Introducción
Notas sobre los conceptos
En los territorios americanos de la monarquía española, la voz “comunidad de indios” tenía un significado muy distinto al que hoy se le daría. Entre los siglos XVI y XVIII, este concepto se utilizaba para referirse a la economía pública de los pueblos de indios, es decir, a su erario.1 De ello seguramente estaba muy bien enterado el redactor de la decimoquinta ley del título cuarto del libro sexto de la Recopilación de leyes de los reinos de Indias, pues escribió que las comunidades que había en los pueblos eran “las haciendas públicas de los indios” (Recopilación, 1680, t. II, título 4°, libro 6°, ley XV).2
Las comunidades de indios eran una institución harto compleja. No se reducían a las famosas cajas de comunidad, que eran el instrumento en el que los naturales depositaban el dinero que usaban para suplir sus públicas necesidades. Para nada; esas sólo eran una parte. Las comunidades de indios también estaban constituidas por un conjunto variable de bienes, que podían ser cuotas en especie o metálico pagadas por los tributarios, milpas de maíz, estancias de ganado, pesquerías, edificios o terrenos dados en alquiler, caleras, censos.3 Estos bienes eran llamados “bienes de comunidad” -aunque hubo quien los llamó “propios”- y su procedido debía ingresarse en las cajas de comunidad.
En este sentido, me parece que existe cierta confusión sobre el concepto de bienes de comunidad. Aunque se ha escrito que los bienes de comunidad eran los “bienes comunes o públicos” de los indios (García Martínez, 1987, p. 102) o que “por bienes de comunidad entendemos todos aquellos recursos colectivos que poseían los pueblos de indios” (Mendoza, 2018, p. 76), me temo que tales definiciones no pueden adoptarse para estudiar la historia colonial de Chiapas y Guatemala. Y es que, de hacerlo, incurriríamos en graves errores de interpretación. Por ejemplo, podríamos pensar que cuando los alcaldes de Teopisca, en Chiapas,4 y los de Santa Catarina Ixtahuacán, en Guatemala,5 declararon que no tenían bienes de comunidad, estaban diciendo que en sus pueblos no existía ningún tipo de recurso colectivo. Sin embargo, ambos asentamientos poseían -y no en poca cantidad- bienes en común en los que sus habitantes sembraban, cortaban madera, cazaban y criaban animales.6 Lo que estos indios querían expresar, y así lo entendía todo el mundo en aquella época, era simplemente que el erario de sus pueblos, es decir, su comunidad, carecía de bienes.
Los justicias del pueblo de Samayaque explicaron lo anterior con mayor claridad. En 1703 dijeron que “los pocos bienes” de comunidad que tenían “se reducen a que cada tributario pague un zonte de cacao al año”. Asimismo, agregaron -y aquí yace lo importante- que, si bien en su pueblo había tierras de uso colectivo, no “podemos confundir[las]” con las que en otros lugares se solían “llamar bienes de comunidad”. La razón era simple: esas tierras no producían “principal ni réditos” para su caja de comunidad.7
En las provincias de Chiapas y Guatemala, pues, los bienes de comunidad fueron sólo aquellos que sirvieron para alimentar el erario de los pueblos. Podría decirse, en conclusión, que aunque todos los bienes de comunidad fueron colectivos, no todos los bienes colectivos fueron de comunidad. Aclarado qué es lo que entiendo por comunidades de indios y por bienes de comunidad, ya podemos entrar en materia.
Planteamiento del problema
Las comunidades de indios son una de las instituciones que más ha interesado a los estudiosos de los pueblos coloniales.8 Sin duda, esto obedece al lugar central que los bienes y cajas de comunidad ocuparon en la vida social y económica de la América hispánica desde el siglo XVI. Con sus recursos se construían obras públicas; se costeaban celebraciones religiosas; se pagaba el sustento a los párrocos; se sufragaban los gastos ocasionados por querellas judiciales; se cubrían los faltantes del tributo; se atendían los estragos ocasionados por epidemias, plagas y hambrunas; se abastecía de alimentos a las ciudades; y se financiaban empresas agrícolas y comerciales de españoles mediante el otorgamiento de préstamos.
