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Literatura mexicana

versão On-line ISSN 2448-8216versão impressa ISSN 0188-2546

Lit. mex vol.34 no.1 Ciudad de México Jan./Jun. 2023  Epub 13-Fev-2023

https://doi.org/10.19130/iifl.litmex.2022.34.1.7900s42x8 

Notas

Psycopathia lascasiana: la voluntad de poder (2)1

Psycopathia lascasiana: the will to power (2)

Enrique Flores*1 

1Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Filológicas, flowers@unam.mx


Resumen:

Este trabajo forma parte de una investigación más amplia ―“Psycopathia lascasiana”―, cuya primera parte aborda la crítica de Me néndez Pidal a Las Casas y que aquí (la segunda de dos notas sobre el tema) se lleva más lejos, analizando un ensayo del gran hispanista Américo Castro ―“Fray Bartolomé de las Casas o Casaus”― a la luz de la noción nietszcheana de voluntad de poder que lo recorre él subterráneamente y de algunas derivas psicoanalíticas asociadas al “delirio paranoico”.

Palabras clave: Américo Castro; fray Bartolomé de las Casas; voluntad de poder; Nietszche; delirio

Abstract:

Within the framework of a broader investigation ―“Psycopathia lascasiana”―, the first part which studies Menéndez Pidal’s criticism of Las Casas and which is taken further here (the second of two notes on the subject), analyzing an essay by the great Hispanist Américo Castro ―“Fray Bartolo mé de las Casas or Casaus”― in light of the Nietzschean notion of the will to power that runs through him underground and of some psychoanalytic drifts associated with “paranoid delusion”.

Keywords: Américo Castro; fray Bartolomé de las Casas; the will to power; Nietszche; delusion

La desmesura es, ciertamente, una dimensión que articula el diagnóstico pidalino de paranoia y el vislumbre psicológico de la voluntad de poder. Como dice Juan Pérez de Tudela, citado de nuevo por Castro, “el Clérigo, espejo de pacificadores, ha encontrado la causa desmesurada que cuadra a su talla”, y subraya la desmesura de su intento por hacer confluir el destino del universo con su psicología personal, al darle “dimensión universal” a “su problema de salvar corporal y espiritualmente [a] la totalidad de los indios”2 (2002: 195):

Afirmado sobre las magnitudes del imperio, intenta hacer rebotar aquel imperio, personal y suyo, sobre el mismo cuerpo político de la España imperial [...]. Maneja volúmenes inmensos de humanidad, sus términos de comparación son Roma, Grecia, Tebas, el imperio de Alejandro, la totalidad de las Indias; le atraen las cimas y las profundidades (196-197).

“La causa que hizo suya”, en síntesis, “ofrecía dimensiones enormes, y su figura, puesta a la altura de tal causa, también adquiría dimensiones inconmensurables” (207). El concepto de lo desmesurado se amplía así, invadiendo los de incomensurable e ilimitado, como define el término un diccionario filosófico de vocación nietzscheana y anarquista:

Ilimitado dentro de los límites [...]. El poder del ser y su capacidad para producir una infinidad de seres colectivos [...]. La capacidad de los seres colectivos de ir hasta el límite de lo que pueden, es decir, “más allá de sus límites”, los límites exteriores que les impone un orden opresivo, pero también, y sobre todo [...], sus límites interiores (Colson 2003: 127-128).

Aquí, lo ilimitado y lo desmesurado son objeto de una valoración muy distinta y distante con respecto a la de los psiquiatras y psicólogos corrientes ―una valoración que, alternativamente, tendría que referirse a las nociones de voluntad y voluntad de poder―:

En la acepción libertaria, la voluntad de un ser colectivo es siempre la expresión más o menos consciente de la fuerza, del deseo o de la potencia de ese ser [...]. En ese sentido, la voluntad libertaria tiene mucho más que ver con la voluntad de poder de Nietzsche que con la voluntad que se supone proviene el libre arbitrio. Una voluntad pura, desgajada de cualquier determinación interior al ser [...], resulta siempre el indicador de una relación de dominación, de la sumisión de ese ser a otro, exterior a él, único origen [...] de la voluntad que él se impone a sí mismo y que lo cercena de su propia potencia (Colson: 275-276).

