SciELO - Scientific Electronic Library Online

 
 número34Independencia sin insurgentes. El bicentenario y la historiografía de nuestros díasEl Señor del Perdón y los matacristos de Oaxaca: la Revolución Mexicana desde el punto de vista de los católicos índice de autoresíndice de assuntospesquisa de artigos
Home Pagelista alfabética de periódicos  

Serviços Personalizados

Journal

Artigo

Indicadores

Links relacionados

  • Não possue artigos similaresSimilares em SciELO

Compartilhar


Desacatos

versão On-line ISSN 2448-5144versão impressa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.34 Ciudad de México Set./Dez. 2010

 

Saberes y razones

 

Bases sociales de la insurgencia en las regiones mineras y azucareras del sur de la capital novohispana (1810–1812)*

 

Social Bases of the Insurgency in the Mining and Sugar South Regions of New Spain Capital (1810–1812)

 

Brígida von Mentz

 

Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social–Distrito Federal, México mentz@ciesas.edu.mx

 

Recepción: 31 de agosto de 2009
Aceptación: 7 de enero de 2010

 

Resumen

Siempre ha sido difícil para el historiador tener evidencias de la manera de vivir y de pensar de las clases subalternas en el pasado. En este estudio se pretende mostrar la riqueza de los testimonios de algunos reos (resumidos en dos cuadros) para documentar las circunstancias en las que participaron en la guerra civil de 1810–1812 en la zona minera de Taxco–Sultepec y en los valles del actual estado de Morelos. A partir de la historia económica y social, se mencionan también las profundas tensiones sociales en esas regiones para explicar las bases sociales del movimiento insurgente.

Palabras clave: lucha armada 1810–1812, sectores trabajadores, latifundistas azucareros, oligarquía minera, violencia, sociedad estamental.

 

Abstract

It has been always difficult for historians to cull evidence about the ways of life and ideas of the subaltern classes. This study attempts to show the wealth of information from the testimonies of some inmates (summarized in two charts) in order to document the circumstances in which they were involved during the civil war of 1810–1812 in the mining area of Taxco–Sultepec and the valleys of what is now the state of Morelos. Based on economic and social history, we learn of cases of deep social tensions that explain the social basis of insurgent movements in these regions.

Keywords: armed struggle 1810–1812, workers sectors, sugar plantation owners, mining oligarchy, violence, hierarchical society.

 

La pregunta central que se plantea este estudio es: ¿por qué se adhirieron numerosos indígenas de pueblos pequeños y trabajadores rurales de las regiones de Cuernavaca y Taxco a la lucha iniciada en septiembre de 1810 en Dolores? A partir de algunas declaraciones de los reos y, sobre todo, a partir de la historiografía regional, se sostiene la hipótesis de que su participación en las primeras contiendas responde a una animadversión que se gestó desde fines del siglo XVIII contra quienes detentaban el poder político y económico en estas zonas ricas en plata, azúcar, aguardiente y ganado. Aunque las evidencias proporcionadas por los combatientes aprehendidos no pueden ser contundentes —¿quién declararía, ante el peligro de ser fusilado o exiliado a La Habana, que fue insurgente por convencimiento?—, los contrastes sociales en estas regiones cuyas empresas destacan por su riqueza y las tensiones al interior de las élites regionales permiten, a nuestro modo de ver, lanzar la hipótesis de una participación popular entusiasta en los primeros días y meses de guerra.

Se presentarán primero las experiencias de distintos sectores sociales de las montañas mineras de Taxco–Sultepec y posteriormente las de otros en los valles azucareros de Cuernavaca en los primeros años de insurrección. Con los testimonios de algunos participantes se combina la mención de la estructura productiva de esas zonas, cuyo desarrollo ya se ha estudiado. En contraste con las numerosas obras históricas sobre la Guerra de Independencia1, aquí el enfoque es económico y social, así como regional y puntual. Sin embargo, al final se aventuran interpretaciones más generales sobre cambio y continuidad en nuestra historia, es decir, sobre la dialéctica entre el cambio revolucionario y el parteaguas que fue esa guerra —tesis que se sostiene en este trabajo— y la continuidad de la desigualdad social y de los conflictos socioeconómicos arraigados en ciertas zonas, durante largos periodos.

Partimos de análisis realizados previamente sobre las profundas divergencias étnicas y sociales en las zonas de estudio2. También usamos las declaraciones mencionadas porque en las averiguaciones sobre los prisioneros aprehendidos se tomaban con exactitud las palabras del declarante, por lo que reflejan sus expresiones y en algunos casos su forma de vivir y de pensar, así como sus ideas, dudas y decisiones3. Aunque los testimonios de los protagonistas estén sesgados por tratarse de declaraciones ante la autoridad, con un claro énfasis en que su participación en el bando insurgente había sido casual, éstos expresan su visión de los hechos. Se trata de testimonios de personas que el historiador escucha en raras ocasiones, como barberos, carpinteros, silleros, tejedores, operarios de minas e ingenios azucareros, carboneros, agricultores e indios campesinos, así como de gobernadores indígenas de pueblos cercanos a Taxco, Zacualpan, Sultepec, Tepecoacuilco, Iguala o Cuernavaca, entre muchos otros más. También se incluyen algunas opiniones de religiosos y de estratos urbanos medios que nos permiten hablar de conspiradores y de los motivos de un espectro social relativamente amplio de la participación en la guerra4. A pesar de la riqueza de esos relatos, por la brevedad de este ensayo no se analizan con la profundidad que merecen, sino que sólo se pretende llamar la atención sobre fuentes que deben explotarse mucho más, en futuros trabajos.

 

INSURGENTES TOMAN CENTROS MINEROS Y FABRICAN CAÑONES

Como consecuencia de la promesa hecha por el cura Miguel Hidalgo de que con el triunfo de la revolución cesaría el pago de tributos, el endeudamiento con "gachupines" y el gobierno de los "europeos", grandes contingentes de indios y gañanes se movilizaron después del 16 de septiembre de 1810 para "componer el reino", "poner al cura en su trono" y derrocar a los mentados "gachupines", como se expresaban los mismos protagonistas5. En los días y meses posteriores, mientras en el Bajío y en la zona de Toluca se levantaban en armas indígenas, rancheros y algunos hacendados, otros contingentes de insurrectos se organizaban bajo las órdenes de propietarios mineros o hacendados en los centros mineros de Amatepec, Tlatlaya, Sultepec y Zacualpan (véase mapa 1). Estos reales abiertamente apoyaron a los insurgentes, y durante años esa amplia zona rica en plata permaneció parcialmente en manos de los insurrectos. Se trata de poblados enclavados en las sierras y alejados de las grandes rutas comerciales —es decir, de los caminos hacia tierra adentro, Veracruz o Acapulco—. En cambio, en el real minero de Taxco, bien comunicado con la capital y donde vivían las autoridades y las familias más poderosas de la zona, los bandos en lucha se alternaron en el poder.

El 20 de noviembre de 1810 un pequeño grupo insurgente entró a Taxco bajo el mando del propietario minero Manuel de la Vega. En ese momento, el temor y la confusión de las autoridades fueron grandes, como puede apreciarse en el relato de un funcionario subalterno, que años más tarde sería un reconocido literato: José Joaquín Fernández de Lizardi. La llegada de los rebeldes provocó la huida del subdelegado llamado Villegas de Bustamante, y quedó como encargado de Justicia Fernández de Lizardi, famoso posteriormente como poeta y escritor. En ese momento, sin embargo, nada más lejano había para este modesto funcionario que las letras o la poesía. Su papel era muy complicado, pues como confesaría después en su declaración (a inicios de 1811), Vega lo impuso como "justicia" de Taxco, cargo que él no deseaba, pero como se ordenó que lo decidiera el vecindario y se organizó una junta general: "resultó que desde el cura párroco hasta el último plebeyo me eligieron a mí, a pesar de mis muchas resistencias", y así tuvo que asumir el cargo6.

Sin embargo, una vez que salió el comandante insurgente, todavía en 1810, Fernández de Lizardi se vio en graves aprietos. Según su informe, la población de Taxco estaba francamente a favor de los insurrectos, pues con trabajo impidió que se repicaran las campanas a la entrada de los insurgentes, pero no podía evitar que los habitantes barrieran y regaran las calles. "Así estaba, señores, la plebe de Taxco", decía en su defensa cuando se le acusaba de no haber apoyado suficientemente a los realistas en la lucha y de no haber mandado las siete cargas de pólvora existentes en Taxco a la hacienda de San Gabriel, desde donde el comandante realista Andrade le había exigido que las remitiera bajo la custodia de algunos taxqueños. Fernández de Lizardi explicaba que no había podido enviar la pólvora porque los "plebeyos" de Taxco no eran de confianza y la entregarían de inmediato a los insurgentes. Cuando recibió la orden de enviar la pólvora, leyó ante escribano la orden frente a los taxqueños, pero:

aquella plebe decidida, luego que entendió a qué se dirigía, se marchó, sin quedar uno delante; sin embargo, de mis públicas insinuaciones y persuasivas instancias, ¿qué hombre de juicio atribuirá señores, a defecto mío, la insurgencia de la plebe? [...] ¿debía yo creer que los indios de los pueblos, que habían de transitar los conductores de dicho efecto, los dejarían pasar pacíficamente, cuando lo que a mí me constaba era que el correo semanario no llegaba a Taxco, no menos el mandatario de Tepozotlán? Y si un hombre con una valija y otro con un libro no se atrevían a pasar por semejantes pueblos, ¿cómo debía yo creer pasarían. con seis o siete cargas de pólvora?7

Agregaba que en la junta "los pocos decentes se excusaron unos con su edad avanzada, otros con sus enfermedades, otros con no poder desamparar a sus familias".

Dos individuos se ofrecieron, y "no hallándolo por ningún dinero, temieron que los insurgentes supiesen su oferta y se fugaron". Como después Vega regresó, la pólvora quedó en manos de los insurrectos. Posteriormente, las tropas del rey recobraron Taxco y entonces, ya en 1811, se enjuició a Fernández de Lizardi y se le encarceló en la ciudad de México. Algunos curas de Taxco y el subdelegado, que efectivamente habían abandonado el real de minas en noviembre del año anterior, confirmaron la veracidad de las declaraciones del preso. Además, como el mismo Manuel Villegas de Bustamante fue su fiador, el futuro poeta y escritor salió de la cárcel8.

Independientemente del destino particular de esta autoridad de Taxco en aquellas turbulentas semanas, también a los funcionarios indígenas les fue difícil lidiar con ambos bandos en guerra, que imponían sus exigencias y castigos sin misericordia. En Tepecoacuilco se libró una batalla a inicios de diciembre, triunfaron los realistas y los gobernadores indígenas de Huitzuco y Tepecoacuilco fueron pasados por armas e incluso mutilados. La población y las autoridades enfrentaban momentos cruciales y difíciles, como puede apreciarse en varias declaraciones que se refieren al teniente de Justicia en Tenancingo o en Tlaquiltenango (véase cuadro 1, núm. 13; cuadro 2, núms. 46, 47, 82) y a la "República" o los gobernadores de algunos pueblos de indios como Axuchitlan, Iguala, Zacualpilla, Xochitepec, Jiutepec y Jerécuaro, entre otros (veáse cuadro 1, núms. 13, 14, 27, 28, 44; cuadro 2, núms. 63, 86, 88, 90).

