El derecho viene a perecer menos veces
por la violencia que por la corrupción.
Herni Dominique Lacordaire.
Introducción
En los esquemas actuales de desarrollo de las políticas públicas que impulsan a ultranza la transparencia y buscan eficientar el desempeño de los Poderes del Estado, ninguno de estos puede desatender los procesos de evaluación de su labor, que son inherentes a un adecuado actuar y que llevan en sí mismos imbíbita la aspiración de recuperar la confianza de los ciudadanos ante una imagen estatal desvalorada y que enfrenta los niveles más altos de impopularidad y desconfianza de la historia de México.
Abundando un poco en el tema de la transparencia, Sandoval Ballesteros (2013, p. 112) habla de cómo la transparencia ha sido garantizada en la propia Constitución mexicana, toda vez que, acorde con ella, toda entidad gubernamental de los tres niveles está obligada a garantizar el acceso libre y gratuito a sus documentos partiendo del principio de máxima publicidad, en los términos del artículo sexto de nuestra Carta fundamental. Ahora bien, como atinadamente añade la autora referida, el rumbo que esa transparencia alcance en nuestro país depende de cuál de las concepciones en la materia se adopte; así podemos hablar de la concepción burocrática, que nos lleva a considerar la transparencia como una manera de racionalizar la administración pública y cuya finalidad esencial es mejorar el control de los recursos básicos y vigilar la implementación de la cultura de la legalidad; una segunda concepción es la que considera la transparencia como una herramienta de relaciones públicas, cuyo objetivo se centra, por lo tanto, en lograr la legitimidad y la estabilidad del gobierno; una tercera postura muestra la transparencia desde una visión democrático-expansiva, la cual tiene como objetivo central mejorar el desempeño de la democracia (Sandoval Ballesteros, 2013, pp. 112-118).
Es en este contexto donde esos traídos y llevados procesos de evaluación del desempeño que se realizan en todos los órdenes parecen haber dejado de lado a uno de los Poderes que integran al Estado, nos referimos evidentemente al Legislativo, que la percepción ciudadana ubica como un Poder de alto costo económico y exiguos resultados (Martínez Huerta, 2014; Hernández Borbolla, 2016; Lozano, 2013; Hernández, 2014; Red Política, 2015; Valdés Zepeda, 2004; Gracia Hernández, 2016).
Es claro que el ciudadano común no percibe el contenido de la actividad legislativa y mucho menos el beneficio que en su esfera personal le depara dicha labor; por ello, entre los tres Poderes que el marco constitucional establece para la integración del Estado mexicano, este es el que se lleva las palmas como el más impopular, e incluso es repudiado por el ciudadano mexicano común (Transparencia Internacional, 2006; Transparencia Mexicana, 2016).
Según cifras de la Encuesta Nacional sobre Cultura Política y Prácticas Ciudadanas (ENCUP) de 2008, “sólo el 11.5 por ciento de la población se siente representada por los legisladores, y más de la mitad percibe que éstos ven únicamente por sus propios intereses. Por otro lado, casi el 70 por ciento de los ciudadanos encuestados no mostró interés en quién sería su siguiente diputado”.1 En la misma encuesta, pero de 2012, al preguntársele a los ciudadanos cuánto duraba un diputado federal en su encargo, 31.56 por ciento de los encuestados dijo que no sabía y 23.79 por ciento dio una respuesta incorrecta, lo que suma un porcentaje de 55.35 de personas que ignoran estos datos, que sumado a 0.35 por ciento que no respondió nos da una proporción cercana a 56 por ciento de los ciudadanos a quienes se aplicó la encuesta que lo ignora. Sin embargo, en esa misma encuesta, 70.60 por ciento respondió que “sin el Congreso de la Unión no hay democracia”.2 Resulta interesante compartir la Gráfica 1 de esa percepción de la población mexicana con respecto de la labor del Legislativo en 2008.
¿Cuál es la razón de esta situación tan poco deseable? Son muchos los factores que inciden en el clima de inconformidad y falta de credibilidad que ha surgido en el entorno social mexicano hacia los tres Poderes; empero el rechazo más denodado se da en contra del Poder Legislativo y, de este, hacia los diputados.
En consecuencia, como una vía para resolver esto se ha buscado una producción legislativa sin precedentes, pero que no parece paliar el problema, y sí ha dado lugar a múltiples preguntas en cuanto a su necesidad y pertinencia. En vista de ello, se pretende dilucidar las principales cuestiones que han detonado esta situación, y se plantea una vía de solución a través de los procesos de evaluación legislativa que pueden abonar mucho, no solo a la labor de nuestro órgano legislativo, sino también a la percepción que de esta tiene el pueblo mexicano, lo cual permitirá un desarrollo jurídico social en este sentido no alcanzado a la fecha.
El poder legislativo y sus funciones en el estado democrático moderno
Como presupuesto necesario, a efecto de establecer qué es el Poder Legislativo, consideramos importante definir qué es el poder. Si bien existe una opinión generalizada de que proviene del vocablo latino potere y su significado primigenio se traduce en mando (Real Academia Española, 2013), para Velásquez Turbay (cit. en Carpizo, 1999, p. 324), no es este su origen etimológico, sino que proviene de possum, que a su vez deriva de los vocablos potis y sum que significan capaz y ser o existir, respectivamente, por lo que para Velásquez su significado se refiere a “quién es capaz en sí” (Carpizo, 1999, p. 325).
Parafraseando a Max Weber, Carpizo (1999, p. 323) afirma que el poder es “un mando fáctico, una fuerza que se impone aun contra la voluntad del otro”. Asimismo cita a Buchheim, quien define el poder como “la reserva de posibilidades que le están dadas objetivamente a una persona en virtud de la actitud y el comportamiento de los demás entendida por su capacidad subjetiva” (Carpizo, 1999, p. 323). Cabe igualmente citar a Bobbio (1997, pp. 135-137) , para quien el poder se traduce en la “capacidad de un sujeto en influir, condicionar y determinar el comportamiento de otro individuo”.
Es fácil advertir que estas concepciones de poder no se enfocan en el entendimiento del poder que detenta el Estado, sus características, connotaciones y límites; para ello, en principio, Carpizo (1999, p. 328) asegura que la sociedad no puede existir sin el poder, ya que este resulta esencial para el establecimiento del orden, y determina como condiciones específicas del poder la búsqueda de legitimidad y el fin que persigue; en este sentido, asegura que “la función del poder es la constitución de normas y la vigilancia del respeto a los usos, costumbres y tradiciones vigentes” (Carpizo, 1999, p. 329), y a mayor abundamiento agrega que “la función del poder político se centra en la consagración del orden social mediante el establecimiento del orden jurídico” (Carpizo, 1999, p. 329).
En búsqueda de clarificar en mayor medida la indudablemente estrecha relación entre el poder y el derecho, Peces-Barba (2000, p. 78) dice que el poder es el “hecho fundante básico del derecho y causa última de su validez y eficacia”.
En estas posturas de importantes doctrinarios, y sin pretender ahondar más en el tema, que excede a las pretensiones del presente trabajo, podemos visualizar un contexto en el que el poder es un elemento esencial de la existencia, no solo de cualquier Estado, sino también del orden social mismo, que no se concibe sin él, ya que constituye el pilar imprescindible en el que se apuntala.
