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Literatura mexicana

versão On-line ISSN 2448-8216versão impressa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.23 no.2 Ciudad de México Nov. 2012

 

Estudios y notas

 

La función de la mirada en la cuentística de Francisco Tario1

 

The Function of Gazing in Short-Storytelling of Francisco Tario

 

Patricia Poblete Alday

 

Universidad Academia de Humanismo Cristiano, Chile. ppoblete@gmail.com

 

Resumen

Aun antes que sobre la palabra, los mundos creados por Francisco Tario (1911-1977) se articulan desde la mirada. Esta, en tanto expresión de una voluntad encauzada, cumple en la obra del mexicano una doble función: performativa, al posibilitar la emergencia de los universos nostálgicos y pesadillescos que caracterizan su diégesis; y genérica, al entroncar esta narrativa con la teoría y la práctica del relato fantástico.

Palabras clave: Francisco Tario, literatura fantástica, percepción visual, ojo.

 

Abstract

Even before word, the narrative worlds created by Francisco Tario (1911-1977) emerge from the look, understood as a channeled will. In his work, the look has two functions: the first is performative, enabling the emergence of the nostalgic and nightmarish universes in the diegesis; the second is refered to the literary genre, connecting this narrative with the theory and practice of fantastic story.

Keywords: Francisco Tario, fantastic literature, visual perception, eye.

 

La mirada, el simple hecho de posar nuestros ojos en un objetivo determinado no es una actividad simple, inocente ni inconsecuente. No es simple porque al mirar hacemos mucho más que adquirir información por la vía visual: al mirar (re)conocemos, distinguimos, activamos emociones, creamos el mundo que habitamos y lo dotamos de sentido. No es inocente porque lo que vemos es un acto elegido: no es una mera reacción biológica a una serie de estímulos, sino que hacemos una selección entre la multitud de imágenes que se presentan a nuestros ojos. Y esa operación la realizamos sobre nuestras competencias y saberes, social e históricamente condicionados, los que modulan ciertos 'modos de mirar', como lo expresara John Berger (1972, 1985), quien dedicó gran parte de sus obras a reflexionar sobre el proceso de la percepción visual. La mirada nunca es desnuda, porque posee tanto una dimensión ontológica/existencial como social/ideológica; mirar es siempre hacer algo con lo que se ve, construir la experiencia desde lo observado. Finalmente, el carácter relacional de la mirada anula cualquier pretensión de inconsecuencia: mirar es una forma simbólica de tomar posesión de lo que se mira, pero en ese ejercicio se abre la vulnerabilidad del observador, quien puede ser poseído a su vez por lo mirado, enlazándose ambos de forma tan poderosa como perturbadora. Al respecto, Deleuze (1969) señalaba que no solo es el yo observado quien pierde su identidad bajo la mirada, sino que quien mira también se pone fuera de sí en esta operación; del mismo modo, para Lacan la fascinación no era sino el producto de un ojo voraz: una suerte de "mal de ojo" que convertía al observador ensimismado en una suerte de estatua de sal.

