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Sociológica (México)

versão On-line ISSN 2007-8358versão impressa ISSN 0187-0173

Sociológica (Méx.) vol.37 no.106 Ciudad de México Jul./Dez. 2022  Epub 01-Set-2023

 

Artículos de investigación

Mestizaje, blanquitud, racialización y clase: un nuevo entendimiento de las inequidades sociales en México

Mixing Races, Whiteness, Racialization, and Class: A New Understanding of Social Inequalities in Mexico

* Universidad de Lehigh, Pensilvania. Correo electrónico: <hrc209@lehigh.edu>.


RESUMEN

El presente texto reflexiona en torno a las ideas de mestizaje, blanquitud, racialización y clase desarrollando dos argumentos íntimamente relacionados: primero, en oposición a la idea de que los mexicanos no le dan importancia a las categorías racializadas, aquí se demuestra la manera en la que sujetos y prácticas sociales son leídos mediante una jerarquía que sitúa a lo blanco y lo no-blanco en polos opuestos, y se otorga una serie de connotaciones positivas hacia el primero y negativas al último. Segundo, que la gran dificultad para entender el pensamiento racializado mexicano -y de cierta forma latinoamericano-reside en la manera en la que se entrelazan las nociones racializadas y las dinámicas de clase. Así, se propone un modelo de análisis en el cual la clase social y la racialización operan como una unidad. El material empírico para demostrar estos dos argumentos proviene de un trabajo etnográfico realizado en tres clubes de golf en la Ciudad de México, así como de 58 entrevistas llevadas a cabo entre miembros, trabajadores e instructores de los mismos.

PALABRAS CLAVE: racialización; clase; mestizaje; exclusión social; discriminación; racismo; blanquitud

ABSTRACT

This article reflects on the ideas of mixed races, whiteness, racialization, and class by developing two intimately related arguments. The first is in opposition to the idea that Mexicans give no importance to racialized categories and demonstrates the way in which subjects and social practices are read through a hierarchy that situates the white and the non-white on opposite poles of a spectrum that offers a series of positive connotations for the former and negative connotations for the later. The second is that the big difficulty for understanding racialized Mexican thinking —and to a certain extent Latin American thinking— is the way in which racialized notions and class dynamics are intertwined. Thus, the author proposes a model of analysis in which social class and racialization operate as a single unit. The empirical material to demonstrate these two arguments comes from an ethnographic study done at three Mexico City golf clubs, as well as fifty-eight interviews carried out among club members, workers, and instructors.

KEY WORDS: racialization; class; miscegenation; social exclusion; discrimination; racism; whiteness

INTRODUCCIÓN

México es un país con un alto grado de desigualdad social, lo cual se ha estudiado principalmente desde lo económico (Campos y Monroy-Gómez-Franco, 2016; Esquivel y Cruces, 2011; Galindo y Bolívar, 2013; Székely, 2005; González de la Rocha, 2004; Boltvinik y Laos, 1999). Sin negar la importancia de este tipo de trabajos, los estudios sobre inequidad tradicionalmente han hecho a un lado el análisis de cómo es que las percepciones sobre el esquema epidérmico1 influyen en la articulación de inequidades. Esta línea de análisis se ha descartado bajo el supuesto de que México es una nación mayoritariamente mestiza en donde no existen las nociones raciales y, por consiguiente, el racismo no influye en la organización de las desigualdades sociales (Moreno, 2016; Carlos, 2021).

Bajo esta óptica, el mestizaje mexicano se ha visto a sí mismo como un modelo flexible, inclusivo y tolerante. Enrique Krauze (2014), uno de los intelectuales públicos mexicanos más conocidos, sintetizó este argumento en su artículo de opinión “Latin America’s Talent for Tolerance [La tolerancia latinoamericana]”, donde expresa que el principal problema de México -y de América Latina- reside en sus estructuras y dinámicas de clase, no en sus prácticas raciales que a pesar de todo muestran un alto grado de inclusión. “El principal problema de México son las grandes diferencias de clase, clasismo, más que el racismo”2 señala el autor.

Como botón de muestra, Krauze asevera que el término “mestizo” carece de uso en el habla cotidiana, ya que nadie se define como tal en el México actual, lo que demuestra la nula importancia que poseen las nociones raciales en este país. Así, continúa, a pesar de la existencia de un cierto grado de animosidad hacia los indígenas, los mexicanos -al igual que el resto de los latinoamericanos- poseen un modelo de tolerancia que concibe la idea de raza como una noción carente de significado. Lo que implicaría -de forma implícita- que las críticas hacia el racismo, igualmente son carentes de sentido.

A pesar de la hegemonía de este discurso, estudios recientes han comenzado a cuestionar la idea de que las percepciones raciales no influyen en la reproducción de la desigualdad en México (Moreno, 2010, 2016; Moreno y Saldívar, 2016; Nutini e Isaac, 2010; Nutini, 1997; Blanco, 2020; Oehmichen, 2007; Villarreal, 2010; Rea, 2017; Iturriaga, 2016; Marini, 2018; Navarrete, 2016, 2017; Gall, 2004). Es preciso señalar que estos trabajos no buscan argumentar que el país opera bajo la lógica racial estadounidense, basada en la supuesta existencia biológica de las razas (Omi y Winant, 2014), más bien, los anteriores estudios desean repensar la manera en la que se ha entendido la relación entre mestizaje y desigualdad social.

El presente artículo es parte de un trabajo más amplio que estudia la reproducción del privilegio en el México contemporáneo, analizando la interrelación de dinámicas de clase, racialización3 y género. El material empírico proviene de un estudio etnográfico sobre clubes de golf en la Ciudad de México (Ceron-Anaya, 2017, 2019a, 2019b, 2020). Se eligió este deporte por sus marcadas connotaciones de clase, pues sólo se practica en exclusivos espacios privados por miembros de las clases media alta y alta (Ceron-Anaya, 2010).4 En las siguientes páginas se busca reflexionar en torno al vínculo entre las ideas de mestizaje, blanquitud, racialización y clase, desarrollando dos argumentos íntimamente relacionados. Primero, en oposición a la idea de que los mexicanos no le dan importancia a las categorías racializadas, este texto busca mostrar la manera en la que sujetos y prácticas sociales son leídos a través de una jerarquía que sitúa a lo blanco y lo no-blanco en polos opuestos y se otorga una serie de connotaciones positivas hacia el primero y negativas al último.5 Segundo, que la gran dificultad para entender el pensamiento racializado mexicano -y de cierta forma latinoamericano- reside en la manera en la que se entrelazan las nociones racializadas y las dinámicas de clase. Haciendo uso de las ideas de Pierre Bourdieu y Bolívar Echeverría, se propone un modelo de análisis en el cual la clase social y la racialización operan como una unidad.