Así, aunque el ejército realista marchó a Taxco y recuperó el real minero, en los alrededores se siguieron librando combates durante noviembre y diciembre. Para ello, los mineros insurgentes aprovecharon sus conocimientos y habilidades. Bajo la dirección del propietario y minero José Romero, fundieron cañones en Zacualpan —como relatan los participantes, cuyas declaraciones reunimos en el cuadro 1— y atacaron varias veces tanto el real de Taxco como las poblaciones de Iguala y Tepecoacuilco. Incluso, en algunas confesiones se habla de un "castillo" fabricado en Iguala desde donde se dispararon los cañones y en el cual habían colocado una virgen (véase cuadro 1, núm. 44). Hay que subrayar las capacidades metalúrgicas de los técnicos y operarios mineros, pues contrastan con la escasez y prácticamente ausencia de herramientas de metal entre los habitantes de los pueblos del agro novohispano. A diferencia de los campesinos, los operarios de minas y haciendas de metales tenían práctica en el manejo de explosivos, metales y herramientas9.

Las élites regionales estaban divididas y fueron numerosos los curas y propietarios o administradores de empresas mineras cercanas a Taxco, y los vecinos instruidos como Lizardi, que simpatizaban con el movimiento, en contraste con algunos propietarios de Taxco, que trataban de que el real fuera un bastión leal al virrey. Ese contraste al interior de la clase de propietarios se explica por las profundas rivalidades entre los dueños de minas, ya que algunos —probablemente la familia Anza— recibían un trato preferencial de las autoridades y con frecuencia estaban exentos de impuestos y erogaciones que para otros empresarios menores significaban mermas sustantivas10. El real quedó en manos realistas hasta fines de 1811, cuando llegaron las tropas insurgentes de Hermenegildo Galeana, quien retomó el poblado. El mismo José María Morelos entró a Taxco en enero de 1812 y mandó fusilar al defensor de la zona y de la plaza, Mariano García y Ríos, y a los realistas y grandes propietarios. Solamente se salvó José Vicente de Anza, quien a cambio de su vida tuvo que dar al "Generalísimo" y a su causa toda su riqueza (al parecer cerca de 200 000 pesos). En un escrito, Anza relató a sus herederos que fue con un operario minero y un mozo a colocar explosivos con la intención de provocar un gran derrumbe, para que las ricas vetas de sus minas, que empezaba a explotar, quedaran sepultadas para sus herederos, a la espera de mejores tiempos11.

Muchos habitantes del medio rural alrededor de Taxco probablemente apoyaban a los insurgentes, pero estaban entre dos fuegos y en sus declaraciones se puede apreciar que ambos bandos usaron el método de leva forzosa de manera violenta e indiscriminada; por tanto, es difícil saber lo que pensaban los indios, mulatos y mestizos pobres de poblados pequeños. Sin embargo, los momentos en los que fueron aprehendidos nos pintan un cuadro vivo de las fortuitas circunstancias que condujeron a que finalmente se les considerara sediciosos. Por ejemplo, un tejedor de Taxco llamado José Tomás Sevilla, al declarar en la cárcel, relata su experiencia en Zacualpan y Taxco en febrero y marzo de 181112. Explica que fue a vender a Zacualpan unas mantas y que el teniente de insurgentes de ese pueblo, llamado don José Romero, lo mandó aprehender para que no divulgara que había visto que estaban fabricando unos seis o siete cañones. Aunque logró salir de la cárcel, no podía irse del poblado "porque no tenía pasaporte, ni había por dónde huir". Otro declarante aprehendido se refiere a uno de esos cañones —al parecer no muy efectivo, pues su carga de plomo y clavos no hirió a nadie— y las siete cargas de pólvora que mencionaba Fernández de Lizardi en Taxco, al hablar sobre la guerra desde el "castillo" de Iguala (véase cuadro 1, núm. 44).

Cuando los insurgentes marcharon de Zacualpan hacia Taxco para atacar el real, dejaron arrestado al tejedor en casa de don José Romero; luego del ataque lo volvieron a encarcelar. Posteriormente, lo llevaron a un campamento del cual logró escapar, y regresó a Taxco porque ya no había guardia en los caminos. En Taxco se presentó ante el subdelegado y don José Ávila, comandante de las tropas reales, y les explicó que había estado preso en Zacualpan, pero lo encarcelaron y lo mandaron en la cuerda de reos a Cuernavaca y a México, sin motivo.

Diferente fue el destino del joven de 16 años Felipe de Jesús Méndez, minero mestizo que acompañó a su madre a ver a su marido (su padrastro), que se hallaba con los insurgentes en Iguala; que fueron "con el ánimo de volverse prontamente" pero como no le quisieron dar pasaporte, se dirigió a Sultepec, donde permaneció dos meses; que estuvo en casa de su madre, a la que visitaba cada dos o tres días Vega, el capitán de los insurgentes; y que lo único que le daban eran 2 reales, cuando Vega iba con la Molina; que de Sultepec huyó para presentarse con las tropas del capitán don Juan de Dios Villanueva, pero al llegar al real lo aprehendieron. Pero que "él no portaba arma ni era soldado. Sólo conoció de los principales insurgentes al capitán don Manuel de la Vega, al capitán Manuel Ortiz y a los sargentos Villalba y Aguilar"13.

Algunos de los personajes aprehendidos sin duda fueron combatientes del lado insurgente y sus historiales son largos, pues después de algún tiempo de militar por esa causa —recibir soldada y conocer distintos lugares— muchos decidieron regresar a su tierra natal. También es probable que a muchos indígenas monolingües no les hayan tomado declaraciones en un momento tan complicado como 1811. Un tratante de Metepec, español de 31 años, relata los vericuetos por los que pasó al viajar por tierra caliente de la comarca de Sultepec, donde se le acabó el "principal" (su dinero), por lo que se metió "de esquelero" en el pueblo de San Juan Tetitla. De ahí los insurgentes lo mandaron llevar al pueblo de Amatepec, donde tenían su cuartel y donde estuvo dos días, y le daban 2 reales diarios. Al tercer día huyó, pero lo mandaron seguir y aunque trató de llegar a su tierra (Metepec), un capitán con 10 hombres lo aprendió en el camino, antes de llegar a Zacualpan, el domingo 3 de marzo, y lo llevaron al campamento cerca de Taxco; allí le dieron una lanza y lo pusieron de centinela. Advierte el declarante que "lejos de tener un real de ellos, antes salió perdiendo una mula ensillada y enfrenada que traía y se la cogieron".

En términos generales, si se observan los cuadros 1 y 2, resaltan dos motivos de los combatientes de sectores populares para participar en la lucha: el atractivo salario diario de 2 reales o de 4 reales para los de a caballo (o el peso diario que les pagaban en el Bajío), y la obediencia a sus patrones (hacendado o empleador minero) o a los gobernadores del pueblo de indios, obediencia que denominaré lealtad vertical (véase, por ejemplo, cuadro 1, núms. 3, 4, 13, 14, 18, 27, 52 y 87). Esta lealtad está relacionada con la organización y la pretensión de una sociedad estamental de origen medieval, en la que las personas se consideraban, por naturaleza, de diferente "calidad", y estaban jerarquizadas por voluntad divina, debiendo los grupos trabajadores subalternos total obediencia y sumisión a sus señores o patrones, quienes a su vez los protegían y eran los únicos que podían portar armas. Al mediar entre Dios y los hombres, los religiosos gozaban de especial prestigio y eran quienes sabían distinguir entre el bien y el mal. Efectivamente, en la insurrección en la zona de Sultepec el papel de los curas fue especialmente relevante14.

Además de la obediencia, la leva, las amenazas y el terror fueron las prácticas comunes para reclutar adeptos por parte de ambos partidos. De manera que, sin duda, hay algo de verdad en la declaración de un cura de Taxco sobre los delitos de los reos indios de su zona (en manos de las autoridades de la ciudad de México), y concretamente sobre la conducta de los habitantes del pueblo de Tlaxmalaca cuando llegaron los insurgentes:

No es fácil descubrir la verdad; pero lo que puedo informar a Vuestra Señoría con toda la sinceridad que el caso exige, es, según me hallo instruido: que cuando una gavilla de éstos se acerca, o acaso intempestivamente sorprende algún pueblo de aquéllos [indios], los amedrenta con las más terribles amenazas si no se prestan a seguir su inicuo partido; y aunque hay muchos que lo hacen gustosa y voluntariamente; pero estoy en el concepto de que en la mayor parte entran compelidos del temor: con cuya consideración soy de sentir que tanto cuanto son acreedores al castigo los revoltosos, lo son a la piedad de Vuestra Señoría los miserables indios; porque a más de su natural pulsaminidad, me parece los disculpa en gran parte su conocida rusticidad: en esta inteligencia la bondad de Vuestra Señoría resolverá lo que en el particular estime conveniente que será lo más justo. Nuestro Señor santifique la vida de Vuestra Señoría, Real de Minas de Tasco, junio 10 de 1811. Miguel Pacheco Solís15.

Durante dos años, toda la región se convirtió en zona de guerra, pues los insurgentes tomaban ciertas plazas, para luego perderlas, recuperarlas, y así sucesivamente. En enero de 1811 el capitán realista Cosío informó que lo habían atacado los insurgentes de Tepecoacuilco. Éste era el poblado de mayor importancia para toda la zona indígena nahua hablante desde las montañas de Huitzuco hasta el río Balsas, y el jefe insurgente de esa región era Hilario Estrada. Se trató de una de las numerosas batallas que tuvieron lugar en esta zona. El capitán realista también tomó Iguala y permitió una hora de saqueo16.

A fines de 1811 los insurgentes, bajo el mando de Galeana, volvieron a tomar el poblado, defendido por Pedro Quijano. Los fusilamientos, los saqueos y las violaciones a las mujeres sin duda contribuyeron a profundizar el antagonismo entre la población y las tropas del virrey, así como el odio entre los partidos combatientes. Todo ello muestra cómo, a pocas semanas de estallar la revolución armada, iba escalando la violencia. Por ejemplo, los realistas empezaron a exhibir los cuerpos o las cabezas de los insurgentes derrotados para escarmiento de la población. Así sucedió con la cabeza del dirigente insurgente Ignacio Rubalcaba, que había tomado los pueblos al poniente de Cuernavaca en noviembre de 1810. Posteriormente, los insurgentes también exhibieron cabezas de "gachupines".

En marzo de 1811 entraron los soldados realistas a Temascaltepec, donde operarios mineros, labradores y carboneros habían apoyado a los insurgentes. Se cometió todo tipo de atrocidades. Por ejemplo, el alcalde del pueblo de San Mateo fue fusilado y colgado de un árbol en medio del camino con un cartel al pecho que decía: "Por traidor a Dios y al rey" (Ortiz Escamilla, 1997: 218–219). El historiador conservador Lucas Alamán relata que en Toluca, a fines de 1811, el comandante realista Porlier mandó fusilar a cien indios, "puestos en fila en la calle principal de Toluca, no dejando vivo más que uno solo, para que fuese a contar esta terrible matanza a sus compañeros" (Alamán, 1972, vol. 2: 252). Ya en 1812, la crueldad de ambos bandos era tal que Francisco Ayala, quien fue capitán de la Acordada y se había unido a los insurgentes en Tepecoacuilco, mandaba a Morelos las cabezas de sus prisioneros europeos. Esta práctica fue desaprobada por el jefe, quien le ordenó que las colocara en las poblaciones para escarmiento de los enemigos y para evitar que los habitantes se pasaran al bando realista (Hamnett, 1990: 191). Así, con la violencia, la inclemencia y la crueldad de las contiendas militares, cundía el terror. Los insurrectos mataban a "gachupines" y en algunos casos los descuartizaban; las tropas del rey fusilaban a colaboradores de los insurgentes y los ahorcaban en las plazas de los poblados o castigaban a todos los habitantes, como sucedió en el pueblo de Huajintlan, al sur de Cuernavaca, cuyos habitantes, niños y mujeres incluidos, fueron ahogados en el río Amacuzac (véase cuadro 2, núm. 87).

