What Hume means by Justice is rather what
I should call Order.
Henry Sidgwick, The Methods of Ethics
Where Kant, or Rousseau, close to Hume in
time, but at a great distance in mental space, saw
virtue as inspiring, Hume found it useful and
agreeable, fitting a man for business and society.
Philippa Foot, Hume on Moral Judgement
I. Introducción
En la historia de la filosofía política, la teoría del contrato social es de larga data – algunos de sus supuestos generales ya se encuentran, rudimentariamente, en Platón– e igualmente son de larga data las diversas réplicas a dicha teoría. Incluso descrita en su forma más elemental –como un acuerdo, tácito o explícito, entre las personas y sus gobernantes o entre las personas en una comunidad (Hampton 2017, 998)– la teoría del contrato social posee dos características (aunque no de manera exclusiva) que la hacen muy atractiva: su diversidad metodológica y la importancia que algunos de sus efectos han tenido en la vida de, literalmente, millones de personas.1 De la primera característica hablo extensamente en la primera parte de este artículo y, respecto de la segunda, basta un botón de muestra: el reconocimiento explícito que en su momento hicieron los revolucionarios estadounidenses y franceses hacia las teorías de Locke y Rousseau (Hampton 2017, 999).
Este trabajo versa sobre una pequeña parte de esta historia: las opiniones de Hume sobre el contractualismo moderno. Que verse sobre sus opiniones, mas no exclusivamente sobre sus críticas, me parece que hace justicia a la que, a mi juicio, es la interpretación correcta de este asunto: Hume no fue un feroz e intransigente crítico de la teoría del contrato social. Esta postura, empero, no me compromete con su opuesta, a saber, que Hume fue, no obstante el carácter no-contractarianista de su teoría de los sentimientos morales,2 una suerte de contractarianista (Gauthier 1979).
En un aspecto general, suelen reconocerse dos críticas de Hume a la teoría del contrato social (Hampton 2017, 998): por un lado, Hume ridiculizó la idea de que los contratos sociales hayan tenido lugar realmente en cualesquiera sociedades; por otro lado, Hume cuestionó el valor que pudieran tener cualesquiera acuerdos tácitos (hipotéticos) como explicaciones de las obligaciones políticas. Creo que ambas lecturas son, grosso modo, correctas, pero que hay mucho más que decir sobre ellas. Discuto cada una de ellas, respectivamente, en la cuarta y quinta partes de este trabajo.
En un aspecto menos general, no es extraño encontrar, en la literatura que versa sobre la postura de Hume ante el contractualismo (Fernández 2016 es un ejemplo), que, por el lado metodológico, su postura fue marcadamente empirista, mientras que, por el lado doctrinario, fue marcadamente utilitarista. Empero, según sostengo en este trabajo, la metodología humeana al momento de abordar la teoría del contrato social no puede ser meramente empirista, al menos por dos razones: 1) en ella hay rasgos psicologistas que no son, ipso facto, identificables con rasgos empiristas; 2) las críticas históricas de Hume al contractualismo no equivalen a críticas empíricas, porque no es lo mismo lo históricamente rastreable que lo empíricamente demostrable, y Hume no confunde ambas cosas. Por el otro lado, sostengo que la doctrina humeana, al momento de abordar la teoría del contrato social, no tiene un carácter burdamente utilitarista, porque en las posturas morales de Hume hay rasgos normativistas.
A fin de argumentar a favor de todo lo anterior, en este trabajo expongo las doctrinas positivas de Hume acerca del origen y fundamento del gobierno y la justicia, así como la postura que Hume sugirió adoptar al embarcarnos en discusiones políticas: la neutralidad (postura que, al discutir las doctrinas contractualistas (whigs) y anticontractualistas (tories) de su época, Hume no siguió al pie de la letra, según sostengo más adelante). La sugerencia de tomar en cuenta estos dos aspectos para entender mejor las posturas de Hume ante el contractualismo es una de las contribuciones de este trabajo a la literatura sobre estos clásicos temas. Una segunda contribución se remite a que, si bien la literatura sobre la filosofía moral de Hume suele destacar la importancia que para el filósofo escocés tenían las convenciones sociales (algo que también destaco aquí), e incluso la importancia que para Hume tenía la relación entre las convenciones sociales y el origen y fundamento del gobierno y la justicia, las opiniones (no exclusivamente las críticas) de Hume acerca de la teoría del contrato social no han recibido, en mi opinión, su justo merecimiento, especialmente en lo tocante al resto de su filosofía moral. Dos ejemplos de esta carencia son las obras de Stroud (2005) y de Brown y Morris (2019), dos extensas, detalladas, y documentadas biografías filosóficas sobre Hume en las que apenas se rozan algunas de las cuestiones aquí tratadas.
II. Dificultades con el concepto de contractualismo
En la entrada “contrato social” de su Diccionario de Ciencia Política, Bealey (2003, 94) escribió:
La reforma y la decadencia de la legitimidad de la monarquía impusieron la necesidad de explicar la naturaleza del gobierno y las obligaciones de los individuos hacia él, y así se desarrolló la teoría del contrato (social). Los filósofos comprendieron la importancia de definir el proceso por el cual la humanidad efectuaba la transición desde un estado de naturaleza, antes de que existiera la sociedad, a la sociedad que ellos conocían y en la que había autoridad. Sus escenarios eran ahistóricos, imaginarios y parabólicos, y su concepción de la presociedad dependía de su consideración sobre la naturaleza humana.
