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Revista de El Colegio de San Luis

versão On-line ISSN 2007-8846versão impressa ISSN 1665-899X

Revista Col. San Luis vol.12 no.23 San Luis Potosí Jan./Dez. 2022  Epub 27-Maio-2024

https://doi.org/10.21696/rcsl122320221314 

Artículos

La enfermedad como causa de separación matrimonial en la ciudad de México de finales del siglo XVII. Negociación, estrategia y conflicto

Sickness as a Cause of Marital Separation in Mexico City at the End of the 17th Century. Negotiation, Strategy, and Conflict

Javier Salgado Ocampo* 
http://orcid.org/0000-0001-6286-0960

* El Colegio de San Luis. Correo electrónico: javiersalgado.oc@gmail.com


Resumen

El objetivo de este trabajo es mostrar y analizar la enfermedad de las mujeres como una causa de separación matrimonial en la ciudad de México de finales del siglo XVII. Se analizan cinco casos en los que las mujeres acusaron estar enfermas y viviendo separadas de sus maridos por las razones prácticas que tuvieron. Se encontró que hay cuatro posibilidades de interpretación de las separaciones ocasionadas por la enfermedad, entre las que destaca no cumplir con el modelo matrimonial. Una de las implicaciones de la enfermedad como causa de separación marital fue que, principalmente, estuvo presente en mujeres mayores, pero también fue una opción para no ver al marido. El valor de este trabajo es que junta la enfermedad como causa de separación conyugal con experiencias de divorcio de hecho, que pudieron, o no, ser pactadas; por lo que, en conclusión, un matrimonio podía vivir separado a causa de la enfermedad de la mujer, y no por eso se rompía con el modelo matrimonial católico, pues fue flexible.

Palabras clave: divorcio; matrimonio; enfermedad; vida conyugal; modelo matrimonial

Abstract

The aim of this paper is to show and analyze the sickness of women as a cause of marital separation in Mexico City at the end of the 17th century. In the text, five cases were analyzed, in which the women accused of being sick, and living apart from their husbands, for the practical reasons they had. It was found that there are four possibilities to interpret the separations caused by sickness, highlighting not to fulfill the marriage model. One of the implications of sickness as a cause of marital separation, was that it was mainly present in elder women, but it was also an option for not to see their husbands. The value of the research is that combines sickness as a cause of marital separation with divorce experiences, which may or may not have been agreed upon; so, in conclusion, a marriage could lived apart because of woman’s sickness, and not for that reason the catholic marriage model could be broken, because it was flexible.

Keywords: divorce; marriage; sickness; married life; marriage model

Introducción

De 1682 a 1692, en el arzobispado de México circuló un edicto para que todos los casados que vivían separados se juntaran. Se conserva una copia dada por el provisor y vicario general de la arquidiócesis, el doctor Diego de la Sierra, en octubre de 1688. El documento fue pensado para dar a conocer a todas las personas que vivieran y estuvieran en la ciudad de México, sede del provisorato, y todas las otras poblaciones que abarcaban la jurisdicción (AGNM, Indiferente virreinal, caja 4605, exp. 3, f. 1).

El edicto tuvo como objetivo que todos los casados que vivieran separados cumplieran con la obligación de cohabitar y hacer vida maridable, por lo que dicho documento fue emitido ante una realidad que incumplía con el orden impuesto a la vida marital. En este sentido, resulta fácil imaginar que en el territorio arzobispal fuera común encontrar y saber de matrimonios que vivían separados. Para solucionar aquella irregularidad marital se pidió a todas las personas que denunciaran a las parejas que no cohabitaran en el mismo domicilio conyugal.

Una vez que el documento se hizo público, se dieron diez días para que los hombres se juntaran con sus mujeres, pero si tenían motivos para la separación debían declararlos. Lo mismo ocurrió con las mujeres, con la salvedad de que ellas serían depositadas en casa de un vecino honrado (AGNM, Indiferente virreinal, caja 4605, exp. 3, f. 1). Entre las personas que declararon los motivos por los que vivieron separadas de sus parejas se menciona la intervención de familiares en la convivencia marital, el abandono del hogar por alguno de los cónyuges, la violencia en contra de la mujer o la práctica de relaciones extramaritales (véase Salgado Ocampo, 2020, pp. 121-174).

En esta ocasión, se seleccionaron cinco casos para profundizar en la enfermedad de las mujeres como una causa de separación matrimonial. El edicto es la puerta de entrada para conocer las distintas posibilidades de respuesta ante la dolencia de la cónyuge, como ocurrió en mayo de 1686, cuando doña Juana de Quezada declaró ante el arzobispo de México, don Francisco de Aguiar y Seijas, que tenía seis años de casada con Juan de Trucho, tiempo en el que no hicieron vida maridable como consecuencia de los frecuentes viajes que el hombre hacía fuera de la ciudad de México.

La mujer agregó que su marido se encontraba en un obraje llamado Ancharcón, pues vivió en ese lugar a su lado, pero cuatro meses atrás se enfermó y dejó de vivir junto a su esposo. Doña Juana expresó que en el tiempo que estuvo apartada de Juan de Trucho, él no la sustentó con nada a ella y a su hijo, razón por la que manifestó que estaba padeciendo “extremas necesidades” como estar en desnudez y hallarse “en cueros vivos”. Juana incluso creyó que estaba a punto de morir. En virtud de lo anterior, solicitó que Juan fuera con ella a hacer vida maridable “como Dios manda y estaba obligado”. En respuesta, el caso fue turnado al provisor, el doctor don Diego de la Sierra, quien ordenó que el hombre se juntara con su mujer y cumpliera con su papel de sostenimiento (AGNM, Indiferente virreinal, caja 2447, exp. 31, f. 1).

Que Juana de Quezada viviera separada de su marido implicaba la falta de sustento a la que el hombre estaba obligado; entonces, aquello se podía transformar en dolencias, sufrimientos y necesidades que incluían el alimento, el vestido, la casa o el dinero. Hacia 1836, encontramos una referencia a las obligaciones maritales de los hombres, pues “sus deberes y derechos son […] recíprocos e iguales”, además de que el marido era quien debía proteger a su mujer, como la parte subordinada del matrimonio (Arrom, 1976, p. 45). En este trabajo se considera que el alejamiento provocado por la enfermedad representaba un divorcio de hecho, por tiempo determinado, ya fuera en beneficio o en detrimento del cónyuge.

El matrimonio de Juana de Quezada y Juan de Trucho es un pase de entrada a la reflexión sobre aquellas parejas en las que la mujer estuvo enferma y por tal motivo los esposos vivieron separados a consecuencia de las dolencias de esta. Este tipo de situaciones pudieron ser frecuentes en la sociedad novohispana de finales del siglo XVII y a lo largo de los siglos que le antecedieron, ya que las enfermedades y sus efectos no escapan de la vida marital.

Atrás se mencionó que los malestares y las dolencias podían devenir en un divorcio de hecho, en el que incluso la pareja llegaba a acuerdos para vivir separados. Esta figura de separación a voluntad existe en el México contemporáneo desde hace ya bastantes años. El divorcio voluntario se daba como “consecuencia del acuerdo de voluntades entre los cónyuges para terminar con el matrimonio” (Pérez Contreras, 2010, p. 67). Pensar en estas palabras para el siglo XVII parecería fuera de contexto, hablando en términos legales; sin embargo, había posibilidades de acción para acercarse a esa definición, no para terminar con el contrato matrimonial, pero sí para llegar a una separación en la que las dos partes resultaban beneficiadas. Para la época, el matrimonio era un sacramento, un contrato indisoluble; a pesar de ello, se contemplaba el divorcio como separación de cuerpos en la que se mantenía el vínculo conyugal, que era de difícil acceso para la mayoría de las parejas.

Sobre el matrimonio, la familia y el divorcio en la Nueva España se ha escrito bastante. En México destacan los trabajos de Gonzalbo, como su clásico Familia y orden colonial (1998), en el que contrasta normas y prácticas en las que la vida real o cotidiana logró cierta imposición y acomodo sobre los modelos rígidos y cerrados que imperaban. También están los trabajos de Ortega Noriega (2000, 1980, 1999) en los que señala los discursos de teólogos como Santo Tomás de Aquino, los escritores novohispanos o el Nuevo Testamento acerca del matrimonio, la familia y los comportamientos sexuales.

