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Desacatos

versão On-line ISSN 2448-5144versão impressa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.10 Ciudad de México  2002

 

Saberes y razones

 

Comunidades en conflicto. Espacios políticos en las fronteras misionales del noroeste de México y el oriente de Bolivia

 

Cynthia Radding

 

Universidad de Illinois, Urbana.

 

Resumen

El presente artículo ofrece un estudio comparativo de las cosmovisiones indígenas que se intersectaron con los dominios imperiales ibéricos establecidos en Norte y Sudamérica. Esta comparación enfocada en dos distintas provincias fronterizas coloniales complejiza el concepto de "sistema mundial", así como las dicotomías norte/sur y occidental/no-occidental comúnmente utilizadas tanto en los estudios desarrollistas como en los análisis poscoloniales. Interroga los significados polisémicos de la "modernidad", las "unidades políticas" y la "etnicidad" a través de las instituciones de gobierno interno que fueron forjadas por los dominadores coloniales y los pueblos tribales colonizados en el norte de la Nueva España (México) y en las tierras bajas tropicales del oriente de Bolivia, en la conflictiva zona limítrofe de los imperios español y portugués en Sudamérica. Al ver el colonialismo desde fronteras diferentes se devela la porosidad de los límites ecológicos, sociales y administrativo-imperiales en la producción histórica de la cultura.

 

Abstract

The present article contributes a comparative study of indigenous world systems that intersected with the Iberian imperial realms established in North and South America.This focused comparison of two distinct colonial frontier provinces complicates the concept of world system as well as the north/south and Western/non-Western dichotomies commonly used in both developmentalist and postcolonial studies. It interrogates the polysemic meanings of modernity, polity, and ethnicity through the institutions of internal governance that were forged by colonial overlords and colonized tribal peoples in northern New Spain (Mexico) and the tropical lowlands of eastern Bolivia, on the contested borders of the Portuguese and Spanish American empires. Colonialism viewed from different frontiers reveals the porosity of ecological, social, and imperial administrative boundaries in the historical production of culture.

 

Más y más, estoy convencido, los pueblos [indígenas] son "marginales" respecto de la historia y de la modernidad sólo desde nuestro punto de vista. Por cierto, en cuanto a la acción social, que es el ámbito en el que los pueblos indígenas luchan para abarcar lo que les acontece en términos de su propio sistema mundial, es suyo el movimiento inclusivo que actúa sobre una cultura periférica de la modernidad.

Sahlins, 2000: 9-10.

 

Marshall Sahlins comienza su reciente colección de ensayos sobre la cultura con este tributo a "la integridad cultural de los pueblos indígenas". Nos desafía a ver la cultura como un proceso histórico y a repensar las categorías convencionales de la historia y la antropología, en torno a qué constituye la modernidad fuera de los confines de las sociedades europeas y euroamericanas. El presente artículo ofrece un estudio comparativo de las comunidades indígenas que se intersectaron con los dominios imperiales ibéricos establecidos en Norte y Sudamérica. Esta comparación enfocada en dos provincias fronterizas —muy distintas entre sí— complejiza el concepto de "sistema mundial" así como las dicotomías norte/sur y occidental/no-occidental comúnmente utilizadas en los estudios desarrollistas y en los análisis poscoloniales (Wallerstein, 1974 y 1980; Stern, 1988; Seed, 1991; Said, 1993; Mallon, 1995).1 Interroga los significados polisémicos de la "modernidad", las "unidades políticas" y la "etnicidad" a través de las instituciones de gobierno interno que fueron forjadas por los dominadores coloniales y los pueblos tribales colonizados en el norte de México y en las tierras bajas tropicales del oriente de Bolivia, en la conflictiva zona limítrofe de los imperios español y portugués en Sudamérica.2 Al ver el colonialismo desde fronteras diferentes se devela la porosidad de los límites ecológicos, sociales y administrativo-imperiales en la producción histórica de la cultura.

La inversión propuesta por Marshall Sahlins, de "cultura periférica de la modernidad", merece leerse detenida y críticamente para preguntarnos si la modernidad es aplicable a los pueblos indígenas colonizados. Investigaciones recientes sobre movimientos indígenas reivindicativos del pasado y del presente en las Américas subrayan su poder de convocatoria y movilización, y los discursos políticos que desafían los supuestos del liberalismo decimonónico con respecto a la propiedad, el derecho a mandar y el gobierno representativo (Mallon, 1995; Guardino, 1996; Gould, 1998; Grandin, 2000; Collier y Quaratiello, 1999; Chassen-López, 1998; Whitten, 1985 y 1988;Becker,1999). Si, en efecto, las poblaciones campesinas y tribales irrumpen en las narraciones sobre el desarrollo político moderno representados como tenaces defensores de la autonomía local y las formas de vida tradicionales ("usos y costumbres"), un examen más detenido de sus palabras y acciones nos dirige al contenido innovador de sus demandas de autogobierno para las unidades político-étnicas locales y de inclusión en las entidades políticas de mayor alcance en formas que desafían las definiciones convencionales del Estado-nación. En lugar de permanecer como excepciones marginales a las fórmulas constitucionales de gobierno, los pueblos indígenas han afirmado sus identidades étnicas y, en algunos casos, obligado a los gobiernos nacionales que se adjudicaban el control sobre sus territorios a redefinir sus bases políticas como naciones multiétnicas y multiculturales, reconociendo explícitamente las particularidades lingüísticas y culturales de sus ciudadanos.3 Este artículo ubica la noción de modernidad en el contexto del colonialismo iberoamericano, cuestionando así su asociación con la Ilustración europea tanto conceptual como cronológicamente. Si las formaciones políticas e intelectuales modernas implican la secularización del poder, la racionalización del pensamiento, y la movilidad de los individuos fuera de los estamentos sociales fijos, en contraste con la magia, el poder ritualizado y los cánones corporativos, ¿será qué las unidades étnico-políticas de estas dos fronteras coloniales nos llevan a repensar los conflictivos significados de la modernidad? (Foucault, 1979: 3-32).

Anhelo, municipio de Ramos Arizpe, Coahuila

La noción de "unidad política" reúne los aspectos de gobernabilidad, comunidad y de ejercicio del poder (Foucault, 1978; Hardt y Negri, 2000: 23-30). El presente estudio emplea el término "unidad étnico-política" en referencia a las poblaciones indígenas que actuaron frente a las autoridades coloniales, ya fuera en forma de peticiones, negociaciones, protestas o desafíos abiertos, en escenarios políticos de relaciones de poder asimétricas. Las unidades políticas documentadas históricamente en las dos fronteras que son el objeto de esta investigación fueron institucionalizadas mediante las misiones y, al interior de ellas, los cargos de gobierno interno que combinaban normas ibéricas de orden público con prácticas indígenas de liderazgo, reciprocidad y compensación. Las prácticas culturales de las unidades étnico-políticas se desarrollaron históricamente al moldear y probar los pueblos indígenas la fórmula legal española de la "república de indios" establecida en las misiones de frontera (Gibson, 1952/1991: 70-123; Gibson, 1964: 166-193; Lockhart, 1992: 14-58; Haskett, 1991). La noción de "unidad política" se usa en esta discusión para señalar los límites del ejercicio del poder por parte de sociedades indígenas cuyo marco político de referencia no es estatal, así como los de las autoridades coloniales en regiones de frontera ubicadas a gran distancia geográfica y cultural de los centros de poder virreinal en Mesoamérica y en los Andes, respectivamente.

Este análisis de las unidades étnico-políticas propone que si bien las definiciones convencionales de etnicidad son construcciones coloniales, institucionalizadas en categorías raciales invocadas para imponer el control social, esas mismas categorías eran retrabajadas y convertidas en identidades históricas con significado cultural por los pueblos colonizados. La etnicidad define los lazos de comunidad y afiliación así como los límites de diferencia y exclusión, expresados a través de reclamos territoriales, patrones lingüísticos y normas sociales (Whitehead, 1993; Saeger, 2000; Weber, 1992). Las unidades étnico-políticas no se mantenían aisladas en yuxtaposición al estado colonial. Más bien, sus historias como comunidades misioneras se entrecruzaron con el desarrollo de las sociedades coloniales en las fronteras del imperio. Estas sociedades de frontera representaban transplantes parciales de normas políticas y culturales ibéricas, ubicadas en espacios ecológicos y culturales que contrastaban notoriamente con sus referentes metropolitanos. Como comunidades-en-formación, tanto los asentamientos indígenas como los europeos generados por el orden colonial estuvieron marcados por repetidos conflictos sobre recursos materiales e identidades culturales. Las diferencias étnicas en estas sociedades coloniales fueron magnificadas en su importancia al servir cada vez más como el esquema definitorio para mantener la distancia social y las jerarquías entre "indios", "españoles" y "negros" (categoría colonial referida a los esclavos o a libertos de ascendencia africana).

Las "comunidades en conflicto" en estas dos fronteras hispanoamericanas, las de origen europeo y las indígenas, se desarrollaron históricamente como sociedades parciales, es decir, como sociedades segmentarias que reprodujeron en parte los complejos culturales a los cuales se hacían pertenecer.4 El mismo lenguaje colonial de parcialidades comprendía esta noción. Los gobernadores, milicias y misioneros transitorios que representaban la autoridad colonial estuvieron a menudo enfrentados entre sí y carecían de la panoplia completa de legitimidad real y eclesiástica de que disfrutaban sus capitales virreinales y las metrópolis europeas. Los colonizadores de la época colonial —mineros, comerciantes, ganaderos y agricultores comerciales— ayudaron a propagar las sociedades de frontera con una marcada movilidad física y social, aun si se aferraron a ciertas etiquetas raciales con el objeto de diferenciarse de la gente de color que constituía el estrato de trabajadores de los poblados mineros, las estancias ganaderas y las comunidades misioneras. Sus pretensiones a un estatus superior descansaban sólo parcialmente en sus linajes discutiblemente "españoles", aunque más claramente en su acceso a la propiedad y en su capacidad para dirigir el trabajo de otros. Así, las complejas categorías estereotípicas referidas a las "castas", que se dearrollaron en los ambientes urbanos de Nueva España y los Andes, fueron simplificadas en estas sociedades de frontera (Gutiérrez, 1991: 227-297; Martin, 1996: 125183; García Recio, 1988).

Los pueblos indígenas que componían su propio mosaico de sociedades parciales y que entraban y salían de esas esferas coloniales, entendieron la "etnicidad" de diferentes maneras. Las etiquetas étnicas y las diferencias lingüísticas que se incorporaron a la nomenclatura empleada por las autoridades coloniales para identificar a los grupos segmentarios, dentro y fuera de las misiones, se referían con frecuencia a una banda o linaje de afiliación, aunque también pudieran significar las distinciones sociales entre jefes y la base social de comuneros y los dialectos de género que distinguían las formas adecuadas para dirigirse a hombres y mujeres.5 Las mismas etiquetas y sus significados, aunque originados en la época inicial del contacto, experimentaron alteraciones marcadas bajo el dominio colonial. La fusión de lenguajes separados, cuyos hablantes constituían minorías fragmentadas debido al impacto de las epidemias y migraciones que siguieron a la conquista, produjeron varios lenguajes dominantes que fueron elevados a la condición de "lingua franca" en las misiones, luego de que los misioneros produjeran vocabularios escritos y catecismos doctrinales. Este proceso de síntesis ocurrió en la provincia de Sonora del noroeste mexicano, donde los diferentes dialectos llamados en los primeros informes de los jesuitas "nebome", "heve", "tegüima", "eudeve", "akimel", "hiach-ed" y "tohono o'odham" (para mencionar sólo algunos) fueron simplificados como ópata, pima y pápago bajo el dominio colonial (Radding, 1997a: 22-33; Spicer, 1962: 8-15).

