La relación entre el gobierno mexicano y el campo
La historia de las relaciones entre el gobierno y la sociedad en México puede dividir en cuatro fases principales o modelos: El Estado gendarme, el Estado providencia, el Estado benefactor y el Estado neoliberal.1
El final del siglo XIX y el principio de XX pertenecen a lo que se puede denominar “Estado gendarme” y comprenderían los años de mandato de José de la Cruz Porfirio Díaz Mori (1877-1911). Su gobierno se caracterizó por un fuerte positivismo, el orden y la paz. El de Porfirio fue un Estado normativo que no construye políticas de fomento rurales, y que básicamente cede a los hacendados y a la Iglesia la labor de controlar y conseguir que el campo produzca comida suficiente para mantener la paz social. El campesinado raramente tenía acceso a la tierra y vivía en un régimen de servidumbre respecto de la clase terrateniente.
El estallido de la Revolución Mexicana destruyó el régimen de Porfirio y abrió el paso a una época volátil que no se estabilizaría sino hasta la llegada de Lázaro Cárdenas del Río a la Presidencia el 1° de diciembre de 1934. El cardenismo dio lugar al “Estado providencia”, que se centró en la expropiación petrolera, la nacionalización de los ferrocarriles, la unificación sindical y la reforma agraria. Aparece en esta época una nueva forma de propiedad social: el ejido, el cual se convirtió en la institución jurídica y social que caracterizó este periodo, así como en el instrumento de las políticas rurales de colonización y reparto de tierras que marcaron al cardenismo y a los demás gobiernos posrevolucionarios.
La segunda mitad del siglo XX se identifica por el cambio hacia el “Estado benefactor”. En esta etapa las políticas públicas que se construyen hacia el campo buscaron institucionalizar el corporativismo agrario, que se acompaña de un fuerte intervencionismo estatal más allá de la norma jurídica. La toma del poder por el Partido Revolucionario Institucional se sustenta en la construcción de una serie de programas y políticas que cubren el campo mexicano de una extensa red de relaciones clientelares a través de un sistema de organizaciones agrarias y obreras. El principal objeto de las políticas sobre el campo de esta época es mantener el statu quo, lo que generó un éxodo a las ciudades al hacer al campo poco rentable y produjo imágenes tan inquietantes como la quema de cosechas para evitar la generación de un excedente.
El Estado benefactor entró en quiebra por una crisis fiscal que dio el banderazo de salida hacia el “Estado neoliberal”. En el año 1982 se produce el colapso de la economía nacional; el presidente Miguel de la Madrid introduce un paquete de reformas estructurales inspiradas en el Consenso de Washington (CW),2 y el campo se transforma en una paradoja para el gobierno, pues lo considera atrasado e inútil, pero a la vez es una fuente de votos fieles al Partido Revolucionario Institucional (PRI).
Esta tendencia hacia la construcción del Estado neoliberal y el consecuente cambio de visión sobre el campo va creciendo en los siguientes sexenios. En esa misma tónica se deben leer las reformas implementadas en el actual gobierno de Enrique Peña Nieto, que siguiendo los dictados del CW, externaliza, privatiza, liberaliza, desregula y re-regula partes de la actividad agrícola y del marco institucional existente en el campo mexicano.
La actual fase neoliberal se consolidó con la reforma del Artículo 27 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos en 1992, y la firma del Tratado de Libre Comercio para América del Norte en 1994. El objetivo ideológico de la reforma fue liberar al ciudadano del atavismo de la propiedad social3 (Lutz, 2014a). El último paso en esa dirección se dio en el año 2001 con la promulgación de la Ley de Desarrollo Rural Sustentable (LDRS). El espíritu de dicha norma consiste en la activación del campo; en la transformación de los campesinos e indígenas en ciudadanos autogestionarios con una cultura de la autogestión para el desarrollo (Ortiz, 2014).
