Introducción
Hasta antes de la llegada de los conquistadores españoles, la organización del territorio americano por parte de la población aborigen tuvo lógicas propias. En el caso del occidente de México, si bien grandes extensiones geográficas no contaron con asentamientos humanos de importancia, en otras áreas la población indígena fue abundante y dejó su huella en múltiples sitios habitados y organizados. Diversos investigadores han destacado lógicas de ocupación indígena notoriamente distintas en dos grandes regiones que luego integraron la Nueva Galicia. La primera estableció una gran extensión que obligó a la vida trashumante de pequeñas bandas de cazadores y recolectores, carentes de organización económica y de políticas complejas en un medio escaso de agua. Ésta conformó el territorio conocido durante el siglo XVI como la Gran Chichimeca. En el caso de la segunda, se trata de una extensa región meridional de mayor humedad, adecuada para el desarrollo de la agricultura y el sostenimiento de centros poblacionales con sus instituciones, lo que propició la sedentarización de los grupos indígenas en pueblos o aldeas; el cultivo del maíz, frijol y aguacate; la fabricación de casas de piedra, y adobe, así como la construcción de templos con montículos.1
Luego de la caída del imperio mexica y la ampliación del dominio hispano, la tierra recién descubierta pasó a manos de la corona española. Con ello, el monarca adquirió la soberanía, pero no la propiedad, de todas las tierras. Gracias a esta condición, la nueva legislación hispana hizo tabla rasa de las particularidades precolombinas y validó la posesión territorial de hecho o la comenzó a otorgar a particulares y a los pueblos.2 Sin embargo, la política de colonización privilegió a los pueblos indígenas como detentadores originales del suelo americano.3 En ese tenor, inicialmente todas las concesiones de tierras -al menos en teoría- debían ser sin perjuicio de los nativos.4
El territorio que dependió de la Real Audiencia de México ha gozado de estudios cada vez más exhaustivos acerca de la propiedad indígena. Para el caso del Valle del Anáhuac, éstos arrancan prácticamente desde los antecedentes prehispánicos previos a la fundación de la Ciudad de México, debido a la importancia política y económica que siempre gozó, primero como sede del imperio mexica, luego como asiento de nuevos poderes económicos y políticos, para constituirse en el corazón del nuevo reino.5
Como lo hacen notar varios autores, mientras que la propiedad de los soberanos mexicas y de la nobleza indígena, así como la dedicada al culto precolombino, pronto fue confiscada y repartida entre los españoles que poco a poco fueron asentándose durante la primera mitad del siglo XVI,6 la propiedad corporativa de los pueblos de indios sujetos a la Real Audiencia de México no sufrió graves alteraciones, aunque desde el siglo XVI legalmente quedaron establecidas cuatro clases de tierras comunales, según su origen y aplicación: “tierras por razón de pueblo” (que en el siglo XVIII se conocieron como fundo legal), ejido, propios y las tierras de repartimiento. En general, los soberanos españoles trataron de que se respetara la propiedad comunal indígena y que quedara como estaba repartida hasta antes de la Conquista; para ello, generaron una serie de leyes que se empezaron a aplicar ‒al menos formalmente‒ durante el gobierno de Antonio de Mendoza.7 Siendo virrey de la Nueva España, el marqués de Falces decretó el 26 de mayo de 1567:
[…] que las estancias de ganado no se dieran a menos de 1 000 varas de las poblaciones y las tierras de cultivo a 500 varas; y que así se hiciera constar en las futuras mercedes, so pena de ser tenidas por subrepticias y obtenidas con falsa relación. Y si alguno asentara sus estancias o tierras a menor distancia, se dieran por perdidas.8
Ello con la finalidad de proteger y separar a los pueblos de la voracidad de los nuevos propietarios españoles. Esta extensión territorial ‒que originalmente no fue un área de propiedad corporativa, sino sólo de exclusión a labradores y ganaderos no indígenas‒ fue modificada, en 1687, a 1 200 varas por lado y, paulatinamente ‒por una serie de disposiciones‒, fue transformándose hasta llegar a ser reconocida como tierras que por “razón de pueblo” debía poseer cada congregación indígena.
Si bien esta medida aplicó para los pueblos novohispanos, jamás se aplicó para aquellos bajo la jurisdicción de la Nueva Galicia ni en los de la Nueva Vizcaya.9 Según Felipe Castro, en el caso de la Nueva Galicia, la aplicable fue una real cédula de 1 de diciembre de 1573, la cual disponía que a los sitios donde se formaran pueblos y reducciones se les diera comodidad de aguas, tierras y montes, además de un ejido de una legua de largo para guardar sus ganados sin que se revolviera con el de los españoles.10 Sin embargo, cabe destacar que no se han encontrado investigaciones que versen sobre las tierras de los pueblos de indios en la jurisdicción de la Nueva Galicia durante los siglos XVI y XVII. Este vacío contrasta con diversos trabajos que, directa o indirectamente, estudian el tema de las propiedades indígenas en dicha jurisdicción durante el siglo XVIII.11 La explicación más probable es la escasa información existente para el periodo comprendido entre la llegada de los colonizadores hispanos al área y finales del siglo XVII, aunado a la dispersión de la documentación histórica en materia de tierras. Las dos fuentes esenciales para conocer el asunto son el Archivo de Instrumentos Públicos de Jalisco (AIPJ) y, de manera secundaria, el Archivo de la Real Audiencia de Guadalajara (ARAG).
El acervo de Tierras y Aguas (1ª y 2ª Colección), del AIPJ, si bien inicia con información desde 1584 y culmina en 1820,12 básicamente se concentra en las composiciones de tierras promovidas a partir del 30 de octubre de 1692 para todo tipo de propiedades ‒incluyendo las de los pueblos‒, documentación que se fue enriqueciendo con procesos sobre litigios, medidas, confirmaciones y nuevas composiciones durante el siglo XVIII. El ARAG contiene información diversa sobre tierras indígenas desde 1548, pero, al igual que en el caso anterior, se centra en la última centuria del virreinato.13 En síntesis, no es fácil encontrar datos que ayuden a entender cómo era la propiedad indígena de la tierra durante los siglos XVI y XVII.
La dificultad de encontrar referencias sobre las tierras de los pueblos para el siglo y medio posterior a la Conquista se trató de solventar en este análisis utilizando, esencialmente, dos tipos de fuentes de información: por un lado, las relaciones geográficas, así como las crónicas y visitas que se llevaron a cabo durante la segunda mitad del siglo XVI e inicios del XVII acerca de las provincias que conformaron la Nueva Galicia. De estas fuentes, se buscaron elementos que estuvieran relacionados con la interrogante central de este ensayo, por ejemplo, testimonios sobre la fundación de pueblos, tipos de tierras poseídas, aprovechamiento del medio, conflictividad, etcétera, así como los silencios en torno al tema, pues también resultan relevantes para entender qué papel desempeñaba la tierra en los pueblos de indios para la época aquí analizada.