En la frontera tropical del oriente boliviano, en contraste, la fragmentación étnica continuó durante todo el periodo colonial. La etiqueta "chiquitos" generalizó el lenguaje litúrgico y colonial empleado para el comercio y el gobierno de la provincia, pero numerosas identidades étnicas persistieron en los registros escritos de los misioneros y los gobernadores provinciales. Las "naciones" de chiquitanos, ayoreos y guarayos —reconocidos así por los españoles como identidades étnicas— se subdividían aún más en diferentes dialectos y grupos, como por ejemplo manazicas, manapecas, paiconecas, paunacas, mococas, morotocas, zamucos, covarecas, piñocas, guarañocas, entre muchos otros. Podemos sospechar que lo que los misioneros oyeron y transcribieron reflejaba categorías étnicas que cambiaban de acuerdo con el estatus del hablante y las circunstancias del encuentro, debido a que esos nombres eran repetidos pero a menudo aplicados inconsistentemente en el acervo documental para todo el periodo (Santamaría, 1986; Block, 1994; Saeger, 2000; Fernández, 1994: 45, 125-128). Los pueblos indígenas daban importancia a estos marcadores de identidad, pero pueden haberlos utilizado de manera diferente como indicadores de deferencia o reciprocidad, alianza u hostilidad, afiliación o exclusión, de acuerdo con sus historias de conflicto interétnico y contactos coloniales en esta frontera hispano-portuguesa.

Los pueblos indígenas desarrollaron nuevas identidades étnicas y sociales para enfrentarse a la experiencia colonial. Los indios adoptaron el mismo lenguaje que los colonizadores españoles para distinguir entre cristianos, aquellos que habían sido bautizados y estaban familiarizados con las prácticas litúrgicas católicas, y "gentiles", aquellos que vivían fuera de los límites de la organización misional o que visitaban esporádicamente los pueblos de misión. Esta distinción de identidades religiosas, sellada por el sacramento católico del bautismo, era capital para el diálogo que los indios eran obligados a mantener con las autoridades coloniales, y fue su mejor defensa contra la esclavitud o el servicio arbitrario en las encomiendas. La distinción entre cristianos y "gentiles" fue internalizada en el tratamiento diferencial que los indios se daban entre sí al interior de los pueblos de misión y entre los asentamientos misionales de diferentes provincias o distritos. Correspondía, en parte, a los grados de diferencia entre cazadores-recolectores nómadas y agricultores sedentarios que distinguía aún más a los residentes de las misiones de las bandas nómadas que visitaban las misiones periódicamente, pero evitaban la disciplina que exigiría una participación plena en la vida religiosa y política de los pueblos (Merrill, 1989; Radding, 1997a y 1997b). Para finales del siglo XVIII estas identidades étnicas y culturales se intersectaban con roles de género e incipientes distinciones de clase que tenían significación para las culturas material y religiosa de la vida misional.

Petrograbados "El Barril", municipio de Ramos Arizpe, Coahuila / Foto de Jan Kiujt

Durante el último cuarto de siglo una nueva generación de estudiosos de las fronteras ha venido desarrollando aproximaciones innovadoras al estudio de las misiones vinculadas a la historia de las fronteras en las Américas. Esta "nueva historia de las misiones" ("new mission history") ha sobrepasado a las narraciones épicas sobre las fronteras imperiales, que dominaron las anteriores contribuciones en este campo, para emprender estudios analíticos de los datos cuantitativos y el análisis discursivo de los textos producidos por misioneros, autoridades civiles y pueblos indígenas. Enfocados temática y geográficamente en estudios de caso en Norte y Sudamérica, nos han mostrado que las misiones fueron mucho más que avanzadas religiosas en "los límites de la cristiandad". Se han revisado las ideas de una conquista espiritual, adelantadas hace más de medio siglo por Herbert Eugene Bolton y Robert Ricard, para explorar las ambigüedades de la conquista y los diversos significados del poder espiritual relacionado con la evangelización cristiana, de un lado; y el "chamanismo" y el medio ambiente, del otro (Bolton, 1917; Ricard, 1933/1966; Langer y Jackson, 1995; Alden, 1996; Guy y Sheridan, 1994; Gutiérrez, 1991; Frank, 2000; Sheridan, 1999; Radding, 1997a; Teja, 1995; Deeds, 2000; Ganson, 1989; Bushnell, 1994; Garavaglia, 1987; Block, 1994; Saeger, 2000; Maeder, 1992). Lo que estos estudios comparten es un mismo punto de partida, es decir, los pueblos indígenas, sus culturas y economías políticas como los sujetos de la historia colonial. Proporcionan un prudente correctivo a las fáciles generalizaciones sobre las sociedades de frontera y las misiones religiosas al mismo tiempo que señalan la fragilidad del control colonial sobre las fronteras del imperio y la perdurabilidad de las comunidades indígenas bajo circunstancias y limitaciones cambiantes.

Los análisis temáticos de la historia misional han explorado en alguna profundidad el rol económico de las misiones en los mercados coloniales al interior de sus regiones y en los sistemas mercantilistas imperiales que integraban a las colonias ultramarinas ibéricas con sus metrópolis (Santamaría, 1986; Radding, 1997a y 2001a). La historia social de las misiones ha avanzado con estudios de los procesos demográficos que se desarrollaron al recrear los indios sus comunidades y reconstituir sus redes familiares al interior de los sistemas misionales que ellos mismos ayudaron a crear. Reconoce con igual fuerza la presencia de no-indígenas que vivían en los pueblos. Las investigaciones actuales reconocen que las misiones eran culturalmente comunidades fronterizas híbridas, con complejas y cambiantes combinaciones étnicas que, a su vez, crearon nuevas tradiciones y nuevos marcadores de identidad. Los residentes de las misiones incluían, en momentos diferentes, cautivos, migrantes nómadas y colonizadores intrusos racialmente mezclados así como las comunidades básicas por las que las misiones eran formalmente fundadas y que les proporcionaban su apoyo más consistente.6

Varias preguntas de importancia persisten, sin embargo, apuntando al estudio comparativo de las unidades étnico-políticas. ¿Se fundieron las misiones en comunidades sedentarias, o permanecieron como campamentos temporales de diversas bandas étnicas? ¿De qué manera las poblaciones principales en las misiones crearon vínculos sociales de deferencia y reciprocidad, y cómo fueron esos vínculos rechazados u observados? ¿Qué nexos de lealtad tenían significado para los pueblos indígenas de ambas regiones, y cómo los residentes en las misiones crearon sus propios sistemas de estatus bajo el dominio colonial? Finalmente, ¿cómo interpretamos la evidencia histórica relacionada con el ejercicio del poder por las unidades étnico-políticas y con los límites de su autonomía bajo condiciones coloniales? Los investigadores se han interesado por largo tiempo en estudiar las principales rebeliones que desafiaron el dominio español en Norte y Sudamérica. Menos conocidos, sin embargo, son los frecuentes casos de protestas y confrontaciones locales fuera de las revueltas de nivel provincial. La siguiente discusión reúne, de un lado, las prácticas cotidianas de gobierno realizadas por los cabildos indígenas y, por el otro, las narraciones de identidad y de episodios de conflicto. Se lleva a cabo una doble comparación entre los contrastantes escenarios ecológicos y culturales de ambas provincias, y entre estas regiones de frontera y las áreas nucleares de los virreinatos a los que pertenecían, en referencia a las preguntas arriba señaladas.

 

UNIDADES ÉTNICO-POLÍTICAS EN DOS FRONTERAS COLONIALES

Las provincias coloniales de Sonora (México) y Chiquitos (Bolivia) constituyeron zonas fronterizas culturales e imperiales ubicadas sobre dos ecosistemas muy diferentes. Los pueblos sonorenses habían adaptado prácticas agrícolas y cultivos mesoamericanos a las áridas condiciones del desierto de Sonora y a los valles fluviales del somontano al oeste de la Sierra Madre Occidental. Su horticultura estuvo centrada en parcelas ubicadas en planicies irrigadas, complementadas con efímeros plantíos en los arroyos y con agricultura de roza y quema dependiente de las lluvias estacionales que caen en zonas más elevadas. El cultivo y la recolección estuvieron cercanamente relacionados, ya que los agricultores sonorenses utilizaron tanto las variedades silvestres y domesticadas de varias especies, como lo muestra el conocimiento indígena de los frijoles y los granos y hojas del amaranto (Doolittle, 1980; Nabhan, 1982; Nabhan y Sheridan, 1977). En los valles fluviales del centro de Sonora, donde el sistema de misiones floreció entre los aldeanos ópata, eudeve y pimas bajos, la subsistencia indígena dependía de los sistemas agrícolas de irrigación manejados comunalmente. El régimen misional añadió varios cultígenos europeos —principalmente trigo, garbanzos, hortalizas y frutas— a la horticultura indígena y trajo el ganado al ecosistema sonorense.

Chiquitos, en el oriente de Bolivia, está limitado por las serranías occidentales andinas y los tributarios de las cuencas fluviales del Amazonas y el Paraguay. Comprende una serie de zonas de transición ecológica que dejan su huella en la topografía y la vegetación. Extendiéndose hacia el este desde las alturas andinas, los paisajes chiquitanos comprenden planicies, ríos no profundos y lagunas; de norte a sur, las comunidades vegetales chiquitanas van desde el bosque húmedo amazónico al bosque de matorrales del árido Gran Chaco. Las sabanas y bosques tropicales con marcadas estaciones de lluvias y de secas favorecían el cultivo basado en la propagación vegetativa o de raíz. La subsistencia chiquitana dependía del maíz y de una variedad de tubérculos y frutos de palmas que fueron recolectados y domesticados. Los métodos de siembra no requerían de irrigación, sino que se centraban en la apertura de claros en el bosque por roza y quema (llamados "chacos"), en los que a dos o tres años de cultivo seguía un periodo más largo de descanso. La horticultura chiquitana se expandió en la época colonial para incluir arroz y plátanos; el ganado europeo se convirtió en parte importante de la dieta indígena y constituyó un patrimonio comunal importante de las misiones. En Chiquitos, como en Sonora, las mujeres indígenas cultivaban algunas variedades de algodón y recolectaban especies de palmas y otras plantas fibrosas para sus hilados y como materiales de construcción. Las telas de algodón se convirtieron en un producto central en la economía de las misiones de Chiquitos; en contraste, el excedente de granos (maíz y trigo) mantenía las redes comerciales de las misiones de Sonora (Fischermann, 1996; Radding, 2001a).

Las tecnologías agrícolas en ambas regiones fueron inseparables de las cosmologías que daban sentido a sus ciclos agrarios. En los valles fluviales y las planicies áridas de Sonora los agricultores aldeanos se enfrentaban al doble riesgo de sequías y de torrenciales inundaciones que se llevaban los suelos depositados en las llanuras de los ríos y destruían las cercas y represas construidas para la irrigación. Los 'o'odham' del desierto, así como las naciones pimas y ópatas que vivían en la zona serrana, marcaron sus ritmos anuales de cultivo, cosecha, caza y recolecta con ceremonias para traer las lluvias estacionales, germinar las semillas y hacer florecer al desierto (Pennington, 1980,I: 149-150, 252-257; Nabhan, 1982: 91-93; Jones, 1971). El agua tenía también un significado especial en la Chiquitanía, donde los espíritus o guardianes de los manantiales, bosques y chacos, conocidos como "jichis", recibían especial veneración (Fischermann 1996: 33-36; Riester, 1972; Fernández, 1994: 131-132). Los valores religiosos asignados al agua tenían significado territorial y representaban fuentes de poder espiritual que ligaban a las unidades étnico-políticas sonorenses y chiquitanas con sus respectivos medio-ambientes.