La LDRS busca, desde el punto de vista de la relación del Estado con el campo mexicano, la transformación de la población campesina en trabajadores productivos para sectores no agrícolas principalmente, así como la introducción del paradigma productivista que permita la concentración de tierras por parte de las corporaciones transnacionales y los grandes propietarios, para generar una economía de escala especializada, que produzca la cantidad y calidad de alimentos que los mercados internacionales y los tratados de libre comercio definan.
En cierto sentido, y partiendo de la idea de los tres paradigmas del desarrollo expuesta por Marsden (2003), si el proyecto neoliberal consiguiera transformar el campo mexicano en el paraíso neoliberal, estaríamos ante la construcción de un escenario dicotómico de ordenación del territorio. Por un lado, el escenario de la agricultura productivista basada en modelos de economía de escala altamente tecnificada e instrumentadora de biotecnologías como la “transgenia” (Pechlaner y Otero, 2008); y por otro lado, la creación de espacios de consumo simbólico definidos por el modelo posproductivista, que promueve territorios rurales idílicos donde la ruralidad se transforma en un performance basado en hibridaciones culturales que responden a la percepción de lo rural de ciertos grupos de consumidores urbanos (López y Thomé, 2015).
En este modelo neoliberal se fomenta el consumo del campo a nivel material (agricultura intensiva, productivista y altamente tecnificada) y simbólico (paisajes culturales, productos territoriales, eco y agroturismo). Esto facilita la capitalización del campo, la comoditización de realidades externas a los mercados tradicionales y locales, así como la creación de nuevos mercados de articulación global. La tendencia hacia una u otra tarea se construiría según las formas de interacción con lo urbano, no desde la potencialidad o el ethos de los territorios. Estas relaciones con las ciudades son las que hasta el momento han ido definiendo, junto con las comunidades y los recursos eco-culturales, los nuevos territorios rurales de México, que tal y como veremos en el próximo apartado tienen potencialidades y necesidades específicas y diferentes.
Los nuevos territorios rurales como categorías operativas
El actual sistema de categorización territorial
En México la tipología territorial se construye a través de la categorización de los municipios según su población, y para ello se utiliza una escala de cuatro tramos diferentes a los que corresponde una definición (OECD, 2007: 14-15):
Rural disperso: < 2,500 habitantes.
Rural semiurbano: 2,500 a 15,000 habitantes.
Intermedio urbano: 15,000 a 100,000 habitantes.
Urbano o metropolitano: > 100,000 habitantes.
Esta forma de aproximación a los espacios rurales es fruto de los primeros pasos de la sociología rural, que se centró en la ardua tarea de construcción de censos a lo largo y ancho del país y que, confundida a veces con la antropología, buscaba desentrañar quién o qué existía más allá de las urbes. En el caso de México, tal y como señala Lutz (2014b: 163), nos encontramos ante una disciplina “al servicio de un Estado deseoso de mantener su hegemonía sobre las poblaciones autóctonas y unos intelectuales preocupados por normar el ideal campesino”.
Desde el punto de vista político y filosófico, este sistema de categorización priva a los sujetos sociales de su esencia y los cosifica. Desde la óptica de la economía rural, esta aproximación carece de sentido, ya que no nos habla de las cualidades de las comunidades y territorios sobre los que se implementarán programas y acciones gubernamentales. Es más, el cambio de función de los espacios rurales fruto de la globalización y los nuevos patrones de consumo (Aguilar, 2014) convierte esta herramienta en algo obsoleto. Tampoco resulta suficiente el cambio cuantitativo de las categorías que promueve la OECD (2007) actualmente, ya que no es un problema de medidas, sino de lógicas.
