pues, que no sonríe”, “que está pelón”, “que es cholo”, cualquier cosa, pero pues así es mi manera de ser. A veces yo vengo apurado y se me olvida quitarme los aretes. Y digo: “chaaale… ¡se me olvidó quitarme los aretes!”. Y ya me regañan, o ya me dicen: “Martín, ¡los aretes, dámelos!” (E-38, Martín, 17 años, Tijuana, Baja California).

Martín es compañero de Saúl en el mismo bachillerato técnico de Tijuana, aunque es un poco más grande y sus gustos son diferentes: le gusta el rap y su ídolo es Cancervero, prefiere la ropa holgada como los cholos y tiene varios tatuajes y piercings en su cuerpo (también algunas autolesiones de sus primeros años de adolescencia). Pero, al igual que su compañero, y que Brandon, Silvia o Luis, siente que en la escuela es díficil presentarse tal como es, en su autenticidad.

Recordemos la frase con que Silvia iniciaba su relato en las primeras páginas de este artículo: “me sentía mejor en mi colonia, pues sentía como que mentía allá afuera [en la escuela] y aquí [en la colonia] podía ser yo misma”. En todas las experiencias que hemos venido analizando se repite esta misma idea respecto a que la escuela exige ser otro, dejar de ser uno mismo, mentir o fingir. Debemos ser claros en este punto: no se trata de una oposición a la cultura escolar al estilo de los “payasos” a los que se refieren Dubet y Martuccelli (1998) en su obra ya clásica; en todo caso, lo que observamos en estos relatos es más cercano a lo que viven los liceístas que describen estos mismos autores: la confrontación entre la subordinación de la subjetividad y el llamado de la autenticidad. En este sentido, fingir, mentir u ocultar puede ser interpretado como un acto estratégico, pero una interpretación densa de estas narrativas nos induce a pensar que, aun siendo así, estas situaciones expresan una tensión o dilema en las subjetividades de los estudiantes derivada de una pertenencia que cuestiona su autenticidad.

Precisamente es Dubet quien señala, en una obra posterior, que “la búsqueda de autenticidad aparece [en los relatos de los jóvenes] menos de manera positiva que de manera negativa por los obstáculos que se le ponen” (Dubet, 2010: 187), tal como nosotros lo hemos visto en todos los casos reseñados. Dubet añade que la cuestión crítica es el desprecio: a través del desprecio se censura la autenticidad y se daña la propia estima. Éste será precisamente el tema del próximo apartado.

La estima devaluada

Las tensiones entre la pertenencia y la subjetividad no devienen sólo de las dificultades o los obstáculos que un proyecto de pertenencia puede imponer sobre la autenticidad de uno mismo. El desprecio, al cual Dubet se refiere como el principal obstáculo para la autenticidad, no sólo tiene un efecto por negación, por censura, por rechazo a una determinada forma de ser, sino también por su capacidad de construir o modelar subjetividades. En esta tensión, lo que se pone en juego es la propia estima de los adolescentes, la valorización de sí mismos y, en virtud de ello, el posicionamiento que les corresponde en la jerarquía social.

En un apartado previo señalé que la pertenencia es operacionalizada en los estudios sobre educación en términos de sentirse respetado, valorado y contenido en la escuela. También señalé que la exclusión puede darse al interior del propio espacio escolar a través de prácticas de estigmatización o desvalorización (entre otras) por parte de diferentes actores de la comunidad educativa. Es decir, en ambos casos, el no-reconocimiento o la desvalorización atentan contra la posibilidad de pertenecer, tanto en su dimensión afectiva como social, ya sea porque se debilita el sentimiento de pertenencia o porque se los expulsa de una plena inclusión (Bayón y Saraví, 2019). Pero estas prácticas y discursos también tienen poder de subjetivación, es decir, contribuyen a dar forma a las subjetividades de los adolescentes. Las prácticas discursivas no sólo describen sino que, tal como nos enseñara Foucault, tienen capacidad de producir, de construir y de disciplinar.

