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Revista de El Colegio de San Luis

versão On-line ISSN 2007-8846versão impressa ISSN 1665-899X

Revista Col. San Luis vol.12 no.23 San Luis Potosí Jan./Dez. 2022  Epub 27-Maio-2024

https://doi.org/10.21696/rcsl122320221342 

Artículos

Avatares de la alimentación en México. El problema de las relaciones ideológicas y de poder en la producción agropecuaria

Avatars of Food in Mexico. The Problem of Ideological and Power Relations in Agricultural Production

1Universidad de Guadalajara. Correo electrónico: juanpiomtz@hotmail.com


Resumen

En este artículo se estudian las vicisitudes en la producción y el consumo de alimentos a que se han visto sometidas, desde los últimos quinientos años, las comunidades indígenas y los sectores sociales de bajos recursos en México. Se aborda esquemáticamente el origen de las relaciones ideológicas y de poder que han incidido en las concepciones agrícolas cuya tendencia es privilegiar patrones de consumo alimenticio propios de los grupos de poder, a la vez que favorece los cultivos comerciales en detrimento de los cultivos básicos para la población en general. Se alude a una “ideología alimentaria” que desde Europa había generado una confrontación entre carnívoros y vegetarianos, y que en sí misma contradice la “teoría de la salvación”, implícita en la mayoría de los estudios historiográficos. Se analiza el problema de la introducción de la ganadería y la tendencia a importar maíz y frijol. Por ello, se alude de modo tangencial a los conceptos de “seguridad alimentaria” y “soberanía alimentaria” para contrastar la agenda homogeneizadora del primer caso con el interés del segundo caso en que cada región produzca lo que secularmente ha producido de acuerdo con sus condiciones naturales y culturales.

Palabras clave: alimentación; agricultura; importación; ganadería; salvación

Abstract

This paper studies the vicissitudes of food production and consumption to which indigenous communities and low-income social sectors in Mexico have been subjected over the last five hundred years. The origin of the ideological and power relations that influence agricultural conceptions, whose tendency tends to favor food consumption patterns specific to the power groups, while favoring commercial crops to the detriment of basic crops for the population in general, is schematically addressed. Reference is made to a “food ideology”, which from Europe had generated a confrontation between carnivores and vegetarians, and which in itself contradicts the “salvation theory”, implicit in most historiographical studies. The problem of the introduction of livestock and the tendency to import corn and beans is analyzed. Thus, the concepts of “food security” and “food sovereignty” are tangentially alluded to, in order to contrast the homogenizing agenda of the first case, with the interest of the second case, because each region produces what it has secularly produced according to its natural and cultural conditions.

Keywords: feeding; farming; import; cattle raising; salvation

Introducción

El objetivo de este trabajo es abordar los avatares o vicisitudes en la producción y el consumo de alimentos a los que la población en México se ha visto sometida desde los últimos quinientos años, principalmente las comunidades indígenas y los sectores sociales de bajos recursos. Se trata de explicar de manera esquemática el origen de las relaciones ideológicas y de poder que producen dichos avatares y el modo en que dichas relaciones inciden en las concepciones agrícolas que tienden a privilegiar patrones de consumo alimenticio propios de las élites o grupos de poder, a la vez que favorecen los cultivos comerciales en detrimento de los cultivos básicos para el consumo de la población en general.

El análisis propuesto parte de la confrontación de dos modelos ideales de alimentación, construidos por la narrativa colonial y que siguen vigentes por la continuidad discursiva de una historiografía occidentalizada y, por lo mismo, eurocéntrica. Me refiero al modelo de alimentación indígena, por un lado, y al modelo de alimentación occidental-europeo,1 por el otro. Dado que este último ha sido el modelo hegemónico en México durante los últimos quinientos años, es preciso bosquejar su historicidad. El acercamiento a ese fenómeno sirve para constatar que la confrontación alimentaria señalada antes había surgido en Europa algunos siglos previos al llamado descubrimiento de América. La peculiaridad es que, para ese momento, tal confrontación tenía como base una peculiar ideología alimentaria que dividía a la población europea entre clases altas, carnívoras y civilizadas, y clases bajas, vegetarianas y bárbaras. Esa sería una de las peculiaridades de la visión eurocéntrica que impregnó la concepción de la historia desde hace más de quinientos años.

Si bien ese repaso histórico nos remite más atrás en el tiempo, la importancia de hacerlo radica en que este desvela el carácter ideológico de lo que la narrativa colonial, perpetuada por la historiografía hasta bien entrado el siglo XXI, ha planteado como una “teoría de la salvación” (Pío Martínez, 2003). Si bien dicha teoría no existe en términos estrictamente académicos, pues nadie la enuncia como marco explicativo de sus reflexiones, aparece implícitamente con la pretensión de dar sentido a una buena parte de las mismas reflexiones. Lo que aquí se cuestiona es su intento de persuadir de que los indígenas fueron salvados por los españoles de su supuesta “hambre crónica”.2 Salvación a todas luces ficticia, cuando ni en el propio contexto europeo-occidental “salvaban” los grupos dominantes a sus sectores sociales más desfavorecidos.3

Una vez establecido ese marco teórico, se procede a repasar a grandes rasgos la problemática ocasionada por la introducción de la ganadería en México y el desplazamiento de la agricultura hacia esa rama productiva y hacia los cultivos comerciales. Así, vemos cómo esa tendencia propició la necesidad de importar alimentos, sobre todo maíz y frijol, para solventar las necesidades de la mayor parte de la población. Esta paradoja se prolongó desde el siglo XIX hasta los inicios del siglo XXI. En ese contexto, se traen a colación los conceptos de seguridad alimentaria y soberanía alimentaria solo como una mención necesaria que permita contrastar las perspectivas en la producción de alimentos, pues no es lo mismo garantizar el consumo de alimentos bajo una agenda homogeneizadora, como se propone desde la idea de la seguridad alimentaria, que impulsar que cada región produzca lo que secularmente ha producido de acuerdo con sus condiciones naturales y culturales, como se propone desde la idea de la soberanía alimentaria.

De las decenas de estudios consultados, se da inicio al presente trabajo y se cierra aludiendo al estudio Agricultura y alimentación en México. Evolución, desempeño y perspectivas, de Cassio Luiselli Fernández, publicado en 2017. Luiselli Fernández es un economista con una maestría en ciencias y estudios de doctorado en la Universidad de Wisconsin, especialista en economía agrícola, desarrollo rural y economía internacional, que ha fungido, además, como funcionario público en algunas administraciones del gobierno mexicano. Por esas credenciales y porque dicho estudio es uno de los más actuales que tratan acerca de los avatares de los que aquí se habla resulta pertinente analizar sus planteamientos. De esa manera, se constata parte de lo dicho antes en el sentido de la continuidad de una perspectiva occidentalizada y eurocéntrica a la hora de tratar los problemas de la alimentación en México a lo largo de su historia. Empecemos, entonces, por estudiar esta última postura sostenida por Luiselli Fernández.