Definiendo lo rural desde una perspectiva de la interrelación y los determinantes locales
Los nuevos territorios rurales, tanto en México como en América Latina, son fruto del cambio de función de los mismos para la sociedad globalizada (Hernández y Meza, 2006). Ahora bien, estos nuevos territorios se construyen sobre los preexistentes, por lo que son complejos y globalmente locales. Cuando hablamos de la categoría de nueva ruralidad, nos referimos a una categoría universal que se materializa de forma específica en cada país, región y comunidad. En este sentido, Cerón (2015: 194) recalca la necesidad de utilizar este concepto desde el lugar al que se le aplica: “La nueva ruralidad es un proceso que engloba realidades que es necesario interpretar en cada caso; para ello hay que tomar en cuenta las condiciones específicas de los espacios en los que se aplica”.
Por lo tanto, sería un fallo metodológico asumir la existencia de una multifuncionalidad en la nueva ruralidad mexicana de la misma índole que la existente en Europa. Un buen ejemplo es el incremento espectacular de las dinámicas de land grabbing y del neoextractivismo en toda Latinoamérica (Valladares, 2014; Rodríguez, 2015), una práctica que caracteriza profundamente a esta parte del planeta y que es la otra cara de la moneda de la desagrarización del campo europeo y la construcción de los nuevos imperios agroalimentarios (Ploeg, 2008).
Pese a estas diferencias regionales, existen dinámicas compartidas como la pluriactividad, la descampesinización y la multifuncionalidad, que en México se materializan de una manera específica debido a la relación histórica del Estado con el campo ya descrita. Estas dinámicas concretan en nuevos fenómenos, como el turismo rural, la diversificación económica de los usos del espacio, la agricultura periurbana, la producción de alimentos de vínculo territorial o la desagrarización (Escalante et al., 2007; Cervantes et al., 2008; Domínguez et al., 2011; Thomé, Vizcarra y Espinoza, 2015).
Antes de profundizar en el diseño de estas categorías, necesitamos clarificar una serie de conceptos sobre los que serán construidas, empezando por la cuestión de lo rural. Nuestro trabajo propone utilizar la definición operativa desarrollada por Ploeg y Marsden (2008: 2-3), que entienden lo rural como “el sitio en el que tiene lugar el continuo encuentro entre la naturaleza viva y el ser humano [...], la coproducción. En estos lugares es donde se da una serie de prácticas espacial y temporalmente determinadas”. Entre ellas estarían las que corresponden a la economía rural; la coproducción que moldea la coevolución del ser humano, del medio en el que vive, y las especies con las que interacciona. Un claro ejemplo de proceso coevolutivo es la domesticación del maíz, cuya determinación espaciotemporal creó las razas y variedades actuales (González, 2016).
Esta perspectiva y aproximación a lo rural, a diferencia de la demográfica, nos permite observar los cambios en los sistemas de coproducción que han tenido lugar en las últimas décadas, y que han provocado que muchos territorios rurales dejen de ser un lugar de producción y pasen a ser uno de consumo y/o para consumir. Por lo tanto, cuando nos preguntamos sobre las políticas públicas para estos espacios, debemos de partir de un estudio previo participativo que nos ayude a identificar aquellas prácticas de coproducción existentes y latentes que contienen y son importantes para la sociedad en su conjunto; no sólo para las ciudades y sus habitantes o los mercados internacionales.
La propuesta específica nacería de esas prácticas y potencialidades para el conjunto de la sociedad y de las formas de interrelación que tienen con las ciudades y espacios urbanos. Siguiendo la misma propuesta de Ploeg y Marsden (2008: 5-6), podríamos hablar de seis categorías heurísticas o territorios rurales: a) áreas de especialización agraria; b) áreas periféricas o marginales; c) áreas de la nueva ruralidad; d) áreas segmentadas; e) nuevas zonas residenciales, y f) dreamlands.4
La primera categoría vendría a incluir aquellos espacios donde la agricultura sigue siendo la actividad principal y que responden a la lógica productivista ya descrita. Las áreas periféricas o marginales son aquellas que se encuentran lejos de los flujos económicos y centros de poder, ya sea voluntaria o involuntariamente, y que suelen carecer de los servicios públicos mínimos o adecuados. La tercera categoría es la que se caracteriza por la multifuncionalidad y calidad territorial; en ella se concentran nuevas formas de coproducción de alto valor agregado. Las áreas segmentadas son aquellos territorios que se encuentran fuertemente regulados y que comprenden dos o más realidades fuertemente contrastantes, como pueden ser áreas naturales protegidas cercanas a núcleos urbanos. La quinta categoría es fruto de los nuevos procesos de commuting y gentrificación periurbana y rural, y se caracteriza por la existencia de núcleos habitacionales sin espacios laborales. La última categoría incluye aquellos lugares que se consideran paraísos terrenales, que suelen ser visitados por grupos económicamente pudientes en momentos de ocio o periodos vacacionales.
