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Desacatos

versão On-line ISSN 2448-5144versão impressa ISSN 1607-050X

Desacatos  no.41 Ciudad de México Jan./Abr. 2013

 

Presentación

 

Ética y antropología: un nuevo reto para el siglo XXI

 

Ethics and Anthropology: A New Challenge for the 21st Century

 

Witold Jacorzynski* y José Sánchez Jiménez**

 

* Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Golfo, Xalapa, Veracruz, México, witusito@yahoo.com.br.

** Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social-Golfo, Xalapa, Veracruz, México, jsanchezj@gmail.com.

 

Este número de Desacatos está dedicado a las relaciones entre la ética y la antropología, dos disciplinas que han permanecido separadas durante más de un siglo. La separación no fue un divorcio. No puede divorciarse quien nunca estuvo casado. Estaban separadas debido a que ignoraban su existencia por razones epistemológicas, políticas e institucionales. En sintonía con estas razones, emergen en la actualidad tres temas que atraen la atención de los antropólogos interesados en la ética: la relación epistemológica y conceptual entre las dos disciplinas, los códigos de la ética para los antropólogos y el carácter moral de las políticas indigenistas. Revisemos estos temas en el orden mencionado.

 

ÉTICA Y ANTROPOLOGÍA: ¿JUNTAS O SEPARADAS?

La ética suele dividirse en tres subdisciplinas: la ética normativa, la ética descriptiva y la filosofía moral o metaética. Tradicionalmente, el uso de la ética se restringía a la ética normativa. La ética descriptiva detallaba y analizaba los sistemas éticos existentes y era considerada como tal por las ciencias sociales: sociología, antropología, psicología. La metaética o filosofía moral, en cambio, abarcaba una reflexión crítica sobre el lenguaje de ética: juicios morales, valores, obligaciones, derechos, etc. Cuando hablamos de la ética de Aristóteles, de santo Tomás de Aquino o de Kant pensamos en los grandes sistemas de la ética normativa y las consecuentes preguntas: ¿qué es lo bueno?, ¿qué es lo malo?, ¿cómo debemos vivir?, ¿cuáles son nuestras obligaciones morales? Si las respuestas a estas preguntas están bien elaboradas y constituyen un sistema coherente, pueden formar teorías éticas.1 Desde Sócrates la ética fue considerada la más importante de las disciplinas filosóficas y desde el tiempo de Aristóteles empezó a gozar de una autonomía notable (Williams, 1985: 1-52). Hoy la lógica, la metafísica, la ontología, la epistemología, la estética y la ética son las disciplinas que habitan en las aulas del castillo de la filosofía, juntas pero no revueltas.

¿Cuáles son las relaciones entre la ética normativa y la antropología? ¿Es importante la antropología para la ética normativa? ¿Es la ética normativa pertinente para la antropología? En el transcurso del siglo XX se presentaron dos posturas: la tradicional, que admitía que mientras la ética era relevante para la antropología, ésta no era relevante para la ética, y la más reciente, según la cual existe un traslape de intereses entre ambas disciplinas. Hasta finales del siglo XX predominó la primera postura. Nadie cuestionaba en la práctica el papel que la ética normativa debía desempeñar en la investigación antropológica: los antropólogos necesitan orientarse moralmente en su investigación, en las relaciones con sus informantes y con otros antropólogos. Los antropólogos son ciudadanos de una comunidad y deben someterse a sus reglamentos morales.

Al mismo tiempo, los datos recopilados y las teorías elaboradas por los antropólogos acerca del origen o función de la moral no aportan nada o casi nada a la ética normativa. La razón era epistemológica. David Hume observó en el siglo XVIII que el lenguaje de la moral no le rinde pleitesía al mundo como es. Lo que es no implica lo que debe ser. Kant siguió a Hume al afirmar al final de La crítica de la razón práctica que las cosas que merecen nuestra admiración son dos: "el cielo estrellado sobre mí y la ley moral en mí" (Kant, [1788] 1998). Los sistemas de valores alternativos, que no son deducibles de la ley moral única, forman constelaciones de estrellas cuan hermosas como inútiles. Finalmente, Moore admitía, al principio del siglo XX, que cualquier teoría ética naturalista, o sea aquella que intente deducir nuestras obligaciones de algunos hechos acerca del mundo o de la naturaleza humana, peca de una "falacia naturalista".2 Para saber cómo debo vivir yo es inútil saber como viven los dogones, los yanomami o los apaches.

Aunque Principia Ethica de Moore fue publicada en 1903, el problema de la falacia naturalista, el argumento antinaturalista y sus posibles respuestas a este argumento ocuparon los intelectos y la imaginación de los mejores filósofos del siglo XX. Gran parte de las respuestas a la guillotina de Hume-Moore fueron elaboradas en el lenguaje de la lógica y de la filosofía del lenguaje (Brandt, 1959: 163-166; Black, 1964; Geach, 1977; Searle, 1964; Holowka, 1981: 168-193; Rachels, 1991: 62-98). Éste no es el lugar para seguir los desesperados intentos de abolir la guillotina de Hume-Moore. Lo interesante es la huella que estos debates dejaron en la antropología. La primera respuesta de los antropólogos fue aceptar la guillotina: las normas no se siguen de los hechos (Bidnehy, 1953: 425; Tennekes, 1971: 16), pero mientras que unos aceptaron la gran tradición filosófica, los otros la pusieron en la picota. Hubo dos intentos de atar ambas disciplinas. El primero provenía de los filósofos en su mayoría y el otro, de los antropólogos. Aquéllos proponían rechazar la guillotina de Hume-Moore y soñaban con encontrar teorías filosóficas naturalistas más sensibles a los datos etnográficos. Los antropólogos empezaron a debatir el relativismo cultural, una nueva versión del relativismo ético, una postura filosófica por excelencia que se remontaba al credo de Protágoras: "El hombre es la medida de todas las cosas: de las que existen como existentes; de las que no existen, como no existentes". Si el hombre refiere a las comunidades, colectivos y culturas, el camino al relativismo cultural queda abierto (Diógenes Laercio, 1998: 236). Veamos ejemplos de ambos intentos.

Abraham Edel y May Mandelbaum Edel creían que la nueva filosofía permitiría captar científicamente lo que llamaron la ética en el sentido ancho (wide ethics) y no sólo la ética en el sentido angosto (narrow ethics). La ética en el sentido ancho no es un campo autónomo, forma parte de un contexto social, de una forma de vida. Para Edel, los métodos científicos permitirán estudiar la ética en su contexto más grande, inscribirla en los procesos psicológicos y culturales (Edel, 1959). Abraham Edel insistía en que la filosofía naturalista y pragmatista de Dewey era una alternativa para las éticas tradicionales no naturalistas. El pragmatismo de Dewey no sólo permite evitar la incómoda dicotomía hechos versus valores, además fundamenta la investigación de los temas tradicionalmente reservados para la filosofía sobre las bases científicas (Edel, 1961: 2001).