Perspectiva eurocéntrica sobre la alimentación indígena

Si bien es cierto que en momentos Luiselli Fernández (2017) adopta posturas indigenistas, le es casi imposible desprenderse de los esquemas teóricos occidentalizados transmitidos desde una secular hegemonía cultural. Es por eso que califico su postura como eurocéntrica, cargada de contradicciones por demás evidentes. Como cuando afirma que, aunque se sabe cuál era la dieta de los aztecas, no se sabe cuál era “el nivel de nutrición ni mucho menos si éste era general y sostenidamente el adecuado. Dicho en términos actuales: no se sabe y quizá sea difícil establecer jamás cuál fuera su nivel de seguridad alimentaria en nuestra concepción actual” (p. 56). Al plantear esta duda, Luiselli Fernández se inscribe en el marco de la teoría de la salvación, ya que, si la dieta indígena nutría o no, lo cierto, para él, es que “las dietas tradicionales de Mesoamérica también fueron enriquecidas al complementarse con los alimentos traídos del Viejo Mundo, sobre todo, con la carne del ganado, cerdo, arroz, trigo, cítricos, etc.” (p. 59). Lo contradictorio es que afirme casi enseguida:

Hay que recordar que el sistema alimentario mesoamericano, basado en la milpa, el maíz, el frijol, el amaranto, la calabaza, los quelites, aves, anfibios, reptiles, peces e insectos fue extraordinariamente eficiente y fue capaz de dar una adecuada seguridad alimentaria a una población estimada de alrededor de 20 millones de personas (entre 12 y 25 millones apuntan la mayoría de los estudios) (p. 60).

Puesto que el meollo de la teoría de la salvación es la introducción de la ganadería, para Luiselli Fernández, con todo y que reconoce que dicha actividad ha tenido repercusiones ecológicas graves en México (pp. 64, 238, 275), esta fue un recurso “de la mayor importancia” que contribuyó a la realización de “cambios positivos en la dieta de la población indígena”, aunque solo se refiera, en este caso, al ganado ovino y al porcino (pp. 65 y 67). De esa manera, soslaya las atribuciones de alimento de prestigio asignado por los europeos al ganado bovino. Tal procedimiento le permite relativizar “el enfrentamiento simbólico entre el trigo (pan) español y el maíz (tortilla) indígena” (p. 77), sin considerar siquiera que ese enfrentamiento del que habla no ocurrió en torno a dichos artículos, sino que se dio entre la carne de ganado bovino y el maíz. Él mismo da cuenta de ese enfrentamiento al observar, en otra parte, que las mejoras introducidas en la alimentación “de las clases populares” -en este caso alude a “clases”, pues ya está hablando de una época más actual-, se reflejan en “una mayor ingesta de proteína animal”. Lo malo, dice, es que tal ingesta no se encuentre “generalizada ni mucho menos”, pues si acaso se ha dado en el norte y el poniente del país y en algunas otras ciudades y zonas muy específicas. Esta mejora, continúa, “fue otro anticipo del gran consumo actual de carnes, lácteos y huevo. Una tendencia claramente positiva pero que ni siquiera hoy está generalizada” (p. 158). De ese modo deja planteada la confrontación, aún vigente, entre el modelo de alimentación indígena y el modelo de alimentación occidental, mencionados ya en la introducción de este trabajo.

Ideas como las expresadas por Luiselli Fernández suelen ser vistas como lo más natural y necesario, dado que desde hace poco más de quinientos años han recibido el espaldarazo de la historia, la literatura y la medicina. Así se hace efectiva una hegemonía cultural capaz de persuadir de la necesidad de incorporar en México el modelo de alimentación occidental junto con su sistema productivo. En sentido estricto, no debería haber ningún problema en esto, la cuestión es que detrás de todo ese proyecto subyacen esas relaciones ideológicas y de poder que he mencionado desde el título de mi trabajo.

Para entender ese problema es necesario explicar la peculiar historicidad del modelo de alimentación occidental. Es necesario porque la mayor parte de los estudios sobre la alimentación indígena de antes y después de la conquista, como el de nuestro autor antes mencionado, dan por sentado que para los indígenas fue muy beneficiosa la introducción de la ganadería, de los nuevos cultivos -supuestamente superiores a los autóctonos- y de las nuevas tecnologías productivas, consideradas también superiores. Eso es parte del sustento ideológico de la teoría de la salvación. Como se verá después, no se trata de un repaso histórico intrascendente, sino imprescindible para comprender mejor la problemática que enfrentamos en lo que va del siglo XXI.

Orígenes de la teoría de la salvación

La teoría de la salvación empezó a construirse desde el llamado descubrimiento de América. Con las primeras exploraciones, uno de los aspectos que más llamaron la atención de los españoles fue la falta de ganado domesticado en las tierras recién descubiertas por ellos. A partir de esa constatación, Diego Álvarez Chanca, un médico sevillano que acompañó a Colón en su segundo viaje, estableció la premisa de que los indígenas padecían “hambre crónica” (Gerbi, 1978, pp. 335-336), pese a que las descripciones de Colón mismo y otros exploradores hablaban de indígenas corpulentos y hermosos. Dio inicio así la confrontación entre un modelo de alimentación eminentemente carnívoro y un modelo de alimentación cuasi vegetariano, en la que los españoles aparecen como salvadores de los indígenas por los ganados que traían.

No obstante, algo que prácticamente pasa inadvertido en la mayor parte de los estudios que tratan estos temas es que los españoles en realidad no podían salvar del hambre a los indígenas, y no solo porque esta estuviera únicamente en la mente de los españoles mismos, sino porque para finales del siglo XV y los inicios del siglo XVI había madurado en Europa una “ideología alimentaria” que, de acuerdo con el historiador italiano Massimo Montanari (1993), había venido estructurándose desde el siglo XI. Una ideología que, a su vez, sería el sustento de un proceso de civilización que pondría como fundamento de realización el consumo de alimentos proporcionados por animales domesticados, en particular los derivados del ganado vacuno.

Según Montanari (1993), desde el siglo XI, con la reactivación de las ciudades y la aparición de la burguesía, empezó a gestarse una forma de estratificación social basada en la alimentación. De esa manera, determinados por la condición de clase, la nobleza sería carnívora y los plebeyos y campesinos serían vegetarianos. El consumo de carne, sobre todo la de caza y la fresca, “empezó a convertirse en un privilegio y un símbolo de posición social elevada (status-symbol) […]. Fue este el nuevo lenguaje alimentario que hablaron los europeos a partir del siglo XI, con claridad y conocimiento crecientes” (pp. 52-53).

Lo que inició de manera casi intuitiva, para el siglo XVI llegó a ser una ideología conscientemente asumida y respaldada por la historia, la literatura y la medicina. Para entonces estaba perfectamente establecido que se debía comer de acuerdo con la “calidad” de la persona, una sentencia en la que calidad significaba poder. Si durante el siglo XIII los intelectuales argumentaban a favor de que campesinos y plebeyos pudieran consumir carne, incluso en periodos de cuaresma, entre los siglos XIV y XVI se impuso la idea de que comer alimentos propios a la posición social era una condición natural y necesaria para el buen funcionamiento de la sociedad. Por eso, los campesinos tenían su dieta particular, “sin duda pesada e indigesta, pero probablemente apropiada a su constitución”, como decía en los años de 1540 el médico Jacques Dubois, conocido como Sylvius (p. 90). La medicina y diversas teorías científicas apoyaron esa idea, que quedó asentada en la literatura correspondiente. Montanari (1993) alude, por ejemplo, a los tratados franceses y españoles sobre la nobleza que hacían énfasis en la relación entre régimen alimentario y rango social. De acuerdo con esos tratados era “justo y natural” que el villano comiera y se comportara mal, “como un cerdo”, pues mientras eso sucediera el orden social estaría a salvo (pp. 90-91).