El artículo está dividido en tres secciones. La primera aborda la manera en la que el mestizaje aparentemente erradicó la idea de raza; la segunda parte analiza el uso del lenguaje cotidiano, particularmente los insultos y los esterotipos, para mostrar cómo es que la jerarquía racializada inexorablemente se entremezcla con nociones de clase, y la tercera sección presenta la forma en la que las dinámicas racializadas y de clase producen un modelo donde la acumulación de capital puede modificar las percepciones racializadas. Sin embargo, este proceso no opera de forma universal, sino que se altera de acuerdo con la estratificación de clase. Así, los anteriores argumentos proponen un nuevo entendimiento de la relación entre mestizaje, blanquitud, racialización y clase en México.

MESTIZAJE

Durante el siglo XX la noción de mestizaje adquirió una categoría central en la definición de México y lo mexicano (Paz, 1998; Vasconcelos, 1993 [1925] ). El moderno Estado mexicano estableció el mito fundador del mestizaje bajo la premisa de que este era un país compuesto por individuos de origen racial mixto o mestizo (Basave, 2011; Moreno, 2010). Por un lado, el mestizaje se pensó como una serie de características fenotípicas y culturales que definían la condición de ser mexicano: un sujeto que sintetizaba, esencialmente, lo europeo y lo americano (Moreno, 2011; Navarrete, 2016). Por otro lado, el mestizaje se percibió como un discurso oficial que establecía una serie de pautas que definían los límites de la nación, la cual se veía a sí misma como incluyente y tolerante (Moreno y Saldívar, 2016; Wade, 2005). La aparente flexibilidad con la que el mestizaje concibió los esquemas epidérmicos y la ausencia de sustento institucional desde el Estado para el término de raza, creó la asunción de que la raza y las prácticas racistas son elementos inexistentes en el contexto nacional (Sue y Golash-Boza, 2013; Rea, 2017; Carlos, 2021; Moreno, 2010; Navarrete, 2016; Gall, 2004).6

A mediados de siglo XX, el prominente sociólogo Pablo González Casanova sintetizó el anterior argumento en su libro La democracia en México, en el cual sostiene que “un hombre de raza indígena con cultura nacional no resiente la menor discriminación por su raza: puede resentirla por su estatus económico, por su papel ocupacional o político. Nada más” (González, 1965: 103). El problema de México, bajo esta óptica, era de inequidad de clase, pero no racial, porque el concepto de raza carecía de significado entre los mexicanos. Dicho argumento sigue siendo el paradigma que rige al país en la actualidad. La aparente inexistencia de nociones raciales hace suponer, por lo menos en teoría, que el racismo tampoco tiene vida (Gall, 2004; Gargallo, 2005; Monroy, 2017). Sin embargo, en el mundo cotidiano existe un universo de prácticas y percepciones que utilizan el esquema epidérmico para clasificar a los sujetos en diferentes grupos racializados.

La racialización crea conjuntos de individuos que, aunque no son raciales en estricto sentido de la palabra -al carecer de un supuesto sustento científico (Fausto-Sterling, 2008)-, sí mantienen una lógica cercana a las ideas raciales, al asignarles características únicas a todos los sujetos y elementos asociados con el grupo en cuestión (Mora, 2017; Leal, 2016; Goldberg, 2002). Los procesos de racialización esencializan a todos los individuos que supuestamente comparten esquemas epidérmicos semejantes, asignándoles características comunes -por ejemplo, abundancia o carencia de una ética de trabajo, valores morales e inteligencia-. El uso del término racialización busca trascender el debate sobre lo que es la raza hacia un análisis que muestra lo que este concepto produce en términos prácticos y cotidianos (Mora, 2017: 14).

En México, y en gran parte de América Latina, los procesos de racialización operan de manera conjunta con estructuras y dinámicas económicas (Margulis, 1999; Ramos-Zayas, 2020; Ceron Anaya, Ramos-Zayas y Pinho, 2022). Es decir, la posición de la clase social de los sujetos y las visiones del mundo que emanan de ésta -lo que Bourdieu (2005) llama habitus- constantemente se articulan a la par de nociones racializadas, formando conceptos y percepciones que ambiguamente hacen referencia tanto a esquemas epidérmicos como a nociones de clase para entender el mundo social. El vínculo entre racialización y clase no opera bajo una lógica universal a través de todos los estratos socioeconómicos. Antes de mostrar cómo es que las dinámicas de racialización y de clase se modifican mediante la pirámide socioeconómica, se mostrará cómo es que tales ideas se reproducen ampliamente en el universo cotidiano del lenguaje.

RACIALIZACIÓN DE CLASE EN EL HABLA DIARIA

Los insultos (al igual que el humor) son una ventana estratégica para entender tanto la manera en la que amplios grupos sociales comparten percepciones sobre la realidad, como la forma en la que se estructuran las relaciones de poder en un momento determinado. El lenguaje permite comprender estos procesos ya que “…los esquemas de percepción y apreciación disponibles en el momento considerado, especialmente aquellos depositados en el lenguaje, son el producto de las luchas simbólicas anteriores y expresan el estado de relaciones de fuerza simbólicas, en una forma más o menos transformada” (Bourdieu, 1989: 33). Así, los insultos son términos que se producen de la acumulación histórica de emociones negativas hacia algo o alguien. El carácter emocional del insulto lo sitúa en el universo opuesto de lo racional, es un acto irreflexivo que no transita por la racionalidad que se utiliza para analizar un problema complejo. Los insultos emanan del universo de creencias de lo que no se debe ser dentro de una sociedad determinada y, en esa medida, reflejan relaciones inequitativas de poder. El carácter social del insulto lo sitúa como un arma lingüística que requiere que tanto los sujetos insultados como los que insultan compartan las mismas percepciones culturales, de lo contrario, el insulto carece de efectividad -por ello los insultos, al igual que el humor, no son fáciles de traducir-. Los insultos son un mecanismo más de lo que Bourdieu llama la violencia simbólica. Esta última, es una forma de “violencia amortiguada, insensible, e invisible para sus propias víctimas, que se ejerce esencialmente a través de los caminos puramente simbólicos de la comunicación y del conocimiento o más exactamente del desconocimiento, del reconocimiento o, en último término, del sentimiento” (Bourdieu, 2000: 5).