En la obra del mexicano Francisco Tario (1911-1977), los ojos y la mirada tienen una importancia capital. Dentro de la misma diégesis, capturan la atención de la voz narrativa y, con ello, también la nuestra, haciéndose parte relevante del mundo posible creado. Ya desde los cuentos de La noche (1943),2 la focalización adquiere carácter de close up, teniendo en los ojos un objetivo recurrente: el narrador se detiene no solo en su descripción física, sino también en su contenido expresivo. En "La noche del féretro", por ejemplo, este último nota en el comprador sus "ojos tristes, abultados —verdaderos ojos de rana—" (CC1: 34); en "La noche del vals y del nocturno", el vals dice que los del nocturno son "ojos profundos y oblicuos" (CC1: 54); el muñeco de "La noche del muñeco" tiene "dos ojos pasmados e insulsos, demasiado redondos" (CC1: 97); los del narrador de "La noche de los cincuenta libros" son "vibrantes, metálicos" (CC1: 57), y además están dotados de una inquietante intensidad: "Bastaba, por ejemplo, que posara en alguien la mirada, para que ese alguien no permaneciera ni diez segundos en mi presencia", (CC1: 60). El indio se impresiona con los ojos de quien cree es Jesucristo, en "La noche del indio"; el pintor de "La noche de La Valse" se siente subyugado por los ojos "de ajenjo" de la misteriosa mujer del barco, los que compara con "dos luces extrañas y frías que se encienden a un tiempo" (CC1: 127), y los narradores de "La noche del traje gris" y "La noche del hombre" tratan de descifrar algún mensaje contenido en ellos: "Hay no se qué húmedo, criminal y tristón en sus ojos" (CC1: 118), dice el traje, refiriéndose a las mujeres que aborda en la calle; "No podría yo precisar qué extraño misterio tiembla en sus ojos lechosos, surcados por retorcidas venas" (CC1: 139), se lamenta el narrador de "La noche del hombre", sobre el sujeto que aparece en la playa. Pero es en "La noche de Margaret Rose" donde los ojos adquieren una relevancia capital; la voz narrativa vuelve sobre ellos una y otra vez —"sus ojos negros, fenomenales" (CC1: 88)— y en la insistencia sobre este juego de miradas se revela la profundidad de la relación entre ambos personajes (más adelante, comprenderemos que solo Margaret puede ver al narrador, y por ende, relacionarse con él):

Negros, fenomenales los ojos, fijos en mí sin expresión alguna. [...] durante todo ese tiempo, sus ojos no pestañearon o se movieron, fijos, fijos en mí, fenomenales y negros (CC1: 94).

Sus ojos rebasan las órbitas, sus brazos tiemblan convulsamente. [.] Fijos, fijos en mí sus fenomenales ojos, parecen no lograr desasirse de algo que los cautiva, que los subyuga, que los espanta y los somete irresistiblemente. [...] Y los ojos fijos, irracionales (CC1: 95).

Hacia el final, notamos cómo en los ojos, en el hecho de ver, recae el doble reconocimiento (el de Margaret hacia el narrador y el de este, en tanto se asume fantasma), con el consecuente efecto terrorífico: "Margaret Rose abre suavemente los ojos y, al verme de pie frente a ella, torna a gritar tan frenéticamente como antes, señalándome con un dedo" (CC1: 96). A ello subyace la idea de que los ojos guardan un misterio cuyas pistas se cifran en la mirada, lo que está en la base también de relatos como "El hombre del perro amarillo" y "Septiembre".3 En el primero, la mirada del perro desestabiliza al protagonista, quien nota una intención extraña en los ojos del animal: "hubo un día en que el hombre se sintió mirado de un modo distinto, nada acostumbrado" (CC2: 301), pero que no puede comprender. En el segundo, la mirada de la mujer se hace perturbadora cuando está ad portas de la muerte:

Su mirada trastornaba a todos porque era ya una mirada que ningún ser humano alcanzaba a descifrar. Daba la impresión, en efecto, de que compadecía a quienes la observaban y, a la vez, de que imploraba en silencio, pero con todo su corazón, que la compadecieran a ella también y no la olvidaran (3).

Esta búsqueda en el peso semántico de la mirada se ahonda e intensifica en Tapioca Inn. Mansión para fantasmas (1952). En "El terrón de azúcar", el narrador es capaz de comprender el significado que encierra la mirada de sus personajes, la que muchas veces rectifica o contradice lo que estos expresan a nivel verbal: "Al papá no pareció divertirle aquello, pues tras mirar dolorosamente a su hijo apartó de un manotazo la nata y se cruzó de brazos" (CC2: 30), o, aún más claramente, cuando el hijo le ofrece al padre un pastel, y este último lo rechaza, demandando un cigarrillo: "Muy bien, un cigarrito —y con los ojos a los repórters: 'ni aunque estuviera loco'"(CC2: 32). En "El mar, la luna y los banqueros" y "La semana escarlata", el entrecruce del eje de las miradas de los personajes reproduce, dentro de la diégesis, la movilidad de las perspectivas narrativas. En el primer cuento, Mr. Beecher observa desde la claraboya del barco; un hombre atisba con sus prismáticos; una mujer rebota su mirada entre un sacerdote y la superficie marina; otra observa a través de su copa; al tiempo que también se caracterizan las formas de mirar: el maître guiña 'ingenuamente' los ojos (CC2: 74); Lucy lo hace entornando los párpados (CC2: 75); un caballero implora "con su mirada de perro" (CC2: 84), etc. En "La semana escarlata", las mutuas miradas de Galisteo —con sus "dos órbitas opacas" (CC2: 112)— y Pimentel van puntuando el estrechamiento de su relación, que terminará en una unión perfecta a través del sueño y la muerte: "Sentado en una silla dorada, con los brazos abiertos sobre el pecho, aparecía Pimentel mirándole. No supo a qué atribuirlo, pero Galisteo experimentó de inmediato una aguda desazón en virtud de esta mirada" (CC2: 132). La fuerza vinculante de la mirada queda manifiesta también desde la perspectiva de Laura, atemorizada ante la intimidad que ha logrado con un hombre durante el baile: "Fueron demasiadas miradas durante aquella danza, demasiado entregarse con sus ojos al desconocido" (CC2: 100). Finalmente, en "Ciclopropano" se ilustra la cualidad racional de la mirada, donde el 'ver' —y la luz que esa percepción supone— opera como sinécdoque del comprender y mantener todo bajo control:

Si conservara abiertos los ojos —no lo sabía— quizás la oscuridad fuera menos pavorosa; mas lo probable es que los tuviera cerrados. Abriéndolos, descubriría algo. No sabía concretamente qué era eso de abrir los ojos (CC1: 323).

A nivel meramente descriptivo, en este volumen también se subraya el interés de los ojos para la caracterización de los personajes y las relaciones que estos establecen. En este último relato, bajo la anestesia que lo llevará a una vida que odia, el narrador nota "Dos ojos repulsivos y descomunales [que] lo examinaban con indiferencia" (CC1: 323). En "T. S. H." la estupidez de la amante de Toribio se revela en la comparación de sus ojos con los de una rana, pero que son también los "rutilantes ojos verde mar en virtud de los cuales lo había seducido" (CC2: 58), y la mediocridad de Toribio se descubre ya, también, en sus ojos: "unos ojillos tristones e insípidos como dos gemelos de camisa" (CC2: 49). Los ojos del asesino en "La semana escarlata" también contienen y revelan la esencia de una personalidad: son "dos ojos apasionados y oscuros" (CC2: 100). Esta misma función tendrán los ojos en los cuentos que no forman parte de ninguno de los tres volúmenes publicados en vida por nuestro autor: la inocencia de Jacinto Merengue se manifiesta en que se ríe "por los ojos", y la bestialidad ramplona del dueño del circo se expresa en sus ojos "de chimpancé" (CC2: 354). En "Septiembre", los ojos del niño acusan su melancolía: "los ojos demasiado sombríos y opacos, cansados ya de antemano como los de una persona aburrida o enferma" (CC2: 1) y los de su padre, su carácter distante y marcial: el coronel tiene "ojos abultados y fríos que miraban sin interés a las personas" (CC2: 5). En "Jud, el mediocre",4 la ambigua descripción de los ojos del protagonista espejea la irresolución existencial de este:

sus ojos podían ser grises, violeta o azul marino; y podían ser torvos, vidriosos, biliosos y hasta enigmáticos. Podían ser ojos de avestruz, de cangrejo, de cebú —rara vez de hombre—. Incluso, podían ser ojos de asno, pensativos y corteses. Y miraban al mundo y los hombres desde su carcomido enrejado, como implorando una zanahoria. No eran, pues, ojos humanos de lágrimas pesadas y alegrías conmovedoras; eran unos ojos absurdos como dos tinteros vacíos, ciegos como dos pozos sin agua, como dos sortijas de plomo (3).

Reencontramos esta noción de los ojos como espejo del alma en Una violeta de más (1968). Los ojos de la criminal en "Asesinato en do sostenido mayor" revelan "una atroz sombra de indiferencia" (CC2: 202), y su crueldad —por más paródica que esta sea— queda explícitamente espejeada en "sus desalmados ojos grises" (CC2: 212). El doctor de "Ragú de ternera" delata su antropofagia por la "expresión canina en los ojos" (CC2: 267), y el carácter diabólico de la hermana, en "Entre tus dedos helados", se anuncia ya, también, en sus ojos y en su mirada: "Tenía unos ojos luminosos y profundos, como los de un gato, y temí, por un instante, que le fuera posible ver en la oscuridad" (CC2: 326), dice el narrador.