Una muchacha yanomami se pinta con urucu. Toototobi, Roraima, Brasil, 1996.

Aunque Edel apelaba a la unión de la ética normativa con la descriptiva, los filósofos y los antropólogos, entusiasmados por un nuevo concepto del significado como uso social (Wittgenstein, 1988; Ogden y Richards, 1946), dejaron de lado la reflexión normativa para ocuparse de los estudios semánticos y empíricos en torno a otros códigos éticos. Aprovechaban el material etnográfico reunido para postular o atacar la postura del relativismo en la ética descriptiva. En esta nueva variante, el relativismo afirmaba que las diferencias morales entre sociedades eran reales e insuperables. Cualquier intento de superarlas es visto como un intento etnocéntrico (Herskovits, 1938, 1948, 1958). La mayoría de los antropólogos defendían una modalidad de relativismo moderado. Las diferencias son reales pero pueden tener un denominador común, no excluyen las semejanzas, son respuestas distintas a las mismas necesidades humanas (Boas, 1896, 1920, 1930; Mead, 1928; Benedict, 1934). Finalmente, una legión de antropólogos y filósofos abogaron por una postura universalista: las sociedades humanas, por más distintas que sean, comparten algunos universales, o sea instituciones y valores humanos comunes (Murdock, 1945; Linton, 1952, 1954; Kluckhohn, 1953, 1955; Ladd, 1957; Mac Beath, 1952, Winch, [1964] 1994).

Desde el inicio del debate no quedaba claro si el nuevo relativismo era una postura unívocamente descriptiva. Desde entonces el término relativismo cultural fue fuente de una profunda confusión. Clyde Kluckhohn insistía en que el relativismo cultural no podía identificarse con el relativismo ético normativo (Kluckhohn, 1955), pero otros antropólogos ignoraban esta sugerencia. Para Melville Herskovits, el relativismo descriptivo tomó la mano de una versión del relativismo normativo de tipo cultural. Dado que los universales no existen, o sea que no hay criterios universales para los juicios de valor —elemento descriptivo—, éstos deben validarse en sus contextos culturales —elemento normativo—. Las culturas, no obstante, forman las unidades autónomas y no pueden ser objeto de ningún juicio moral —presupuesto teórico—. Por tanto, todas las culturas son válidas por igual —elemento normativo— (Herskovits, 1958).3

En su mayoría, los filósofos han puesto en la picota esta forma de relativismo al rechazar el relativismo cultural como una postura ética dogmática y contradictoria —si todos los juicios de valor valen dentro de sus marcos culturales, el juicio de que todas las culturas son iguales vale únicamente en su marco cultural y por tanto no puede obligar universalmente (Williams, 1972; 1985: 132-173; Gellner, 1973, 1994; Jarvie, 1977; Vernengo, 2004; Goodman, 1992)— o lo reformulaban como una postura metaética (Brandt, 1954: 87-90; 1959: 271-294; Peña, 1992: 4381), o bien como una consecuencia teórica del análisis tipo emic (Winch, 1994), o como una actitud de apertura hacia la diversidad cultural (Geertz, 1984: 263-278; Sánchez Durá, 1999: 9-35).

Los debates en torno al relativismo dividieron a los filósofos y a los antropólogos, sembraron confusiones, pero resultaron fructíferos. Convencieron a los antropólogos de que cualquier debate teórico sobre los universales culturales será endeble sin un análisis conceptual adecuado. La metaética, o filosofía del lenguaje ético, se consagró a cumplir parte de esta tarea en el siglo XX. Karl Duncker, psicólogo de la escuela Gestalt, fue un antecedente notable. En 1939 publicó un artículo en Mind en el que sugería que no podemos juzgar si miembros de diferentes tribus concuerdan o no concuerdan en sus juicios morales si no aclaramos el significado de sus actos. Las personas que abominan o alaban el infanticidio no querellan acerca de si es correcto o no asesinar infantes. La razón reside en lo que entienden por asesinato los que aceptan esta práctica y por infantes aquellos que la abominan. El conflicto se vuelve ilusorio (Duncker, 1939). Este planteamiento concordaba con la idea de Wittgenstein según la cual en la psicología empírica —y a pari en otras ciencias sociales— "existen métodos experimentales y confusión conceptual" (Wittgenstein, 1988: 452). La antropología es una hermana gemela de la psicología. Sin aclaración conceptual acerca del uso de "semejanzas", "universal", "diferencias", además de un detallado análisis conceptual de los usos de los términos nativos correspondientes, nunca sabremos si los universales morales existen o no.

Jóvenes yanomami en la lluvia. Demini, Roraima, Brasil, 1989.

El segundo intento de buscar la unión entre ética antropología se manifestó en la segunda mitad del siglo XX. Hacía poco menos de 50 años la propuesta de Edel se había convertido en un hecho en los albores del siglo XXI, aunque no todos los antropólogos vieran en su disciplina una ciencia empírica (Geertz, 1989: 18). ¿Por qué las disciplinas separadas de repente se casaron? Lo que hizo posible su unión fue una extensión del objeto de interés de los antropólogos. En este campo también había golondrinas. Margaret Mead opinaba en 1928 que el conocimiento de otras culturas debe conducir a una corrección de la nuestra (Mead, 1928).

En la década de 1960 vino una verdadera revolución en este ámbito, cuando nació la llamada antropología "en casa".4 En Estados Unidos a finales del siglo XX abarcaba ya los estudios de museos, hoteles, hospitales, prisiones, prensa, etc. (Clifford, 1999). En el artículo intitulado "The Primacy of Ethical", Nancy Scheper-Hughes (1995) sugiere que la etnografía debe ser usada como una herramienta para la reflexión crítica y la liberación humana, dado que la ética hace posible la cultura. Según esta perspectiva "posmoderna", la antropología debe orientar una mirada ética y una intervención crítica en relación con las instituciones sociales y las prácticas, a riesgo de debilitarse y volverse inútil. Habría llegado la hora de la etnografía autorreflexiva. Los estudios "fuera de casa" se utilizaban para enfrentar las cuestiones culturales "en casa" por medio de dos técnicas: la desfamiliarización por la crítica epistemológica y la desfamiliarización por la yuxtaposición de culturas (Marcus y Fischer, 1999: 137). Las técnicas de desfamiliarización asumen un punto de vista crítico y por tanto normativo. Como anuncian Marcus y Fischer, los antropólogos que trabajan "en casa" practican como su objetivo "la crítica de la ideología o la desmitificación de las maneras de pensar en el campo de la acción social y vida de las instituciones" (Marcus y Fischer, 1999: 152-153).