A pesar de su importancia, es poco lo que se sabe de las comunidades de indios de las provincias de Chiapas y Guatemala. Casi todo lo escrito con relación a ellas se deriva de leyes que el Consejo de Indias emitió para su buena administración, la mayor parte de las cuales nunca fueron ejecutadas.9 Por otro lado, si bien existen investigadores que han tratado de trascender los aspectos estrictamente jurídicos, los resultados de sus esfuerzos han sido pobres. Se han limitado a presentar datos, a menudo descontextualizados, sobre los ingresos y gastos que registraron las comunidades de ciertos pueblos y a utilizar esta información para aventurar hipótesis acerca de la situación económica de esos asentamientos (Collins, 1980, pp. 193-198; Grandin, 2007, pp. 50-57; Pompejano, 2009, pp. 130-134).
Cierto es que, en tiempos recientes, por fin se han publicado textos en los que se estudia el funcionamiento de las comunidades de indios en Chiapas y Guatemala, en especial de las cajas de comunidad (Guillén, 2020; Chiquín, 2021; Herrera, 2022). Sin embargo, estos trabajos han partido de un supuesto que, a mi juicio, merece ser discutido con detenimiento. Todos ellos han dado por hecho que las mayores transformaciones que sufrieron los erarios de los pueblos se produjeron a fines del siglo XVIII, como resultado de las llamadas reformas borbónicas.
Este argumento retoma de forma un tanto acrítica los planteamientos que en las últimas tres décadas han formulado los historiadores interesados por las comunidades de los pueblos de la Nueva España.10 En apretada síntesis, en la historiografía novohispana se ha afirmado que las reformas iniciadas en la década de 1760, tras la visita de José de Gálvez, condujeron a una estricta fiscalización, por parte de la Real Hacienda, del dinero acumulado en las cajas de comunidad, lo cual hizo que los cabildos perdieran la autonomía que habían poseído para decidir cómo y en qué se invertían estos recursos (Tanck, 1999, pp. 77-152; Terán, 1999; Bustamante, 2010; García Ruiz, 2017, pp. 206-224). Asimismo, y es esto lo que me interesa discutir, se ha sostenido que dichas reformas provocaron un cambio muy importante en la gestión de los bienes de comunidad o, para ser más exacto, de las milpas que los naturales sembraban para sus cajas de comunidad. Lo escrito a este respecto es que la política de la Corona causó “una ruptura con las formas tradicionales de organización comunal de los pueblos de indios”, ya que los naturales fueron obligados a pagar cuotas individuales para alimentar su erario, en vez de cultivar en colectivo las milpas que se habían utilizado para este fin desde el siglo XVI (Menegus, 1988, p. 768).11
Lo anterior da por ciertos algunos supuestos cuya validez, al menos para los casos chiapaneco y guatemalteco, no ha sido realmente comprobada. El primero es que, para alimentar sus erarios, los indios preferían el sistema de trabajo colectivo en sus milpas de comunidad a las aportaciones personales que cada miembro del pueblo podía ofrecer de sus propios bienes. El segundo es que estas “formas tradicionales de organización comunal” solo se vieron alteradas cuando un actor externo, en este caso la Corona, intervino para desarticularlas. Y el tercero es que estos cambios se produjeron en un momento muy concreto: los últimos años del siglo XVIII, cuando la política reformista de los borbones alcanzó su cénit.
En este artículo, quisiera mostrar que tales argumentos son inaplicables a la historia de los pueblos de Chiapas y Guatemala. Lo que arguyo en las páginas siguientes es que, en estas provincias, la supresión de las milpas de comunidad no se produjo a fines del periodo colonial, sino que tuvo lugar entre 1660 y 1730. Asimismo, trataré de probar que los motores de este cambio fueron, por un lado, los inconvenientes que causaba la existencia de dichas milpas a los indios y, por el otro, las transformaciones sociales y económicas que se vivieron a lo largo de esas décadas.