Para satisfacer esa exigencia social, en el campo se llegó a privilegiar la cría de ganado frente al cultivo de alimentos (Moreno Toscano, 1988, p. 320), característica que, ya lo veremos, pasaría después a México y generaría problemáticas muy peculiares. En Inglaterra, esa tendencia dio lugar a una generalizada lucha por los granos entre los hombres y los ganados durante los siglos XV y XVII. Entre 1481 y 1637 hubo un número muy alto de “años malos”, cuya causa, para Sidney Mintz (1996), estribaba en “la variada usurpación de los granos para el pan por parte de los animales; es decir, la competencia entre la producción de lana y la de granos alimenticios, problema económico crítico en la Inglaterra del siglo XVI” (p. 114).

Este es un problema muy poco estudiado, que requiere ser analizado en mayor profundidad, pues en él se encuentra la base de la mayoría de los problemas rurales vinculados a la propiedad de la tierra y la producción de alimentos que México ha enfrentado hasta nuestros días. Un dato medular en ese proceso, en el que la ganadería en Europa cobra mayor importancia que el cultivo de alimentos básicos, es que la vaca empezó a ser considerada como un animal de prestigio, el que representaba el símbolo del nuevo dinamismo comercial, mientras el cerdo y el ganado menor, en general, serán propios de un consumo rústico o de clases inferiores (Montanari, 1993).

En un contexto de esa naturaleza, ¿cómo es posible suponer que en México pudo hacerse tabula rasa como para que, al llegar los españoles, estos hayan puesto a disposición de los indígenas los recursos productivos que traían consigo, salvándolos de lo que llamaron hambre crónica?, sobre todo si consideramos que, para cuando llegaron a estas latitudes, los españoles venían con la idea de que los indígenas eran asimilables a las bestias, por su hambre crónica y su comer sucio (Gerbi, 1978). Bajo la circunstancia que fuera, la mentalidad de los conquistadores estaba ya configurada para ver como inferior todo lo relacionado con las culturas indígenas. Es por eso que la teoría de la salvación deviene una aporía, máxime si atendemos empíricamente la forma en que se implantó el sistema productivo español en México.

Introducción de la ganadería

De entrada, hay que advertir que la ganadería fue una actividad que ayudó a restringir la variedad del régimen alimentario indígena proporcionada por la recolección. Luego, hay que recordar, por un lado, que cultivos como el trigo, la cebada y la avena no fueron aceptados por los indígenas durante la colonia, y, por otro lado, que la crianza de animales entre los indígenas también fue muy limitada, por lo que incluso historiadores como Sherbune F. Cook y Woodrow Borah (1980) reconocen que es “bastante más difícil analizar lo que para la producción alimenticia y la dieta de los indígenas significaron además los animales del Viejo Mundo” (p. 161). El meollo del asunto es que, además de ser un recurso alimentario fundamental para los españoles, el ganado se convirtió en un elemento de control social.

Compelidos a la crianza de ganado menor y restringidos a un uso relativo de ganado mayor, los indígenas se hallaban en desventaja para aprovechar esa fuente de proteína animal. De hecho, como dicen los mismos Cook y Borah (1980), la ganadería fue para los indígenas más que un recurso, otra imposición, una actividad que desarrollaron “obligados […] por la presión de los españoles y las autoridades virreinales”, pero una actividad que no los beneficiaba, pues los ganados vacuno y caballar les estaban vedados a los indígenas por disposiciones legales (p. 159). Para estos se reservó la crianza de gallinas, la abeja europea y las ovejas, criadas más por su lana que por su carne, la que comían solo hasta que el animal estaba viejo. Entre los indígenas, los puercos y las cabras tuvieron un consumo mucho más limitado (pp. 159-160).

Como asegura Sonia Corcuera (1990), quizás el puerco fue uno de los animales “que verdaderamente cautivó a los indios, por necesidad casi vegetarianos” (p. 40). Aunque también es probable que en realidad hayan sido más dados “a la engorda de cerdos para el abasto de las ciudades y poblaciones grandes” (Muriá, 1980, p. 422), porque durante la colonia el puerco estuvo exento de restricciones legales para su crianza, lo que les permitía a los indígenas realizar una actividad de carácter lucrativo, más que orientada a la obtención de proteína animal. En algunos lugares, los indígenas se dedicaron a la crianza de ganado porcino o de cerda para vendérselo a españoles, mestizos, negros y mulatos en los mercados urbanos o pueblerinos, y no tanto para su consumo cotidiano (Lira y Muro, 1988). En los medios más populares, la carne no sustituyó al maíz. Los indígenas, como afirma Thomas Calvo (1992), estaban “reducidos al mínimo, fuera de cualquier moda”, por lo que se limitarían “a los mismos productos -o casi- hasta principios del siglo XX” (p. 68).

Esa situación señalada por Calvo se explica en parte por la continuidad de la ideología alimentaria y el proceso de occidentalización, expuestos grosso modo antes. Consecuencia de ello fue que, al independizarse México de España en el siglo XIX, el país se vio inmerso en una economía mundial cuyo mercado ya no demandaba plata, sino los productos de las haciendas: café, azúcar, tabaco, algodón y henequén, productos que, desde entonces, tuvieron prioridad sobre los cultivos tradicionales: maíz y frijol (Olveda, 1991). Fue tal la hegemonía de los países metropolitanos que hacia mediados de ese siglo México había pasado de ser productor de alimentos a suministrador de materias primas para la industria alimentaria (Aldana Rendón, 1986).

Agricultura comercial e importación de alimentos

La tendencia a satisfacer la demanda y los intereses de las clases dominantes extranjeras y locales se agudizó durante el porfiriato. Gisela von Wobeser (1991) ha explicado al respecto que en ese periodo el maíz, el frijol y el chile “fueron relegados a las tierras más pobres y carecieron de capital y de tecnología moderna”. Tierras dedicadas al maíz fueron orientadas al cultivo de henequén, vainilla, arroz, algodón o agave. El maíz, que consumían incluso las clases altas, servía preferentemente de alimento para el ganado (p. 280). La exclusión de los cultivos básicos durante el porfiriato propició que su producción se estancara, al grado de obligar al gobierno porfirista “a realizar importaciones periódicas de granos que aumentaron durante el régimen”. De ese modo, sigue Wobeser (1991), hacia finales del porfiriato solo uno de cada diez pueblos estaba en condiciones de autosostenerse. La situación se agravó porque la importación de maíz y frijol propició que los precios aumentaran (pp. 256 y 285).