Como ya hemos comentado, estas categorías son heurísticas, y cada una de ellas es una abstracción de los nuevos territorios rurales de México. Ahora bien, su utilización permitiría desarrollar políticas públicas rurales que respondieran a la diversidad y complejidad de estos territorios. La actual categorización basada en baremos demográficos no sólo ha resultado desastrosa para la operatividad de los programas, sino que ha tenido un efecto de redefinición de los espacios rurales como unidimensionales, cuyos habitantes son seres pasivos que necesitan ser activados por el gobierno para que se conviertan en ciudadanos productivos y autogestionarios que sólo necesiten el acceso a los mercados para cumplimentar sus necesidades biológicas, sociales, culturales y emocionales (Ortiz, 2014).
Una de las cuestiones importantes de nuestra propuesta consiste en el dinamismo de estas categorías heurísticas, ya que la acción gubernamental, las políticas, los movimientos sociales o los mercados pueden provocar el paso de un territorio de una categoría a otra. Estos procesos institucionales o mercantiles sin una regulación adecuada pueden incidir de manera negativa en la creación de desigualdad social y territorial; por ejemplo, a través de una asignación de subsidios que excluyera a algunos pequeños productores de la política pública.
Los dos ejes en los que situamos cada territorio concreto son: relevancia del sector agrario y nivel socioeconómico. Cada uno supone un continuo entre mucha y poca importancia de la agricultura, y entre área marginada y desarrollada. En la Figura 1 podemos ver una representación donde las flechas indican las posibles transiciones de una categoría a otra.
La política pública y la nueva gobernanza
Hoy día, las políticas públicas y las demás disciplinas que estudian el gobierno y la función pública viven un momento de exploración más que de certeza, ya que los instrumentos que se tienen para su estudio responden a una realidad que ya no existe, la del Estado social, que ha sido sustituida en la mayoría de los casos por el Estado neoliberal.
La llegada de una visión neoliberal al arte de gobernar en las últimas décadas se puede observar en dos cuestiones fundamentales: a) el establecimiento de un modo gerencial o posburocrático de administración pública llamada nueva gestión pública; y b) el seguimiento de un nuevo modo posgubernamental de gobernar llamado gobernanza. La nueva gestión pública, hija del neoliberalismo, se estructura en torno al valor de la eficacia y busca superar la ineficiencia económica de las políticas y los programas de gobierno, que pasan a ser tratados como productos de mercado. La gobernanza se promueve como una forma de superar la insuficiencia directiva del gobierno que, debido a los procesos de globalización e interconexión mundial, no está capacitado para comprender ni administrar la realidad sobre la que tiene la legitimidad. Según el profesor Luis Aguilar (1993), resulta todo un cambio de paradigma frente a la visión clásica de la toma de decisiones weberiana, que defendía la centralización y la jerarquización del mando como la mejor manera de organización.5
La gobernanza no debe confundirse con la gobernabilidad. Esta última supone la dotación de aquello que necesita un gobierno para construir una dirección de lo público, y la ausencia de gobernabilidad ha sido -y sigue siendo- una característica de muchos territorios en América Latina en general, y México en particular. La gobernanza sería, según Aguilar (2005: 28-29),
el proceso de dirección de la sociedad o el proceso mediante el cual sociedad y gobierno definen su sentido de dirección, los valores y objetivos de la vida asociada que es importante realizar, y definen su capacidad de dirección, la manera como se organizarán, se dividirán el trabajo y disminuirán la autoridad para estar en condiciones de realizar los objetivos sociales deseados.