Las milpas de comunidad
Al igual que en el centro de la Nueva España (Menegus, 1991, p. 203), en el reino de Guatemala las comunidades de indios fueron creadas por los frailes que participaron en la congregación de los naturales en pueblos. Así, al referirse a la labor que realizaron los primeros dominicos que arribaron a Chiapas, fray Antonio de Remesal escribió que, en 1549, “se esparcieron los religiosos de dos en dos […] por toda la tierra [y] empadronaron los indios y repartiéronles el tributo que cada uno había de dar, añadiendo algo más para los gastos comunes y comida de los religiosos cuando fuesen a sus pueblos para que los caciques no pudiesen echar derramas. [Y] pusieron arcas de depósito con sus libros de cuenta y el orden que en escribirlos había de tener” (Remesal, 1620, t. I, p. 512).12
En efecto, los religiosos -y luego la Audiencia de Guatemala- procuraron que los indios, según sus capacidades económicas, dispusieran de distintos bienes de comunidad. Así, para alimentar su caja de comunidad, los naturales de Comitán, Rabinal y Sololá criaban ganado mayor y menor (Tovilla, 1960 [1635], p. 207).13 Los de Quechula cobraban un derecho de “canoaje” por trasportar mercancías a través del Río Grande.14 Los de Santa Ana Chimaltenango comerciaban el producto de unos hornos de cal.15 Los de Aquespala, Sayula y Tecoluta vendían pescado a los vecinos de Ciudad Real.16 Y los tributarios de Huehuetenango y Quetzaltenango entregaban, respectivamente, una pierna de manta y dos reales de plata.17
Las milpas de comunidad
Con todo, en los pueblos chiapanecos y guatemaltecos, los bienes de comunidad más importantes fueron las milpas de comunidad. Ello, en principio, se debió a lo generalizadas que estuvieron. Desde el siglo XVI, a los justicias de todos los pueblos se les pidió que obligaran a los naturales a hacer al menos una sementera de maíz o de trigo para alimentar su erario.18 El tamaño y los rendimientos de estas siembras varió de un lugar a otro, en función de la calidad de las tierras. Mientras que la milpa de comunidad de San Juan Amatitlán -ubicado en uno de los fértiles valles del centro de Guatemala- producía 130 fanegas de maíz,19 la de Jacaltenango -asentado en las escarpadas tierras de los Cuchumatanes- pocas veces dio más de 50 fanegas de ese grano (Collins, 1980, pp. 179-181). Pero fuera abundante o humilde, el producto de estas sementeras solía aportar la mayor parte del dinero que se depositaba en las cajas de comunidad.20
Ahora bien, que la agricultura fuera originalmente la base económica de los erarios de los indios no debe resultar extraño. Luego de su fundación, a cada pueblo se le asignó un conjunto de tierras adicionales a las que sus moradores ocupaban para sus parcelas personales que, entre otras cosas, podía albergar las siembras de comunidad. Además, tras ser congregados en sus nuevos asentamientos, a los indios, fueran macehuales o principales, se les obligó a trabajar juntos para atender sus públicas necesidades, de manera que se podía garantizar mano de obra para tales milpas.21 Asimismo, que los naturales hicieran estas sementeras resultaba muy conveniente para los españoles, pues se lograría un excedente de granos que podían comprar a precios relativamente bajos.22 Finalmente, parte del alimento que los naturales daban como ración a sus doctrineros también salía de estas milpas, por lo cual, los ministros religiosos pusieron especial empeño en que las hicieran.23
Durante el primer siglo que trascurrió desde la creación de los pueblos -ca. 1545 y 1640- no parece que los indios incumplieran con su obligación de hacer milpas de comunidad. Así, salvo que alguna plaga las devorara, año con año, las cosechas que de ellas se obtenían eran vendidas para allegar dinero a las cajas de comunidad.24 Las cosas, empero, comenzaron a cambiar hacia la década de 1650.