Hernández Becerra, en un análisis del poder político a través de su función administrativa, asegura que la tendencia es identificar la política con el gobierno de forma demasiado reduccionista, a su juicio, pero reconoce que la administración es necesariamente política, y tanto esta como el gobierno son lo que él denomina “expresiones dinámico-formales de la política en el estado” (Hernández Becerra, 1981, pp. 27-28).
En consecuencia, la legitimación de poder se sustenta, en el caso que nos ocupa, en la ley fundamental, que encuentra su consagración en esta y se consolida mediante un proceso electoral que, basado igualmente en las normas ordinarias derivadas del mandato constitucional, le dan vida y sancionan el proceso de elección y su desempeño en el encargo encomendado.
La estructura del Estado de nuestro tiempo no se concibe sin la existencia del Poder Legislativo. Si bien su integración y connotaciones, e incluso su denominación, pueden variar, la esencia del Poder Legislativo para los Estados democráticos modernos permanece invariable en todos los Estados contemporáneos.
Los antecedentes del Poder en estudio se remontan a la Edad Media. A decir de Fix Zamudio (AAVV, 1994, pp. 15-35) , surgió como una asamblea estamental, con funciones muy limitadas, tales como autorizar gastos bélicos a los monarcas y conceder o negar privilegios. De esa primigenia construcción de los parlamentos se fue gestando un nuevo órgano del Estado que asumiría la tarea de crear las normas en un proceso normativizado que seguía etapas predeterminadas y que permitió la consolidación del llamado Estado-nación.
Fue el Parlamento inglés el que consolidó esta figura, que asumió tal fuerza que llegó a condenar a muerte al monarca, fuerza que no cobró el resto de los parlamentos europeos. Si bien con posterioridad a la muerte de su impulsor, Oliverio Cromwell, se restableció la monarquía, esta no pudo recuperar sus antiguos privilegios; fue desterrado Jacobo II y en 1689 se posicionó a Guillermo y María de Orange, cuya permanencia en el trono se condicionó a la suscripción del Bill of Rights. En cambio, Francia tuvo que esperar hasta 1789 para que con la Revolución francesa se concretara el derrocamiento de la monarquía y la consolidación del denominado Gobierno de Asamblea, consagrado en la Constitución Jacobina de 1793, que sentaba las bases para una absoluta preeminencia del Poder Legislativo, como atinadamente lo refiere Fix Zamudio (1994, pp. 15-16) .
En América, a diferencia de Europa que, como ya se dijo, privilegiaba el Poder Legislativo a través de la figura del Parlamento, se establecieron regímenes de corte presidencialista, en los que el modelo de gobierno supone la búsqueda de un equilibro basado en el pensamiento de Montesquieu sobre la división de Poderes. Así, la constitución estadounidense partió de la figura de un Ejecutivo consolidado en un único jefe de gobierno llamado presidente, mientras que en Europa -cuando menos en Inglaterra- se estableció una división de dicha jefatura, que residiría en el monarca y en el primer ministro, que para alcanzar el poder requiere del Parlamento.
Recordemos que esta división del poder establece diferencias entre jefe de gobierno y jefe de Estado. Este último, como afirma Valadés (2005, p. 5) , no desempeña en realidad un papel político, sino más bien ceremonial y de índole simbólico; en cambio, el primero, según el jurista mexicano, “es la persona que encabeza el órgano de poder encargado de definir las políticas del Estado, de aplicar y reglamentar leyes y ejercer las funciones coactivas del poder” (Valadés, 2005, p. 19).
Por lo antes asentado, el siglo XIX fue por antonomasia, para los Estados europeos, la consolidación del parlamentarismo como el poder prevalente, que se debilitó en la posguerra y, al igual que en América, se adoptó, en la mayoría de los casos, un régimen que ensalza al presidencialismo (Fix Zamudio, 1994, p. 16).
Batiz Vásquez dice que la principal característica inherente a este órgano lo constituye el hecho de que se trata de una institución que, si bien ostenta la representación estatal, para su desempeño tiene “atribuciones y una organización interna propias” (Batiz Vásquez, 1999, pp. 25 y ss.). Es claro que estas atribuciones y organización derivan de la propia norma y se consagran, la mayoría, en las cartas fundamentales.
Valencia Carmona considera que en Latinoamérica lo más importante será lograr un poder legislativo “eficiente y a la altura de los tiempos” (AAVV, 1994, pp. 11-13). El problema derivará en establecer, en principio, en qué reside esa eficiencia y cómo podremos medirla -que es el asunto al que nos abocaremos más adelante-, y en segundo lugar, qué estima cada sociedad como estar a la altura de los tiempos, ya que es una idea sumamente imprecisa y que se presta, de suyo, a múltiples interpretaciones. Dicha altura puede utilizar escalas muy diversificadas como, por ejemplo, las presiones de la globalización, que no necesariamente derivarán en bienestar o desarrollo social hacia el interior; o, como lo plantea Nohlen, “¿la democracia pluralista, el presidencialismo, las formas de participación y de representación de intereses, los sistemas electorales, los estilos de hacer política, etc., son adecuados para resolver los problemas que surgen como demandas de los gobernados, sobre todo de tipo económico y social?” (Nohlen, 1992), y añade, parafraseando a Ángel Flisfisch, que la democracia tiende a reducir la gobernabilidad. El autor en análisis hace hincapié en la necesidad de que los sistemas parlamentarios de Latinoamérica sean modificados, en especial en cuestiones como la deficiente responsabilidad del parlamentario respecto de sus electores (Nohlen, 1992).
La función esencial de este Poder es, sin duda alguna, la de la creación de la ley; pero, entre sus fines, encontramos otras actividades que son trascendentes en el Estado democrático contemporáneo. Pedroza de la Llave (1996, p. 20) hace énfasis en una facultad imprescindible del Poder en estudio, la del control de los órganos de gobierno, que parte de la nueva visión de colaboración, en lugar de la tradicional concepción basada en la tajante división de los Poderes del Estado.
La forma en que esto se realiza parte de la noción de sistema político que, de acuerdo con Verdú (1986, p. 49) , concebimos como “el desarrollo del proceso de orientación política mediante el funcionamiento de controles y responsabilidades ejercidos por el complejo de órganos constitucionales”, de donde el sistema de gobierno derivará del vínculo que prevalece entre los Poderes Legislativo y Ejecutivo.
El Poder Legislativo tiene encomendadas altas tareas en el Estado democrático; sus integrantes determinan la licitud de las conductas, con lo cual se norman las actuaciones de los ciudadanos; establecen, asimismo, cuáles hechos constituyen delito y cuáles no, así como sus respectivas sanciones, en el primer caso; instituyen los diferentes órganos del Estado y sus ámbitos de competencia, para lo cual designan en coparticipación a los funcionarios de los Poderes Judicial y Ejecutivo, acorde con el ordenamiento constitucional; ratifican los tratados internacionales; aprueban la actividad presupuestaria del Estado; establecen las tasas impositivas; aprueban las solicitudes de empréstitos realizadas por el Poder Ejecutivo. Todas ellas son labores primordiales que les son inherentes (Chávez Hernández, 2006, p. 97).
