Si bien los estudios literarios han abordado problemas relativos al crimen organizado en México, sus investigaciones se han enfocado en la narconovela, los narcocorridos y la literatura del norte, de tal suerte que son escasos los trabajos que se ocupen de las narraciones en torno a estos fenómenos desde el campo de la teoría narrativa. Me refiero a esa área interdisciplinaria que estudia las narraciones independientemente de si son o no literarias. Es un campo que tiene la virtud de promover la colaboración entre la antropología, la sociología, los estudios literarios y otras disciplinas. Su elasticidad permite explorar conjuntamente cómo se ha dado cuenta del crimen organizado en relatos orales, en el periodismo escrito y televisivo, en etnografías, en informes oficiales y en ficciones de toda índole. Esto sin perder de vista las diferencias entre perspectivas, así como las confrontaciones y negociaciones entre narrativas de distintos grupos y diferentes ámbitos (locales, regionales, globales).
Las investigaciones más sugerentes en esta veta se han hecho desde la antropología. Una de las más destacadas es Conversaciones del Desierto de Natalia Mendoza (2008), quien participa en el Dossier que reunimos para este número. Su artículo se acerca al fenómeno de los grupos delincuenciales a través de algo tan periférico y que parece tener poca importancia como la gramática truncada de los narco-comunicados. A partir del análisis de las narco-mantas nos muestra que el Estado y el Crimen Organizado comparten rasgos. Ambos se erigen como sistemas de intermediación parasitaria en su afán de controlar territorios, recursos y monopolizar la violencia. Incluso la narco-cultura ha logrado suplantar al Estado en la promesa de movilidad social. La única diferencia radica -nos recuerda la autora- en la serie de actos discursivos y de procedimientos institucionales que acompañan la violencia. Pero las prácticas del Estado una y otra vez difuminan esta frontera, mientras que los grupos delincuenciales han carecido de un vocabulario político que les permita interpelar a un público y avanzar hacia la refundación de la diferencia entre lo criminal y lo político.
En el otro artículo que compone el Dossier, Daniella Blejer aborda el problema de la violencia en Ciudad Juárez a partir de la novela 2666. La investigadora sugiere que a través de la evocación de la Alemania Nazi, la Unión Soviética de Stalin, la dictadura de Franco y la de Pinochet, Roberto Bolaño enfatiza que en la frontera de México y Estados Unidos se vive también una violencia extrema y, sobre todo, sistémica. Para ello, Blejer considera que el escritor chileno reformula el género neopolicial latinoamericano. Por debajo de la red de corrupción sitúa al sistema capitalista, que traza los nuevos mapas de nuestro mundo, definidos no por nacionalidades, sino por las desigualdades e injusticias.
Blejer resalta la imagen de Ciudad Juárez como un agujero negro, cavado por ciclos de violencia y olvido, del cual surgen cientos de imágenes que los personajes de la novela de Bolaño son incapaces de comprender. Sus señalamientos recuerdan el diagnóstico de Frederic Jameson (1998), quien ve, en la lógica del capitalismo tardío, una mutación de nuestras nociones básicas de espacio, tiempo y cambio. Para el teórico marxista nuestra imposibilidad de pensar el sistema desde afuera y de manera crítica se debe a que finalmente el capitalismo ha colonizado al resto de los sistemas sociales. Esta situación se ha agravado por la euforia ante la imagen, porque una vida regida por la continua producción y consumo de imágenes sólo existe en el presente o en los clichés del pasado. Cualquier suceso se convierte inmediatamente en un evento remoto, sepultado por una avalancha de nuevos acontecimientos. La transformación sin descanso hiere fatalmente la noción de cambio. Una vez que perdimos a su opuesto, la permanencia, perdimos las coordenadas para entenderlo. Esta paradoja produce un cambio sin precedentes en todas las esferas de la vida social, acompañado de una estandarización igualmente sin precedentes. Siguiendo el cauce de estas insinuaciones, Blejer nos lleva por la última novela de Bolaño.
Al conformar el Dossier con el estudio documental de Natalia Mendoza y el literario de Daniella Blejer, hemos intentado evocar uno de los orígenes de la teoría narrativa contemporánea, en la exploración de las diferencias entre el discurso documental y el discurso ficticio. Roland Barthes (1994 [1967]) y Hayden White (1973) mostraron cómo la historiografía utilizaba modelos literarios para construir el pasado e iniciaron una revuelta que llevó a historiadores y, sobre todo, a novelistas para que vieran en la historia una forma de ficción (Dolezel 2010). Aunque White no fue tan lejos, hizo evidente una dimensión de la historia que había sido desatendida, la manera en que las piezas documentales establecen a menudo su coherencia y unidad a partir de tramas, géneros y tropos literarios.
Los recuentos del crimen organizado en México no escapan a esta tentación. No sólo narradores de ficción, sino analistas, columnistas, politólogos recurren a tramas y metáforas para darle unidad a estos fenómenos. En una breve enumeración es posible vislumbrar algunas de las figuras que utilizan. John Bailey (2014) sugiere que por su amplitud, diversidad, y sus distintos grados de agresividad, podríamos considerar al crimen organizado como un cáncer que ataca la economía de mercado y la gobernanza democrática. Para Rafael Barajas "El fisgón" (2011), nos embiste con la fuerza de gigantescas olas; Alejandro Hope (2013) lo denomina una tormenta perfecta; Eduardo Guerrero (2015) afirma que su letalidad sigue el crecimiento exponencial de las epidemias; mientras que de manera mucho más crítica, Fernando Escalante (2012) lo entiende como un pararrayos que atrae las ansiedades e incertidumbres que ha desatado el nuevo orden mundial.