La segunda fuente de información utilizada fue el material contenido en los fondos de Tierras y Aguas del AIPJ. Sin embargo, debido a las características ya descritas de su información, el análisis se centró en los antecedentes de la propiedad de los pueblos ubicados en el área de estudio elegida; asímismo, con documentos de finales del siglo XVII y del siglo XVIII se trató de contestar la pregunta respecto a cómo era la posesión de la tierra indígena hasta antes del decreto de composiciones emitido el 30 de octubre de 1692 por el rey Carlos II, mediante el cual se comenzó a obligar a particulares y a los pueblos a registrar sus bienes territoriales. Esta estrategia tiene sentido si observamos que uno de los pasos ineludibles que se siguieron en el proceso de las composiciones de tierras indígenas, a partir de 1692, fue solicitar a los alcaldes y cabildos indígenas los documentos legales bajo los cuales gozaban tanto de sus fundos legales como de tierras de comunidad o de otro tipo en sus respectivos pueblos de indios.
Las tierras de los pueblos de indios en la Nueva Galicia en el siglo XVI y principios del XVII
Como señala Hélène Riviére dʼArc, respecto a la ocupación del territorio de la Nueva Galicia, si la colonización de este enorme espacio revistió características originales, ello se debió a la configuración en extremo variada del paisaje, a los inmensos espacios poco poblados, pero también a los diversos géneros de vida que se desarrollaron antes de la Conquista.14 En efecto, si algo distinguía al espacio con el que se encontraron los conquistadores españoles fue su inmensidad, pues México, en su conjunto, es un país de sierras ásperas, secas y de altiplanicies cortadas por innumerables barrancas, valles estrechos y profundos tajados en forma de cañón ocasionados por las aguas en su camino hacia los océanos, lo que propició el aislamiento y el individualismo.15
Desde las estribaciones de la gran meseta central mexicana hasta la costa, el terreno va descendiendo escalonadamente a lo largo de las cuencas de los valles que antaño conformaron el centro de la Nueva Galicia, lo cual da origen a una amplia gama de tipos de climas y de tierras, según su ubicación y altitud.16 Las poblaciones indígenas abundantes en el sur, pero escasas hacia el norte, no conocieron jamás el florecimiento y la organización del imperio azteca o tarasco, a causa ‒sin duda‒ de su diversidad racial y aislamiento.17 Puede decirse que, si algo distinguió a los grupos indígenas asentados en el enorme territorio que conformó la Nueva Galicia fue su amplia diversidad, lo cual implicó un aprovechamiento también diverso del medio, así como una enorme variabilidad en torno a las relaciones establecidas con los conquistadores españoles.18
Se conoce muy poco sobre las superficies de tierras que gozaron los pueblos de indios de la Nueva Galicia durante el siglo XVI. Probablemente sea porque los registros de la época centraron su atención en otros fenómenos, como: la pacificación definitiva, la evangelización, la exploración de nuevas provincias, el descubrimiento de vetas mineras y la asombrosa disminución demográfica de la población americana en las décadas posteriores a la fundación de Guadalajara, fenómeno vinculado a la aguda disminución de tributos. En su exhaustivo estudio respecto a la trayectoria de la Real Audiencia de Guadalajara, Jonh H. Parry destaca que el principal problema al que se enfrentaron las autoridades en materia de tierras durante el siglo XVI fue el de pacificar y repoblar tan inmenso territorio, con la entrega de porciones geográficas de consideración a los grupos de nativos que las órdenes religiosas o los funcionarios lograban congregar.19 Desde esta perspectiva, el asunto de la tierra pudo no ser un tema relevante, pues el inmenso territorio de la Nueva Galicia contaba con grandes extensiones susceptibles de ser ocupadas, máxime que la población indígena, en vez de aumentar, había disminuido drásticamente. Los silencios de los cronistas de la época al respecto parecen confirmar esta premisa.
El documento más antiguo y detallado que indirectamente toca el tema que me ocupa es, sin duda, la Suma de visitas de pueblos de la Nueva España escrita entre 1548-1550. En esta compilación de información, conjuntada mediante los testimonios escritos de diversos visitadores de la época, existen alusiones acerca de los espacios territoriales que aprovechaban los pueblos. Aguacatlán (actual Ahuacatlán, Nayarit) por ejemplo, contaba con “dos leguas de término, y colindaba con los pueblos de Tetitlán, Tepuҫuacan, y Xala”;20 el pueblo de Apamila, en la provincia de La Purificación, tenía “una legua de largo y menos de media de ancho”;21 el pueblo de Autlán, en la provincia de La Purificación, contaba con “tres leguas de largo por dos de ancho”;22 en cambio, del pueblo de Ocotique (Ocotic) se señala que tenía “pocos términos”, pues confinaba de forma inmediata con Cuacuala, Contla y Suchitlán (Juchitlán), todos en el valle de Cuquío.23 Como puede verse con estos ejemplos, la información contenida en la Suma de visitas… apunta a que las congregaciones indígenas aprovecharon los territorios aledaños hasta colindar con otras poblaciones que estaban haciendo lo propio. En este extenso informe no existe ningún dato que aluda a títulos o licencias de algún tipo sobre los territorios aprovechados a los cuales se hace mención, lo que lleva a inferir que no se trataba de adjudicaciones del espacio aprobadas por las autoridades reales, sino de la utilización consuetudinaria de los bosques, ríos, planicies y demás elementos, tal vez con poco impacto sobre los recursos debido a lo sencillo de la tecnología indígena y al declive demográfico que experimentaron la mayoría de los pueblos neogaláicos desde mediados del siglo XVI, algunos de ellos todavía en proceso de congregarse y sedentarizarse de forma definitiva. Por ejemplo, los indios de Acatitlán, de la provincia de La Purificación, ni siquiera hacían casas ni tenían asiento fijo, pero, según el documento, contaban con cuatro leguas de término, el cual colindaba con Mazcote (Mascota) y Tenamaztla (Tenamaxtlán).24
A diferencia de la Suma de visitas…, en el cúmulo de relaciones geográficas escritas entre 1579 y 1584 prácticamente no hay información sobre las tierras de los pueblos, a pesar de contener testimonios indígenas acerca de geografía, minerología, botánica, zoología, historia, lengua, costumbres, así como estadísticas demográficas y económicas.25 Se conocen doce relaciones geográficas respecto a las jurisdicciones de la Nueva Galicia y la Provincia de Ávalos, las cuales dejan entrever que se atravesaba por un periodo complicado de redistribución poblacional, en virtud de la pacificación de los nativos y su aguda disminución por las pestes sucesivas que azotaron a todas las provincias.26 Si bien, diversas preguntas versaron sobre las características de las tierras detentadas (si eran superficies llanas, ásperas, montuosas, de muchos o pocos ríos, fértiles o con carencia de pastos, abundosas o estériles en frutos, etcétera), así como de la forma de aprovechar dichos espacios, no hay datos relevantes en torno a sus extensiones, ni testimonios que ayuden a entender más a profundidad cómo se poseía este tipo de bienes. En su Geografía y descripción universal de las Indias, escrita de 1571 a 1574, Juan López de Velasco apenas dedica un breve párrafo al tema de las tierras de los pueblos de indios como condición imprescindible para su tributación:
[…] y así tienen sus tierras propias ya para sus simenteras, y está proveido lo que conviene para que no se las tomen ni hagan daño en ellas, teniéndoles tasado y muy moderado, mucho menos de lo que pagaban en tiempo de su infidelidad, lo que tienen de dar tributo al rey los indios que están en la Corona Real, y á sus encomenderos los otros, en oro ó plata, trigo ó maiz, gallinas, agí, frisoles, mantas de algodón, y otras menudencias conforme á lo que en cada provincia se coge y cría.27
El obispo Alonso de la Mota y Escobar, en su Descripción geográfica de los reinos de Nueva Galicia, Nueva Vizcaya y Nuevo León, elaborada entre 1602 y 1605, aunque habla de la organización de las congregaciones indígenas, del carácter de los naturales, costumbres, viviendas, etcétera, tampoco ofrece datos sobre la mesura de sus tierras.28 Éste es también el caso de Domingo Lázaro de Arregui, quien, en su descripción de las provincias y los pueblos que componían el reino de la Nueva Galicia, terminada en 1621, dedicó sólo indirectamente algunas reflexiones respecto a los espacios territoriales ocupados por los pueblos al hablar de las pestes que azotaban a los indios:
Y aunque con estas enfermedades se han acabado algunos pueblos, no se han despoblado por acá de diez años a esta parte ninguno porque, por conservar las tierras y que no se metan en ellas españoles, en acabándose los de un pueblo envían de otro los vecinos dos o tres indios, y de esta manera hay muchos pueblos con gente como despoblados, y alguno está vacío, y pagan y cuentan en él tributario y medio, y en otros uno. Y estos pagan sus fiestas y acuden con su tequio y obligación de pescado, hierba y leña para los conventos, y otros servicios, que todo lo tienen por bien por conservar las tierras, que hay tantas baldías en estos reinos que no sé si toda Europa tiene gente para ocuparlas, porque, además de no se les saber fin, todo o casi es despoblado.29
La ausencia de información sobre las tierras de los pueblos de indios durante los siglos XVI y XVII es notoria también en las crónicas de la orden franciscana acerca de la conquista, el repoblamiento y la evangelización de la Nueva Galicia. Por ejemplo, se nota esta omisión en la Crónica de la sancta provincia de Xalisco, de fray Francisco Mariano de Torres,30 así como en la extensa Crónica miscelánea de la Sancta Provincia de Jalisco, de fray Antonio Tello.31 A pesar de su celo por describir a detalle las congregaciones indígenas que fueron fundadas por iniciativa de los frailes franciscanos, el trazado de sus calles, las edificaciones religiosas que se construían, el orden con el que los naturales debían regirse, sus ocupaciones principales, Tello prácticamente no dice nada sobre la extensión territorial asignada a los pueblos de indios.
Los visitadores reales y las tierras indígenas durante el siglo XVII
Desde mediados del siglo XVI y durante todo el XVII, algunos oidores de la Real Audiencia de Guadalajara fungieron como visitadores de las diversas provincias que componían la Nueva Galicia. Éstos iban ungidos de gran autoridad para arreglar cualquier tipo de problema conforme a las leyes de la época. Sin embargo, los asuntos principales a los que se enfrentaron respecto a los pueblos de indios no fueron por conflictos de tierras sino por abusos y maltratos, pago de tributos, servicios personales, vida en policía y por los daños que los hatos de reses, borregos y cerdos hacían al invadir las chozas de los indios y destruir lo que encontraban a su paso.32
Uno de los visitadores que más atención puso al asunto de las propiedades, tanto de los nuevos colonos que se fueron avecindando en distintas provincias, como de los pueblos de indios, fue Juan de Paz de Vallecillo, quien recorrió gran parte de la Nueva Galicia entre 1606 y principios de 1607. Como él mismo lo señala en una extensa misiva enviada al rey Felipe III, visitó 77 villas y pueblos de indios, 22 estancias y 10 reales de minas, aparte de otras 30 minas y haciendas.33 Además de múltiples asuntos que buscó remediar con su visita ‒entre los que destaca el fomento de la actividad minera‒, es interesante la política de este oidor en materia de tierras, la cual se asemeja a la seguida en las distintas cédulas de composiciones reales. Así, desde su salida de Guadalajara a finales de noviembre de 1606, emitió un pregón para que los colonos poseedores de estancias y tierras exhibiesen sus títulos legales “so pena de que [de no hacerlo] se declararían por vacas”. Del mismo modo, presionó para que las estancias que tuvieran más de seis meses abandonadas pasaran a ser patrimonio real y se volvieran a mercedar.34
Puede decirse que, desde las primeras mercedes de tierras concedidas a los conquistadores y españoles recién llegados, fueron claras las normas para regularizar las heredades de los colonos que poco a poco iban ocupando con cultivos y ganado el enorme espacio de la Nueva Galicia. No pasó lo mismo con los territorios de los pueblos de indios, ya que quedaron exentos de dichas órdenes. Paz de Vallecillo daba por hecho que, en la Nueva Galicia, los pueblos de indios debían contar con la extensión necesaria de tierra para su sostenimiento, pero, traducido en términos medibles, dicho principio era confuso. En todo caso, al menos para las primeras dos décadas del siglo XVII, las políticas reales seguidas por los funcionarios de la Real Audiencia de Guadalajara buscaron propiciar ‒en lo posible‒ el establecimiento de nuevos pueblos, y no hay evidencia de que la concesión de espacios territoriales fuese un problema: se prefería a los indios como primeros dueños antes que a otros solicitantes, aunque a veces se atentara incluso contra los asentamientos hispanos. A principios del siglo XVII, por ejemplo, el pueblo de indios de San Marcos fue fundado a unos cientos de metros de la parroquia de Aguascalientes, seguramente con el beneplácito de las autoridades locales, pues dicha congregación invadió los ejidos de la villa.35