Daomi: es que prácticamente yo siento que nos baja como la autoestima, porque siempre un maestro nos anda diciendo: “no, este grupo deberían de buscarse una profesión como cortar cabello, albañil, o algo así”, y siempre nos empieza a decir: “no se qué hacen aquí” (risas)… Yano: que somos un grupo malo, yo siento que eso nos baja mucho el ánimo (GF-03, Daomi, 16 años y Yano, 17 años, Tijuana, Baja California).

Esa maestra nunca me cayó bien, de hecho llegué a discutir con ella porque no me gustaba la manera en que, en vez de que nos diera… o decía: “ay no, es que los de la mañana son mejor, es que yo les doy clase a los de la mañana y los de la mañana son mejores”. Y creo que no tienes que comparar a las personas porque cada quien trabaja y piensa de manera distinta. O nos decía: “a todos los que yo les doy clases se van a ir a la mañana, y los que no, se van a quedar en la tarde de burros”, y no es cierto, porque en la tarde yo conozco muchas personas que son súper inteligentes… No, no le veo el… la diferencia de que por qué prefiere a los de la mañana y a los de la tarde no. Siempre ha sido…, yo siempre he estudiado en la tarde, y siempre dicen que los de la tarde son unos burros y que no sé qué (E-28, Lucy, 16 años, Tijuana, Baja California).

Este tipo de referencias por parte de los docentes y personal de las escuelas hacia los estudiantes no son excepcionales, sino que han sido documentadas en diversas investigaciones (Tapia et al., 2010; Bayón y Saraví, 2019). Al respecto, Tapia et al. (2010) señalan que tales referencias representan un elemento clave de retención o expulsión afectiva de los alumnos del espacio escolar. En efecto, el vínculo emocional-afectivo, así como el respeto recíproco son esenciales para la construcción de pertenencia. Pero, si bien en muchos casos estos aspectos son factores suficientes para expulsar a los adolescentes del espacio escolar (es decir, promover que abandonen), en otros persiste un esfuerzo por permanecer, lo cual deriva en formas de pertenencia devaluadas. En el primer relato previo, Daomi da cuenta de un profesor que les dice “no sé qué hacen aquí”, en una invitación directa a abandonar la escuela; aunque los estudiantes permanecen, lo hacen asumiendo el costo y la resignación que supone una subjetividad devaluada: asumirse como grupos que no son nada, o “los burros de la tarde”.

Para estos jóvenes, la pertenencia escolar supone un dilema entre la aceptación o el rechazo de esta subjetividad devaluada; es decir, entre la resignación, la resistencia y el retiro. Más que un dilema se trata de una tensión, porque si bien, como veremos enseguida, es posible identificar prácticas que denotan una u otra cosa, éstas con frecuencia confluyen en los mismos sujetos. Es decir, la resignación y la resistencia conviven como expresión de una subjetividad dividida. Tal como lo sugiere Dubet en relación a las facilidades y capacidades de los estudiantes de sectores dominantes para articular las distintas lógicas de acción que estructuran la experiencia escolar, “los dominados se enfrentan a un desafío mucho más difícil, cuyas tensiones se manifiestan incluso en el interior de la personalidad” (Dubet, 2010: 190).

Volvamos a la experiencia de Luis por un momento, aquel adolescente de corte de pelo estilo mohicano a quien hicimos referencia en el apartado anterior. Luis estudia en un bachillerato con formación técnica en enfermería perteneciente a un subsistema escolar sobre el cual pesa una fuerte estigmatización y desvalorización social. Como muchos otros adolescentes, su ingreso a este bachillerato no fue por elección, sino que fue la opción en la cual encontró un lugar en virtud de los puntos obtenidos en el examen para acceder a la educación media superior. Sobre la especialización técnica que estaba estudiando, Luis me decía:

Luis: pues la verdad, no me lo tome a mal, pero sí, es como que eres “gato” del doctor… Ellos saben hacer lo que hacemos nosotros, pero ellos no lo hacen porque para eso estamos nosotros.

E: ¿y eso no te gusta o qué?

Luis: ¡pues no! Porque por ejemplo nosotros vamos a llevarles las vasijas, una vasija para que hagan pipí, popó, vamos a tener que llevarlas a higienizar, vamos a tener que bañarlos si sus parientes no quieren bañarlos, vamos a hacer todo…

E: ¿y no has pensado en cambiarte?