Importar, como veremos desde aquí en adelante, es la palabra clave que ha caracterizado las políticas de producción de alimentos en México, lo cual, desde donde quiera que se vea, es una de las más grandes y aberrantes paradojas si partimos del hecho de que México es la cuna del maíz y que, por lo mismo, es un productor de este cereal con una milenaria experiencia en ello. Si desde la época colonial ya se perfilaba esa problemática, en el siglo XIX sería algo ya consolidado. Desde entonces, la producción agrícola, más que responder a los requerimientos humanos de alimentación y nutrición de las clases desposeídas, sería orientada a satisfacer la demanda propiciada por la cría de animales y por la industria, que no siempre transformaba esa producción en artículos comestibles, sino que solía transformarlos también en productos que tenían otro tipo de uso.

Los proyectos de desarrollo formulados en la época posrevolucionaria continuaron apostando al desarrollo de una economía agrícola moderna, basada en la promoción de la propiedad de tipo empresarial enfocada preferentemente a los cultivos de exportación o de lucro (Rajchenberg, 2000). Al respecto, Jean Meyer (1981) afirma que la práctica relacionada con el comercio exterior muestra cómo, a finales del gobierno de Plutarco Elías Calles, “la revolución no sólo no había transformado la viciada estructura económica del porfiriato, sino que la había acentuado, con lo cual el margen de independencia del país se reducía” (p. 212). Por eso, las exportaciones de productos agrícolas casi se duplicaron en el periodo de 1910 a 1927.

La cuestión es que tales exportaciones no eran el reflejo de la buena alimentación del mexicano ni mucho menos de excedentes alimenticios. Lo que reflejaban era el reacomodo de las estructuras económicas porfirianas, pues los centros de agricultura comercial, localizados principalmente en el noroeste del país, lograron expandir sus ventas a pesar de la revolución. En esas circunstancias, agrega Meyer (1981), para el México viejo alimentado de maíz y frijol, “el gobierno debía importar cantidades importantes de productos agrícolas de subsistencia” (p. 217). Durante la recesión de 1929, la cosecha de maíz y frijol descendió de tal manera que tuvieron que importarse esos granos en grandes cantidades durante los años que duró la gran depresión (Fujigaki Cruz, 2004).

Pese a esas situaciones críticas, no faltaron teóricos que propusieran el abandono definitivo del maíz, como el antropólogo Manuel Gamio, quien, por cierto, se educó en Estados Unidos. Este autor expresó en su obra Hacia un México nuevo, publicada en 1935, la necesidad de liberar al pueblo de lo que llamó “la esclavitud del maíz”, pues afirmó que en México nunca se habían satisfecho las demandas internas de ese grano, por lo que siempre había sido necesario importarlo en corta o en gran escala. Las sugerencias de Gamio (1985) en ese sentido fueron “abolir los derechos del maíz importado y obtener que la producción nacional se haga todavía más reducida de lo que ya es”; además, debería sustituirse la producción del maíz por la de otros productos que, según él, proporcionan mayores rendimientos, como la soya, por ejemplo (p. 56).

Como contraparte a la postura de Gamio, no faltaron los escritores con actitudes extremadamente optimistas que rayaron en el dogmatismo al negar las evidencias históricas y describir a México en situaciones que estaba lejos de experimentar. Fue el caso de Ramón Fernández y Fernández (1936), un analista que, tras estudiar las posibilidades agrícolas de México, afirmó que después del primer cuarto del siglo XX el país inició un franco desarrollo económico, lo que permitió lograr el abastecimiento de productos agrícolas. Antes de ese tiempo, dijo, “año por año, fuimos tributarios del extranjero aun en los principales productos de nuestra alimentación, como el maíz”. Pero eso era cosa del pasado, pues para ese año de 1936 México era un país “superproductor”, en proceso de desarrollo incontenible.

En el clímax del optimismo, Fernández y Fernández aseveró: “México ya no importa granos alimenticios. Antes bien, en los últimos años, la intensificación de las actividades agrícolas ha traído por consecuencia que se presenten, como precoces manifestaciones de madurez capitalista, las superproducciones” (p. 37). No obstante, otra vez la realidad se antepuso al optimismo en 1938, cuando el maíz volvió a escasear, con la consecuente necesidad de importarlo, lo que provocó de nuevo el descontento popular (Ortoll, 2003). Como informó el secretario de Economía Nacional, Efraín Buenrostro (1939), en una síntesis sobre el trabajo del Comité Regulador del Mercado del Trigo, para abastecer el consumo no satisfecho totalmente y para no perjudicar a los campesinos y ejidatarios, en 1939 también hubo necesidad de importar trigo y frijol de Estados Unidos.

Autosuficiencia alimentaria, 1940-1965

A propósito de supuestas épocas de bonanza, llama la atención que sean varios los autores que coinciden en que el periodo de 1940 a 1965 fue el de la “autosuficiencia alimentaria” de México, y que después del último de esos años el país entró en una crisis que difícilmente ha superado (cfr. Aboites, 1989; Barkin, Batt y DeWalt, 1991; Azpeitia, 1987; Morales Ibarra, 2006). Lo que más llama la atención, sin embargo, son las divergencias al respecto. De acuerdo con Adolfo Chávez Villasana (1978), jefe de la División de Nutrición del Instituto Nacional de la Nutrición en la década de 1970, en los años sesenta hasta se tuvo que exportar “porque la población no pudo y no supo consumir todos los alimentos. Esta situación demuestra que aun en la abundancia no se logró mejorar significativamente la dieta de los sectores de bajos ingresos, porque son abundancias relativas, porque la demanda estaba y siempre ha estado contraída” (p. 317; cfr. también Warman, s/f; Fujigaki Cruz, 2004).

Contrario a la opinión sobre la bonanza adjudicada al periodo de 1940-1965, Miguel Mejía Fernández (1945), al escribir sobre la situación agrícola de México, se refirió al descuido de los cultivos de maíz y frijol porque los grandes productores los consideraban poco convenientes debido a su “escaso valor económico” (pp. 9-11, 13). Por otra parte, Clarisa Hardy (1984) sugiere que, en realidad, desde 1940 se desarrolló un proceso de fortalecimiento y consolidación de la agricultura empresarial que orientó las acciones y los recursos estatales hacia el sector privado del campo, en detrimento de la economía campesina, mayormente representada por el sector ejidal.

Stephen Niblo (2008), a su vez, cuestiona que si bien en el periodo presidencial de Alemán hubo “casi autosuficiencia en la producción de alimentos”, la insuficiente oferta de la producción de alimentos para el mercado interno seguía siendo un problema. 1947, dice Niblo, “fue el año más árido desde la crisis agrícola de 1943. Aunque México pudo volver a importar productos alimenticios, la reducción de sus reservas monetarias era aguda en un mundo falto de alimentos”; y agrega que en el sexenio de Alemán “los alimentos se volvían menos permisibles, y el nivel de vida se hallaba bajo enorme presión” (pp. 191-192).

Como complemento a las observaciones de Niblo, podría incluso plantearse si la tan pregonada autosuficiencia alimentaria del periodo 1940-1965 fue realmente beneficiosa para los sectores sociales más desposeídos. Ya María Antonia Martínez (2004) ha señalado que a finales del sexenio de Alemán empezó a percibirse que su modelo económico no pretendió disminuir las diferencias sociales y lograr la justicia social, sino que se planteó, más bien, como factor de exclusión social.