En 1607, en la jurisdicción de la villa de Santa María de los Lagos, el visitador Paz de Vallecillo fundó y entregó tierras a dos pueblos: San Francisco del Rincón y San Juan de la Laguna, pero nunca puntualizó qué extensión les había sido concedida; tampoco se expidió ningún documento de posesión formal. Para la primera congregación, señaló: “se les mandó repartir y repartió tierras para sus labores y yendo el dicho señor visitador personalmente a ellas a verlas, se las adjudicó y metió en posesión de ellas a los dichos indios”; para el caso de San Juan de la Laguna, la crónica de su visita solo menciona que “les dio tierras para sus labores y sementeras, por estar junto al dicho pueblo y contiguas con él y no tener con qué sembrar ni labrar”.36
En su recorrido, Paz de Vallecillo visitó también los pueblos de Matatlán y Santa Fe, en donde los indios se quejaron de los daños que los ganados de Diego de Porres hacían en sus sementeras, ante lo cual “mandó que los indios hiciesen sus sementeras en las mejores tierras que hallasen y hubiese junto a sus pueblos, y el dicho Diego de Porres los cercase a su costa”.37 Del mismo modo, ante una queja de los indios de Ascatlán respecto a que otro ganadero se había metido en sus heredades, el visitador ordenó que dichas tierras quedaran disponibles para los indígenas y los amparó en su posición con el objetivo de que pudieran cultivarlas como suyas; extendió órdenes similares para los pueblos de Juanacatlán y Zapotlán (Zapotlanejo), por tener problemas parecidos, aunque los ganaderos quedaban en su derecho de apelar ante la Real Audiencia de Guadalajara si contaban con documentos que los ampararan en sus posesiones.38 En su visita a los pueblos de Acatitlán (desaparecido a mediados del siglo XVII), Mazcota (Mascota) y Talpa, ubicados en la Sierra de San Sebastián, Paz de Vallecillo también hizo entregas de tierras, incluso mandó que cada tributario sembrara cincuenta brazas de ancho y largo para sus tasaciones tributarias; sin embargo, jamás mencionó qué extensión entregó a los nativos en su calidad de pueblos de indios.39 Este modo de actuar se replicó en otros visitadores posteriores. Por ejemplo, en 1616, los indígenas de los pueblos de Tepechitlán y San Francisco Tocatic, en la provincia de Tlaltenango, aseguraban que el licenciado Gaspar de la Fuente (que en 1608 había sido visitador de la Nueva Galicia) les había otorgado legalmente sus tierras, aunque jamás señalaron la cantidad concedida, ni pudieron comprobar con documentos que les hubiese entregado alguna extensión en específico.40
A los oidores de la época también les preocupaba la defensa que frecuentemente hacían los indígenas de sus espacios territoriales, pues, por lo general, no los sembraban, pero estorbaban a los españoles para que los cultivaran. Paz de Vallecillo, por ejemplo, era consciente de la inclinación de españoles y de pueblos de indios por acaparar grandes predios, muchos de los cuales permanecían sin uso. Por ello, recomendaba que tanto a los indígenas como a los españoles se les debía obligar a que utilizaran sus heredades con ganado o con cultivos; de lo contrario, deberían considerarse realengas dichas concesiones.41 En éste y en otros argumentos de las autoridades de la Nueva Galicia, se nota una especie de primacía de la posesión sobre la propiedad, es decir, la importancia estaba centrada en el uso de las tierras antes que en su pertenencia legal. Por ello, resalta el interés de los visitadores de que se poblara y aprovechara la inmensidad del territorio conquistado, sin que los límites o acotamientos espaciales para la propiedad indígena fuesen un problema.
En 1616, el oidor Juan Dávalos y Toledo visitó otros 44 pueblos en las jurisdicciones de Tonalá, Colimilla, Mexticacán, Nochistlán, Juchipila, Moyahua, Mesquituta y Tlaltenango. En su recorrido, sólo recibió denuncias por tres invasiones de tierras en las cercanías de los pueblos de Mexticacán, Tepechitlán, San Francisco Tocatic y San Pedro Teocaltiche, los tres últimos de la provincia de Tlaltenango.42 Sin embargo, los colonos a quienes se acusaba de usurpación de tierras comunales sí contaban con títulos de sus predios. En estos conflictos nunca se señaló cuál era la extensión que poseía cada una de estas congregaciones, tampoco se aludió a alguna norma respecto a la cantidad de tierra a la que tenían derecho los pueblos subordinados a la Real Audiencia de la Nueva Galicia, cuestión que había sido normada desde hacía mucho tiempo en el caso de los pueblos de la Nueva España. El oidor Dávalos y Toledo sólo emitió instrucciones para que las haciendas y estancias contiguas a los pueblos no dejaran que sus ganados se acercaran a menos de una legua de las viviendas de los indígenas (en otros casos, como en Tlaltenango, se ordenó que fuesen dos leguas), ni los perjudicaran en sus cultivos.43
Lo que dicen los archivos de tierras
Como ya se señaló, es difícil encontrar información acerca de las extensiones territoriales aprovechadas por los pueblos de indios hasta antes de la década de 1690, periodo en el que de forma masiva se comenzaron a deslindar tanto los fundos legales de los pueblos como las demás tierras que usufructuaban en ocasiones.44 Por ejemplo, al analizar las tierras concedidas a los cerca de 40 pueblos del área caxcana en los cañones zacatecanos, Águeda Jiménez Pelayo encontró la primera concesión de tierras de fundo legal otorgada al pueblo de Tepec en 1667, lo que confirmaría la hipótesis del presente ensayo. Todo apunta a que la inexistencia de datos escritos referentes a las tierras indígenas no se debió a descuido o negligencia de los nativos -como frecuentemente eran catalogados por los religiosos franciscanos y jesuitas, así como por algunos funcionarios reales-, lo que aquí sostengo es que no se siguió una política definida de dotación para los pueblos de indios, y, en la mayoría de casos, jamás se expidieron títulos de merced sobre sus tierras hasta antes de 1692.
En este apartado, primero mencionaré algunos ejemplos de compras o entregas de tierras anteriores a las composiciones iniciadas en la década de 1690. Cabe aclarar que la elección de estos casos no fue al azar: más bien describo las pocas poblaciones de las cuales hallé información en torno a mercedes de tierras anteriores a las composiciones de 1692. Por lo general, se trata de adquisiciones modestas que se dieron durante la segunda mitad del siglo XVII y que parecen indicar que los pueblos siguieron procesos de larga duración para regularizar sus tierras. Posteriormente hago un recuento de la gran cantidad de títulos “primordiales” de tierras concedidos por primera vez a los pueblos de indios de la Nueva Galicia a raíz del decreto de composiciones del 15 de octubre de 1692. Con ello, intento demostrar que la legalización de las tierras detentadas por los pueblos neogaláicos fue un fenómeno tardío. Ello no implica que, hasta antes de esta regularización masiva de la tierra, los indígenas hayan carecido de este bien; al contrario, es muy probable que la posesión consuetudinaria de la misma les permitiera, en muchas ocasiones, acaparar territorios a los que tuvieron que renunciar luego de la legalización de propiedades, proceso que se extendió hasta la segunda mitad del siglo XVIII.