En este contexto, el Estado dejaría de ser el actor único y privilegiado de la política, y pasaría a ser el activador de la capacidad social. Este hecho, según Aguilar (2005: 22), devendría de una concatenación lógica e inevitable, ya que
en sociedades libres, diferenciadas y abiertas, sus miembros no pueden ser planificados, en el sentido de ser forzados a compartir una única visión del proyecto de nación (alternativo o no) o una única agenda de gobierno con los mismos objetivos prioritarios e instrumentos de acción, tal como lo requiere el plan, además de que resulta imposible contar con toda la información, conocimiento y cálculo que el diseño y la gestión del plan de desarrollo nacional necesitan, si es que se toma en serio el plan como guía de dirección de la sociedad y no se trata de un documento político retórico más.
Por lo tanto, la gobernanza es necesaria e inevitable porque “el mundo público ha dejado de ser creado, estructurado, preservado y conducido sólo por la política, a menos de que ésta sea pública, habitada por el público ciudadano” (Aguilar, 2005: 31-32).
Ahora bien, debemos también señalar que la nueva gobernanza no necesariamente tiene que implicar la retirada del Estado en los procesos de toma decisiones, ni que la clase política pierda el control. Sin embargo, sí requiere de una nueva cultura política y ajustes estructurales en la administración de lo público. Lo innovador del papel que el gobierno desempeña en este nuevo contexto es que “debe asumir que es un actor más” (Thöening, 2005: 686).
La política pública es un conjunto de “procesos, decisiones y resultados, pero sin que ello excluya conflictos entre intereses presentes en cada momento; tensiones entre diferentes definiciones del problema a resolver, racionalidades organizativas y de acción, y perspectivas; estamos ante un panorama pleno de poderes en conflicto, enfrentándose y colaborando” (Lindblom, 1979: 3). Estas dinámicas también existen en la constelación de las políticas construidas desde abajo, ya que las políticas públicas se originan en el conjunto de demandas sociales, y más propiamente en el corazón del conflicto de intereses de los diversos actores. “El gobierno actúa en función de las presiones de los diversos grupos sociales en un juego de suma positiva y procesa las demandas en las políticas” (Canto, 2008: 15-16).
Aquí se nos plantea un problema de fondo para la nueva gobernanza en América Latina en general, y para México en particular: ¿son capaces nuestras sociedades e instituciones de instaurar modelos de nueva gobernanza para las políticas públicas? Esta reflexión nos hace pensar en la descripción de Lutz (2014a) sobre la relación del Estado con el campesinado y los pueblos originarios a lo largo del siglo XX, y en lo naïve que resulta pensar que los excluidos, los negados, los que conforman el México profundo (Bonfil, 1990), tendrán capacidad de construirse como sujetos políticos para entrar a formar parte de los órganos de gobernanza. Del mismo modo, tal como lo plantea Klinsberg (Canto, 2008: 34), cabe preguntarse si lo será el Estado:
El Estado reaparece en este nuevo contexto político como un actor imprescindible para promover e impulsar cambios en los rumbos deseados. ¿Pero se halla en condiciones de hacerlo? Existe un vasto consenso en que se requiere para ello un rediseño integral que siente las bases de un Estado de nuevo cuño. El mandato emergente va en la dirección de un Estado activo, pero asociado estrechamente con la sociedad civil y potenciador de la acción productiva de las empresas, fuertemente centrado en lo social, descentralizado, con gran parte de su acción desarrollada a nivel regional y local, totalmente transparente, rendidor de cuentas y sujeto al control social, de alta eficiencia gerencial, y apoyado en un servicio civil profesionalizado basado en el mérito. Asimismo, se aspira a que sea un Estado abierto a canales continuos de participación ciudadana.