Aun en otros términos puede cuestionarse la idea de la bonanza alimenticia de los años 1940-1965. Con el gobierno de Manuel Ávila Camacho se dio apertura a propuestas y programas procedentes del exterior para mejorar la producción agrícola y alimenticia de nuestro país. A partir de 1943 se establecieron convenios con la Fundación Rockefeller, institución que pretendía mejorar el cultivo del maíz y el trigo, pero también introducir el frijol de soya y el sorgo. Se esperaba que estos cultivos, además de adaptarse con facilidad al suelo mexicano, resistieran mejor las plagas y tuvieran un rendimiento superior por hectárea. La cuestión es que, como dice Servando Ortoll (2003), ese proyecto se realizó “sin importar que en el proceso se modificaran los sabores -y saberes- básicos de nuestra cocina nacional” (p. 83).

Dado que las prácticas agrícolas en México eran vistas por los científicos de la Rockefeller como ineficientes y primitivas, se desestimaron las observaciones de Carl O. Sauer, geógrafo economista de la Universidad de California y considerado en Estados Unidos como autoridad en cuestiones latinoamericanas, quien les recomendó tener cautela. A Sauer le preocupaba que, si la agricultura mexicana se reducía a unos cuantos tipos comerciales estandarizados, la economía y la cultura locales se trastornarían irremediablemente. Sin embargo, pese a los consejos e inquietudes de Sauer, los funcionarios de la Rockefeller no se dieron por aludidos. Para ellos, la Fundación tenía el deber histórico de resolver los problemas alimenticios de los mexicanos (Ortoll, 2003).

Para contradecir ese argumento, Gabriel Muñiz (2008) ha señalado que si en teoría esa llamada “revolución verde” tenía como fin erradicar el hambre en algunos países empobrecidos, como México, China o India, en la práctica “el resultado fue catastrófico: obligó a introducir especies de trigo y arroz no autóctonas e impuso métodos de cultivo insostenibles en aquellas regiones” (párr. 6). Y es que lo que en realidad pretendía la Fundación Rockefeller era desarrollar un agronegocio globalizado que más tarde pudiera dar origen a un monopolio. De esa manera, más que resolverse los problemas alimenticios de los mexicanos, estos se agravaron a partir precisamente de 1943. Arturo Warman (2004) nos recuerda que ese año se firmó un convenio entre el gobierno mexicano y dicha Fundación para elevar la producción interna de los alimentos que antes se importaban. La obtención de semillas seleccionadas y mejoradas fue el camino que se escogió, siendo el trigo el cereal más favorecido.

Un aspecto que se sumó a los ya señalados como causas de la escasez de alimentos básicos en México fue el atraso en que se encontraba la agricultura. En un artículo del luchador agrarista Ignacio L. Figueroa (1944) se aseguraba que “pavorosamente” se había descubierto ese año “la bancarrota alimenticia”, a la que se había llegado “por la falta de organización técnica y de previsión en el desarrollo agrícola del nuevo agro mexicano, quizás más que por la aplicación de nuestra rutinaria legislación ejidal”. Figueroa se quejaba de ese atraso y lo calificaba como el generador de los problemas económicos de las grandes mayorías (p. 27). Dos años después, el médico Alfonso Rojas Pérez Palacios (1946) secundaba esta observación. El problema de la alimentación, decía, afectaba al 99.5 por ciento de la población mexicana y constituía la base de todos los problemas de México. Para Rojas Pérez, ese problema no podría resolverse “mientras el país permanezca agrícolamente atrasado, estando siempre a merced del tiempo. Es necesario modernizar y mecanizar los métodos de cultivo y substituir el cultivo en pequeña escala por la producción en gran escala” (pp. 30-31).

En los análisis de finales del siglo XX es posible advertir cierto consenso acerca de que si de algo sirvió la modernización de la agricultura entre 1940 y 1965 fue para apoyar el acelerado proceso de industrialización. Tomás Martínez Saldaña (1991) afirma que las políticas estatales se enfocaron desde 1930 al desarrollo industrial, y al campo se le encasilló en programas sucesivos que abarcaron hasta 1988, por lo menos. Al del periodo 1940-1965 lo denomina de “desarrollo agrícola hidráulico”. Lo importante es que, para Martínez Saldaña, cualquiera fuera el nombre de esos programas, la política era la misma: “la de industrialización y subordinación de la agricultura a esta opción política, contrapuesta a la vocación agraria que el país siempre ha manifestado” (pp. 386-387). En opinión de Felipe Zermeño (1996), ese proceso hizo que México transitara de país exportador a importador neto de alimentos, lo que aceleró el paso a una creciente dependencia alimentaria. De hecho, otro periodo que va de 1965 a 2000 ha sido definido por Marcel Morales (2006) como el de la “urbanización”, en el que “la producción de alimentos entra en una crisis crónica, agudizándose conforme transcurre el tiempo, afectando prácticamente a todos los sectores de la producción agrícola” (pp. 165, 170-172).

Efecto colateral de la tendencia a urbanizar y a industrializar el país, así como de la creación de todo un sistema hidráulico para favorecer las tierras de riego, fue que la agricultura nacional se diferenció. Así fueron creados dos Méxicos: el agrícola irrigado, rico y productivo, y el temporalero, con una agricultura pobre y aleatoria (Martínez Saldaña, 1991). Puede hablarse, entonces, de un agro en el que coexisten una forma capitalista de producción y una forma campesina de producción. Como explica Esperanza Fujigaki Cruz (2004), la primera está enfocada a la generación de capital y se halla orientada sobre todo a satisfacer al mercado, para lo cual necesita buenos canales de comercialización y de crédito; mientras la segunda “tiene como meta su propia supervivencia y emplea el trabajo del campesino y de su familia; buena parte de esta producción es para el autoconsumo” (pp. 156 y 134).

En esta última condición, es probable que los campesinos, con todo y sus limitados recursos, hayan sobrevivido con lo que producían, pero esa situación no era la misma para el resto de la población sin una relación directa con el campo. Lo cierto es que para finales de la década de 1960 una de las principales estrategias del Estado mexicano para solucionar los problemas de la falta crónica de alimentos fue la importación de granos. De tal manera que para mediados de los setenta México era ya considerado un importador neto de alimentos (cfr. Martínez Saldaña, 1991; Barkin, Batt y DeWalt, 1991; Warman, s/f; Aboites, 1989).

Seguridad o soberanía alimentaria4

En un intento de superar las circunstancias antes descritas, en los años finales del sexenio de José López Portillo, entre 1980 y 1982, se creó el Sistema Alimentario Mexicano (SAM) con la intención de apoyar la agricultura de temporal, impulsar agroindustrias campesinas, facilitar el acceso a la tierra, la tecnología y los insumos “y promover una canasta básica de alimentos; todo ello con el fin de establecer una relación entre producción, abasto, consumo y nutrición”. Se trataba, en esencia, de lograr lo que se denominó “autosuficiencia alimentaria” (Ortiz, Vázquez y Montes, 2005, p. 13). Sin embargo, el SAM fue un proyecto efímero, que declinó al cambiar el sexenio, cuando la dependencia alimentaria se acentuó y mostró “la profunda crisis agrícola en que se encontraba el campo y la difícil situación alimentaria en que se debatía la población de más bajos ingresos” (Fujigaki Cruz, 2004, p. 139). Pero no solo fue un proyecto efímero, fue también un proyecto que no pudo resarcir la situación de dependencia alimentaria, pues, como ha señalado Martínez Saldaña (1991), a partir de 1980 dejó de existir el equilibrio de la balanza comercial, dado que, desde entonces, las importaciones agrícolas superarían las exportaciones, por lo menos hasta inicios de la década de 1990. Con respecto de estos años, dice, se habla de la importación de 10 millones de toneladas o más de diversos tipos de granos y oleaginosas.