El sustento de las tropas rebeldes al mando de José María Morelos, quien para 1812 había retomado Taxco y sus alrededores, se explica por la gran cantidad de numerario y de plata que existía en los reales de minas novohispanos. Veamos por ello algunas de sus características y, en especial, las relaciones sociales que entablaban con sus alrededores.

 

LOS REALES DE MINAS Y LAS REDES SOCIALES QUE LOS VINCULABAN CON SU ENTORNO

La escasez de numerario en la Nueva España era muy grande. No hay que olvidar que, paradójicamente, en este reino, donde abundaba el mineral de plata y cuya moneda circulaba por varios continentes, en verdad era apremiante la falta de dinero contante y sonante. Entre los trabajadores de muchas regiones el trueque era común, y era frecuente también el endeudamiento de los sectores subalternos en las tiendas y en las empresas agroganaderas o mineras.

En la economía novohispana, los reales de minas jugaban un papel central. Eran ciudades desde donde operaban recaudadores de impuestos y siempre había numerario, ya sea en dinero o en barras de plata. Asimismo, mantenían un arsenal importante de pólvora —como vimos en el caso de Taxco— y había dinero y plata labrada en casa de los ricos propietarios (o de sus administradores). Es con el dinero de esos centros mineros (además del botín de los saqueos) que se pudo financiar la guerra de los insurgentes. Recuérdese que la toma de Guanajuato por los rebeldes fue de gran trascendencia, pues así pudieron hacer un mayor acopio de alimentos, de pertrechos como pólvora, acero y herramientas de hierro, así como de plata labrada y en moneda. Se reportaba que en esa ciudad minera los insurgentes encabezados por el cura Hidalgo habían obtenido como botín 160 000 pesos en moneda de plata, 32 000 pesos en onzas de oro y 309 barras de plata. Cada una contenía 135 marcos y valía 1 100 pesos, cantidad equivalente, por ejemplo, al salario anual de un director de una empresa minera, o al salario de cuatro años de un operario minero. Aparte, de los fondos que tenía la ciudad para administrar la provincia obtuvieron 38 000 pesos, y del Cabildo de la ciudad 33 000. Por último, de la minería y de los depósitos consiguieron 20 000 y 14 000 pesos, respectivamente; de la renta de tabacos, 14 000, y algo más de 1 000 pesos de la renta de correos. O sea, aproximadamente 620 000 pesos (Alamán, 1972, vol. 1: 265). Guanajuato era una de las ciudades más pobladas de la Nueva España, pues contaba con más de 30 000 habitantes, sólo precedida en todo el reino por Puebla, Guadalajara y la capital (Alamán, 1972, vol. 1: 262)17. Concentraba a muchos propietarios de minas y haciendas, a comerciantes, a numerosos artesanos y arrieros, y a grandes contingentes de asalariados.

Para explicar el odio generalizado de la población rural hacia los propietarios de minas más poderosos, como en Taxco, es importante el hecho de que este centro minero se vinculaba estrechamente, como todos los demás, con un hinterland agrario, así como con los pueblos alejados de donde provenían los indios de "repartimiento" (esto explica, por ejemplo, la íntima relación de Guanajuato con los pueblos de Michoacán). El "repartimiento" de indios para la minería había causado gran descontento en el medio rural durante todo el siglo XVIII. Se trataba de un reclutamiento forzado: en época de bonanza, y con los privilegios otorgados por el virrey a ciertos inversionistas mineros, se obligaba a los pueblos designados a mandar un porcentaje de trabajadores temporales a las minas de esos propietarios o de una compañía favorecida. Generalmente realizaban las faenas, el trabajo en obras muertas o en el desagüe (Mentz, 1997). En estas relaciones con su hinterland de productos agrarios y de fuerza de trabajo se daban todo tipo de conflictos por retribución injusta de productos (maíz, carbón, sal, jarcia, maderas, etc.) y por retención de operarios debido a su endeudamiento. El descontento venía de décadas atrás, y se expresó en cuantiosas quejas y numerosos tumultos, como puede apreciarse en el mapa 2, en el que se resumen algunos de estos eventos. El mapa muestra el gran descontento acumulado contra los reales de minas, donde tenían sus empresas los ricos "gachupines" que lograban obtener privilegios y que, además, habían impuesto a su propio virrey en 1808.

Hay que subrayar que eran los "gachupines", como Pedro Romero de Terreros o el ya mencionado José Vicente de Anza y sus socios en Taxco, los que habían recibido de los virreyes exenciones de impuestos y demás privilegios, a diferencia de los propietarios menores (Anza, además, era socio de los Fagoaga en el real de Huautla). Las minas de Anza en Taxco acababan de iniciar su bonanza. Esas exenciones se autorizaban sólo al grupo más poderoso y rico de la oligarquía, lo cual mostraba la inequidad del sistema político y fiscal, y exacerbaba rencores de los distintos sectores sociales contra los privilegiados, que a su vez evadían impuestos y sobornaban a los oficiales reales. Para colmo, un grupo de ellos había dado un golpe de Estado. Así lo percibía con indignación la mayoría de los propietarios menores de las provincias. Si consideramos los pueblos del hinterland de los reales de minas y la cantidad de personas involucradas en la minería, el número de inconformes era grande, pues éstos no eran sólo quienes vivían en un real, en una mina o en una hacienda de beneficio, sino que la industria involucraba a amplios círculos sociales —muchos de ellos indígenas de las zonas más apartadas— que de una u otra forma estaban sujetos, en especial en las empresas de los "gachupines" privilegiados por el virrey18.

Así, los gritos de "¡Muera el mal gobierno y viva el rey!" y " ¡Viva el rey de los cielos y muera el rey de España y los gachupines que echan a perder la tierra" se habían escuchado ya vigorosamente en la segunda mitad del siglo XVIII en distintos reales. Como reporta Felipe Castro, en esos tumultos participaron conjuntamente miles de operarios y varias personas "de respeto"(Castro Gutiérrez, 1996: 159). Esto nos muestra que había pugnas al interior de la clase dominante, así como antagonismos clasistas, desde varias décadas antes de 1810, y que lejos de vivir el reino una paz idílica, como quiere hacernos creer Lucas Alamán, las tensiones sociales en estos centros industriales eran frecuentes. Quizá quienes no habían gritado "mueras al mal gobierno" por temor a represalias, o sus descendientes, fueron probablemente quienes en 1810 se levantaron en armas o simplemente obedecieron a sus patrones insurgentes o a los gobernadores de sus pueblos, y los siguieron con cierta convicción de hacer lo correcto.

En el mapa 2 se puede apreciar que el hinterland de fuerza de trabajo reclutada por medio de la coerción de los reales mineros era extenso. Los lugares de abasto de maíz, sal, cueros y carbón cubrían un área bastante amplia. Sin embargo, no estaban tan distantes de los reales por los altos precios del transporte. De tal forma que, en nuestra zona de estudio de Taxco–Sultepec, por ejemplo, los que abastecían de maíz eran las haciendas cercanas y los pueblos de indios de Iguala y Tepecoacuilco, hasta del río Balsas y sus afluentes al norte. Los pueblos de Alahuistlan y San Miguel Ixtapan eran proveedores de sal; los de Coatepec–Ixtapan proporcionaban la harina de trigo necesaria, mientras cueros, carne, quesos, azúcar y todo tipo de ganado provenían de los valles de Teloloapan y de las jurisdicciones de Cuautla y Cuernavaca (véase mapa 1). Por eso, los habitantes de esas regiones mantenían relaciones comerciales y sociales intensas. Hay que considerar por otra parte las redes que se tejían específicamente entre los grandes propietarios de minas, haciendas, ranchos y bienes urbanos. Por lo general, ellos residían en la ciudad de México y no donde operaban sus empresas, y como tenían numerosos administradores y sirvientes, los mandaban de un lugar a otro con frecuencia. Entre la élite de Taxco, por ejemplo, figuraban en 1810 Gregorio de Aramburu, Juan del Corral, Manuel de Ávila, José de Tellechea y José Vicente de Anza. El último explotaba en ese momento con éxito las vetas Compaña y Archuleta y, como se dijo, fue el único que quedó con vida después de entrar Morelos en el real. Al analizar a esas familias inversionistas en la minería, simultáneamente hay que estudiar a sus "aviadores", los comerciantes–banqueros que los financiaban. Aparte, se encuentra uno a menudo a sus parientes o socios en otros reales mineros. Así, los Anza sobresalen no sólo en Taxco, sino también en Huautla y Zacatecas; Antonio de Bassoco en Zacatecas y Durango; los Fagoaga, con sus ricas minas de Sombrerete, tenían inversiones en Zacatecas, pero también en Sultepec o en Huautla, y así sucesivamente. Los inversionistas en el ramo minero muchas veces lo eran en distintos y distantes reales de minas19.

Diferentes eran las redes sociales tejidas por los sectores medios o altos, entre los que encontramos dueños de unas minas y una hacienda de beneficio, o solamente de unas minas, o sólo de una fundición o de una pequeña hacienda de beneficio, transportistas —dueños de recuas de mulas, como el padre del cura Mariano Matamoros—, comerciantes menores y rescatadores de plata (comerciantes del mineral), dueños de prósperas haciendas de labor o de ganado, y de ranchos grandes. Los hijos de este grupo por lo común encontraban ocupación en las empresas de sus padres y algunos ingresaban al sacerdocio, por lo que no sorprenden las amplias redes que existían entre los religiosos, jóvenes y viejos, ya sea del clero secular o regular20.

Los hijos de propietarios mineros de nuestra zona de estudio se formaron en colegios de las capitales provinciales, en la universidad de la capital o en los seminarios regionales, como el de San Nicolás, en Valladolid, desde donde el cura Miguel Hidalgo había ejercido gran influencia como maestro y rector. Además existían amplias redes de parentesco, lo que tal vez explique el gran tejido de curas proinsurgentes, en especial en las zonas de Toluca, Temascaltepec, Sultepec y Zacualpan. Esto se comprueba en el caso del mismo cura Hidalgo, quien por parte materna tenía numerosos familiares en Sultepec, donde fungieron como líderes locales sus primos hermanos Mariano y Tomás Ortiz. Otro religioso de la zona era José Antonio Gutiérrez, originario de Metepec y cercano a los hermanos Ortiz, quien había sido "insurgentísimo" —según rezan informes anónimos encargados por el gobierno realista— desde los primeros días de la rebelión. Como reporta Van Young, se decía que Gutiérrez era "declarado enemigo de los europeos", había ganado a mucha gente para la causa insurgente y tenía a su mando una fuerza de indios. Años más tarde, fue párroco en Alahuistlan mientras vivía en Toluca y un vicario se encargaba de su parroquia. Con la fuerza del lenguaje de denuncia del momento, se afirmaba en el informe anónimo sobre Gutiérrez que su perversidad era tal que sus arengas públicas contra el régimen anulaban los esfuerzos de diez curas leales: "En suma este cura, en odio a los europeos y afecto a la revolución, es otro Hidalgo [o] Morelos... capaz de destruir mil reinos" (cit. en Van Young, 2006: 469–470)21.

También destacaban como partidarios del movimiento revolucionario en 1811 los mercedarios del convento de San Antonio, en Sultepec. El fraile Pedro Flores se describía como "afectísimo a la insurrección", y como insurgentes "tímidos" se define a los padres Pérez y Salazar, del mismo convento (Van Young, 2006: 464–465)22. Vemos así la relativa capacidad de persuasión de los familiares o curas cercanos a Hidalgo, misma que aprovechó el dirigente de Dolores desde épocas de la conspiración de Querétaro, pues mandó cartas a gran cantidad de religiosos de ciudades y pueblos, anticipando la revolución y planeando que tomaría la ciudad de México el 1 de noviembre. De este modo, llegaron mensajeros indígenas (los otomíes del Bajío deben haberse encargado de la difusión de las cartas) a muchos lugares alejados, inclusive a Cuernavaca, como veremos más adelante.