Por el lado de la justicia y la jurisdicción eclesiástica, Traslosheros (2004) habla de algunos aspectos que fueron del conocimiento exclusivo del Tribunal del Arzobispado de México como la vida maridable o el divorcio y la nulidad matrimonial. Entre las ideas que el autor señala está la que llamó justicia graciosa, es decir que siempre se buscaba el bienestar de las personas y reconvenir a las partes, antes que manifestarse como una justicia punitiva.

Finalmente, se mencionan algunas autoras clave en el estudio del divorcio en la Nueva España. Dávila Mendoza (1998) hizo un estudio exhaustivo sobre los procesos de divorcio en el siglo XVIII, en los que encuentra cambios encaminados a la secularización de la separación, pero también un esfuerzo de la Iglesia por normar los comportamientos morales de la sociedad. El trabajo pionero de Arrom (1976) sobre el divorcio abarca la transición de la sociedad colonial al México independiente, basando su enfoque en las mujeres y cómo afrontaron la separación matrimonial.

Un aspecto importante que en la mayoría de los expedientes aparece silenciado es la violencia contra de las mujeres, que se constituía en una posibilidad para obtener el divorcio eclesiástico cuando era excesiva, llamada sevicia. En un trabajo conjunto, Villafuerte et al. (2008) analizan la sevicia y el adulterio en las causas matrimoniales en el provisorato de México. Entre sus aportes resalta la distinción de las fases de un proceso de divorcio y las argumentaciones otorgadas por las partes involucradas.

Para terminar este apartado, se señala la importancia de incorporar la perspectiva de género en estudios de este tipo. Para Scott (2003), el género es una forma primaria de relaciones significantes de poder que incluye aspectos como símbolos culturalmente disponibles, conceptos normativos (en este caso, ideas en torno al buen marido y a la buena mujer), instituciones y nociones políticas (como el provisorato) y la identidad subjetiva de cada persona. Además, este concepto “cuestiona el carácter dominante del sexo biológico y las características diferenciales atribuidas a hombres y mujeres” (Luna Blanco, 2009, p. 51). Por lo que, en la práctica, la separación conyugal por la vía legal o informal se manifestó como un ejercicio de poder entre los cónyuges, el cual representa una crisis de transición que suele definir una nueva, y probablemente más compleja, realidad familiar (Bolaños Cartujo, 1998, p. 1).

El matrimonio en la Nueva España

En la Nueva España, el matrimonio era entendido como un contrato y un sacramento, como la unión legítima e indisoluble del hombre y la mujer que tenían la obligación de vivir juntos (Murillo Velarde, 2005, pp. 481-482). Además, para acceder a la unión conyugal era necesario el consentimiento de las almas.

En las Siete Partidas de Alfonso X (Sanponts y Barba et al., 1843a, pp. 27, 129-130, 132; Sanponts y Barba et al., 1843b, pp. 925-929) se señala que el matrimonio era: a) cuando el hombre “se ayunta” con la mujer; b) el séptimo sacramento, creado por Dios en el paraíso para propagar la especie y evitar la lujuria, pues así habría más amor entre los esposos y orden en la sociedad; c) el ayuntamiento del marido y la mujer por palabras de presente,1 que debían vivir juntos y guardarse lealtad uno al otro, y era d) el oficio de madre.

Las definiciones anteriores representaban puntos clave de la unión conyugal que pervivieron a lo largo del tiempo. El matrimonio era un sacramento, un vínculo que solo podía formarse por un hombre y una mujer, que tenían la obligación de vivir juntos, que expresaban su voluntad de unirse con la otra persona por palabras de presente y que juraban guardarse fidelidad, con el fin de aumentar los miembros de la Iglesia y evitar la lujuria, principalmente del hombre.

Es notorio que tres de las cuatro formas de concebir el matrimonio señalan al hombre unido con la mujer, por lo que, de entrada, apuntan la importancia y la superioridad que el marido tenía sobre la mujer. Sin embargo, la cuarta acepción era femenina, puesto que hacía alusión a la obligación de las mujeres, que era tener hijos y, sobre todo, criarlos.2

La impronta de la Iglesia es notoria en las Partidas, pues se aceptaba que el matrimonio era un asunto de Dios, ya que fue creado por él y era un sacramento; por lo tanto, estaba regulado por esa institución religiosa. Desde el siglo IV se favoreció la publicidad de la unión, es decir, la proclamación de amonestaciones públicas, pues era un buen medio para comprobar que los contrayentes eran solteros y no tenían ningún impedimento legal o espiritual para casarse (Otis-Cour, 2000, p. 114).

Respecto al matrimonio, varios padres y doctores de la Iglesia trataron el asunto. Por ejemplo, San Agustín apuntó que era una unión indisoluble. Además, según el Nuevo Testamento, se autorizaba la separación de las personas, mas no la terminación del vínculo (Brundage, 2000, p. 109). Más adelante, en el siglo XIII, Santo Tomás de Aquino remarcaría que la unión matrimonial es un sacramento y la base de la comunidad familiar, pues consideraba que era parte del orden impuesto por Dios a la naturaleza humana (Ortega Noriega, 2000, pp. 43-53).

Para Tomás de Aquino, este contrato sacramentado era único e indisoluble, por lo que solo se disolvía con la muerte de uno de los cónyuges.3 También señaló que la unión se lograba con el consentimiento de la pareja, que debía ser por palabras de presente o, en su caso, por signos externos, en referencia a personas con incapacidad del habla.4

Debido al éxito de la teología tomista en distintas universidades y reinos de Europa, las ideas plasmadas por Tomás de Aquino tuvieron su impronta en el Concilio de Trento y, posteriormente, en el Tercer Concilio Provincial Mexicano.5 En la sesión XXIV del Concilio de Trento del 11 de noviembre de 1551 (Brundage, 2000, pp. 551-562) se apuntó que el vínculo matrimonial fue creado por Dios y que, por lo tanto, era perpetuo e indisoluble, que era un sacramento instituido por Cristo y, en consecuencia, confería gracia a los casados.6 Además, se dejó claro que era la unión entre hombre y mujer, que no se disolvía por el adulterio, la herejía o la cohabitación molesta; sin embargo, se reconoció la separación de lecho por tiempo determinado o indeterminado. Para que no hubiera dudas, se añadió que las causas matrimoniales solo pertenecían a los jueces eclesiásticos (El sacrosanto y ecuménico Concilio de Trento, 1847, pp. 273-277).

Es importante señalar que el Concilio de Trento reiteraba que la esencia del matrimonio era el libre intercambio de consentimientos, el cual debía darse en presencia de un cura y testigos (Brundage, 2000, pp. 553). Este asunto se recalcaría en el Tercer Concilio Provincial Mexicano como un elemento necesario para contraer el vínculo matrimonial.7 Esta característica, de gran importancia para la Iglesia católica, es una herencia romana, pues se decía que “el consentimiento, no la unión sexual”, creaba el vínculo de pareja, y fue justo a partir de la mitad del siglo XII cuando fue aceptado y difundido por teólogos como Santo Tomás, canonistas como Graciano8 y por la sociedad en general.

Después de remarcar el consentimiento, el concilio mexicano estipuló que, a través de la confesión, los párrocos debían asegurarse de que los contrayentes estaban preparados para la unión conyugal, es decir, para llevar vida marital con piedad y tranquilidad (Martínez López-Cano, 2004, p. 221). En este sentido, el consentimiento tuvo un papel importante a la hora de contraer matrimonio, pues mediante él se expresaba la voluntad de vivir con la otra persona, por lo que al darlo se aceptaban los derechos y las obligaciones propios del contrato matrimonial, como los llamados bienes del matrimonio.