Salvo excepciones, estas imágenes evocan un peligro inminente, generalizado, que nos amenaza a todos. Como los heraldos griegos, anuncian una tragedia, de la cual, si nos apuramos, podemos salvarnos. Más allá de si las metáforas se conforman con la evidencia, es indiscutible que nos hacen prestar atención al contenido que anuncian. Son el sueño de cualquier narrador: sentir que lo contado no sólo es importante sino una cuestión de vida y muerte. Quizá algo similar, aunque más modesto, buscaba Rafael Alberti cuando a los 90 años leyó sus poemas en el Palacio de Bellas Artes en 1999 y sacó de pronto una pistola y disparó, aunque sólo saliera una banderita.
Hablar de armas y asesinatos siempre nos ha hecho prestar atención, más cuando la siguiente víctima puede ser alguien que conocemos o nosotros mismos. Este argumento no es nuevo. Ya hace unos años Fernando Escalante (2012) mostró la dimensión imaginaria que rodeaba a los hechos del crimen organizado, cómo volvía importantes a las agencias de seguridad, a los medios de comunicación, a los políticos, a los académicos. Estos relatos permitían que las agencias y cuerpos de seguridad justificaran y aumentaran su presupuesto, que los noticieros aumentaran su audiencia, que el producto interno creciera. Como el rey Midas, convertía en oro hasta las letras que los referían.
Quizá el crimen organizado captura nuestra imaginación porque hay pocos asuntos tan jugosos en drama, tan rebosantes en potencial narrativo. Si pensamos al crimen organizado como un grupo de individuos formando una coalición para un fin ilícito, el crimen organizado lo tiene todo: intencionalidad, transgresión, interacciones, violencia y enigmas. La intencionalidad supone metas, recursos, habilidades y estrategias, con un alto riesgo que involucra muerte, tortura o prisión. Las interacciones se multiplican hacia dentro del grupo y, sobre todo, hacia afuera con grupos rivales, con distintas agrupaciones estatales y con los distintos grupos de la sociedad civil.
De igual manera nos atraen sus entornos: la vida clandestina y los bajos fondos de cárceles, barriadas, desiertos, bodegas, comisarías y cuarteles militares. Incluso podríamos especular que el crimen organizado multiplica los elementos cautivadores de las historias criminales. No involucra a un solo criminal sino a muchos. No es una transgresión momentánea sino continua de la ley. Nos habla de impunidad que es el sueño que todos albergamos, pero también de chivos expiatorios.
Esto supone una vasta cantera de acciones y personajes, que se puede sentir, por un lado, en la temperatura volcánica de sus verbos: evadir, mentir, engañar, corromper, torturar, asesinar, secuestrar, extorsionar, espiar, perseguir, encarcelar, desaparecer; y por otro, en su repertorio de personajes: contrabandistas, sicarios, capos, lugartenientes, contadores, abogados, productores, narcomenudistas, policías uniformados, policías de investigación, policías infiltrados, marinos, soldados, líderes de unidad, comandantes, jueces, secretarios de la corte, políticos electos, víctimas y familiares. Las acciones y los agentes están forjados en el fuego de una violencia extrema. Esto se traduce en giros bruscos entre la vida y la muerte, entre la lealtad y la traición, entre la mentira y la verdad, entre la corrupción y la honorabilidad, entre la justicia y la impunidad. Si el drama es el arte de los extremos, ¿puede haber algo más extremo que el crimen organizado?
Esta "fascinación" contrasta con el dolor de las víctimas. Si ésta empuja a los espectadores a la banalidad de la nota roja, las víctimas y sus familiares se ven interpelados de la manera más violenta con preguntas sobre la justicia, el dolor y el sentido de la vida. Por eso puede ser peligroso mostrar las tramas y metáforas que articulan las narraciones documentales. Si seguimos hasta el extremo a algunos teóricos y narradores posmodernos, puede parecer que fenómenos tan patentes y dolorosos como el crimen organizado son una quimera de nuestra imaginación. Es un camino insultante frente a la realidad innegable que viven las familias de decenas de miles de muertos y de todos aquellos que sufren la extorsión, la intimidación y el secuestro. De hecho, desde que el presidente Felipe Calderón la planteara en forma de una guerra, la pregunta por el crimen organizado regresa una y otra vez para darnos una bofetada seca. Un alud de muertos y desaparecidos nutren las estadísticas de periodistas y analistas. Nuevas tragedias nos esperan entre las montañas de mariguana, armas y dinero decomisados. Cuando pensamos que hemos visto lo peor, una barbarie nueva nos sacude con su terror como en el caso de los estudiantes de Ayotzinapa. Por estos motivos hemos querido reunir en el Dossier trabajos que apuntan en el camino de un estudio interdisciplinario. Son sólo eso: primeros pasos, inciertos y provisionales, en un amplio y complejo territorio aún por explorar.