Los patrones migratorios estacionales fueron una característica definitoria de los sistemas culturales de "sonoras" y "chiquitanos". Su existencia física dependía de los múltiples recursos de caza, plantas silvestres y cultígenos que, a su vez, requerían acceso a diferentes zonas ecológicas dentro de un territorio amplio. Igualmente significativos, los sistemas de parentesco que mantenían la lógica de sus uniones conyugales y de sus afiliaciones sociales implicaban la distribución espacial de rancherías esparcidas y cambiantes así como aldeas nucleadas de mayor tamaño. La movilidad espacial en la que los pueblos sonorense y chiquitano se basaban para su producción económica y su reproducción social chocó repetidamente con la política colonial española de la "reducción", el asentamiento concentrado de los indígenas en poblaciones fijas mediante la combinación de fuerza y persuasión. En ambas provincias fronterizas, los misioneros hicieron concesiones a los imperativos culturales y ecológicos del medio ambiente indígena; sus demandas por la mano de obra tomaron en cuenta los frutos de la recolección, a los que dieron utilidad comercial, y se acomodaron a las estaciones alternadas de caza y cultivo.7

La cronología y distribución espacial de las "reducciones" jesuitas se diferencian marcadamente en Sonora y Chiquitos, pese a los objetivos comunes y las influencias unificadoras de las normas canónicas y reales para la fundación de las misiones coloniales. En el noroeste de México la empresa misionera jesuita abarcó cerca de dos siglos (1591-1567), iniciándose al expandirse la frontera minera septentrional desde Zacatecas y Durango hacia Chihuahua y Sonora. Mientras que los misioneros concentraron cientos de "rancherías" dispersas formando pueblos fijos, las misiones tendieron a seguir los patrones de asentamiento prehispánicos al ubicar las reducciones en aldeas preexistentes. En las provincias contiguas de Sonora y Sinaloa el sistema jesuita de misiones en su momento álgido comprendía 103 aldeas, cada una con varios cientos de residentes (Polzer, 1976: 1-58; Gerhard, 1982/ 1993: 161-174). Durante el primer siglo de evangelización, los jesuitas mantuvieron la única línea consistente de autoridad sobre las comunidades indígenas. A partir de 1732, sin embargo, las provincias al oeste de la Sierra Madre Occidental fueron puestas bajo una nueva administración, introduciendo una jerarquía distinta de gobernadores civiles que se intersectaba con las unidades políticas indígenas y la red eclesiástica de "rectorados" jesuitas.

Pizca de algodón / Fondo Familiar de la Peña Albores

En Chiquitos, en cambio, las misiones jesuitas se desarrollaron durante tres cuartos de siglo, de 1691 a 1767, en una región donde las comunidades indígenas eran amenazadas con la servidumbre forzada en beneficio de los "encomenderos" españoles asentados en Santa Cruz de la Sierra y por los cazadores de esclavos portugueses y "mamelucos" provenientes de Mato Grosso en Brasil. Para mediados del siglo XVIII, tras numerosas expediciones exploratorias ("entradas") en los bosques para atraer a diferentes bandas a la vida sedentaria de las misiones, los jesuitas habían fundado siete recintos estables, número que llegaría a diez para 1767, reuniendo cada uno entre 1 000 y 3 000 residentes indígenas. Estos asentamientos concentrados, diseñados con base en un plano cuadriculado, contrastaban dramáticamente con las rancherías que los pueblos chiquitanos hacían dentro del bosque. La administración de los jesuitas fue violentamente anulada en ambas regiones tras la orden real para su expulsión en 1767. Un gobierno civil formal sólo comenzó en la Chiquitanía tras la expulsión de los jesuitas, cuando la provincia fue transformada en un gobierno y las misiones fueron puestas bajo la autoridad del obispo de Santa Cruz (Parejas, 1995b: 296-298). Los diferentes ritmos del proyecto evangelizador en Sonora y en Chiquitos, y sus vínculos con el orden colonial más amplio, influyeron en la formación de los cabildos y las culturas políticas que se desarrollaron históricamente en cada una de esas provincias.

 

CONCEJOS INDÍGENAS Y COMUNIDADES MISIONALES

¿Qué fue, pues, el "cabildo" indígena y cómo funcionó en la misión colonial? Fue intención de los misioneros reproducir las instituciones españolas de gobierno local en esas comunidades de frontera como parte integral de su misión evangelizadora y civilizadora. Las autoridades indígenas de esos concejos, que llevaban títulos de "alcaldes", "fiscales", "topiles" y "gobernadores", moldeados a partir de las normas hispánicas de gobierno municipal y portando varas del cargo como insignia de autoridad, hacían cumplir la ley e imponían el orden en los pueblos de misión. Los misioneros gobernaban a través de los concejos, en una suerte de dominio indirecto, y su presencia era indispensable para instrumentar la observancia religiosa y la disciplina laboral; es decir, para el adoctrinamiento cristiano y la producción de excedentes destinados a la circulación entre las misiones y a la venta en los mercados coloniales.

Los cabildos establecidos en las misiones sonorenses adaptaron antiguas tradiciones locales de gobierno de origen ibérico y mesoamericano. Los pobladores nahuas, mixtecos y mayas del centro y sureste de México reconocían diferentes rangos de nobleza y cargos tanto con funciones judiciales como administrativas desde tiempos prehispánicos. Las "reducciones" coloniales agrupaban varias aldeas bajo la jurisdicción política de las "cabeceras", donde se establecieron los cabildos para recolectar el tributo, proporcionar trabajadores y asegurar la observancia del catolicismo. En algunos casos, como se ha documentado en Cuernavaca, los términos en náhuatl continuaron en uso hasta bien entrado el periodo colonial para describir los cargos concejiles (Haskett, 1991: 95-99).8 Las características sobresalientes de los cabildos del centro de México que son comparables con instituciones similares establecidas en las misiones de frontera son, primero, que los diferentes cargos estaban ordenados en una jerarquía definida; segundo, que la mayoría de los cargos estaban relacionados con la cobranza de tributos; y tercero, que a menudo el mismo cargo combinaba responsabilidades seculares y religiosas. Los indios que vivían en las misiones norteñas estuvieron eximidos del pago de tributo; sin embargo, los varones estaban sujetos a proporcionar mano de obra periódicamente bajo los términos del "repartimiento", y su reclutamiento era responsabilidad de los gobernadores y alcaldes indígenas (West, 1993, Apéndice D: 62-66).9

El gobernador era la autoridad más importante del cabildo indígena en Sonora, con responsabilidades judiciales y administrativas. Con el tiempo, los gobernadores indígenas llegaron a representar a sus pueblos en las negociaciones con las autoridades coloniales, siendo vistos como los guardianes "del común", la tierra comunal y los fondos productivos de sus pueblos de misión. Los "alcaldes" en España eran jueces de primera instancia. En las misiones coloniales su posición en los concejos era secundaria a la de los gobernadores y cumplían funciones judiciales y administrativas. Gobernadores y alcaldes daban testimonio, defendían las tierras del pueblo en los casos de deslindes de propiedad, y firmaban las peticiones escritas y las querellas legales. Al interior de los pueblos estos oficiales resolvían disputas internas e imponían los castigos a los transgresores. Los "alguaciles" y "topiles" eran guardianes, con diferentes deberes, a veces coincidentes, relacionados con el orden público. Un alguacil en España era un magistrado de rango inferior a un alcalde, o también un oficial administrativo que supervisaba los recursos comunales, por ejemplo, un "alguacil del campo" que cuidaba que las tierras comunales no fueran dañadas (Real Academia, 1970: 61). "Topile", mencionado en la documentación eclesiástica y civil de Sonora colonial, se deriva del término náhuatl "'topilli" (plural "topileque"), "el que lleva la vara del cargo" (Haskett, 1991: 98-99). Ambos oficiales llevaban a cabo órdenes de los alcaldes y gobernadores, haciendo cumplir la asistencia a las reuniones públicas y distribuyendo tareas para el trabajo en el campo y el mantenimiento de las iglesias y de otros edificios en las misiones.

Otros tres oficiales adicionales tenían deberes relacionados con los ritos litúrgicos y la doctrina cristiana: eran llamados en conjunto "fiscales", indicando así su autoridad para supervisar el cumplimiento de las normas y obligaciones eclesiásticas. El primero de ellos, llamado "mador", era el asistente directo del misionero que servía como notario eclesiástico llevando registro de los bautismos, matrimonios y entierros. Los "temastianes" estaban a cargo de enseñar el catecismo a los niños y a los adultos hasta la edad del matrimonio, sirviendo también como sacristanes en la celebración de la misa. Los maestros de coro ocupaban un lugar importante en todas las misiones como directores de hombres y mujeres que cantaban y tocaban instrumentos y acompañaban la liturgia y otros actos religiosos; los maestros de coro, de entre los pocos adultos que sabían leer y escribir en las misiones, servían con frecuencia de notarios del cabildo (Nentvig, 1764/1971: 164-165). No he podido hallar ningún libro de "actas de cabildo" —con las decisiones oficiales de los concejales— de las misiones de Sonora, como los utilizados por los cabildos indígenas de México central que han proporcionado un rico material para los estudios de la lengua náhuatl en la época colonial (Gibson, 1952/1991 y 1964; Haskett, 1991; Lockhart, 1992).

Ignaz Pfefferkorn, quien vivió entre los pueblos pima y ópata-Eudeve, nos informa sobre la selección y los deberes de los concejales indígenas, llamados en conjunto "justicias" o magistrados:

A la cabeza de cada pueblo se ponían los justicias indios, sus deberes consistían en ayudar al misionero a cumplir con todos los negocios de su cargo, compartir con él la supervisión y el cuidado de los indios y mantener el orden, tanto por la vigilancia que ejercían, como por su buen ejemplo y reputación. En vista de las responsabilidades que tenían que asumir en el cargo de justicias, se nombraba a los indios considerados los mejores en cada posición pero que además fueran buenos y piadosos cristianos (Pfefferkorn, 1795/1983, II: 137).

El padre Juan Nentvig es aún más explícito en su descripción del rol de supervisión de los misioneros en la formación del "senado o cabildo de estas repúblicas indígenas". Por provisión real emitida por la Audiencia de Guadalajara en 1716, y reiterada 30 años después por el Virrey de Nueva España, los misioneros debían dirigir la elección que los indios hacían de sus magistrados locales (gobernadores y "alcaldes") y éstos, a su vez, nombraban a los oficiales disciplinarios ("alguaciles" y "topiles") que hacían cumplir la asistencia de los indios a la misa, la doctrina cristiana y a las faenas laborales en las misiones (Nentvig, 1764/1971:165).

La historia del gobierno interno en las misiones de Chiquitos presenta dos caras opuestas, que representan las fases formativa y de madurez de la evangelización jesuita, combinando los dos periodos de aproximadamente 1691-1730 y 1730-1767. Durante la primera fase, como nos lo indican los padres Julián Knogler y Juan Patricio Fernández, los esfuerzos de los jesuitas se concentraron en buscar nuevos conversos mediante repetidas "entradas" que trajeron a diferentes bandas, que hablaban diferentes lenguas, a los pueblos de misión. La misión en este momento era menos un asentamiento consolidado que una búsqueda itinerante dentro del bosque, una "cacería espiritual" que se asemejaba a las prácticas indígenas de caza, guerra y toma de cautivos. Los misioneros dependían de grupos de indios cristianizados para acompañarlos hasta por cuatro meses cada vez, para localizar los campamentos de los pobladores del bosque. Algunas de las expediciones tuvieron éxito, trayendo nuevos grupos de familias extensas a las misiones, pero con frecuencia estos "cristianos a prueba" regresaban a los bosques (Knogler, 1979: 161-165; Fernández, 1994: 135-137). La empresa misionera dependía de sus persistentes patrones migratorios y de los poderes de persuasión de los "caciques", jefes de las muchas y diversas bandas que terminaron residiendo en las misiones de Chiquitos.