La perspectiva de una nueva antropología crítica permite cambiar un viejo prejuicio que piensa en la ética como una disciplina normativa, mientras que la antropología pregona únicamente su carácter descriptivo. Pero el prejuicio no surgió por los gustos de cocina. La creciente reflexión sobre la necesidad de algunos códigos de ética unificados refleja una preocupación por retener a la antropología dentro de los límites éticos sin mezclarse demasiado con la ideas de interdisciplinariedad. Los códigos de ética son la prueba de que, a pesar de todo, la antropología y la ética siguen siendo disciplinas autónomas.

al finales del siglo XIX, existió una distinción entre Volkskunde, el estudio de la población rural interna y su folklore, y Voelkerkunde, el cuestionamiento sobre "otros" más distantes (Archetti, 2008: 147). El interés de la antropología española se centraba más bien en criticar el "colonialismo antropológico" extranjero desde las perspectivas de los nacionalistas periféricos (Narotzky, 2008: 171197), pero como observaron Lins y Escobar, la antropología mundial, como la economía, tiene sus periferias, que están dirigidas desde un centro imperial (Lins y Escobar, 2008: 21).

 

LA NORMATIVIDAD PROFESIONAL

En el ejercicio de "escritura de la cultura", la participación del punto de vista del etnógrafo se transformó en un hito experimental de las relaciones de campo entre observador y observado (Marcus y Fischer, 2000; Rosaldo, 1991, entre otros), reconsiderando lo que el antropólogo entiende por objetividad. La responsabilidad del sujeto frente al objeto de conocimiento antropológico consiste en establecer las condiciones básicas para el ejercicio responsable de una antropología dialógica (Tedlock, 1983: 285-338) para fomentar la autorreflexividad de la disciplina. En este contexto, donde el antropólogo forma parte activa del proceso de producción del conocimiento antropológico, la eticidad se ha convertido en algo recursivo. A ello contribuyeron también los escándalos en que se ha visto envuelta la disciplina, que aluden sobre todo al compromiso que establece el antropólogo con el objeto de estudio (Tiarney, 2000; Coronil, 2001). Desde esta óptica podemos afirmar que la emergencia del debate sobre códigos éticos para las profesiones proviene desde lo que en efecto recibimos como "conflictos de interés" (Salmon, 2001), lo que ha derivado a su vez en un debate sobre límites disciplinares: ¿hasta dónde puede llegar la antropología en el conocimiento de sí? Múltiples trabajos se han orientado hacia una "etnografía de lo público" (Tedlock, 2005; Ross, 2005; Becker, Boonzaier y Owen, 2005), es decir:

un tipo de investigación y escritura que está directamente vinculada con los temas sociales críticos de nuestro tiempo, incluyendo tópicos como la salud y los servicios de atención médica, los derechos humanos, la supervivencia de la cultura, el ambientalismo, la violencia, la guerra, el genocidio, los procesos migratorios, la pobreza, el racismo, la igualdad, la justicia y la paz (Tedlock, 2005: 473).

Todos temas de interés público cuya inscripción social sucede en un dominio de relaciones local-globales. Como consecuencia, el antropólogo cruza con frecuencia las fronteras entre la singularidad de los objetos de conocimiento antropológico y amplía sus horizontes hacia una visión "cosmopolita" de ciudadanía. Entre las restricciones locales y la ampliación del dominio social, el contexto de relaciones sociales donde se inscribe la etnografía se ha ampliado con al menos dos consecuencias: 1) el punto de vista de autor y de representatividad son restringidos, limitados e insuficientes para dar testimonio de las relaciones sociales, y 2) la amplitud de temas sociales sitúa al antropólogo en un predicamento, dado que su presencia en diversos contextos y escalas conlleva un sentido de "implicación" en el mundo de sus pares. En el primer caso se ha optado por una antropología más bien dialógica, en tanto que en el segundo se ha reforzado la relación entre etnógrafos y pares por medio de una lógica contractual fundada en la idea del "consentimiento de la información". Sin embargo, estas alternativas sólo son una reducción del debate de cara a la historia social de la antropología en cada contexto y es absurdo trazar asimetrías de centralidad versus periferia porque suponen de antemano el modelo al que se aspira (v. gr., Narotzky, 2004). Para decirlo de otra manera: cada momento histórico de la disciplina conlleva el germen de un estadio de la conciencia moral. Peter Pels (1999) se percata de ello y en un recorrido por cuatro etapas históricas de la disciplina muestra la doble moral de la antropología que consiste en comprender la cultura e intervenir en ella simultáneamente.

Los debates en torno a la búsqueda objetiva de la verdad han orientado lo que podría denominarse "políticas de sentido" o "modelos morales de la antropología (D'Andrade, 1995). Desde esta posición, la insistencia en la codificación de la ética tendría como efecto el empoderamiento de las asociaciones, más que la discusión sobre las relaciones entre moralidad, intervención antropológica y contextos de interacción. En oposición se ha propuesto que la experiencia, más que las prescripciones, oriente los debates éticos. Incluso el valor de los códigos éticos profesionales se circunscribe al ámbito de la regulación contractual entre antropólogos y sus patrocinadores. No obstante, este peso negociador de las posiciones y del campo mismo implica el signo de una ética "contractual" que adjudica cierta preponderancia a la racionalidad electiva y a la condición de caeteris paribus para el ejercicio de las decisiones.

En el caso de la historia social de la antropología en Estados Unidos (Patterson, 2001) pueden advertirse hitos "paradigmáticos" ante los cuales las demás formas de ejercicio del quehacer antropológico se sitúan bien por la impronta de los problemas sociales y contextos de producción del conocimiento antropológico, o bien porque se asumen modas a partir de las que fructifica cierto tipo de estudios en demérito de otros. Como sugerimos más arriba, no puede desligarse la teoría antropológica del contexto social de producción, como tampoco de la orientación "ética" de la misma: primero porque la teoría antropológica define lo que es, y la metodología, cómo abordarlo, mientras que la reflexión ética nos señala los límites tenues entre lo que se puede y/o se debe hacer en cada caso.