En estas líneas no hay ninguna proposición que no sea controvertible o trivial. Que “la reforma y la decadencia de la monarquía” hayan supuesto el desarrollo de la teoría del contrato social es una afirmación válida para el contractualismo del siglo XVII, pero menosprecia la historia de la teoría del contrato social, que por una parte se remonta a los orígenes de la filosofía política y, por la otra, no necesariamente tiene un cariz político. Que el estado de naturaleza tuviera lugar antes de que existiera la sociedad contraviene, en la tradición contractualista del siglo XVII, la teoría lockeana, y en la del siglo XX, la teoría de Rawls –conviniendo, según el propio Rawls (2010), que su “posición original” se asemeja al “estado de naturaleza” de los contractualistas clásicos.3 Por otro lado, es cierto que la “concepción (que tenían los autores contractualistas) de la presociedad dependía de su consideración sobre la naturaleza humana” y que su concepción de asociación política ideal dependía de su consideración sobre la naturaleza humana. De aquí que, para seres egoístas, Hobbes haya propuesto una solución política ad hoc (un Estado absolutista) y que, para seres individualistas, Locke haya propuesto una solución política ad hoc (un Estado liberal), etc. (creo que Bealey se refiere a esto cuando dice que sus escenarios eran parabólicos). Sin embargo, lo que parece ser filosóficamente significativo es si las hipótesis que se contemplan en el estado de naturaleza tienen, respecto de la resultante asociación política, un carácter explicativo o uno justificativo. 4
Estas imprecisiones en la definición de “contrato social” son virtualmente ineludibles y creo que ello obedece a que, al igual que sucede con otros ismos en la filosofía política, no hay un único contractualismo, sino varios. Desde luego, todos estos contractualismos comparten ciertas características definitorias que los hacen propensos a ser definidos justamente como teorías contractualistas, pero entre éstas hay marcadas diferencias.5
Esta circunstancia da cuenta de la naturaleza variopinta del contractualismo, expresada así por Boucher y Kelly (1994, 2; traducción y nota mías):
(L)a idea del contrato social parece tener muy pocas implicaciones, se utiliza para todo tipo de razones, y genera conclusiones bastante contrarias. La razón por la que es una herramienta tan flexible en las manos del teórico es que la elección postulada (…) es variable. La elección puede ser el crear una sociedad; una sociedad civil; una soberanía; reglas procedimentales de justicia; o la propia moralidad.6 Puede ser la elección de un contrato que obligue a perpetuidad, o uno que se renueve cada generación. La elección puede ser histórica, ideal o hipotética, su expresión puede ser explícita o tácita, y los contratantes pueden ser cada individuo pactando con cada otro individuo, individuos pactando con sus gobernantes y con Dios (…), jefes de familia pactando entre sí, corporaciones o ciudades vinculadas contractualmente a un superior, o el pueblo, como cuerpo, pactando con un gobernante o con un rey. Además, la motivación para dicha elección puede ser el deber religioso, la seguridad personal, el bienestar económico, o el deber moral. No estamos, pues, ante un contrato social, sino ante una variedad de tradiciones, cada una adoptando al contractualismo para sus propios propósitos.
Lo anterior justifica una breve digresión. Al momento de hablar de “la idea del contrato social”, Boucher y Kelly remiten, para dar cuenta de su flexibilidad teórica, a que los teóricos del contractualismo tienen a su disposición más de una elección postulada y más de una motivación para dicha elección postulada. Sin embargo, en este pasaje, no se alcanza a apreciar lo que para Bobbio y Bovero (1979, 18-19), constituye el carácter esencial del iusnaturalismo moderno, su método racional, “o sea el método que debe permitir reducir el derecho y lo moral (además de la política), por primera vez en la historia de la reflexión sobre la conducta humana, a ciencia demostrativa”. Es el empleo de este método racional el que permitiría a Hobbes, por ejemplo (véase Bobbio y Bovero, 1979, 25), sostener que nuestras calamidades serían eliminadas si nuestras acciones se conociesen con igual certeza que las proposiciones geométricas (Hegel, como se verá, criticaría, desde una postura aún “más” racionalista, la teoría “empirista” de Hobbes para dar cuenta del fundamento del Estado).7
Por otra parte, si bien la exposición de Boucher y Kelly (1994, 2), señala, de pasada, un aspecto crucial de la lógica del contractualismo pre-moderno (el pacto entre el pueblo, como cuerpo, y un gobernante o un rey), no considera la importancia que, para el contractualismo moderno, tuvo el abandono de esta noción que, en las manos de Althusius, suponía una distinción entre enajenar el poder al príncipe (translatio imperii) y conceder el poder al príncipe (concessio imperii) (Fernández 2019, IX). Por último, para la exposición de las teorías contractualistas modernas aquí consideradas, he seguido el método sugerido por “la Escuela de Turín”, que consiste en “dar preferencia a la desarticulación y la reconstrucción conceptual del pensamiento de un autor, más que a la búsqueda de su colocación histórica y de su significado ideológico” (Fernández 1992, 105).
Hasta aquí la digresión. Las consideraciones ya señaladas por Boucher y Kelly (1994, 2), parecerían sugerir que cualquier intento por juzgar al contractualismo estará destinado al fracaso, ya que, al consistir en “una variedad de tradiciones”, el blanco es ineludiblemente esquivo. Pero esta apariencia es engañosa, porque es posible restringir el blanco a términos conceptuales según ciertos considerandos históricos:8 se pueden distinguir tres fases históricas del contractualismo: 1) una fase clásica que tuvo sus orígenes en sofistas como Antifonte e Hipias de Élide, así como en Glaucón y Adimanto;9 2) una fase moderna que tuvo sus orígenes en Grocio y su máxima expresión en Hobbes y en Locke, y 3) una fase contemporánea que tuvo sus orígenes en Rawls.
Dado que discutiré las opiniones de Hume sobre el contractualismo de su época, únicamente me interesa su fase moderna. ¿Pueden demarcarse, a partir de este criterio histórico, los aspectos conceptuales del contractualismo hacia los que Hume dirigió su atención? Me parece que sí, tan sólo sea porque para la teoría contractualista moderna resultan impertinentes algunos de los supuestos de Boucher y Kelly (1994, 2), por ejemplo, los relativos a establecer un contrato social que se renueve generacionalmente, o a establecer un contrato social que –más allá de los tímidos intentos de Locke– tenga un fundamento histórico.
Es posible, entonces, describir negativamente al contractualismo moderno: no es algunas cosas que Boucher y Kelly (1994, 2) dicen que es. También es posible describirlo comparativamente. A diferencia de la teoría aristotélica sobre la asociación política – teoría dominante por centurias– la teoría moderna del contrato social sostiene las siguientes tesis: (1) la asociación política no es apodíctica, en el sentido de que no tengamos escapatoria a asociarnos políticamente; (2) las creencias, los valores, y los objetivos de los individuos –ya sea que tengan un carácter mundano (Hobbes) o un carácter extra-mundano (Kant)– resultan torales, a diferencia de lo que sucede en la tradición aristotélica, para explicar los fenómenos sociales, como lo es la asociación política; (3) para la teoría contractualista, los individuos no son sólo cronológicamente anteriores a la asociación política, como también lo son en la teoría aristotélica, sino lógicamente anteriores, habida cuenta de que, para la tradición contractualista, sin la figura de las partes (los individuos) no se explica la figura del todo (la asociación política); sin recurrir a términos aristotélicos, esto significa que la teoría del contrato social apela al individualismo metodológico, según el cual “(l)a unidad elemental de la vida social es la acción humana individual. Explicar las instituciones y el cambio social es demostrar de qué manera surgen como el resultado de la acción y la interacción de los individuos” (Elster 2003, 23).10
Me aventuro a decir que, en su versión moderna, hacia la cual Hume dirigió su atención, la teoría contractualista parte de tres supuestos que considera casi axiomáticos y mutuamente correlativos: (1) en el estado pre-político de los seres humanos11 prevalece una situación que hay que remediar mediante un contrato –que puede tener un carácter deliberativo, como en Hobbes y en Locke, o un carácter no deliberativo, como en Rousseau y en Kant;12 (2) dicho acuerdo por el cual resulta la asociación política tiene un carácter voluntarista (Wolff 2001, 58), ya que no contempla ninguna condición metafísica, como en Aristóteles, o historicista, como en Hegel, que determine tal asociación política, y además, mediante dicha asociación política pueden crearse obligaciones (Hobbes) o derechos (como en Kant) o reconocerse obligaciones y derechos (Locke); (3) el proceso de asociación política y su resultado, el Estado, tienen un carácter artificial.