Se creía que del contrato matrimonial se desprendían tres bienes, que eran la fe, la prole y el sacramento. Estas bondades del matrimonio tienen su origen en la obra de San Agustín (Mira, 2015, pp. 96-97), y a partir de él otros autores religiosos como Santo Tomás de Aquino las reconocieron (Ortega Noriega, 2000, p. 45), o en corpus jurídicos de corte secular como las Siete Partidas (Sanponts y Barba, Marti de Eixala, y Ferrer y Subirana, 1843b, pp. 926-927). Incluso, en las Partidas se enuncia que el matrimonio no se disolvía por ninguna causa, pues estaba establecido que los casados debían ampararse en caso de enfermedad, guardarse la fidelidad y la lealtad que se prometieron en el casamiento (Sanponts y Barba et al., 1843b, pp. 930-932). De este modo, quedó plasmado un referente claro de las obligaciones mutuas de los esposos en los momentos de padecimiento, pues el apoyo al cónyuge se desprendía de un bien matrimonial, el del sacramento, y, en consecuencia, no se podía escapar de tales compromisos.

Junto con el consentimiento y los tres bienes matrimoniales, el afecto marital fue un elemento sustancial cuando se contraía y vivía el matrimonio. Este representaba una actitud de respeto, deferencia y consideración al cónyuge, que se traducía en apego mutuo y preocupación por el otro, por lo que diferenciaba en la teoría una relación conyugal legítima de la cohabitación casual (Brundage, 2000, p. 250).

Este sentimiento guardaba una estrecha relación con la ruptura matrimonial, pues la separación podía darse cuando cesaba la affectio (Gil Ambrona, 2008a, p. 46), que aun llegó a entenderse como la única base de la unión marital (Otis-Cour, 2000, pp. 126-127), debido a que el consentimiento era una expresión del verdadero afecto hacia la pareja. Incluso, cuando un cónyuge estaba enfermo y la pareja decidía separarse, el afecto marital representaba una legítima preocupación por el otro, más que la intención de divorcio propiamente dicho, por lo que, a su manera, representaba el cumplimiento de los roles esperados del marido o la mujer al cuidar a su compañero o compañera de vida.

La práctica del divorcio

Ya se señalaron algunos elementos mínimos para entender el sacramento matrimonial, y que formaban parte de la vida maridable. Los puntos anotados mantenían una estrecha relación con el divorcio eclesiástico, como la affectio maritalis, y hacen ver que la unión era entendida como un sacramento que otorgaba la perpetuidad e indisolubilidad a las uniones conyugales. No obstante, el divorcio estaba asentado en la legislación de la época, y era la legítima separación, perpetua o temporal del hombre y la mujer, solo en cuanto al lecho y cohabitación, pues un matrimonio consumado únicamente se disolvía por la muerte de uno de los cónyuges (Murillo Velarde, 2005, p. 600). De este modo, durante el periodo virreinal, el divorcio fue diferente del que se conoce en la actualidad, ya que exclusivamente contemplaba el distanciamiento de los esposos, pero no la disolución del vínculo.

El divorcio fue anotado en las Siete Partidas (Sanponts y Barba et al., 1843b, p. 988); se apuntó que el nombre resultó del “departimiento de la voluntades” del hombre y la mujer, que eran contrarias “de quales fueron, o eran, quando se ayuntaron”, por lo que la separación de voluntades representaba el cese del afecto marital y, aún más, podía significar el cambio y poca tolerancia al carácter de la pareja.9 En ese momento era cuando aparecía la institución encargada de atender el asunto, el provisorato del arzobispado de México.10 El tribunal eclesiástico atendía las causas matrimoniales, que eran todos aquellos asuntos que se referían al vínculo contraído con el sacramento del matrimonio, pues correspondía a las autoridades eclesiásticas atender todos los asuntos que estuvieran relacionados con el dogma y la disciplina de la aplicación en la vida diaria (Villafuerte García et al., 2008, p. 88).

El provisorato buscaba “el bien supremo de la vida eterna y el bien común en la terrena” (Traslosheros, 2004, p. 26). Esto se lograba a través de la reforma de costumbres y,11 en relación con el matrimonio, vigilando la continuidad del vínculo conyugal. La forma de cumplir con el objetivo de que las personas casadas tuvieran bienestar en sus almas era mediante la práctica conciliadora, con acciones sencillas pero contundentes, como ordenar que los esposos que vivían separados se juntaran. Sin embargo, según Arrom (1976, p. 21), los juicios de divorcio se efectuaban cuando habían fallado los intentos de reconciliación por parte de las autoridades, y eran provocados principalmente por la sevicia y malos tratos de obra y de palabra, porque el marido tenía sífilis, por darle mala vida a la pareja12 y por adulterio.

El divorcio podía ser “de mesa y cama”, a mensa et thoro o quo ad thorum et cohabitationem, es decir que era una separación semiplena, pues solo era física y cancelaba la obligación sexual de la pareja (Alonso Perujo y Pérez Angulo, 1887, p. 653; Ghirardi e Irigoyen López, 2009, pp. 253-254; Lacarra Lanz, 2008, p. 239; Otis-Cour, 2000, p. 54). Los motivos de una separación eran varios; por ejemplo, para Tomás Sánchez (1550-1610), el divorcio era justo por la sevicia, cohabitación molesta y cuando las discordias y enfrentamientos eran graves y frecuentes (Gil Ambrona, 2008b, p. 9), por lo que, cuando se trataban causas de divorcio, estas eran reflejo de matrimonios que eran excepcionalmente infelices (Arrom, 1976, p. 14).

Una causa más, y que no aparece en los casos aquí estudiados, fue la enfermedad del hombre conocida como el mal gálico, francés, bubas o, como lo conocemos ahora, sífilis, así como la lepra o la locura (Dougnac Rodríguez, 1990, p. 282). Esta es una de las pocas veces que se menciona una dolencia en los hombres, pues para las mujeres se refieren temores físicos que las afectaban como el mal de madre, del que se decía que incluía espasmos y encogimiento de nervios (Roselló Soberón, 2009, p. 257).

En la Nueva España, en el Tercer Concilio Provincial Mexicano se legisló sobre el divorcio. Primero, se condenó la práctica de repudio a través de libelos, pues estaba “totalmente reprobado” que el marido y la mujer se separaran mutuamente, por lo que la separación a través de esos documentos no estaba permitida. Además, para las autoridades eclesiásticas, el divorcio era como una tragedia, por lo que eran muy cautas para concederlo, pues siempre buscaban la reconciliación antes de llegar a esa solución. En virtud de lo anterior, a los cónyuges se les exigían pruebas de la necesidad del divorcio, ya que se evitaba a toda costa que la ruptura conyugal fuera por común acuerdo (Arrom, 1976, pp. 22 y 24).

En el mismo concilio mexicano se anotó que se siguieran sin dilación los pleitos de divorcio, y que, en lo que transcurría el proceso, se depositara a la mujer en un lugar decente. Además, si se pronunciaba la separación quoad thorum, la mujer “debía permanecer en una casa honesta” según su edad y calidad, “para evitar toda ofensa a Dios” (Martínez López-Cano, 2004, p. 226). El depósito13 aseguraba que la mujer tuviera libertad para seguir el juicio de divorcio sin que el marido la molestara, maltratara o coaccionara. El resguardo de la esposa, asimismo, le aseguraba al marido que le guardaría la fidelidad; incluso, a veces los hombres podían solicitar que su cónyuge no viera o hablara con determinadas personas como sus padres y familiares (Arrom, 1976, pp. 24, 37).

El depósito representaba la idea de que las mujeres eran frágiles y propensas al pecado. En consecuencia, era mejor tenerlas en resguardo para evitar males mayores, pues se creía que eran lo suficientemente débiles como para cuidarse solas en lo físico y en lo moral; de ahí el control y protección que se les daba a las mujeres depositadas. Que una mujer quedara encerrada durante el proceso de divorcio también respondía a la idea de que su mala conducta amenazaba más a la institución del matrimonio que el daño que a esta podría producir el marido (Arrom, 1976, pp. 24-25), es decir que la mujer era la parte más buena de la pareja, por lo que si actuaba mal dañaba más el vínculo conyugal que lo que su esposo pudiera hacerlo.