La figura del "cacique" era ubicua entre los chiquitanos y los pueblos del Chaco, pero representaba grados y modos de autoridad diferentes. El padre Fernández nos informa que entre los Manazicas, una nación de 22 "rancherías", cuyo territorio combinado formaba una "pirámide" a través de los bosques y sabanas al norte de la misión de San Xavier, el liderazgo político comprendía una jerarquía de "capitanes" bajo el mando de un "cacique principal". Fernández describe la relación entre el cacique y su gente como un vasallaje; el primero autorizaba las expediciones de caza y pesca, y recibía una porción de lo obtenido así como de las cosechas agrícolas. Las mujeres rendían obediencia a la primera esposa del cacique, y las ceremonias y fiestas públicas ocasionadas por las visitas entre las rancherías marcaban el predominio de los notables Manazica. El cacicazgo pasaba de padre a hijo, tras un periodo en el cual el heredero gobernaba a los jóvenes de su ranchería (Fernández, 1994: 125-126).10

La autoridad de los caciques entre los pueblos chiquitanos del este y sur era menos estructurada y más dependiente del curso de los acontecimientos que la descrita por Fernández para la nación Manazica. El padre Knogler, quien estuvo brevemente en San Xavier y mayormente en la misión de Santa Ana hacia el oriente, interpretaba el rol político del cacique en términos relativos. En su estimación, los chiquitanos respetaban a las personas de edad y posición avanzadas. Aunque no tenían clases sociales, cada nación tenía un cacique de particular prestigio, llamados "hombres completos", hombres propiamente dichos: "ma onycica atonie" (Knogler, 1979: 178). Los caciques eran igualmente importantes entre las bandas de guaycurús del Chaco, pero su autoridad dependía del consenso de sus seguidores y de sus habilidades para la guerra y para establecer la paz, así como para negociar con los misioneros y los colonizadores españoles (Saeger, 2000: 113-118).11

Los caciques proporcionaban los fundamentos del gobierno al interior de las misiones, desde la fase inicial de las entradas, para el mantenimiento de la ley y el orden en las reducciones ya asentadas. Knogler informa, también, que los misioneros realzaban el prestigio de los caciques al darles vestimentas ceremoniales especiales, un asiento elevado en la iglesia y una vara del oficio que llevaban en todas las procesiones públicas. El rol esencial de los caciques en cumplir los objetivos de los misioneros mediante el gobierno indirecto es especialmente visible en su poder de convocar para la misa, la instrucción religiosa y los trabajos diarios en la misión. En la medida que los caciques personificaran a la unidad étnico-política de sus distintas bandas, su elevada posición en las misiones definía la estructura del cabildo indígena colonial. Los grandes y jerárquicos cabildos indígenas fueron una característica central de la fase madura de las diez reducciones de Chiquitos, aunque los jesuitas nunca dejaron de utilizar la estrategia de las "entradas" al bosque para poblar y mantener esas misiones. Las estructuras formales de los cabildos indígenas no se instituyeron de una sola vez, sino que se desarrollaron gradualmente cuando las misiones alcanzaban una población estable de diferentes bandas residentes en ellas. Los misioneros contaban con los cabildos para hacer cumplir la disciplina y para apoyar la crecientemente compleja y voluminosa producción de bienes para el comercio con las ciudades andinas coloniales y los centros mineros. Los caciques, por su parte, reafirmaban su autoridad sobre las bandas dispersas a su mando a través de los cargos del cabildo y los signos visibles de su investidura. Colectivamente, los caciques eran conocidos como "jueces" (magistrados, similares a las "justicias" a las que se refieren los documentos de Sonora), pero sus distintos deberes estaban ordenados y eran designados con diferentes títulos. En la vecina provincia de Mojos, cultural y ecologicamente similar a Chiquitos, los caciques transfirieron su autoridad tradicional a los cargos políticos en los pueblos de misión (Block, 1994: 86).

El "corregidor", término del supervisor real de la administración municipal en España trasladado al gobierno colonial en América, era el oficial varón de más alto rango en la misión, con autoridad administrativa y judicial. El corregidor era asistido por un "teniente", seguido por el "alférez real" o porta estandarte, y por dos alcaldes, un "comandante", "justicia mayor" y "sargento mayor". Estos oficiales del cabildo estaban, a su vez, asistidos por un rango inferior de alguaciles, fiscales y regidores, títulos que aparecen también en los pueblos de indios de Nueva España así como en las misiones de Sonora. El maestro de coro y el sacristán, directamente relacionados con el entrenamiento de los músicos chiquitanos, las celebraciones litúrgicas y el mantenimiento de los vasos sagrados de la iglesia, disfrutaban de una posición elevada. Los "cruceros", así llamados por las cruces que llevaban, ejercían una mayor vigilancia sobre las distintas bandas residentes en las misiones, obedeciendo las órdenes del cabildo e informado a éste y a los misioneros los casos de enfermedad, nacimientos, muertes y otros asuntos que requirieran de atención.12 La vigilancia directa del trabajo productivo recaía en diferentes capitanes a cargo de carpinteros, herreros y plateros, tejedores, cereros, arrieros, talabarteros y de los vaqueros; el "mayordomo del colegio" cuidaba el almacén, aprovisionaba el refectorio de los misioneros y supervisaba la distribución de las raciones de carne y otros productos a los indios (Orbigny, 1844/1945,^: 1257-1260). Cada uno de estos oficiales se distinguía por llevar una vara de cargo adornada con plata, un bastón, una cruz de madera, o las llaves del almacén y la capilla, simbolizando y objetivizando su autoridad y responsabilidades.

En ambas provincias fronterizas, las obligaciones impuestas a todos los indios de misión para asistir al catecismo y a las ceremonias litúrgicas así como para realizar trabajos comunales se cumplieron mediante la persuasión moral y la amenaza del castigo físico (por azotes o en el cepo). Los castigos se llevaban a cabo por oficiales indígenas bajo las órdenes de los misioneros, o de los gobernadores y magistrados. Los abusos en los castigos físicos, a menudo fuente de amargas quejas, fueron registrados en Sonora y en Chiquitos, aunque parecen haber sido más frecuentes en la Chiquitanía, especialmente bajo el régimen eclesiástico que siguió a la expulsión de los jesuitas (1767). El miedo y el resentimiento por los castigos físicos marcaban las protestas escritas por los indígenas, proporcionando un tema recurrente en sus acciones de resistencia y rebelión (Hausberger, 1991; Radding, 2001a: 80-82).

Ciertamente, desde el punto de vista de los misioneros, el "cabildo" servía como un medio de control social. La colaboración entre misioneros y oficiales indígenas, en ciertos momentos cuidadosamente orquestada, no fue simplemente un montaje teatral. Los gobernadores y alcaldes de los pueblos adquirían poder por la dependencia que los misioneros tenían de ellos para asignar las tareas cotidianas en las parcelas y talleres de la misión, y para asegurar la asistencia a misa y al catecismo. Más directamente, e igualmente visible, los oficiales indígenas que guardaban las llaves de los graneros y talleres del pueblo desempeñaban un papel central en la distribución semianual de comida, ropa y herramientas entre las familias residentes en las misiones. Más aún, la jerarquía de cargos creados mediante el "cabildo" estableció un orden de rangos de privilegio que definió beneficios concretos en la forma de raciones adicionales de comida y regalos, lugares especiales para permanecer en los servicios religiosos, y acceso a las casas de los sacerdotes en los conventos o "colegios" que constituían el centro arquitectónico de las misiones. El estatus de elite de los privilegiados oficiales indígenas era subrayado por el hecho, en ambas provincias, de que la capacidad de leer y escribir se reservaba sólo para los pocos varones que tenían cargos en el cabildo, con gran frecuencia maestros de coro y catecistas (Nentvig, 1764/1971: 165; Orbigny, 1844/1945, IV: 1258).

La solemnidad de las elecciones anuales reforzaba la autoridad del cabildo y el estatus elevado de sus miembros. Los indios comunes de la misión experimentaban la presencia diaria de los oficiales del cabildo en las misiones no tanto como un concejo fijo, sino cuando los oficiales circulaban en los pueblos, exhortándolos, visitando, distribuyendo comida y otros regalos, y haciendo cumplir las reglas del culto y del trabajo. Las afirmaciones abiertas de los misioneros de que ellos nombraban a los magistrados, gobernadores y corregidores indígenas contradicen cualquier apariencia de elecciones democráticas en las aldeas. Sin embargo, las palabras de los sacerdotes no transmiten los diferentes significados que los neófitos de sus misiones adscribían a los cargos públicos, o las formas en las que ellos mismos hicieron propias las jerarquías establecidas en los pueblos. Sólo nos queda preguntarnos cómo es que los indios se insertaron en el proceso de selección, y cómo los misioneros se convencían de las relativas virtudes y capacidades de ciertos individuos para ejercer un cargo. Específicamente, la autoridad investida en los cabildos indígenas se yuxtaponía con los criterios indígenas de asociación y liderazgo basados en las redes de parentesco, las alianzas étnicas y las afiliaciones lingüísticas.

La asociación entre los cabildos y los distintos grupos étnicos que vivían en las misiones es más marcada en la Chiquitanía del Oriente de Bolivia que en Sonora. Los censos periódicos realizados en los pueblos de Chiquitos por los jesuitas y los posteriores administradores eclesiásticos identifican numerosas afiliaciones lingüísticas y de parentesco, que se distinguían espacialmente en secciones residenciales separadas y eran designadas, en castellano, como "parcialidades". Este término aparece en la documentación imperial española en toda América para referirse a las sub-unidades con distintas identidades residenciales y étnicas que formaban comunidades mayores o habían sido reunidas por la política colonial en las reducciones consolidadas. En el sudeste de Mesoamérica, por ejemplo, las parcialidades significaban las divisiones sociales asociadas con secciones específicas de un pueblo o aldea, expresadas como "calpulli" en náhuatl o como "calpul" o "cah" en maya. La fuerza y proliferación de las identidades étnicas a través de las parcialidades bien puede representar una respuesta cultural de los pueblos indígenas a las presiones fiscales y sociales del régimen colonial (Lovell y Lutz, 1995: 77, 97, 130, 173, 175; Haskett, 1991: 9-10; Restall, 1997: 30; Cramaussel, 2000: 218-284). Es importante distinguir entre la categoría utilizada por las autoridades españolas para designar una unidad tributaria o un área residencial, de los cambiantes significados indígenas de "parcialidad" para definir (o impugnar) las relaciones recíprocas de apoyo mutuo, alianza y rivalidad.

La nomenclatura tribal que llegó a la documentación española para distinguir entre bandas étnicas funcionaba como una suerte de segundo apellido en los censos misionales, reflejando la organización social y política basada en el parentesco de los pueblos chiquitanos. Sus cabildos fueron estructurados para acomodar la representación de cada una de esas "parcialidades" por medio de los "caciques", quienes actuaban como intermediarios entre sus parientes y las autoridades eclesiásticas y civiles de las misiones. Los jesuitas y los sacerdotes que los remplazaron, reconocían las diferentes parcialidades por su nombre en los informes sobre la estructura organizativa de las misiones. Las parcialidades reaparecen como marcadores de identidad, pero no siempre con la misma nomenclatura, en documentos testimoniales referidos a quejas específicas o sublevaciones ocurridas en los pueblos. Es probable que algunos de los grupos étnicos así llamados emergieran durante el periodo colonial y que las divisiones sociales, tanto fuera como dentro de las misiones, no correspondieran claramente a las designaciones de las bandas.13 Los patrones duales de congregación y migración que trajeron diferentes grupos lingüísticos y de parentesco a los pueblos en diferentes momentos, contribuyeron al proceso de etnogénesis que produjo cambiantes identidades culturales y afiliaciones políticas.