En lo que restaba del siglo XX, la tónica quedó signada por los señalamientos de atraso agrícola y dependencia alimentaria. En el sexenio de Miguel de la Madrid (1982-1988), de manera por demás paradójica y con un sentido muy diferente al que le daría la organización Vía Campesina hacia 1996, se sustituyó el principio de autosuficiencia alimentaria por el de “soberanía alimentaria”. Fue paradójica la propuesta porque implicaba acentuar la capacidad de compra de los alimentos requeridos, sin importar quién los había producido o dónde habían sido producidos, de tal manera que se privilegiaron los cultivos de exportación en detrimento de los básicos. Con Carlos Salinas de Gortari (1988-1994) se pretendió resolver la crisis alimentaria promoviendo “la apertura comercial y la privatización de varios sectores de la economía, incluyendo la agricultura” (Ortiz, Vázquez y Montes, 2005, p. 14). La meta que se propuso Salinas era la seguridad alimentaria, lo que sería un propósito continuado desde entonces, cuyo fin era garantizar la disponibilidad de alimentos mediante su importación, sin reparar en el volumen de esta. Tanto Ernesto Zedillo (1994-2000) como Vicente Fox continuaron esa política, que implicó “una creciente dependencia de alimentos básicos del exterior.” Por lo mismo, a partir de la entrada en vigor del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN), el 40 por ciento de la demanda de productos alimenticios en México fue cubierto por importaciones de Estados Unidos y Canadá, y se estima que la proporción de estas fue de 70 por ciento hacia la primera década del siglo XXI (Ortiz, Vázquez y Montes, 2005, p. 14).

El ascenso del modelo neoliberal ocurrido en la década de los ochenta agudizó la situación de pobreza extrema y la desnutrición, lo que dio origen al que se ha dado en llamar “problema alimentario”, que la economista Blanca Rubio (cit. en Fujigaki Cruz, 2004) califica como:

[…] un proceso inédito, que se identifica por la exclusión de los agricultores nacionales de la producción de alimentos básicos para el consumo del país, la profundización de los procesos de pauperización rural, desnutrición, descampesinización, migración e incorporación de las mujeres y los niños al mercado de trabajo; el encarecimiento de los productos alimenticios para el consumidor; la dependencia alimentaria creciente con Estados Unidos; la entrada de alimentos transgénicos procedentes de este país que afectan la salud de la población consumidora; el deterioro de la calidad de vida de la población en su conjunto y el surgimiento de una amplia gama de movimientos sociales, campesinos, indígenas, ciudadanos, políticos, de ONG, etcétera, opuestos a este modelo de desarrollo que atenta contra la vida (p. 150).

En buena medida, ese problema alimentario se ha agudizado por otros factores. Uno de ellos sería el cambio en los patrones de alimentación generado en el transcurso de la segunda mitad del siglo XX. Dado el impacto de las políticas públicas que promueven la idea de que para mejorar y desarrollarse es mejor dejar de ser indígena, y dado el impacto también de los procesos de urbanización y de industrialización, surgió una población con mayores recursos económicos que prefiere los alimentos industrializados. Un fenómeno en el que debe considerarse asimismo el influjo de las economías capitalistas y globalizantes, en virtud de lo cual las grandes trasnacionales han logrado monopolizar el sector agropecuario. Esto ha dado lugar a lo que Graciela Soria y Víctor Palacio (2014) llaman “alienación en el consumo”, en la que, como dicen:

[…] el alimento ya no representa una necesidad humana, hoy en día se le impone sólo como una mercancía y lamentablemente el Estado se encuentra contribuyendo. Aunado a ello, se agrega la producción de cultivos destinados a la fabricación de biocombustibles, que si bien no se ha visualizado como un problema potencial en el desabasto de alimentos, sí habría que reflexionar en torno al dilema que representa dejar de producirlos para generar combustibles no fósiles dirigidos a las grandes potencias económicas (pp. 136-137).

Soria y Palacio (2014) estiman que son menos de 50 grandes empresas trasnacionales las que tienen el control mayoritario de la producción de semillas, de insumos agrícolas y de la producción y distribución de los alimentos en todo el mundo. Eso muestra que el acceso a los alimentos está regido por las leyes capitalistas del lucro y de la acumulación, de tal manera que en la actualidad vivimos en una situación mundial en la que nunca antes habíamos explotado al planeta para producir tantos alimentos, “en función de las técnicas agrícolas y de la capacidad de beneficio y almacenamiento, y, aun así, nunca tantas personas estuvieron privadas del acceso a este derecho humano, que hiere la sobrevivencia de la propia especie” (p. 130).

Ganadería como problema

A las circunstancias anteriormente descritas hay que sumar lo que suele denominarse “ganaderización de la agricultura”. Para Ernest Feder (1980), ese fenómeno ha significado “la irracional competencia entre el hombre y los animales por los recursos agrícolas de los países subdesarrollados”, como incluso tituló uno de sus artículos. Lo cuestionable de este proceso es que no hay detrás un interés genuino por mejorar las condiciones nutricionales de la mayoría de la población. Ya el mismo Feder ha señalado que la carne tiene preferencia sobre los cultivos “por la sola razón de que genera beneficios enormes”, y, por supuesto, hay que decir que se refiere a beneficios económicos. Según él, si solo una parte de los recursos que se destinan al sector del ganado de carne fuera orientada a la producción de alimentos básicos, “las escaseces alimentarias desaparecerían prácticamente de inmediato” (p. 62). Como lo que sucede es que la cría de animales gana la competencia por los recursos agrícolas, Feder sospecha “que los Estados Unidos y otros países industriales, o sus agencias de desarrollo, no se interesan seriamente por la nutrición en los países pobres” (p. 69).

Un dato importante relacionado con lo antes dicho es el ofrecido por Barkin, Batt y DeWalt (1991), y es que hacia los años de 1980 la población de bajos recursos era incapaz de acceder al consumo de carne por su precaria situación económica. En ese año, el mismo gobierno mexicano reconoció que cerca del 35 por ciento de la población nunca comía carne, si acaso leche y huevos, por lo que casi el 27 por ciento consumía menos del mínimo recomendable de calorías y proteínas, según las concepciones nutricionistas del momento. Las condiciones no eran mejores una década después, pues estos autores estimaban que más de la mitad de la población se hallaba desnutrida.

Es poco probable que en los albores del siglo XXI esa situación haya cambiado, si tenemos en cuenta la referencia de Fujigaki Cruz (2004) en el sentido de las repercusiones en el campo mexicano de la creciente internacionalización de la producción ganadera. Como dice:

[…] los elevados requerimientos de alimentos para los lotes de engorda del ganado de exportación, han provocado que una considerable cantidad de tierras dedicadas a los cultivos alimentarios se desvíe a la siembra de forrajes y semillas oleaginosas, no sólo en las tierras de temporal sino también en los distritos de riego. La industria de alimentos balanceados produjo principalmente para la cría de aves de corral y cerdos. Mientras que la alfalfa, la avena, la cebada para forraje, los pastos cultivados y el sorgo se destinan a alimentos para todo tipo de ganado (p. 129).