Lo anterior solo hace referencia al ámbito de los tribunales, pues se ha encontrado que, a lo largo de los siglos, las personas accedieron a separaciones por mutuo acuerdo. Otis-Cour (2000, pp. 55-56) indica que en el sur de Francia en el siglo XV hubo rupturas matrimoniales pactadas. En el mismo continente, pero en la Extremadura del siglo XVI, Hernández Bermejo (1990, p. 311) documenta el compromiso que un marido adquirió con su mujer para separarse de ella, y entre los puntos a los que el hombre se obligó fue que le daría a su esposa cierta cantidad de dinero anual para su alimentación, además de que no se entrometería con su cónyuge en público ni en privado.

Por su parte, Espín López (2016, p. 172) señala que en la Castilla de la Edad Moderna había una posibilidad de acceder a la ruptura del vínculo matrimonial: las cartas de quitación o escrituras de separación. Estas cartas eran documentos redactados discretamente ante un notario en los que los cónyuges llegaban a un acuerdo tácito para vivir separados, concluir la relación y, en su caso, hacer la partición de bienes. Sin embargo, esta práctica no tenía efecto legal alguno, e incluso se constituía en un delito contra el sacramento matrimonial y, por lo tanto, podía ser juzgado y perseguido por las autoridades eclesiásticas.

En los territorios americanos se han documentado al menos dos casos de este tipo de acuerdo. En la Nueva España, en específico en el arzobispado de México a finales del siglo XVIII, Lozano Armendares (2004) encontró una separación pactada al estilo de las cartas de quitación. Los esposos, después de haber llevado una vida matrimonial desdichada, decidieron poner por escrito su trato para vivir separados; incluso, en ese documento hubo testigos que le daban cierta legitimidad al acto. No obstante, la pareja tuvo la idea de buscar la aprobación del provisor, y así fue como aquel acuerdo quedó sin efecto y se obligó a los cónyuges a vivir juntos. Entre sus conclusiones, Lozano Armendares (2004, pp. 421-424) señala que las parejas mostraban una actitud de rechazo del trato que sus consortes les daban, y que para los vecinos fue natural reconocer las separaciones de común acuerdo. Además, la autora sugiere que las mujeres fueron las que propusieron un pacto monetario en aquellas negociaciones.

Nizza da Silva (1991, pp. 363-364) aborda una nueva clase de divorcio que estuvo vigente en São Paulo desde finales del siglo XVIII. La particularidad de ese caso fue que, según la autora, a pesar de que los pactos de separación no eran permitidos, la Iglesia paulista los aceptó sin mayores complicaciones. Además, señala que la sociedad encontró “una forma de resolver las discordias conyugales de manera práctica y racional aceptando la incompatibilidad de caracteres y disponiendo los bienes conyugales y el destino de los hijos por común acuerdo”. Las conclusiones de Nizza da Silva coinciden con las de Arrom (1976, pp. 36, 62) respecto a que el tribunal eclesiástico fue bastante pasivo en materia de divorcio, lo que se vio reflejado en menos control social de lo que indicaban las leyes, sumado al hecho de que muchos juicios de divorcio terminaron en separaciones no autorizadas, por lo que las reconciliaciones que buscaba el provisorato fueron fallidas.

La práctica social de las separaciones de común acuerdo fue una de muchas respuestas a procesos de divorcio lentos y costosos.14 Además, otra vía para la ruptura matrimonial fue el abandono del hogar por parte de uno de los cónyuges. En ambos casos, las acciones tomadas representaban una separación de facto o un divorcio de hecho ante un matrimonio fallido (Reguera, 2013, p. 153).

Las cartas de quitación, el abandono y demás motivaciones de las desuniones conyugales nos ponen frente a las razones prácticas que vivieron las personas ante los problemas maritales. Con esto, se reconoce a los agentes del pasado como seres actuantes y conscientes, que cargaron consigo preferencias y esquemas de acción que orientaron la percepción de la situación vivida, y que dieron como resultado una respuesta adaptada (Bourdieu, 1997, p. 40). En este sentido, lo que se quiere aportar con este trabajo es ver algunas razones prácticas que tuvieron los casados a finales del siglo XVII en la ciudad de México, en tanto separaciones de común acuerdo, pero no necesariamente como una opción de romper con el modelo matrimonial, sino como una experiencia a través de la cual los cónyuges cumplieron con parte de sus obligaciones maritales, como lo fue el cuidado en la enfermedad.

¿Cuán comunes pudieron ser las separaciones de común acuerdo y qué tanto estuvieron relacionadas con la enfermedad u otras causas? Las cinco autoras que mencionan la existencia de matrimonios que acordaron vivir separados dan señales de prácticas habituales en las sociedades occidentales del siglo XV al XVIII. Tan comunes eran que en casos como el estudiado por Lozano Armendares había testigos, lo cual es una evidencia de un ejercicio más o menos frecuente. No obstante, es muy difícil encontrar vestigios de esos acuerdos entre marido y mujer, pues, si fueron de uso corriente en las comunidades de antaño, esos tratos fueron inscritos en el aire, contratos verbales que escasamente dejaron evidencia escrita. Tal vez transitaron al papel cuando uno de los cónyuges incumplió con su parte del trato: hombres que no dieron dinero a sus mujeres y las abandonaron. Por otra parte, las separaciones que involucraban la enfermedad de la mujer estaban igualmente en la esfera de la oralidad, hasta que por algún motivo fue necesario declarar y certificar que el apartamiento de los esposos era por una causa justificada, como se verá más adelante.

Las mujeres y la enfermedad

En la Nueva España, el conocimiento médico era de corte hipocrático galénico, cuyas ideas en torno al cuerpo y la salud estuvieron vigentes desde la Edad Media (Martínez Hernández, 2010, pp. 53-54). Entre los fundamentos de la práctica médica se encontraba la llamada teoría de los humores, que señalaba cuatro sustancias que componían el cuerpo humano: la sangre, la bilis negra, la flema y la bilis amarilla, que tenían, a su vez, correspondencia con el aire, la tierra, el agua y el fuego. Cada sustancia tenía ciertas características y un órgano asociado. La sangre estaba relacionada con el corazón, y se creía que era un líquido caliente y seco; la bilis negra se consideraba fría y seca, y su órgano era el bazo; la flema estaba ligada al cerebro, y era una sustancia fría y húmeda; finalmente, el hígado era el encargado de la bilis amarilla, valorada como un humor caliente y húmedo (Martínez Hernández, 2010, p. 59).

La mezcla de los cuatro humores daba como resultado un temperamento o complexión única a cada persona. Las personalidades eran sanguínea, melancólica, flemática o colérica. Además, la salud tenía una estrecha relación con las estaciones del año, con las edades de las personas y con los puntos cardinales, por lo que la correspondencia entre el carácter de una persona estaba relacionada con más de un elemento. En consecuencia, para que un médico diera un buen diagnóstico debía tomar en cuenta las singularidades anteriores, los astros y el medio ambiente, pues solo así definiría la dolencia particular y el tratamiento adecuado para cada mal (Martínez Hernández, 2010, pp. 59-61).

La buena salud era equivalente a una armonía de los humores, por lo que se sostenía que las enfermedades eran manifestaciones de algún desequilibrio. Los trastornos se producían por excesos y defectos. Además, influían la dieta, el estilo de vida y el medio ambiente, sin contar que se creía que algunas dolencias eran provocadas por una especie de contaminación de la persona o de la sociedad, o, en otras palabras, por la inmoralidad o el vicio individual o colectivo (Martínez Hernández, 2010, pp. 63-64).

Este trabajo trata sobre la enfermedad como una causa de separación matrimonial, y que especialmente tuvo su origen en las dolencias de las mujeres. Así, es necesario mencionar algunos malestares clasificados como propios de este sector poblacional.

Agustín Farfán, en su Tratado breve de medicina (1592) apunta al menos tres condiciones médicas que aquejaban a las mujeres. La primera de ellas era la retención de la regla (1592, ff. 33-42). Según este autor, las mujeres de México menstruaban con irregularidad a consecuencia del “demasiado ocioso y regalo que tienen”, lo que les daba como resultado que la sangre se hiciera “muy gruesa y muy flemática”. Para el autor, las más propensas eran aquellas que tenían la cabeza llena de canas, pues las consideró “más viciosas y más desarregladas”. Entonces, es posible pensar que cuando se hablaba de retención de la regla, en general, se tratara de mujeres que habían llegado al cese de la menstruación, motivo por el que el padecimiento señalado era más frecuente entre mujeres mayores que entre las jóvenes.