Kikapoo / Archivo INAH, facilitado por el Instituto Estatal de Documentación de Coahuila

Los documentos y testimonios etnográficos del siglo XIX muestran que la importancia de las parcialidades para la organización interna de las aldeas de Chiquitos sobrevivió al período colonial. El gobernador de la provincia de Chiquitos, Marcelino de la Peña, comenzaba su extenso informe de 1832 con la siguiente observación:

El régimen de gobierno que se observa en esta Provincia y el modo de vivir de sus habitantes es que los pueblos están formados por parcialidades, cada parcialidad tiene su juez principal bajo el nombre de correjidor, teniente alferez, etc. Cada uno de estos tienen sus respectivos subalternos.14

Que el gobernador de la Peña, que residió en Santa Ana y no era ajeno a los pueblos chiquitanos, combinara las parcialidades y los cargos del cabildo puede reflejar la importancia de aquéllas en el lenguaje étnico y político de la provincia durante los inicios del periodo republicano. Del mismo modo, Alcides de Orbigny, naturalista y antropólogo francés que fuera escoltado por el gobernador de la Peña en sus viajes a través de Chiquitos en 1830-1831, tuvo particular cuidado en describir las parcialidades que encontró en cada misión y las lenguas habladas entre ellos. El catálogo de Orbigny es la impresión singular formada por un extranjero, pero registrado con la detallada precisión de un agudo observador formado como científico. Su intento de fijar el mosaico étnico de Chiquitos en un orden racional de "naciones", "tribus", "lenguajes" y "dialectos", refleja el imperioso interés de su generación de antropólogos en crear taxonomías para la flora, fauna y los seres humanos. La nomenclatura registrada en los informes publicados por de Orbigny distorsiona la histórica y cambiante cualidad de las identidades étnicas chiquitanas; sin embargo, captura la importancia de las parcialidades en las misiones (Orbigny, 1844/1945, III: 1147-1213; IV: 1241-1279).15

Los nombres específicos de la mayoría de los lenguajes y las parcialidades enumeradas para las misiones de Chiquitos desaparecen de los documentos durante los años finales del siglo XIX y en el XX. Sin embargo, los chiquitanos de hoy recuerdan nombres que asociaban los barrios residenciales o secciones de sus pueblos con linajes familiares y de identidad étnica. Para mediados del siglo XX el poder político y la propiedad urbana habían pasado a manos de bolivianos no-indígenas, y la mayoría de los chiquitanos se había dispersado en pequeñas aldeas (llamadas "comunidades") en el bosque. Los cabildos indígenas persisten hasta el día de hoy. Sus principales funciones proporcionan una estructura unificadora para los restantes habitantes de los pueblos y comunidades. En conexión con una discusión referida al cabildo indígena de San Ignacio, la hija de una figura importante del cabildo recordaba que en su niñez las diferentes secciones de San Ignacio tenían distintos nombres Los chiquitanos vivían en siete secciones del pueblo, cada una identificada con el apellido y "etnia" de una familia dominante, implicando la memoria de una identidad separada.16

En resumen, las misiones de Chiquitos estuvieron subdivididas segmentalmente en parcialidades de connotaciones lingüísticas y étnicas. No eran categorías fijas, sino identidades históricas que emergían, se dividían y recombinaban a lo largo del tiempo. Las parcialidades no estaban ordenadas en una jerarquía consistente, pero algunas de ellas tenían una mayor presencia demográfica y política que otras; por ejemplo, los Manazica en San Xavier y los Quitemocas en Concepción. El cabildo, una institución colonial, se fundió con las parcialidades al crear una estructura representativa para los caciques de las diferentes parcialidades. Éstas, a su turno, se diferenciaron espacialmente en cada pueblo de misión. Los integrantes varones del cabildo comprendían una elite política que ejercía funciones disciplinarias, ceremoniales y redistributivas visibles para toda la comunidad.17

Las misiones del noroeste de México, más pequeñas y más numerosas que las de Chiquitos, no estuvieron tan fragmentadas internamente como éstas, ni sus administradores aplicaron la terminología de parcialidades a sus habitantes. Sin embargo, las misiones de Sonora combinaban familias de diferentes "rancherías" y grupos dialectales, mayormente entre las distintas bandas de pobladores ribereños y del desierto que hablaban la lengua pima. Las desigualdades sociales y étnicas se expresaban en el predominio de ciertos grupos étnicos ("naciones") sobre otros y en la primacía de los pueblos principales ("cabeceras") sobre asentamientos menores llamados "visitas" en cada distrito misionero. En el centro de Sonora los ópatas y eudeves, agricultores aldeanos que controlaban las mejores tierras en las serranías, proporcionaron la población nuclear de las misiones y ejercieron dominio sobre más grupos nómadas que entraban y salían de los pueblos, notablemente los jobas de la sierra y los tohono o'odham de las planicies desérticas (Radding, 1997a: 146-150). Estas poblaciones nucleares, aunque no eran homogéneas, se constituyeron en unidades étnico-políticas a través del control de los cabildos de las misiones, su identificación con los pueblos, y su representación de las comunidades ante las autoridades españolas y la sociedad colonial.

Quienes aspiraban a ser jefes en Sonora tenían dos vías principales para alcanzar el estatus de la elite: los cargos en el cabildo de las misiones y los rangos militares de las tropas auxiliares que alcanzaron un rol importante en la defensa de la frontera. El sistema de presidios españoles, que se expandió en el siglo XVIII para contener en las provincias norteñas de México la guerrilla de los pueblos athapaskan (apaches) de la Sierra Madre y de los nómadas hablantes de lenguas hokan (seris o "cuncáac") de la costa desértica sonorense, dependían de compañías de soldados indígenas que eran pagados y estaban organizados bajo el comando de sus propios capitanes. Más aún, la Comandancia General de las Provincias Internas, establecida en 1779, creó una nueva jerarquía a la que los capitanes indígenas apelaban por prestigio y regalos para distribuir entre sus guerreros. Los soldados ópatas, en particular, eran reclutados para las numerosas expediciones punitivas contra las bandas de apaches, viajando considerables distancias desde sus pueblos de origen a Chihuahua y Nuevo México. Tres compañías de soldados ópatas y pimas servían en las guarniciones de los presidios de Bavispe, Bacoachi y San Ignacio (Radding, 1997a: 256-263; Kessell, 1976: 137-138). Estas dos formas de ascenso social y político no fueron siempre compatibles, pero la presencia dual de la misión y el presidio fue central en la historia de las relaciones interétnicas en la sociedad híbrida de Sonora colonial.

 

CONFLICTO, CONFRONTACIÓN Y NEGOCIACIÓN EN DOS FRONTERAS COLONIALES

Los oficiales del cabildo y los capitanes indígenas afirmaban su autonomía al salir de los confines de la misión para entregar sus peticiones y demandas a los gobernadores provinciales y comandantes militares. Las figuras principales de gobernador (en Sonora) y corregidor (en Chiquitos) vinieron a personificar a sus comunidades —la gente y el territorio—, identidad que sin duda se hizo más estrecha a través de la experiencia colonial. Los siguientes dos episodios ilustran el rol central, pero cambiante, del cabildo y su conflictiva relación con las autoridades eclesiásticas e imperiales tanto en Sonora como en Chiquitos. Los testimonios que fueron obtenidos por investigaciones sobre los conflictos locales proporcionan evidencia de diferentes expresiones de identidad étnica y modos de acción política que van desde la petición al desafío. Los incidentes conflictivos son numerosos y se prestan a diferentes interpretaciones; por razones de espacio hemos seleccionado los episodios aquí resumidos para dirigirnos a las preguntas enunciadas arriba en torno a las comunidades misionales.

Sonora

La formación de la comunidad estuvo estrechamente ligada al control de la tierra cultivable en el medio ambiente semiárido del centro de Sonora. En 1716, indios pimas de tres pequeñas rancherías —Xecatacari, Oviachi y Buena Vista—, ubicadas en el distrito de la misión de Cumuripa en el valle medio del río Yaqui, apelaron a las autoridades judiciales para reclamar tierras que ellos y sus antepasados habían ocupado, como recordaban seis testigos, antes de ser violentamente desposeídos por el ranchero español y capitán de milicia Antonio de Ancheta.18 Dos años antes que los indios presentaran su petición Anchieta había muerto, dejando la tierra "abandonada", lo cual permitió que los pimas repoblaran Buena Vista y plantaran sus cosechas nuevamente. Diego Camorlinga, alcalde de Xecatacari, y los testigos que presentó ante el teniente de justicia mayor, construyeron una historia de ocupación, dispersión y reasentamiento en las tierras irrigables de Buena Vista. Sus argumentos se basaban en la ocupación efectiva de la tierra y en el estatus de los indios como cristianos deseosos de "reducirnos y fundarnos a pueblo". La petición era apoyada por un censo que mostraba 76 hogares cristianos y once hogares de adultos no-cristianos ("gentiles") con niños bautizados. Cuatro oficiales del cabildo encabezaban la lista de las familias cristianas:

Diego Camorlinga, alcalde, casado con cinco hijos

Lázaro, alguacil, casado con un hijo

Sebastián, topil, casado, con cuatro hijos

Baltasar, topil, casado, con un hijo.

Todos los testigos se expresaron en lengua pima, traducida y transcrita por un intérprete. Su identidad descansaba no tanto en un origen étnico en particular, sino en su estatus como "el común y naturales de Xecatacari", con un interés compartido en un territorio en particular —las tierras de Buena Vista. El "común" tenía una importancia material, política y religiosa en la producción cultural de la comunidad bajo las condiciones creadas por el colonialismo. Camorlinga cerró su exitosa petición con las siguientes palabras:

A vuestra merced pedimos y suplicamos se sirva ampararnos en todo (...) pues queremos fundar allí pueblo para el bien de nuestras almas, resguardo de nuestras tierras ... (f. 1; Radding, 1995: 170-175).

Chiquitos

Numerosos tumultos locales nos han dejado un rastro documental para el oriente de Bolivia, especialmente durante el periodo que siguió a la expulsión de los jesuitas. Estos breves pero violentos levantamientos revelaron las tensiones y las diversas identidades étnicas que convergieron en los pueblos de Chiquitos durante el periodo colonial tardío y los inicios de la república. Aún en la cúspide del desarrollo económico de las misiones, concomitante con la consolidación de sus cabildos, los conflictos ebullían en esta provincia de frontera. El siguiente caso ilustra los temas recurrentes que emergen de los levantamientos documentados, involucrando a distintas parcialidades. Las diferentes bandas de chiquitanos se opusieron a menudo contra sus misioneros o los administradores laicos que supervisaban la vida económica de las misiones. Como en Sonora, los oficiales del cabildo indígena presentaban sus quejas tanto a las autoridades civiles como a las eclesiásticas.

Los jueces del cabildo del pueblo de San Ignacio encabezaron un levantamiento en 1790, motivados por el inflamatorio cruce de acusaciones entre el gobernador de la provincia, Antonio Carvajal, y los curas locales, previendo un mayor control secular sobre la vida económica de las misiones. El tumulto comenzó en la víspera de Corpus Christi, que ese año cayó el 5 de junio de 1790, dejando al menos cuatro muertos entre soldados y civiles españoles. Los indios rebeldes estaban armados con arcos y flechas, así como con macanas. Las noticias del levantamiento se extendieron por los pueblos de San Miguel, San Rafael y Santa Ana al Oeste, y a San José, la principal misión del Sur de Chiquitos. Los jueces rebeldes del cabildo se rehusaban a obedecer las órdenes del gobernador Carvajal de comparecer ante él en Santa Ana, y confiscaron la tienda entera de productos de la misión y de las mercancías que se guardaban en el pueblo. Rumores de mayores levantamientos circularon en dos de las misiones vecinas, donde se creía que más de 2 000 indios estaban armados con flechas.19

La información sobre el tumulto proviene de Manuel Roxas, el cura de la misión de San José; el testimonio de Gregorio Barbosa, soldado estacionado en San José, y las investigaciones llevadas a cabo por el gobernador provincial por órdenes de la Audiencia.20 La rebelión fue azuzada por el temor de los indios a un régimen de mayores trabajos forzados y su sentido de tener el derecho a la riqueza en especies que su propio trabajo producía. Los "jueces" indígenas se alarmaron por las noticias de que el gobernador Carvajal había traído "tenientes" para supervisar la producción de mercancías en los pueblos. Las noticias del levantamiento en San Ignacio llegaron a San José por lo menos el 19 de junio, cuando Barbosa recordó que mientras se hallaba "recostado en su hamaca" se enteró por dos indios que habían regresado al pueblo de trabajar en la "estancia" ganadera que su cura, Manuel Roxas, había amenazado al consejo de jueces, diciendo que los tenientes les harían trabajar a azotes. Es más, decía que los "tenientes" no oirían confesiones ni celebrarían misa, porque sólo los padres: "Somos los Cristos en la Tierra." Barbosa se enteró de los acontecimientos en San Ignacio por una carta que los indios habían traído a Félix Ydalgo, el comandante de la guarnición estacionada en San José.