Hay cuatro cuentos, en el volumen 2, donde las miradas marcan con particular claridad la intensidad de las relaciones establecidas entre los personajes. En "El mico", la fuerza de la mirada de esta criatura sobre el narrador se hace subyugante: la alegría, el miedo o la humillación que aquella exhibe (CC2: 142, 145 y 151, respectivamente) van marcando la progresiva subordinación del dueño de la casa. Es en la mirada del mico, también, donde se comienza a revelar su malignidad: el narrador percibe "su expresión de recelo y aquella fingida congoja con que solía observarme mientras me mantenía despierto, y que al punto era suplantada por otra expresión agria de envidia, en cuanto suponía que me había quedado dormido" (CC2: 153). Incapaz de hablar, es a través de los ojos como la extraña criatura se impone sobre su anfitrión: el poder de su mirada configura un verdadero "mal de ojo" que doblegará la voluntad de su objetivo; no es casual, en este sentido, que hacia el final del relato se lo llame "el hechicero".

En "El balcón", la intensidad de la mirada de la madre sobre su hijo señala el nivel de dependencia que caracteriza esta relación; a través de ella, la mujer se nos insinúa —ya que esta línea narrativa no llega a desarrollarse— como una madre posesiva y vampírica: "se le quedaba mirando, extasiada, desde la ventana de la cocina. No se cansaría de mirarlo. Daba las gracias a Dios y lo miraba y lo remiraba" (CC2: 217). En "Como a finales de septiembre" y "Fuera de programa", la mirada condensa la emocionalidad romántica de los personajes. En el primero de ellos, los ojos de la mujer amada se presentan como el abismo donde el narrador va a perderse:

Porque aquellos ojos me dejarían —no sé si en virtud de su color o porque mis pensamientos se apresuraban con exceso— el fulgor helado de unos mares helados, desconocidos, cubiertos de humo negro, donde las olas eran amarillas y blancas y los barcos también negros (CC2: 194).

El breve y sutil espacio físico en el que se cruzan las miradas de los amantes es la única materialización de un amor imposible. La visión como hálito de vida sobre aquello que se posa se actualiza en la mirada del esposo, quien finalmente se revelará como demiurgo de la situación. Al dejar de soñar aquella relación adúltera y jamás consumada, sus protagonistas desaparecen, lo que dentro del espacio onírico se metaforiza, consecuentemente, con la ausencia de la mirada: poco antes de desvanecerse, el narrador nota que el hombre evita observarlos, "como si no supiera ya con qué ojos mirarnos o nos mirara por última vez" (CC2: 200).

En "Fuera de programa" los ojos también condensan la expresión y la intensidad del enamoramiento. Entre los ojos de Cynthia —"unos ojos sorprendentemente azules" (CC2: 269)— y los del caballo Dreamer —"unos ojos color café muy expresivos y tiernos, a ratos un poco asustados" (CC2: 273)— se establece, a nivel poético y espiritual, el amor que no puede concretarse físicamente: "les bastaba a ambos una simple mirada para comunicarse sus sentimientos" (CC2: 272); "Durante horas y horas, sentados frente a frente, se contemplaban en silencio, casi sin pestañear, en una suerte de fatalidad común" (CC2: 277). En virtud del amor, los propios ojos se vuelven ventanas por las que el sentimiento asoma, mientras que los ojos del/la amado(a) vienen a ser espejo del deseo, donde el yo se reconoce y se prolonga. De ahí que las miradas se comprendan como una especie de comunicación sin palabras; de ahí que Cynthia pueda asomarse a los ojos del caballo "y seguir en ellos, paso a paso, lo que venía considerando como un proceso espiritual de extrema importancia" (CC2: 273).