Una perturbación más era “la demasiada purgación de la regla” (Farfán, 1592, ff. 42-48), que fue descrita como un mal frecuente entre las mujeres casadas, debido a la “obligación” que tenían con el matrimonio. De acuerdo con el autor del tratado de medicina, el pronóstico de recuperación solía ser bueno para las jóvenes y malo para las de “edad madura y crecida”.

El tercer trastorno propio de las personas del sexo femenino era el “mal de madre” y los dolores de vientre (Farfán, 1592, ff. 72-78). Se creía que eran más comunes en viudas y en aquellas mujeres que vivían ausentes de sus maridos, pues se pensaba que este padecimiento se originaba “por la retención de la semilla” (Farfán, 1592, f. 72).

Para solucionar los problemas mencionados, Farfán recomendaba sangrías y preparaciones con plantas medicinales como la manzanilla, la ruda, el hinojo, por mencionar algunas. Asimismo, aconsejaba llevar cierto tipo de dieta, baños con hierbas, purgas y la modificación de actividades como el sueño o el ejercicio. Estas sugerencias guardaban concordancia con las ideas hipocrático-galénicas, pues incluían distintos aspectos de la vida para solucionar un problema específico. Además, se creía que el mejor medio para conservar la salud era la moderación en la vida. Entre los aspectos que más se debían cuidar estaban la alimentación, el control de las emociones y el uso de la energía física (Martínez Hernández, 2010, p. 64).

En resumen, solo con la mesura y el equilibrio en las actividades cotidianas regresaría la salud de la persona. Sin embargo, estos postulados únicamente hacen referencia a la enfermedad interior, la que era atendida por los médicos, pues también estaban los cirujanos, que eran los encargados de atender a las personas con sus manos, es decir, de hacer las sangrías y otro tipo de procedimientos indicados por los galenos autorizados. Por otro lado, estaba el saber médico popular, el de las curanderas y curanderos, que era una combinación de conocimientos indígenas, africanos y europeos.15

Las curanderas regularmente atendían a otras mujeres. Ellas conocían el aparato reproductor femenino, los problemas relacionados con la menstruación, las infecciones, e incluso los distintos tipos de cáncer que afectaban a personas de su mismo sexo (Roselló Soberón, 2011, p. 137). La curandería estuvo presente y relacionada con distintos ámbitos de la vida, como en aquellos casos en los que hubo problemas matrimoniales en los que aparecieron como testigos del asunto por resolver, y en otros como terapeutas de las mujeres, como se verá a continuación.

El 19 de noviembre de 1688, en respuesta a la petición hecha por Manuel de Suricalday, Ana de Rivera dio los motivos por los que vivía separada de él, su marido, y por los que se negaba a regresar a su lado. La mujer denunció que Manuel solo quería su dinero y bienes. Además, acusó que el hombre tuvo una relación adúltera, que fue descubierta por ella. A raíz de lo anterior, y de los constantes abusos de Manuel de Suricalday, el matrimonio llevaba nueve años separado, tiempo durante el cual Ana trabajó sembrando “una milpa para su sustento”. Sin embargo, la mujer era mayor, de 60 o más años, y al momento de su declaración se encontraba convaleciente a causa de una caída de caballo que le provocó el “quebrarse por el ombligo”, por lo que, para ella, su situación de salud era un motivo más para permanecer alejada de su marido.

Los testigos que presentó Ana de Rivera manifestaron los constantes abusos, principalmente económicos, el adulterio y la violencia que Manuel tuvo con su esposa. Algunos de los declarantes dieron a conocer sus percepciones acerca de la salud de Ana después del accidente que sufrió. Se dijo que la mujer “estaba impedida porque se quebró”, que “la derribó un caballo, y que la lastimó y […] quedó quebrada, y que por la natura se le sale la madre”. En resumen, la acusada de no hacer vida en pareja estaba “impedida y quebrada […] de manera que ni aun andar puede”. El asunto fue tan grave que Ana fue “sacramentada”. Lo anterior solo hace referencia a momentos difíciles en torno al cuidado de la salud de una mujer, pues se consideró que estuvo cerca de la muerte.

Como parte de la experiencia traumática, Ana de Rivera fue atendida por una india partera, pues, durante el trance, la mujer solicitó a uno de sus testigos una “persona que le compusiese los huesos”. La petición de Ana fue cumplida. Aquella india que la atendió fue quien declaró que “a su leal saber y entender no puede cohabitar porque ni aun andar […] puede” (AGNM, Matrimonios, vol. 288, exp. 41). Así, la mujer estaba imposibilitada para la práctica sexual o cualquier otro tipo de convivencia con su marido.

Desconocemos la resolución de este caso, pero un aspecto que queda claro en las declaraciones es que, para Ana y sus testigos, Manuel de Suricalday fue un marido que abusó de su mujer en diferentes sentidos y que cuando él solicitó la reunión con su cónyuge lo hizo con la intención de aprovecharse de la caída y convalecencia de Ana de Rivera. Por todo lo anterior, el hombre perfilado por las palabras de los y las declarantes estaba lejos de la imagen de un buen esposo que cuidara a su pareja y estuviera con ella en la salud y en la enfermedad.

Ana de Rivera, entre lo malo y complicado de su situación física, encontró un aliciente para defender y promover su separación matrimonial, pues detrás había motivos como el abuso económico de sus bienes por parte del marido, tal vez amparado por lo que Antonio Dougnac llamó potestas maritalis (1990, p. 272), ya que el hombre era el encargado de administrar los bienes del matrimonio. La estrategia que Ana utilizó para seguir alejada de Manuel incorporaba la protección de sus bienes, de su cuerpo y, por qué no, de su estado de ánimo.

La enfermedad y la separación matrimonial

Las obligaciones en el matrimonio eran variadas. Para los hombres, incluían el sustento, la mostración de afecto a su mujer, la provisión de alimento, vestido y casa; para ellas, la obediencia, el respeto; para ambos, el amor, la unión y la paz, la fidelidad, la cohabitación, la prole y la vida sexual activa (Gálvez Ruiz, 2007, p. 311; Martínez de la Parra, 1985, p. 100; Villafuerte García, 1998, p. 157). Empero, lo que interesa en estas páginas es aquella frase que sintetiza una parte de la obligación adquirida con el sacramento matrimonial: cuidarse “en la salud y en la enfermedad”. Por lo tanto, la atención durante las dolencias formaba parte importante del contrato conyugal.

En las Siete Partidas (Sanponts y Barba et al., 1843b, pp. 930-932) se lee que los cónyuges no debían separarse “por guardar la fe, e lealtad, que se prometieron en el casamiento”. Por lo tanto, los esposos debían vivir juntos “e servir el sano al otro” y proveerle de las cosas que le fueran necesarias para mejorar su salud. En esta línea, para fray Luis de León (1995, pp. 27-28), la mujer debía ser “medicina en las enfermedades” de su marido. Además, según Martínez de la Parra (1985, pp. 98-99), si por el padecimiento del hombre o por las desdichas se llegaba a la pobreza, la mujer estaba “obligada a socorrerle” en todo lo necesario.

No obstante, esa literatura normativa no refleja la compleja realidad de la época, pues hubo reclamos y desavenencias, como dejó evidencia Miguel de Cervantes (1970) en el entremés El juez de los divorcios. En esta pieza queda un reflejo cómico de lo que vivieron los casados, los jueces eclesiásticos y la sociedad en lo tocante a los pleitos maritales. En particular, el personaje femenino de nombre Mariana muestra un interés en la enfermedad y cómo se pudo vivir en el matrimonio. Entre sus diálogos, ella exclama que no puede estar “atenta a curar todas sus enfermedades [del marido]”, pues no había sido criada para ser “hospitalera ni enfermera”. Esta exclamación deja una pequeña pero significativa representación de este momento de la vida.