Estos prolegómenos tienen el propósito de señalar que es a estos tres postulados del contractualismo moderno a los que Hume dirigió sus observaciones, esencialmente críticas aunque, como intentaré demostrar, no exclusivamente críticas.
III. David Hume: ¿un whig disfrazado de tory, un tory disfrazado de whig, o ninguna de las anteriores?
Para entender las opiniones de Hume sobre el contractualismo, es necesario tener en cuenta el papel de la neutralidad, actitud que, según Hume, debe adoptar cualquier filósofo que se embarque en asuntos políticos.13
[La neutralidad] se consigue mediante una apreciación equilibrada de las controversias partidarias, con la que se induce a cada una de las partes a comprender que sus opiniones no son completamente correctas y que las opiniones opuestas no son completamente erróneas. El compromiso solamente es posible si ninguna de las partes se impone sobre la otra (Hume 1748, 405, nota del editor 1).
No obstante este compromiso, sostengo que Hume adoptó una postura de pretendida imparcialidad, porque, como se verá, sus opiniones sobre el contractualismo –postura sostenida por los whigs de su época, que serían los liberales dentro del sistema político británico– son más críticas que sus opiniones sobre la postura contraria, sostenida por los tories de su época, que serían los conservadores.14 Más allá de las pretensiones de neutralidad de Hume, no hay ninguna sorpresa: si bien, para efectos filosóficos, Hume fue un pensador revolucionario –considérense sus observaciones sobre la inducción y la causalidad y sus indagaciones sobre nuestras motivaciones morales–, para efectos políticos fue un pensador conservador. De esto último da cuenta su Historia de Inglaterra (1755) que, según Russell (2010, 330), “estuvo consagrada a probar la superioridad de los conservadores sobre los liberales y la de los escoceses sobre los ingleses”.
Para Russell, Hume también fue un pensador filosóficamente conservador, ya que, por un lado, “llevó a su conclusión lógica la filosofía empírica de Locke y Berkeley” y, por otro, “representa, en cierto sentido, un punto muerto: en su dirección es imposible seguir adelante” (Russell 2010, 329). Estas conclusiones (y otras similares) fueron categóricamente rechazadas por Barry Stroud (2005, 11), quien en su biografía sobre Hume sostuvo que constituye una opinión equivocada sobre el filósofo escocés sostener que sus logros filosóficos consistieron “en reducir las teorías de sus predecesores empiristas al absurdo que desde el principio estaba implícitamente contenido en ellas”, habiendo dado lugar, nuevamente de manera incorrecta, en opinión de Stroud, “al determinado proceso de desarrollo de algo llamado la Historia o el Absoluto, (…) preparando así la escena para Kant y, con el tiempo, para la final liberación hegeliana”.15
Creo que, en lo que concierne a la postura de Hume sobre el contractualismo, la lectura de Stroud es aún más convincente: (1) no sucede que Hume haya llevado la filosofía (política) de los empiristas Hobbes y Locke a su conclusión lógica (en el sentido russelliano de que sería imposible seguir adelante); (2) tampoco sucede que, en cuanto a sus opiniones sobre el contractualismo, Hume haya “preparado la escena para Kant” (como sí preparó la escena para algunas doctrinas epistemológicas y metafísicas de Kant); (3) tampoco sucede que, en cuanto a las críticas de Hume al contractualismo, éstas hayan dado lugar a la “final liberación hegeliana”: si bien Hegel fue un severo crítico de la teoría del contrato social (Hegel 1980; 1983, Bobbio 1967 y Cordua 1994), sus motivaciones filosóficas al respecto no eran, de ningún modo, humeanas, pero tampoco anti-humeanas.
No obstante todo esto, Hume fue, como ya dije, un pensador políticamente conservador, no en el sentido ordinario de sostener que lo que hasta ahora ha funcionado debe conservarse, sino en el sentido mucho más refinado, identificado por Oakeshott (1998, 115), de su política del escepticismo:
un rechazo del ‘pelagianismo’ político que funda todas las versiones modernas de la política de la fe, un rechazo de la creencia en que gobernar es imponer una pauta general de actividades a la comunidad y, por consiguiente, una suspicacia del gobierno investido de un poder avasallante, así como un reconocimiento de la contingencia de los acuerdos políticos y de la arbitrariedad de casi todos.
La otra cara de la moneda del quehacer político, según la dicotomía identificada por Oakeshott, es la política de la fe, conforme a la cual:16
(L)a actividad de gobernar se encuentra al servicio de la perfección humana; se entiende que la perfección misma es una condición mundana de las circunstancias humanas y que alcanzarla depende del esfuerzo del hombre [de ahí la acusación de pelagianismo por parte de la política del escepticismo]. La tarea del gobierno consiste en dirigir las actividades de los ciudadanos para que contribuyan a los adelantos que a su vez convergen en la perfección, o bien (en otra versión) para que se conformen al patrón impuesto. Dado que esta tarea sólo se sostiene mediante un control detallado y celoso de las actividades de los hombres, en la política de la fe la primera necesidad del gobierno es un poder conmensurable con ella (Oakeshott 1998, 75; la precisión entre corchetes es mía).17
Como intentaré mostrar, las críticas de Hume a la teoría del contrato social contienen lo identificado por Oakeshott como uno de los signos de la política del escepticismo: “un reconocimiento de la contingencia de los acuerdos políticos y de la arbitrariedad de casi todos”. Dado lo que dije respecto del método de Hume para abordar asuntos políticos –que un filósofo debe adoptar una postura de neutralidad– que Hume reconozca la contingencia y la arbitrariedad de los acuerdos políticos al momento de criticar la teoría del contrato social no es sorprendente: es justamente una de las marcas de la política del escepticismo, que adoptó por convicción moral y por convención metodológica.
Hume identificó la defensa de la teoría del contrato social con la postura whig de su época. Sobre este punto, vale la pena detenerse en algo que dice Oakeshott (1998, 116-117):
Podría decirse que, durante parte del siglo XVIII, en Inglaterra el estilo político del escepticismo ganó una gran victoria y se vistió por primera vez con ropajes modernos. La hazaña de políticos whigs y de escritores como Halifax, Hume y Burke fue la modernización de sus instrumentos políticos y la reformulación de sus principios en forma apropiada para la época.