En el México contemporáneo, el término “naco” tiene un sitio especial entre la violencia simbólica ejercida vía el lenguaje. “De los años 70 en adelante, el mote de naco se ha entronizado como uno de los calificativos más hirientes del español mexicano, en buena medida gracias a su ambigüedad. Empleado con un sentido a la vez racista, clasista y esteticista” (Serna, 1996: 747). En el mismo sentido, Ricardo Raphael señala que el término “algo tiene que ver con la idea estética, con la apariencia física, con los recursos económicos, con el color de la piel, con el tono al hablar…” (Raphael, 2015: 170). La palabra naco es un término que tomó vigencia a mediados del siglo XX. En su Diccionario de mejicanismos, originalmente publicado en 1959, Francisco J. Santamaría la define como: “1. En Tlaxcala, indio de calzones blancos. 2. En Guerrero llaman así a los indígenas nativos del Estado, y por extensión, al torpe, ignorante, iletrado” (Santamaría, 1978). Si bien los conceptos de torpe e ignorante podían entenderse como insultos genéricos, el término iletrado hace referencia a la falta de educación formal, la cual tanto para los años setenta como para el presente, es un claro indicador de posición de clase. Es decir, carecer de educación formal, ser un iletrado es una característica de las clases bajas (Salvador, 2008). Asimismo, las dos acepciones anteriores usan las palabras “indio” e “indígena” para explicar el significado de la palabra. Estos dos términos se vinculan estrechamente a un esquema epidérmico que representa lo opuesto del esquema vinculado a lo blanco. Según este diccionario, hacia mediados del siglo pasado ser naco era simultáneamente ser un sujeto de clase baja y estar vinculado a un grupo racializado que poseía un esquema epidérmico percibido como no-blanco.

En el presente, el Diccionario del Español de México ofrece tres acepciones del mismo insulto: “1. Que es indio o indígena de México. 2. Que es ignorante y torpe, que carece de educación. 3. Que es de mal gusto o sin clase” (Colmex, 2022). Este insulto sigue manteniendo el mismo nivel de violencia simbólica que Santamaría describe en su diccionario del siglo pasado. Un sujeto naco es quien no tiene refinamiento ni educación formal, quien pertenece a la clase baja, que “carece de clase”, además de poder ser un indígena. Por otro lado, Ana Celia Zentella señala que la palabra naco proviene de la contracción de “Totonaco”, término que a pesar de denominar a un grupo indígena específico, se tomó como un genérico para referirse a cualquier indígena (Zentella, 2007: 30) y hace referencia a un esquema epidérmico preciso que caracteriza por la piel morena, los ojos negros y el cabello negro y lacio.

En cualquiera de sus orígenes o acepciones, lo “naco” se vincula con lo indígena como si uno fuese extensión de lo otro y viceversa. Sin embargo, como se mencionó con anterioridad, las lógicas racializadas en México no siguen los patrones angloamericanos y cualquier sujeto puede ser acusado de ser un naco, incluso aquellos asociados con un esquema epidérmico blanco, cuando el inculpado carece de “clase”. Como parte de la etnografía en la que se basa este trabajo, se llevó a cabo una entrevista con Carlos, un hombre de clase media alta, de cerca de 50 años de edad y miembro de un distinguido club de golf en la Ciudad de México, quien comentó que deseaba publicar la historia institucional de su club. Con gran orgullo mostró parte de la información histórica que el comité creado para tal propósito había logrado recabar. En su teléfono tiene fotografías de antiguos mapas de la zona donde se encontraba el club, invitaciones a eventos que tuvieron lugar a mediados del siglo XX, entre muchas otras cosas. Al terminar de mostrar el material, comenzó a quejarse del actual presidente del club, quien decidió desechar la idea de la creación de un libro institucional bajo la premisa de que había necesidades más urgentes. Con una visible molestia indicó: “sabes cuánto dinero le estábamos pidiendo [para publicarlo], treinta mil pesos, íbamos a hacer un libro artístico, con papel fotográfico, una obra de calidad. El naco nos dijo que no, y ¿sabes en que usó el dinero? En poner alfombras en la entrada, que además están horribles”. Luego de este comentario, la entrevista tomó otro rumbo.

Tiempo después conocí al presidente al que Carlos hizo referencia, quien era una persona con un esquema epidérmico blanco (es decir, tez clara, ojos de color café claro y cabello rubio). En este caso, la acusación de ser naco no provenía de percepciones racializadas sino de su supuesta carencia de capital cultural. De forma práctica, la acusación de ser naco es un acto de violencia simbólica que ambiguamente cuestiona la reputación racializada y de clase de las personas. El insulto busca generar dudas sobre el carácter mestizo del individuo o grupo, al mostrar la forma en la que sus maneras, actitudes, gustos estéticos y entendimiento no son como los del resto de los mestizos, sino como la de los indígenas (los no-blancos). La palabra naco desea desenmascarar e identificar a aquellos que pretenden pasar por mestizos o blancos, “sin serlo”.

No es una coincidencia que el término haya surgido entre las décadas de 1960 y 1970 (Monsiváis, 1976), época en la que México experimentó una considerable movilidad social. La invención y popularización del insulto respondió a la necesidad de las clases medias y altas por clasificar a quienes simulaban pertenecer a una clase más alta, de la que “realmente pertenecían”, siendo el carácter racializado del insulto una forma de enfatizar la condición de clase baja del sujeto así insultado (Serna, 1996; Shorris, 2004; Raphael, 2015). Otro acto de violencia simbólica que muestra la forma en la cual la lógica de la racialización de clase opera de forma ordinaria en México es el estereotipo de “güero [blanco] de rancho.” Este agravio desacredita la blancura al vincular tal esquema epidérmico con el mundo rural (el rancho) y, por extensión, con la clase baja. Un “güero de rancho” es una persona con un esquema vinculado con lo blanco (piel blanca, ojos y cabello claros, entre otros) pero con gustos estéticos, maneras y actitudes corporales que denotan un origen rural. Es relevante notar que en este estereotipo la deslegitimación de la blancura se basa esencialmente en la posición de clase baja del sujeto a ofender. La falta de nociones “apropiadas” sobre la moda, la carencia de “clase” para relacionarse con otros y la ausencia de “sofisticación” en su visión del mundo sitúan a un sujeto con un esquema epidérmico percibido como “blanco” cerca de las posiciones sociales destinadas para los “nacos”.

Estos dos insultos muestran la manera en la que la racialización de clase funciona sobre dos ejes simultáneos. En el primero, las nociones racializadas reproducen una escala en la cual lo blanco se asocia, mayoritariamente, a una serie de cuestiones positivas, en tanto que lo no-blanco está, primordialmente, ligado con elementos cuestionables y carentes de prestigio. En el segundo, la legitimidad se articula en una lógica de clase en donde las formas del capital poseído modifican la posición de los sujetos (Bourdieu, 2016). La combinación de estos dos ejes es lo que determina las posibilidades de acción de los individuos.