Pero ¿no sigue latiendo, tras esa desmesura y esa voluntad de poder, el trastorno paranoico detectado por Menéndez Pidal, bajo la forma del llamado “delirio de grandeza” o del mesianismo? Es lo que sugiere, con un matiz o una connotación distinta, el texto del Psicólogo, deudor ahí de don Ramón: “Menéndez Pidal cita frases concluyentes acerca de creerse Las Casas el elegido de Dios para rectificar el curso de la política indiana” (Castro: 200), o “se declaraba hijo selecto de Dios, y voz de su Providencia” (202). Mesías o profeta que, como observaba Castro, ejercía el “estilo ‘trinitario” que admiraba en Colón: “Cuasi en cada cosa que hacía y decía o quería comenzar a hacer, siempre anteponía: ‘En el nombre de la santísima Trinidad haré esto’, o ‘verná esto’, o ‘espero que será esto’” (199). Y un profeta o mesías cuyo sentido de la “justicia” ―así entrecomillada por Castro― le debe a Oriente más que a Occidente, como legalidad puramente “teológica” y “objeto de terror”, ajena a toda ley y moral racionales: que “carecería de sentido si sólo es enfocada desde el punto de vista occidental”, porque “nuestro Casas-Casaus era un vocero de Dios” (213).

Psiquiatría, colonialismo, desmesura, estilo: todos esos problemas se entrecruzan en torno a la destrucción. Y la cuestión del nombre resurge aquí, ahora en torno a Colón, yuxtaponiendo el “nombre-del-padre” del Descubridor y el nombre “divinal” del mismo:

Recuerda Las Casas que Colón primero se llamaba “Colombos”, y luego “quiso llamarse Colón”, lo cual fue obra de la “voluntad divinal”, porque “suele la divinal Providencia ordenar que se pongan nombres y sobrenombres a las personas que señala para servir, conformes a los oficios que les determina cometer”. No es aventurado imaginar que [...] estaría pensando que llamarse “Casaus” también había sido designio divinal (Castro: 202, n. 35).

Pero no hay que confundirse. En la obra de Las Casas no alienta ningún espíritu utópico, como el que inspira a Ernst Bloch (2007) en su gran obra El principio esperanza. Según don Américo, el fraile no alcanza esa jerarquía y tendría que contentarse con la condición de visionario ―o alucinado, de otra manera―. Y es que los planes del “vocero de Dios” más que utópicos eran visionarios, porque “los españoles nunca se inventaron una utopía; las conocidas en tiempos de Las Casas eran obra de extranjeros, resultado de supuestos y cálculos racionales, no de visiones apocalípticas” ―como las suyas, suponemos― (214). “Cifras hiperbólicas” (198), “fabulosas cifras apocalípticas”, “increíbles cuantificaciones de fantasía esperpéntica”, aunque “pienso también”, añade el Psicólogo, “que el Clérigo-Obispo Casaus debía soñar, a veces, con las revelaciones del Apocalipsis” (203, n. 38).

*

Vale la pena hacer un paréntesis para aclarar la noción de voluntad de poder3 o, como dice Deleuze, evitar algunos “contrasentidos” que ese principio despierta, pues “no significa, al menos no en primer lugar, que la voluntad quiera el poder o desee dominar” (2019: 24). “La voluntad de poder, dice Nietzsche, no consiste en codiciar, ni siquiera en tomar, sino en crear, en dar. El Poder, como voluntad de poder, no es lo que la voluntad quiere, sino lo que quiere en la voluntad” (25). “Una fuerza manda por voluntad de poder, pero también una fuerza obedece por voluntad de poder” (25). La voluntad de poder es fuerza de afirmación, y afirmación de la diferencia ―todo lo contrario que el cristianismo y que la religión, y la negación que es la Conquista, añadimos―. El nihilismo, en cambio, es el “triunfo de los esclavos”, la victoria de la “voluntad de negar”, y su victoria es el “devenir-enfermizo de toda la vida, un devenir-esclavo de todos los hombres”. Porque “el esclavo no deja de ser esclavo al tomar el poder”, y “nuestros amos son esclavos que triunfan en un devenir-esclavo universal” (26). El objeto de la psicología es el análisis del nihilismo, del “querer el poder”, del “desear dominar” ―el análisis del esclavo convertido en conquistador―:

Cuando el nihilismo triunfa, entonces y sólo entonces la voluntad de poder deja de querer decir “crear” para significar: querer el poder, desear dominar (por lo tanto, atribuirse o hacerse atribuir los valores establecidos: dinero, honores, poder...). Ahora bien, esa voluntad de poder es precisamente la del esclavo, es la manera en la que el esclavo o el impotente concibe el poder, la idea que se hace de él, y que aplica cuando triunfa (Deleuze 2019: 27).