¿En dónde radica la ruptura que haría que, a pesar del compromiso de los whigs y de Hume con la política del escepticismo, aquellos acabaran adoptando la política del derecho natural, propia no sólo del contractualismo político moderno, sino también de la política de la fe? La hipótesis de Oakeshott (1998, 117-118) es que el paso dado por los whigs fue inevitable: si para la política del escepticismo la función gubernamental consiste en el mantenimiento del orden, en la preservación de derechos y deberes, y en la reparación de los ilícitos, dicho mantenimiento puede buscarse “en la noción de que los derechos y los deberes que hay que proteger son ‘naturales’ y tienen que defenderse por su misma naturalidad” (Oakeshott 1998, 118).18
Este inevitable paso dado por los whigs hacia “la política del derecho natural” no fue dado por todos los simpatizantes de la política del escepticismo, habiendo sido uno de ellos, justamente, David Hume.19
IV. Hume sobre el origen y fundamento del gobierno
Hume escribió sobre el fundamento del gobierno (entendiendo “fundamento” como origen y como soporte, à la Tales de Mileto) en Del origen del gobierno (Hume 1740), Del contrato original (Hume 1748), De la obediencia pasiva (1748) y De la coalición de partidos (1748). Por mor de los propósitos de este ensayo, únicamente discutiré los dos primeros de estos escritos.
En el apartado que sigue me ocuparé de Del origen del gobierno, texto que forma parte de su Tratado de la naturaleza humana (A), para pasar después a la exposición de Del contrato original (B). Creo que entre ambos textos hay dos diferencias importantes. Primero, en cuanto a sus objetivos: Hume escribió Del contrato original con el objetivo explícito de criticar la doctrina contractualista de su época, pero no puede decirse lo mismo sobre Del origen del gobierno, no obstante que en este último haya algunas ideas críticas del contractualismo. Segundo, en cuanto a su método: Del origen del gobierno tiene un tono (metodológico) psicologista que se pierde en Del contrato original. 20
A. Del origen del gobierno
Para Hume, tanto la impartición de justicia como las acciones del gobierno no son sino remedios para ciertas situaciones que resultan de nuestra propia naturaleza.21 En otras palabras, para Hume, tanto la (impartición de) justicia como el gobierno son una suerte de remedios para ciertas situaciones que no tendrían lugar si no fuésemos como somos. La teoría de la justicia de Hume es, de suyo, interesante, aunque una exposición detallada de la misma es imposible aquí. Para los propósitos de este artículo cabe señalar, no obstante, lo siguiente.
Primero, para Hume, “la primacía de la justicia se ve debilitada por la consideración empirista de las circunstancias de la justicia” (Sandel 2000, 51), lo que significa no sólo que, contra Rawls, la justicia no es invariablemente la primera virtud de las instituciones sociales, sino que, contra Kant y Rawls, la justicia no necesariamente tiene primacía sobre lo bueno, algo que únicamente sucedería si “la justicia estuviera involucrada en todos los casos en una medida superior a la que pudiera estarlo cualquier otra virtud” (Sandel 2000, 50). Bajo la perspectiva contractualista kantiana-rawlsiana, en cambio, lo correcto precede a lo bueno porque, para poder llevar a cabo una buena vida según nuestra concepción de lo que es una buena vida para nosotros, antes hemos de contractuar ciertos principios de justicia que nos permitirían llevarla a cabo.
Segundo, la crítica de la concepción de la justicia según la cual ésta precede al bien tiene más de una forma. En efecto, es muy cierto que la crítica de Sandel a esta concepción tiene una motivación humeana, en tanto que “Hume fue el que más se acercó a describir un ‘yo’ completamente condicionado empíricamente” y en tanto que “la noción de que la primacía de la justicia podría fundamentarse empíricamente deja de ser del todo plausible cuando consideramos cuán improbable debe ser la generalización necesaria, al menos cuando se aplica a lo largo de todo el abanico de instituciones sociales” (Sandel 2000, 27, 49-50). Pero también hay otras motivaciones, no humeanas, para criticar la idea de que la justicia precede al bien: la postura que sostiene que todo gobierno legítimo debe mostrar igual consideración por el destino de todas y cada una de las personas sobre las que reclama jurisdicción (Dworkin 2014) y la postura que sostiene que la búsqueda irrestricta del bien particular (por ejemplo, una incesante búsqueda en promover una buena vida únicamente para nosotros y nuestro entorno más cercano) puede resultar en males colectivos (Parfit 1987).22
Tercero, la situación contrafáctica humeana según la cual, si fuésemos (perfectamente) benevolentes, no tendríamos necesidad de justicia, se enfrenta, al menos, a cuatro tipos de réplica: (1) una réplica empírica según la cual las cosas no son así;23 (2) una réplica metafísica según la cual la justicia es real, independientemente de sus manifestaciones concretas (réplica que podrían sostener cualesquiera filósofos platónicos); (3) una réplica moral según la cual, si como individuos actuásemos, en todo momento, de manera perfectamente benevolente, ello no garantizaría ningún bien moral colectivo (Parfit 1987); (4) una réplica estrictamente política según la cual seres perfectamente benevolentes podrían necesitar de un gobierno que regulase sus actividades, entre ellas las relativas a la impartición de justicia. Esta réplica podría ser sostenida por filósofos kantianos.24
Hasta aquí este esbozo de la concepción humeana de la justicia, cuyo propósito ha sido no exponer qué entiende Hume con “justicia”, sino el modo con el que aborda la cuestión, modo relevantemente similar al que empleó para abordar la cuestión del origen y el fundamento del gobierno. Paso, pues, al argumento humeano de que las acciones del gobierno no son sino remedios para ciertas situaciones que resultan de nuestra propia naturaleza y de lo que, según Hume (1740, 447), somos: (1) seres que tenemos mayor interés por lo contiguo que por lo remoto y (2) seres que aseguramos nuestros intereses sólo si aseguramos, universal e inflexiblemente, las reglas de la justicia.
Lo que plantea Hume en Del origen del gobierno es que el gobierno es el remedio que nos permite compatibilizar (1) y (2), y este remedio resulta toral para la consecución de nuestros intereses, de entre los que sobresale nuestro interés por sobrevivir, individual y colectivamente.
Siendo lo que, según Hume, somos, no podemos evitar tener un mayor interés por lo contiguo que por lo remoto. Para efectos de lo contiguo/remoto en términos temporales, normalmente somos lo que Hume dice que somos: tenemos un mayor interés por lo que creemos que nos sucederá o que haremos el día de mañana que por lo que creemos que nos sucederá o que haremos en cuarenta años. Paralelamente, para efectos de lo contiguo/remoto en términos espaciales, normalmente somos lo que Hume dice que somos: tenemos un mayor interés por quienes, empezando por nosotros mismos, están más cerca de nosotros (familiares, amigos, vecinos) que por quienes están más alejados de nosotros (en el caso extremo, seres extraterrestres).25 Rorty (1998, 105) expuso el conflicto contiguo/remoto en términos espaciales, desde el punto de vista moral, en estos términos:
Todos nosotros esperaríamos ayuda si, perseguidos por la policía, pidiéramos a nuestra familia que nos escondiera. La mayoría de nosotros mantendría su ayuda incluso si supiéramos que nuestro hijo o nuestro padre son culpables de un sórdido crimen. Muchos cometeríamos perjurio para facilitar a padre o hijo una falsa coartada. Pero si una persona inocente es equivocadamente condenada como resultado de nuestro perjurio, la mayoría de nosotros seríamos desgarrados por un conflicto entre lealtad y justicia.