La personalidad del cura Hidalgo atrajo a un número considerable de religiosos hacia su causa, por sus redes de parientes, exalumnos y colegas en lugares lejanos. Todos ellos eran figuras de autoridad en esta sociedad estamental: intelectuales del medio rural novohispano, los que sabían leer y escribir, y que cada domingo podían difundir en misa sus ideas, tanto religiosas como políticas. En ese sentido, eran las personas más respetadas conforme a la visión estamental–medieval predominante: mediaban entre la sociedad y Dios, sabían lo que eran pecados y virtudes, eran los expertos en distinguir entre el bien y el mal.

Para comprender el hecho de que comandantes insurgentes se hayan valido de numerosos religiosos como sus asistentes, es fundamental señalar que en el medio rural escaseaba la gente que sabía leer y escribir. Hermenegildo Galeana, por ejemplo, rico hacendado de Zacatula, en la costa, y excelente militar y estratega de José María Morelos, no sabía leer ni escribir. También eran analfabetos muchos comerciantes, rancheros y operarios calificados, o tenderos, como los de San Francisco Tetecala. La importancia que adquirieron los sastres o barberos alfabetizados, o un joven de Zinapécuaro de 19 años sin oficio entre las huestes del ranchero Rubalcaba sin duda se debe a que sabían escribir y se les podía dictar cartas y oficios (véase cuadro 2, núms. 64 y 89, y 48 y 63). Durante la guerra, esa habilidad era fundamental para llevar el registro de la gente, los pertrechos y el botín adquirido; y para los comunicados con otros comandantes, sólo por enumerar unos ejemplos23.

En zonas mineras alejadas también se hizo sentir rápidamente la insurrección contra los "gachupines", como sucedió en Tlatlaya, donde destacó la participación del cura local, y cerca de Amatepec, donde los insurgentes tenían campamento en 1811, como lo informa un declarante. El párroco suplente de Tlatlaya, José López Cárdenas, oriundo de Sultepec, cuando comenzó la insurrección de Dolores leyó desde el púlpito de su iglesia un edicto del padre Miguel Hidalgo en el que se ordenaba a los parroquianos construir una trinchera o cerco para defender al pueblo de un posible ataque realista. Posteriormente, este entusiasta cura reunió públicamente fondos para celebrar algún triunfo del cura insurgente Morelos. Es decir, en este alejado pueblo había un gran entusiasmo por la causa rebelde, lo que explica que en Sultepec y los pueblos al sur (Amatepec y Tlatlaya) se establecieran campamentos insurgentes24.

Muchos jóvenes recién reclutados en el Bajío se sintieron animados para unirse a la Revolución por el hecho de que, en octubre de 1810, las autoridades religiosas rurales en Malinalco y Zumpahuacan aprobaron la insurrección, como leemos en sus declaraciones, al igual que los religiosos de Toluca. El entusiasmo rural a favor de la rebelión en esas zonas debe explicarse también por los conflictos entre los indígenas y las grandes empresas agrícolas y mineras25. Las declaraciones mencionan también a la "Santísima Virgen" y las alentadoras palabras de sacerdotes (véase cuadro 1, núms. 13 y 44). Informan los declarantes que habían seguido desde el Bajío al insurgente Rubalcaba, que en Toluca los habían tratado muy bien en el convento donde se hospedaron e igualmente un religioso en Malinalco (véase cuadro 2, núm. 74). Un joven de Jerécuaro, de 17 años, decía en su declaración, por ejemplo, "que no le parecía que era malo [marchar con los insurgentes], respecto a que por los más lugares donde transitó, como fue Acambay, le replicaron" (véase cuadro 2, núm. 64). Pero no debemos olvidar que había tanto religiosos prorrebeldes como prorrealistas (véase cuadro 1, núms. 13, 28; cuadro 2, núms. 47, 56, 63, 74).

 

CAMPESINOS CON HONDAS Y PALOS SE SUMAN A LA LUCHA. ¿QUIÉNES ERAN "GACHUPINES" EN LO VALLES DE TOLUCA Y CUERNAVACA?

A pesar de la retirada hacia el norte de Miguel Hidalgo y el "ejército grande" (como decían los participantes en la guerra), y de la represión por parte de las tropas del rey en los pueblos que habían apoyado a los "trozos" insurgentes en su paso durante el año de 1811, el apoyo abierto o clandestino a la Revolución en nuestra zona de estudio, incluyendo los valles de Toluca, no decayó. Entre enero y junio de 1811 los informes del comandante realista Gutiérrez al virrey mostraban desesperación: por ejemplo, al referirse a los enemigos en Cacalomacan, donde se enfrentaban los ejércitos, decía que "en los pueblos inmediatos comenzaron los indios a tañer las campanas, con gritería incomparable"; o hablaba de la inseguridad que se vivía en las cercanías de Santiago Tianguistenco, de Calimaya o de Metepec26. El comandante siempre hacía referencia a la falta de armas de los agricultores, artesanos y operarios insurgentes que luchaban sólo con garrotes, palos y azadones. Especial mención debe hacerse de las hondas, sin duda el arma más socorrida en el campo. Datos etnográficos podrían sostener su amplio uso aún en la actualidad. Elaboradas de manera casera con fibras vegetales, las hondas formaban parte desde la niñez de los aperos de la gente del campo, aun de la más pobre. Con ayuda de ellas y con piedras cazaban conejos, derribaban aves, sacaban al ganado de sus milpas. Así, las piedras eran una verdadera arma y jugaron un papel vital en los motines, tumultos o rebeliones de la época. Obsérvense para nuestra zona de estudio las frecuentes menciones de piedras o garrotes, y la ausencia de armas entre los insurrectos —o los acusados de serlo— en el cuadro 1 (núms. 9, 24, 43), así como en el cuadro 2 (núms. 55, 77 y 85). Solamente en el caso excepcional de que hubiera hierro en una hacienda o rancho, se elaboraban precipitadamente unas lanzas para los gañanes, de tal manera que sí había improvisados "lanceros", sobre todo en las tropas preparadas por hacendados.

Aunque el "ejército grande" de Hidalgo contaba con armamento e incluso artillería, los pequeños contingentes dispersos que luchaban en el centro y sur del país por la causa insurgente padecían la escasez de armas, como se comprueba en las declaraciones posteriores de muchos participantes (Ortiz, 1997: 47–48)27. En nuestra zona de estudio es evidente que miles de flecheros y honderos acompañaban a Morelos en diciembre de 1811 cuando atacó Chiautla o Izúcar, o después, cuando defendió Cuautla. Flechas, garrotes, hondas con piedras, o solamente piedras, fueron sus armas en las contiendas. Incluso llegó a ser impresionante, la habilidad de los protagonistas pueblerinos para elaborar parapetos de piedras y para atacar, desde el techo de sus casas, a las tropas realistas, como fue el caso de Izúcar, a fines de 1811, donde fueron rechazadas por una "multitud de gente armada de piedras, hondas y flechas" que coronaba las azoteas de todas las casas circunvecinas (Alamán, 1972, vol. II: 276)28.

La falta de hierro en los pueblos —y su abundancia relativa en empresas mineras o en haciendas que contaban con fraguas (herrerías) y cobre para los cazos (si eran azucareras)— se reflejó cuando los insurgentes llegaron a los poblados ubicados al poniente del actual estado de Morelos. Por las declaraciones de los reos sabemos cómo llegaron del Bajío varios grupos de insurgentes bajo las órdenes de Allende. Aunque este dirigente marchó en otra dirección, un grupo se separó y llegó por Tetecala a la hacienda de San Gabriel y a los demás pueblos y empresas azucareras del valle de Cuernavaca. Este grupo estaba encabezado por el ranchero de Jerécuaro Ignacio Rubalcaba, quien perdió la vida al entrar a esa villa (véase cuadro 2, núms. 46, 48, 50, 62, 63 y 64).

Aunque en Cuernavaca amigos de Miguel Hidalgo habían conspirado en favor de la insurrección entre septiembre y octubre de 1810 —sobre todo el cura y doctor Estanislao Segura, junto con algunos principales de la República de Indios—, en noviembre, en el momento del enfrentamiento abierto, cuando llegaron los "trozos" del ejército con "plebeyos" armados, el subdelegado de Cuernavaca Manuel de Fuica huyó pero el vecindario cerró filas en contra de los rebeldes29. Así, en la primera y única batalla abierta de este grupo insurgente en la entrada del sur de la villa, en Chipitlán, entre Temixco y Cuernavaca, murió el ranchero de Jerécuaro. Según se lee en las declaraciones, los "soldados de a caballo" que llegaban del Bajío con Ignacio Rubalcaba recibían un peso y los demás 4 reales diarios. Pero no tenían como armas sino palos, garrotes y hondas. En Tetecala, en los demás pueblos grandes y en las haciendas se saquearon las tiendas, que eran verdaderos paraísos para la gente humilde. En un caso sólo se robó la mitad de las mercancías, pues estaba en "compañía": una mitad era de un "gachupín" y la otra no. Nótese cómo era complejo para los mismos participantes distinguir entre los americanos y los gachupines. Sin embargo, en el pueblo Xochitepec, donde había una tienda de un europeo, la principal meta fue el hierro que ahí se guardaba, para labrar unas lanzas. Para ello un tendero local, simpatizante de los insurgentes, primero hizo una muestra de tejamanil, misma que luego copió el herrero del pueblo (véase cuadro 2, núm. 85). Según este artesano, cuando terminó de fabricar las lanzas casi se las arrebatan, pero él le entregó las tres que acababa de hacer al hijo del gobernador del pueblo.

En este pueblo de Xochitepec fueron tres los individuos que organizaron a los habitantes y participaron en el intento de tomar la ciudad de Cuernavaca y la hacienda de Temixco: el tendero, el gobernador Pascual de los Reyes y su hijo Cirilo. Terminaron aprehendidos después de la batalla de Chipitlán, junto con los demás. En su declaración, explicaban que un indígena principal de Cuernavaca, probablemente miembro del Cabildo (la República de Indios) fue notificado por Rubalcaba de su llegada. También había precisado al gobernador de Xochitepec a no obedecer si los llamaban de parte del Juzgado de Cuernavaca. Que los insurgentes venían "destruyendo a los gachupines y dando tierras y aguas a los naturales". Por esa razón el gobernador obedeció y apoyó a los insurgentes (véase cuadro 2, núm. 86). Los Reyes, el herrero y el tendero fueron condenados a presidio en La Habana.

Obsérvese cómo la promesa de adquirir tierras y aguas animó a los indígenas de los pueblos de esta zona a participar en la guerra; también se unieron sectores medios, como administradores, y aun hacendados azucareros que eran rivales del acaparador de aguas y tierras de la zona, Gabriel J. de Yermo. Pascual Reyes menciona en su declaración que el teniente de Justicia de Tlaquiltenango llegó con muchos indios de dicho pueblo; que participaban asimismo el gobernador de Atlacholoaya, los de Jojutla y alguna "gente de razón" de la hacienda de Treinta Pesos, entre otros muchos. Es decir, en ese momento había numerosas personas de sectores sociales muy heterogéneos convencidas de la bondad de la causa de buscar un gobierno "criollo", de los americanos, y combatir a los "gachupines"30.

Cabe subrayar las complejas relaciones sociales en el valle de Cuernavaca. Sus fértiles tierras irrigadas terminaron acaparadas por las haciendas azucareras, con las que los pueblos tenían graves conflictos por límites, por aguas, por montes y leña, como ha mostrado ampliamente la historiografía31. En Cuernavaca, los conflictos se dirigían sobre todo contra los intereses del latifundio Temixco–San Gabriel en manos de Gabriel J. de Yermo, pues desde 1803 proyectaba un gran canal de irrigación y los perjudicados, pueblos y hacendados menores, habían manifestado sus quejas y protestas en múltiples documentos (Mentz y Pérez, 1998: 11–44).