La carta, firmada por el corregidor, el teniente alférez y "los otros jueces", fue copiada en chiquitano y en castellano, y enviada a la Audiencia de La Plata. Comenzando con una bendición religiosa, "Anausti Jesucristo, amén", los oficiales del cabildo de San Ignacio expresaban su ansiedad sobre los sucesos en su pueblo y su ferviente anhelo en que el gobernador los visitara y pusiera las cosas en orden. Se dirigían al gobernador como un cuerpo político, deseosos de reunirse con él cara a cara, una autoridad frente a otra bajo el dominio del rey. Los jueces recordaban al gobernador Carvajal su deber de protejer a los indios, "a cuidarnos así como lo manda Dios", expresándose en frases respetuosas. Con referencia a los motivos del levantamiento, los oficiales del cabildo mencionaban las impropiedades sexuales cometidas por el cura y por el administrador, quienes habían tomado a las mujeres indígenas por concubinas, y habían azotado a José, el herrero, sin consultar con el cabildo como debían de haber hecho. Su relato de los acontecimientos revelaba una creciente tensión durante los días dedicados a la fiesta del Corpus Christi, marcada por la aparición de Miguel Roxas en San Ignacio, siendo Miguel comandante de la guarnición estacionada en Santa Ana (y hermano de Manuel Roxas), con el mayor número de soldados negros armados e incluso con un cañón. La presencia de los soldados y las violentas palabras y acciones del sacerdote perturbaron la solemnidad religiosa de la misa. El gobernador Carvajal tomó en serio la versión de los hechos que ofrecían los jueces, a tal grado que emitió una orden prohibiendo la entrada de mujeres indias en las residencias de españoles, y reiterando la autoridad tradicionalmente investida en los corregidores de cada pueblo y en los jueces que dirigían cada parcialidad para la distribución de productos comerciales y la recolección de sus productos en ropa y cera.21

El padre Manuel Roxas proporciona mayores detalles sobre el levantamiento en una iracunda carta que le escribió a Félix Ydalgo. Roxas culpaba del tumulto al gobernador Carvajal y su malograda innovación de enviar tenientes a la provincia, pero ignoraba las acusaciones de impropiedad moral en contra de su colega, el cura de San Ignacio identificado tan sólo como don Simón. Sazonada con maldiciones, la carta de Roxas proporciona nombres de los muertos y heridos, y referencias al movimiento de gente y rumores de un pueblo a otro, revelando su íntimo conocimiento de la provincia. Nacido en San Miguel, hijo de un artesano que había trabajado y vivido en la Chiquitanía, Roxas creció hablando chiquitano y castellano (Fischermann, 2000: 141-150). Había servido como intérprete a anteriores gobernadores y se distinguía entre otros clérigos por su habilidad de predicar a los indios en su idioma. Por su carta, así como por el testimonio de Barbosa, sabemos que el gobernador Carvajal había enfurecido aún más a los indios de San José al quitar la vara del oficio al alférez, porque sospechaba que éste había amenazado con matarlo a él y a sus tenientes. Gregorio Barbosa aclaraba, sin embargo, que el alférez había sido despojado de su título porque él y los indios que habían sido enviados para abrir un camino no habían completado el trabajo y habían comido ocho terneros. En la chiquitanía el alférez era un miembro importante del cabildo, probablemente asociado con el orden público y con los trabajos de los indios varones en los ranchos ganaderos de las misiones. Los oficiales españoles recomendaban castigar a los líderes de la rebelión, advirtiendo que "se necesita mucho arte para no perder estos neófitos que ganan el monte con sus parientes bárbaros, a donde tienen el camino abierto" (íbid., f. 136v).

El levantamiento de San Ignacio de 1790 combinó diferentes niveles de significado con implicaciones económicas, políticas y religiosas. Ocurrió al inicio de la estación seca y en la víspera de una de las más solemnes festividades del calendario católico, el Corpus Christi. La sequía fue tan severa en ese año que el ganado de la misión se estaba muriendo. Los indios cuidaban los rebaños de las misiones en estancias ubicadas fuera de los pueblos, los que constituían una parte importante de su patrimonio comunal. Los oficiales del cabildo se quejaron con el gobernador Carvajal de que el ganado había disminuido severamente desde que el padre Simón se había hecho cargo de la misión. Enfrentados a estas pérdidas y atemorizados por rumores (quizás infundados) de que se enviaría a los tenientes laicos a los pueblos para hacerles trabajar a golpe de látigo, los concejales del San Ignacio tomaron los productos del almacén e iniciaron un ataque contra los españoles a los que consideraban sus enemigos. Respetaron las vidas de los sacerdotes, pese al malestar de los indios por la conducta de don Simón. El levantamiento comenzó en dos parcialidades, pero involucró a todo el pueblo, y los rumores de la rebelión se esparcieron por las misiones vecinas; testigos temerosos pudieron haber exagerado el número de rebeldes armados. Los civiles laicos y los soldados que vivían en los pueblos o pasaban por ellos durante visitas extendidas, constituían una pequeña pero visible minoría que con frecuencia asumía posiciones de autoridad y, por ello, se imponía a la comunidad indígena.

Nuestra discusión, hasta ahora, de las funciones cotidianas de los cabildos y su rol en las confrontaciones contra las autoridades coloniales, se ha enfocado principalmente en las divisiones políticas y étnicas al interior de los pueblos y en su antagónica relación con quienes percibían como "otros". Como autoridades reconocidas en las comunidades colonizadas, los oficiales del cabildo y los capitanes de las milicias hacían cumplir la disciplina laboral en las misiones y se convirtieron en los portavoces del "común" en momentos de crisis que amenazaban su supervivencia material o la integridad cultural del cabildo mismo. Los problemas que con más frecuencia galvanizaban a los pueblos de Sonora eran la defensa de las tierras comunales, el control sobre la distribución de las cosechas de las misiones y el enfrentamiento de las instancias de autoridad a través de las líneas eclesiástica, civil y militar. Cuando los pueblos chiquitanos se sublevaban, citaban quejas por la distribución de los productos de comercio, castigos abusivos y violación de las normas sexuales y conyugales de la vida doméstica en las misiones. Se observa asimismo en el comportamiento de los cabildantes actitudes contradictorias y conflictivas, en la medida que vigilaban celosamente sus propios privilegios y estatus frente al común de los indios.

El género emerge como un elemento de conflicto más explícitamente en el caso que presentamos de Chiquitos que en el de Sonora, pero era un elemento definitorio de la vida social en ambas regiones fronterizas. Es evidente que las jerarquías formales de oficiales asociados con los cabildos y el servicio militar eran masculinas. Las funciones políticas adscritas a los caciques se combinaban con su condición tradicional como mayores respetados, para elevar el liderazgo masculino en las misiones. La asistencia a la doctrina cristiana y a las ceremonias litúrgicas se organizó por género y edad, separando hombres, mujeres y niños, aunque los miembros de ambos sexos llegaban a ser diestros músicos para la misa y festividades especiales. El conocimiento de la lectura y escritura era reservado a una pequeña elite, como ya se indicó, constituyéndose en una importante distinción de género. ¿Qué roles, entonces, cumplían las mujeres en los pueblos de misión?

Detrás del edificio formal de los cargos políticos, las mujeres contribuían de manera fundamental a la subsistencia económica, la producción cultural y la vida pública en las misiones. El trabajo femenino en la agricultura, procesamiento de alimentos, recolección y producción de ropa mantenía tanto la economía familiar de los campesinos indígenas como los excedentes que, a su vez, sostenían el comercio de las misiones. Las mujeres y los niños, así como los hombres, realizaban tareas estacionales en el ciclo agrario de las "milpas" irrigadas de Sonora y en los "chacos" de Chiquitos, incluyendo el sembrar, cuidar los campos de aves e insectos, y cosechar los cultivos. Más aún, las mujeres procesaban los granos, semillas, frutos y tallos de plantas cultivadas como recolectadas, y preparaban la comida para su almacenamiento y consumo. Además, el rol central de la mujer en la producción de mercancías como hiladoras y tejedoras de ropa de algodón, uno de los principales productos de exportación de las misiones de Chiquitos, bien pueden haber aumentado su importancia en los pueblos aún si incrementaban la carga de su trabajo (Radding, 2001b).22 Las mujeres en las misiones de Sonora hilaban y tejían ropa de fibras de algodón y de lana, produciendo ropa para ellas y sus familias así como manteles. En contraste con Chiquitos, sin embargo, sus tejidos no figuran entre el comercio oficial registrado en los libros de contabilidad misional; más bien hombres y mujeres indígenas comerciaban por su cuenta con mercaderes itinerantes o en los asentamientos españoles (Nentvig, 1764/1971: 115-117).23 El rol de las mujeres en la economía misional incrementaba su interés en bienes comerciales, como puede verse en el tipo de mercadería que usualmente se importaba en las reducciones de Chiquitos y Sonora: tijeras, agujas, cuentas para collares, medallas religiosas, ropa y listones producidos en los "obrajes" coloniales del centro de Nueva España y de los Andes. Sus preferencias de consumo se reflejaban en las demandas elevadas por los oficiales del cabildo a los oficiales españoles para cumplir con el envío prometido de mercancías a los pueblos. Al inicio del siglo XIX, el gobernador de Chiquitos informaba que para su visita semianual a los diez pueblos de la provincia, veía necesario preparar un conjunto de regalos designados para los jueces del cabildo, sus esposas, y los profesores de música y artesanos especializados.24 Tres décadas más tarde, Alcides d'Orbigny informaba con una mezcla de diversión y fastidio que al llegar a San Xavier y a Concepción fue recibido primero por las mujeres de las misiones, que le trajeron regalos de comida y esperaban productos comerciales a cambio (Orbigny, 1844/ 1945, III: 1145-1151).25

Archivo Purcell Saltillo

La sexualidad femenina figura como uno de los motivos de conflicto que surgían en los pueblos, aún si las mujeres raramente conformaban el liderazgo de las bandas rebeldes. El tumulto de 1790 en San Ignacio fue motivado, en parte, por el escandaloso comportamiento del cura con una mujer casada. Que los cabildos indígenas condenaran esos actos en términos inequívocos puede explicarse, en parte, por las normas de vida conyugal derivadas tanto del cristianismo como de prácticas indígenas. Las uniones sexuales estaban estrechamente ligadas a las redes de parentesco que definían las identidades étnicas al interior de y entre las parcialidades y establecían las bases de las redes recíprocas de obligaciones. Los sacerdotes que mantenían concubinas indígenas sin contribuir a esas redes de parentesco violaban sus propios votos de castidad y se burlaban de las regulaciones conyugales que sostenían a la sociedad chiquitana.

Las mujeres indígenas de Sonora y Chiquitos no parecen haberse arrojado a los brazos de los hombres europeos con la misma presteza que Marshall Sahlins señala de las mujeres hawaianas y Ramón Gutiérrez atribuye a las mujeres pueblo de Nuevo México (Sahlins, 1985: 526; Gutiérrez, 1991: 19, 50-51). Sin embargo, las mujeres sí ejercieron cierto grado de libertad al escoger sus parejas sexuales y conyugales, debido en parte a su movilidad física entre pueblos y rancherías. Datos censales de finales del siglo XVIII de Sonora sugieren que las mujeres ópatas tuvieron esposos españoles o mestizos. Sus selecciones conyugales tenían consecuencias para la unidad étnico-política y en los reclamos por los recursos de la comunidad, cuando su estatus cambiaba de "indio" a "vecino": los matrimonios mixtos extraían a la mujer de su común tradicional o traían a un nuevo miembro a él, complicando aún más la identidad étnica. Las mujeres que entraban en relaciones informales de concubinato, ya fuera voluntaria o forzosamente, debilitaban los linajes que eran fundamentales para el tejido social de las comunidades sonorenses, aún si tenían éxito en establecer hogares viables (Radding, 1997a: 103-109, 126-141, 161-165).

Las mujeres contribuían a la vida ceremonial y a los lazos sociales de sus comunidades como productoras de bebidas de maíz fermentado: "chicha" en el oriente boliviano y "tesgüino" en el noroeste mexicano. "Tesgüino" y "chicha", en sus respectivos ámbitos, servían como libaciones para amenizar una buena fiesta, pero tenían un significado mucho mayor en las sociedades indígenas de ambas fronteras. Las bebidas fermentadas proporcionaban el ingrediente necesario para la convivencia social; aún más, los rituales que se observaban para su producción y consumo devenían en conductos al poder espiritual. Pese al enérgico esfuerzo de los misioneros para restringir su uso y la ebriedad que se producía en las fiestas de los pueblos, el "tesgüino" y la "chicha" permanecieron como un rasgo central de las prácticas culturales sonorenses y chiquitanas. En Chiquitos se esperaba que los caciques ofrecieran hospitalidad a las bandas o rancherías visitantes, que luego en reciprocidad cambiarían con productos. Un buen cacique servía abundante comida y bebida y, por eso, necesitaba a una esposa que supiera hacer buena "chicha" (Fernández, 1994: 38-40; Knogler, 1979: 149).26 De igual manera, las fiestas en Sonora, con frecuencia relacionadas con el calendario católico, se acompañaban con abundante cantidad de tesgüino, reuniendo familias extensas de diferentes "rancherías". La investidura de los nuevos oficiales del cabildo, o la iniciación del ciclo anual de fiestas sagradas, ofrecían la oportunidad para ceremonias de baile y bebida, en paralelo a los ritos litúrgicos dirigidos por los misioneros (Spicer, 1980: 59-113; Radding, 1997a: 54; Radding, 1998: 177-201; Pennington, 1980, 149-150).