Por lo tanto, estamos ante una práctica que incluye un elemento de juegos de poder, siguiendo la consideración de Lindblom (1979: 3) citada anteriormente. En este punto es donde radica la importancia de la “buena política” y la dificultad de la misma, ya que en el proceso político en el que se construye el problema, a pesar de la existencia de intereses en juego, también suele haber consensos sobre esa complejidad existente en la vida pública por parte de los actores políticos y sociales; sin embargo, pueden tener divergencias en cuanto a los medios para la resolución de las problemáticas. Es así como los conflictos son inherentes a las políticas públicas en tanto los intereses, los valores y los elementos técnicos se encuentran en una tensión constante en la gestión de las políticas que efectivamente operan, ya sea en el orden sectorial o en el territorial.
No obstante, como señalan estos y otros autores,
en los tiempos actuales de protagonismo social ya no es suficiente una noción de política pública centrada en la función gubernamental del ordenamiento de los intereses sociales o de la formulación de una oferta a la sociedad. Del mismo modo, la sociedad no puede ser una vaga y simple constelación equiparable de actores que exigen cada vez su tajada de poder, ni un simple telón de fondo para la aplicación y socialización de políticas (Canto, 2008: 14).
Lo que aquí se plantea es un cambio de perspectiva de la calidad de la interacción en el viejo binomio gobernante-gobernado para superarlo, y para que esto ocurra ambas partes necesitan cambiar su forma de entender y definir la política pública. En este sentido, es importante remarcar que la nueva gobernanza ha venido para quedarse, ya que la complejidad de la realidad actual hace innegable la ineficiencia de la administración pública tradicional, y la insuficiencia directiva del gobierno como actor único.
La nueva gobernanza, los nuevos marcos legislativos y los nuevos territorios rurales
México y América Latina se encuentran en un proceso de cambio de lógicas en el diseño, implementación y evaluación de políticas públicas. La propuesta contenida en este trabajo tiene un alto potencial de mejora del sistema para los territorios rurales, pero requiere de una forma de toma de decisiones que responda a una lógica de gobernanza y de un marco legislativo que la sostenga.
En este sentido, y como ya he comentado, la forma de aproximarse de las políticas públicas para el campo mexicano ha pasado en las últimas décadas de una visión sectorial, única e intervencionista, hacia una visión multisectorial, supuestamente construida de abajo hacia arriba, y con una perspectiva territorial (OECD, 2007: 82). Este giro, en el caso de las políticas agrarias, se observa en la integración de las acciones de diferentes secretarías y niveles del gobierno (federal, estatal y municipal) en las zonas rurales. En las dos últimas décadas se ha ido definiendo un marco institucional que tiene como sustento la LDRS, cuyo origen se remonta a la reforma del Artículo 27 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, que se aprobó en 2001, y ha sido modificada y corregida en los años 2010, 2011 y 2012.
Esta Ley sentó las bases para la elaboración del Plan Nacional de Desarrollo 2013-2018 en materia rural, que define al campo como un sector estratégico a causa de su potencial para reducir la pobreza e incidir en el desarrollo regional, definiendo la capitalización del sector agropecuario como herramienta para alcanzar una de las cinco metas nacionales: un México próspero. Esta meta nacional busca promover el crecimiento sostenido de la productividad en un clima de estabilidad económica y mediante la generación de igualdad de oportunidades, considerando que una infraestructura adecuada y el acceso a insumos estratégicos fomentan la competencia y permiten mayores flujos de capital y conocimiento hacia individuos y empresas con el mayor potencial para aprovecharlo. Asimismo, busca proveer condiciones favorables para el desarrollo, a través de una regulación que permita una sana competencia entre las empresas y el diseño de una política moderna de fomento económico enfocada a generar innovación y crecimiento en sectores estratégicos.