Hay una vasta literatura filosófica relacionada con estas dos afirmaciones humeanas, que, para los propósitos de este trabajo, asumiré como válidas. Una vez hecha esta asunción, creo que resultará no solamente verosímil la solución que Hume propuso a la aparente incompatibilidad entre (1) y (2), sino que también resultará que dicha solución es compatible con algunas soluciones contractualistas. Esto último no es sorprendente: Del origen del gobierno, el texto al que estoy aludiendo, no es ajeno a la pretensión general de imparcialidad filosófico-política de Hume.
Ahora, si somos lo que Hume dice que somos, hay una clara tensión entre nuestros intereses y su aseguramiento, una tensión entre (1) y (2). Dicha tensión se manifiesta en que es difícil compatibilizar ambas premisas: por un lado, la premisa (1), según la cual “los hombres se guían en gran medida por el interés y (…) aun cuando se preocupan por algo que trasciende de ellos mismos no llegan muy lejos; no es usual para ellos en la vida corriente interesarse más que por sus amigos más cercanos y próximos” (Hume 1740, 447) y, por el otro lado, la premisa (2), según la cual aseguramos nuestros intereses sólo en la medida en que observemos, universal e inflexiblemente, las reglas de la justicia, aquellas por las cuales “puede mantenerse firme la sociedad y evitar la recaída en la condición miserable y salvaje que corrientemente se nos presenta como el estado de naturaleza” (Hume 1740, 447).
Así, dejados en nuestro estado de naturaleza, según el argot contractualista que emplea Hume, somos incapaces de compatibilizar, por un lado, nuestros deseos por nuestros intereses inmediatos, contiguos, con, por el otro lado, nuestro deseo de que se observen universal e inflexiblemente las reglas de la justicia. Dado que, según Hume, esto es lo que somos, una renuncia a uno o ambos de estos deseos es metafísicamente imposible. Y entonces actuamos contradictoriamente. Escribe Hume (1740, 448):
Esta es la razón de por qué los hombres obran tan frecuentemente en contradicción con su interés conocido, y en particular de por qué prefieren una pequeña ventaja presente al mantenimiento del orden en la sociedad, que tanto depende de la observancia de la justicia. La consecuencia de cada violación de la equidad parece hallarse muy remota y no se inclina a oponerse a las ventajas inmediatas que pueden ser obtenidas por ella. Sin embargo, no son menos reales por ser remotas, y como los hombres se hallan en algún grado sometidos a las mismas debilidades, sucede necesariamente que las violaciones de la equidad deben llegar a ser muy frecuentes en la sociedad y el comercio de los hombres (…).
¿Cuál es el remedio que, para esta situación, identifica Hume? Un remedio cuasiparadójico, igual de cuasi-paradójica que la situación que pretende remediar: la mismísima debilidad de la naturaleza humana por preferir lo contiguo a lo remoto es el remedio de dicha debilidad. En palabras de Hume, “nos precavemos contra nuestra negligencia de los objetos remotos solamente porque somos inclinados a esta negligencia” (Hume 1740, 449). En otras palabras, ante la pregunta de ¿cómo podemos liberarnos de nuestra debilidad natural por preferir lo contiguo a lo lejano, por preferir nuestros intereses inmediatos por encima de nuestros intereses lejanos, aquellos relativos a la observancia universal e inflexible de la justicia?, Hume responde que, dado que es virtualmente imposible renunciar a tal debilidad natural, la solución está en modificar las circunstancias bajo las que opera. Hay que conseguir que nuestro interés contiguo e inmediato sea la observancia de las leyes y que la violación de las leyes sea nuestro interés más lejano y remoto. El gobierno, de acuerdo con Hume, consigue esto de dos maneras: por medio de la ejecución y por medio de la decisión.
Que nuestro interés contiguo e inmediato pase a ser la observancia de las leyes y que la violación de las leyes pase a ser nuestro interés más lejano y remoto lo consigue el gobierno, mediante la ejecución, en la medida en que sus agentes, siendo “indiferentes a la mayor parte del Estado, no tienen interés o tienen un interés muy remoto en algún acto de injusticia, (…) hallándose satisfechos con su condición presente y con su parte en la sociedad, tienen un interés inmediato en toda ejecución de la justicia” (Hume 1740, 450). Paralelamente, ya que estos agentes del gobierno no sólo se ven inducidos a observar las reglas de la justicia, sino que, mediante sus actos y decisiones, ellos mismos obligan a otros a la misma observancia, el gobierno resulta pertinente para la decisión de las mismas: “Las mismas personas que ejecutan las leyes de la justicia decidirán de las controversias referentes a ellas, y siendo indiferentes a la mayor parte de la sociedad, decidirán de un modo más equitativo (de lo) que cada uno lo haría en su propio caso” (Hume 1740, 450).26
Así, el gobierno nos permite asegurar nuestros intereses en la medida en que nos permite observar, de manera universal e inflexible, las reglas de la justicia, las únicas reglas por las cuales, según Hume (1740, 447) “puede mantenerse firme la sociedad y evitar la recaída en la condición miserable y salvaje que corrientemente se nos presenta como el estado de naturaleza”.
Bajo cierta interpretación, esta resolución de Hume tiene un sabor contractualista (y no sólo por su argot), aunque ello, otra vez, no es sorprendente; es congruente con su postura neutral al abordar asuntos políticos. En particular, la tesis de Hume a propósito de nuestro deseo por nuestros intereses contiguos, prima facie incompatible con nuestro interés por la observancia de la justicia, es similar a la tesis de Hobbes a propósito de la tensión entre nuestro derecho natural (nuestro derecho a preservar nuestra vida con cualesquiera medios que tengamos a nuestro alcance) y la ley natural (la ley que nos obliga a buscar la paz, en tanto que tengamos esperanza de conseguirla).27 Por otro lado, la tesis de Hume de que el gobierno es el único ente que nos permite observar, universal e inflexiblemente, las reglas de la justicia, es similar a la tesis de Locke de que un gobierno (contractuado) es el único ente capaz de ejecutar leyes justas y de decidir sobre sus controversias.