RACIALIZACIÓN DE LA CLASE

En México existe la creencia popular de que el “dinero blanquea”, es decir, a mayor acumulación de poder económico, más blanco es percibido el esquema epidérmico de los sujetos. Esta idea parecería estar presente en el estereotipo popular “trabajar como negro para vivir como blanco” en el cual la racialización cambia según la posición de clase. La aparente subordinación de las dinámicas racializadas hacia las estructuras de clase parecería confirmar el añejo argumento de que el mestizaje mexicano es un modelo flexible, en el cual las categorías racializadas pierden sentido al estar condicionadas por las relaciones de clase (Rosas, 2014; González, 1965; Krauze, 2014). Algunos investigadores han expresado dudas sobre la existencia de la tesis de que “el dinero blanquea”, señalando que la idea de blancura carece de consistencia en México y en Latinoamérica (Telles y Paschel, 2014). Sin embargo, esta inconsistencia se debe a que las dinámicas y estructuras de clase que influyen en las per- cepciones racializadas no sólo cambian conforme a contextos nacionales, sino que también se modifican según la posición de clase de los individuos que comparten una misma nacionalidad. Esto genera un modelo que carece de estabilidad y varía en tanto contextos y situaciones particulares, de ahí la dificultad para capturar tales dinámicas en modelos estadísticos.

Mi trabajo etnográfico entre clases medias altas y altas en la Ciudad de México confirma la existencia de la noción de que el “dinero blanquea”, aunque no como comúnmente se ha interpretado (Cerón-Anaya, 2017, 2019a, 2019b). Lo que este estudio encuentra es que el dinero puede modificar con mayor eficiencia las percepciones sobre los esquemas epidérmicos entre los miembros de las clases baja y media. En tanto que la capacidad del dinero para modificar percepciones racializadas se reduce entre las clases media alta y alta. Este fenómeno se basa en dos principios. Primero, en el hecho de que el valor simbólico del dinero se modifica según su abundancia o escasez (Bourdieu, 1986), y segundo, en la marcada cercanía de las clases altas con el esquema asociado con lo blanco y de las clases medias y bajas, particularmente éstas últimas, con el polo opuesto (Nutini, 2008, 1997). El análisis de Bolívar Echeverría (2014) sobre la diferencia entre blancura y blanquitud permite entender con mayor certeza cómo es que estos dos principios operan en México. Comenzaré por explicar porque el “dinero blanquea” de forma más eficiente en la parte media y baja de la escala socioeconómica.

CAPITAL Y BLANQUEAMIENTO

“La categoría ‘clase media’ no tiene un significado único y consistente. La complejidad de su abordaje en términos conceptuales y metodológicos, similar al de la pobreza, la ubican desde diversas disciplinas como uno de los aspectos conceptuales sin consenso en la literatura” (Teruel et al., 2018: 447).7 Dicho esto, para proporcionar un estimado del tamaño y las características de las clases sociales en México usaré el modelo desarrollado por la Asociación Mexicana de Agencias de Inteligencia de Mercado y Opinión (AMAI), que divide a la población mexicana en ocho grupos de acuerdo con ingreso, características de la vivienda, nivel educativo, tipo de trabajo, posesión de automóvil, gasto en alimentación, entre otros (AMAI, 2018). Los tres grupos que ocupan los escalafones más bajos (“clases trabajadoras”)8 se caracterizan por habitar una vivienda precaria, poseer un bajo nivel educativo, destinar un amplio porcentaje de su ingreso a los alimentos, además de no tener acceso al Internet. Estos segmentos representan el 55.5 por ciento de la población.9 Los siguientes tres grupos (“clases medias”) gastan cerca del 30 por ciento de su ingreso en alimentos, cuentan con un mayor nivel educativo, muchas de las personas pertenecientes a ellas poseen automóvil, habitan en viviendas más sólidas y un gran número cuenta con Internet. Estos tres grupos representan el 38.5 por ciento de la población.

A pesar de su mayor poder adquisitivo, las clases medias en México se caracterizan por una considerable fragilidad económica (Teruel et al., 2018; Atkinson y Brandolini, 2014). Así, un desastre natural, problema severo de salud o algún otro infortunio mayor fácilmente las arrastra hacia posiciones cercanas a las clases trabajadoras. Por ello, el capital económico es un bien escaso en ambas clases sociales. Esta característica intensifica el valor simbólico que emana del poder de consumo, lo que significa que al ser el capital económico un bien sumamente escaso, su posesión genera un bien simbólico con un mayor valor para su dueño ante los ojos de sus pares. Si bien esto es cierto en cualquier sociedad de mercado, en el contexto racializado mexicano tal proceso produce dos vertientes simultáneas.

Por un lado, la acumulación de capital económico eventualmente se puede convertir en otro tipo de capital (como cultural), incrementado así la posibilidad de agencia de los sujetos (Bourdieu, 1986), y por el otro, esta distinción de clase se entrecruza con una jerarquía racializada que sitúa lo blanco y lo no-blanco en dos polos opuestos, asignando una serie de elementos positivos al primero y negativos al segundo. Los medios masivos de comunicación infatigablemente reproducen esta lógica, por ejemplo, al casi exclusivamente utilizar a modelos con un esquema epidérmico semejante a como se entiende la blancura en Estados Unidos para personificar el poder del consumo, así como incluir actores y actrices con estas mismas características para representar papeles estelares y personajes llenos de complejidades en series televisivas. Lo opuesto es igualmente cierto, al casi exclusivamente utilizar sujetos con un esquema epidérmico no identificado con lo blanco para encarnar la carencia de capital, deficiencias morales, limitada inteligencia, magra ética de trabajo, o personajes unidimensionales (Agis, González y Aceves, 2016; Carlos, 2021; Iturriaga, 2016; Marini, 2018; Winders, Jones y Higgins, 2005; Bravo y Campa, 2017). Al entremezclarse la distinción de clase con la jerarquía racializada se producen dinámicas de racialización de clase en las cuales un mayor poder de con- sumo modifica la manera en la que los esquemas epidérmicos son percibidos, al asumir que la posesión de capital acerca simbólicamente a los sujetos al universo de lo blanco.