Esta función emocional de la mirada estaba ya presente en La noche, donde —en "La noche del muñeco"— la expresión de amor entre Mariuca y su novio se manifiesta a través de sus ojos: "ambos se miran largo tiempo a los ojos, igual que si no hubiera nadie frente a ellos" (CC1: 103), nota el muñeco-narrador. También en "La desconocida del mar",5 donde la dirección que siguen los ojos preludia al sentimiento amoroso: "Le halaga y exalta tropezarse hoy con su mirada, descubrirla a lo lejos en la playa, caminar hacia él, desaparecer" (2); y en Yo de amores qué sabía, donde condensa la pulsión del amor incestuoso: "Comenzaba a descubrir su mirada, que se me escapaba" (CC1: 193). Pero no será sino en el Breve diario de un amor perdido donde la indagación en este aspecto de la mirada alcance su máxima profundidad. En la diégesis, la mirada será la forma privilegiada de la expresión romántica, y desde la perspectiva de la narración, el recuerdo se comprenderá como una dolorosa contemplación de lo perdido: "me mirabas con la misma expresión quieta con que mira la montaña al río. Un abismo presentía en tus ojos —que era el tiempo perdido" (CC1: 210); "Y no sólo los ojos se me apagan, sino que todo cuanto miro está apagado. En mi opacidad prisionera soy un intruso" (CC1: 221); "Ojos de lluvia y llanto, lunáticos. Ojos rojos y quebrados, tontos, enfermos" (CC1: 237); "Ay, me duelen ya los ojos de arrastrarlos a todas horas por un mismo camino" (CC1: 240).

Con este último aspecto, el amoroso, la mirada exhibe todo su potencial performativo. Ello no solo porque al fijarse en un otro le otorga vida y significado dentro de su mundo ("te veo, luego existes"), sino también porque la idealización romántica hace de ese otro una entelequia que no será sino el espejo donde se proyecten las propias sombras, carencias y deseos. La mirada aparece, entonces, como la forma privilegiada de una dialéctica entre el yo y el donde se juega y se desvela la propia identidad, pero también —como veremos a continuación— la esencia del género fantástico.

En The sandman (relato de E.T. A. Hoffman sobre el cual Freud formulara su conocida teoría de lo unheimlich), los ojos juegan una función capital. No solo porque en ellos descansa buena parte de la caracterización de los personajes —el villano Coppelius tiene "ojos verdes redondos como los de los gatos" y los ojos de la autómata Olimpia "parecían singularmente fijos y como muertos"—, sino además, y sobre todo, porque los ojos y la mirada que de ellos emana posibilitan la emergencia de lo reprimido y, con ello, de lo fantástico. Al extender los límites de la visión normal, los prismáticos que Nataniel le compra a Coppelius/Coppola se vuelven punto de conjunción entre el mundo 'real' y una otra dimensión: recuérdese que en la escena final es la visión a través de ellos lo que gatilla la crisis del protagonista. Esta metonimia entre ojos y prismáticos se hace explícita en el grito del inquietante vendedor: "¡No sólo tengo barómetros, tengo también bellos ojos, bellos ojos! (...) ¡Ojos, bellos ojos, señor!". En una nota al pie de página, asimismo, Freud (1919) subrayaba la etimología de su nombre: Coppela significa crisol; Coppo, cavidad orbitaria. El cuento infantil que da nombre al relato de Hoffman y activa los terrores nocturnos de Nataniel también remite a los ojos: los niños que se resisten a ir a la cama serían secuestrados por el Hombre de la Arena, cuyos hijos devorarían los globos oculares de los insurrectos. Cuando, movido por la curiosidad, Nataniel se sobrepone al miedo que le produce la amenaza, y espía a su padre y a Coppelius, entregados a experimentos alquímicos, este último intenta arrancarle los ojos con carbones ardientes. Tanto el padre como el hijo, indica Milner en un lúcido análisis de esta obra, cometen la misma transgresión: el saber más allá de lo que les es permitido.

El drama de Natanael es que quiere tener abiertos los ojos, es decir, que en lugar de aceptar la ignorancia tranquilizadora que le propone su madre, en lugar de dejar que el hombre de la arena cumpla con el trabajo que le atribuyen la moral social y la familiar, el buen sentido, la sabiduría de las naciones, él quiere ver lo que ocurre en la oscuridad, en el momento en que debiera tener los ojos cerrados (39).