Los líderes insurgentes supieron aprovechar la necesidad de tierras y aguas de los habitantes de estos valles y su odio hacia los nuevos inversionistas modernizadores. Hay que mencionar la enorme diferencia existente entre los grandes emporios ganaderos–azucareros (también productores de aguardiente, cuyos impuestos eludían) en manos de comerciantes–inversionistas —como Temixco–San Gabriel en Cuernavaca y Santa Clara Montefalco–Tenango en Jonacatepec— y las haciendas menores o ranchos prósperos. Por eso hay que hilar los argumentos con cuidado para explicar, en general, la solidaridad en la guerra contra los "gachupines" que se dio entre los grupos rebeldes y los hacendados menores, los administradores y empleados de ingenios azucareros, y los dueños de empresas mineras menores32.

Probablemente el término "europeo" o "gachupín", visto desde el punto de vista de los revolucionarios, deba ajustarse a personajes distintos según la zona. En general designa a los funcionarios reales de mayor rango, los recaudadores de impuestos, los inversionistas más ricos de la ciudad de México y los administradores europeos de sus grandes y ricas empresas. Sin embargo, en cada región hay que observar las variaciones locales, pues el nombre tiene que ver, sobre todo, con la postura política que asumieron en ese momento. En la zona de Taxco proponemos que también lo eran los propietarios mineros y comerciantes más ricos, y en los valles azucareros, las familias de los ingenios más grandes (simultáneamente fábricas de aguardiente y empresas ganaderas), como en la zona de Cuautla–Jonacatepec la familia Salvide–Icazbalceta–Musitu o la familia Michaus; o en Cuernavaca, la familia Yermo o el mismo gobernador del Estado del Marquesado del Valle o sus administradores33.

Hay que tener presente que en los últimos años del siglo XVIII se había acelerado la concentración de la riqueza en manos de grandes comerciantes–inversionistas. Para ellos, los ingenios azucareros, las fábricas de aguardiente, las haciendas cerealeras o ganaderas y las empresas mineras y demás bienes urbanos formaban parte de un conjunto mayor del total de sus inversiones. Además, entre esa oligarquía se encontraba el grupo que perpetró en 1808 el derrocamiento del virrey y que impulsó, a su vez, negocios propios muy jugosos. Sus rivales fueron, como observamos en nuestra zona de estudio, los propietarios de empresas menores, haciendas y ranchos, con raíces locales, y los sectores de profesionistas y religiosos, dirigentes a nivel provincial, que se oponían a aquel grupo de la oligarquía (los "gachupines"), el cual controlaba el numerario, los créditos, los privilegios y, desde el golpe de 1808, el poder político. Como decía el propio cura de Cuernavaca en una tertulia, los europeos mostraron cómo quitar y poner virreyes, y ahora eso mismo harían los americanos.

En ese sentido coincidían los intereses de los sectores medios de Taxco–Sultepec con los de Cuernavaca y, probablemente, de otras zonas novohispanas. El mismo comandante realista Félix María Calleja escribía desde Zacatecas al virrey el 20 de enero de 1811:

Voy a hablar a V{uestra}E{xcelencia} castellanamente, con toda la franqueza de mi carácter. Este vasto reino pesa demasiado sobre una metrópoli cuya subsistencia vacila: sus naturales y aun los mismos europeos están convencidos de las ventajas que les resultarían de un gobierno independiente, y si la insurrección absurda de Hidalgo se hubiera apoyado sobre esta base, me parece, según observo, que hubiera sufrido muy poca oposición. Nadie ignora que la falta de numerario la ocasiona la península; que la escasez y alto precio de los efectos, es un resultado preciso de especulaciones mercantiles que pasan por muchas manos, y que los premios y recompensas que tanto se escasean en la colonia, se prodigan en la metrópoli34.

 

LOS OPERARIOS DE HACIENDAS AZUCARERAS Y LOS CAMPESINOS HABLANTES DEL MEXICANO. "GALLETA" Y PAN DE TRIGO VERSUS TOTOPOS DE TORTILLA DE MAÍZ

Si bien en las jurisdicciones de Cuernavaca y Cuautla el contraste entre pueblos y hacendados era profundo, por sus conflictos por los recursos, también en las empresas la situación laboral enfrentaba a los operarios con los administradores y dueños, aunque el control ejercido por los últimos podía ser férreo y el dominio absoluto: en ciertas zonas aún había esclavos (sobre todo en los emporios del oriente) y por ello las relaciones se han caracterizado como esclavistas y feudales, a la vez que específicas de una industrialización colonial35. Durante la guerra fue muy frecuente que los sirvientes siguieran a sus patrones, ya sea en batallones realistas o en grupos insurgentes, pero también se dio el caso, como en Izúcar en diciembre de 1811, de que los trabajadores de un ingenio azucarero terminaran por abandonar a sus patrones y se incorporaran al bando de los insurgentes. Muestra esa región azucarera del sur de Puebla un antagonismo entre pueblos y grandes ingenios similar al de Cuernavaca o Cuautla. Precisamente la captura de Izúcar fue de gran importancia para la lucha de José María Morelos, pues consolidó temporalmente su poderío en esa zona. Sobre el proceder de estos grupos subalternos, gañanes y empleados en las haciendas, en los álgidos primeros momentos de lucha, es difícil lanzar generalizaciones.

Se sabe que el mencionado inversionista en la región de Cuernavaca, Gabriel J. de Yermo, contaba con un grupo de "lanceros" especializados, mismo que participó en los combates al poniente de la ciudad de México en octubre de 181036. Pero aunque los gañanes de sus haciendas de Temixco y San Gabriel (muchos exesclavos) habían mostrado lealtad hacia su patrón en las luchas de 1810 y 1811, un año más tarde, al inicio de 1812, algunos de Temixco fueron encarcelados como insurgentes. Esto se explica por la desconfianza que prevalecía en la zona. La tensión social era grande, dado que tropas rebeldes controlaban la región (entre diciembre de 1811 y finales de 1812) y se concentraban en Cuautla. A 12 operarios del ingenio de Temixco, entre ellos el indio José López (40 años), el mulato Francisco Antonio (machetero de 16 años), el mulato arriero Eustaquio Reyes (22 años), Bernardo de Carpio, mulato cortacañas (16 años) y a Nicolás Bocardo (20 años) se les acusó de haber intentado liberar a un insurgente de la cárcel. Los testimonios de los operarios permiten remontarnos a octubre de 1810 y observar de cerca cómo estos trabajadores de la empresa de Yermo tuvieron que participar en la guerra. Así relata el maestro de azúcar Juan López, a quien se le denomina en el documento "indio de la hacienda de Temixco", que había sido nombrado "cabo" en la operación militar de Las Cruces. También participaron en esa batalla los otros acusados. Al ser aprehendidos a inicios de 1812, la indignación de los operarios fue grande. Se les acusaba de ser cómplices de aquellos que querían liberar al insurgente Juan, alias "el Pelón", pero Juan López explicaba que, al contrario, él había apoyado a "los gachupines" en las "guerras de Las Cruces, Temixco, Taxco, Zacualpan, Iguala y últimamente de resguardo en San Gabriel"37. Estas declaraciones nos permiten ver la forma en la que combatió el ejército particular de Yermo con las tropas realistas en esos puntos entre diciembre de 1810 y marzo de 1811.

A pesar de haber mostrado lealtad al patrón en ocasiones anteriores, en los primeros meses de 1812 pesó el antagonismo laboral y social, que delimitaba las verdaderas fronteras de clase entre los trabajadores y los dueños de la hacienda, y por ello los propietarios no dejaron de sospechar de los 12 trabajadores. Al buscar la autoridad de Cuernavaca a los posibles cómplices en la liberación del insurgente preso, aprehendieron a estos operarios. Finalmente, fueron condenados al "servicio de la zanja", una gran obra pública de fortificación de la ciudad de México, cavando un foso alrededor de ella. El foso no llegó a concluirse pero en su excavación se ocuparon cientos de presos. De los remitidos en esa ocasión de Cuernavaca, murieron siete. Meses después del supuesto acto de sedición, en septiembre de 1812, de los que permanecían vivos, se dio libertad a tres y uno tuvo que entrar al servicio de las armas realistas38.

Hemos visto que la guerra colocó a las autoridades de los poblados del medio rural en una situación muy embrollada y comprometida. Si bien unos gobernadores de indios se sumaron a los insurgentes, otros, como el de Jiutepec, pueblo cercano a Cuernavaca, huían al igual que los peninsulares con cargos altos. Cuando los insurgentes tomaron Cuernavaca, en enero de 1812, Rosalino José, gobernador de ese pueblo, huyó "con los señores" a México; es decir, acompañó a las autoridades de Cuernavaca a la capital del reino y luego al sitio de Cuautla. Pero regresó a su pueblo. Entonces, el comandante insurgente de Cuernavaca, el cura Herrero, encarceló al gobernador realista, quien sin embargo salió con permiso de no ausentarse de la villa. Ahí lo vio el padre vicario de Jiutepec, llamado Gómez, y le dijo:

las cosas están muy malas, "porque ves que Calleja no ha podido entrarle a Morelos desde a los principios, ya no le entra... que los gachupines ya no volverán a sus casas", que estaban cercados, porque Villagrán tenía 7 000 hombres y estaba acampado en Chalco, cuyo camino de comunicación con México se lo tenían cortado al Señor Callejas: "que habían abierto los puertos a los franceses, quienes venían en defensa de los americanos, y que el Señor Porlier con sólo 50 hombres se había quedado, estaba para pasarse con ellos a favor de los insurgentes...", que luego el declarante oyó al padre tan apasionado por los rebeldes, sin reiterarle su súplica ni hablarle más sobre ella, se despidió y se vino para esta villa39.

Lejos de permanecer ajenos a lo que sucedía en el mundo, los líderes indígenas y los religiosos pueblerinos recibían toda clase de información y de rumores esperanzadores sobre el panorama político. Eran conscientes de que les podía favorecer un régimen francés emanado de la Revolución de 1789 (que destituyó una monarquía); y también se hablaba entre los rebeldes de manera favorable sobre sus contactos con los norteamericanos, quienes les venderían armas. De tal forma que el antes nombrado "diabólico" Napoleón (enemigo de Su Majestad Católica) o los "herejes" norteamericanos habían adquirido en 1812 tintes muy positivos, incluso para algunos sectores pueblerinos tradicionales de la Nueva España. En esta revolución los dogmas, el lenguaje y los conceptos del régimen monárquico y estamental se iban resquebrajando, a la vez que en todo el reino se levantaban armas y garrotes contra los funcionarios y algunos patrones europeos.