Luis: el maestro de química, que he hablado algunas veces con él, me decía… porque él es muy religioso, me decía que, si Dios te había puesto en un lugar, lo tienes que terminar, y entonces si Él me puso aquí debo de terminarlo ¿no? Por algo me quedé aquí ¿no? Más que nada por mis aciertos, por los aciertos que tuve [en el examen]. Sí, es muy triste, pero es así (E-08, Luis, 15 años, Ciudad de México).

El sentimiento de tristeza que expresa Luis deriva de la inevitable resignación y del reconocimiento de su posición subalterna, pero además socialmente desvalorizada y despreciada. La pertenencia a la escuela parece suponer, al mismo tiempo, la aceptación de una subjetividad devaluada, situación que seguramente podría evitar en el tianguis. Esto representa una “prueba” para la continuidad escolar y, simultáneamente, un cuestionamiento a una subjetividad en proceso de conformación.

En otros momentos, en cambio, los estudiantes apuestan a participar en el juego escolar y meritocrático, y resistir desde allí la aceptación de una subjetividad devaluada (otra respuesta, más frecuente, es romper o abandonar el juego: el retiro). Algo de esto es lo que podemos leer en los relatos siguientes de Emilia y Saúl:

Emilia: ah … antes me desagradaba entrar a las clases, porque llevé un tiempo donde mis amigos me decían: “ven, ¡no entres a clases!”. Y pues ahora cuando los profesores me dicen que me eché a perder… pues les voy a demostrar que no es así.

E: ¿te han dicho eso los profesores?

Emilia: sí. La mayoría de los profesores me tiran indirectas … me dicen: te echaste a perder. Y no sé… me hace sentir mal. Y pues hace rato pasó eso… y pues… me quedó algo adentro… como decirle al profe de geometría de frente que no, que no va a ser así. Quizás sí me descarrilé un poquito, pero les voy a demostrar a ellos y a mi mamá que no, que puedo cambiar… para bien (E-67, Emilia, 15 años, Tuxtla Gutiérrez, Chiapas).

Saúl: ¡ah sí!, yo quiero estudiar y trabajar y terminar toda mi carrera. Quiero estudiar hasta la universidad. Lo que tengo más que nada propuesto aparte de esto es callarles la boca a mis padres, y a mi hermano y a mis hermanas. E: ¿en qué sentido?

Saúl: porque me dijeron que yo no iba a terminar ni la prepa. Por las calificaciones, por como voy. Me dijeron: “tú no vas ni a terminar la prepa…”. ¿Cómo quieren que yo suba mis calificaciones si en vez de darme ánimo me dan un bajón diciendo: no, ¡tú ni la prepa vas a terminar!… Y yo le dije a mi mamá: “te voy a callar la boca. No me estés diciendo así que quién sabe qué… ya te dije”. Se enojó, porque fue como si yo le estuviera retando, pues… y pues prácticamente sí la estoy retando. Porque en vez de estimularte te dan un bajón y es tu propia familia. No duele que te lo digan tus amigos… tu propia mamá que te diga eso, tu propia madre: no vas a terminar ni la prepa… sí te duele (E-72, Saúl, 15 años, Tijuana, Baja California).

En todos estos relatos, aun en aquéllos que expresan un intento de resistencia, la subjetividad dividida se expresa a través de una dimensión emocional. La tristeza, el sentirse mal o el dolor, que no es físico, parecen ser consecuencia de una subjetividad devaluada que no termina de aceptarse, pero tampoco es definitivamente borrada del propio self. May (2011) ha señalado que una de las principales diferencias entre el concepto de habitus y el de pertenencia es que este último valoriza el contenido emocional de las interacciones; y el de Saúl es un ejemplo de ello. No se trata sólo de sentirse desubicado en el espacio escolar (como un pez fuera de la pecera), sino de la carga emocional de las interacciones que allí se tejen. En este caso, además, esta carga emocional coincide con lo que podríamos entender como una dimensión emocional de la condición de clase: los sentimientos emergentes están asociados a una subjetividad subalterna.