La conocida propuesta teórica que Todorov realizara sobre lo fantástico, a fin de la década de 1960, hace eco de esta relevancia de la mirada en la constitución del género; más específicamente, en la generación de los temas que lo definirían. Según el crítico búlgaro, los temas del yo (como el pandeterminismo, la multiplicación de la personalidad, la ruptura de límites entre objeto y sujeto, las transformaciones espacio-temporales, etc.) se engendraban siempre desde la mirada; mientras que los temas del (donde incluía toda transgresión de los interdictos sociales) surgían desde el discurso. Sin embargo, es imposible dejar de notar que la línea divisoria entre los temas del yo y del tiende a emborronarse sobre el eje de la mirada, en tanto esta enlaza a observador y observado en una relación dialéctica entre reconocimiento y separación, amor y odio, aceptación y rechazo. Nos reconocemos en nuestra individualidad siempre por diferencia respecto de los otros; pero establecemos relaciones con los demás con base en la proyección de ciertos aspectos de nuestra personalidad, y cuyo primer vínculo se establece siempre sobre la mirada: el discurso no es sino una consecuencia verbal de aquella o, si se prefiere, la mirada viene a constituir una suerte de discurso visual.

Así, lo fantástico se jugaría en última instancia no en el terreno de la realidad, sino en el ámbito de la percepción; más específicamente, en el de nuestra percepción visual. Como bien nota Dolores López Martín, en un texto sobre lo fantástico en el siglo XIX, este:

no reside en el objeto sino en el ojo, en el sujeto que percibe ese objeto. Y es que la raíz de "fantasma" ("espectro", "ensueño", "visión"), en su etimología, phainesthai, 'mostrarse', 'aparecer', alude a la acción de "hacerse visible" [...]. Es por ello que lo fantástico en la literatura concederá una atención escrupulosa a todo lo relacionado con la marca visual (ojo, mirada, espejo, alucinación) (39).

En un curioso y poco citado ensayo de 1851, Schopenhauer (véase bibliografía para la referencia completa) se dedicó a analizar cómo era posible que personas en el correcto y total uso de sus facultades mentales visualizaran fantasmas. Su argumentación se establece sobre dos ejes que son atingentes a nuestra reflexión. El primero atañe al proceso de percepción y representación a nivel interno: sobre el lugar común que dice que la imaginación es un ojo interior, el filósofo postula que nuestra capacidad para soñar constituye una "segunda vista", y que este "órgano de los sueños" bien puede abrirse durante la vigilia.6 Sería aquí, dentro de esta clase de imágenes con significado, intuidas más que observadas, donde entrarían las visiones de fantasmas. El segundo eje proyecta esa percepción hacia el exterior, revelándose como un ejercicio de voluntad, el que —como sabemos— está en la base de todo su pensamiento: según Schopenhauer, solo la voluntad tiene una entidad metafísica por la que es indestructible en la muerte; por lo tanto no se puede negar a priori la posibilidad de que aparezca un fantasma como materialización de esa voluntad que pervive. Tanto la aparición como la percepción del fantasma, entonces, vendrían a ser dos expresiones de una única voluntad, aunque desdibujada y debilitada por el cruce de fronteras:

Porque la perplejidad que conlleva el examen de las visiones y las apariciones procede de que en estas percepciones el límite entre el sujeto y el objeto, condición primera de todo conocimiento, se vuelve dudoso, impreciso, incluso borroso (128-129).

Pero mientras lo fantástico clásico pasaba a ser un conflicto racional cuando la "ilusión óptica" se hacía realidad, en el que con Alazraki (1983) comprendemos como neofantástico, se nos niega cualquier evidencia empírica. Aquí lo fantástico nos presenta no una ruptura de la realidad —como postulaba Caillois (1970)— sino una ampliación de las posibilidades de esta última. Ello conlleva la aceptación de su complejidad, ambigüedad e inestabilidad, aunque no necesariamente el conocimiento y comprensión de su lógica subyacente (es lo que sucede, por ejemplo, con el azar). Traducido en la metáfora visual antes propuesta, esto equivale a una impotencia visual derivada de la imposibilidad de ver/comprender por completo aquello que nos cautiva y nos atormenta, y que dinamiza todo relato fantástico. Hay algo más allá de las tranquilizadoras fronteras de la razón (llámese caos, fantasma, libido, etc.) que no podemos aprehender ni reducir. En estos términos, lo fantástico podría definirse, en sentido amplio, como una suerte de frustración de la mirada, y su concreción diegética más clara en esta narrativa es en aquellos personajes que atisban detrás de las ventanas: la mujer del comerciante en "La polka de los curitas"; uno de los dolientes en "Usted tiene la palabra"; Pimentel en "La semana escarlata"; la viuda de "Ave María Purísima"; la gente que ve pasar desde sus casas al protagonista en "La puerta en el muro"; el marido de Aurelia en "La desconocida del mar". Esta operación —que es la misma que realiza el narrador— se aprecia con particular nitidez en el siguiente pasaje de "El hombre del perro amarillo":