Cabe, en este sentido, preguntarnos cuál es el impacto e idoneidad de las diversas formas de selección de nuestros legisladores, visto que, a diferencia de otras épocas, en la actualidad la respuesta legislativa a los problemas sociojurídicos es cada más apremiante y de ella depende en mucho, no solo la preservación del Estado de derecho, sino también, y no de menor importancia, el desarrollo de un Estado determinado. Esto es así porque, como ha dicho Gurría (2012), ante la innegable crisis que se vive, se requieren reformas, a las que llama “incluyentes y ambiciosas”, para que sean estas las que reactiven el desarrollo económico y, derivado de ello, se implementen fuentes de empleo. Sumado a lo anterior, resulta necesario hacer hincapié, como ya se ha mencionado, en la recuperación de la confianza de los propios ciudadanos en el poder público. Gurría (2012) añade que “tras la peor crisis en décadas, las reformas a las políticas públicas y a las regulaciones existentes tienen que corregir los excesos de los mercados, reorientar los incentivos y alinear los instrumentos y las instituciones en torno a un objetivo social prioritario: el crecimiento incluyente […] Los parlamentos que han reaccionado con prontitud y eficacia ante estos desafíos han aminorado el impacto de la crisis en sus países y los han convertido en oportunidad”.
En México, el Poder Legislativo federal es bicameral, es decir, concurren la Cámaras de Senadores y la Cámara de Diputados, cuyas existencia y regulación esencial están contenidas en nuestra Constitución, y cuya incidencia, no solo en el ámbito legislativo, sino en el quehacer político nacional, es innegable. Asimismo es innegable la impopularidad en que dicho Poder del Estado ha caído en los últimos tiempos, cuyos alcances han sido analizados por la doctrina jurídica, dadas sus repercusiones en el Estado de derecho, de lo cual nos ocuparemos en un apartado posterior del presente estudio (Santa Cruz, 2015; Reyes Heroles, 2016; Baltazar, 2016).
Ahora bien, no podemos decir que la responsabilidad de la elección de quienes fungen como legisladores recae en los ciudadanos, ya que estos únicamente hacen una discriminación de las opciones impresas en la respectiva boleta. La selección inicia -previo cumplimiento de los requisitos constitucionales y los previstos por las leyes reglamentarias- en los partidos políticos, que son actores esenciales de las democracias modernas, y en los cuales, como ha mencionado Carey (2004), se gestan los actores políticos que inciden en el desempeño del legislador.
Existen varias corrientes que han buscado la explicación de la existencia de actores políticos y su incidencia en los desempeños democráticos y en la gobernanza. Así, la teoría de la relación principal-agente nos habla de las interrelaciones y compromisos que motivan el actuar del legislador. Si bien, como dice Maltzman (2000, pp. 9 y ss.) , no hay un acuerdo unánime en la doctrina al respecto, puesto que hay quienes defienden la postura de la actuación independiente del legislador (Naranjo de la Cruz, 2003, p. 44), otros, por el contrario, analizan, como es el caso del precitado Maltzman (2000), esas inferencias causadas por los actores políticos. El pueblo como tal, aunque incide, no es el principal actor político, sino que, a juicio de Báez Carlos (2013, p. 69) , quien apela a la teoría de la competencia, lo suelen ser los partidos políticos. Consideramos, en relación con este punto, que, además de los partidos políticos, la propia administración pública, sustentada en el ordenamiento fundamental, impide una absoluta discrecionalidad en la actuación del legislador (Magide Herrero, 2000, pp. 253-254) . Podemos concluir, en consecuencia, que si bien se habla de legisladores autónomos, tal autonomía no puede ni debe ser absoluta, porque en su función responden a intereses sociales y jurídicos de gran trascendencia.
No obstante lo anteriormente señalado, los legisladores requieren un importante grado de autonomía en su labor, como en 2016 lo reclamaron ellos mismos en boca del líder de la facción parlamentaria del Partido de la Revolución Democrática (PRD), Luis Miguel G. Barbosa Huerta, en estos términos: “Habrá un parlamento abierto real cuando haya un Poder Legislativo autónomo, real y autónomo; cuando haya un Poder Ejecutivo que deje que el destino de las Cámaras sea el destino de las fuerzas políticas que ahí se representen; y habrá una evolución cuando la mayoría, los integrantes de las mayorías de las Cámaras, hagan reflexión sobre el poder de su partido político” (Aguilar, 2016, pp. s/p). Pero en su dicho encontramos contradicciones, puesto que habla de autonomía y hace hincapié en que los legisladores se deben a las fuerzas políticas y a su propio partido, lo cual hace patente que lo que buscan es minimizar la influencia del Poder Ejecutivo, pero refuerza nuestra postura de que no existe una posible independencia absoluta del legislador, incluso de aquel que es considerado por la ley de la materia como independiente, pues este también estará sujeto a las fuerzas públicas correspondientes.
Otras corrientes doctrinarias hablan de la profesionalización de la carrera legislativa, la que llevaría tal vez a una despolitización de esta figura. Al respecto, Valencia Escamilla (2009) considera que, en principio, debe distinguirse entre experiencia legislativa y carrera legislativa. Para ello hay que definir la profesionalización, la que la autora en cita, desde una perspectiva administrativa, delimita como un “conjunto de conocimientos, experiencia e incentivos que producen la actualización promoción y retribución, todas ellas ligadas a la productividad y antigüedad y cuyo esquema se sintetiza en el mérito y los resultados de su desempeño” (Valencia Escamilla, 2009, p. 69). En este sentido, Méndez Martínez y Raich Portman (2000, p. 11) señalan que “en el servicio público la evaluación del desempeño constituye un indicador del grado de profesionalización del propio servidor público”.
Pero es evidente que estos factores aplicables en términos generales a la profesionalización de los servidores públicos no resultan de sencilla aplicación en el desempeño legislativo, como atinadamente reconoce Valencia Escamilla (2009, p. 70) , toda vez que “en el campo legislativo, la profesionalización representa una concepción compleja y ambigua debido a la naturaleza del cargo: es un cargo de representación en el que difícilmente pueden incluirse los elementos vinculados con el mérito y el desempeño”. Añade que los estudios realizados nos llevan a concluir que estas formas de medir la eficiencia no son aplicables al Poder Legislativo, y su profesionalización parte de la postura que se asuma en cuanto a la independencia de la que hablábamos en párrafos antecedentes, ya que si se le ve como un órgano activo que tome la iniciativa en las políticas públicas y sea independiente del Ejecutivo, estaremos frente a una labor especializada que no cualquier persona puede desempeñar y que demandaría ser experto en tareas parlamentarias (Valencia Escamilla, 2009, p. 70).
Por el contrario, continuando con el amplio análisis que del tema hace la última citada, si pensamos el Poder Legislativo como aquellas personas cuya misión esencial se centra en incidir en las políticas públicas diseñadas por el Poder Ejecutivo sirviendo de enlace entre quienes diseñan las políticas y el pueblo, entonces hablaremos de un órgano representativo que se convierte en “caja de resonancia” de las heterogeneidad de opiniones sociales (Valencia Escamilla, 2009, p. 70).