Estas son, para Hume, las razones que, dada nuestra naturaleza psicológica, explican la pertinencia del gobierno. En Del contrato original, el texto que discutiré a continuación, Hume discute las posturas de los tories y los whigs respecto del origen y fundamento del gobierno. En esta discusión, sostengo, ya no está presente un tono psicologista, sino un tono normativista.28
B. Del contrato original
Congruente con su principio de que un filósofo debe ser imparcial al momento de considerar asuntos políticos, en Del contrato original Hume se propone la tarea de señalar tanto las virtudes como los vicios (morales, políticos, epistémicos) de los tories y de los whigs en cuanto a sus especulaciones sobre el origen y fundamento del gobierno. Grosso modo, la postura de los tories es que el gobierno deriva de la voluntad divina, mientras que la postura de los whigs (postura que, como ya dije, Hume identifica con la doctrina contractualista) es que el gobierno deriva del consentimiento del pueblo.29
Entre la exposición de la doctrina tory (Hume 1748, 406-407) y la exposición que posteriormente hace de la doctrina whig hay una diferencia importante: Hume no hace críticas explícitas a la doctrina tory sobre el “origen último de todo gobierno”, sino, acaso, insinuaciones críticas. Esto es entendible, porque Del contrato original está dedicado, como su propio título lo señala, a discutir la idea del contrato original como origen último de todo gobierno. Pero, a la vez, esta circunstancia puede dar apoyo a una tesis que sostuve antes: que Hume fue un pensador políticamente conservador. A continuación expondré brevemente la postura tory y las meras insinuaciones críticas de Hume al respecto, tan sólo sea para contrastar dicha postura con la postura whig.
La postura tory acerca del origen y fundamento del gobierno puede resumirse en el siguiente enunciado: todos los acontecimientos del universo (incluida, pues, la instauración de los gobiernos) obedecen al plan uniforme y a los sabios propósitos de una Deidad, plan y propósitos que, por lo general, desconocemos. De aquí que “(e)l mismo divino superior que, por sabios propósitos, invistió de autoridad a un Tito o a un Trajano, otorgó asimismo poder, con propósitos sin duda igualmente sabios, aunque desconocidos, a un Borgia o un Angria” (Hume 1748, 406).
Al embarcarse filosóficamente en el pensar histórico (en este caso, en el pensar histórico de Hume acerca de la postura tory), Collingwood (2017, 60-61), recomendaba no sucumbir ni al pasado por sí solo (como acontece para el historiador) ni al pensar del historiador acerca del pasado por sí solo (como acontece para el psicólogo). Atendiendo esta recomendación, me parece que es posible entresacar dos insinuaciones críticas de Hume acerca de la doctrina tory, ambas relativas a la propia teodicea de los tories. En primer lugar, para la causa tory resultaría fatal que no se cumpla el antecedente de que hay una Deidad (con todos los atributos que tiene, según los tories), porque entonces, por modus ponens, no se sigue el consecuente, a saber, el gobierno (bajo cualesquiera de sus formas). En segundo lugar, si el plan de la Deidad contempla todo, contempla también, “con propósitos sin duda igualmente sabios, aunque desconocidos (para nosotros)” (Hume 1748, 406), la instauración de un gobierno según los motivos whigs. Pero si la creencia de los tories acerca del plan de la Deidad es una creencia genuina,30 tendrían que conceder que si como tories se abstienen de obstaculizar la feliz consecución del gobierno whig, entonces no estarán más que consintiendo la voluntad divina o que, si dedican sus esfuerzos a obstaculizar la feliz consecución del gobierno whig, entonces, sea cual sea el resultado de sus esfuerzos, éste será, a fortiori, algo ajeno a los mismos, ya que dicho resultado estaba decidido de antemano por la Deidad.
Pasaré ahora a exponer las críticas de Hume al contractualismo, que me parece son de dos tipos: normativa (a partir de un supuesto contrato histórico) y filosófica (o conceptual).31 En cuanto a las razones contractualistas sobre el fundamento último del gobierno, deben citarse las palabras de Hume (1748, 407):
Cuando consideramos lo aproximadamente iguales que todos los hombres son en su fuerza física e incluso en sus poderes y facultades mentales,32 hasta que se cultivan mediante la educación, tenemos necesariamente que conceder que nada que no fuera su propio consentimiento pudo hacer que inicialmente se asociaran entre sí y se sometieran a una autoridad. Si nos remontamos a los orígenes del poder, en los bosques y desiertos, es la gente la fuente de todo poder y jurisdicción y, por mor de la paz y el orden, abandonó el hombre voluntariamente su innata libertad y aceptó leyes de su igual y compañero. Las condiciones en las que los seres humanos estuvieron dispuestos a someterse, bien fueron expresadas, o bien eran tan claras y evidentes que se consideró superfluo expresarlas. Si se tiene esto por el contrato original, no puede negarse que todo gobierno se basa inicialmente en un contrato, y que las antiguas combinaciones primitivas de la humanidad estaban constituidas principalmente por este principio. En vano nos preguntamos dónde está registrada esta carta de nuestras libertades. No se escribió en pergamino, ni en hojas ni cortezas de árbol. Precedió al uso de la escritura y de cualquier otra de las artes civilizadas de la vida. La descubrimos sencillamente en la naturaleza humana, y en la igualdad, o algo que se le aproxima, que hallamos en los individuos de la especie. La fuerza que ahora prevalece, y que se encuentra en las armadas y en los ejércitos, es claramente política, y se deriva de la autoridad, efecto del gobierno estable. La fuerza natural de un ser humano consiste únicamente en el vigor físico de sus miembros y en la firmeza de su valor, con los cuales nunca se podrá someter a una multitud a la dominación de uno solo. Nada que no sea el propio consentimiento de los demás, y su sentido de las ventajas resultantes de la paz y el orden, habría podido tener tal efecto.
En este pasaje, Hume exhibe la respuesta contractualista a una de las preguntas fundamentales de la filosofía política, pregunta que se remonta hasta Platón: ¿cómo puede justificarse el sometimiento de una multitud al dominio de uno solo?33 Casi dos siglos antes, en 1576, Etienne de la Boëtie (2007, 44-45) se propuso responder la pregunta de cómo es que una multitud se somete a la voluntad de una sola persona. Entre ambas preguntas hay una diferencia sustancial: mientras que a Platón y a los contractualistas les interesa el aspecto normativo del sometimiento, a de la Boëtie le interesa el aspecto fáctico del mismo. De la Boëtie (2007, 44-45) sostuvo que un tirano consigue someter a una multitud a su voluntad mediante el artilugio de tener a seis “cómplices de sus crueldades, compañeros de sus placeres, alcahuetes de su voluptuosidad y participantes de los frutos de sus pillajes”, que estos seis tienen a seiscientos, que “hacen lo que los seis hacen del tirano”, que estos seiscientos “tienen bajo ellos a seis mil, a los que han elevado en situación y a los que han hecho dar o el gobierno de provincias o el manejo del dinero, a fin de que ellos tengan sujeta su avaricia y crueldad y sean sus ejecutores en el momento oportuno”, etcétera.