Con independencia del papel de las autoridades políticas, los contrastes de clase en los valles del actual estado de Morelos (entre operarios y dueños, agricultores de pueblos y empresas) se agudizaban por las discordancias lingüísticas y culturales40. Los pueblos de indios de la zona, aunque muy diferenciados internamente y formados en gran medida —sobre todo en las cabeceras— por mulatos y mestizos, mantenían una noción clara de lo propio y el contraste económico y cultural de su mundo y el de habla castellana de las haciendas. Esto se manifiesta en la relevancia de la lengua náhuatl o "mexicana" para comunicarse. Aunque quizá no se tomó declaración a los indígenas monolingües aprehendidos, y no tenemos muchas evidencias documentales de ellos y de su participación en la lucha, sabemos que ocho pueblos indígenas de Jojutla pidieron en enero de 1812 a Nicolás Bravo, comandante rebelde de su zona, que quitara a Miguel de Figueroa, encargado del distrito, y que en su lugar pusiera a Juan de Oliván, residente y nativo de Jojutla, pues decían que "entendía el idioma mexicano", asunto esencial para las comunicaciones con los pueblos. Según los indios, Figueroa era altivo y desdeñoso con ellos41. La importancia de la población indígena de esta zona para los insurgentes se advierte todavía en 1813, en el caso del regidor de Jojutla Juan Antonio Tlascoapan —probablemente de linaje de antiguos dirigentes de lengua "mexicana" de la zona—, quien permitió que en su casa se reunieran Vicente Guerrero y Nicolás Bravo en noviembre de ese año (o tal vez antes), preparando las conferencias sobre la instalación del primer congreso nacional (López, 1994:13). Juan Antonio Tlascoapan fue fusilado en Tlaquiltenango el día 6 de noviembre por ser partidario de la insurrección y por haber alojado a los jefes insurgentes.

Otro ejemplo de los contrastes en la zona de estudio entre el mundo castellano y el indígena, entre las tropas del rey y los rebeldes, son las armas y los alimentos de ambos bandos en esos años. Aunque sin duda esto no puede generalizarse, si observamos los informes procedentes del sitio de Cuautla, entre los primeros predominan las espadas y las armas de fuego, sobre todo la artillería. La comida se basaba en galleta, o sea, la dieta estaba basada en pan de trigo y carne. En cambio, con los insurgentes se encuentran grandes cantidades de flechas y hondas como armas principales, y totopos "como los usan los arrieros", o sea una alimentación basada en tortillas de maíz42.

Finalmente, cabe mencionar lo peligroso y aterrador que era para la población rural la invasión de sus regiones por parte de las tropas rebeldes, que exigían apoyo y amenazaban con matar a quienes no obedecían. Ni los líderes ni los pobladores comunes y corrientes sabían si gritar "¡Viva el rey!" o "¡Viva la Virgen de Guadalupe!"; si "¡Viva España!" o "¡Viva América!" Un artesano velero, aprehendido por las tropas realistas en Jojutla, decía que era falso que hubiese estado en la batalla de Temixco, que:

sólo lo aprehendieron porque le dieron la voz de quién vive, y se turbó en responder, pensando que si respondía "España" podían matarlo los insurgentes, y si respondía "Nuestra Señora de Guadalupe", lo mataban los de acá, y pues, no respondió nada43.

Los cuadros 1 y 2 muestran una gran heterogeneidad en la composición de los grupos rebeldes de 1810 a 1812. Era alto el porcentaje de indios y el de españoles44. En este caso, la muestra utilizada se tomó al azar, pues se trata de un total de 172 reos que fueron aprehendidos en la zona de estudio y que rindieron su declaración en Cuernavaca o en la ciudad de México. El predominio de indios, 51% del total, seguido de españoles, 26%; mestizos, 17%; mulatos 4%, y un asturiano45, entre otros, es congruente con los cálculos basados en estadísticas sumamente amplias de Eric van Young. Sin embargo, las designaciones "españoles", "indios", "mestizos" y "castas" en realidad reflejan una visión estamental, colonial, administrativa y, sobre todo, fiscal. Recuérdese que, para la Real Hacienda del reino novohispano, el rubro de la contribución del tributo que pagaban los "indios" era fundamental y ocupaba el tercer lugar después de los impuestos sobre la plata y el comercio (exceptuando "estancos"). Además, la "calidad" de las personas, como se expresa en el lenguaje de esa sociedad estamental, con frecuencia no proporciona mayor información social, ya que "español" podía ser un joven recién llegado de la Península Ibérica que trabajaba con un tío muy acaudalado o podía ser un artesano pobre —como los de los cuadros 1 y 2—, cuyos ancestros radicaban desde hacía siglos en la Nueva España. Por tanto, la designación no debe confundirse con la actual visión de "español" como ciudadano del Estado nacional español. En el lenguaje de la época, el movimiento insurgente tuvo un gran componente de "españoles" de sectores sociales medios y bajos (profesionistas, rancheros, artesanos, labradores), lo que no significa que estuvieran relacionados con lo que después fue el Estado nacional de España, sino que así se designaban en la sociedad estamental a la que pertenecían. En contraste, ser "indio" significaba, ante todo, tener que pagar un discriminatorio y oneroso impuesto, el tributo.

En cuanto a sus oficios, eran labradores, 22%; operarios de campo o gañanes, 19%; arrieros, 7%, seguidos de varios artesanos, como tejedores, sastres o veleros, entre muchos oficios más. Un 4% del total eran operarios de minas o haciendas de beneficio, lo que se explica por las características socioeconómicas de la zona que estudiamos. Aunque la muestra es aleatoria y no puede ser numéricamente representativa, lo que merece destacarse es el carácter rural y subalterno de estos reos y del movimiento en esta zona, así como el peso de los que llevaban para combatir solamente herramientas de trabajo, garrotes, arcos, flechas y hondas. En los primeros días de combate, estos grupos sin duda tuvieron una sensación de éxito, ante repiques de campanas, comidas con los gobernadores de los pueblos, exhortaciones de curas a favor de la causa insurgente y participación en el botín —del que obtenían zapatos, trozos de telas, azúcar, etc.—. Algunos curas les regalaban estampas de la Virgen y los mismos dirigentes procuraron persuadirlos hábilmente de la bondad de su causa, con promesas, ritos religiosos, sermones, misas o procesiones con la imagen de la Virgen46.

Diferentes relatos confirman que los insurgentes se habían puesto en las presillas de las charreteras unos cordones de plata con borlas y que llevaban en el sombrero la estampa de la Virgen de Guadalupe47. Pero hay que insistir en que se trató de una revolución en la que los pobres probablemente luchaban, sobre todo, por dejar de ser pobres (adquiriendo dinero y parte en el botín), por eliminar injusticias como el pago del tributo (es decir, "ya no ser indios"), por obtener tierras, por obediencia a un patrón o autoridad o, simplemente, por temor a represalias violentas.

 

A MANERA DE CONCLUSIONES

Este ensayo sostiene la tesis de que los primeros dos años de guerra civil tuvieron consecuencias trascendentes que, en cierta manera, marcaron el devenir de la historia social mexicana. De las breves escenas trazadas resulta evidente cómo participaron en la lucha armada sectores sociales muy diversos. Lejos de estar ante grupos sociales con claridad política "autonomista" o con un sentimiento "nacionalista", estamos ante grupos sociales sumamente heterogéneos, decididos a luchar en común contra "gachupines" por distintas razones.

Como ha explicado muy bien Hernández Jaimes, las causas del descontento social fueron desiguales en cada región y subregión novohispana, por ejemplo, en relación con las reformas borbónicas (Hernández Jaimes, 2002: 246 y ss). Los cambios ocurridos en las últimas décadas del siglo XVIII se dieron en función de las características socioeconómicas de cada zona. En algunas, los efectos sobre los intereses de los grupos de poder locales fueron menores; en cambio, en otras la presión fiscal y las políticas económicas oficiales contribuyeron a que una parte de las élites locales optara por la insurgencia en 1810. Ése fue el caso, por ejemplo, en la zona costera de Zacatula, patria chica de los Galeana.

Para nuestra zona de estudio resultaron evidentes los profundos sentimientos en contra de ciertos grandes latifundistas en los valles de las jurisdicciones de Cuautla y Cuernavaca; que en Taxco y la zona minera fue grande el descontento rural contra la oligarquía minera, a la vez que existían intensas rivalidades interclasistas, y que había tupidas redes sociales entre los sectores sociales intermedios (sobre todo curas) y los líderes insurgentes del Bajío. En estas comarcas ricas, cercanas a la ciudad de México y con empresas poderosas, al parecer los distintos grupos sociales proinsurgentes compartieron el odio a los funcionarios que representaban el régimen reformista borbónico (y que fueron los primeros en huir), y a los grandes comerciantes–inversionistas de la capital del reino. Ellos controlaban el numerario, se enriquecían con el intermediarismo comercial, obtenían privilegios injustos y podían sobornar a los oficiales reales. Incluso, algunos habían usurpado el poder virreinal en 1808.

Además de una guerra civil y de un movimiento de disputa por el poder en el reino entre sectores económicamente dominantes, la guerra iniciada en septiembre de 1810 también fue —al menos en nuestra zona de estudio— un conflicto revolucionario espontáneo y popular, expresión de la gran pobreza y la profunda desigualdad social. Las bases sociales del movimiento fueron muy heterogéneas. Para los líderes de clase media y alta, sin duda fue muy difícil considerar las fronteras entre "europeos" y "americanos", pues ante todo eran fronteras políticas. En tanto propietarios, estaban lejos de querer fomentar la "guerra de castas"; o sea, el conflicto racial, étnico–cultural48.

Pero desde el punto de vista de los grupos subalternos, aquellos que lucharon con hondas, piedras, arcos y flechas, machetes y garrotes, resultaba bastante claro quiénes se incluían en el "nosotros" y quiénes eran los "otros'. Ellos eran la "plebe" (como decían los que se consideraban "decentes"), eran los "plebeyos", como decía en noviembre de 1810 el autor del Periquillo Sarniento, al referirse a aquellos que "no eran de confiar" en Taxco. Sus reivindicaciones estaban motivadas sobre todo por agravios locales y por la pobreza, aunque en términos militares seguían a líderes regionales de clases acomodadas, a sacerdotes y propietarios de haciendas y ranchos. Muchos agravios no se resolvieron pronto, pero el hecho de que los sectores populares tomaran las armas es significativo: la Revolución de 1810 resquebrajó un orden estamental que se había presentado durante siglos como inamovible e instituido por Dios. En esa toma de armas generalizada de los grupos subalternos en todo el reino consiste el acto revolucionario. Ocurría algo equivalente a las guerras campesinas en época de Lutero en Europa central: se armaron los pobres contra los señores.

Así, podemos concluir subrayando el peso que tuvieron los sectores de agricultores, trabajadores y artesanos en la guerra. Muchos sentían, por primera vez en su vida, los efectos de su actuación colectiva y armada contra la clase dominante. Aunque no fueron pocos los que estuvieron involucrados sólo unas semanas en la rebelión y luego regresaron a sus labores cotidianas, en general la vida de muchos participantes cambió profundamente. En los años reseñados brevemente, las vivencias de muchos combatientes fueron atroces. Vieron a sus parientes y compañeros morir, sus casas arder, a sus esposas "tusadas"; a la vez, presenciaron el fusilamiento de algunos de los hombres más ricos e influyentes del reino, que morían en combate señores y condes; también fueron testigos de cómo sus poblados eran destruidos por el saqueo y el fuego, como ocurrió en Zitácuaro, Tenango, Cuautla e Izúcar. En el caso del pueblo de Huajintlan, al sur de Cuernavaca en el camino a Taxco, por ejemplo, presenciaron cómo sus mujeres y niños se ahogaban en el río Amacuzac. Cientos murieron presos, hacinados en las cárceles o realizando trabajos forzados; otros terminaron en el destierro en La Habana o trabajando en la zanja que se cavaba alrededor de la ciudad de México; otros más se escondieron en parajes y montañas que antes no conocían, lejos de su tierra natal, o fueron obligados a combatir en el bando contrario. Pero a todos ellos se deben en buena medida las transformaciones políticas y los cambios que provocaron al tomar sus palos, machetes, hondas y piedras, pues con eso socavaron, de manera generalizada en muchas regiones de la Nueva España, el principio de autoridad.