La disponibilidad de tierra
En Chiapas y Guatemala, las milpas de comunidad solían ocupar una fracción de las tierras de aprovechamiento colectivo que poseían los pueblos, es decir de sus ejidos.25 El ejido, que era administrado por el cabildo y presentaba una extensión que variaba de lugar en lugar, tenía diversos usos.26 Las partes menos aptas para la agricultura eran reservadas para que los moradores del pueblo llevaran animales a pastar, cazaran, pescaran o consiguieran recursos forestales. En cambio, las tierras favorables para el cultivo se dividían en parcelas personales, se alquilaban a individuos o corporaciones ajenos al pueblo, o se empleaban para hacer las siembras de comunidad. Estas partes fértiles del ejido podían tener distintos usos en un lapso relativamente breve. Por ejemplo, los moradores de Teopisca declararon que en las tierras que poseían entre los cerros de Joosvitz y Balunbotán “se han hecho milpas de roza, así para la comunidad como para los hijos de este pueblo”.27 En Chiapa de la Real Corona, las tierras que en un año eran arrendadas a indios foráneos, al siguiente se repartían entre familias del pueblo para que hicieran sus sementeras.28 Y, en Quetzaltenango, las tierras que usualmente se alquilaban a los ladinos, en ocasiones se “dan a los hijos del pueblo que no tienen propias”.29
En este sentido, hacer milpas de comunidad implicaba ―por decirlo de algún modo― enajenar tierras que probablemente algunos indios deseaban para otros fines. Quizá en aquellos lugares, donde la tierra de buena calidad era de fácil acceso ―como la Depresión Central de Chiapas o el Altiplano Central de Guatemala―, ello no significaba un gran problema. Pero, donde la superficie cultivable inmediata al pueblo comenzaba a agotarse, ya bien por el uso, ya bien por la creciente demanda de parcelas familiares que ocasionaba la recuperación demográfica del último tercio del siglo XVII, abrir una milpa para la comunidad podía ser un verdadero problema.
Cito dos casos: en 1710, los indios de Panajachel afirmaron que ya “no siembran milpa de comunidad porque no tienen donde, [pues] su pueblo está a la falda del cerro de Sololá [y] a la orilla de la laguna de Atitlán”;30 y en 1727, los naturales de San Sebastián El Tejar narraron que, por “haberse aumentado el dicho nuestro pueblo, han hecho casas de vivienda los naturales de él” en la parte de su ejido que antiguamente ocupaba “la dicha tierra de comunidad”.31
Frente a la escasez de tierra cultivable en las cercanías de sus pueblos, los indios tenían algunas alternativas. Podían migrar hacia zonas de tierra templada o caliente, donde poseían o arrendaban terrenos que les ofrecían hasta dos cosechas de maíz al año.32 Podían conseguir trabajo en las haciendas y labores de españoles.33 Podían aprender y lucrar con algún oficio.34 O podían llevar mercancías a las provincias de Soconusco y Zapotitlán para trocarlas por cacao, el cual luego cambiaban por maíz.35
Pero estas estrategias de supervivencia no compaginaban con la antigua práctica de hacer milpas para la comunidad. Fuera porque vivían desparramados en sus parcelas,36 porque trabajaban en haciendas y labores, porque desempeñaban algún oficio37 o porque se dedicaban al comercio,38 los naturales ya no podían participar en la explotación de las milpas de comunidad dado que solían dispersarse en los meses que duraba la siembra, la escarda y la cosecha.39
La asignación de los tequios
Los tequios que se organizaban para las milpas de comunidad también se volvieron un asunto problemático. Como mencioné, el cultivo de estas sementeras implicaba que, todos los años, cada tributario debía prestar servicio personal. Determinar las labores que se realizarían, asignarlas y supervisar que se llevaran a cabo, tocaba a los integrantes de los cabildos, quienes durante el año de su encargo estaban exentos de participar en ellas. Sin duda, cuando este trabajo se repartía de forma más o menos equitativa y se veía recompensado de alguna forma, los indios no tenían mayor problema en descuidar sus propias milpas para acudir a la de la comunidad. Empero, las disconformidades aparecían cuando sentían que las tareas que les adjudicaban eran injustas o que daban más a la comunidad de su pueblo de lo que recibían de ella.