Los hombres y mujeres que tomaban bebidas fermentadas entraban en contacto con el poder espiritual que fluía a través de ellos, ayudando a mantener el orden cósmico y asegurando buenas cosechas y abundante caza y pesca. El "chamanismo" (hechicería), sólo parcialmente oculto bajo el régimen misional, constituía una fuente alternativa de poder respecto del catolicismo y los órganos políticos establecidos en las misiones. Se sabe de hechiceras mujeres en ambas regiones, aunque fueron hombres los que ejercieron con más frecuencia este rol. La hechicería se manifestaba, sobre todo, como un conocimiento esotérico derivado del medio ambiente, en asociación con lugares sagrados como cuevas (Sonora) y fuentes de agua resguardadas por "jichis" (Chiquitanía) —conocimiento que era usado para sanar (benéfico) o para hacer brujería (maléfico) (Pennington, 1980; Nabhan, 1982; Jones, 1971; Fischermann, 1996; Riester, 1972; Fernández, 1994). Los chiquitanos distinguían entre "ceeserús" (curanderos) y "obois" (brujos), según las relaciones entre el hechicero y los individuos y sus familias, que se sentían tocados por su poder. Las prácticas de los chiquitanos antes de la conquista, según el jesuita Fernández, culpaban de la ocurrencia de una enfermedad a mujeres, a quienes mataban o expulsaban de la comunidad (Fernández, 1994: 35-36; Riester, 1972: 5-17). Los misioneros jesuitas, y los clérigos que los reemplazaron, identificaron rápidamente a los hechiceros como sus rivales y de inmediato los condenaron como servidores o servidoras del demonio. Las crónicas e historias de ambas regiones revelan que aun cuando los misioneros despreciaban la "barbarie" de los hechiceros indígenas, temían sus poderes. Los pueblos indígenas, en cambio, veían a las misiones, sus ritos y las innovaciones materiales que traían, como fuentes alternativas de protección espiritual, especialmente cuando sus propios curanderos se demostraban impotentes ante la furiosa embestida de las enfermedades del Viejo Mundo. Sonorenses y chiquitanos añadieron cruces, rosarios y medallas religiosas a su arsenal de talismanes, e incluso apelaron a los misioneros como intercesores con la divinidad ("Cristos en la tierra"), pero no excluyeron a los hechiceros cuyas canciones y amuletos mantenían los vínculos con las otras fuentes de poder (Pérez de Ribas, 1645/1986J, II; Deeds, 1997; Fernández, 1994: 128-140).

 

CONCLUSIONES: FRONTERAS DE IDENTIDAD Y UNIDADES ÉTNICO-POLÍTICAS

Los testimonios de archivo nos ofrecen una interpretación contextual de la cultura política, las identidades étnicas y los ritmos ecológicos que enmarcaron la experiencia histórica de los pueblos indígenas de estas dos fronteras iberoamericanas. Se vislumbra la calidad porosa de las fronteras políticas y ecológicas, el entrecruzamiento de las economías locales y la imperial, la superposición imbricada de culturas religiosas y materiales, y la importancia social y sexual de la división del trabajo por el género. Los episodios aquí presentados para Sonora y Chiquitos ilustran los contradictorios roles e identidades de los miembros de los cabildos indígenas. Los oficiales de los cabildos misionales, con sus títulos y sus varas del oficio, fueron una creación del régimen colonial; sin embargo, asumieron posiciones de oposición y galvanizaron la defensa o apropiación de los que consideraban sus espacios comunales, como las tierras cultivables de Xecatacari en Sonora o el pueblo de San Ignacio en la Chiquitanía. Más aún, disputaron las esferas coloniales de autoridad, como se ilustra por la carta dirigida por el cabildo de San Ignacio al gobernador de Chiquitos y al comandante de la guarnición de frontera.

Volvamos a las preguntas planteadas en la introducción que apuntaban a la identidad cultural, las unidades políticas y la modernidad. ¿Se consolidaron las misiones en comunidades asentadas, o permanecieron como débiles asociaciones de bandas étnicas? ¿Cómo fue que las poblaciones nucleares de las misiones crearon lazos sociales de deferencia y reciprocidad? ¿Cuáles fueron los nexos de lealtad y las jerarquías de estatus que tenían significado para los pueblos indígenas de ambas regiones? ¿Cómo interpretar la evidencia histórica relativa a las comunidades indígenas en las misiones y las sociedades coloniales que se desarrollaron a su alrededor? La cultura es, sobre todo, un proceso cuyo significado se expresa más bien en la forma descriptiva de "lo cultural" (Shaw, 1995: 22-23; Sahlins, 2000: 10-21, passim.). Las naciones que poblaron las misiones de frontera crearon espacios interculturales que cambiaban y se desarrollaban a lo largo del tiempo, articuladas con el régimen colonial. Su autonomía estaba innegablemente limitada por la dominación imperial, pero sus modos culturales de producción material e intercambio, de intercesión ritual y espiritual, y de gobierno y negociación, establecieron marcadores de identidad y lazos de reciprocidad entre las elites indígenas y el común y entre las comunidades indígenas y los dominadores coloniales.

Los pueblos y aldeas indígenas reconstituidos al interior de las misiones coloniales durante varias generaciones integraron unidades étnico-políticas duraderas identificadas como el común, el núcleo de los residentes de la misión que afirmaban sus derechos a las propiedades y a la vida política y ceremonial de las misiones.27 La evidencia histórica referida a la institucionalización del cabildo y a los episodios de confrontación con las autoridades coloniales que involucraron a miembros indígenas del cabildo, muestra que las distintas identidades étnicas presentes en las misiones fueron una fuente de división social al interior de los pueblos, pero también de poder —aunque mediado— que puso límites al proyecto colonial de control social y expansión territorial. Los rangos jerarquizados de estatus y diferenciación estrechamente asociados con los cabildos de misión y, en Sonora, con el servicio en las tropas auxiliares de los presidios, crearon una élite indígena de oficiales que intersectaba con las parcialidades (Chiquitos) y rancherías (Sonora) que se habían congregado en los pueblos. Así, los indios que vivían en las misiones se enfrentaban a múltiples y a veces conflictivos reclamos por su fidelidad. Los chiquitanos se unían al interior de sus parcialidades, preservando distinciones de lenguaje y parentesco entre ellos mismos, pero a veces se unieron en movimientos políticos que galvanizaban pueblos enteros y se extendían más allá de los confines de la misión en la que se habían originado. Títulos y bastones de mando, que simbolizaban el poder para dirigir el trabajo y redistribuir los productos comerciales, se convirtieron en una insignia de privilegio para las sociedades indígenas entre quienes la riqueza en términos de acumulación de propiedades no era el marcador principal de la desigualdad social (Collier, 1988: 196-221).28 La unidad étnico-política bajo el dominio colonial estableció el fundamento legitimador de los caciques, a través del cargo político, en ausencia de linajes nobiliarios claramente definidos entre los pueblos sonorenses y chiquitanos.29

Los roles históricos comparativos de los cabildos indígenas en Sonora y Chiquitos, en sus composiciones e interacciones con la iglesia y el estado coloniales, no pueden ser explicados sólo dentro del marco institucional del cabildo. Más bien, éstos se ubicaron en los paisajes culturales y las economías políticas de ambas provincias, ligados a su vez con las sociedades coloniales más amplias de Nueva España y el Alto Perú. El proceso de mestizaje racial y de mezcla social había avanzado significativamente más en Sonora que en Chiquitos, debido a la proximidad geográfica de las misiones, minas y presidios en el noroeste de México. En ambas provincias, sin embargo, los pueblos de misión no eran "comunidades corporativas cerradas", sino sociedades que experimentaron cambios por la migración, la mezcla demográfica y las nuevas fuentes de riqueza e intercambio. Las misiones de Sonora eran comunidades mixtas para fines del siglo XVIII (Radding, 1997a: 142-168) y, como hemos visto, la presencia de afrobrasileños, sacerdotes y administradores hispano-criollos, soldados, artesanos y viajeros racialmente mixtos, complejizaba las relaciones sociales y políticas de las misiones chiquitanas.

Estas unidades políticas indígenas, y los valores culturales que conservaron, fueron condicionadas por las distinciones que los indios y los colonizadores entendían, con base en la etnicidad, el estatus y el género de los individuos. Las identidades dialécticas particulares y de parentesco que hemos observado en las parcialidades tuvieron sus raíces anteriores a la conquista, pero presentaron mutaciones importantes debido al proceso dual de combinación y fragmentación bajo el dominio colonial. Algunas de las identidades registradas como designaciones étnicas o tribales en la documentación colonial significaban en realidad diferencias de estatus o género: los cautivos llevados a las misiones constituían una suerte de clase servil llamada como tal, y un cierto número de lenguas indígenas tenían distintos vocabularios para hombres y mujeres.30 En ambas provincias, aunque más notoriamente en Chiquitos, los misioneros reclutaron a los neófitos al dirigir expediciones ("entradas") para traer nuevos contingentes de indios no-cristianos a las reducciones. Así, los diferentes grupos dialectales hablantes de la lengua pima poblaron las misiones más septentrionales de Sonora y, en Chiquitos, numerosas bandas se asentaron en los pueblos en distintos momentos. El jesuita Julián Knogler nos informa que los hijos de los recién llegados a las misiones eran distribuidos entre las familias bautizadas para que aprendieran el idioma común, el chiquitano, y se acostumbraran al régimen de trabajo de los pueblos (Knogler, 1979: 182).

¿Cómo es que estas conflictivas esferas de poder nos llevan a examinar de nuevo nuestras definiciones de unidad política y de modernidad? A primera vista, los altares de mesquite y sahuaro en el desierto de Sonora o los bosques de Chiquitos parecen escenarios extraños en los que discutir la modernidad. De acuerdo con el desafío lanzado por Marshall Sahlins, sin embargo, las fronteras coloniales del noroeste mexicano y del oriente boliviano no son marginales a los procesos culturales que dan forma a nuestro entendimiento de la modernidad. Los indios que vivían bajo el sistema colonial se gobernaban y defendían al común como una unidad política viable que articulaba diversas identidades étnicas a su interior y se vinculaba con las estructuras de autoridad imperiales que estaban obligados a confrontar. Los caciques indígenas reforzaron su estatus de elite mediante instituciones como el cabildo, al mismo tiempo que los administradores coloniales confiaban en los oficiales indígenas para disciplinar sus poblaciones y proporcionar trabajo para la producción de excedentes comerciales. Los caciques distinguieron hábilmente entre las autoridades eclesiásticas y seculares, como observamos en las peticiones y levantamientos que hemos mencionado, sin perder su racionalidad que integraba la religión, la convivencia y el gobierno local.