Las etapas del “triunfo del nihilismo” son, de acuerdo con Deleuze, “los grandes descubrimientos de la psicología Nietzscheana” (27), y resuenan de múltiples maneras en la Destrucción lascasiana. En primer lugar, muy próxima en principio a la “psicología del converso”: “el resentimiento”; la “acusación y recriminación proyectivas” ―reaparece el “mecanismo paranoico”―; la inculpación y la “vergüenza”. “La vida misma es acusada, separada de su potencia, separada de lo que puede” (27). Después, la “mala conciencia” o la culpa: el “momento de la introyección”, en que las fuerzas reactivas “se vuelven contra sí mismas” y “adquieren el máximo de poder contagioso, forman comunidades reactivas” ―como en la “conquista espiritual” y las órdenes religiosas― (27-28). En tercer lugar, el “ideal ascético”: “momento de la sublimación”, de la “negación de la vida”, “voluntad de nada” ―consecuencia, realización de la Conquista, consecución de su nihilismo―. Aquí, “todo es invertido: los esclavos se llaman amos, los débiles se llaman fuertes, la bajeza se llama nobleza”. Se llama noble al que carga el peso de esos valores “superiores”, como al conquistador, aunque incluso y sobre todo la vida, le parezca “dura de transportar” (28).

El cuarto eslabón es nada menos que “la muerte de Dios”. Cuando irrumpe en el Nuevo Mundo, como consecuencia de la invasión, el gran “crepúsculo de los ídolos” ―el ocaso de los dioses―, esta etapa del nihilismo tiene una significación particular. No es un momento de liberación sino el de la “recuperación”. “El hombre se descubre el asesino de Dios” ―de su propio Dios en la masacre de los otros dioses, añadiría―, “quiere asumirse como tal y cargar con ese nuevo peso”, para “devenir él mismo Dios, reemplazar a Dios”. Esa sería, según Nietzsche, “la gran miseria de aquellos que llama ‘hombres superiores’”: “quieren reemplazar a Dios”, creen recuperar “el sentido de la afirmación”, pero “la única afirmación de la que son capaces es el «» del Asno: «I-A»”. Un que es un no (28-29). Y el último eslabón es el del “último hombre” y el del “hombre que quiere perecer”, otra categoría nietzscheana que, según Deleuze, es también una “categoría de inconsciente”:

Lo importante es la manera en que el drama se prosigue en el inconsciente: cuando las fuerzas reactivas pretenden prescindir de “voluntad”, ruedan cada vez más lejos en el abismo de la nada, en un mundo cada vez más desprovisto de valores, divinos o siquiera humanos. Al final de los “hombres superiores”, surge el último hombre, aquel que dice: ¡todo es vano!, ¡más vale apagarse pasivamente! ¡Más vale una nada de voluntad que una voluntad de nada! Pero, gracias a esta ruptura, la voluntad de nada se vuelve a su vez contra las fuerzas reactivas, deviene la voluntad de negar la propia vida reactiva, e inspira al hombre el ansia de destruirse activamente. Más allá del último hombre, está todavía el hombre que quiere perecer. Y en este punto de acabamiento del nihilismo, todo está listo: listo para una transmutación (Deleuze: 30).

Ese mundo “cada vez más desprovisto de valores, divinos o siquiera humanos”, ¿no recuerda al siglo XVI, con sus guerras de religión, y la “destrucción” de la Conquista? Los “hombres superiores” devastando y aniquilando culturas enteras; el “nihilismo” como horizonte único; la voluntad suicida y el deseo de muerte; la destrucción de “ánimas” ―y ahí, la aparición del “último hombre” y del “hombre que quiere perecer”―. Las etapas de ese drama apocalíptico, crepuscular, involucran a Las Casas en sus diferentes momentos: su vida de encomendero, su conversión, su segunda conversión y su ingreso a la religión; el “resentimiento” y la “mala conciencia”; el “ideal ascético” y los “hombres superiores”; los intentos de evangelización pacífica; su interlocución con la corona y su confrontación con los conquistadores; la negación e inversión de los valores cristianos en la destrucción narrada en la Brevísima; la expresión del deseo de morir por parte de los indios; la visión misma en el umbral de otra religión, sacrificial, gozosa, luminosa, “alegre y admirable”.