Injusto era, por ejemplo, que estos tequios recayeran sólo en el común de los indios, mientras que las élites y sus familias se eximían de ellos. En este sentido, en 1626, los indios de Copainalá se quejaron de que, aunque “los alcaldes y regidores […] en el año que usan sus oficios están reservados de acudir a los servicios de comunidad […], después de acabados los oficios quieren gozar de esta preminencia, y van cargando todos estos trabajos sobre los macehuales”.40 Tan habituales eran estos abusos, que los jueces de visita buscaron aminorarlos. Al descubrir que en Chiapa de Indios los “macehuales habiendo sido una vez alcaldes o regidores se quieren reservar de los servicios personales y cargas comunes”, el visitador Juan de Gárate y Francia mandó que “el servicio […] común del pueblo se reparta igualmente entre todos sin que recaiga más sobre unos que sobre otros, distribuyéndole por semana y calpules. De forma que el calpul que hubiere servido una semana quede libre hasta que todos los demás hayan servido”.41
Pero los tequios también podían usarse para cobrar venganzas personales. En San Bartolomé Plátanos, Chiapas, tuvo lugar un episodio que resulta ilustrativo. En 1604, Juan Pérez declaró ante el alcalde mayor de Ciudad Real que, a pesar de no “poder trabajar por su enfermedad”, uno de los justicias del pueblo “le compele a que vaya a los servicios” de la milpa de comunidad y que cuando le era imposible cumplir “le hace pagar indios que por él sirvan”. La razón de este abuso, narró, era que se oponía a que los naturales de ese pueblo se trasladaran a vivir a Simojovel, tal y como lo habían decidido sus alcaldes y principales, alegando que allí había mejores tierras. Así, el servicio para la comunidad, pensado para fomentar la colaboración entre los indios, fue utilizado por la autoridad local para castigar la disidencia o, como el mismo Pérez dijo, para reprender a los “que no son de su parecer”.42
A la par de estos abusos, hubo otro problema. Para cualquier indio, participar en los tequios implicaba reducir el tiempo que dedicaba a sus propios asuntos. Quizás cuando la comunidad aliviaba sus públicas necesidades, acudir a las milpas de comunidad era una inversión de tiempo y esfuerzo que merecía la pena. Pero, cuando estos servicios se traducían en engorrosos sacrificios personales que no eran retribuidos de forma recíproca, los naturales buscaron liberarse de ellos. En Quechula, por ejemplo, los indios pidieron en 1674 que “los reserven del trabajo de la milpa de comunidad” porque, de lo contrario, no podrían atender debidamente “sus cacahuatales y [milpas] suyas propias”.43 Historia parecida fue la de los indios de la Sierra de los Mames, en Quetzaltenango, quienes en 1693 solicitaron que no se les obligara a hacer sementeras para sus comunidades, porque la mayor parte del año “necesitan estar asistiendo y cuidando sus [propias] milpas para poderlas lograr”.44 Y en este mismo sentido, en 1718, los pescadores de San Miguel Petapa demandaron que se les eximiera del trabajo en las milpas de comunidad ya que era “incompatible con la continua ocupación de sus oficios”.45
Las reformas de los visitadores
Entre las décadas de 1660 y 1690 tuvo lugar un cambio de gran trascendencia en muchos pueblos de Chiapas y Guatemala. Los indios, movidos por todo lo que he venido narrando, se empeñaron en suprimir el cultivo de las milpas de comunidad y, en su lugar, prometieron pagar nuevas cuotas personales para alimentar sus cajas de comunidad.46
Los arreglos locales
Indicios claros de este fenómeno aparecen en la década de 1660. En 1665, los naturales de Chiapa de la Real Corona pidieron que “cese la milpa de comunidad” y, a cambio, cada tributario ofreció entregar “media fanega de maíz para bienes de comunidad”.47 En 1674 se descubrió que, en Quechula, los macehuales “conciertan y convienen con los oficiales de república” con la finalidad de dar cada uno cierta cantidad de maíz “de que suelen juntar 60 fanegas […] para la comunidad”.48 En esas mismas fechas, en Ocosingo se llegó al arreglo de que “diese cada tributario 400 mazorcas de maíz para su comunidad” en sustitución de la “siembra de la milpa”.49 En 1688, el religioso encargado de la doctrina de Santa Ana Malacatán informó que los alcaldes de los pueblos que atendía “cobran y juntan de casa en casa de cada familia” el maíz que se usaba para pagar los gastos de la comunidad.50 E incluso, en el pueblo de Almolonga, cercano a la capital del reino, los justicias declararon en 1720 “que el maíz que da el dicho pueblo” para su comunidad “lo recogemos nosotros […] en las casas de los hijos de dicho pueblo”, pues no hacían milpa de comunidad.51