Como podemos ver en la muestra anterior, diversos estudios señalan, de una manera u otra, los avatares de la alimentación en México a lo largo de la historia, avatares que dejan ver las desventajas de privilegiar la cría de ganado sobre los cultivos. En ese contexto, el libro Agricultura y alimentación en México, mencionado al principio de este trabajo, es particularmente significativo no solo porque intenta suavizar, por así decirlo, dichos avatares, sino también porque argumenta sobre los supuestos beneficios del desarrollo de la ganadería, como se explica enseguida.

Epílogo: continuidad salvacionista y eurocéntrica

Concluyo este trabajo trayendo de nuevo a colación la obra de Luiselli Fernández (2017), no solo porque se adscribe a la teoría de la salvación bosquejada anteriormente, sino además porque da por sentadas las bondades de la modernidad5 sin cuestionarla. No por nada en reiteradas ocasiones ha afirmado que ha sido “una tendencia afortunada” el hecho de que “la ganadería de bovinos, sobre todo, sea cada vez más intensiva (y consumidora de granos)”, pese a que reconoce la afectación que provoca al medio ambiente y su contribución al cambio climático. Lo importante para este autor es que, para los primeros años del siglo XXI, pueda hablarse del incremento nacional del consumo de proteína animal, “sobre todo la leche y la carne, que aportan proteínas y lípidos de gran calidad” (p. 238).

Es preciso hacer aquí una acotación. La leche se incorporó al modelo de alimentación occidental, en el ámbito europeo, desde prácticamente el siglo XIX. En México, en particular hacia mediados del siglo XX, el consumo de leche fue impulsado por el Estado, en contubernio con los nutriólogos del Instituto Nacional de la Nutrición, creado en 1943. Puesto que la carne para aportar proteínas y lípidos de gran calidad no estaba al alcance de las llamadas clases populares, se impulsó la leche como sustituto perfecto, pues carece del atributo de alimento de prestigio que tiene la carne, de ahí, entonces, que sea más accesible. Sin embargo, su consumo no llegó a generalizarse sino hasta la segunda mitad del siglo XX, con nefastas consecuencias que llevaron a la implementación de la leche deslactosada. Además del incremento imprescindible de la ganadería, otro agravante del consumo de leche fue su uso como instrumento de control social (Pío Martínez, 2013).

Respecto a esa postura que apunta a privilegiar el consumo de proteínas animales, muy significativo es el hecho de que la tercera parte de Agricultura y alimentación en México, titulada “Un nuevo rumbo para la política agroalimentaria en el siglo XXI” y que comprende poco más o menos la tercera parte del libro, se centre en los temas de producción, transformación y distribución de alimentos. Según el autor, no deja de lado los temas de demanda, consumo y nutrición que ha tratado en las otras dos partes, pero lo que le interesa en esta es, sobre todo, “los cambios en la dieta promedio de los mexicanos, que crecientemente se va diversificando y privilegiando cada vez más los consumos ricos en proteína animal”. De hecho, hace mucho énfasis en esos cambios que involucran un consumo mayor de “productos cárnicos y avícolas, huevo, lácteos, grasas y azúcares”. En eso encuentra Luiselli Fernández (2017) un “nexo indispensable, que deberá estar presente a la hora de formular políticas de producción-consumo, patrón de cultivos, previsiones de logística y seguridad alimentaria en general” (p. 367).

Desde una perspectiva occidentalizada y, por lo mismo, eurocéntrica, este planteamiento parece natural y hasta necesario. Sin embargo, se inscribe en lo que he denominado desde el principio como parte de un proceso civilizatorio que atenta contra el modelo de alimentación indígena. De hecho, es sintomático que ese patrón alimenticio que tanto se ensalza -me refiero al modelo de alimentación occidental- no se vea como algo ajeno a las prácticas autóctonas y que se llame la atención en otras cuestiones más bien actuales. Como cuando Luiselli Fernández (2017) habla del incremento del consumo de alimentos procesados, compras en supermercados, comidas preparadas y fuera del hogar, prácticas que amenazan, dice, con hacer desaparecer “las dietas y costumbres locales”, que se han venido “desdibujando ante esta homogeneización de dietas y consumos”. Por lo mismo, y de manera por demás retórica, Luiselli Fernández afirma:

Nuestra dieta, poderosamente original, se ha ido acercando a las monótonas dietas de la globalización. La inocuidad de los alimentos, desde luego, ha mejorado, pero sobre todo en los grandes centros urbanos, donde el comercio exterior ha inducido reformas en la bromatología, inspección y vigilancia […]. La batalla por las dietas, la cocina mexicana y sus valores gastronómicos y nutricionales, está lejos de haberse ganado (p. 246).

De lo antes dicho es preciso criticar por lo menos dos cuestiones. Una es la idea de “inocuidad de los alimentos” y otra la referencia a “la cocina mexicana” entendida como “nuestra dieta, poderosamente original”. De la primera hay que decir que, desde finales del siglo XVIII, con la incorporación de la química en la industria alimentaria, se generó tal problema de adulteración de alimentos que ha sido imposible eliminarla mediante la supuesta inspección y vigilancia que se menciona (Pío Martínez, 2000; 2007). Sin la vigencia de ese problema, probablemente no existiera últimamente la preocupación por producir y consumir alimentos orgánicos que garanticen su naturalidad y su inocuidad.

La otra cuestión es que la llamada “cocina mexicana” no apareció como tal sino hasta bien entrado el siglo XX, y eso como un asunto meramente nacionalista (Juárez López, 2011). Ciertamente, dicha cocina llegó a reconocer y aceptar como parte de su constitución a los ingredientes indígenas, pero no hay que perder de vista que, con todo y el término “cocina”, la cocina mexicana es un tema gastronómico y, como tal, llega a ser un instrumento de distinción social. Tampoco debe soslayarse que lo que se promueve desde las cúpulas de poder es que la población deje de ser indígena o, en su defecto, abandone el modelo de alimentación indígena y se vuelva “moderna”, aun si eso significa consumir alimentos chatarra.

Por otra parte, hay que decir que suena alentador que Luiselli Fernández (2017) reitere la importancia de los “muchos ricos y variados elementos de ese México primordial”, en especial los de “las dietas que, en el caso mexicano particularmente, contienen aún hoy, múltiples elementos prehispánicos” (p. 411). Más alentador resulta que, aunque reconoce atinadamente que es imposible “volver al pasado”, la intención debería ser la de “integrar, de incluir y respetar la cultura local, con sus amplios conocimientos y sabiduría”. Hasta aquí todo va bien, el problema se presenta cuando, acto seguido, afirma:

El progreso y la modernidad no están reñidos ni con la pequeña agricultura, ni con la cultura y saberes agrícolas que vienen de muy atrás. Los campesinos conocen bien sus territorios, sus ecosistemas y, a pesar de los innegables y positivos avances de la ciencia agronómica moderna, tienen muchos valiosos saberes que hoy día resultan cruciales para avanzar en su desarrollo (p. 412).