En una palabra: dionisíaca. Y en su trasfondo resuena lo que Jean Allouch llama la “segunda muerte de Dios”, clamada por el “Loco” o el “Demente” en La gaya ciencia:

“¿No escuchamos todavía nada del ruido que hacen los sepultureros que entierran a Dios? ¿No olemos aún nada de la descomposición divina?... ¡También los dioses se descomponen! ¡Dios ha muerto! ¡Dios está muerto! Y nosotros lo matamos! ¡Cómo habremos de consolarnos, asesinos entre asesinos! Lo más sagrado y lo más poderoso que el mundo ha poseído [...] ha sangrado bajo nuestros cuchillos! ¿Quién nos limpiará esa sangre?...” (Friedrich Nietzsche, apudAllouch 2014: 38-39).4

Ese es el momento de la transmutación: “transmutación de todos los valores [...], triunfo de la afirmación dentro de la voluntad de poder”. Y es la “agresividad propia de la afirmación”: “relámpago anunciado y trueno que sigue a lo afirmado [...]; crítica total que acompaña a la creación”. ¿Y qué se afirma?: “la Tierra, la vida...” ¿Y qué forma toman la Tierra y la vida cuando son objeto de afirmación?: una “forma desconocida para nosotros, que sólo habitamos la superficie desolada de la Tierra” (Deleuze: 31). Tierra desolada por la guerra ―Waste Land―. “Bajo el reinado del nihilismo”, escribe Deleuze, “la filosofía tiene por móviles sentimientos oscuros: una insatisfacción, no se sabe qué angustia, qué inquietud de vivir ―un oscuro sentimiento de culpabilidad―” (32). La transmutación “eleva lo múltiple y el devenir a la potencia más alta” como “alegría práctica de lo diverso”, más allá de las “pasiones tristes” como “mistificación” sobre la cual el nihilismo fundaba su poder (32):

[Es] Dioniso contra el Crucificado. Su martirio parece común, pero la interpretación, la evaluación del martirio difieren: de un lado el testimonio contra la vida, la empresa de venganza que consiste en negar la vida; del otro lado la afirmación de la vida, la afirmación del devenir y de lo múltiple, hasta llegar a la laceración y a los miembros dispersos de Dioniso. Danza, ligereza, risa, son las propiedades de Dioniso (Nietzsche, apudDeleuze: 33).5

Y ese es “el juego del eterno retorno” (33), que no es sin embargo un “retorno de lo mismo”: “lo que regresa no es lo mismo”, pues “lo mismo no regresa, sólo es lo mismo el regresar de lo que deviene” (34). Y tampoco hay que confundir, según Deleuze, la idea de “eterno retorno” con el “tiempo circular” o cíclico de la antigüedad ―chinos, hindúes, griegos, persas, babilonios, y podríamos añadir ahí a los aztecas, a los mayas y a muchos otros pueblos amerindios― (34, n. 13), aunque esa afirmación sea discutible, no tanto por una intención de subsumir el tiempo cíclico al “eterno retorno”, sino porque la evaluación de ese “tiempo circular” podría estar sujeta ella misma a otras interpretaciones. Porque es cierto que no hay que reducir esquemas cosmológicos nativos a esquemas europeos, pero tampoco es posible reducir las cosmopolíticas nativas a esquemas primitivos o arcaicos.