De la Boëtie concluye que el tirano de su relato es como el Júpiter de Homero: se vanagloria de que, si tira de la cadena, atrae hacia sí a todos los dioses. ¿Cuál sería el Júpiter del relato contractualista de Hume? Uno para el que, habida cuenta de que “la fuerza natural de un ser humano consiste únicamente en el vigor físico de sus miembros y en la firmeza de su valor, con los cuales nunca se podrá someter a una multitud a la dominación de uno solo, nada que no sea el propio consentimiento de los demás, y su sentido de las ventajas resultantes de la paz y el orden, habría podido tener tal efecto” (Hume 1748, 407). Sería, pues, un gobernante que, si tirara de la cadena, atraería hacia sí a todos, pero no bajo una lógica tiránica (caprichosa), sino bajo la lógica de que, al tirar de la cadena, atraería hacia sí las voluntades individuales de sus pares, voluntades que, por causas egoístas (Hobbes), individualistas (Locke), universalistas (Rousseau) o éticas (Kant), convinieron en poder ser así atraídas, ya sea para sobrevivir (Hobbes), para ejercer ciertos derechos inalienables (Locke), para recuperar su libertad primigenia (Rousseau) o para promover una determinada ética (Kant).34
Sin embargo, el relato contractualista de Hume de ninguna manera constituye su postura en cuanto al origen y fundamento del gobierno, ni en cuanto al modo para abordar dicha cuestión, ni en cuanto al contenido de la misma. En cuanto al modo, Hume se interesó, al igual que de la Boëtie, por el aspecto fáctico de la cuestión. En cuanto a su contenido, la respuesta de Hume fue distinta a la de De la Boëtie (y, desde luego, a la contractualista): el gobernante que, si tirara de la cadena, atraería hacia sí a todos, lo conseguiría porque ocultó hábilmente sus intenciones, o impidió una comunicación abierta entre sus enemigos, o recurrió a la violencia cuando fue necesario (Hume 1748, 409-410). Si bien distinta a la respuesta fáctica de De la Boëtie, la respuesta fáctica de Hume de igual manera se opone, decididamente, al relato contractualista.
V. Los dos tipos de críticas de Hume al contractualismo
A partir del análisis que ya desarrollé en un trabajo anterior, escrito con Sergio Bárcena,35 distinguiré entre una crítica normativa (A) y una filosófica, es decir, una crítica esencialmente conceptual (B).
A. La crítica normativa a partir de un contrato histórico
No es exagerado decir que, de entre las críticas que se han hecho al contractualismo político moderno, la crítica normativa a partir de un contrato histórico es la más común (para Hume como el padre de esta crítica, véase Cudd 2017). Esta crítica va algunas veces de la mano, aunque no tendría que ser así, de una crítica epistémica.36 La razón de esto suele ser que, al tiempo que se aduce que no hay evidencia histórica de contrato político alguno, entonces ninguno puede ser empíricamente demostrable. Este tipo de crítica, que confunde lo históricamente rastreable con lo empíricamente demostrable y otorga un gran peso a la demostrabilidad empírica como criterio de significación relevante para la filosofía política (otorgamiento muy cuestionable),37 atribuye a la narrativa contractualista una pretensión de historicidad que no necesariamente tiene.38
Hume no comete el error de confundir lo históricamente rastreable con lo empíricamente demostrable, y cuando “atribuye a la narrativa contractualista una cierta pretensión de historicidad”, o algo similar, lo hace con conocimiento de causa: no como quien genuinamente crea que los contractualistas tenían pretensiones historicistas, sino como quien identifica los problemas normativos que, para las propias teorías contractualistas, entrañan ciertas consideraciones históricas.39 Escribe Hume (1748, 413):
¿Podemos decir con seriedad que un pobre campesino o artesano tiene la libre opción de abandonar su país cuando no conoce la lengua ni las costumbres de ningún otro, y cuando vive al día con el pequeño salario que consigue? Sería lo mismo que afirmar que un hombre al que se ha subido a bordo de un barco mientras dormía, por el hecho de quedarse en él, acata voluntariamente la voluntad del capitán, cuando podría saltar y ahogarse en el océano.
Aquí, Hume alude a dos cuestiones filosófico-políticas fundamentales: el consentimiento y la libertad.
Desde el punto de vista del consentimiento, la narrativa contractualista no consigue explicar por qué la persona dormida no habría de saltar del barco, a menos que recurra a la hipótesis de que, estando despierta, esta persona consintió subirse al barco. Pero éste es el punto de Hume: ¿por qué habrían de estar atadas las personas dormidas (las siguientes generaciones) a cualesquiera decisiones de las personas despiertas (la generación presente)? En pocas palabras, el consentimiento de nuestros ancestros a un contrato no nos obliga a nosotros a obedecer lo estipulado por dicho contrato. Un contractualista (de la Escuela de Turín, por ejemplo) replicaría que de lo que se trata es de un contrato hipotético, no de uno que pueda rastrearse en la historia. Dworkin (1989) contra-replicaría que un acuerdo hipotético no representa un acuerdo en absoluto. Y esta historia dialéctica podría continuar con la contra-contrarréplica de Gauthier (1999): un contrato hipotético no pretende obligar a nadie, sino suministrar experimentos mentales mediante los cuales puedan descubrirse ciertos requisitos de la racionalidad práctica.
Desde el punto de vista de la libertad, la situación es aproximadamente la misma que la relativa al consentimiento, excepto en que, aquí, podría argüirse que una persona “dormida” acepta, al menos implícitamente, las estipulaciones de las personas “despiertas” cuando sigue lo estipulado por éstas. Pero, de acuerdo con Hume (1748), esta aceptación de las estipulaciones tiene su origen en la costumbre, en el miedo, y/o en la necesidad,40 de tal modo que, habida cuenta de estos tres orígenes probables, en comparación con el origen contractual, no está presente una libertad genuina (en términos humeanos, una “libertad de la espontaneidad”).