Y ya en plena actitud paroxística, Luiselli Fernández (2017) agrega que de lo que se trata es de intentar:

[…] una propuesta nueva, que por un lado dé cuenta de las transformaciones territoriales del país, de las nuevas modalidades en los asentamientos humanos, del imperativo de conservar los recursos naturales y dar valor a nuestra biodiversidad, así como a la cultura alimentaria, cuyas dietas tradicionales siguen enriqueciendo y dando proyección internacional a la cocina mexicana (p. 412).

Fuera de esta última idea, que vuelve a gourmetizar la cocina mexicana con fines estrictamente turísticos, ciertamente es necesaria una propuesta nueva para la producción y el consumo de alimentos que reivindique los conocimientos y las prácticas culinarias indígenas. Y precisamente por eso es que habría que revisar la conveniencia de la modernización de la agricultura, que, para Luiselli Fernández (2017), contribuyó a una mayor prosperidad al beneficiarse esta con “mejores prácticas de cultivo, pesticidas, fertilizantes y otros agroquímicos, así como de grandes proyectos de irrigación”, sin olvidar, por supuesto, “la llamada ‘revolución verde’ que, además de los agroquímicos y el riego”, introdujo variedades de semillas mejoradas que incrementaron “espectacularmente los rendimientos de los principales cereales” (pp. 103-104).

La cuestión es ver a cuáles sectores sociales benefició esa supuesta prosperidad. Sin afirmarlo en ningún momento, Luiselli Fernández (2017) tiene claro que no fueron las clases bajas quienes se beneficiaron con la modernización de la agricultura, algo que implícitamente reconoce cuando hace referencia al SAM. Lo interesante es, entonces, que deja ver que la obra que analizamos parece más un intento de reivindicar dicho instituto y reivindicarse él mismo, pues, como aclara (en una nota al pie de la página 148), fue él quien diseñó el SAM dentro de la oficina de asesores del presidente de la República. Desde entonces, y con apoyo de la COPLAMAR (Coordinación General del Plan Nacional de Zonas Deprimidas y Grupos Marginados), creada en 1977, arrancó “una nueva era de fomento productivo con base en cultivos campesinos y una política simultánea de combate a la pobreza, la marginación social y la alimentación” (p. 145). Solo que esa “nueva era” duró únicamente los dos años que funcionó el SAM, de 1980 a 1982. Aunque Luiselli Fernández asegura que su impacto “ha sido duradero” (p. 148), le es imposible pasar por alto que desde mediados de los años noventa, con la introducción de lo que denomina “paradigma neoliberal”, la agricultura experimentó “una vuelta clara a un esquema como el del porfiriato” (p. 219).

Por otra parte, al plantear la tercera, y última, parte de su libro como puras cuestiones proyectivas y más bien ideales, Luiselli Fernández (2017) no se preocupa por explicar por qué, siendo la estrategia sistémica del SAM la que “puso en el centro de su visión estratégica al maíz, el frijol y otros cultivos y alimentos centrales a la producción campesina y la dieta mexicana”, por lo que, continua, “se trataba de una ruta inédita de modernización del sector rural mexicano, que pudo llevarse a la práctica como una política pública de envergadura considerable” (pp. 148-149), por qué, entonces, no se llevó realmente “a la práctica” esa “estrategia”. Si bien no se explaya al respecto, Luiselli Fernández reconoce, en otro momento, que una de las mayores debilidades del SAM fue que, “a pesar de genuinos intentos y múltiples acercamientos, que a menudo desafiaron la ortodoxia y la disciplina política, no se logró consolidar y trasladar la estrategia al movimiento campesino”. Según él, fue imposible “combatir el ‘verticalismo burocrático’”, lo que truncó la alianza con los campesinos, “siempre buscada”, pero, en el mejor de los casos, “muy limitada” (p. 187).

Es con base en todo lo hasta aquí dicho que me atrevo a cuestionar ideas como la de que no existe oposición entre la modernidad y el progreso y las formas indígenas de producir y consumir alimentos. Esa es precisamente una oposición que ahora, más que nunca, está cobrando mayor algidez. La modernidad y el progreso responden a posturas eurocéntricas, con modelos civilizatorios homogeneizantes que niegan y soslayan los conocimientos autóctonos ancestrales. Entonces, entre otras cosas, conviene sugerir la importancia de pensar más en términos de soberanía alimentaria, y no que se garantice únicamente la seguridad alimentaria. La primera nos permitiría retomar lo nuestro, lo original; lo segundo es una puerta de entrada a la dependencia modernizadora, con todo y la degeneración alimentaria que eso representa.

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1En la historiografía de la época colonial y en la que se extiende hacia el siglo XX, el modelo de alimentación indígena se compone de maíz, frijol y chile, a los que pueden sumarse la calabaza y el pulque. Este modelo es confrontado con el modelo de alimentación español (o europeo, por extensión) compuesto de carne (generalmente de res), trigo y vino, a los que se les agregaron los huevos y la leche hacia el siglo XX. Obviamente, son “modelos ideales” porque tanto un modelo como otro se complementaban con otra variedad de alimentos. Lo ideal estriba en las atribuciones simbólicas que se les asignaron a esos alimentos y en la función que adquirieron como instrumento ideológico (cfr. Pío Martínez, 2003; Pío Martínez, 2013).

2Digo supuesta porque no faltan estudios que señalan que los indígenas contaban con una dieta bien balanceada que les permitía una nutrición suficiente y adecuada a sus condiciones fisiológicas. Uno de esos estudios es el del médico e historiador ecuatoriano Plutarco Naranjo (1996), quien, además, afirma que la desnutrición como un problema biológico y social apareció en el continente americano solo tras la llegada de los españoles, dado el profundo trastorno social y tecnológico que provocaron en estas tierras.

3Otra premisa de la teoría de la salvación, que por lo pronto solo se menciona aquí, es que los indígenas también fueron salvados de la tiránica opresión de sus gobernantes y de las garras del demonio.

4Las definiciones más elementales que pueden encontrarse sobre estos conceptos en internet es que la “seguridad alimentaria” implica solamente tener comida disponible, que se tenga dinero para comprar los alimentos y que estos sean suficientes, inocuos y nutritivos, sin plantearse el problema sobre el origen de los alimentos ni sobre la estructura económica y social en la cual se distribuyen. La “soberanía alimentaria”, por el contrario, pone el acento en el derecho que tienen todos los pueblos a decidir cómo producen, comercializan y consumen la comida. Se garantiza así que la población disponga de métodos y productos alimentarios inocuos, nutritivos y ecológicamente sustentables.

5Por “modernidad” se entiende aquí ese proceso histórico iniciado a partir de 1492, mediante el cual Europa empezó a constituirse en el centro del “sistema mundo” instaurando una visión eurocéntrica de la historia cuya hegemonía cultural persiste hasta el presente (cfr. Dussel, 1994).

Recibido: 07 de Mayo de 2021; Revisado: 12 de Julio de 2021; Revisado: 18 de Noviembre de 2021; Revisado: 24 de Noviembre de 2021

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