Si trasladamos nuestra visión comparativa de estas dos provincias hacia las similitudes y diferencias entre las áreas nucleares de las colonias en Mesoamérica y los Andes, y sus respectivas fronteras, es importante notar los diferentes significados adscritos a los marcadores sociales de la desigualdad. Numerosos estudios de las comunidades indígenas del periodo colonial tardío y de inicios de la república del centro y sureste de México, la América Central y los Andes enfatizan las emergentes diferencias de clase entre los "curacas" y "caciques", las elites indígenas coloniales, con actitudes de tipo empresarial y la base mayoritaria de comuneros campesinos (Spalding, 1973 y 1974; Stavig, 1999: 126-128; Abercrombie, 1998: 291-309; Farriss, 1984; Carmagnani, 1988; Grandin, 2000; Dore, 1995; Gould, 1998). La anterior discusión sobre las unidades étnico-políticas en estas dos fronteras, sin embargo, apunta a la importancia duradera de la etnicidad y el género en moldear las sociedades indígenas coloniales. Esto no implica inmovilidad ni sugiere continuidades atávicas desde el pasado precolonial. Más bien, nos permite historiar los cambios en las identidades culturales que tanto enmascararon como revelaron las desigualdades sociales. Nos alerta respecto de la praxis de las unidades étnico-políticas, al ser éstas forjadas en el curso de sus experiencias cotidianas y en episodios de confrontación con autoridades ajenas. Las particulares constelaciones de clase, raza (etnicidad) y género que se desarrollaron históricamente en ambas áreas, tanto de frontera como nucleares, se aclaran cuando las vemos a través de comparaciones inter-regionales.31

El imperialismo español conectó las "sociedades parciales" indígena y colonial de ambas regiones con la economía mundial del capitalismo mercantil. Los trabajadores indígenas, sobre cuyos hombros descansaba el proyecto colonial, aprendieron el valor de las mercancías y el comercio en unidades monetarias llevados a cabo mediante el lenguaje del trueque. El sistema imperial al que contribuyeron canalizó la riqueza hacia las metrópolis centrales europeas, sin duda, pero las elites criollas e hispanizadas y los comuneros indios de las fronteras coloniales moldearon y limitaron ese sistema de acuerdo con sus propias necesidades y demandas.32 Los pueblos sonorenses y chiquitanos buscaron innovaciones tecnológicas como herramientas de metal y telares, pero preservaron su propio bagaje de conocimientos ligados a su medio ambiente y a sus necesidades materiales y espirituales.

Si la modernidad, en el sentido europeo, insiste en el individualismo y rechaza los lazos corporativos de lealtad, entonces las unidades políticas indígenas de Sonora y Chiquitos ofrecen una crítica a la modernidad en su defensa del "común" y en su combinación de prácticas religiosas y políticas en las esferas públicas de sus comunidades. Los cabildos y las tropas de los presidios reconocieron diversos criterios de estatus, basados en el linaje, la afiliación étnica y el mérito demostrado en la guerra y el liderazgo político, y sólo parcialmente adaptaron las nociones ibéricas de propiedad y riqueza. Los hombres ganaban méritos principalmente a través de la caza y la guerra, tomando cautivos y negociando conflictos. Las mujeres obtenían prestigio mediante sus habilidades como tejedoras, curanderas, productoras y procesadoras de alimento, y sus roles (aunque fueran secundarios) en las ceremonias religiosas. Estas aseveraciones no plantean una división sencilla y limpia entre "lo moderno" y "lo tradicional", sino que subrayan las prácticas políticas híbridas de los indígenas coloniales en un contexto de poderes desiguales. Los pueblos sonorenses y chiquitanos atravesaron múltiples fronteras, ocupando distintos espacios ecológicos del bosque, el desierto y los pueblos de misión. Su misma lucha por sobrevivir puso en movimiento nuevos procesos culturales y sentó las bases de las historias de modernidad vistas desde la periferia.

 

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Notas

1 Otros sistemas mundiales para épocas antiguas, premodernas y modernas han sido construidos por arqueólogos, antropólogos e historiadores para Mesoamérica, el imperio Inca y las unidades políticas andinas anteriores, y Polinesia. El término comúnmente implica la dominación de un núcleo central (o varios centros de poder colonial) sobre poblaciones dominadas. Véase Carmack, Gasco y Gossen, 1998: 81-120; y Santamaría (1986) para los territorios intermedios entre los dominios español y portugués en América del Sur.

2 Los términos "unidades políticas" y "étnico-políticas" traducen el concepto de "polity" en inglés, empleado para expresar los sistemas de gobierno e identidad política aplicados a comunidades locales indígenas.

3 Durante la década de 1990 Bolivia y Ecuador modificaron sus constituciones para incorporar las dimensiones multiétnicas de la nacionalidad. Discusiones actuales en México, originadas por el EZLN y el movimiento campesino-indígena de Chiapas, desafían la definición política de la nación mexicana establecida por la Constitución de 1917.

4 La construcción de Carolyn Shaw (1995: 6-9) de "sociedades parciales" es útil para nuestra discusión de las unidades étnico-políticas coloniales.

5 El idioma chiquitano y una serie de lenguas habladas por los pueblos indígenas del Chaco, poseen marcadores de género (Knogler, 1979: 143;Saeger, 2000: 77-79).

6 Las proyecciones demográficas de la caída y recuperación de la población indígena han sido discutidas para diferentes regiones y periodos de tiempo. Véase Jackson, 1994; Maeder y Bolsi, 1974;Block, 1994; Santamaría, 1986: 206-207; Saeger,2000: 84-97; y Radding, 1997a: 103-170.

7 Los productos recolectados y cazados que se convertían en mercancías en los circuitos regionales coloniales incluían cera de abejas y miel, cueros curtidos y madera.

8 Haskett, sin embargo, advierte prudentemente que los términos en náhuatl no traducen necesariamente la función de sus referentes prehispánicos a los usos coloniales.

9 El documento original es: "'Sellos' para obtener indios para el trabajo en las minas de Sonora bajo el sistema de 'repartimiento', 1684, 1714", en Archivo General de la Nación (AGN), México, AHH, Temporalidades 325, exp. 87.

10 Métraux (1943: 20-21) se basa en las mismas crónicas jesuitas para su descripción de la organización social de los manasi.

11 Véanse comparativamente las descripciones de los poderes limitados de los "jefes de alinazas" entre los pueblos algonquinos de la región de los Grandes Lagos que ofrece White (1991).

12 En Nueva España y en Perú, los "corregidores" eran oficiales nombrados de la burocracia colonial española que supervisaban el cobro del tributo y los "repartimientos" de grupos de trabajadores; es interesante que en las provincias misioneras de Mojos, Chiquitos, el Chaco y Paraguay, "corregidor" fuera un oficial indígena (Parejas, 1995a: 276; Saeger, 2000: 122-123; Whigham, 1995: 161-163).

13 Saeger (2000: 131-133) desarrolla este punto convincentemente con referencia a las guerras Mocobí-Abipon de las décadas de 1770 y 1780.

14 Marcelino de la Peña, gobernador de Chiquitos, al prefecto de Santa Cruz, 1832, Archivo de la Prefectura de Santa Cruz, 1/12, folios s/n.

15 De Orbigny codificó aún más un léxico racializado para clasificar a los indígenas americanos en su obra L'homme américain de í'Amérique méridionale considéré sous ses rapports physiologiques et morau (2 vols., París, 1839; cf. Orbigny, 1944).

16 Entrevista a la profesora Justa Morón Macoñó, San Ignacio de Velasco, 10 de agosto del 2000.

17Whigham (1995: 162) comenta sobre la elite indígena de las misiones guaraníes constituidas en el cabildo.

18 "Los pimas de Xecatacari y Obiachi solicitan a Tomás de Esquibel, teniente de justicia mayor del Real de San Miguel Arcángel, de la Provincia de Sonora, para fundar un pueblo en Buenavista", Biblioteca Pública del Estado de Jalisco (BPEJ), Archivo de la Real Audiencia de Guadalajara, Ramo Civil (ARAG, RC) doc. 27-9-359, 26 de mayo de 1716 (publicado en Radding, 1995: 139-153). En 1742 se estableció un presidio en Buena Vista.

19 Archivo de la Catedral, Santa Cruz (ACSC), 6-1,A-3, 1790.

20 Archivo y Biblioteca Nacionales de Bolivia (ABNB), Sucre, sección Mojos y Chiquitos, 29,f. 113-206, 1790.

21 ABNB, Mojos y Chiquitos, 29, XXI, f. 163-165, 27 de julio de 1790. El mensaje del gobernador para los oficiales del cabildo y sus respuestas están copiadas en f. 175-182.

22 Inga Clendinnen (1983) ha hecho una observación similar referida al rol de la mujer maya en la producción de ropa de algodón para tributo en Yucatán.

23 Juan Ortíz Zapata, S.J., "Relación de las misiones que la Compañía tiene en el Reyno y Provincias de la Nueva Vizcaya", AGN, sección Misiones, vol. 26, 1678.

24 "Razón de los efectos que he suplido yo el Govor. de esra Prova. en la visita gral. que he echo de ella en gratificar a los jueces, sus mujeres, maestros y oficiales de todos oficios, y demás gentes de ambos sexos, que contiene cada pueblo de estos naturales", ABNB, Mojos y Chiquitos-Ad 150, 1801.

25 A manera de comparación, Marshall Sahlins nota la preferencia por brazaletes de mujer en los primeros encuentros entre ingleses y hawaianos (Sahlins, 1985: 7-8).

26 Entrevista con Justa Morón, San Ignacio de Velasco, 12 de agosto del 2001.

27 "Común" es un término ubicuo en Hispanoamérica colonial que tiene una variedad de significados. En el mundo andino servía para distinguir a la base campesina del estrato de elite de los "curacas"; véase Stavig, 1999. El "común" en el noroeste de México incluía las tierras comunales de las misiones y la gente que las habitaba; véase Sheridan, 1988; Radding, 1997a: 171-175; Deeds (en prensa) indica que el "común" aparece en la documentación tardía de la Nueva Vizcaya.

28 La propiedad de tierras fue la principal distinción entre los colonizadores "blancos" no-indígenas ("vecinos") y los indios en Sonora a fines del periodo colonial y en Chiquitos durante el siglo XIX. Véase Radding, 1997a: 171-245; y Radding, en prensa.

29 Marshall Sahlins distingue entre las unidades políticas estructuradas de Polinesia y las "tribus" relativamente igualitarias de Melanesia, compuestas por "grupos autónomos de parentesco y residencia" (Sahlins, 2000: 71-93). Su discusión de la guerra y las "jefaturas" ("chiefdoms") de Fiji es útil para nuestra discusión sobre las unidades políticas ("'polity") (Sahlins, 1985: 40-54).

30 Los "nijoras", en Sonora, fueron identificados como una "tribu" en los primeros mapas y documentos coloniales, pero el término se refería a cautivos separados de sus comunidades de origen (Dobyns, Ezell, Jones y Ezell, 1960; Montané, 1990).

31 Cheryl Martin (1996: 184-200) compara el peso relativo dado al género y a la raza en las sociedades coloniales de Chihuahua y México Central. Ross Frank (2000) enfatiza las distinciones de clase en la cambiante identidad del "vecino" de Nuevo México. La síntesis de Elizabeth Dore (2000) sobre problemas de género y el estado durante el "largo siglo XIX" se basa mayormente en los códigos civiles y en estudios de caso referidos a diferentes regiones de América Latina, sin comparar explícitamente las sociedades de frontera con las áreas centrales.

32 Brooke Larson (1988/1998: 6-8) también ha planteado esta interacción entre el sistema mundial y los procesos locales para el caso de los Andes centrales de Bolivia.

 

Información sobre el autor

Cynthia Radding. Profesora de historia en la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign. Anteriormente fue profesora-investigadora del Centro Sonora, Instituto Nacional de Antropología e Historia. Entre sus libros publicados se encuentran Wandering Peoples: Colonialism, Ethnic Spaces, and Ecological Frontiers (Northwestern Mexico, 1700-1850), Durham & London, Duke University Press, 1997. Ganó el premio de la American Society for Ethnohistory, 1998,y Entre el desierto y la sierra. Las naciones o'odham y tegüima de Sonora, 1530-1840, Mexico, CIESAS-INI, 1995. Está en proceso Landscapes of Power and Identity in the Shadow of Empire: Northwestern Mexico and Eastern Bolivia from Colony to Republic. Entre sus artículos recientes están: "Historical Perspectives on Gender, Security, and Technology: Gathering, Weaving, and Subsistence in Colonial Mission Communities of Bolivia" (International Journal of Politics, Culture and Society, 15,1, 2001, p. 107-123) y "From the Counting House to the Field and Loom: Ecologies, Cultures, and Economies in the Missions of Sonora (Mexico) and Chiquitanía" (Hispanic American Historical Review, 81:1, 2001, pp. 45-87).

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