Asociado a la transmutación y a la voluntad de poder, el “eterno retorno” ofrece así una “ley”: “lo que yo quiera [...] ‘debo’ quererlo de tal manera que yo quiera también su eterno retorno”. Y eso significa: “Sólo regresa la afirmación, sólo regresa lo que puede ser afirmado, sólo regresa la alegría”. Maravillosa ley, que involucra una nueva vida, una verdadera resurrección de esa tierra desolada: “Todo lo que puede ser negado, todo lo que es negación, es expulsado por el movimiento mismo del eterno retorno”. Es una máquina, sugiere Deleuze: “El eterno retorno debe ser comparado a una rueda; pero el movimiento de la rueda está dotado de un poder centrífugo que expulsa todo lo negativo” (35). Y sin embargo, admite Deleuze, “en muchos textos Nietzsche considera el eterno retorno como un ciclo donde todo vuelve, donde lo mismo regresa, y regresa a lo mismo”. Y es que “el eterno retorno es objeto de dos exposiciones”, asociadas a la enfermedad y a la curación:

Una concierne a Zaratustra enfermo, la otra a Zaratustra convaleciente y casi curado. Lo que vuelve enfermo a Zaratustra es precisamente la idea del ciclo, la idea de que Todo regresa, y que todo regresa a lo mismo [...]. En ese caso, el eterno retorno es sólo una hipótesis, una hipótesis a la vez banal y aterradora. Banal porque [...] “hicieron del eterno retorno una cantinela” [...]. Aterradora también, puesto que, si es cierto que todo regresa, y que regresa a lo mismo, entonces el hombre pequeño y mezquino, el nihilismo y la reacción [como los “hombres superiores”] también regresarán (Deleuze: 35-36).

Aquí se percibe una ruptura, próxima a la producida con la etnología y sus ciclos temporales, pero divergente. Y que tiene que ver con la enfermedad y las psicopatologías, en especial con Freud y el psicoanálisis, a través de esa noción tan obsesiva en el análisis de la paranoia y del “mecanismo paranoico” ―la del automatismo y la “repetición”―. Y es que “Zaratustra reconoce que, estando enfermo, no había comprendido nada del eterno retorno. Que no es un ciclo, que no es retorno de lo mismo, ni retorno a lo mismo”. “Es la Repetición” ―pero “la Repetición que salva”―. Como dice Nietzsche: “una constelación suprema del Ser, que ningún deseo alcanza, que ningún no mancilla” (apudDeleuze: 36).

*

Al indiciar aquella “fantasía esperpéntica”, Américo Castro sospechaba “que el Clérigo-Obispo Casaus debía soñar, a veces, con las revelaciones del Apocalipsis” (203, n. 38). Y ello conduce, ciertamente, al “fuego central” ―para emplear una expresión utilizada para referirse a la poesía de Oliverio Girondo (Molina 1997)― de la Brevísima relación de la destrucción de las Indias. La conquista es, para él, la destrucción universal y el nihilismo, y todas las conquistas imperiales siembran la destrucción y la muerte, como se expresa en un frase de la Historia de las Indias que Castro cita y que resuena en la Brevísima: “Cabe bien traer aquí lo que refieren las historias de aquel Alejandro Magno”, apunta Las Casas ―sin signos de exaltación monumental alguna―, “que traía en el mundo el mismo oficio que los españoles han traído y traen por todas estas Indias”. Y ahí se activa el mecanismo paranoico, su raro automatismo retórico: “infestando, escandalizando, matando, robando, captivando, subjetando y usurpando los reinos ajenos y gentes que nada les debían” (apudCastro: 197). Y es que, como aduce Castro con gran lucidez, “el imperio de Alejandro y el de los españoles eran para Las Casas una siniestra oquedad, desprovista de valor y de sentido” (197).

Nihilismo como “siniestra oquedad, desprovista de valor y de sentido”. Un fin de mundo. Una idea sólo comparable a la de otro nihilista ―genial, y también converso―: Mateo Alemán. Y “si para el converso Las Casas todo lo español era malo e inservible”, como dice Castro, para el “pícaro” Guzmán de Alfarache “el mundo y la creación divina eran radicalmente malos e insanables para su mismo divino Creador” ―“idea sin análogo” en la época, como aclara Castro―. Y si el Clérigo “arroja contra los españoles, sede del mal, la mole ingente de la perfección indiana, Mateo Alemán desustancia el mundo, priva de razón de ser a hombres y cosas” (Castro: 203). Nihilismo es ‘desustanciación’, ‘privación de razón de ser’, ‘contraste con la perfeccion indiana’. Es la “visión negativa desesperada de toda totalidad humana”, dice el Psicólogo. Y entre paréntesis, la proximidad entre conversos: “todos los españoles, Las Casas; todas las autoridades, Teresa de Jesús; el universo mundo, Mateo Alemán” (204).