Las posibilidades de acción marcadas por el estereotipo femenino de la época estaban señaladas en “ser medicina” del marido, “socorrerle” y cuidarlo en los momentos de enfermedad. Pero ¿quién cuidaba a las mujeres cuando se enfermaban? De los hombres no se escribió mucho. Para Vives (1947, pp. 1266-1267), el marido era el señor de la casa; para León, debía tratar a su mujer como una parte flaca y tierna del cuerpo (1995, p. 43), y como tal amada; para Martínez de la Parra (1985, pp. 94-97), el hombre debía tratar a su esposa con amor, cuidado, voluntad y socorro.

Desde la perspectiva de esos autores, la mujer debía ser amada, cuidada (pero más en un sentido moral que corporal) y socorrida en sus necesidades, que, a la vez, eran obligaciones del marido, es decir, el alimento, vestido, casa y sustento económico. Este último aspecto se configuró en uno de los más importantes cuando había enfermedad como causa de separación matrimonial. El apoyo al cónyuge pudo representar un inconveniente para los hombres, a través del cual incumplieron con sus obligaciones maritales, también pudo ser un medio para cumplir con el modelo matrimonial o, incluso, una forma de cumplir con lo esperado, pero flexibilizando las reglas.

El 18 de octubre de 1688, el contador Simón de Fuensalida dio a conocer ante el provisor del arzobispado de México, el doctor Diego de la Sierra, que estaba casado con doña Margarita de Páez, pero que a causa de que su mujer padecía “alguna enfermedad” “y por orden de los doctores de que mudase el temple” la susodicha se fue con una parienta suya al pueblo de San Martín, en el obispado de Puebla.16 Agregó que su esposa llevaba seis años en aquel lugar; no obstante, durante ese tiempo ella regresó a la ciudad en algunas ocasiones y había “cohabitado su matrimonio”, aunque al final regresó a San Martín, pues le volvieron “los achaques y accidentes”. Sin embargo, Simón declaró que tuvo noticias de que Margarita estaba mejor y en disposición de regresar a México a hacer vida maridable con él, pues en aquel pueblo no tenía con que sustentarla. Por lo anterior, el hombre pidió que se enviara una carta al beneficiado del pueblo para que regresara a su mujer a la urbe. La misiva fue escrita un día después y, probablemente después de enviada, Margarita se reunió con Simón, aunque eso escapa al registro documental, por lo que se desconoce el desenlace de esta historia (AGNM, Matrimonios, vol. 198, exp. 58).

Lo que se vislumbra en la declaración de Simón es que su matrimonio estuvo separado en beneficio de la salud de su mujer, pues, por recomendación de los médicos, ella se trasladó a un lugar lejano en el obispado de Puebla. Desconocemos por qué Margarita fue a San Martín y no a otro lugar, pero es probable que el factor más importante para que ella se decidiera por ese pueblo y no por otro es que ahí viviera una persona conocida. Que la mujer se fuera y él se quedara no era mayor problema, pues, en estricto sentido, Simón cumplió con el apoyo en la enfermedad al que estaba comprometido con el vínculo conyugal.

Lo que se observa en este caso va más allá de una simple separación matrimonial, pues que los esposos vivieran separados a causa de una afección médica se convirtió en una manifestación del apoyo marital que representaban las palabras “en la salud y en la enfermedad”. Aun cuando se menciona que en una ocasión ella regresó a la ciudad de México y cohabitó con Simón, es una señal de entendimiento y buen trato entre los cónyuges, debido a que “cohabitar su matrimonio” entrañaba asuntos relacionados con la práctica sexual, comer y dormir juntos, con el cumplimiento de los roles de género al interior de la casa y con que el marido pudiera tener un trabajo para sustentar a Margarita, tanto fuera como dentro de la ciudad.

Por otra parte, el 1º de noviembre de 1689, ante el mismo juez provisor, María Martínez declaró que era casada con Joseph Corbello y que tenían diez años separados, por lo que él faltaba a “la obligación conyugal”. Agregó que, a través de otras personas, le pidió en repetidas ocasiones que la asistiera y socorriera “como tiene obligación”, pero, ante las peticiones, su esposo se negaba a vivir con ella bajo el pretexto de que estaba “muy enferma”, “no mirando ni atendiendo a la perpetua obligación del estado” que tenía con ella. Además, María aclaró que sus dolencias fueron causadas por el trabajo que tuvo para sustentarse y vestirse a sí misma, por lo que estaba imposibilitada para laborar, “con mucha necesidad” de curarse y, por si fuera poco, pobre. Por las razones anteriores, la mujer pidió que su marido le diera cada semana lo que se le señalara conforme al caudal del hombre y de sus necesidades.17 A esta petición, el provisor mandó que el hombre fuera ante su presencia para hacer con ellos “cierta diligencia del servicio de Dios” (AGNM, Indiferente virreinal, caja 5247, exp. 21).

Este caso nos proporciona la otra cara de la moneda, cuando el marido se negaba a estar con la mujer a causa de la enfermedad de esta. Sin embargo, es preciso señalar que durante diez años María no necesitó del apoyo de su esposo porque ella trabajó para sustentarse. Cuando la mujer se encontró imposibilitada para laborar reclamó la presencia de su marido para que atendiera “la perpetua obligación del estado”, por lo que cuando solicitó el sustento monetario del cónyuge hizo referencia al acuerdo económico mencionado por Lozano Armendares (2004, p. 424), ya que María nunca pidió la presencia y compañía de Joseph, sino que limitó el apoyo de esposo a un soporte en efectivo, que era lo que necesitaba para atender sus dolencias y menguar su pobreza.

Por otro lado, la obligación del sostenimiento la encontramos implícita en las palabras “servicio de Dios”, ya que una forma de servirle era a través del matrimonio. En consecuencia, cumplir con el papel que le correspondía representaba ser un buen cristiano y marido. Además, la frase señalaba la práctica conciliadora del provisorato ante los matrimonios separados (Reguera, 2013, pp. 155-157).18 Así, amparado en esas tres palabras, el tribunal eclesiástico buscó dar solución a los problemas maritales. En teoría, al invocar al buen cónyuge y buen cristiano al que las personas casadas estaban obligadas se terminarían las dificultades maritales. Sin embargo, eso estaba lejos de pasar, pues las opciones iban más allá de lo meramente permitido por la ley.

Para terminar, tenemos el matrimonio que estuvo conformado por Ynés de Alvarado y Pedro de Chávez. El 1º de septiembre de 1690, la mujer se presentó ante el provisor a declarar que tenía poco más de treinta años de casada con el susodicho, pero que, al poco tiempo de desposados, él se fue al real de minas de Parral, por lo que en todos esos años no la sustentó ni le dio lo necesario para mantenerse. Ella también declaró que en varias ocasiones le solicitó a su esposo que hiciera vida a su lado, pero nunca lo consiguió. No obstante, la mujer se enteró de que Pedro estaba en la ciudad de México y se la quería llevar con él.

En ese viaje, Ynés veía “muchos inconvenientes” en vivir con su marido fuera de la ciudad de México. Relató que las desventajas de irse con su marido eran que era una mujer mayor y que supo que Pedro tuvo una “mala amistad” de la que resultaron varios hijos. A pesar de esas trabas, y por cumplir con su obligación, la mujer estuvo dispuesta a hacer vida maridable con su esposo, por lo que solicitó que Pedro de Chávez no saliera de la ciudad y que lo obligaran a reunirse con ella (AGNM, Indiferente virreinal, caja 6696, exp. 59, f. 1).

En respuesta, el provisor mandó por el hombre para hablar con él del “servicio de Dios”, y días después, el 12 de septiembre de 1690, Pedro se presentó ante el doctor De la Sierra y manifestó que lo declarado por su esposa era “cierto y verdadero”, por lo que estaba “pronto y aparejado de hacer vida maridable” con Ynés. Acto seguido, la mujer fue entregada a su marido, al que se le ordenó que no saliera de la ciudad de México e hiciera vida en pareja con la susodicha (AGNM, Indiferente virreinal, caja 6696, exp. 59, ff. 1-2).