En 1669, los indígenas del pueblo de Tenayuca, en la jurisdicción de Juchipila, lograron su primera compra de tierras, consistente en un sitio de ganado menor y una caballería que originalmente fueron dadas a Nicolás Carrillo, vecino de Teocaltiche. Todo apunta a que hasta entonces no habían contado con documentos que avalaran las propiedades que de antiguo ya aprovechaban. El 5 de diciembre de 1690 les fue concedido otro medio sitio de ganado mayor, por 50 pesos en reales. En julio de 1694, a raíz de la efervescencia de las mediciones de tierras, tanto de particulares como de corporaciones civiles y religiosas, lograron no sólo el entero de su fundo legal y de los predios que habían ido comprando, sino de un sitio más de ganado mayor, otro de menor y 12 caballerías de tierra, por las que el gobernador Alonso de Cevallos y Villagutierre les cobró 400 pesos. En un recuento de 1755, se determinó que Tenayuca contaba, además de su legua cuadrada de tierra de fundo legal -extensión legalmente establecida ya para entonces-, con otros dos sitios de ganado mayor, tres cuartos de otro, dos sitios de ganado menor y 27 caballerías, propiedades que fueron validadas de manera legal por Martín Blancas, oidor decano de la Real Audiencia y Juez Privativo Superintendente General de Ventas y Composiciones de Tierras de la Nueva Galicia.45 La mayoría de las más de 9 200 hectáreas que los indios de Tenayuca habían ido titulando por alrededor de 90 años eran tierras que desde el siglo XVII ya utilizaban, es decir, se pasó de la posesión consuetudinaria a la formalización legal en la propiedad de la tierra.46
Un proceso similar pasaron los indígenas de Amatitán en el corregimiento de Tequila. En 1680, los indios de este pueblo consiguieron que el oidor don Alonso de Cevallos y Villagutierre les otorgara un sitio de ganado mayor y dos caballerías en un paraje llamado Contla.47 A partir de entonces y en distintas fechas, lograron más asignaciones de predios; así, para finales del siglo XVIII habían conseguido acumular un total de cinco sitios de ganado mayor, dos de menor, y dos y media caballerías de tierra, es decir, alrededor de 10 460 hectáreas, más las vegas del Río Grande en el puesto del Tecolotl y algunos huecos que no fueron cuantificados.48 Diversos testimonios señalan que, si bien son considerables en su conjunto, la mayoría de dichas tierras ya las aprovechaba la población de Amatitán desde el siglo XVII, y tal vez desde mucho antes.
Lo más usual para justificar la antigua posesión indígena fue apelar a ella. A veces sólo se hacía alusión al uso inmemorial de la tierra, pero, en algunos casos, se invocaron antiguas concesiones legales o la venia de algún personaje o funcionario importante. Según un expediente de 1705, los indígenas de Huejúcar lograron que se les expidieran dos reales provisiones para la defensa de sus tierras -una el 7 de mayo de 1667, la otra el 22 de octubre de 1668-, en las que la Real Audiencia de Guadalajara los amparó en una legua de tierra por cada viento. Sin embargo, estos testimonios son dudosos, pues Huejúcar se encontraba enclavado en un área montañosa y de frontera donde no había presión por su espacio territorial. A finales del siglo XVII, el cinturón de pueblos formados por indios flecheros aliados de la corona española -entre los que se encontraba Huejúcar- seguían sufriendo el acoso de indígenas no pacificados provenientes de la sierra del Nayar; fue raro el caso de colonos que se aventuraran a poblar esa área arriesgándolo todo. Un antecedente aún más antiguo, con el que los huejuquenses trataron de justificar su solicitud, fue la versión de que, el 20 de noviembre de 1562, el virrey Gaspar de Zúñiga y Acevedo les había concedido un cuadrado de 226 cordeles de tierra por cada punto cardinal para fundo legal;49 el dato era inexacto, ya que Gaspar de Zúñiga fungió como virrey del 5 de noviembre de 1595 al 26 de octubre de 1603. Sin investigar demasiado, el 6 de julio de 1705, por órdenes de don Francisco Feixoo Centellas, se midieron y concedieron al pueblo de Huejúcar las cuatro leguas de tierra solicitadas.50 Esta extensión la conservaron los indígenas, al menos hasta el siglo XIX.51
Lo más frecuente fue que los pueblos trataran de justificar la posesión de la tierra no con documentos de cédulas o mercedes reales sino por medio de testimonios orales donde se hacía énfasis en la posesión pacífica e inmemorial. El 5 de octubre de 1693, los indígenas del pueblo de Santa Ana Atistac, perteneciente al corregimiento de Tlajomulco, en un litigio por colindancias, señalaron que su congregación tenía 151 años de haber sido fundada, pero no mostraron documento alguno que amparara lo dicho ni algún expediente sobre sus terrenos;52 con todo y eso, les fue medida y reconocida su legua cuadrada de fundo legal por cuenta del juez de tierras don José de Alzate.53
El caso anterior es parecido al de Mascota, en la provincia de Hostotipac y San Sebastián. En 1713, los indígenas de este pueblo promovieron el reintegro de su fundo legal por considerar que la hacienda de San Nicolás, perteneciente a la orden religiosa de San Agustín, estaba invadiendo parte de sus tierras. Por el contrario, los religiosos agustinos demostraron con documentos que el 22 de diciembre de 1645, don Pedro Fernández de Baeza, presidente de la Real Audiencia de Guadalajara, les había reconocido y validado 11 sitios de ganado mayor, 2 de menor y 14 caballerías, es decir, unas 21 mil hectáreas en el valle de Mascota, que incluían tierras aledañas al pueblo. De hecho, el casco de esta hacienda se encontraba a menos de dos kilómetros de la iglesia del pueblo de Mascota, lo cual violentaba las disposiciones reales al respecto.54 Los indígenas, en cambio, no contaban con títulos antiguos, pero, en su favor, argumentaron la posesión inmemorial, aparte de que, ya para entonces por disposición de las Leyes de Indias, debían contar con media legua de tierra por cada viento o punto cardinal.
Otro ejemplo en el que se apeló a la posesión inmemorial de la tierra puede ser el del pueblo de Cuexcomatitlán, aledaño al lago de Cajititlán, en la jurisdicción de Tlajomulco. Un testimonio de 1722 señala que, en 1681, los indígenas de los pueblos de Tlajomulco y de San Miguel Cuyutlán se habían adueñado de tierras en las cercanías de Cuexcomatitlán, con la complicidad de Nicolás de Lezama, un juez de medidas. La indefensión de Cuexcomatitlán radicaba en que entonces contaba sólo con tres tributarios y no tenía títulos de ningún tipo; en cambio, en la segunda década del siglo XVIII, su recuperación demográfica le dio fuerzas y recursos para tratar de recuperar los predios que le habían quitado.55
Otro ejemplo más puede ser el de los indios del pueblo de Teponahuasco, en la jurisdicción de Tlacotán, quienes mantenían un conflicto por límites con el pueblo de Cuquío y con el capitán Jerónimo Sánchez de Porras. A pesar de que los indígenas argumentaban la antigua posesión, Nicolás Dávalos Becerra -juez de comisión- descubrió que sólo Jerónimo Sánchez de Porras contaba con títulos de los sitios en pugna. La solución que dio el magistrado fue tratar de entregarles únicamente el cuadro de las tierras que “por razón de pueblo” le correspondía tanto a Teponahuasco como a Cuquío, es decir, su legua cuadrada de tierra; sin embargo, no logró completárselas por la cercanía de ambos núcleos indígenas.56
Al menos dos reflexiones se pueden hacer respecto a los casos anteriores. Por un lado, llama la atención que no se contara con títulos legales que sustentaran donaciones, compras o mercedes reales de las tierras indígenas, pues, de haber existido, lo lógico es que se hubiesen presentado. Por otro lado, el valor de los testimonios indígenas que indican la posesión inmemorial tampoco fue motivo de muchas averiguaciones, es decir, no hubo necesidad de dudar de los argumentos que partían de la perspectiva de un pasado histórico reconstruido y reinterpretado en función de los intereses de los pueblos, lo que significa que la estrategia seguida por los jueces de medidas de finales del siglo XVII fue validar legalmente la posesión, siempre que no existieran antagonistas que reclamaran las tierras solicitadas por los pueblos. Como ya lo señalé, es casi seguro que gran parte de la tierra que se les reconoció de manera legal a las congregaciones indígenas durante el siglo XVIII se tratara de espacios que ya utilizaban desde los siglos XVI y XVII. No fueron nuevos aprovechamientos, sino tierras que de tiempo inmemorial usufructuaban.