La “perfección indiana”, esa “inocencia” tan repulsiva para los enemigos de Las Casas, eso que a menudo se asoció, y condenó en nombre de una supuesta mitologización del Buen Salvaje o la Edad de Oro, funda el nihilismo lascasiano, vinculado al ascetismo, a la conversión, a la reivindicación, a la transmutación, al fin del mundo, a las figuras del “último hombre” y del “hombre que quiere perecer”, al “eterno retorno”, a la “inocencia del devenir”. Sin abandonar jamás el espíritu mesiánico, la idea paranoica de salvación:

Fray Bartolomé escribe hacia el final de la Destruición [...]: “[Fui] inducido yo, fray Bartolomé de Las Casas o Casaus, fraile de santo Domingo, que por la misericordia de Dios ando en esta corte de España procurando echar el infierno de las Indias, y que aquellas infinitas muchedumbres redemidas por la sangre de Jesucristo, no perezcan sin remedio [...]; y que por compasión que he de mi patria, que es Castilla, no la destruya Dios” (apudCastro: 207).

Aquí podría hacerse un paralelismo con un fenómeno “paranoico” observado por Freud en su análisis del “caso Schreber”: una experiencia que él llama ahí “sepultamiento del mundo”, “fin del mundo”.6 Su descripción no puede sino traer a la memoria la figura nietzscheana del “último hombre” y la del “hombre que quiere perecer”, las cosmogonías indígenas, con sus creaciones y destrucciones ―y la destrucción lascasiana de las Indias―:

En el apogeo de la enfermedad, se formó en Schreber, bajo el influjo de unas visiones “de naturaleza en parte horrorosa pero en parte también de una indescriptible grandiosidad”, la convicción sobre una gran catástrofe, un sepultamiento (fin) del mundo. Voces le decían que estaba perdida la obra de un pasado de 14,000 años, a la Tierra no le quedaban sino 212 años de vida [...], [y] en [su] último período [...] consideraba ya trascurrido ese lapso. Él mismo era el “único hombre real que quedaba”, y a las pocas figuras humanas que aún veía ―el médico, los enfermeros y pacientes― las declaraba “hombres de milagro, improvisados de apuro” [...]. Acerca de la causación de esta catástrofe, él se formaba diversas representaciones; pensaba ora en un congelamiento por retiro del Sol, ora en una destrucción por terremotos, donde él como “visionario” alcanzaba un papel de fundador parecido al que había tenido otro visionario en el terremoto de Lisboa de 1755. O era Flechsig el culpable, pues con sus artes ensalmadoras había sembrado miedo y terror entre los hombres, destruido las bases de la religión y causado la propagación de una nerviosidad e inmoralidad universales, a consecuencia de lo cual unas pestes devastadoras se desataron sobre el género humano [...]. El sepultamiento del mundo era la consecuencia del conflicto que había estallado entre él y Flechsig o [...] de su lazo ahora indisoluble con Dios (Freud 2007: 63-64).

Dejo al lector la posibilidad de tejer las innumerables conexiones y semejanzas que estas imágenes pueden despertar, en relación con el horror de la Brevísima, con el análisis de la psicología de Las Casas elaborado por Castro, sin olvidar las proyecciones mitológicas que el propio Freud infunde a su trabajo.7 Están las “voces” apocalípticas y las “visiones de naturaleza [...] horrorosa”; las imágenes de un mundo milagroso y del “último hombre real que quedaba”; las catástrofes, plagas y terremotos; el miedo y el terror que destruyen la religión; el “lazo [...] ìndisoluble con Dios”. La figura de Flechsig, su psiquiatra (según Freud una imagen del padre), equivale a la imagen amada y luego odiada del conquistador que vive en el antiguo encomendero, doble o triplemente converso, pues experimentó dos conversiones “indianas” y heredó otra original judía ―testigo de otro “fin de mundo”―:

Semejante catástrofe del mundo durante el estadio turbulento de la paranoia tampoco es rara en otros historiales clínicos [...]. El enfermo ha sustraído a las personas de su entorno, y del mundo exterior en general, la investidura libidinal que hasta entonces les había dirigido; con ello, todo se le ha vuelto indiferente y sin envolvimiento para él [...]. El sepultamiento del mundo es la proyección de esta catástrofe interior; su mundo subjetivo se ha sepultado desde que él le ha sustraído su amor [...]. Y el paranoico lo reconstruye, claro que no más espléndido, pero al menos de tal suerte que pueda volver a vivir dentro de él. Lo edifica de nuevo mediante el trabajo de su delirio. Lo que nosotros consideramos la producción patológica, la formación delirante, es, en realidad, el intento de restablecimiento, la reconstrucción (Freud: 64-65).