Esta Ley es de suma importancia, y puede entenderse como la primera gran apuesta por la nueva gobernanza de los territorios rurales por las siguientes características: a) es una ley que descentraliza las capacidades ejecutiva, consultiva y de planeación de la administración, b) horizontaliza la toma de decisiones participativa a través de la figura de los consejos de desarrollo sustentable, c) tiene como premisa la participación de representantes de la sociedad civil y el sector privado, y d) utiliza la eficiencia y la eficacia como elementos de evolución de la calidad.
Además, se apoya en dos instrumentos fundamentales: la Comisión Intersecretarial de Desarrollo Rural Sustentable (CIDRS) y el Programa Especial Concurrente para el Desarrollo Rural Sustentable (PEC). Para la consecución de sus objetivos, el PEC cuenta con la participación de comisionados de trece secretarías, que se reúnen junto con representantes de la sociedad civil y el sector privado en los consejos de desarrollo rural sustentable, que existen a nivel nacional (1), estatal (32), de distrito (192), y municipal (2,393). La función de estos órganos de consulta es -entre otras- la redacción de los planes de desarrollo rural sustentable, que deben ser coincidentes con las realidades de su territorialidad de referencia, siempre y cuando se ajusten a los lineamientos contenidos en la LDRS y el PEC.
Si bien es cierto que existen estos avances, también lo es que estamos ante órganos sin capacidad ejecutiva, cuyas resoluciones no tienen más que un carácter propositivo y sobre las cuales el Ejecutivo federal tiene la última palabra. Un buen ejemplo de esta dinámica es la CIDRS, que reúne a representantes del gobierno, la sociedad civil, el sector privado e incluso expertos, pero que no puede ir más allá de la emisión de informes y recomendaciones. Estas realidades hacen que los procesos de germinación de nuevos mercados y lógicas productivas y de consumo se vean frenados por un contexto institucional y legislativo que no tiene capacidad de reconocerlos como tales, y mucho menos de favorecer su institucionalización y crecimiento.
Podemos decir que técnicamente existe una política pública rural basada en el modelo de la nueva gobernanza y articulada por marcos legislativos como la LDRS. Esta Ley sería la fórmula ideal para generar políticas públicas y programas que puedan responder a las necesidades y potencialidades de los nuevos territorios rurales categorizados con el instrumento descrito en el apartado anterior. No obstante, esta combinación también tiene la potencialidad de legitimar un sistema tiránico disfrazado de democrático y participativo que con gran dificultad podrían cuestionar los damnificados de sus programas.
Para que funcione el triángulo democracia, desarrollo y derechos resulta necesaria la repolitización de la sociedad civil, como lo señala la corriente crítica de la participación (Canto, 2008; Cooke y Kothari, 2001; Hickey y Mohan, 2004). La introducción activa de la ciudadanía en los espacios de gobernanza de los territorios rurales no es una labor sencilla. La ciudadanía mexicana, especialmente la que vive en zonas marginales, está tan inmersa en una serie de relaciones clientelares y patrones de asistencialismo que un rol más protagónico supondría una auténtica revolución cultural (León, 2016).