Para ilustrar lo inacabado del debate sobre la pertinencia o no de los códigos de ética profesionales, en particular para la antropología, pongamos por caso que durante 2004 un grupo de investigadores patrocinado por A. Marín, practicante español de antropología biológica, que trabajaba en una universidad mexicana, realizó una investigación en diversas regiones de México haciendo acopio del ácido des-oxirribonucleico (ADN) de restos de osamentas de personas de grupos étnicos diversos. Además, se dedicó a recopilar cabellos de integrantes de "grupos étnicos" en varias "regiones culturales". Al término de su investigación decidió reincorporarse a una universidad en Barcelona, donde trabaja en la actualidad. Los resultados de su trabajo se desconocen en el gremio antropológico mexicano, pero no sus procedimientos de acopio de información. Si bien es cierto no violó ningún código ético "escrito", eso no quiere decir formalmente que no haya incurrido en falta de ética respecto de su investigación. La razón es que en México no hay códigos éticos para áreas de investigación emergentes y tampoco para las disciplinas en boga. Mientras en el ámbito académico se discute sobre la figura de un ombudsman para la defensa del honor de los agremiados antropólogos y su pertinencia al interior de las universidades, el tiempo transcurre y suceden casos como el mencionado, que al ocurrir dentro de un contexto sin restricciones sobre acceso y uso de información genética, que seguramente podría alimentar el Human Genome Diversity Project, pueden llegar a promover prácticas de colonialismo genético sobre la potestad: ¿tu cuerpo me pertenece? (Marks, 2005). Debates como éste demandan del ejercicio teórico y práctico sobre la emergencia y creación de códigos éticos para la regulación de las disciplinas.

La historicidad de los códigos de ética para la regulación de las prácticas de intervención humana se remontan a la historia del "consentimiento informado" (Faden y Beauchamp, 1986: 54), cuyos principios pueden resumirse en tres aspectos generales: a) que los pacientes o sujetos deben estar de acuerdo con una intervención basada en la comprensión de información relevante; b) que el consentimiento no esté sujeto a influencias que podrían determinar el cauce de las respuestas del sujeto o paciente, y c) que el consentimiento debe involucrar el otorgamiento intencional del permiso del sujeto para una intervención. Para el caso de las ciencias sociales en particular, se ha intentado la síntesis de los siguientes principios "éticos" para salvaguardar la integridad de los participantes de una investigación (Mäkelä, 2008): a) participación voluntaria y consentimiento informado; b) confidencialidad, anonimato y protección de los datos; c) protección de los intereses de aquellos a quienes se estudia; d) participación en debates públicos; e) libertad para publicar y acceder a los datos; f) visibilidad pública versus investigaciones clandestinas; g) resolución de quejas de adjudicación prejuiciosa de valores a los sujetos estudiados, y h) diferimiento de la autoridad del etnógrafo hacia la responsabilidad compartida con los pares de investigación.

La adopción de principios éticos para el caso de la antropología no puede desvincularse de la historicidad social de la disciplina. Dado que en México no existe propiamente un límite acerca de cómo el cientista social se relaciona con el mundo, su disciplina y los pares de investigación, y en virtud de que nuestra disciplina está más cerca de una concepción y práctica anglosajonas, baste con mirar las modas antropológicas y sus contextos de producción para dar testimonio de las tendencias de la "conciencia moral" de la antropología mexicana. Ofrecemos algunos ejemplos de esta idea que sirven como marco de sentido para lo que se está afirmando:

a) En México durante la época del caudillismo y de la necesidad de construir un Estado-nación los estudios sobre áreas culturales, de cara al tema de integración social, llevaron a los antropólogos a pensar en el "otro" como desintegrado y atrasado. El imperativo categórico consistía en anteponer los intereses de la nación frente a la desintegración social y el atraso (v. gr., Gamio, 1992; Aguirre Beltrán, 1991).

b) Más tarde, cuando la modernización del país requería nuevas formas de articulación de lo disperso, el centralismo se tradujo en prácticas antropológicas de áreas culturales: ¿qué áreas eran de atraso y cuáles potencialmente de vanguardia? Mientras los estudiosos dedicaban tiempo a la reconstrucción de las civilizaciones de riego discutiendo las premisas de Wittfogel (Palerm, 2007), el Estado avanzaba en la construcción de presas hidrológicas para la producción de energía eléctrica para los "núcleos urbanos emergentes".

c) Entre las décadas de 1950 y 1960 se percibe un tono pesimista en la idea de desarrollo en Latinoamérica (Cardoso y Faletto, 1992). La "región" se habría visto envuelta en una crisis de civilidad y de atraso de los países latinoamericanos, incluido México. La "diversidad" no era un tema de la agenda, sino la "colectividad". El nacional-populismo y la creación de estrategias de amortiguamiento social para evadir el conflicto habían apostado por la homologación de las identidades diversas (Zapata, 2001). La adopción del estructural-funcionalismo habría sido cuestionada por eludir el tema del conflicto social. La ruptura del compromiso funcionalista y los movimientos sociales de la década de 1960 advertirían sobre el giro marxista en la antropología (Ortner, 1993).

d) Hacia la década de 1970, el marxismo fructificaría en los debates antropológicos. Los materialistas culturales asumirían como eje de reflexión la simetría entre desigualdad y pertenencia a grupos étnicos, aunque seguían pensando con categorías holistas, como las enarboladas por el movimiento obrero campesino (v. gr., Palerm, 2008). En este contexto, un equipo de antropólogos mexicanos se dedicó a trabajar en temas relativos a la distribución de la riqueza y las asimetrías de posesión y usufructo de recursos escasos.

e) Hacia 1980, el llamado ajuste estructural en la economía serviría de protocolo al advenimiento del neoliberalismo (Sader, 2001). La conversión de Geertz desde la ecología cultural hacia una antropología interpretativa marcaría el inicio de otras formas de hacer antropología. Contexto, juegos de lenguaje, actores, punto de vista del actor denotarían los nuevos códigos de relación social entre antropólogo y los objetos de conocimiento antropológico (Ortner, 1993; Gellner, 1994).

f) El terreno era propicio para la crítica posmoderna. La década de 1990 se caracterizó por la emergencia de la crítica de la objetividad y la textualización de la cultura. El poder de la escritura mostraría los múltiples excesos cometidos en nombre de la ciencia. En este contexto, las denuncias por el desempeño de los antropólogos adquirieron tintes internacionales (Pels, 2005). Los años siguientes, en la década de 2000, dan testimonio de la resonancia de un debate aún por fomentar a riesgo de que se debilite: eticidad para la antropología. Nunca como ahora tenemos mayor conciencia de la diversidad y de las implicaciones que surgen al violentar los límites acerca de lo que la antropología puede y debe hacer.