En su influyente obra, Modernidad y blanquitud, Bolívar Echeverría sostiene que la ética moderna capitalista emanó originalmente “sobre la base humana de las poblaciones racial e identitariamente ‘blancas’ del noroeste europeo” (Echeverría, 2014: 4). Esto generó un vínculo histórico entre el esquema epidérmico blanco y la esencia de la modernidad capitalista. La apariencia “blanca” de estas poblaciones se vio como un elemento indispensable para desarrollar la modernidad capitalista. Sin embargo, con el paso de los siglos, la blancura se fue relativizando, pues el énfasis en el esquema epidérmico se sublimó en un espíritu civilizatorio, capitalista y moderno; dando paso así a la blanquitud. Esta última implica la interiorización y expresión de rasgos culturales del puritanismo religioso y la ética productivista, formando una identidad socialmente construida que desea demostrar su blanquitud moderna vía prácticas definidas como deseables dentro del modelo capitalista. “La blanquitud exige que la interiorización del éthos capitalista se haga manifiesta de alguna manera, con alguna señal, en la apariencia exterior o corporal de los mismos [cuerpos]” (Echeverría, 2014: 4). Siguiendo este argumento, en el México contemporáneo un mayor poder de consumo otorga a los sujetos una mayor blanquitud a los ojos de sus pares.

Sin embargo, las posibilidades de adquirir una mayor blanquitud operan con mayor eficacia entre las clases trabajadoras y medias. Esto se debe a que éstas, y particularmente las clases medias, actúan como una especie de zona racializada intermedia situada entre el frecuente patrón estadístico de tonos de piel oscura y rasgos de origen indígena y africano prevalecientes entre las clases bajas y la abrumadora presencia estadística del esquema epidérmico blanco entre las minúsculas clases altas (Nutini, 1997, 2008; Iturriaga, 2016; Solís y Güémez, 2021; Ceron-Anaya, 2019a). Por su relativa diversidad de esquemas epidérmicos, los espacios de las clases medias mantienen un cierto grado de aceptación racializada, lo que permite que aquellos individuos de clases bajas que han acumulado cierto capital económico y cultural puedan ser percibidos con un mayor nivel de blanquitud y así reciban una mayor aceptación social a pesar de poseer esquemas epidérmicos no-blancos. La adquisición de objetos y servicios más costosos -escuelas privadas, acceso a clubes sociales, vehículos suntuosos, o viviendas en barrios residenciales- producen efectos de blanqueamiento individual. De esta forma los sujetos adquieren una mayor blanquitud ante los ojos de otros miembros de mismo escalafón social o de clases más bajas.10

CAPITAL E IMPOSIBILIDAD DE BLANQUEAMIENTO

Haciendo uso del modelo de la AMAI, las clases media alta y alta se caracterizan por habitar en viviendas amplias y sólidas, contar con todos los servicios urbanos, tener más de dos automóviles, además de ser los grupos con mayor nivel educativo y quienes invierten más en este capital. En su conjunto estos dos grupos representan el 6 por ciento de la población total (AMAI, 2018). En estos dos estratos económicos, la posibilidad de blanqueamiento del capital económico no opera con la misma eficacia por las mismas dos razones expuestas anteriormente, aunque de forma inversa. Por un lado, el capital económico deja de ser un bien escaso para volverse un elemento abundante entre estos grupos, pero no significa que el valor del dinero cambie, lo que se modifica es el poder simbólico que emana del capital financiero. Por ejemplo, un auto de lujo entre las clases altas deja de ser un bien insólito (como lo es entre las clases medias y más aún en las bajas) para volverse un objeto común y ordinario. Esto no hace que el vehículo pierda su valor económico de intercambio en el mercado de automóviles, lo que pierde es parte de su valor simbólico. La posesión de bienes de lujo no representa una fuente particular de prestigio frente a los pares sino el prerrequisito mínimo para ser miembro del grupo. En medio de la abundancia, el dinero se vuelve un bien habitual, por consiguiente, disminuye su capacidad para generar formas simbólicas de blancura.

En medio de la abundancia material otras formas de capital más costoso adquieren una mayor preponderancia. Hay algunas que requieren una exposición constante durante largos periodos de tiempo a dinámicas de privilegio para poder ser internalizados de forma “auténtica.” Este es el caso del capital cultural corporalizado que se expresa, entre otras disposiciones, en la habilidad de hablar otra lengua de origen occidental además del español, por ejemplo, hablar con el acento y dicción de un hablante nativo requiere una extensa exposición al idioma vía espacios de educación formal, tutorías, viajes, además del consumo de múltiples artefactos culturales por periodos extensos. Sólo así se puede “hablar bien”. De ahí que las clases altas prefieran escuelas en donde los maestros de la segunda lengua occidental sean nativos de esas regiones. A pesar de lo sumamente costosa que resulta la asistencia a este tipo de colegios por uno o dos años no es suficiente para internalizar efectivamente esta forma de capital cultural. Se requiere de una exposición extensa -y por consiguiente más cara- en estos espacios privilegiados para auténticamente adquirir esa forma de capital corporal. Es pertinente señalar que las lenguas de origen indígena nunca se ven como fuente de prestigio entre ninguna clase, a pesar de la dificultad que conlleva adquirir su dominio o la complejidad que tales idiomas implican. Dentro de la jerarquía racializada estas expresiones lingüísticas se asocian con las mismas connotaciones negativas con las que se vincula el esquema epidérmico de sus hablantes. La segunda razón por la cual la tesis de que el dinero blanquea no opera con la misma eficacia entre las clases medias altas y altas reside en la de Echeverría, que señala que la blancura nunca ha abandonado a la blanquitud. Si bien, esta última es un espíritu al que cualquier sujeto hipotéticamente puede aspirar, “el racismo étnico de la blancura, aparentemente superado por y en el racismo civilizatorio o ético de la blanquitud, se encuentra siempre listo a retomar su protagonismo tendencialmente discriminador y eliminador del otro” (Echeverría, 2015: 5). Por ello, “la blancura [como esquema epidérmico] acecha por debajo de la blanquitud” (Echeverría, 2015: 5).Este factor hace que la mediana flexibilidad racializada encontrada entre la clase media gradualmente se vaya sustituyendo por nociones casi biológicas -como se entiende la idea de raza en el mundo angloamericano- para determinar la pertenencia social a las clases altas. Por ejemplo, en su trabajo etnográfico sobre la aristocracia mexicana, Nutini reporta que las desviaciones del esquema epidérmico blanco presentes en algún miembro de este grupo -como son tez morena clara o nariz más gruesa que el promedio de sus pares- son elementos que se enfatizan de forma negativa al interior del grupo, como factores de deshonra (Nutini, 2008). El trabajo de Iturriaga sobre las discotecas y bares para adultos jóvenes pertenecientes a las clases media alta y alta de la sureña ciudad de Mérida, mantiene cierto patrón de semejante con los hallazgos de Nutini, siendo el esquema epidérmico un elemento fundamental para determinar quién tiene acceso a estos sitios y quién es excluido (Iturriaga, 2011).