Las mediciones implementadas en la década de 1690 en los pueblos de indios de todas las jurisdicciones de la Nueva Galicia tienen en común que otorgaron por primera vez documentos legales de las tierras poseídas -al menos así lo manifestaron los propios indígenas-. Se pueden citar infinidad de casos para sustentar lo anterior. Por ejemplo, Mezquitic, en la jurisdicción de Santa María de los Lagos, en 1690;57 Acasico, perteneciente al corregimiento de Tlacotán, en 1694;58 Acatic, de la alcaldía mayor de Colimilla y Matatlán, en 1694;59 Huejotitán, en la alcaldía mayor de Santa María de los Lagos, en 1694; los pueblos de Mezquituta, Tenayuca, Apulco y Jalpa, en la alcaldía mayor de Juchipila, en 1694;60 Ocotic, Juchitlán y Huisquilco, de la jurisdicción de Tlacotán, en 1695;61 el pueblo de Jocotán y otros cercanos, en el corregimiento de Tala, en 1695;62 el pueblo de El Teúl, en 1695;63 Hostotipaquillo, en el corregimiento de Tequila, en 1696;64 Mazatlán, en la alcaldía mayor de la villa de Purificación, en 1696;65 Mitic, en la jurisdicción de Santa María de los Lagos, en 1696;66 Santiago Ixtlán, en la jurisdicción de Jala, en 1696;67 el pueblo de Tayahua, en la jurisdicción de Nochistlán, en 1696;68 Tequepexpan, en la jurisdicción de Compostela, en 1697; Nochistlán, en 1705.69
Otros pueblos tuvieron que esperar más tiempo, por ejemplo, Azcatlán, pueblo de la jurisdicción de Colimilla y Matatlán, en 1726;70 Momax, en la jurisdicción de Jerez, en 1726;71 Cajititlán ubicado en el corregimiento de Tlajomulco, en 1742.72 En síntesis, se puede decir que las composiciones de tierras iniciadas a finales de 1692 -las cuales se prolongaron toda esa década- constituyen el proceso histórico más importante para el ordenamiento legal de las tierras de los pueblos en el occidente de México.
Los volúmenes 24, 25-1 y 25-2, 26 y 27, de la primera colección del ramo de Tierras y Aguas del AIPJ, probablemente fueron elaborados entre 1754 y 1758, y en esencia contienen un recuento de las mercedes de tierras repartidas hasta entonces en la Nueva Galicia. En estos acervos quedaron registradas las concesiones de tierras, tanto las autorizadas a particulares como las entregadas a los pueblos de indios. Lo interesante de estos expedientes es que son una especie de recuentos que abarcan desde la primera concesión legal del siglo XVI hasta las últimas entregas de tierras previas a 1754. Así, por ejemplo, para el caso de algunas mercedes entregadas a colonos o conquistadores españoles, se puede rastrear su trayectoria desde su primera concesión por el virrey don Antonio de Mendoza, luego de su paso por Jalisco y Zacatecas para sofocar la rebelión del Mixtón de 1541-1542, o por la primera audiencia de la Nueva Galicia, instalada en la ciudad de Compostela en 1548, hasta su último dueño durante el siglo XVIII. Sin embargo, para el caso de las tierras de los pueblos de indios, sus primeros títulos legales casi siempre se otorgaron a finales del siglo XVII, lo que confirma la hipótesis sostenida en este ensayo.
Había áreas densas de congregaciones indígenas como Poncitlán y su entorno, los valles de Atemajac y Tlajomulco, o Cuquío y sus alrededores, en donde los límites por tierras frecuentemente acarrearon enfrentamientos entre pueblos. Estas áreas merecen una atención especial, puesto que algunos litigios iniciaron a finales del siglo XVI, lo que generó información importante para el tema de este ensayo. Un caso que puede ilustrar los conflictos que se daban en materia de tierras en las áreas densas de asentamientos indígenas puede ser el del pueblo de Analco. Esta congregación fue establecida por religiosos franciscanos a orillas de la ciudad de Guadalajara, con indígenas provenientes del pueblo de Tetlán, inmediatamente después de la cuarta fundación de Guadalajara en 1542.73 Analco fue sede de corregimiento; sin embargo, pronto entró en pugna con los poderes de Guadalajara, pues, debido a su cercanía, los sucesivos alcaldes de la ciudad buscaron eliminar su categoría de pueblo e incorporarlo a la ciudad como barrio. En 1570, su población estaba estimada en mil tributarios, pero luego de la epidemia de tifo de dicha década, disminuyó a sólo 373.74 Woodrow Borah lo identifica también como Analcotetlán, en razón de que pagaba tributo real junto con Tetlán (hoy una colonia céntrica de Guadalajara).75 En 1605, el obispo de la Mota y Escobar señalaba que Analco contaba con 298 tributarios y estaba asignado a la Corona en materia de tributos.76 En 1608, su población había disminuido a 265 tributarios, y, para 1644, demográficamente llegó a su punto más bajo con sólo 160 tributarios.77 Un croquis con la fecha borrada del 8 de agosto de 1637 da idea de la distribución de estas poblaciones al suroriente de Guadalajara; en éste, se nota que el río San Juan de Dios era el límite territorial entre Analco y el pueblo de Mexicaltzingo; se puede ver incluso que quizá había una presa, donde actualmente se ubica el parque Agua Azul.78
En su interior, Analco se dividía en dos parcialidades: San José y San Sebastián, las cuales presentaban profundas rivalidades. A finales del siglo XVII, San José Analco y el pueblo de San Andrés tenían tierras en común, seguramente como una estrategia de supervivencia, dada la poca cantidad que en conjunto poseían. Así, en 1696, pidieron que se les considerara “un solo cuerpo” en las composiciones de tierras, algo que llevó a cabo Francisco Feixoo Centellas -superintendente general de ventas y composiciones de la Nueva Galicia-. Este oidor les reconoció un rectángulo de terreno de 60 por 99 cordeles, es decir, poco más de medio sitio de ganado mayor (o, lo que es lo mismo, unas 1 042 hectáreas de tierra).79 En síntesis, les entregó los predios que aprovechaban sin títulos de ningún tipo desde tiempos antiguos. Cabe señalar que los indígenas no insistieron en ser beneficiados con la legua cuadrada de tierra, tal vez por la cercanía con otros pueblos del valle de Atemajac.