Aunque aproximándose al balcón y mirando por entre los visillos, descubríase con profundo alivio cuán poco de singular ofrecía la escena: el hombre leía en un sillón, o se había quedado dormido en el sillón. Lo único digno de tomarse en cuenta, por lo intempestivo de la hora, era que el perro continuaba allí y que también dormía; o que despertaba. El hombre, entonces, despertaba asimismo y consultaba su reloj (CC2: 300).

"Todo tiene un sentido oculto: simplemente es cuestión de dar con ello", escribió Tario en Equinoccio (1946), y en efecto la mirada/escritura se comprende —al menos, tradicionalmente lo hemos comprendido así— como el esfuerzo, siempre destinado al fracaso (o al cumplimiento parcial, que no es sino una gradación del fracaso), de develar ese misterio. Así podemos explicarnos, más allá de su gusto personal, la recurrencia del autor a la estructura, los temas y los elementos propios del género fantástico; así hace sentido su vagabundeo por distintos formatos (cuentos, novelas, aforismos, dramaturgia); por tonos en apariencia contradictorios, como la nostalgia y el humor negro (Julio Torri decía que la melancolía no era sino el color complementario de la ironía). Lo que unifica y da coherencia a su producción literaria es la voluntad de la mirada, que en el ejercicio de horadar aquello que por convención llamamos "lo real", acaba revelando su propia excentricidad, pero acaba también perdiéndose, para bien y para mal, en las complejidades de la naturaleza humana.

Para bien porque, en este proceso, Tario se hace observador y narrador cuidadoso de las contradicciones del alma. La suya es, más allá de las etiquetas genéricas, una literatura de profundo espesor psicológico, capaz de condensar con maestría —en un aforismo, en una imagen— las turbulencias emocionales, aquellas que surgen del choque entre el deseo y la realidad. Para mal porque, una vez entrevisto ese abismo, su fascinación lo atrapa, impidiéndole trabajar, depurar y decantar el aspecto formal de sus textos. Tario se embelesa en los aspectos más sórdidos de lo humano, que fustiga en sus primeros cuentos con violencia y más tarde delineará con ternura; pero no ajusta su propia mirada de narrador a una forma textual que le resulte adecuada. Ello, sumado a la dispersión genérica y espacial de sus publicaciones, acabó por sellar su estampa de escritor aficionado. Su escritura, indica Domínguez Michael, está "plagada de esas inconsistencias que comete quien escribe por gusto, tan ajeno a la dictadura del vulgo como a los refinamientos del artífice del estilo" (115).

Surge, entonces, la paradoja de una perspectiva original, la de una mirada dislocada e insolente, que se rebela tanto contra el canon imperante —no olvidemos que cuando Tario comienza a publicar, en México el realismo de la novela de la revolución pervive aún en el costumbrismo y en la literatura social— como contra la solemnidad narrativa, pero que falla en su concreción textual. Al no encarnar en un proyecto narrativo sólido, consistente y de proyección, la mirada de Tario queda condenada a la errancia, cual espíritu chocarrero (como lo llama, precisamente, Domínguez Michael) a la espera de que otra mirada perdida, la del lector, la intercepte, la encauce, y le proporcione el andamiaje epistémico en el cual las piezas de este mundo fantasmagórico encajen y el mecanismo del sentido, por más oxidado que parezca, vuelva a ponerse en movimiento.