El dilema parece sencillo de dilucidar, pero si optamos por un órgano que requiere de experticia, entonces habríamos de modificar nuestro esquema de selección a partir de la propia Constitución, de tal manera que no cualquier ciudadano podría ser electo, sino que, para ello, requeriría demostrar ciertos conocimientos que no podrían ser evaluados en una elección abierta. De tal modo, el dilema nos lleva a preguntar ¿dónde queda, entonces, la representación de los intereses populares de que tanto se habla? Como vemos, no son cuestiones de sencilla resolución; requieren un mayor análisis y un proceso que no será tampoco breve, dada la magnitud de las decisiones a asumir.
El transitar de México, en lo que atañe al Poder Legislativo, ha sido de gran impacto para el mismo país, cuya fortaleza constitucional ha sido evidente desde sus inicios, no así la fuerza política que debería acompañarle; se le ha considerado como supeditado al presidencialismo y, por ende, débil frente a este diverso poder, como lo evidencia Cortez Salinas (2008, p. 11) al asegurar que el presidencialismo mexicano debilitó al Poder Legislativo, ya que, cuando menos durante gran parte del siglo pasado, la fuerte presencia del Ejecutivo federal y la hegemonía de su partido político vulneraron lo que el autor llama “los pesos y contrapesos”, lo cual debilitó al Congreso. No obstante, al llegar la transición democrática, erosionó al presidencialismo y restableció esos pesos y contrapesos porque no existía una mayoría calificada de un solo partido (Cortez Salinas, 2008, pp. 11-12). Esto, como sabemos, se gestó a partir de 1997, pero fue realmente en el sexenio de Vicente Fox cuando el Poder Legislativo mexicano cobró la suficiente fuerza política para revalorizarse, tomando fuerza la codecisión entre las distintas fuerzas políticas, llámese gobierno, partidos políticos, e incluso grupos parlamentarios.
En este sentido, delimitando los alcances de su función, Santiago Campos (2006, p. 144) dice que, conforme lo expresado por Jorge Madrazo, el proceso legislativo, inserto en el numeral 72 del ordenamiento fundamental, se apuntala en la presencia de un sistema bicameral, bajo el principio de concurso de Poderes y armonización de sus funciones, así como en el presupuesto necesario de la conformidad de las Cámaras para la sanción de una ley o un decreto, y finalmente en la existencia de “un mecanismo riguroso que impida que cualquiera de las Cámaras obstaculice deliberadamente la aprobación de una ley o decreto. En consecuencia, existe jurídicamente, y no solo políticamente, la coordinación -no subordinación- del Poder Legislativo con los otros dos Poderes” (Santiago Campos, 2006).
Por otro lado, los avances hechos en materia política y gobernanza nos llevan a estimar que el Poder Legislativo en México ha adquirido gran influencia en el nivel nacional, lo cual deriva de varios factores: el pluralismo, la cancelación de los privilegios monopartidistas y evidentemente la consolidación de mayores poderes formales adquiridos por el mismo Congreso (Ugalde, 2003).
Razones y sinrazones de los procesos de evaluación del poder legislativo
En un entorno de globalización y crisis económica, la eficiencia de la labor del Estado y los órganos que lo integran es trascendental. Tradicionalmente, los procesos de evaluación de desempeños se enfocaron en las empresas privadas, pero estos han alcanzado al Estado y sus instituciones, como presupuesto sine qua non para el establecimiento de políticas públicas que les permitan lograr niveles de calidad y sean eficaces para los fines pretendidos.
Al respecto, Avellaneda (2011) afirma que, tomando como base los años 80, los autores no se han centrado solo en las evaluaciones en sí mismas, sino que se han enfocado con denuedo en el uso de dichas evaluaciones, con lo que se llega incontestablemente al componente político de estas. Así, vemos que autores como Weiss (1972, 1987) y Chelimsky (1998), también citados por esta autora, profundizan en dichos aspectos de la evaluación. Bañón (2003, p. 17), por su parte, asevera que la evaluación, en este sentido, requiere una “comprensión profunda de los procesos políticos y de las políticas públicas, mucho más que desde una posición técnica estrictamente metodológica”.
Todos los baremos para medir la eficacia del Estado parten de la capacidad institucional, la que, como indica Rosas Huerta (2008, pp. 122-123) , se traduce en un proceso mediante el cual los sujetos, en lo individual, y por medio de organizaciones, grupos e instituciones, de manera conjunta, tienen como prioridad alcanzar el desarrollo, al que en el Estado contemporáneo se le ha añadido el componente de sostenible. Entonces, a partir de esa capacidad, que podemos identificar en dos disyuntivas, una presupuestal y otra legal, esta última acorde con las facultades que le son conferidas a la institución estatal de que se trate, es como se determina la posible evaluación de sus desempeños.
En ese contexto, como ya se dijo anteriormente, el Poder Legislativo es un poder del Estado que ejerce funciones de control sobre las funciones y el desempeño de otros órganos, pero la pregunta es ¿quién ejerce control sobre él? Por ello, como hace hincapié Kherming Puente (2009), el Poder Legislativo debe rendir cuentas:
[…] no sólo porque la ley le obligue, sino que la ley le obliga porque sus acciones deben ser sujetas del escrutinio ciudadano y del control interorgánico. Por ello la importancia de la transparencia en el ejercicio permanente de rendición de cuentas. Una legislatura que no es transparente, que no garantiza el acceso a la información relacionada con sus actividades, entorpece el proceso democrático y obstaculiza la consolidación de la democracia (Puente, 2009, p. 11).
Al respecto, podemos decir que la consolidación democrática en los Estados modernos está estrechamente relacionada con la trasparencia y la rendición de cuentas. Como dice Casar (2014), en materia constitucional, durante los últimos 15 años, “las diversas modificaciones a la Constitución han creado una serie de instituciones que en conjunto generan un incipiente sistema constitucional de rendición de cuentas” (Casar, 2014), pero que, derivado del hecho de que las reformas se fueron dando de manera aislada, sin buscar una conjunción en ellas, son desarticuladas y no hay unicidad en su propósito, lo que explica la impunidad y corrupción. La misma autora reconoce también que no existe una acepción unívoca de la rendición de cuentas y su definición no ha sido sencilla.
Para una definición acudiremos al trabajo de Schedler (2008) que analiza a cabalidad el punto en un estudio que intitula precisamente ¿Qué es la rendición de cuentas? En este interesante trabajo, el autor hace hincapié en que “la rendición de cuentas circula en la discusión pública como un concepto poco explorado, con un significado evasivo, límites borrosos y una estructura interna confusa” (Schedler, 2008). En efecto, como lo reconoce el autor referido, no ha resultado sencillo definir esta figura imprescindible de las democracias contemporáneas, por lo que Schedler, en vía de una explicación, concluye que A rinde cuentas a B cuando está obligado a “informarle sobre sus acciones y decisiones, sean estas pasadas o futuras, así como a justificarlas y a sufrir el castigo correspondiente en caso de mala conducta” (Schedler, 2008, p. 20). Añade que así concebida la rendición de cuentas abarcará tres magnitudes: en principio, la información; después, la justificación, y finalmente, la sanción, que, resulta obvio, no necesariamente se presentará.