B. La crítica filosófica
Hay al menos dos respuestas inteligibles a la pregunta ¿por qué que obedecer lo estipulado por un contrato político? Una es: porque así está estipulado en el propio contrato. Esta respuesta, si bien no llega a ser una tautología, no es más que una respuesta circular, y para los propósitos de la teoría del contrato social es muy poco interesante. Otra respuesta es: porque de otro modo, no obedeciendo lo estipulado por el contrato, no subsistiría la sociedad. Hay una clara motivación hobbesiana detrás de esta respuesta, pero lo relevante es la forma de la misma, y no su contenido, que puede ponerse en términos lockeanos –porque de otro modo, no obedeciendo lo estipulado por el contrato, nuestros derechos naturales estarían en constante peligro–, rousseaunianos –porque de otro modo, no obedeciendo lo estipulado por el contrato, no recuperaríamos nuestra libertad original– etcétera. Ahora bien, para Hume,
las convenciones sociales surgen a partir de una situación de intereses comunes y (…) cada uno mira al comportamiento de los otros porque, sin su cooperación, no se puede alcanzar el fin común y el esfuerzo personal cae en el vacío. Así, contiene este proceso el elemento de la reciprocidad y del entendimiento recíproco. Pero no contiene ninguna promesa ni ningún contrato (Stemmer 2005, 351).41
Puede preguntarse: ¿los modelos de Estado civil propuestos por Hobbes, Locke, Rousseau, etc., resultan inverosímiles sin las razones que dichos autores suministran para dichos Estados civiles, respectivamente, la salvaguarda de nuestra vida, la protección imparcial de nuestros derechos naturales, y la recuperación de nuestra libertad original? Si se sigue a Hume en que la justicia y lo que los autores modernos llamaban “leyes naturales” no se fundamentan en promesa alguna, sino en el interés común, es claro que, para Hume, no tienen un carácter contractual, sino convencional. Pero, entonces, toda la narrativa contractualista es, en última instancia, inútil. Tómese el caso de Hobbes: no es de ningún modo obvio que, no obedeciendo lo estipulado por el contrato, no subsistiría la sociedad, porque la subsistencia de la sociedad no está condicionada a pacto, promesa, o contrato alguno. Me parece que una de las lecciones más importantes de Hume, lección que trasciende el tema de este artículo, es que detrás de nuestras convenciones no hay necesariamente una estipulación explícita por cumplirlas.
VI. Castiglione acerca de Hume sobre el contractualismo
En esta última sección contrastaré mi discusión con una lectura contemporánea (Castiglione 1994) acerca de las opiniones de Hume sobre el contractualismo, con el fin no sólo de dar cuenta de las posibles contribuciones del presente trabajo a la literatura sobre el tema, sino también con el fin de exponer una lectura que, sin duda, llena varios de los huecos que he dejado.
Respecto de Castiglione, mi discusión difiere en dos puntos: 1) mientras que yo destaco un aspecto psicologista en las opiniones de Hume acerca de la justicia y un aspecto normativista en sus opiniones acerca de la teoría contractualista, Castiglione destaca, respectivamente, un aspecto moral y uno político; 2) mientras que aquí he exhibido dos tipos de crítica humeana a la teoría contractualista –la normativa, a partir de un contrato histórico, y la filosófica, esta última llamada por Castiglione “la crítica desde la razón”– Castiglione identifica un tercer tipo de crítica, la crítica de la experiencia.42 Teniendo esto en mente, a continuación exhibiré la lectura de Castiglione.
Castiglione (1994, 96) señala que la teoría del contrato social puede incrustarse en la teoría del iusnaturalismo,43 y que, paralelamente, debe distinguirse de otros usos históricos de la noción de contrato (por ejemplo, de dicho uso en la Antigua Constitución de Inglaterra). Y así como Hume no confundió estos dos usos, ni tampoco el fundamento histórico con el fundamento empírico de la asociación política, tampoco confundió los dos tipos de pacto que, tradicionalmente, se han propuesto para resolver la cuestión de la cooperación social y de la obligación política, a saber, respectivamente, el pactum societatis, que funda la sociedad civil, y el pactum subjectionis, que funda la autoridad política.44
La justicia y las leyes naturales, si bien tienen, bajo la concepción humeana, un carácter artificial, no tienen un carácter arbitrario: son artificiales porque son producto de nuestras creencias, previsiones, y acciones, pero no son arbitrarias, porque están condicionadas por nuestras condiciones y propósitos fácticos, que Castiglione (1994, 99) llama nuestras “circunstancias materiales”. Así, la justicia y las leyes naturales tienen un carácter convencional, pero no contractual: se fundamentan en el interés común, mas no en una promesa. “Las ‘convenciones’ humeanas no son contratos estrictos ni nuda pacta en el sentido de los juristas naturales; más bien pretenden transmitir la idea esencialmente no-legal de que hay formas y principios de coordinación a los que llegan los seres humanos cuando persiguen sus propios intereses” (Castiglione 1994, 99; traducción mía).
Contra la creencia contractualista de que el consentimiento está en la raíz de las instituciones políticas, Castiglione (1994, 101; traducción mía) señala que, para Hume, “las obligaciones de lealtad (hacia las instituciones políticas) están ultimadamente fundadas en su utilidad”. Sobre este punto es pertinente decir dos cosas. Primero, dicha utilidad ha de entenderse en el sentido de que obedece a la razón fundamental (rationale) del gobierno, su razón psicologista a la que ya aludí, y no a razones utilitaristas individuales (concediendo que esto exista). Segundo, del hecho de que Hume haya reconocido dicha utilidad no se sigue que Hume haya sido un protoutilitarista (Gauthier 1979).
Un contraste entre la lectura de Castiglione y la mía es que Castiglione (1994, 102) enfatiza la distinción (humeana) entre las obligaciones civiles y las naturales, las primeras perteneciendo a la esfera de la vida pública y las segundas a la esfera de la vida privada. Y no sólo eso: ya que, para Hume, las “acciones privadas” no sólo son, sino que deben mantenerse separadas de las “acciones públicas”; aquéllas son dependientes de éstas, pero no viceversa.45
He expuesto cómo, no obstante el principio de neutralidad que recomendaba Hume al embarcarse en discusiones políticas, él mismo no lo siguió cuando discutió las razones contractualistas y anti-contractualistas de su época, ya que fue más crítico, al menos explícitamente, con las primeras. Castiglione (1994, 102-107) ofrece dos hipótesis al respecto: 1) la convicción de Hume de que, no obstante qué tan imperfecto pueda ser un gobierno, la protección y la seguridad que ofrece superan, por mucho, cualquier idea de un gobierno basado en una libertad perfecta; 2) la convicción de Hume de que la experiencia cotidiana prueba que, en lo relativo a las opiniones comunes de las personas sobre la obediencia y la obligación política, la narrativa contractualista se opone a dichas opiniones.46 Castiglione (1994, 104-105) sugiere que la primera hipótesis, especialmente cuando contempla el derecho de resistencia al gobierno, es una prueba a favor de que Hume dirigió sus ataques a la versión lockeana del contractualismo.
Castiglione (1994, 109-111) discute lo que, prima facie, haría obsoletas las críticas de Hume al contractualismo contemporáneo: que los argumentos de Hume son impertinentes para las teorías contractualistas hipotéticas. Para Castiglione, esta razón no toma en cuenta, primero, que Hume sí consideró lo que en su tiempo era el equivalente de un contrato implícito, el cuasicontrato, como una posible fuente de la obligación política. Segundo, que, incluso si aquello fuese el caso, ello equivaldría a un rechazo de facto de las teorías contractualistas, ya que descansarían “en principios nocontractualistas de las obligaciones” (Castiglione 1994, 111). Esta réplica humeana no sería muy distinta a la réplica de Dworkin (1989) de que un acuerdo hipotético no es un acuerdo en absoluto.