Como observamos, los periodos que conforman, idealmente, el marco de sentido para el desarrollo de una historia social y argumental del ejercicio de la profesión antropológica en México están lejos de asimilarse al de otras historias sociales, no obstante que en un marco ampliado puede haber puntos de contacto. Estos puntos de contacto marcan influencias, aunque también permiten realizar diferencias en sentido fuerte que otorgan singularidad a las formas de concebir la relación entre etnógrafo y pares. Por citar sólo un ejemplo, en el caso de la etnografía que se practica en Estados Unidos, se demanda el consentimiento de la población o el núcleo de sujetos que habrán de fungir como "informantes clave", mientras que en México la población no está habituada a pensar en términos contractuales, sino filiales, y sólo cuando surgen conflictos de interés, sobre todo en el ámbito de la antropología aplicada, los sujetos se convierten o se expresan como actores políticos que reclaman negociaciones como la del "consentimiento informado". Por consecuencia, la singularidad orienta la reflexión sobre códigos éticos, pero también la cuestiona, pues tarde o temprano el quehacer antropológico habrá de vérselas con la jerarquización de valores: singularidad fundada en la diferencia, que no niega la multiplicidad, sino que afirma su especificidad dentro de un conjunto de valores frente a otros. Más allá, debe haber posibilidad de fundar un ejercicio racional en la concepción ética de la disciplina que no sucumba a la tentación de la insularidad ni a la victimización o heroicidad de sus artífices. Sobre todo porque la antropología no es una disciplina cerrada sobre sí misma y tampoco un lenguaje "privado", sino más bien público, abierto e indeterminado. ¿Los códigos éticos deberían cifrar a la disciplina?

 

ÉTICA, ANTROPOLOGÍA, POLÍTICA

La normatividad profesional no ha agotado todas las consecuencias morales de los quehaceres antropológicos. Los antropólogos se vieron obligados no sólo a reflexionar sobre los problemas que antes fueron el objeto de los debates de los filósofos morales, sino a navegar entre las normas morales escritas en los códigos, otras normas morales, tendencias políticas y su conciencia. Como observa Jesús Ruvalcaba: "la ciencia nunca ha sido ni puede ser neutra [...], la ciencia y los científicos tienen un compromiso especial con la sociedad en donde se desenvuelven y viven" (Ruvalcaba, 2008: 36). Aunque el autor no analiza los significados de los conceptos clave como "neutra" y "no puede ser", además de asumir en su argumentación que la antropología es una ciencia, sugiere un punto de partida fructífero: el antropólogo, para parafrasear a Heidegger, no está en el mundo como pez en el agua, sino como agua en el agua. En el agua en que él mismo está disuelto fluyen los problemas morales que deben ser analizados desde la perspectiva de la ética aplicada o práctica: el problema de la discriminación, la responsabilidad del antropólogo, el paternalismo, el etnocidio, la discriminación positiva, la autonomía, etc. (Beals, 1969; Barnes, 1977; Appell, 1978; Beauchamp et al., 1982). Ningún código de ética es capaz de reglamentar todos los problemas morales posibles. Cualquier problema posible puede volverse real dadas las circunstancias. Además, su aplicación implica a menudo un análisis conceptual y situacional-casuístico. Los códigos de ética no pueden sustituir a la conciencia moral ni al pensamiento crítico,5 pero la conciencia moral es sólo un agua en otra agua, como la política.

¿Acaso el código de ética no puede resolver los dilemas de la política porque es la política la que crea y determina los códigos de ética? La respuesta afirmativa resultaría prematura. Las políticas están cargadas de valores en dos sentidos: aunque orientan política y legalmente el marco para las discusiones éticas, están a su vez forzadas a pasar por un escrutinio ético. Es probable que tal postura no satisfaga a los políticos que desde el Renacimiento siguen la estrella de Maquiavelo, que advierte a los príncipes: "quien prefiere a lo que se hace lo que debería hacerse, más camina a su ruina que a su consolidación" (Maquiavelo, [1532] 2004: 87-88). El héroe de Maquiavelo no es el príncipe cristiano al estilo de Erasmo de Rotterdam, sino un político astuto: César Borgia. Es importante notar, a rebour de los políticos, que el credo de Maquiavelo puede leerse como un imperativo hipotético: "si uno no quiere ir a la ruina que haga a veces lo que no debería hacerse". Lo interesante es que este credo no sirve para quienes consideran que a veces uno debería ir más bien a la ruina que abandonar sus principios morales. El conflicto entre la moral y la política se ha vuelto parte de la forma de vida occidental después de Maquiavelo. Ambas esferas de vida se combinan recíprocamente dentro de las tradiciones y prácticas sociales (Phillips, 1986), una puede juzgarse desde la otra. De esta manera, en vez de un casamiento monógamo entre dos disciplinas, nos enfrentamos con un triángulo: antropología, ética y política. Ofrezcamos un ejemplo sobre su convivencia proveniente de México.

Es notable que la disputa filosófica en el mundo anglosajón —la cuestión de si la antropología debía o no incorporar los elementos normativos— se introdujera en México de manera indiscutible. En la ausencia de las disputas éticas y epistemológicas, se asumió tácitamente que la antropología era una ciencia de carácter moral.6 Mientras en Estados Unidos se exterminaba primero a los indios, en México, para asimilar a los que quedaban, con excepción de los yaquis y los apaches, las políticas del exterminio pronto fueron sustituidas por los programas normativos de la antropología aplicada. Los grandes trabajos de la antropología indigenista mexicana no sólo incorporaban los elementos de la ética descriptiva —describían lo que Edel llamaba ethics wide, o sea los sistemas normativos nativos situados en su contexto social (Gamio, 1922; Redfield y Villa Rojas, 1934; Villa Rojas y Echánove, 1946; De La Fuente, 1949)—, además servían para obrar y transformar al indio en un ciudadano, al campesino en un proletario, al otro interno en uno de los "nuestros" (Villoro, 1950: 225).

Los indígenas yanomami. Tootobi, Roraima, Brasil 1996.