Si éstos fueron años de ruptura por esos trabajadores armados por primera vez en casi todo el reino, también lo fueron por la alianza con las oligarquías regionales, deseosas de la autonomía de una metrópoli que había caído en manos de los franceses, y que había sido indiferente a los intereses de sus vasallos en la Nueva España. Las oligarquías regionales (los De la Vega y Benítez de Taxco, los Romero en Zacualpan, los Estrada de Tepecoacuilco, o los Bravo, Galeana, Guerrero o Álvarez, por ejemplo) sentían que tenían el derecho de incidir en el rumbo político que debía tomar la "nación", término difundido por José María Morelos y sus capitanes en la guerra, y acuñado en el sentido liberal del nuevo Estado nacional. Lo ocurrido en Cuernavaca en octubre y noviembre de 1810 confirma esta indignación "americana" ante los "gachupines que ponían sus virreyes".

Sin embargo, el descontento rural en la zona azucarera o minera rebasaba las ilusiones de los grupos medios urbanos. Ese descontento de los trabajadores del campo era profundo, añejo, y no se resolvería fácilmente. El júbilo con que se recibió la promesa del reparto de aguas y tierras es reflejo de una larga historia de profunda desigualdad social en la zona y de conflictos agrarios, especialmente agudos desde el siglo XVIII. Al considerar el peso de los reclamos ante agravios regionales específicos, observamos que tiene razón el historiador Brian Hamnett al enfatizar las continuidades locales muy duraderas en la historia de México (Hamnett, 1990: 123). Según la propuesta de este estudioso, en lugar de interpretar las luchas independentistas como el inicio de un nuevo periodo, éstas deben unirse al periodo del siglo XVIII. Las evidencias aquí mostradas, en cuanto al motivo de muchos participantes populares en la guerra de las zonas mineras y azucareras al sur de la capital, señalan, efectivamente, en esa dirección. Pero incluso también hacia el futuro, si por lo que toca a los valles de haciendas azucareras pensamos en la guerra que estalló con la revolución zapatista en 1910. En ese sentido, en las escenas aquí reseñadas aflora la lacerante desigualdad social por el peso de la pobreza, el conflicto agrario entre pueblos y haciendas y, en especial, la indignación ante los grandes inversionistas de la ciudad de México. Todo ello apunta claramente tanto hacia el pasado colonial como hacia la Revolución de 1910.

 

Bibliografía

Alamán, Lucas, 1972, Historia de Méjico, 5 vols., Jus, México.         [ Links ]

Brading, D. A., 1975, Mineros y comerciantes en el México borbónico (1763–1810), Fondo de Cultura Económica, México.         [ Links ]

Bustamante, Carlos María de, 1988, Campañas del general D. Feliz María Calleja, comandante en jefe del ejército real de operaciones llamado del centro, Fundación Miguel Alemán, México.         [ Links ]

Castro Gutiérrez, Felipe, 1996, Nueva ley y nuevo rey. Reformas borbónicas y rebelión popular en Nueva España, El Colegio de Michoacán, Universidad Nacional Autónoma de México, México.         [ Links ]

Chávez Orozco, Luis, 1976, El sitio de Cuautla, Partido Revolucionario Institucional, Comité Ejecutivo Nacional, México.         [ Links ]

De la Torre Villar, Ernesto, 1966, Los Guadalupes y la Independencia de México: con una selección de documentos inéditos, Jus, México.         [ Links ]

Guedea, Virginia (selec. e introd.), 1995a, La Revolución de Independencia, Lecturas de Historia Mexicana, núm. 10, El Colegio de México, México.         [ Links ]

–––––––––– (introd. y notas), 1995b, Prontuario de los insurgentes, Instituto Mora, Centro de Estudios sobre la universidad, universidad Nacional Autónoma de México, México.         [ Links ]

Hamnett, Brian, 1990, Raíces de la insurgencia en México. Historia regional, 1750–1824, Fondo de Cultura Económica, México.         [ Links ]

Hernández Jaimes, Jesús, 2002, Las raíces de la insurgencia en el sur de la Nueva España. La estructura socioeconómica del centro y costas del actual estado de Guerrero durante el siglo XVIII, H. Congreso del Estado de Guerrero, Instituto de Estudios Parlamentarios Eduardo Neri, México.         [ Links ]

Humboldt, Alejandro de, 1966, Ensayo político sobre el reino de la Nueva España, Porrúa, México.         [ Links ]

Lemoine, Ernesto, 1990, Morelos y la Revolución de 1810, Universidad Nacional Autónoma de México, México.         [ Links ]

López, Valentín, 1994, Cuernavaca, visión retrospectiva de una ciudad, Ayuntamiento de Cuernavaca, Centro de Estudios Históricos y Sociales del Estado de Morelos, México.         [ Links ]

Martin, Cheryl, 1985, Rural Society in Colonial Morelos, University of New Mexico Press, Albuquerque.         [ Links ]

Mentz, Brígida von, 1988, Pueblos de indios, mulatos y mestizos, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, México.         [ Links ]

–––––––––– et al, 1989, Sultepec en el siglo XIX, El Colegio Mexiquense, Universidad Iberoamericana, México.         [ Links ]

–––––––––– 1997, "Coyuntura minera y protesta campesina en el centro de la Nueva España, siglo XVIII ", en Inés Herrera Canales (coord.), La minería mexicana. De la Colonia al siglo XX, Instituto Mora, El Colegio de Michoacán, El Colegio de México, Instituto de Investigaciones Históricas, Universidad Nacional Autónoma de México, México, pp. 23–45.         [ Links ]

–––––––––– y R. Marcela Pérez López (comps.), 1998, Manantiales, ríos, pueblos y haciendas. Dos documentos sobre conflictos por aguas en Oaxtepec y en el Valle de Cuernavaca (1795–1807), Instituto Mexicano de Tecnología del Agua, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, México.         [ Links ]

–––––––––– 1999, Trabajo, sujeción y libertad, Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, Porrúa, México.         [ Links ]

–––––––––– (coord.), 2003, Movilidad social de sectores medios en México. Una retrospectiva histórica (siglos XVII al XX), Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social, Porrúa, México.         [ Links ]

–––––––––– (en prensa), "La insurrección llega a los valles de Cuernavaca (1810–1812)", en Ernest Sánchez Santiró (coord.) y Horacio Crespo (dir.), Historia de Morelos. Tierra, gente, tiempos del sur, , tomo V, H. Congreso del Estado de Morelos, México.         [ Links ]

Miquel i Vergés, José María, 1969, Diccionario de Insurgentes, Porrúa, México.         [ Links ]

Ortiz Escamilla, Juan, 1997, Guerra y gobierno. Los pueblos y la independencia de México, Instituto Mora, El Colegio de México, Universidad de Sevilla, Universidad Internacional de Andalucía, Sevilla.         [ Links ]

Sánchez Santiró, Ernest, 2001, Azúcar y poder. Estructura socioeconómica de las alcaldías mayores de Cuernavaca y Cuautla de Amilpas, 1730–1821, Praxis, Universidad Autónoma de Morelos, México.         [ Links ]

Van Young, Eric, 2006, La otra rebelión. La lucha por la independencia de México, 1810–1821, Fondo de Cultura Económica, México.         [ Links ]

 

Notas

* Agradezco sus comentarios críticos a versiones anteriores de este ensayo a los amigos de siempre Yolanda Montiel y David Navarrete, y a los dos dictaminadores anónimos.

** Agradecemos el apoyo de Israel Rodríguez Rodríguez y Martín R. Sandoval Cortés del Instituto de Investigaciones Históricas de la Universidad Nacional Autónoma de México.

1 Entre las obras más recientes es importante el estudio de Eric Van Young (2006), que abarca toda la década de guerra y todo el territorio de la Nueva España. Hace énfasis en aspectos culturales, religiosos y psicológicos. Según el propio autor, se trata de una "etnografía densamente descriptiva". Véase también Hernández Jaimes, 2002; Ortiz Escamilla, 1997. Para una interpretación de los orígenes de la insurrección a partir de las especificidades regionales es excelente el análisis de Hamnett, 1990. Obras clásicas son, además, Alamán, 1972; Bustamante, 1988; Chávez Orozco, 1976; Guedea, 1995a; Lemoine, 1990; De la Torre Villar, 1966

2 Véase Sánchez Santiró, 2001; Mentz, 1988; Martin, 1985; Mentz y Pérez López, 1998; Mentz et al., 1989, entre otros.

3 Estamos de acuerdo con la crítica que de estas fuentes ha hecho Eric van Young, quien ha explicado, en su monumental trabajo sobre la guerra, los problemas metodológicos relacionados con las declaraciones que los aprehendidos como insurgentes dieron en la cárcel. Van Young, 2006, capítulo 2 y apéndice A.

4 Los reos mencionados en este capítulo pasaron por Cuernavaca viniendo de los poblados cercanos o bajando de las montañas de Taxco, Zacualpan o Sultepec. Eran cientos de presos que habían seguido a los insurgentes en gran medida por voluntad propia, o que de manera accidental se habían encontrado en los lugares donde se desataron batallas y fueron conducidos a la cárcel de Cuernavaca. Véanse los cuadros 1 y 2.

5 Quiénes eran estos "gachupines" será tema que abordaremos más adelante.

6 Archivo General de la Nación (AGN), Criminal, volumen (v.) 204, folio (f.) 305 v.

7 AGN, Criminal, v. 204, f. 303.

8 Un año y medio más tarde, Villegas solicitó que se le cancelara la fianza. En 1812 se le volvió a abrir proceso a Fernández de Lizardi por un artículo en la Gaceta, pero otra vez fue puesto en libertad en diciembre de ese año. Véase Miquel i Vergés, 1969: 195.

9 Expertos mineros insurgentes como Casimiro Chovell, administrador de la mina de Valenciana, y Bernardo Chico, hijo de propietarios de minas y haciendas, fueron de gran importancia para conducir los primeros combates en Guanajuato. Técnicos mineros como el experto Valencia, citado por Humboldt, y alumno predilecto de Andrés del Río, los hermanos Rayón en la zona de Tlalpujahua y luego Sultepec y Temascaltepec, así como Dávalos en Guanajuato, fueron los que pudieron fundir cañones para los insurgentes. Fue el arma de fuego más relevante en todos los años de lucha. Así, también es comprensible que el batallón de Guanajuato del ejército "grande" de Miguel Hidalgo tuviese a su cargo la artillería.

10 Ese trato desigual de grandes y poderosas compañías mineras de "gachupines" está claramente documentado para Zacatecas (véase más adelante, en el tercer apartado de este artículo, cómo Calleja percibe el descontento en ese real), pero la historia económica y minera detallada de Taxco aún está por escribirse.

11 Relación histórica del mineral de Taxco, 1925. Copia del informe original del señor don José Vicente de Anza de las minas del cerro de Compaña, Taxco (1814). En: Sociedad Científica "Antonio Alzate", Memorias, t. 46, (1925) (documentos presentados por el ingeniero Luís Híjar y Haro, M. S. A. en la sesión de 6 de octubre de 1924, 40 aniversario de la fundación de la Sociedad Alzate), pp. 57–63.

12 AGN, Criminal, v. 45, expediente (e.) 12, f. 344–362.

13 AGN, Criminal, v. 45, e. 12, f. 355–355 v.

14 También había trabajadores que por su cuenta buscaban persuadir a la población, como en Cacalomacan, Toluca, donde un operario minero llamado José María López levantaba a los habitantes de los pueblos a favor de la rebelión. Los domingos los exhortaba a "ver si salían de la iglesia algunos gachupines para cogerlos", pero en un combate contra las tropas del rey quedó gravemente herido de una cuchillada que le cortó la nariz y el labio, y fue hecho prisionero. AGN, Criminal, v. 168, s. n., f. 249.