Así, el “diagnóstico” pidalino ―estigmatizador― cobra, al afirmarlo, un relieve distinto. Y un relieve, como quería Deleuze al definir la voluntad de poder, justamente de afirmación, de “transmutación”, de “reconstrucción”. Pero no hay que olvidar que existe, en todo este proceso catastrófico de “sepultamiento”, una dimensión trágica y libidinal:

El proceso de la represión propiamente dicha consiste en un desistimiento de la libido de personas, y cosas, antes amadas. Se cumple mudo; no recibimos noticia alguna de él [...]. Lo que se nos hace notar ruidoso es el proceso de restablecimiento, que deshace la represión y reconduce la libido a las personas por ella abandonadas. En la paranoia, este proceso se cumple por el camino de la proyección. No era correcto decir que la sensación interiormente sofocada es proyectada hacia afuera [...]; lo cancelado adentro retorna desde afuera (Freud: 66).

Esa es la forma paranoica del “retorno de lo reprimido” ―y más allá, la pulsión de muerte y lo ominoso o lo siniestro―. La mecánica del automatismo. Pero, dice Freud, el “desistimiento de la libido” no es exclusivo de la paranoia ni tiene necesariamente esas “consecuencias tan funestas”. Quizá ese desistimiento sea el “mecanismo esencial de toda represión”. Y la presencia del “delirio de grandeza” en tantos casos de paranoia mostraría que, en ella, “la libido liberada se vuelca al yo” ―a la “magnificación del yo”― (67). La interpretación psicológica del doctor Américo Castro alcanza aquí un límite discutible. El delirio paranoico o la paranoia silenciada, “muda”, que late sin embargo en su texto, por otra parte liberador, no alcanza el drama íntimo del converso y reivindicador, que puede vislumbrarse, o adivinarse, en el fin de mundo o en el universo crepuscular de Schreber:

El objeto impugnado deviene lo más importante en el mundo exterior. Por una parte quiere atraerse toda libido, por la otra moviliza contra sí todas las resistencias, y la lucha en torno de ese objeto único se vuelve comparable a una batalla general en cuyo traNscurso el triunfo de la represión se expresa por el convencimiento de que el mundo ha sido sepultado y ha quedado el sí-mismo solo. Si se abarcan panorámicamente las artificiosas construcciones que el delirio de Schreber edifica sobre suelo religioso ―la jerarquía divina, las almas probadas, los vestíbulos del cielo, el Dios inferior y el superior―, se puede medir en inferencia retrospectiva cuán grande riqueza de sublimaciones se ha arruinado por la catástrofe del desistimiento general de la libido (Freud: 68).

*

Annie Le Brun, la exponente más radical del pensamiento sadiano, eligió como título de uno de sus libros sobre el marqués de Sade: No se encadena a los volcanes. La frase hace resonar en nuestros oídos la de Américo Castro que citamos antes: “Sus páginas sobre los volcanes son muy significativas. Ascendió hasta el borde del Masaya, en Nicaragua, para contemplar su profundidad”. Y concluía: “La finalidad de la ascensión era contemplar la lava hirviente a inmensa profundidad” (Castro: 197). ¿No sería posible, entonces, a modo de conclusión o fuga, citar unas líneas del prólogo de Le Brun a su perturbador ensayo?:

La fascinación de Sade por los volcanes es mucho más reveladora que cualquier implicación filosófica. Nos acordamos del famoso químico Almani, declarando: “Un día, contemplando el Etna, cuyo seno vomitaba llamas, deseé ser ese célebre volcán”. Pero no recordamos tanto que el mismo químico, “después de haber pasado su vida estudiando la naturaleza, robándole sus secretos, un día llega a encontrar el medio de imitar a un volcán” [...]. Es literalmente y en todos los sentidos que él explota, no la imagen, no la idea, sino la evocación del volcán, encontrando allí no una, no dos, no tres maneras de hacer retornar a través de ella el mundo físico, sino todas las maneras posibles, cuyo entrelazamiento constituye su manera abrasadora de pensar [...]. Al pasar los años, cualquiera fuese el pretexto que me llevaba de vuelta a Sade, fui tomando conciencia de su furia insaciable por representar lo que supuestamente no puede ser representado [...]. Furor del cuerpo, furor de la mente, para Sade la libertad es impensable sin ese rechazo a lo impensable. No se encadena a los volcanes (Le Brun 2011: 18-20).

Bibliografía

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Bloch, Ernst. El principio esperanza. 3 vols. Ed. Francisco Serra. Trad. Vicente González Vicén. Madrid: Trotta, 2007. [ Links ]

Castro, Américo. “Fray Bartolomé de Las Casas o Casaus”, en Cervantes y los casticismos españoles. Madrid: Trotta, 2002 [1965]. 189-221. [ Links ]

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Molina, Enrique. “Hacia el fuego central o la poesía de Oliverio Girondo”, en Una sombra donde sueña Camila O’Gorman y otros textos. Obras completas I. Buenos Aires: Corregidor, 1997. 297-326. [ Links ]

1Tanto este trabajo como su primera parte (publicada también en Literatura Mexicana, XXXIII-2) se llevaron a cabo gracias a una beca del Programa de Apoyos para la Superación del Personal Académico (PASPA / DGAPA / UNAM) para realizar una estancia sabática en Argentina entre abril y septiembre de 2019.

2Los énfasis en las citas textuales de este artículo son míos.

3Me apoyo, para ello, en la breve exposición introductoria que hace Gilles Deleuze en su libro Nietzsche.

4La cita proviene de su libro Schreber teólogo, y Deleuze la seleccionó en los “Extractos” de su obra (2019: 76).

5Otro “extracto” deleuziano de Nietzsche dice: “En este preciso lugar pongo yo al Dioniso de los griegos: la afirmación religiosa de la vida, de la vida entera, no de la vida negada y mutilada [...]. La vida misma, su eterna fecundidad y su eterno retorno determinan el tormento, la destrucción, la voluntad de aniquilación” (59). En la “inocencia” de los indios puede verse, es cierto, otro nihilismo del “sufrimiento”, del “Crucificado en cuanto inocente”, como “objeción contra esta vida”, pero también, creo, la “inocencia del devenir”, visible en el “goce” —anticristiano, dice Castro— de Las Casas ante los sacrificios humanos: “Dioniso cortado en pedazos es una promesa de vida; ésta renacerá eternamente y eternamente retornará de la destrucción” (59).

6La traducción que cito traduce así la acotación del editor: “sepultamiento [fin] del mundo” (Freud: 63).

7“Schreber tiene una particularísima relación con el Sol”, dice Freud, pues “éste le habla con palabras humanas y se da a conocer como un ser animado o como órgano de un ser superior situado detrás de él [...]. Schreber ‘lo increpa, hasta vociferando, con palabras de amenaza y de insulto’; le dice a voces que es preciso que se oculte ante él. Y él mismo comunica que el Sol empalidece en su presencia [...]. El propio Schreber nos facilita la interpretación de este mito solar. Identifica al Sol directamente con Dios, ora con el Dios inferior (Arimán), ora con el superior (Ormuz)” (Freud: 50). Todo el apéndice de Freud a su análisis se dedica a ese “mito solar” y a las conexiones del delirio paranoico con “lo mitológico”, la “etnología” y lo “totémico” (74-76).

Recibido: 15 de Noviembre de 2021; Aprobado: 03 de Mayo de 2022

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Doctor en Letras por El Colegio de México. Es investigador del Instituto de Investigaciones Filológicas y profesor en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional Autónoma de México. Sus especialidades son la literatura colonial y las etnopoéticas. Pertenece al Sistema Nacional de Investigadores, nivel II. Ha sido profesor invitado en la Universidad de Toulouse en dos ocasiones. Es miembro del comité de redacción de la Revista de Literaturas Populares y coordina la colección de libros virtuales Adugo biri: Etnopoéticas.

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