Las políticas indigenistas fueron cuestionadas a partir de la década de 1970 (Barabas y Bartolomé, 1986; Bonfil, 1970; Medina, 1986; Pozas, 1986). Pero mientras que Aguirre Beltrán protestaba contra un uso discrecional y extravagante de "etnocidio" en relación con las prácticas del Instituto Nacional Indigenista (INI) y otras instituciones estatales indigenistas, en una compilación importante de Báez-Jorge de 1996 se utiliza este término de manera histórico-analítica (Báez-Jorge, 1996: 19). Los debates que se desataron cuestionaron lo que antaño era incuestionable: la integración del indio a la sociedad mexicana. La cortina de hierro del indigenismo integracionista del Estado mexicano entró en un largo proceso de oxidación. Dos políticas opuestas se incorporaron a la arena: una neointegracionista, inspirada de algún modo en Aguirre Beltrán y Reyes Heroles, y otra que se popularizó a partir de los años noventa: la autonomista (Nahmad, 2008; Krotz, 2008: 119-143). No es nuestro propósito resumir las abundantes discusiones políticas y jurídicas que han tenido lugar al respecto en las últimas dos décadas.

Los trabajos que muestran el involucramiento moral de dichas políticas y que ofrecen argumentos éticos a favor y en contra de cada postura datan de los años noventa y hasta nuestros días y en su mayoría son obra de los filósofos (Salmerón, 1998; Olivé, 1999, 2004; Villoro, 1998, 2000, 2004; Garzón, 2000, 2004; Camps, 2004; Velasco, 2004; Sobrevilla, 2004; Pereda, 2004). Mientras que la mayoría de los filósofos incorpora los argumentos antropológicos, los textos de los antropólogos que abogan por el derecho a la autonomía o a la diferencia se abstienen de discutir con los filósofos (Krotz, 2004; Bonfil, 2004) o bien ofrecen una crítica de las corrientes éticas desde una perspectiva superficial e ideológica (Díaz Polanco, 2006). Dos tipos de estudios brillan por su ausencia: los multidisciplinarios y dialógicos entre éticos y antropólogos, y una especie de case studies en la ética antropológica, o sea análisis éticos de los dilemas antropológicos. Ambos tipos de estudios servirían para iluminar a los políticos en su labor pro publico bono. Ofrezcamos una lista de los posibles casos relacionados con dos posturas éticas ligadas a las políticas indigenistas: 1) ¿Cuál de los dos modelos de las políticas indigenistas debe ser aplicado en el caso de México? ¿Cuál debe ser el papel de los antropólogos en estas decisiones?;7 2) ¿Tienen las minorías étnicas derecho moral a la autonomía y/o a la separación del Estado-nación?;8 3) ¿Cuál es el límite del principio autonomista basado en "usos y costumbres"? ¿Debería el principio de autonomía abarcar las prácticas abominables desde la perspectiva del Estado liberal —por ejemplo, desigualdad de género, violencia doméstica, linchamientos por acusaciones de brujería, expulsiones religiosas, etc.—)?;9 4) ¿Cómo resolver el conflicto de intereses entre los individuos y la comunidad al aceptar la postura autonomista orientada hacia las comunidades?; 5) ¿Debe aplicarse el principio de la discriminación a la inversa en las políticas públicas hacia los indígenas o éstos deben ser tratados como otros ciudadanos? Los ejemplos pueden multiplicarse. Sobresale la importancia de estas preguntas en vista de los conflictos y nuevos movimientos indígenas en todo el mundo. La relación entre ética y antropología es un nuevo reto para el siglo XXI.

 

LOS ARTÍCULOS

José Sánchez Jiménez intenta decodificar la clave meta antropológica que orienta la relación del antropólogo/etnógrafo en contextos diversos. Ha tomado como punto de partida la singularidad de códigos éticos propuestos para los casos estadounidense y chileno. Acude a las nociones de clave y cónclave y abre un camino para recorrer el continente de códigos, derechos, obligaciones y deberes que caracterizan a ambas propuestas. Lo que las articula es que en ambos casos se trata de concepciones neoliberales de las relaciones sociales. Pero el peso histórico y contextual las separa: en el caso del código ético de la Asociación Americana de Antropología —siguiendo puntualmente el debate suscitado por la publicación de Darkness in El Dorado en torno a la fiereza de los yanomami aducida por Chagnon y otros— se muestra cómo al surcar el espacio de fronteras culturales surgen potencialmente nuevos conflictos que se traducen en una lucha entre restricción o ampliación de la esfera pública y el Estado de derecho. Mientras que en el caso estadounidense el problema se condensa en el exceso de libertades, para el caso chileno se trata de su opuesto: la carencia de libertades como resonancia de la dictadura de Augusto Pinochet. El autor se enfrenta a un problema del que no puede salir eligiendo una perspectiva universal o singular. Busca de manera alterna orientar la mirada del lector hacia los problemas emergentes de la responsabilidad social que de forma acontecimental pudieran sugerir espacios de regulación. Por consecuencia, el código ético para la antropología, en caso de generalizarse, llegaría a convertirse en un emblema, parafraseando a Italo Calvino a propósito de la búsqueda de lo común en las ciudades. Mientras tanto, será "imposible encontrar el sentido sin sufrir".

Por su parte, Esteban Ordiano Hernández asume una postura ética contextual, simétrica y situacional que permite superar toda forma prescriptiva que elude el compromiso reflexivo sobre principios éticos. Debido a que los códigos profesionales, la propuesta de Sánchez Jiménez incluida, no resuelven los problemas de simetría entre pares ni entre otros códigos o principios morales, es necesario reflexionar sobre el valor de los principios éticos. Incluso, asumir una perspectiva universalista significaría el sacrificio de la singularidad, en tanto que hacerlo desde una más bien relativista anularía la capacidad de juzgar entre lo justo e injusto validando aquello que contraviene los derechos de terceros. Como alternativa se propone al lector incursionar en una ética transcultural, inductiva y no deductiva para salvar los reduccionismos a priori que llevan a romper la simetría "transcultural". Para llevar adelante su propuesta el autor propone distinguir entre principialismo y casuística, y toma partido por la segunda. Dado que la antropología se rige por la exploración de la diversidad cultural y el respeto de la diversidad moral, cualquier intento por normar las relaciones profesionales entre etnógrafo y colaboradores etnográficos sería autoritario y rompería con el principio de respeto a la diversidad. En consecuencia, y según MacIntyre, Ordiano Hernández concluye a favor de "un diálogo transdisciplinario y transcultural para afrontar los distintos rostros culturales de la moral". Sin duda, entre los dos primeros artículos debe haber más posibilidades de lectura. Lo emergente y acontecimental ponen de manifiesto la potencia del texto sobre los códigos, se advierte al lector que el oficio de antropólogo, al ser situado en la esfera de lo público, ha dejado de ser privativo de un cónclave. Este hecho hace evidente la necesidad de una ética "transcultural", que tampoco resuelve el problema de la jerarquización de valores, a riesgo de incurrir en lo que Ordiano Hernández ha tratado de eludir, el principialismo.