Me gustaría hacer uso del material etnográfico de mi trabajo de investigación para ahondar en la explicación sobre el vínculo entre clase y racialización. Particularmente, quiero elaborar en la figura de los caddies -trabajadores que cargan los palos y asisten a los jugadores en los campos de golf- para aportar más evidencia sobre la tesis expuesta en los anteriores párrafos. Los caddies suelen comenzar sus carreras a temprana edad, en promedio hacia finales de su adolescencia, y esta larga exposición al golf les permite conocer a profundidad el juego. Por ejemplo, un caddie que tenía cerca de 35 años, que comenzó a trabajar en esta profesión cuando tenía 17, comentó de forma humorística: “yo he caminado tantas veces este campo, que te apuesto que lo podría recorrer con los ojos vendados”.

Cuando pregunté a estos trabajadores sobre la forma en la que habían aprendido el juego, siendo éste un deporte que sólo se practica en exclusivos clubes privados -en la Ciudad de México no existen campos públicos- casi la totalidad de los entrevistados respondió con una variante del enunciado “aprendí viendo jugar a los socios”. La gran mayoría de los caddies tenía un claro entendimiento del juego e incluso algunos de ellos son extraordinarios jugadores.11 A pesar del profundo entendimiento que muchos de estos trabajadores mostraban sobre el juego, casi la totalidad de los socios de los clubes expresó diversos argumentos para señalar que un caddie no podía ser considerado un golfista.

Las explicaciones de los socios para justificar la diferenciación eran extensas, pero se pueden resumir en frases como, los caddies “no entienden la estrategia del juego”, “es gente que carece de educación”, “no saben pegarle a la pelota, nadie los ha enseñado”, “desgraciadamente no tienen una buena alimentación, nada más ve lo que comen”, “no tienen ética de trabajo”, “por más que los ayudes, tarde o temprano se dedican a beber [alcohol]”, “los caddies son los que meten las drogas a los clubes”, o, “ni aun juntando a los mejores caddies tendrías un jugador que pudiera competir en las [grandes] ligas del mundo.” En resumen, los caddies carecían del entendimiento, sagacidad, alimentación, moralidad, determinación y carácter para triunfar en este deporte y, por ello, no pueden considerarse golfistas. Estos argumentos se articulaban en un contexto en el que la mayoría de los socios de los clubes poseía un esquema epidérmico cercano a lo blanco, en tanto que la abrumadora mayoría de los caddies tenía uno opuesto.

La exclusión de los caddies parecía tener un tono clasista, al poner énfasis en temas como su falta de educación. Sin embargo, constantemente esta narrativa se racializaba al presentar sus limitaciones como características innatas y compartidas de manera homogénea por todos ellos -quienes poseían un esquema epidérmico semejante-: las quejas sobre su falta de ética de trabajo, propensión al alcoholismo o las menciones a su alimentación. Esta última aseveración mantiene un sorprendente paralelismo con añejos argumentos que han racializado la comida de las clases populares, asumiendo que su atraso material se debe al consumo de productos de origen indígena, como el maíz y el frijol, entre otros (Aguilar-Rodríguez, 2011; Pilcher, 1998); o lo que es lo mismo, sus prácticas alimentarias pre-modernas y nocapitalistas. Tales argumentos parecían indicar que la distinción entre caddies y golfistas residía en un conjunto de diferencias inherentes, casi biológicas, entre ambos grupos.

Como parte del trabajo de campo encontré a varios caddies que tenían un extraordinario nivel de juego, lo que podría colocarlos en una sólida trayectoria rumbo al golf profesional -que a pesar de su limitado número de seguidores a nivel global está entre las prácticas atléticas con más altos premios económicos entre todos los deportes profesionales- (Ceron-Anaya, 2019a). Sin embargo, reportaban que este camino estaba cerrado para ellos ante la falta de apoyo económico por parte tanto de los clubes en los que trabajaban como de la Federación Mexicana de Golf. Al cuestionar a los socios, e incluso a algunos miembros que eran directivos de la Federación, sobre la falta de apoyo hacia los caddies sobresalientes, la mayoría recurrían a explicaciones neutras, como que la culpa era compartida parcialmente entre las instituciones -las cuales no hacían lo suficiente para apoyar-, como por los propios caddies -quienes tenían demasiadas carencias para triunfar en este deporte-. Sin embargo, uno de los entrevistados articuló un argumento abiertamente racializado sobre el problema. Como parte del contexto, esta charla se llevó a cabo en la cafetería de un barrio de clase media alta al norte de la Ciudad de México. Al apagar la grabadora,12 el participante continuó hablando sobre los temas abordados, y luego de algunos minutos, hizo una pausa larga, volteó para ver a los comensales sentados atrás de nosotros y señaló:

… hace un rato me preguntaste por qué los clubes o la federación no apoyan a los caddies [para convertirse en jugadores profesionales], off the record te voy a contestar lo que pienso. Creo que la mayoría de los golfistas no apoyan a los caddies, a pesar de que algunos son muy buenos jugadores, porque […] se parecen a sus trabajadores domésticos. Las caddies se parecen a sus sirvientas y a sus choferes (Socio de club de golf de la CDMX).

Al transcribir las entrevistas, noté que lingüísticamente el comentario se hizo en tercera persona, ya que el entrevistado buscó distanciarse del grupo al que pertenecía, y fue el único que abiertamente articuló una explicación racializada para describir la marginalización de los caddies. Para él la falta de apoyo institucional se basa en la cercanía epidérmica de los caddies con otros trabajadores carentes de prestigio. En este caso, la clase social -“sirvientas y choferes”- y la jerarquía racializada -“se parecen”- se entremezclan formando una dinámica común. Si bien un número importante de participantes utilizó argumentos ambiguos -como la mención en torno a la comida- para expresar ideas semejantes, esta persona fue la única que usó un argumento racializado para hablar de la falta de oportunidades económicas.13

También está el caso de un miembro nuevo, quien recientemente había acumulado una considerable fortuna y comprado una membresía en un prestigiado club de golf. Sin embargo, era rechazado por una parte importante de los socios, dos de los cuales, sin relación de amistad entre ellos, ahondaron sobre las razones por las que este jugador era excluido socialmente. En uno de los casos, tras narrar ejemplos de su falta de “maneras sociales”, como su excesivo deseo por ganar, lo cual llegaba a generar conflictos, el entrevistado finalizó diciendo: “mira, yo creo que es un buen tipo, pero al final es un naco”. La otra persona que abordó el tema hizo mención a una confrontación que se suscitó en un torneo, en el cual el miembro rechazado reclamó aireadamente su derrota, y comentó: “para no hacer la historia larga, el frijolito, seguía discutiendo, no quería perder”.