Por su parte, el 12 de mayo de 1713, los indígenas del barrio de San Sebastián Analco entablaron un litigio contra el capitán Francisco Fernández de Ubiarco -alguacil mayor de la Real Audiencia de Guadalajara-, por unos potreros donde tenían su cofradía, llamada Nuestra Señora del Tránsito, ubicada entre San Sebastián y el pueblo de Tlaquepaque. Pedían también que se les midieran las tierras que les pertenecían “en razón de pueblo”. Para entonces, San Sebastián contaba con 80 familias tributarias, además de un alcalde, un regidor mayor, otro de segundo voto y un fiscal de doctrina. Quince años antes habían solicitado también la medición de su legua cuadrada de fundo legal ante el presidente Cevallos de Villagutierre, sin conseguirlo.
Del expediente se desprende que los indígenas aprovechaban el barro de las orillas del río San Juan de Dios para hacer ladrillos, pero, sobre todo, loza con la que surtían a la ciudad de Guadalajara e incluso a otras provincias; es decir, más que extensión territorial, lo que en realidad defendían era el usufructo de un recurso estratégico. Los indígenas apelaron a sus antecedentes históricos para sustentar su demanda. Señalaban que San Sebastián era el pueblo más antiguo de los alrededores de Guadalajara y, utilizando -probablemente- información de la orden franciscana, decían ser de origen tecuexe para el barrio de San José, y coca para el de San Sebastián (los cuales, durante la Conquista, fueron declarados los más dóciles para recibir la religión cristiana).80 Por su parte, Francisco de Ubiarco trató de demostrar quiénes habían sido los sucesivos dueños de la tierra en disputa, mercedada por primera vez a mediados del siglo XVI, la cual había recaído, en ventas sucesivas, en los religiosos de San Juan de Dios, de quien él las había adquirido.81
La explicación más probable para la existencia de títulos de mercedes a particulares casi al lado de las viviendas de los pueblos debió estar relacionada con la merma de la población local desde finales del siglo XVI, pues no existe información de conflictos por tierras en las crónicas de dicha época. Es más complicado entender por qué estas tierras no fueron aprovechadas desde su mercedación por los nuevos colonos españoles, ya que frecuentemente siguieron en manos de los barrios y pueblos de indios, los cuales entraron en disputa con los poseedores de los títulos al querer legalizarlas.
Por otra parte, el litigio deja entrever los problemas que se daban por la propiedad de la tierra en los alrededores de la ciudad de Guadalajara. Así, desde las tempranas fechas de 1557, se había hecho un deslinde de límites entre los pueblos de San Pedro (Tlaquepaque), San Sebastián y los ejidos de la ciudad de Guadalajara, con la finalidad de evitar conflictos, aunque nunca se mencionó la cantidad que debía poseer cada uno de ellos. En 1637, nuevamente se hizo otra medición y el corregidor Gaspar de Medinilla Rincón mandó poner mojoneras, en virtud de un mandamiento de la Real Audiencia de la Nueva Galicia. En 1673, los pueblos de San Sebastián y San Pedro Tlaquepaque tenían problemas por límites; por ello, entre 1677 y 1678, se volvieron a medir y amojonar sus linderos.82
El conflicto de 1713 también pone de manifiesto una cuestión que no afectaba únicamente a los contendientes. Como lo manifestó el abogado defensor de Francisco de Ubiarco, si se le reconocía la legua cuadrada de fundo legal al barrio de San Sebastián de Analco, no habría impedimento para que el resto de pueblos y barrios aledaños a la ciudad de Guadalajara también solicitaran este beneficio. Según él, ni a los barrios se les podía conceder una extensión de tierra igual que a los pueblos, ni había tal cantidad de tierras en las cercanías de Guadalajara. El 24 de enero de 1718, se decidió que los terrenos en litigio -poco menos de un sitio de ganado menor- pasaran a manos de los indios de San Sebastián; también se decretó que quedara en manos de Francisco de Ubiarco un predio donde se ubicaba un molino para trigo y algunas casas que habían sido de los religiosos del convento de San Juan de Dios.83
Durante el siglo XVIII, los choques por límites de tierras fueron constantes entre los pueblos cercanos a Guadalajara. Por ejemplo, Coyula, San Gaspar y Zalatitán estuvieron en conflicto al menos desde mediados del siglo XVIII. Esto no es novedoso, lo sorprendente es que no haya muchos datos de este tipo de conflictos durante los dos siglos anteriores.84
Es frecuente ver cómo, durante el siglo XVII, paulatinamente se fueron ocupando predios en las cercanías de los pueblos sin que éstos hicieran mucho por delimitar lo que les pertenecía. Por lo común, las tierras de las poblaciones se medían sólo cuando entraban en pugna con algún hacendado o ranchero ambicioso, como pasó con Ahuisculco y sus conflictos con la hacienda de San Isidro Mazatepec en 1765;85 en otras ocasiones, por ejemplo, en el caso de Teuchitlán, perteneciente al corregimiento de Tequila, las haciendas lograron extenderse hasta dentro de los núcleos de población sin que hubiera modo de invertir dicha tendencia.