El artículo de Nicolás Sánchez Durá muestra la pertinencia del relativismo cultural. El autor argumenta que el relativismo cultural es un "antídoto" contra el etnocentrismo arraigado con profundidad en la cultura occidental. En un elocuente resumen, Sánchez Durá revisa tres versiones del etnocentrismo, a saber: una universalidad impostada —Las Casas, Condorcet, Hegel—, exoticismo —Montaigne, Gauguin— y un particularismo narcisista exacerbado —Lévi-Strauss—. Estos ejemplos no agotan el universo de todos los posibles etnocentrismos, pero sí constituyen un punto de partida útil. Sánchez Durá constata que estos tipos de etnocentrismo han servido de soporte para muchas instituciones e ideologías occidentales.

Como afirmamos antes, hasta el siglo XX el tema del relativismo fue objeto de las disputas filosóficas acerca de la naturaleza de la verdad y la falsedad —epistemología y lógica—, o de lo bueno y lo malo —ética—, o bien de lo bello y lo feo —estética—, además de su respectiva relatividad vinculada con algunos marcos de referencia, así como con sistemas de creencias individuales, imágenes del mundo compartidas y culturas. Sánchez Durá retoma a Geertz y reivindica este último concepto como central para cualquier reflexión antropológica acerca de la relatividad de valores, principios, juicios morales. Tres tesis del autor lucen especialmente originales. En primer lugar, Sánchez Durá admite que la oposición entre los esencialistas y los deconstructivistas es un dilema falso. En su argumentación sigue el análisis wittgensteiniano que propone resolver los enredos lingüísticos al remitir el uso de las palabras a sus contextos originarios formados por juegos de lenguaje. La expresión "la cultura de los dogones" tiene significado o no, dependiendo del juego de lenguaje en el cual aparece. En segundo lugar, en sus planteamientos el relativismo cultural no es una doctrina filosófica al estilo de Protágoras en la que en lugar del hombre como la medida de todas las cosas aparecen las "culturas", sino más bien una actitud escéptica y crítica hacia nuestra propia cultura. Es "la expresión de una actitud moral que consiste en valorar la diversidad". En tercer lugar, en el discurso de Sánchez Durá el relativismo se expresa en un pensamiento crítico que necesariamente transciende las fronteras entre las culturas e imágenes del mundo.

El artículo de Witold Jacorzynski resume, analiza y comenta las tesis más importantes de Sánchez Durá. En primer lugar, Jacorzynski observa que el relativismo cultural es el producto más importante de una yuxtaposición de dos disciplinas que se mantienen separadas de manera errónea: la filosofía y la antropología. Las dos son indispensables y entretejidas. La primera examina y esclarece el uso de los conceptos, al tiempo que nos orienta acerca del sentido de nuestra profesión. La segunda emplea estos conceptos para levantar estudios acerca del otro y su mundo, intervenir en él o dejarlo como está. Jacorzynski admite que el mérito más grande de Sánchez Durá es elaborar una formulación formal o un esquema del concepto del relativismo que permite entender la idea general que subyace en cualquier postura relativista, además de mostrar la pertinencia moral de la discusión "relativismo" versus "etnocentrismo". Argumenta contra el etnocentrismo defendido por antropólogos como Lévi-Strauss o por filósofos como Leszek Kolakowski, sin que por ello se sienta inclinado a admitir la validez del relativismo cultural entendido como una doctrina clásica. Si todos los valores son relativos a la cultura, el criticismo, la tolerancia y la justicia también deben ser relativos. Pero esta conclusión es demasiado radical. ¿Cómo podemos mediar entre las culturas si no reconocemos la universalidad de la mediación? Pero reconocer la universalidad de la mediación es un paso reconocido únicamente en la cultura occidental, lo que conduce al etnocentrismo. Jacorzynski refuerza el postulado de Sánchez Durá según el cual el relativismo cultural es una invitación a valorar críticamente la diversidad. A lo largo de su artículo, Jacorzynski intenta evitar tanto al Escilla del relativismo clásico como al Caribdis del etnocentrismo e iluminar la reflexión normativa con la luz de los conceptos de Ludwig Wittgenstein: antiesencialismo, semblanzas de la familia e imagen del mundo. En conclusión, pone de manifiesto que, a diferencia del relativismo cultural clásico, la versión moderada no debe exponer como un valor máximo únicamente la tolerancia hacia otras culturas, sino al operar en un espacio transcultural formar una nueva cultura de la crítica y autocrítica.

Indígenas yanomami matan a un oso hormiguero. Demini, Roraima, Brasil 1989.

 

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Notas

Los editores de Desacatos agradecen el apoyo de Mark Bass en la traducción de los pies de foto de las imágenes de Michel Pellanders.

1 Es difícil clasificar las teorías éticas, puesto que cualquier clasificación depende del principium divisionis o criterio de la división. Aquí basta mencionar uno de tales criterios posibles: el carácter de la justificación de los juicios éticos. Según este criterio, las teorías éticas se dividen en tres grupos: 1) éticas naturalistas o basadas en algunos hechos morales —por ejemplo: sensibilidad al placer o al dolor, intereses, naturaleza humana, etc.—; 2) las teorías intuicionistas basadas en un tipo de intuición moral o en el reconocimiento intelectual de la naturaleza de nuestras obligaciones, y 3) las teorías formalistas, que definen nuestras obligaciones y derechos en términos de un procedimiento. Entre los naturalistas están los utilitaristas —Jeremy Bentham, John Stuart Mill, Peter Singer—, los pragmatistas —William James y John Dewey—, los sentimentalistas —David Hume—, la ética basada en los intereses, de Ralph Barton Perry, y las éticas que derivan nuestras obligaciones de hechos sociales, como las promesas de John Searle, o la moralidad como una forma de la conciencia social en el marxismo. Entre las teorías intuicionistas están los sistemas de ética de George Edward Moore, David Ross y Deirdre McCloskey, las éticas de la virtud —por ejemplo: el eudaimonismo de Aristóteles y la ética de las virtudes de Alasdair Mclntyre— y la ética de reglas de William Frankena. Entre las éticas formalistas están las teorías basadas en el principio de la universalidad —por ejemplo: las doctrinas de Immanuel Kant, Marcus Singer, Richard Hare, o las doctrinas apoyadas en el contrato social, como la de John Rawls (Holowka, 1981: 202-203).