Cejudo (2011, p. 11) alude a la paulatina evolución de estos procesos de rendición de cuentas en el entorno del gobierno federal mexicano. Afirma que dichos procesos se han ido consolidando, pero que desafortunadamente se trata de esfuerzos aislados -en lo cual coincide con el punto de vista de Casar ya comentado-.
Debemos reconocer que se han hecho importantes avances al respecto; para evidenciarlos cabe mencionar la Ley General de Desarrollo Social de 2004, la creación del Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social (CONEVAL), la Ley Federal de Presupuesto y Responsabilidad Hacendaria de 2006 y el Sistema de Evaluación del Desempeño (SED), pero no podemos hablar de un esquema de evaluación debidamente estructurado y suficientemente generalizado como para alcanzar el impacto requerido, pese a que se han hecho esfuerzos serios encaminados a ello, pero no se enfocan especialmente en el contexto materia de nuestro estudio, que reviste sus propios requerimientos y particularidades.
Otros países latinoamericanos, como Perú y Chile, han empezado a diseñar sistemas de evaluación de la ley; el primero, con el Proyecto de fortalecimiento del desempeño de las funciones representativa, legislativa y de control del Congreso de la República del Perú, cuyos objetivos esenciales se centran en, como su nombre lo indica, “fortalecer el funcionamiento de los grupos parlamentarios y de las comisiones, así como impulsar la función representativa de los congresistas” (Congreso de la República del Perú, Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, 2012, pp. 8-10), fines que aparentemente fueron alcanzados. Sin embargo, el Informe de evaluación externa evidenció, entre otros puntos importantes, que:
Las actividades propuestas no están enmarcadas en una estrategia orientada a potenciar los efectos positivos de los avances y neutralizar las fuerzas en contra y la inercia que suele atentar contra los procesos de cambio. Ello, aunado a la distancia entre los resultados esperados y las actividades propuestas, permite afirmar que ni aun cumpliéndose todas las actividades programadas se hubiera podido garantizar el logro de los resultados esperados (Congreso de la República del Perú, Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, 2012, pp. 8-10).
En cuanto a Chile, no cuenta con ningún mecanismo formal para estar en condiciones de emitir un análisis de impacto regulatorio (AIR) ex-ante; en consecuencia necesaria, no existe precedente en la evaluación del posible impacto de los proyectos de ley, por lo que se reduce de manera incuestionable la posibilidad de habilitar un punto de partida concluyente para la evaluación ex-post. No obstante, es dable mencionar los importantes pasos que se han dado en la búsqueda de la consolidación de tales mecanismos, como lo es la creación por parte del Congreso chileno del Departamento de Evaluación de la Ley el 21 de diciembre de 2010, al cual se le asignaron, entre sus responsabilidades más importantes, evaluar las normas jurídicas y proponer, en su caso, mejoras correctivas para dichas normas, para lo cual creó una “red de organizaciones sociales interesadas en participar en el precitado proceso” (OCDE, 2011, pp. 1-3).
Si bien los anteriores esfuerzos están basados en parámetros hechos valer por conducto de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, parece que resultan insuficientes para alcanzar los parámetros adecuados de calidad del desempeño legislativo en Latinoamérica y para modificar la percepción de desencanto social que existe con respecto del trabajo legislativo.
Mención especial requiere la Red Latinoamericana por la Transparencia Legislativa, que es un organismo que se define a sí mismo como un “mecanismo de vinculación, comunicación y colaboración entre organizaciones de la sociedad civil que promueven activamente la transparencia, el acceso a la información y la rendición de cuentas en los Congresos de la región” (Red Latinoamericana por la Transparencia Legislativa, 2015, p. 1), cuya finalidad es precisamente integrar esas organizaciones para que realicen actividades tendientes a instar la transparencia y la rendición de cuentas en los países de América Latina.
En Europa, por su parte, se ha implantado el análisis del impacto legislativo, más conocido por sus siglas en inglés como RIA (regulatory impact analysis), el cual, según Karpen (s/f, p. 57), “es un método empleado para valorar los costes y consecuencias de la promulgación de cada ley y evaluar los anteproyectos de nuevas leyes que aplican organismos e instituciones de todos los estados miembros de la UE”. De lo afirmado por Karpen cabe destacar dos aspectos sustanciales; por un lado, que es reconocido como un método (OCDE, 2011, p. 9) o que busca clarificar cuál es realmente su naturaleza; por otro lado, que la evaluación en el RIA debe abarcar la ex-ante y la ex- post.
En Francia se creó, en 1996, la Office Parlementaire d’Évaluation de la Législation, que si bien dicha acción fue considerada un gran avance en la materia, esta oficina fue suprimida posteriormente por la Ley 2009-689 del 15 de junio de 2009, tendiente a modificar la Ordenanza número 58 del 17 de noviembre de 1958 relativa al funcionamiento de las asambleas parlamentarias y a complementar el Código de Justicia Administrativa (Assemblée Nationale, 2009).
En el contexto español, Pardo Falcón (2006) afirma que es prácticamente inexistente; en consecuencia, se considera novedosa, al igual que en el resto de Europa, pero se han hecho significativos estudios doctrinarios en busca de definir los parámetros de calidad en las normas jurídicas. De tal modo, Mandelkern (cit. en Ponce Solé, 2009, p. 205) busca una mejoría en la ley a partir del famoso informe conocido como El Informe Mandelkern de 2001, que han tenido eco en Gran Bretaña desde la década de los 80, donde fue impulsada en los años 90 por el entonces primer ministro, Tony Blair, como parte de la corriente conocida como better regulation, que refleja la incuestionable preocupación mundial por la calidad de las normas jurídicas. Asimismo, en Irlanda del Norte existe un sistema específico de evaluación desde 1987 a cargo de unos órganos análogos a los británicos (Pardo Falcón, 2007, pp. 94-95) . En Escocia concurre un control centralizado en un órgano denominado Audit Scotland, que es el encargado de controlar el gasto del Parlamento y del gobierno en general, por lo que no se trata de un órgano diferenciado de evaluación para el Poder Legislativo, como el que se ha implementado en otros países (Pardo Falcón, 2007, pp. 94-95). Podemos concluir, como lo hace Pardo Falcón (2007), que en Europa no existe en realidad un modelo de evaluación legislativa y, en todo caso, la tendencia es hacia la evaluación de la eficacia de las leyes en el propio seno de la comisiones parlamentarias. Además, parece que los sistemas institucionalizados existentes se han generado sin conexión con los procedimientos parlamentarios y son disímbolos en cada país (Pardo Falcón, 2007, p. 95).
En este sentido, Alarcón Olguín (2011, pp. 173-174) analiza no solo la necesidad de realizar la evaluación en estudio, sino también la problemática que ello acarrea al pretender establecer la metodología adecuada para tal fin y los baremos éticos medibles que permitan alcanzar los parámetros de excelencia que los ciudadanos esperan de sus Parlamentos. El mismo autor afirma que debemos partir de cuestionar para qué y para quién pretendemos evaluar, cómo realizar tales evaluaciones y quiénes deben hacerlo. Mucho más importante aún es su cuestionamiento acerca de la forma en que “debemos considerar las consecuencias de conservación, sanción y/o cambio de política con que dichos procesos de evaluación deben impactar a la propia institución”.