La regularización de las tierras indígenas siguió un patrón de comportamiento más o menos definido. Inicialmente, las composiciones se dieron con más intensidad en las jurisdicciones con mayor conexión a la ciudad de Guadalajara, mientras que las regiones remotas debieron esperar casi hasta el siglo XVIII. En el lejano norte, las distancias entre pueblos a veces eran considerables; esta situación, aunada a la poca afluencia de colonos, dio como resultado que lo extenso del territorio fuese un problema para el afianzamiento del dominio colonial. Naturalmente, esta situación repercutió en la regularización de los predios indígenas. En las zonas de frontera en el norte se compusieron sus predios hasta entrado el siglo XVIII. De hecho, el 12 de abril de 1757, se libró una Real Orden, la cual notificó el oidor Francisco Galindo Quiñones en la Nueva Galicia para que “los poseedores de tierras ocurriesen a manifestar los títulos, escripturas, medidas, y otros instrumentos, en virtud de que las poseen o bien, para su confirmación en la Real Audiencia siendo del año de setecientos acá, o para su anotación”, pero de esta resolución quedaron exentos los habitantes de los reinos de Sonora, Sinaloa y la Nueva Vizcaya (sobre los cuales tenían jurisdicción las autoridades de Guadalajara en materia de tierras), debido al estado de guerra en el que muchos de sus habitantes se encontraban por causa de los ataques de indígenas hostiles a la colonización septentrional.86
Por ejemplo, el pueblo de Pescadero, en la alcaldía mayor de Acaponeta, logró que se le midiera y entregara el sitio de su fundo legal, en 1714;87 San Pedro Olita, de la misma jurisdicción, en 1716,88 y la cabecera de Acaponeta, fue beneficiada -en calidad de congregación indígena- con el título de su fundo legal en 1717, por el doctor Joseph de Miranda y Villayzan, oidor de la Real Audiencia de la Nueva Galicia.89 Más al norte, el pueblo de Navito, en la jurisdicción de Culiacán, en 1758, consiguió que se le concedieran documentos legales sobre su legua cuadrada de fundo legal más otros tres y medio sitios de ganado mayor. Esta extensión, sin embargo, la aprovechaban desde hacía más de medio siglo, por lo que nadie se las disputó. De hecho, el pueblo se había vuelto un poco nómada. Para entonces, los indígenas habían mudado ya tres veces su iglesia, debido a inundaciones por las crecidas periódicas del río San Lorenzo.90
La mayoría de los pueblos flecheros de las áreas aledañas a la Sierra del Nayar también regularizaron sus tierras hasta el siglo XVIII. Por ejemplo, Acaspulco, en la frontera de Colotlán, logró que le fuera reconocido su fundo legal y algunos sitios grandes hasta la segunda mitad del siglo XVIII;91 lo mismo le ocurrió a Chimaltitán.92 En la misma provincia, Totatiche comenzó a solicitar títulos de sus tierras en 1767, aunque el proceso se extendió al menos hasta 1810.93 Apozolco solicitó la medida de sus tierras el 30 de octubre de 1779; este núcleo indígena colindaba territorialmente con congregaciones tan alejadas como Ocotique, Camotlán, Mamatla y Soquitita, por lo que podría decirse, que, en conjunto, eran dueños de buena parte del área serrana de Colotlán. Las medidas de sus tierras se aprobaron el 25 de mayo de 1780.94
A veces, debido a la lejanía y el aislamiento, las mercedes de territorio podían ser formidables: a Asqueltán, pueblo sujeto de Totatiche, don Fernando de Urrutia -oidor de Guadalajara y juez supernumerario de tierras- le concedió casi trece sitios de ganado mayor, es decir, más de 20 mil hectáreas montañosas en 1733.95 En ese mismo año, San Pedro Nostic, otro asentamiento de indios flecheros, también fronterizo, consiguió una merced de 20 sitios de ganado mayor.96 La merced más grande que se ha documentado entre los pueblos dependientes de la Real Audiencia de Guadalajara es la que 20 años antes, en 1713, Colotlán había conseguido, la cual consistió en tres leguas por cada viento, es decir, 36 sitios de ganado mayor de cerros y barrancos (más de 63 mil hectáreas en medidas actuales). Esta gran extensión la obtuvo del oidor Francisco Feixoo Centellas y se le entregó en la modalidad de fundo legal, contraviniendo las normas establecidas en las Leyes de Indias.97 Casi dos décadas después, en 1730, el pueblo de Huejuquilla, también en esta jurisdicción fronteriza, consiguió en merced 36 leguas cuadradas de tierra de manos de don Tomás de Balderrama, juez de medidas. Al igual que Colotlán, la congregación indígena de Huejuquilla era un punto estratégico para mantener en calma la extensa zona serrana del Nayar y tenía como pueblos sujetos a San Nicolás, Soledad y Tezompa.98
En general, todos estos núcleos indígenas fungían como guardianes, es decir, para prevenir ataques de los indios rebeldes de la Sierra del Nayar, por lo que gozaron de prerrogativas (como la exención de tributos) que no tuvieron el resto de congregaciones indígenas de las cercanías de Guadalajara, ni pueblos septentrionales de la Nueva Vizcaya.
Reflexiones finales
En este trabajo intenté demostrar que durante el siglo XVI y la mayor parte del XVII no hubo entrega de títulos de tierras ni deslindes que ampararan con precisión las heredades de los pueblos de la Nueva Galicia. Durante los primeros 150 años posteriores a la Conquista fueron raras las mediciones y confirmaciones de tierras indígenas en esta jurisdicción. Factores geográficos, demográficos y legales pudieron influir para que se diera este peculiar fenómeno histórico: por un lado, la inconmensurabilidad misma del territorio, aspecto constantemente remarcado por cronistas y visitadores de principios del siglo XVII. Esta condición se vio incentivada con las altas tasas de mortalidad india y el despoblamiento de muchas congregaciones durante los cien años posteriores a la Conquista, por lo que, al parecer, el problema se centró en ocupar el territorio más que en delimitarlo. Un tercer elemento relacionado con las escasas mediciones de tierras indígenas pudo ser el hecho de que el Rey y sus autoridades siguieran la política de no hacer donación a los indios de las tierras que les pertenecían de antiguo, sino sólo confirmar su derecho preexistente cuando fuese necesario, pues, aunque no contaran con una merced real, se les consideraba propietarios legítimos y bastaba que comprobaran, mediante testigos, estar congregados en pueblos desde tiempo inmemorial.99 Estos elementos en conjunto pudieron condicionar también los escasos litigios por tierras durante el siglo XVII, en contraste con lo ocurrido en el XVIII, cuando se incrementó la población de todas la etnias y la tierra como recurso paulatinamente se volvió escasa, lo que aumentó su valor, gracias a una legislación más proclive a fomentar la propiedad individual, en detrimento de la tradicional propiedad comunal. Se puede pensar también en un cambio de paradigma en torno a la forma de justificar los derechos ancestrales sobre la tierra indígena. Si en las grandes composiciones de finales del XVII muchos pueblos sencillamente alegaron la simple y continúa posesión, es decir, la ocupación inmemorial sin contradicción de terceros para hacerse merecedores de sus respectivos títulos sobre el bien demandado, para la segunda mitad del siglo XVIII este sistema había quedado rebasado, en virtud de que otros actores, como ranchos y haciendas, se introducían en las tierras de los pueblos y luego las reclamaban como suyas, aprovechándose de la imprecisión de límites o contar con títulos más antiguos que los de las propias congregaciones indígenas.
Podría pensarse que, para el caso del siglo XVII, las tierras indígenas se vieron a salvo tanto por la baja densidad demográfica de todas las etnias como por la poca demanda de productos agrícolas y la consecuente debilidad de las redes de articulación de mercados, lo cual debió generar cierta estabilidad en su tenencia, básicamente porque existían grandes espacios susceptibles de ser otorgados en merced a la población que los hubiera demandando. Sin embargo, la ausencia de conflictos importantes por los espacios geográficos durante el siglo XVII y los bajos precios de la propiedad territorial pudieron ser factores favorables para otro proceso que posteriormente marcaría el destino de la configuración agraria del occidente y del norte de México: la facilidad con la que algunas haciendas agrícolas y ganaderas pudieron extenderse en las áreas más fértiles y contra las cuales colisionaron los pueblos en centurias posteriores.