15 AGN, Criminal, v. 45, 12, f. 367 v.

16 Los días 3 y 12 de marzo los insurgentes atacaron nuevamente Taxco, pero logró sostenerse el defensor del real, Mariano García y Ríos. Se informa que los atacantes venían bajo el mando de Francisco (probablemente Félix) Rodríguez, quien junto con los hermanos Ortiz dirigía a los insurgentes de la zona de Sultepec y Zacualpan. En esos días de marzo las tropas del rey hicieron expediciones por parte de los realistas hasta Teloloapan y tomaron a numerosos prisioneros. Los aprehendidos (véase cuadro 1) precisamente son testigos de lo sucedido en Taxco en los primeros días de los combates en ese real.

17 Alamán incluye todos los campamentos mineros alrededor e informa que Guanajuato tenía más de 70 000 habitantes.

18 Se repiten con frecuencia las cifras estimadas de máximo 28 000 a 51 000 personas ocupadas en la minería novohispana (Brading, 1975: 39; Humboldt, 1966: 48), pero necesariamente habría que incluir a todos aquellos que temporalmente tenían que trabajar en las minas, a los que abastecían con sus productos a minas y haciendas de metales y también a los amplios círculos de personas que estaban de manera indirecta relacionadas con la producción de plata y dependían de su coyuntura.

19 Sin embargo, entre la oligarquía novohispana ligada a esos nombres había profundas diferencias políticas desde 1808. J. M. Fagoaga y el Marqués de Rayas, por ejemplo, participaban activamente en las conspiraciones proindependentistas. Los vínculos conspiratorios del último llegaban hasta Mérida.

20 Algunos ejemplos de las clases intermedias —no los más ricos, ni los más pobres— en la Nueva España, sus propiedades y familias se analizan en Mentz, 2003. En esos estudios de caso se percibe con claridad la importancia de las carreras eclesiásticas de los vástagos de esas familias.

21 Posteriormente Gutiérrez fue tesorero de los insurgentes y diputado en el Congreso Insurgente de Chilpancingo.

22 También relata este historiador cómo el mercedario José Montenegro había "alucinado" a los jóvenes de ese lugar.

23 José María Morelos se refiere mucho a la necesidad de contar con gente en los ejércitos que supiera leer y escribir, en una carta a Rayón, septiembre de 1812, en Guedea, 1995b: 82. Sobre los Galeana, véase Hernández Jaimes, 2002.

24 Van Young describe ampliamente las distintas actitudes de los curas proinsurgentes de esta zona. Sin embargo, en su interpretación general subraya que ellos no fueron más de 30% e inclusive menos, del total de sacerdotes novohispanos. Más que incitar a su feligresía, dice, la mayoría más bien la siguieron o pretendieron cierta postura favorable para conservar su control en localidades abiertamente rebeldes. Véase Van Young, 2006: 460–466 y 479.

25 Desde antaño Zumpahuacán fue obligado a servir en las zonas mineras y en la segunda mitad del siglo XVIII en Malinalco se habían exacerbado los conflictos por agua entre los pueblos y la hacienda de Jalmolonga. Ésta también era propiedad del inversionista y golpista Gabriel J. de Yermo.

26 AGN, Operaciones de Guerra, vol. 402, f. 15, 19 y 20.

27 Ortiz (1997: 47–48)opina que no hubo escasez de armas, pero en su estudio sobre todo sigue al ejército más importante de Hidalgo, en el que participaban numerosos soldados pertrechados.

28 Sobre los indios honderos en Cuautla, véase Ortiz, 1997: 326 y ss. Sobre la importancia que Morelos daba a los honderos y a la estrategia de subir la mayor cantidad posible de piedras a las azoteas véase Chávez Orozco, 1976: 77.

29 Mayores detalles en Mentz, en prensa. El doctor Estanislao Segura, en una tertulia en Todos Santos, dijo que los insurgentes querían un gobierno criollo, que el virrey era un traidor y Yermo un pícaro, que hacía dos años que estaba gobernando el reino, "pues él ponía y quitaba virreyes, y que europeos habían dado ejemplo a los americanos para hacer lo mismo". AGN, Criminal, v. 39, 3, f. 143. Al doctor se le hizo un juicio de infidencia y terminó preso en la ciudad de México.

30 Mariano Valdovinos, enemigo de Gabriel J. de Yermo y su vecino, dueño de las haciendas de Treinta Pesos y San Miguel, apoyó a los rebeldes, como harían otros de la zona de Yautepec, quienes le enviaron a Morelos a Cuautla una porción de cobre en febrero de 1812.

31 Durante el siglo XVIII, cuando la población había aumentado en las comunidades, también crecieron algunos ingenios azucareros. A fines del siglo, los miembros del consulado de comerciantes de la ciudad de México concentraban en sus manos más de 60% de la producción de azúcar de Cuernavaca–Cuautla. Modernizaron la industria, establecieron fábricas de aguardiente y dominaron los canales de comercialización interregional e internacional. Como necesitaban tierras, aguas, leña, maderas y pasturas para hacer productivas sus empresas, su voracidad sobre los recursos fue notable. Aunque la resistencia de muchos pueblos y el apoyo legal recibido sin duda les permitió, en algunos casos, conservar sus antiguos territorios o recursos, en muchos otros, sobre todo en Cuautla–Jonacatepec, los perdieron. Véase Sánchez Santiró, 2001; Mentz, 1988; Martin, 1985; entre otros.

32 Mariano Matamoros era cura de Jantetelco, pueblo rodeado precisamente por comunidades en conflicto contra el emporio "gachupín" de las haciendas Santa Clara y Tenango. Esa experiencia explica, quizá, que haya tomado el partido contra los europeos. Mayor discusión sobre el papel de los curas en Van Young, 2006: 460.

33 Aunque M. Ángel Michaus era adversario político de Yermo, es de interés su participación en la guerra, armando a los operarios de sus haciendas, y también su avidez por tierras en plena guerra, al expresar su exigencia "que se le satisfagan, si no en reales, en tierras realengas, los daños que han sentido sus haciendas de Buenavista y Santa Inés durante el Sitio de Cuautla", en AGN, Indiferente de Guerra, v. 401a, s. f. (1812).

34 AGN, Operaciones de Guerra, v. 8, f. 142, también citado en Alamán, 1972, vol. 2:138, y en Chávez Orozco, 1976: 43. Subrayado mío.

35 Véase Sánchez Santiró, 2001; Mentz, 1999, así como la bibliografía de la nota 2.

36 Decía un informe militar de octubre de 1810 de Cuajimalpa que "como los lanceros que traen los insurgentes vienen vestidos poco más o menos como los del Señor Yermo, nos ha parecido conveniente que para que se distingan, mande dicho señor Yermo una especie de banda encarnada o amarilla, de cualesquiera género ordinario". AGN, Operaciones de Guerra, vol. 402, s. n.

37 AGN, Criminal, v. 46, e. 19.

38 AGN, Criminal, v. 46, e. 19, f. 476. Sobre las relaciones de producción y de clase en estas zonas, véase Sánchez Santiró, 2001: 307–308.

39 AGN, Criminal, v. 44, e. 11, f. 291v. Subrayado mío.

40 Véase bibliografía especializada mencionada en las notas 2 y 35. Los contrastes podían ser menores en zonas de campesinos prósperos y haciendas menores, como en Yautepec. Véase Martin, 1885.

41 Este incidente lo reporta Hamnett, 1990: 173, basado en una carta de Nicolás Bravo al coronel Vicente Bravo, del 26 de enero de 1812.

42 Obviamente los rebeldes también contaban con armas como los realistas, pero resaltan las sencillas del hombre de campo. Véase informes de marzo de 1812 sobre el consumo del ejército: galleta o pan, sal, manteca, arroz, frijol y carne de res en Chávez Orozco, 1976: 74, y en AGN, Operaciones de Guerra, v. 200, f.111, comentarios sobre totopos, tortillas de maíz, tomates encontrados después de la batalla de Moyotepec. Se mencionan unos 1 500 infantes con alguna fusilería e indios con hondas y flechas.

43 Pablo Ruiz, velero de Sultepec, aprehendido en Jojutla. AGN, Criminal, v. 48, e. 11. f. 210–212.

44 Al respecto es fundamental la obra de Van Young, 2006, capítulo 2, pues ofrece estadísticas muy completas. La muestra presentada acá solamente se refiere a una pequeña parte de los combatientes que se acercaron desde el Bajío a la zona de estudio o que fueron aprehendidos en ella.

45 Para su historia como insurgente véase cuadro 2, núm. 55. Al parecer estaba más bien interesado en la riqueza de las tiendas y haciendas que se saqueaban, que en política.

46 En los cuadros se mencionan curas "gachupines", o que "no salieron", al igual que entusiastas insurgentes. Véanse números 56 y 74. Tanto insurgentes como realistas dejaron "correr su verba con las más extravagantes declaraciones". Como precisa Alamán, "la religión servía así de instrumento a uno y a otro partido, y el pueblo no sabía a quién creer, oyendo invocar tan respetable nombre a favor de las dos causas, y se le ponía en riesgo de no creer a ninguno". Alamán, 1972, vol.II: 26.

47 Véase a este respecto Alamán, 1972, vol. II: 283 y Van Young, 2006, caps. X y XI.

48 Esto fue evidente en la zona de Acapulco, donde el contraste entre la población mulata y la élite novohispana–mexicana siempre condujo a profundos resentimientos, como explican Hernández Jaimes, 2002: 234–239 y Hamnett, 1990: 173. El término "criollo" se usaba en la época virreinal simplemente como lugareño, nativo, local, o "de acá". Por eso, a mi modo de ver, debe usarse con mucho cuidado y sin proyectar al pasado "nacionalismos" o significados posteriores relacionados con los Estados nacionales del siglo XIX. Esos nuevos significados los adquirió el término en la Guerra de Independencia y en la interpretación republicana, cuando se contrastó a los americanos o "criollos" de la República Mexicana, con los "españoles" de la monarquía española.

 

Información sobre la autora

Brígida von Mentz es investigadora de tiempo completo del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social. Estudió en la Universidad Nacional Autónoma de México y se doctoró en Historia en la Universidad de Munich, Alemania. Ha sido profesora invitada de la Universidad Libre de Berlín y The University of Chicago. Su especialidad es la historia económica y social. Ha publicado más de cincuenta estudios que versan sobre la presencia de los alemanes en México, historia de la minería, historia del trabajo, pueblos de indios, historia del azúcar y del actual estado de Morelos. Entre sus publicaciones pueden mencionarse Cuauhnáhuac 1450–1675. Su historia indígena y documentos en 'mexicano'. Cambio y continuidad de una cultura nahua, 2008, M. A. Porrúa, México; Identidades, Estado nacional y globalización. México, siglos XIX y XX, coautores L. Aboites, Y. Montiel, M. Bertely, 2000, CIESAS, México.

Información sobre el fotógrafo

Jerónimo Palomares es egresado de la licenciatura en Etnología de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Ha expuesto de manera colectiva en el Museo de la Ciudad de México (2006), en la Escuela Nacional de Antropología e Historia (2006–2007), en la Escuela de Gastronomía (2008) y en la 13ra. Bienal Guadalupana De Centenario en Centenario y Lupita avanzando en el Centro Cultural San Ángel (2009). Su trabajo ha sido publicado en Ojarasca de La Jornada, Milenio, Tierra adentro, Cuartoscuro, Punto de Partida, Seedling y Biodiversidad, sustento y culturas —revista trimestral independiente distribuida en Uruguay, Chile, Argentina, Ecuador, Costa Rica, Colombia y México—. En 2006 obtuvo el tercer lugar en el Concurso Nacional de Fotografía Antropológica. Trabaja en un proyecto fotográfico intitulado "Peregrinaciones ambulantes".

Creative Commons License Todo o conteúdo deste periódico, exceto onde está identificado, está licenciado sob uma Licença Creative Commons