 

Bibliografía citada

Alazraki, Jaime. En busca del unicornio: los cuentos de Julio Cortázar. Madrid: Gredos, 1983.         [ Links ]

Berger, John [1985]. El sentido de la vista. Madrid: Alianza, 1990.         [ Links ]

Berger, John [1972]. Modos de ver. Madrid: Gustavo Gili, 1980.         [ Links ]

Caillois, Roger. Imágenes, imágenes... (sobre los poderes de la imaginación). Barcelona: Edhasa, 1970.         [ Links ]

Deleuze, Gilles [1969]. Lógica del sentido. Barcelona: Paidós, 2005.         [ Links ]

Domínguez Michael, Christopher. "Jardín secreto de Francisco Tario", reseña crítica en Vuelta, 47 (agosto 1994): pp. 47-48. También en Servidumbre y grandeza de la vida literaria (como "Francisco Tario, espíritu chocarrero"). México: Joaquín Mortiz, 1998: 114-116.         [ Links ]

Freud, Sigmund [1919]. Lo ominoso. México: Letracierta, 1978.         [ Links ]

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Tario, Francisco. Cuentos completos. 2 vols. Prólogo de Mario González Suárez. México: Lectorum, 2003.         [ Links ]

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Todorov, Tzvetan [1968]. Introducción a la literatura fantástica. Barcelona: Ed. Buenos Aires, 1982.         [ Links ]

 

Notas

1 Este texto deriva de un estudio mayor sobre la obra de Francisco Tario, que realicé en el departamento de Letras Hispánicas de la Universidad de Guanajuato durante el año 2011, gracias a una estadía de investigación posdoctoral financiada por el gobierno mexicano, a través de su Secretaría de Relaciones Exteriores. Dicho estudio acaba de ser publicado por la Editorial Académica Española bajo el título El mal como voluntad de la mirada. Los relatos de Francisco Tario.

2 Compiladas en la edición de Lectorum (2003) de sus obras completas en dos volúmenes. En adelante, cito con las siglas CC1 y CC2 para referirme a sus Cuentos completos tomo 1 y 2, según sea el caso.

3 "Septiembre" se publicó originalmente en el suplemento México en la Cultura, en su edición del 20 de abril de 1952 (página 3, por la que se cita). Tras encontrarse en los archivos personales del escritor en el pasado mes de mayo, el relato fue reeditado en julio de 2011 por la revista Nexos. Puede consultarse en su edición on line: <http://www.nexos.com.mx/?P=leerarticulov2print&Article=2099374>.

4 "Jud el mediocre" fue publicado en México en la Cultura, en su edición del 14 octubre de 1951: 3-4; por la que aquí se cita.

5 Este relato se encontró entre los papeles personales del autor en mayo de 2011, mecanografiado en hojas blancas. Se mantuvo inédito hasta septiembre de ese año, cuando fue publicado en el número 153 de la revista Letras Libres, en su edición mexicana. Las citas corresponden a la versión original mecanografiada.

6 Longino creía que cuando la imagen, en vez de ser un sensible degradado o la sombra vana del objeto, aparece como un lugar de pasaje entre lo sensible y lo suprasensible, la imaginación rehabilitada "es un ojo carnal vuelto hacia las realidades del espíritu" (citado por Starobinski:149), que percibe intuitivamente en símbolos o alegorías.

 

 

INFORMACIÓN SOBRE LA AUTORA

Patricia Poblete Alday: Doctora en Literatura Hispanoamericana (Universidad Complutense de Madrid), profesora asociada en la Universidad Academia de Humanismo Cristiano (Santiago de Chile) y editora de la revista Isla Flotante, de esta misma casa de estudios, que publica trabajos de las áreas de literatura y comunicación. Ha realizado pasantías posdoctorales y estancias de investigación en la Universidad Complutense de Madrid (2008-2009) y en la Universidad de Guanajuato (2011). Es autora de los ensayos Bolaño, otra vuelta de tuerca (2010), El mal como voluntad de la mirada: los relatos de Francisco Tario (2011) y de la novela Marcha atrás (Premio Revista de Libros, 2005). Actualmente es investigadora responsable del proyecto Fondecyt "La crónica periodístico-literaria en Chile: siglo XXI".

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