Hasta aquí, parece que el problema se solucionó y se podría suponer que los esposos vivieron juntos, como lo mandó el provisor. Sin embargo, cerca de tres meses después, Ynés regresó al provisorato a expresar una inquietud más. El 5 de diciembre de 1690 declaró que durante el tiempo que vivió junto a su marido él cumplió “con lo que es de su obligación”, pero que lo hallaba “muy atrasado” y sin tener en que trabajar ni buscar vida, pues Pedro tenía sus negocios en el real de San Joseph de Parral, a donde ella no podía ir por su “vejez y enfermedades”, ya que creía que en el camino se agravarían sus males y, en consecuencia, moriría.

Como resultado de lo anterior, Ynés consintió que su marido estuviera y residiera en aquel real de minas, con la condición de que cada año fuera a la ciudad a verla y acudirla “con el socorro necesario” para su vestido y sustento. En este tenor, la mujer solicitó que el provisor diera su visto bueno a la solución propuesta, pues así tendría los efectos legales correspondientes para que “las justicias eclesiásticas y seculares” de Parral no molestaran a su marido (AGNM, Indiferente virreinal, caja 6696, exp. 59, f. 3).

El provisor De la Sierra mandó comparecer a los cónyuges, los mismos que se presentaron el 6 de diciembre. A Pedro se le preguntó qué negocio tenía en Parral. Respondió que tenía “unos fuellesillos” de donde sacaba plata, además de “algunas vacas y ganado”, mientras en la ciudad no tenía “conveniencia ninguna” con que sustentar a su mujer y a él. El hombre señaló que, debido a que no tenía trabajo en la ciudad, Ynés pidió su retorno al real de minas para que así le enviara “algún socorro”, y agregó que debía regresar cada año “a verla y a hacer vida” a su lado.

Parece que, sin mayores dudas, el provisor consintió el acuerdo de Ynés y Pedro para que este se fuera a Parral, por lo que le dio licencia para ausentarse de la ciudad, con la condición impuesta por ellos mismos de que regresara una vez al año a ver a su mujer. En vista de lo anterior, al marido se le dio testimonio por escrito para que así constara a las autoridades eclesiásticas de aquel lugar que no incumplía con su papel de cónyuge y pudiera partir a Parral y vivir tranquilo allí (AGNM, Indiferente virreinal, caja 6696, exp. 59, f. 4).

El caso particular de Ynés y Pedro presenta una situación compleja: la mujer estaba vieja y enferma y el marido vivía y trabajaba en un lugar bastante lejano de su cónyuge, por lo que en la ciudad no tenía con qué sustentarse. Ante estas circunstancias, la pareja llegó al acuerdo extrajudicial que estipulaba que él se iría a trabajar y regresaría cada año a cumplir con su obligación de marido. No obstante, ese pacto pudo no ser sancionado por el provisor, como pasó con el caso documentado por Lozano Armendares (2004). Lo llamativo es que esta pareja y el provisor tuvieron respuestas adaptadas a la situación especial que vivió el matrimonio. Aquí se considera que la decisión fue razonada por los tres, al menos durante un tiempo, por lo que una vez aprobado el acuerdo se manifestó el sentido práctico del que estaban dotadas estas personas, que, para fortuna nuestra, se puso por escrito.

La situación que vivieron Ynés y Pedro rozó lo ilícito, pues desde el Primer Concilio Provincial Mexicano se mandó que no se dieran “cartas de quitaciones o apartamientos, así ante jueces como notarios” (Martínez López-Cano, 2004, p. 50). Entonces, la respuesta adaptada a la circunstancia del matrimonio, tanto del juez provisor como de los cónyuges, es una señal más de lo que Villafuerte García (1998; 2015, pp. 127-132) llama un modelo matrimonial desarticulable, pues se podían cumplir con las obligaciones maritales aunque los esposos vivieran separados. Así, es posible decir que, siempre y cuando el marido cumpliera con su deber de esposo y viera a su mujer al menos una vez al año, no importaba que los cónyuges vivieran separados, pues su matrimonio se tenía por bueno y satisfactorio.

Se debe agregar que el acuerdo al que llegaron Ynés y Pedro prácticamente ya era un hecho consumado, por lo que a las autoridades les quedaban pocos movimientos por hacer. La reconciliación de la pareja solo funcionó durante un periodo más o menos corto, pero las necesidades básicas como el alimento, la vivienda y el vestido no se cubrían mientras el hombre estuviera sin trabajar, pero al lado de su mujer. Esta situación se tradujo en una mayor flexibilidad de parte de la institución, que, sin quererlo, promovió la separación de un matrimonio en beneficio de este. En este caso, como en los anteriores, aparece una contradicción legal, pues había una ley que estipulaba que la mujer debía seguir a su marido (Recopilación de Leyes de Indias, lib. VI, tít. I, ley VII).

¿Acaso el ámbito urbano y las condiciones de vida que ofrecía permitieron que las parejas vivieran separadas? La idea no se descarta, pues la cercanía o lejanía a la ciudad provocó mayor o menor movilidad, trabajo, amistades, etcétera. En la ciudad, los hombres y las mujeres encontraron oportunidades para cumplir o incumplir con el deber matrimonial de apoyo en la enfermedad, que fue entendido, en esencia, como el sostenimiento económico al que todos los maridos estaban obligados.

Reflexiones finales

Hay situaciones que parecen contradictorias como que un matrimonio viviera separado en beneficio de este cuando uno de los dos cónyuges estuviera enfermo. El sacramento matrimonial implicaba la indisolubilidad del vínculo y ciertos derechos y obligaciones mutuas que se contraían con la unión conyugal legítima19 como el cuidado en la enfermedad, el sustento económico y el buen trato a la pareja.

El afecto conyugal incluía el respeto, la deferencia y la consideración a la pareja, y se reflejaba en acciones sencillas como el apego y la preocupación por el otro. En este sentido, por lo tanto, cuando se encuentran casos como el de Simón de Fuensalida y Margarita de Páez (1688), en los que a beneficio de la salud del cónyuge los esposos vivieron separados, se deben interpretar como una manifestación del afecto matrimonial, además de considerar los muchos matices que cada enlace tuvo. Que Simón se quedara en la ciudad posibilitó que trabajara mientras Margarita estaba en Puebla recuperándose de su enfermedad. Además, por lo que deja ver el expediente, había un buen trato entre los esposos y un cumplimiento del deber matrimonial en tanto sustento y cohabitación.

Con fundamento en los casos revisados, se concluye que la enfermedad como una causa de separación matrimonial tiene cuatro posibilidades de interpretación: primera, como el cumplimiento del deber conyugal; segunda, como el incumplimiento de la obligación marital; tercera, como una separación de común acuerdo en la que prevalecía el bienestar de uno de los cónyuges, pero en el que se cumplía con el modelo matrimonial; cuarta, como un motivo más para estar alejada del cónyuge.

Cuadro 1 Separaciones causadas por la enfermedad de la cónyuge 

Tipo de separación Caso representativo Lugar y año
Se cumplía con el deber conyugal. Margarita de Páez y Simón de Fuensalida. Ciudad de México, 1688.
Se incumplía con la obligación marital. Juana de Quezada y Juan Trucho. María Martínez y Joseph Corbello. Ciudad de México, 1686. Ciudad de México, 1689.
Separación por mutuo acuerdo, en cumplimiento con la norma. Ynés de Alvarado y Pedro Chávez. Ciudad de México, 1690.
Coartada para vivir alejada del cónyuge. Ana de Rivera y Manuel de Suricalday. Atocpan, 1688.

Fuente: elaboración propia.

En tanto cumplimiento o incumplimiento de la obligación del estado matrimonial, estamos ante la reproducción del mandato de género impuesto a hombres y mujeres, ya que debían acatar la orden de ser buenos esposos y buenos cristianos. Por otra parte, cuando se encuentran casos de matrimonios separados por común acuerdo se está ante dos personas que dieron una respuesta adaptada a una situación concreta; en el caso expuesto, fue por cumplir con el sustento de la mujer a costa de la separación de los cuerpos.