Es notable cómo en ambos casos, los entrevistados señalaron la falta de maneras apropiadas como motivo de la exclusión, rematando sus comentarios con términos racializados, al llamarlo “naco” o “frijolito” -grano que se consume principalmente en su variedad negra o café en México-. Ante los ojos de las personas pertenecientes a las clases media alta y alta que conforman este club, el extenso capital económico del nuevo socio no generaba instantáneamente formas simbólicas de blaquitud, no representaba ningún valor especial, tan sólo era el prerrequisito de acceso. En tanto que la manera en la cual expresaba sus emociones lo situaba más cerca de la forma en la que se expresa el enojo en las clases bajas -con un mayor grado de violencia física-, que del trato agresivo pero gentil que caracteriza las confrontaciones entre pares en las clases altas. Éste es otro ejemplo de la manera en la que formas más costosas de capital internalizado, como saber expresar las emociones, se vuelven fundamentales para generar percepciones de esquema epidérmico más blanco.

Como parte de la investigación en repetidas ocasiones visité cuatro diferentes driving ranges o tiros de práctica -este último término muy rara vez es usado por los socios, ya que normalmente se utiliza en inglés-, que son negocios independientes de pequeñas dimensiones que no guardan conexión alguna con los clubes de golf. La gente asiste a estos sitios para aprender lo básico del deporte, que es golpear la pelota, y para ello están acondicionados de forma que en un extremo se colocan los clientes, sobre una alfombra de pasto sintético de aproximadamente 2 por 2 metros, para desde ahí intentar golpear la pelota, que no viaja más allá de 75 metros, ya que una gran red impide que salga del lugar -en contraste, en un club de golf los hoyos o pistas de juego más pequeños tienen cerca de 150 metros de longitud-. La clientela de los driving ranges no está compuesta por socios de los clubes, sino por miembros de la clase media que buscan iniciarse en este deporte, que se puso de moda, entre 2007 y 2010, ante el éxito de la jugadora mexicana Lorena Ochoa en la liga estadounidense, lo que generó una inusual cobertura del golf en los medios masivos de comunicación, presencia mediática que más o menos continúa hasta el presente.

Comenzar a golpear pelotas en un driving range requiere de una inversión modesta, ya que no es necesario pagar una membresía y tanto los palos como las pelotas se rentan a bajo costo en el mismo sitio. Con 150 pesos por sesión -7.5 dólares estadounidenses-, las clases medias pueden sentir que se están volviendo golfitas -incluyendo las implicaciones de clase y blanquitud que tal aseveración conlleva-. En las múltiples ocasiones que visité estos tiros de práctica encontré personas que se presentaban como maestros profesionales de golf ofreciendo sus servicios a los clientes. Al platicar con ellos descubrí que eran caddies que utilizaban sus días libres para enseñar el deporte en estos lugares. En todos los casos vestían a la usanza de los golfistas -gorra, playera, guante y zapatos de alguna marca cara, así como pantalón de algodón color caqui- y mantenían a la mano su propia bolsa de palos de golf para mostrar y platicar sobre el equipo si alguien continuaba con la conversación. Comúnmente los caddies obtienen su equipamiento y la ropa de golf vía donaciones o ventas a muy bajo costo por parte de los miembros de los clubes para los cuales trabajan; en oposición, los golfistas lo compran casi exclusivamente en Estados Unidos. En estos sitios los caddies son vistos con res- peto y tratados como legítimos golfistas. En varias ocasiones presencié cuando los clientes hablaban con ellos con gran emoción o contratando sus primeras lecciones. En esos espacios los caddies no son vistos como “carniceros disfrazados de golfistas”, como un miembro de uno de los clubes más distinguidos de la ciudad los describió en una entrevista.

En uno de estos tiros de práctica charlé con el dueño, quien al oír que yo hacía un estudio sobre el golf decidió platicar ampliamente conmigo, deseando escuchar mi opinión sobre la falta de éxito de su negocio. Se quejó ampliamente de que a pesar de la inversión en la decoración, la pintura, la contratación de meseros -vestidos con el uniforme universal de servicio: camisa blanca y pantalón negro- para atender a la clientela, la compra de publicidad en revistas especializadas y el haber pasado personalmente múltiples días afuera de un campo de golf entregando cupones de descuento para visitar su negocio, ningún golfista se había acercado a éste. Sin notar la paradoja de su comentario, dijo que a su negocio sólo acudían “oficinistas de bajo nivel, […] yo quiero atraer ejecutivos”. Limité mis sugerencias a recomendarle sitios especializados en Internet y otras revistas en las que podría promocionarse.

Al continuar entrevistando a los socios de los clubes, pregunté por sus percepciones sobre los tiros de práctica. Uno de ellos señaló que era muy triste la existencia de estos lugares, ya que quienes ahí buscan iniciarse en el golf jamás lograrán convertirse en golfistas, porque para el mundo del golf y el de los tiros de práctica son sitios radicalmente opuestos. Para enfatizar su argumento, el golfista echó mano de un juego de palabras llamando a los driving ranges “tiraderos”, palabra que puede significar tanto el lugar en donde se avienta algo -el acto de golpear una pelota con un palo de golf-, como un espacio en el que se tiran desechos -un tiradero de basura-, y sintetizó su desdén por los tiros de práctica argumentando que “en los tiraderos, golpeas la pelota aquí y cae allá [señalando con el dedo una distancia de cerca de 10 o 15 metros]. Ir a estos sitios me parece una necedad, no van a llegar a ningún lado”. Más adelante regresó al tema de la imposibilidad de volverse un auténtico jugador de golf en un tiro de práctica, porque la instrucción básica en los “tiraderos” era impartida por caddies, quienes a su juicio carecían de cualquier entendimiento del deporte. Con diversas variaciones, dicho argumento apareció de forma reiterada entre los miembros de estos clubes: tiros de práctica son lugares antitéticos al mundo del golf. En cambio, en los driving ranges el hecho de poseer objetos ligados al golf y demostrar un amplio conocimiento del deporte genera un aura de distinción y legitimidad que parece extenderse más allá de las nociones tradicionales de clase. Si algo se percibía en estos sitios era un deseo por demostrar un mayor poder de consumo que otros miembros de la clase media. Por ejemplo, ahí se venden zapatos y guantes de golf, objetos innecesarios en un espacio en donde difícilmente se practica más de una hora -a diferencia del juego de golf promedio que dura cerca de cuatro horas-, pero que poseen un gran valor simbólico y material en el contexto. Vale la pena señalar que mientras que en los clubes de golf el esquema epidérmico blanco domina abrumadoramente entre los socios, en los tiros de práctica abundan las variantes del esquema epidérmico no-blanco entre los clientes. Siguiendo el argumento del socio que expresó de forma racializada la falta de apoyo que los caddies enfrentan, en los “tiraderos” no hay una auténtica blancura sino formas económicas de blanquitud, lo que puede explicar por qué a los golfistas no les interesa visitar estos sitios.