En otros lugares, los bienes de comunidad fueron conmutados por contribuciones en moneda. En 1690, en Bachajón, los indios declararon que “en su pueblo no se siembra milpa de comunidad”, pues estaba pactado “que cada tributario entero diese dos reales para ello”.52 Asimismo, en 1693, Cristóbal Ortiz de Letona, alcalde mayor de Tecpanatitlán, descubrió que los únicos ingresos que tenía el erario del pueblo de Sololá eran los “tostones que se cobraron […] de los naturales”.53
Para las principales autoridades de Guatemala, estos cambios no pasaron desapercibidos y hubo un momento en el que intentaron revertirlos. A fines del siglo XVII, la Audiencia instruyó a los alcaldes mayores y corregidores para “que se practiquen y observen” las antiguas leyes que mandaban que los indios “tengan todos los bienes de comunidad que pudieran tener”, en especial milpas de maíz. Su argumento era que el sistema de cuotas personales aportaba lo justo para que los naturales cubrieran los gastos ordinarios de sus erarios, de manera que “en ocasiones de enfermedad y otras de hambre” no tenían “socorro por defecto de los bienes comunes”.54
Pero los indios no claudicaron. Luego de padecer los vicios a los que podía prestarse el sistema que se implantó para gestionar sus erarios en el siglo XVI, habían llegado a la conclusión de que las milpas de comunidad eran detestables. Al mismo tiempo, habían comprobado que la vida en sus pueblos podía ser más amena si cada uno, de su propia cosecha, aportaba lo necesario para cubrir los gastos que eran responsabilidad de todos. No he encontrado a nadie que haya expresado mejor este sentimiento que los principales de San Martín Jilotepeque. Con gran lucidez, sostuvieron que “nuestro pueblo no tiene tierras correspondientes para [la comunidad] y […] de nuestras cosechas contribuimos una red de mazorcas por costumbre antigua, de que se compone la caja de comunidad […] por ser más útil y conveniente. Porque divididas las siembras se cultivan mejor y cada uno contribuye de lo que coge”.55 Para sostener estos cambios, los naturales contaron con un útil instrumento: las ordenanzas de los visitadores.
Las ordenanzas de los visitadores
Atender asuntos concretos o inspeccionar el gobierno provincial fue lo que persiguieron los jueces de visita que llegaron a Chiapas y Guatemala desde mediados del siglo XVI.56 Así, luego de revisar matrículas de tributarios, autos de tasación, libros de cuentas, tomar declaración a testigos y corroborar con sus propios ojos aquello de lo que aún dudaban, los visitadores procedían a dictar sentencias, a remitir a la Real Audiencia asuntos que requerían de un análisis más cuidadoso y, lo más importante, a elaborar ordenanzas para arreglar lo que no funcionaba correctamente en el gobierno y evitar que los abusos descubiertos volvieran a cometerse, o que al menos no fuesen tan escandalosos.
Siendo un asunto de tanta importancia, el manejo de las comunidades de indios estuvo casi siempre en la agenda de los visitadores. Por ello, en la segunda mitad del siglo XVII, descubrieron que las milpas de comunidad estaban siendo suprimidas en muchos pueblos. Frente a un escenario así, estos oficiales tuvieron dos alternativas: empeñarse en restablecerlas57 o, simplemente, validar los acuerdos que los indios habían alcanzado.
Esto último fue lo que la mayoría hizo. Al finalizar su visita a la provincia de Zapotitlán, Antonio de Lara dispuso que en San Miguel Totonicapán “han de pagar en cada un año para su comunidad los indios casados […] dos reales. Y [los] solteros y medios tributarios un real”.58 Al término de su visita al corregimiento del Valle de Guatemala, Pedro Melian determinó que en Tecpán-Guatemala “cada indio casado tributario entero dé para la comunidad tres reales y los viudos de medio tributario y los solteros, cada uno, real y medio”.59 Tras su visita a Chiapa de Indios, Juan de Gárate y Francia asentó en sus ordenanzas que los justicias “cobren […] de cada indio tributario varón media fanega de maíz para bienes de comunidad”.60 En las ordenanzas que dejó en Quechula, Juan de Ochoa y Zárate dispuso que “de aquí en adelante cada tributario pague la media fanega de maíz como ellos voluntariamente lo ofrecen […] y [lo] tengan por bienes de comunidad”.61 Y en el auto de la visita a Santa Ana Chimaltenango se asentó que “cada tributario entero ha de pagar en cada un año para la comunidad tres reales en dinero”.62