Conclusión

La construcción de pertenencia escolar es hoy uno de los grandes desafíos de la escuela contemporánea (Miranda, 2012). Distintos factores como el debilitamiento de su capacidad de interpelación, la persistencia de prácticas pedagógicas tradicionales, la pérdida de reconocimiento del docente y el distanciamiento de la institucionalidad escolar respecto a culturas juveniles emergentes, entre otros, dificultan que la escuela se constituya en un espacio de pertenencia para quienes la integran, y especialmente para sus estudiantes. Estas dificultades, sin embargo, se acentúan cuando nos referimos a nuevos contingentes de adolescentes antes excluidos del sistema educativo.

Por un lado, emergen múltiples conflictos entre estos adolescentes y sus escuelas, como si se tratara de sujetos que no corresponden a esos espacios, que están “des-ubicados” o “fuera de lugar”. Por otro lado, sin embargo, la obligatoriedad de la educación media hace que la escuela se constituya en un espacio obligatorio y legítimo para estos nuevos sujetos. Como resultado, las escuelas, pero también los propios adolescentes, resultan presos de esta tensión.

Las escuelas se debaten entre adaptarse a estos nuevos públicos adolescentes o persistir en su capacidad “trans-formadora” y “normalizadora” de subjetividades; los estudiantes, por su parte, se cuestionan si el compromiso y vínculo con la escuela es compatible con sus formas de ser, estilos y habitus heredados o si deben resignarse a su devaluación y rechazo. El análisis previo sugiere que la complejidad de este desafío reside precisamente en que no se trata de optar por una u otra de estas alternativas, sino de encontrar una respuesta que las contenga a todas. La presencia de lo que he denominado “subjetividades divididas” expresa y es resultado de este dilema aún irresuelto.

En este artículo argumenté que la pertenencia debía ser concebida como un proceso, es decir, como un estado en construcción, antes que como una cualidad o condición estática y unívoca del individuo. Un proceso de construcción en el cual, además, confluyen dimensiones subjetivas y sociales. La construcción de pertenencia a un determinado espacio (ya sea físico-material, institucional, o social) incide directamente y al mismo tiempo sobre el proceso de subjetivación, lo cual resulta particularmente relevante en la adolescencia.

La pertenencia escolar, en muchas escuelas al menos, parece sustentarse todavía en cierta idea de homogeneidad constituida en torno a una figura preconcebida de adolescente; los estudiantes que no responden a estos parámetros son rechazados, desvalorizados o despreciados. Tal como señala Páramo (2016: 55): “por encima de todo, se exige normalidad, normalidad y más normalidad, se desalientan -e incluso se sancionan- las singularidades y las diferencias, así como las conductas poco apropiadas en función de los estándares de normalidad”. Frente a este escenario emergen las subjetividades divididas: adolescentes que fingen ser otros en la escuela, que aceptan y al mismo tiempo resisten la censura de su autenticidad y la devaluación de su subjetividad. Estas contradicciones pueden permanencer como tensiones latentes y manifestarse en conflictos escolares y malestares subjetivos, o bien resolverse ya sea a través de la resignación a la normalización o del abandono escolar. Ninguna de estas alternativas, es obvio, representa una respuesta satisfactoria ni deseable para la escuela que imaginamos.

Francisco Miranda (2012: 71) ha hecho notar “la necesidad de una nueva revolución educativa que no sólo debe atender la escolarización de masas, sino a subjetividades más contradictorias y dispersas, socialmente diferenciadas y con expectativas y sentidos de mayor diversidad”. En efecto, el desafío consiste en que la escuela promueva un espacio de pertenencia sustentado en la diversidad, el reconocimiento y la participación, y al mismo tiempo acompañe y enriquezca emocional, social y académicamente los procesos de subjetivación adolescente. En esta dirección, hacer de la escuela un espacio de mayor diálogo, empatía y reconocimiento recírpoco entre docentes y estudiantes resulta imprescindile para poder iniciar este camino.

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1Este artículo es producto del proyecto de investigación “Espacios de pertenencia escolar” coordinado por el autor y financiado por el Fondo Sectorial de Investigación para el Desarrollo Social, SEDESOL/CONACyT (2016-1-276380).

2Sobre el concepto de experiencia aplicado al campo de la educación, ver Guzmán y Saucedo, 2015.

Recibido: 29 de Abril de 2021; Aprobado: 06 de Octubre de 2021

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