Lo anterior implica, evidentemente, no solo la implementación de una política de evaluación, sino también la determinación de las consecuencias de hacerlo en el órgano materia de la evaluación, toda vez que estas serán disímbolas según el tipo de evaluación que se realice. Las evaluaciones se ha clasificado, en términos generales, bajo dos supuestos esenciales: evaluación ex ante y evaluación ex post. La primera, como se ha asentado, se refiere a los procesos de elaboración y diseño de la norma; en cambio, en la segunda nos enfrentaremos a juicios axiológicos de diverso contenido que bien pudieran reducirse a cuestiones tales como si la ley cumple con el fin para el que fue creada, si es la idónea para hacerlo, así como el impacto real de la misma ley. Igualmente, se ha hablado de prospectiva simultánea y retrospectiva (Karpen, s/f, p. 58).
Un importante punto de partida para la evaluación legislativa lo constituyen los factores que dan legitimidad a la ley frente al ciudadano. ¿Cuáles son esos factores? Desde la visión de la doctrina jurídica, analizaremos someramente dos de los más importantes, que nos permitirán establecer tanto la perspectiva que se ha de adoptar en la citada evaluación como la complejidad para ello.
La racionalidad ética de la ley, como uno de los factores esenciales que la legitiman, según Diez Ripollés (cit. en Rodríguez Fernández, 2011, p. 310), se concreta en la necesidad de protección, la intervención mínima y la proporcionalidad en el caso de la ley penal.
Otro punto esencial es la legitimación del poder público. Fleet (2009, p. 23) , al respecto, dice que “la legitimidad de la autoridad no se deriva de la imposición lógica de verdades alcanzadas o reveladas”. Añade que, contrario a ello, las connotaciones que establecen diferencias entre las sociedades devienen, más bien, en un “conflicto inagotable entre sistemas éticos, que no puede ser resuelto por el conocimiento científico” (Fleet, 2009, p. 23). En consecuencia, cuando un orden social dosifica de forma desigual los medios de coacción y las oportunidades podrá adquirir validez solo en la medida que sus vínculos de sujeción posean derivación social.
Aunque existen otros factores muy importantes, estimamos que los dos anteriores deberían configurar el presupuesto inicial para la valoración de la ley.
El Poder Legislativo ante la crisis
La pregunta obligada en este apartado es ¿cuál es el beneficio para el Poder Legislativo en este esquema de impopularidad de la evaluación legislativa? Es este un problema que se ha ido gestando en diversos Estados modernos, pese a que es un componente fundamental de estos. En México, como afirma Chávez Hernández (2006, pp. 101-102) , si bien es claro que reviste influencia toral, debemos reconocer que “la institución ha sufrido importantes menoscabos en la credibilidad ante la sociedad”. Lo anterior se ha evidenciado en los estudios realizados en Europa y Latinoamérica que establecen que el Poder Legislativo es el de menor popularidad y aceptación social con respecto de los demás Poderes del Estado. En todos ellos, un alto nivel de confianza alcanza apenas entre 10 y 15 por ciento de aceptación. En México, según los datos del Centro de Opinión Pública de la Cámara de Diputados del Congreso de la Unión, únicamente 36 por ciento de la población del país posee un alto o, cuando menos, un mínimo nivel de confianza. Además, cabe aclarar que existe una diferencia entre las dos Cámaras, que pone de manifiesto un mayor descontento de los ciudadanos hacia los diputados frente a los senadores, que si bien no es muy alto, no deja de ser indicativo, dado que los primeros se relacionan más con los ciudadanos, y cabría esperar que fuese de manera opuesta (Mascott Sánchez y Arellano Trejo, 2003, pp. 1-7).
Las razones de esta impopularidad que ha expuesto la doctrina se podrían resumir, a juicio de Chávez Hernández (2006, p. 102) , en falta de credibilidad, de eficiencia y de ética. Aunque existen otros factores de incidencia, coincidimos con el precitado autor en que estos son los más transcendentales en el contexto actual, cuando menos en México.
Si analizamos estos supuestos, veremos que, en fechas recientes, la sociedad mexicana no percibe a los diputados como sus representantes. Uno de los indicadores de esta situación es el alto grado de abstencionismo. Mancilla Castro (s/f, p. 81) examina el problema y afirma que el sufragio es un derecho, y el ejercicio de los derechos no puede ser obligatorio; por ende, es una decisión libre, y el abstencionismo se produce como consecuencia de esa libertad. Pero resulta importante para nuestro análisis establecer que esa falta de representación, a la que ya hemos aludido anteriormente citando a Nohlen, se constituye en una de las causas del abstencionismo (Cantú Guillén, 2000; IFE, 1998; Instituto Interamericano de Derechos Humanos, 1988). Vemos que cada vez son más los ciudadanos que optan por el abstencionismo, que de igual modo conlleva una sensación de deslegitimación de los Poderes del Estado electos. En este sentido, debemos aclarar que aludimos a lo que el Diccionario electoral editado por el Instituto Interamericano de Derechos Humanos denomina abstención política o consciente, que define como la “actitud silente o pasiva en el acto electoral que es la expresión de una determinada voluntad política de rechazo del sistema político o de la convocatoria electoral en concreto” (Instituto Interamericano de Derechos Humanos, 1988).
Esta impresión de deslegitimación parte originariamente de nuestro régimen constitucional que, como la propia Carta fundamental determina en su artículo 40, es representativo; el referido precepto es del siguiente tenor literal:
Artículo 40. Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, laica, federal, compuesta de estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior; pero unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental (Congreso de la Unión, 1917).
Entonces, es evidente que, al abstenerse los ciudadanos de votar masivamente, se producen manifiestas repercusiones que trascienden la esfera jurídica personal, ya que “el abstencionismo es un síntoma de malestar social de la población hacia el sistema político, puesto que puede implicar alguno de los siguientes factores: una falta de la cultura cívica, la falta de acceso al servicio público que facilita el voto, el no ejercicio voluntario por no sentirse representado o de sentirse inconforme con las circunstancias políticas imperantes (Mancilla Castro, s/f, p. 87).
Las cifras del abstencionismo se han incrementado, ya que en el periodo comprendido entre 1994 y 2009 en los comicios para renovar la Cámara de Diputados el abstencionismo pasó de 24 a 55 por ciento, lo que, como es sencillo advertir, implica un abrumador aumento de este, al parecer derivado en mayor medida de la falta de credibilidad (Centro de Estudios Sociales y de Opinión Pública, 2012, p. 4).
Conjeturamos que si bien es cierto que en México el nivel de cultura cívica decayó durante varias décadas, parece que este se está fortaleciendo bajo nuevos esquemas y esfuerzos de diversos sectores de la educación y de los propios órganos electorales. En cuanto al segundo punto de análisis, valoramos que no es aplicable al menoscabo de accesibilidad a las instituciones electorales que posibilitan el sufragio.