Además de procurar una mejor convivencia entre los indios, los visitadores tuvieron otros motivos para avalar estas reformas. De entrada, en aquellos lugares en los que seguían existiendo milpas de comunidad, su rendimiento era, por lo general, tan mediocre que resultaba un sinsentido fiscalizarlas. De hecho, en la provincia de Tecpanatitlán se determinó que las pocas fanegas de maíz que aún se recogían ya “no se les debe hacer cargo” en la caja de comunidad.63 Asimismo, liberar a los indios de la obligación de hacer siembras de comunidad no afectaba el suministro de granos a las ciudades. Gracias al sistema tributario que imperaba en el reino, los principales núcleos urbanos de Chiapas y Guatemala, es decir Ciudad Real y Santiago, tenían asegurado el abasto de maíz, trigo, frijol y chile, ya que los moradores de determinados pueblos siempre debían pagar sus tributos en dichas especies (Viqueira, 1994, pp. 241-245).64 Finalmente, a causa de la expansión del comercio marítimo con el Perú durante la segunda mitad del siglo XVII,65 se disponía de un volumen creciente de moneda,66 a la cual los indios tenían acceso mediante la venta de ciertos productos -cacao, grana y algodón, principalmente- y los jornales que recibían por trabajar en labores y haciendas.67 A este respecto, permitirles pagar las cuotas para su comunidad en metálico era un mecanismo más para obligarlos a participar activamente en el mercado y, con ello, afianzar la reactivación económica que vivía el reino en aquellos años (MacLeod, 1980, pp. 294-314; Viqueira, 1994, pp. 240-241).
Así, por medio de sus ordenanzas, los jueces de visita crearon un derecho propio que normó, de ahí en adelante, el gobierno y la administración de las comunidades de indios en Chiapas y Guatemala. Sin embargo, si bien estas disposiciones se basaban en los arreglos que los naturales habían logrado entre sí, y se adecuaban a las circunstancias sociales y económicas existentes, su contenido no necesariamente era compatible con las leyes que la Corona había emitido sobre esta materia. Y ello quedó al descubierto tras la promulgación de la Recopilación de 1680.
El intento de contrarreforma
Ya he mencionado que, a finales del siglo XVII, se produjo un intento de revertir estos cambios. El fundamento de estos esfuerzos fue el título cuarto del libro sexto de la Recopilación de leyes de los reinos de Indias (1681), que trataba del gobierno y la administración de las comunidades de indios.
En el reino de Guatemala la aplicación de estas leyes era ciertamente problemática. La principal razón era que todas ellas habían sido elaboradas para la Nueva España o para el Perú, de manera que no correspondían a la realidad que imperaba en esta parte de las Indias.68 De este modo, si los oidores de la Real Audiencia pretendían que se ejecutaran, debían modificar casi por completo la forma en la que los indios estaban administrando sus erarios y esto implicaba anular las ordenanzas de los visitadores.
En este sentido, la contrarreforma debía consistir en tres cambios. El primero era obligar a los indios a que volvieran a hacer milpas para sus comunidades.69 El segundo, que no agradó para nada al clero, yacía en que se suspendiesen todos los gastos excesivos que pesaban sobre las comunidades, en especial los relacionados a la manutención de los curas y a la financiación del culto divino.70 Y el tercero, que era el más radical, consistía en obligar a los justicias de todos los pueblos del distrito de la Audiencia a enviar el dinero de sus cajas de comunidad a la Caja Real de la ciudad de Santiago, para que de ahí en adelante fuese administrado por los oficiales de esta tesorería.71
Para ser franco, era irreal pensar que tales disposiciones podían acatarse. Aunque en un principio la Audiencia pidió a los alcaldes mayores y corregidores que idearan la forma de aplicarlas,72 al final admitió “la casi imposibilidad […] de que en esas provincias pudiese tener efecto la resolución de las leyes”.73 Al decir de los oidores, las causas de ello eran: 1) que el reino abarcaba unas “500 leguas de jurisdicción [y] será dificultoso la general observancia” de que los erarios de todos los pueblos se rigieran por un mismo método; 2) que “la pobreza de los naturales” hacía imprudente obligarlos a producir granos para sus comunidades; y 3) que por “no haber en algunos pueblos propios” no había caudales que pudieran ser remitidos a los oficiales reales.74