CONCLUSIÓN: UN NUEVO ENTENDIMIENTO DE LAS INEQUIDADES SOCIALES EN MÉXICO

Como se mencionó al principio, el presente artículo no busca sugerir que la noción de raza existe como una realidad biológica, ni desea proponer que México tiene una lógica racial semejante a la estadounidense. En cambio, busca contribuir a generar una reflexión crítica sobre la manera en la que la relación entre inequidades sociales, mestizaje, clase y blanquitud se ha entendido. En oposición a la benigna, tolerante e inclusiva versión con la que el discurso nacional asume al mestizaje, en este trabajo se ha mostrado que se encuentra moldeado por ideas racializadas en las cuales la blanquitud ocupa un lugar central. Tales nociones no se expresan abiertamente en los espacios institucionales, como son los sitios e interacciones normadas por el Estado -por ejemplo, en certificados de nacimiento u otro tipo de categorías administrativas-, sino que se encuentran en el universo de la práctica cotidiana. Las jerarquías sociales en México reproducen un sinfín de ideas que expresan una orden racializada, en donde lo blanco se encuentra en un polo y lo no-blanco se ubica en uno opuesto. Este orden no responde exclusivamente a un entendimiento basado en los esquemas epidérmicos, como comúnmente sucede en Estados Unidos. En el caso mexicano la racialización está mezclada con ideas sobre la blanquitud, las cuales están fundadas en el éthos capitalista moderno, donde un amplio poder de consumo genera percepciones de una mayor blanquitud ante los ojos de los pares sociales y aquellos grupos más abajo en la escala social. Aquí reside el gran capital simbólico que poseen deportes como el golf, el que se inserta en la lógica capitalista moderna y en la posibilidad de ofrecer una mayor blanquitud.

Sin embargo, este proceso se modifica considerablemente cuando se analiza el fenómeno entre las clases media alta y alta. Entre los sectores más privilegiados en México la blanquitud se sustituye por la blancura, lo cual se debe a la considerable riqueza material en la que viven estos grupos, lo que disminuye el valor simbólico del capital económico para generar blanquitud. Entre estos grupos la remuneración simbólica instantánea que otorgan los objetos materiales costosos entre las clases medias y bajas se sustituye por elementos y prácticas aún más costosas, como son el hablar como nativo idiomas de origen europeo occidental -que requiere una inversión cuantiosa de largo plazo-. Por otro lado, la posibilidad de blanquearse vía prácticas de consumo disminuye considerablemente por la amplia presencia del esquema epidérmico blanco entre estos sectores.

Es importante resaltar que el argumento de la racialización de clase tiene profundas implicaciones para entender las inequidades en México. Como argumento, las dinámicas de racialización, blanquitud, blancura y clase no se pueden separar porque éstas operan como un conjunto, entonces dichas inequidades no sólo son fruto de las estructuras de clase, sino que responden a una lógica racializada, es decir, la ausencia de oportunidades, la falta de empleo, la carencia de educación, el limitado apoyo del Estado, la exclusión social, entre otros, son problemas sociales que responden a abiertas dinámicas de clase, así como a poderosas lógicas racializadas -y racistas-. Este argumento explica por qué la pobreza está tan estrechamente vinculada a los tonos de piel oscuros, en tanto que la riqueza se asocia con lo “blanco” -en percepciones como en realidades de tipo material-. La racialización de clase es una de las formas en las que se manifiesta y se reproduce la exclusión social en México.

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1 Frantz Fanon acuñó el término esquema epidérmico para explicar la manera en la que el color de piel y de ojos, la textura del cabello, la forma de la nariz y los labios, así como la grasa corporal comúnmente son usados para agrupar a los sujetos en unidades que aparentemente comparten características biológicas y sociales comunes (Fanon, 2008: 84).

2Traducción del autor.

3La racialización es un proceso social que forma supuestos conjuntos homogéneos de individuos, los cuales aparentemente comparten rasgos inmanentes e inmutables. Este concepto desea poner énfasis en que lo que entendemos por raza no es una categoría biológica sino un concepto cambiante de acuerdo con momentos históricos y relaciones de poder.

4Para leer la discusión metodológica sobre las dificultades para hacer una etnografía de elites véase Ceron-Anaya, 2019a: 181-192.

5Esto no quiere decir que la noción de raza exista como una realidad biológica, pero retomaré el punto más adelante.

6Para entender el origen de estas ideas véase Vasconcelos, 1993 [1925].

7Por ejemplo, véase el debate entre Gerardo Esquivel y Roger Bartra sobre el significado de la clase media en México (Esquivel, 2015).

8Utilizo el plural “clases” para referirme a los estratos socioeconómicos en México. Esto busca mostrar la diversidad existente al interior de las clases sociales en este país.

9Vale la pena señalar que el 20 por ciento de este grupo vive en pobreza extrema (Coneval, 2014), lo que lo podría situar en una posición semejante a lo que Karl Marx define como “lumpen proletario.”

10En algunas zonas del país la diferencia entre el esquema epidérmico de las clases trabajadoras y las altas no son particularmente diferentes, como en el noroccidente del país. Esto genera formas de ansiedad racializada que se expresan en una necesidad social de las clases medias-bajas por tener bienes comúnmente asociados con los de las altas, como automóviles de lujo (aunque el estado de éstos sea por debajo de lo óptimo). Estos objetos intentan enfatizar la diferencia de clase en regiones en donde los esquemas epidérmicos entre las clases trabajadoras y medias mantienen un gran parecido.

11Los clubes de golf están tradicionalmente cerrados los lunes para dar mantenimiento a las instalaciones, ese día los caddies pueden acceder al campo para jugar.

12Para una discusión metodológica y ética del estudio de élites véase “Appendix: An Un/Ethical Approach” (Ceron-Anaya, 2019a).

13Es importante resaltar que este entrevistado estudió la universidad en Estados Unidos, donde vivió algunos años. Quizás esta experiencia le haya hecho dudar de la idea de que en México las categorías racializadas no existen.

Recibido: 15 de Febrero de 2022; Aprobado: 18 de Septiembre de 2022

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