La causa que más nos interesa, que parece ser la principal detonante del abstencionismo en México es, según Mancilla Castro (s/f, p. 87), “el no ejercicio voluntario por no sentirse representado o de sentirse inconforme con las circunstancias políticas imperantes”. De este punto central del abstencionismo es del que deben ocuparse los operadores políticos del Estado mexicano, tomando en cuenta que tales circunstancias en nada contribuyen al fortalecimiento del Estado de derecho y, por el contrario, resquebrajan instituciones que le son indispensables para una sana convivencia social.
Ahora bien, hablamos de medir la eficiencia de la función que desempeña el órgano legislativo. Al respecto, Sartori (2011, p. 42) dice que las funciones “son atribuciones (del observador) destinadas a caracterizar la razón de ser de las estructuras”, y añade que la función es un concepto teleológico que supone una relación entre medios y fines, o mejor dicho, la función es la actividad de una estructura frente a sus fines y alude a los fines institucionales (Sartori, 2011, p. 43).
En cuanto a la falta de eficiencia, como una de las raíces de la impopularidad a que aludíamos en párrafos antecedentes citando a Chávez Hernández (2006, p. 102) , por tratarse de un vocablo polisémico, resulta apropiado establecer su definición3 desde una perspectiva doctrinaria. Moliner (1998) dice que “se aplica a las cosas o personas que pueden producir el efecto o prestar el servicio a que están destinadas”. Un concepto más enfocado a nuestro tema es el de Mokate (1999, p. 2), para quien la eficiencia es el “grado en que se cumplen los objetivos de una iniciativa al menor costo posible”.
Con el objeto de alcanzar las aspiraciones de eficacia se ha hablado de diferentes vertientes; entre ellas, la de Moreno Manzo (2013, pp. 2-3) , quien afirma que es esencial establecer nuevos y más rigurosos requisitos para las iniciativas de ley. Además, sugiere la creación de un órgano de índole técnico de mejora legislativa para que se ocupe de supervisar estos nuevos requisitos. Jaimes Delgado (2011, p. 60) , por su parte, estima que se requiere que recobre la vitalidad y las facultades de verdadero órgano fiscalizador del Poder Ejecutivo, y le apuesta a la tan discutida reelección como mecanismo fortalecedor, no como un privilegio para el legislador, sino como un elemento que le permita al ciudadano decidir cuál legislador cumple su labor con eficacia y cuál no lo hace.
La falta de ética, otra motivante del descrédito, a la que los ciudadanos ligan íntimamente con la corrupción, nos lleva, al igual que en el concepto anterior, a determinar cuáles son los alcances de este reproche ciudadano en el caso de los legisladores mexicanos. La ética ha sido concebida por Sánchez Barroso (2012, p. 11) , siguiendo a Weber, a partir de dos matices diferentes: ética de la convicción y ética del poder por el poder. Identifica el primero con la vida moral, la aplicación de principios y reglas, con independencia de las circunstancias del planteamiento particular de que se trate; a la segunda, con resultados y consecuencias provechosos, puesto que, en última instancia, como dicen Dávila Estefan y Caballero Sosa (2005, p. 37) , la función primordial del Congreso es la de convertirse en voz del pueblo, y dicha responsabilidad requiere no solo reiterar las demandas de este, sino también asegurar que estén expresadas de manera adecuada a lo largo del proceso de creación y aplicación de las leyes. Igualmente, Sánchez Barroso (2012, p. 19) habla de las cualidades del legislador, y hace hincapié, siguiendo a Hayek, en el hecho de que el legislador solo establece una serie de oportunidades y posibilidades, pero no puede ofrecer certezas en cuanto al comportamiento individual.
No queremos afirmar que la evaluación legislativa constituya una receta mágica que resuelva todos los problemas que aquejan al Poder Legislativo, pero sí es un excelente punto de partida que, no solo modifique la percepción ciudadana del trabajo legislativo, sino también permita eficientar su desempeño, detectando las debilidades que demeritan su presencia social.
Es evidente que la evaluación legislativa, a fin de que sea un factor de cambio, requiere establecer parámetros adecuados para una medición cualitativa, la cual, según Taylor y Bodgan (2011, pp. 33-43), consiste en una investigación de carácter inductivo sustentada en datos de índole descriptiva. La doctrina ha creado diferentes perspectivas de aplicación, derivado de lo cual es imposible ligarla indefectiblemente a una sola forma de hacer investigación que responda a todas estas perspectivas (Vasilachis, 2006, pp. 24-25).
Para distinguir la investigación cualitativa de la cuantitativa debemos considerar que la primera tiene un enfoque comprehensivo respecto de una realidad que dimana de aspectos subjetivos, que no resultan relevantes para la segunda, tales como “el sentir de sus protagonistas” (Quintana Peña, 2006, p. 48); es por ello que es idónea en las ciencias sociales, ya que utiliza la hermenéutica y la interacción como herramientas invaluables. Es, en consecuencia, esta forma de investigación la que se requiere, toda vez que al ciudadano no le interesa cuántas leyes se expiden, sino cuáles, para qué y, más sustancialmente, cuál es el impacto de esas leyes en las demandas más ingentes de los ciudadanos al Estado.
Por lo tanto, es menester buscar los mecanismos idóneos para realizar esta evaluación. A la fecha, se han hecho esfuerzos encaminados en tal sentido; por ejemplo, el Centro de Estudios Espinosa Yglesias realizó en 2009 un proyecto al que denominó Evalúa y decide, el cual se encauzó esencialmente hacia todo el trabajo del órgano legislativo, no únicamente a su trabajo normativo, por lo que abarcó un amplio panorama de las funciones de vigilancia y de las Comisiones; de igual modo, se segregó en facciones parlamentarias (CEEY, 2009, p. 17).
En lo relativo a la producción legislativa, se realizaron evaluaciones numéricas respecto del número de iniciativas presentadas y de las aprobadas, lo cual, a nuestro juicio, no aporta mucho en materia de calidad, puesto que, como ya se dijo, el factor cuantitativo no es precisamente lo que más le interesa a la sociedad mexicana.
Sin embargo, el ejercicio de evaluación antes mencionado aporta elementos valiosos: en principio, la relevancia de evaluar y la propuesta de mecanismos para ello, que no necesariamente son los más idóneos para el resultado deseado, pero que implican avances hacia la consolidación de esta figura; a más de que sus conclusiones fueron reveladoras, ya que exteriorizaron que “las calificaciones alcanzadas tanto por el Congreso en su conjunto como por las Cámaras en lo individual reflejan, antes que una crítica hacia los diputados, los senadores o los partidos, el reconocimiento del bajo nivel de institucionalización que impera en el Poder Legislativo” (CEEY, 2009, p. 27).
Debemos hacer hincapié en que el presente trabajo se orienta a la búsqueda de mecanismos de evaluación únicamente para labor legislativa strictu sensu, esto es, el trabajo de creación de la norma, dejando de lado las demás labores que la Constitución mexicana le marca al Poder en estudio. En este sentido, será necesario evaluar el proceso de creación y la propia norma y, como ya se dijo con antelación, si esta corresponde al fin para el que fue creada, si es la apta para hacerlo, así como la trascendencia positiva o negativa de la misma norma.