Pero los principales obstáculos que enfrentaba la contrarreforma no eran las distancias, ni la miseria de los indios. Al menos en Chiapas y Guatemala, existían motivos de mayor peso para mantener los cambios avalados por los visitadores. Frente a la recuperación demográfica registrada en muchos pueblos, la demanda de parcelas personales se había incrementado, haciendo menos probable que se destinaran tierras para las comunidades.75 Por otro lado, cada vez más indios abandonaban sus pueblos de forma definitiva para trasladarse a vivir a sus milpas, lo cual imposibilitaba reunirlos para que trabajaran en la milpa de comunidad (Obara-Saeki y Viqueira, 2017, pp. 535-540). Asimismo, que los indios tuvieran que conseguir numerario garantizaba un flujo constante de mano de obra a las labores y haciendas de los españoles76 y un suministro regular de las mercancías que vendían.77 Esto último interesaba mucho a los alcaldes mayores y corregidores, pues necesitaban que los naturales labraran sus propias siembras a fin de que reunieran los frutos o el numerario que tenían que entregarles a cambio de los repartimientos de dinero y mercancías.78
En suma, aplicar estas leyes implicaba vencer la resistencia que los indios ―y otros más, seguramente― opondrían al restablecimiento de las milpas de comunidad. Y, en esa época, confrontarse con los naturales no habría sido ni sencillo ni deseable, dada la inestabilidad social que sacudía a Chiapas y Guatemala,79 la cual tuvo su expresión más dramática en la gran sublevación de 1712 (Viqueira, 1997).
Pero hubo otro factor que también frustró la contrarreforma. Para los indios, los doctrineros, los alcaldes mayores y los procuradores de las órdenes mendicantes, las ordenanzas de los visitadores tenían el mismo valor que cualquier disposición emitida por el Consejo de Indias. De hecho, a juzgar por sus declaraciones, para ellos dichas ordenanzas resultaban aún más dignas de respeto, ya que se habían elaborado con base en un amplio conocimiento de la vida cotidiana. Por consiguiente, frente a los intentos de derogarlas, se argumentó que ello era inaceptable, ya que “toda ordenanza hecha por señor oidor visitador, siendo solamente confirmada por la Real Audiencia, tiene fuerza de ley”.80
Así, tras varios tropiezos, los intentos de revertir las reformas de los visitadores cesaron. En consecuencia, hacia el primer tercio del siglo XVIII, las milpas de comunidad habían desaparecido en casi todo Chiapas y Guatemala. Hasta donde sé, las únicas excepciones eran unos cuantos pueblos del corregimiento del Valle de Guatemala81 y de la alcaldía mayor de Escuintla,82 donde continuaron existiendo.
Reflexión final
Entre 1660 y 1730, las tierras agrícolas dejaron de ser la base económica de las cajas de comunidad de los pueblos de Chiapas y Guatemala.83 Para reemplazar el cultivo de las milpas de comunidad, los indios pagaron nuevas contribuciones personales en dinero o en especie. En las décadas siguientes, este cambio se vio reforzado cuando la Audiencia de Guatemala decidió redondear al alza el monto del tributo y aplicar este incremento, que se conoció como quebrado acrecido, a las cajas de comunidad.84 Así pues, al mediar el siglo XVIII, casi la totalidad de los ingresos de estos erarios provenían de cuotas personales en metálico.85
Desde luego que esta peculiaridad no pasó inadvertida para los reformadores borbónicos del periodo colonial tardío. Contar lo que ocurrió con las comunidades de indios a partir de la década de 1770 amerita escribir otro artículo. Lo que por ahora me interesa resaltar es que, en aquellos años, la Corona intentó de nuevo que los indios de Chiapas y Guatemala restablecieran las milpas de comunidad.86 Sin embargo, esta iniciativa se topó otra vez con una feroz resistencia por parte de los naturales, quienes alegaron -de manera parecida a sus antepasados- que si se restauraban esas siembras “ocurrirán muchos motivos de fraudes” y descuidarían sus propias milpas por “los repetidos trabajos de labrar, sembrar, limpiar y cosechar” para la comunidad de su pueblo.87
Tras comprender que insistir en esto conduciría “a un pleito interminable cuyas resultas no pueden preverse” y que el sistema de cuotas personales garantizaba que “todos los pueblos de estas provincias tengan fondo de comunidad”,88 los funcionarios borbónicos revalidaron lo que, sin duda, terminó siendo la reforma más profunda y duradera que conocieron las comunidades de indios: la abolición de las milpas de comunidad.