Que haya habido matrimonios que dejaron evidencia escrita de sus separaciones pactadas, ya fuera porque la mujer se fuera a vivir a otro lugar con motivo de una enfermedad o porque el hombre se alejara para laborar y lograr el sustento de su cónyuge, nos lleva a pensar que, en estas circunstancias, reconocer una separación fue algo natural o normal para los vecinos y familiares. Además de que, para ciertas autoridades, no quedaba más que aceptar los acuerdos a los que llegaba la pareja en cuestión. Finalmente, cuando la enfermedad se exponía como un motivo para justificar la separación es porque detrás había otro tipo de situaciones como violencia, adulterio o falta de entendimiento mutuo, por lo que aducir un malestar físico fue una forma segura de mantener el distanciamiento, ya que de otra manera habría sido complicado conseguir una separación más o menos formal.

Por si fuera poco, se debe destacar que, a excepción de un caso, fueron las mujeres quienes mencionaron la enfermedad como motivo de la separación. Un aspecto más es que en dos de los cinco matrimonios abordados las esposas eran mayores o se mencionan como viejas y enfermas, mientras en los otros se puede especular una posible edad avanzada debido al tiempo de separación.

La separación de los matrimonios fue de cuatro meses a treinta años; el promedio es de 11 años de vivir alejados de sus cónyuges con motivo de enfermedad. Que los esposos vivieran tanto tiempo separados supone varias posibilidades. Primera, que los hombres incumplieron con su papel de sostenimiento y apoyo a su pareja, pero también que a ellas no les hizo mucha falta lo que sus maridos podían ofrecerles. Segunda, que el hombre cumplía con su parte y simplemente continuaron viviendo separados. Tercera, que hubo parejas que acordaron el distanciamiento físico en beneficio del matrimonio, en el que el hombre aportaba el dinero estipulado. Por último, en casos como el de Ana de Rivera (1688), la enfermedad fue un pretexto para no ver al cónyuge, por lo que el tiempo que estuvieron apartados era en provecho de la mujer y para evitar males mayores.

Un aspecto de fondo en los casos estudiados es el hecho de que el sustento económico fue el apoyo que los hombres podían y debían darles a sus mujeres enfermas. Ese soporte monetario era totalmente distinto de lo que el modelo dictaba a las esposas cuando sus maridos estaban enfermos. Ellos debían apoyar con dinero y ellas con cuidados y acompañamiento.

Sin importar los motivos por los que estas personas vivieron separadas, estos casos señalan que los casados que no hacían vida en pareja experimentaron, en la práctica, un divorcio de hecho, pues, se cumpliera o no con lo mandado por la Iglesia, hubo una separación semiplena que impedía la unión de los cuerpos, pero que no significaba necesariamente la cancelación de las demás obligaciones maritales.

Lo que se vio en estas páginas apenas son unas experiencias de vida conyugal muy peculiares, que reflejan, en conjunto, un modelo matrimonial que fue difícil de cumplir en todas sus partes, por lo que, ante situaciones especiales, hubo respuestas adaptadas a la medida de las circunstancias, y muchas veces silenciosas, que, por lo tanto, escaparon al registro escrito. Encontrar este tipo de prácticas nos ayuda a comprender un poco mejor a las personas que vivieron hace siglos y que, a pesar de la distancia temporal, se siguen tomando decisiones parecidas. Incluso, tal vez, en las separaciones de común acuerdo en el siglo XV al XVIII se hallen los vestigios del actual divorcio por mutuo acuerdo o del divorcio voluntario.

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1La expresión de palabras de presente consistía en enunciar que se tomaba a una persona por marido o mujer, pues existían los esponsales, que eran palabras de futuro (también llamado matrimonium initiatum) o, en otros términos, la promesa de casarse (Ghirardi e Irigoyen López, 2009, p. 423).

2En la Partida IV, tít. II, ley II (1843b, p. 926), se menciona que el origen del nombre es “Matris, et munium, son palabras de latin, de que tomo nome Matrimonio, que quier dezir tanto en romance, como officio de madre. E la razon porque llaman Matrimonio al Casamiento, e non Patrimonio, es esta. Porque la madre sufre mayores trabajos con los fijos, que el padre. Ca como quier que el padre los engendra, la madre sufre muy grand embargo con ellos, demientra que los trae; e sufre muy grandes dolores, quando han de nascer; e despues que son nascidos, ha muy grand trabajo, en criar a ellos mismos por si. E demas desto, porque los fijos, mientras son pequeños, mayor menester han de la ayuda de la madre, que del padre. E por todas estas razones sobredichas, que caben a la madre de fazer,e non al padre, porende es llamado Matrimonio, e non Patrimonio”.

3Además, existía la posibilidad de disolver el vínculo por el “privilegio paulino” o cuando el matrimonio no se había consumado carnalmente y uno de los cónyuges deseaba ingresar a una orden religiosa (Ortega Noriega, 2000, pp. 46-47).

4Este punto fue mencionado en la Partida IV, tít. II, ley V (1843b, pp. 927-929).

5Al respecto, véase Ortega Noriega (2000).

6La gracia se debe entender como cualquier don de Dios que comprende toda clase de beneficios que se le conceden al hombre; también significa todo auxilio gratuito concedido al hombre por los méritos de Jesucristo, en orden a la salvación eterna (Alonso Perujo y Pérez Angulo, 1887, p. 132).

7Desde el antiguo derecho romano aparecía el consentimiento como un elemento sustancial para contraer matrimonio. Este requisito fue articulado más claramente en la mitad del siglo XII (Otis-Cour, 2000, p. 103). Al respecto, véase Gibert y Sánchez de la Vega (1947).

8Para una visión sintética de la obra de Graciano, véase Brundage (2000, pp. 243-269).

9 Arrom (1976, p. 56) señala que algunos de los divorcios analizados en su estudio tuvieron su origen porque los “cónyuges sencillamente no eran compatibles”, es decir, la affectio maritalis era distinta de la que hubo al momento de contraer el vínculo matrimonial.

10También llamado Tribunal Eclesiástico, Tribunal Diocesano, Audiencia Eclesiástica o Provisorato (Traslosheros, 2014, p. 28)

11Sobre la reforma de costumbres, véase Traslosheros (2014, pp. 89-115).

12La mala vida tenía múltiples significados como la falta de alimentos, la embriaguez del cónyuge, por violencia o por la ausencia del esposo, por mencionar algunos alcances de la “mala vida”.

13Sobre el depósito, puede verse Arrom (1976, pp. 37-44) y Davila Mendoza (1998, pp. 43-50).

14Para 1854, Arrom (1976, pp. 25-26) apunta que un juicio de divorcio completo, como mínimo, costaba 100 pesos, y uno incompleto, 22 pesos.

15Sobre la conjunción de conocimientos de las curanderas véase, en Roselló Soberón (2011, pp. 146-151), el caso de Manuela Josefa Galicia.

16Parece que, en este caso, el cambio en el estado de salud dependía de un factor externo, como el ambiente, ya que vivir en la ciudad de México le provocó a la mujer un desequilibrio en los humores de su cuerpo (Martínez Hernández, 2010, p. 63).

17La manutención variaba según las condiciones de la pareja. Sin embargo, se puede situar en dos reales diarios (Lipsett-Rivera, 2010, p. 342).

18Un ejemplo de lo que pudo pasar en la plática conciliadora del “servicio de Dios” lo encontramos en Arrom (1976, p. 21), quien cita un caso de divorcio en el que el provisor le pidió a los abogados y al esposo en cuestión que se retiraran de la sala, para quedarse a solas con la mujer y sin “excitaciones de su marido”. Una vez que estuvieron en privado, el juez provisor le recordó a la esposa “sus piadosos deberes, para que pudiera presentarse sumisa al loable fin de aquella junta [matrimonio]”. Al respecto, puede verse Davila Mendoza (1998, p. 90).

19Habría que dilucidar si esto fue igual con parejas que vivieron en amancebamiento, como ya lo dejó ver Villafuerte García (1998).

Recibido: 09 de Diciembre de 2020; Revisado: 04 de Noviembre de 2021; Revisado: 14 de Marzo de 2022

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