Partiendo de esta premisa, Canto nos ofrece argumentos en favor y en contra de la participación de la ciudadanía en las políticas públicas rurales (Canto, 2008: 209-230). Su inclusión, a) proporcionaría información sobre el ambiente social en el que se ejecutarán las actividades de desarrollo, b) revelaría de manera más eficiente las preferencias de los usuarios, c) generaría aprendizajes sociales e innovación, d) fortalecería a las instituciones locales, e) conseguiría mayor credibilidad y legitimidad sobre las evaluaciones, f) contribuiría a mejorar la eficiencia de las instituciones locales, g) apoyaría la formación de capital social, h) fortalecería la competitividad sistémica de la región o localidad, e i) contribuiría a la formación o fortalecimiento de la identidad local o regional. Sin embargo, esta posibilidad también tiene un lado peligroso o crítico: a) propiciaría la formación de élites participativas que sesgan la participación, b) generaría persistencia en la exclusión de los menos organizados para gestionar sus demandas, c) se volvería ocasión de “captura” de recursos e instituciones redistributivas por parte de élites locales, d) sesgaría las preferencias del universo de usuarios hacia las de los participantes, e) propiciaría la “informalización” de la política al abrir canales alternos a los de la representación institucionalizada, f) limitaría la racionalización de las acciones gubernamentales dada la dispersión de las demandas, y g) disminuiría la confianza hacia las instituciones representativas.
Conclusiones
El objetivo de este artículo es proponer una categorización operativa para los nuevos territorios rurales de México que responda a una lógica relacional. Para ello, hemos repasado la relación del Estado con la sociedad mexicana en general, y rural en particular, a lo largo de los últimos 120 años. Después hemos realizado una revisión crítica del actual sistema de categorización territorial del gobierno federal, subrayando las consecuencias de esta aproximación, para pasar inmediatamente a una propuesta de categorización operativa que supere dichas limitaciones. Por último, hemos señalado el avance de la nueva gobernanza en las políticas públicas que afectan a las zonas rurales, y hemos debatido sobre los riesgos y potencialidades que su generalización supondría para los nuevos territorios rurales de México. Lo que nos ha llevado a las siguientes conclusiones.
En las últimas décadas ha surgido un nuevo modelo de gobierno que trata de superar la ineficiencia e insuficiencia de los modelos previos, denominado “nueva gobernanza”. Este modelo parte de la necesidad de descentralizar la acción de gobierno e incluir al sector privado y a la sociedad civil en la misma, así como asumir prácticas de organización y ejecución ya existentes en el sector privado (externalización, organización por procesos, descentralización de las decisiones, etcétera).
Paralelo al proceso anterior se ha conformado un cuerpo de pensamiento social, económico, político y cultural llamado neoliberalismo. Su ideología define al ciudadano como autogestionario y que cubre sus necesidades y aspiraciones a través de los mercados. En el caso de México, la llegada del neoliberalismo tuvo lugar a raíz de la crisis fiscal de finales de los años setenta, que dio lugar a los planes de reestructuración.
México tiene una larga historia de praxis y de legislación por parte de un Estado que nunca ha apostado por la construcción de una ciudadanía plena en el sentido de la filosofía del republicanismo cívico. La población rural ha sido víctima de esta situación histórica, llegando a ser utilizada, negada, e incluso asesinada.
Por lo tanto, es necesario reformular el sistema de categorización territorial del gobierno federal mexicano. La categorización de los espacios del campo debe ser operativa y estar basada en los nuevos territorios rurales. Nuestra propuesta parte de una formulación de categorías desde la “esencia” del territorio rural, la importancia de la agricultura en la comarca y su nivel de desarrollo socioeconómico.
Creemos que la apuesta por la nueva gobernanza en las políticas públicas rurales resulta arriesgada si miramos la trayectoria de México en los últimos años, pero también es la única capaz de responder al reto de los nuevos territorios rurales.
La nueva gobernanza tiene una carga optimista por su origen: las democracias con una tradición más cercana al republicanismo civil y una población más cívica. El Estado mexicano nunca ha permitido madurar políticamente a su población, lo que supone una limitación a la implementación de esta propuesta. Pese a ello, concluimos que es un modelo factible para mejorar las políticas públicas rurales, ya que permite formar e informar a sus protagonistas. Eso sí, dado que esa participación siempre estará sometida a relaciones de poder y asimetrías, proponemos la creación de dos nuevas instituciones con funciones formadora, supervisora y ejecutiva: un foro permanente y un observatorio de la gobernanza rural en México.