2 Esta observación fue minuciosamente elaborada en Principia Ethica por Moore. Podemos denominar a su experimento el "argumento de la pregunta abierta", que enuncia: asumamos que cualquier ética naturalista se fundamente en la creencia de que a) "X es bueno" significa que "X posee una propiedad P"; segundo, formulemos dos preguntas: b) "X posee P, ¿pero acaso X es bueno?", y c) "X posee P, ¿pero acaso X posee P"?; si a es correcto, entonces b y c tienen el mismo significado, pero a y b no tienen el mismo significado, por tanto a no es correcto. ¿Por qué a y b no tienen el mismo significado? Moore responde: porque b es la "pregunta abierta", mientras que c no lo es. Moore entiende por "abierta" una pregunta con sentido, una pregunta sustancial, importante o pertinente (Moore, [1903] 1929: 1-21; Rachels, 1991: 169).

3 La confusión puede evitarse al introducir una distinción entre dos tipos de debate: relativismo descriptivo o particularismo versus universalismo —debate descriptivo— y relativismo cultural versus absolutismo —debate normativo—.

4 Aunque en Estados Unidos la etnografía "casera" pudiera ser una reacción de los antropólogos al aburrimiento de estudiar a las diezmadas tribus indias, en otros países fue un hecho. En los países que debían abandonar sus ambiciones colonizadoras, como Alemania

5 Antígona, en el drama de Sófocles, expresó por primera vez este punto. Aunque por orden de Creonte, rey de Tebas, a Polinices —a diferencia de su hermano Eteocles— le fue negado el sepulcro, Antígona, su hermana, desobedece al rey para hacer lo que considera correcto. Realiza a escondidas el funeral de Polinices, para sufrir las trágicas consecuencias de su acto. Las leyes humanas o positivas no pueden sustituir a las leyes divinas (Sófocles, 2002).

6 El tema principal que unía a los filósofos y antropólogos en las discusiones en Estados Unidos, el relativismo ético y su nueva versión de relativismo cultural, en México fue un tema exótico y reprimido. En ausencia de las disputas serias sobre el relativismo, se importaban los textos históricos mal escogidos (Rutsch, 1984) o se los utilizaba como invectiva. Un ejemplo de esta tendencia es la respuesta de Aguirre Beltrán a Miguel Bartolomé y Alicia Barabas en la que el antropólogo mexicano tacha a sus adversarios de "happy savage anthropologists" que creen dogmáticamente en el "relativismo cultural" (Aguirre Beltrán, [1975] 1986: 373).

7 En Estados Unidos la pugna entre los integracionistas y los autonomistas ocurrió mucho antes. El movimiento autonomista American Indian Movement (AIM) nace con la toma de Alcatraz, Wounded Knee, y las oficinas del Bureau of Indian Affairs (BIA) en Washington, D. C. Deloria proclamó una nueva época en la que los antropólogos no nativos deben dar testimonio de sus actividades ante los representantes de las tribus indígenas (Deloria, 1980). En respuesta, Washburn, un antropólogo no nativo, reconoció este caso como incómodo para los antropólogos. Según Washburn, no quedaba claro qué era lo deseable para la "totalidad más grande de las sociedades indígenas" —"larger aggregate of Indian communities"— (Washburn, 1985).

8 La discusión sobre las autonomías indígenas está en el tapete de los foros internacionales. El autonomismo asume una nueva perspectiva en el trato de los nativos: los indígenas son vistos como miembros de grupos étnicos más que como clases o grupos sociales, además de que poseen derechos tanto individuales como colectivos (Escárzaga y Gutiérrez, 2005; IWGIA, 2006).

9 Las discusiones jurídicas y políticas en torno a las expulsiones están reunidas, por ejemplo, en la "Primera audiencia pública sobre las expulsiones indígenas y el respeto a las culturas, costumbres y tradiciones de esos pueblos" (CECH, 1992). Es un material valioso para la construcción de un casus al respecto.

 

Información sobre los autores

Witold Jacorzynski es profesor-investigador del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS)-Golfo. Su investigación se ha enfocado en teoría antropológica, filosofía y etnografía de los pueblos indios de Chiapas. Ha sido profesor visitante en las universidades de Notre Dame (Estados Unidos), de Leipzig (Alemania) y de Castilla-La Mancha (España). Es autor de libros sobre antropología y filosofía, entre otros: Entre los sueños de la razón: la filosofía y antropología de las relaciones entre hombre y medio ambiente (CIESAS, Cámara de Diputados, Miguel Ángel Porrúa, 2004), Crepúsculo de los ídolos en antropología social: más allá de Malinowski y los posmodernos (CIESAS, 2004), En la cueva de la locura. La aportación de Ludwig Wittgenstein a la antropología social (CIESAS, 2008), La maldición de Judas Iscariote: la aportación de Ludwig Wittgenstein a la filosofía y antropología de la religión (CIESAS, 2010). Pertenece al nivel II del Sistema Nacional de Investigadores.

José Sánchez Jiménez es profesor-investigador del Centro de Investigaciones y Estudios Superiores en Antropología Social (CIESAS)-Golfo desde 2009. Es consultor en métodos de análisis cualitativo asistidos por computadora desde 1994. Ha dictado cursos de metodología de la investigación en la Facultad Latinoamericana de Ciencas Sociales-México y en el CIESAS, de teoría social y antropológica en instituciones educativas de nivel superior. Sus intereses de investigación abarcan los dominios de la antropología de la salud, el medio ambiente y los métodos cualitativos de investigación. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores, nivel I.

 

Información sobre el fotógrafo

Michel Pellanders nació el 31 de diciembre de 1951. Estudió en la Rietveld Academie y en la Rijksacademie van Beeldende Kunsten de Ámsterdam. Es fotoperiodista independiente, representado por la agencia Hollandse Hoogte desde 1980. Ha realizado viajes de trabajo a México y Nicaragua (1982-1983), Brasil (1987, 1989 y 1996), Madagascar (2000), Sudáfrica (2001), África Central (2002) y México (2003). Ha publicado su trabajo en los libros Mekarõn: Amazone Indianen (Fragment, 1993), Awí! Amazone Indianen (Mets en Schilt, 2000), Tsanga-tsanga-na. Madagaskar: verhalen over een eiland (KIT, 2002) y Kalahari. Bushmen: verhalen uit Zuidelijk Afrika (KIT, 2003). También ha colaborado en filmes como Maan, oerwoud, vuur, aardeLuna, bosque, fuego, tierra— (1990) y en producciones musicales como Awí Productions: Amazone Indianen (1992). <www.michelpellanders.nl, awi2mami@dds.nl>

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