Un punto relevante es si esta evaluación debe ser realizada por órganos externos, como ocurre en algunos de los países analizados, o por órganos internos, como acontece en otros. Discurrimos que, en este supuesto, es más sano y objetivo que se cree un órgano independiente, como los hay en ciertos países de Europa, aunque estos se han enfocado exclusivamente en el impacto de la ley, dejando de lado aspectos tan esenciales como el propio proceso de creación a partir de la iniciativa misma, quién la presenta, la exposición de motivos, la comisión a la que se turna, el propio proceso de análisis y discusión, entre lo más relevantes.
Conclusiones
La evaluación legislativa es realmente un concepto novedoso, de reciente acuñación. Son pocos los órganos legislativos en los que se efectúa sistemática y organizadamente. Ya hemos mencionado algunos de ellos en párrafos antecedentes, los que, como es sencillo evidenciar, no son muchos y la mayoría de ellos se han instituido en países europeos, en contextos muy distintos al mexicano en cuanto a la estructura y las funciones del Poder Legislativo.
Lo que es dable reconocer es que sería factible establece en México la figura del análisis del impacto legislativo bajo esquemas ajustados a la realidad social de este país, que permitan encauzar la evaluación legislativa hacia derroteros más adecuados y que incluyan el proceso ex-ante.
A la fecha no existe, como ya se dijo, una metodología sistematizada que posibilite una evaluación de los procesos legislativos en México, ni ex-ante ni ex-post. Si bien se han ido generalizando estos procesos de evaluación de los desempeños en materia de administración pública, el Poder en estudio requiere sus propios baremos, implementados ex profeso, para alcanzar los valores de better regulation, que empiezan a predominar en el mundo contemporáneo democrático. Parafraseando a Pardo Falcón (2003, p. 87), diremos que la tarea se acomete sin precedentes que hagan fácil la labor y sin un quehacer de investigación previa que oriente un modelo pertinente de evaluación.
Aunado a lo anterior, el Poder Legislativo en México afronta el enojoso problema de la percepción social que de este existe, y cuyas funciones son escasamente conocidas y comprendidas por la ciudadanía, para quien la importante tarea que le es encomendada no está siendo cumplimentada y cuyos desempeños no le parecen en nada satisfactorios.
La abundante legislación producida no abona a la calidad de esta y mucha de ella necesita una depuración técnico-jurídica, no solo para desterrar las antinomias, ya de suyo importantes, sino también para que la labor del operador judicial requiera de menor argumentación e interpretación y se simplifique en aras de una justicia más expedita y asequible, que facilite al justiciable su derecho de acceso a la justicia, que indudablemente parte de la existencia de una legislación adecuada.
Otro aspecto que prueba la necesidad de los procesos de evaluación es la demanda ciudadana de una mayor transparencia. Es de reconocerse la existencia de la Gaceta Parlamentaria, portales web y un canal de televisión, pero ello no implica necesariamente que la población los considere suficientes para estimar que hay transparencia; por el contrario, de manera permanente se ha expresado una demanda de esta, lo cual lógicamente evita el fortalecimiento de dicho Poder. Lo anterior es sencillo de percibir en las cifras del propio Instituto Nacional de Transparencia, Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (IFAI) que reflejan que en 2004 y 2005 las solicitudes se incrementaron 49 por ciento por lo que respecta a la Cámara de Diputados y 70 por ciento en cuanto a la de Senadores, según un estudio comparativo de las cifras de 2003 (Dávila Estefan y Caballero Sosa, 2005, p. 22).
En otro orden de ideas, algunos doctrinarios, entre ellos Moreno Manzo (2013, p. 2) , hablan de endurecer los requisitos para la presentación formal de iniciativas como un mecanismo para mejorar la eficacia del Poder Legislativo, lo cual estimamos que actuaría en detrimento de la democracia y la riqueza legislativa. Así, a nuestro juicio, la solución debe enfocarse en la profesionalización del órgano, y no en la profesionalización de la iniciativa por quién la presente. En todo caso, como un factor de eficiencia, se podría establecer un proceso de mejora y depuración de dichas iniciativas, que es lo que se espera que ocurra en el propio proceso, pero que, como han reflejado los estudios citados en este trabajo, no se efectúa en la forma y términos esperados. En mérito de ello, Moreno Manzo (2013) propone la creación de un órgano técnico de mejora legislativa como una manera de incrementar la eficacia durante el propio procedimiento. Si bien coincidimos en que pudiera ser oportuno y viable, esto cubre solo una parte del desarrollo. Nuestra propuesta va más allá, porque una evaluación permanente y sistematizada daría frutos en el diario discurrir del trabajo legislativo, y con una estructura y una periodicidad adecuadas, monitorearía el trabajo normativo que, aunado a una transparencia que permita el fácil acceso a su trabajo, se reflejaría, no solo en una mejor imagen del propio Poder, sino también en una verdadera legislación de calidad que fortalezca el Estado de derecho de manera palpable para aquellos a quienes se dirige: los ciudadanos.
Es ajeno a nuestras pretensiones adentrarnos en un estudio particularizado de uno o varios aspectos de la labor legislativa, puesto que estos podrían evidenciarse precisamente a través de una adecuada evaluación legislativa ex-ante, que permitiría determinar los puntos álgidos del proceso, evaluación a la que no le restamos mérito en cuanto a la necesidad de su implementación, pero estimamos, sin contradecir lo antedicho, que mayores esfuerzos aún deben dedicarse a la evaluación ex-post a fin de dimensionar el impacto e idoneidad de la norma.
El proceso de evaluación legislativa tendería a evitar las antinomias, la redacción inadecuada y polisémica y, por supuesto, la enorme cantidad de reformas que se realizan a la legislación únicamente para solventar las fallas del proceso legislativo original, y qué decir de las lagunas que tantos dolores de cabeza acarrean al operador judicial y que lo obligan a convertirse en artífice de la interpretación jurídica. Debemos aclarar que es evidente que la ley no puede cubrir todos los supuestos y que la interpretación es necesaria, además de que está constitucionalmente consagrada, pero esta debe ser ultima ratio, y no tornarse en un elemento sine qua non de cualquier proceso.
La evaluación que se propone es de carácter externo, entendida como aquella que se realiza “por personas que no participan en la formulación, implementación y/o gestión del objeto de la evaluación” (ONU, 2002, p. 100). Igualmente relevante es afirmar que el objetivo de esta forma de evaluación “es contar con una valoración independiente, realizada por personas expertas en el tema, quienes analizarán los procesos y los resultados obtenidos por la institución en un período determinado y recomendarán cursos de acción para el mejoramiento de la institución” (Nación Argentina, s/f). La responsabilidad de dicha evaluación externa debe recaer en personas con experiencia e infraestructura suficientes, asimismo debe tratarse de evaluadores imparciales dotados de la objetividad necesaria para emitir resultados confiables y familiarizados con las etapas que integran la labor legislativa y el marco jurídico que la regula y, evidentemente, conocedores del entorno social y sus demandas.