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Revista de El Colegio de San Luis

versão On-line ISSN 2007-8846versão impressa ISSN 1665-899X

Revista Col. San Luis vol.12 no.23 San Luis Potosí Jan./Dez. 2022  Epub 27-Maio-2024

https://doi.org/10.21696/rcsl122320221447 

Reseñas

Deberes climáticos de todos, deberes climáticos de nadie

Jorge Adrián Guzmán Romero* 
http://orcid.org/0000-0003-0431-9484

* Universidad Nacional Autónoma de México. Correo electrónico: jguzman@politicas.unam.mx

Umbers, Lachlan; Moss, Jeremy. 2021. Climate Justice Beyond the State, Routledge, https://doi.org/10.4324/9781003052562,


2021 fue un año de quiebre en la lucha contra el cambio climático. El mundo vivió eventos meteorológicos extremos y extraordinarios, la expansión de evidencia científica en torno a la inequívoca conclusión de que es un problema generado por la humanidad y la aceptación por parte de algunos gobiernos de que sus planes son insuficientes para detener la crisis. Como telón de fondo, la pandemia de COVID-19 se convirtió en una señal para dos visiones antagónicas del momento: por un lado, los movimientos ambientalistas (en los que las juventudes han tenido un papel protagónico) y grupos científicos que exigen un mayor nivel de ambición en las negociaciones climáticas, debido a las pruebas que apuntan a la relación entre la degradación capitalista de los ecosistemas como catalizadora de la expansión de virus y enfermedades infecciosas. Por otro lado, la proliferación -por conveniencia o ignorancia- de negacionistas y conspiracionistas que rechazan cualquier acción climática al vincularla con disparates inexplicables.

En este intrincado contexto salió a la luz Climate Justice Beyond the State, obra firmada por Lachlan Umbers y Jeremy Moss, en la que se explora el concepto de justicia climática a partir de las responsabilidades políticas y climáticas de actores subnacionales y no estatales que suelen pasar inadvertidas en la literatura, en respuesta a la probada incapacidad de los Estados nacionales de tomarlas por sí mismos. El texto toma distancia de la reflexión filosófica sobre la (in)justicia climática que domina la bibliografía para subrayar la importancia de que, equitativamente, las comunidades políticas subnacionales y las corporaciones asuman de manera proactiva compromisos climáticos más significativos, mientras las personas toman un papel de promotoras de la acción colectiva climática.

Su publicación no podía ser más oportuna luego de los resultados de la vigesimosexta Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (COP26) llevada a cabo en Glasgow, Reino Unido. La cumbre concluyó con un acuerdo no vinculante, en el que los países ricos (y más contaminantes) abandonaron a los de menos recursos (y más vulnerables) al impedir el aumento del apoyo financiero y de ayuda directa para que afronten la crisis climática. El texto final fue recibido con optimismo -en especial por Estados Unidos, la Unión Europea y China- en el Norte y con decepción en el Sur Global ya que, utilizando a India como “chivo expiatorio”, suavizó la mención para ponerle fin al carbón y a las subvenciones de los combustibles fósiles. Entonces, se generó una percepción significativa de traición e injusticia cuando, quizá como nunca, la expectativa social sobre el alcance del régimen climático internacional y los Estados era muy alta.

Los autores hacen del fracaso de los gobiernos nacionales, patente incluso en las desalentadoras previsiones de cumplimiento de las Contribuciones Determinadas a Nivel Nacional, una motivación tácita para apelar al carácter local del cambio climático. Esto puede ilustrarse, siguiendo el ejemplo del texto, en los gases de efecto invernadero atribuidos a un Estado pese a ser producidos de forma diferenciada entre las circunscripciones subnacionales. En este sentido, poner en marcha políticas climáticas nacionales debería tomar en cuenta el reparto justo de la carga global y la distribución de los costes asociados entre los actores de la jerarquía estatal y fuera de ella. Lo cierto es que algunos de ellos tienen la intención y la capacidad para evadir las disposiciones climáticas, arrastrando al resto del Estado en el incumplimiento de los objetivos previamente fijados.

Las grandes ciudades y algunas industrias, entre ellas el transporte marítimo y la aviación, ocupan un lugar destacado entre los más contaminantes y degradantes del medio ambiente, por lo que su quehacer es crucial en la lucha contra el cambio climático. Con todo, según el texto, al ver amenazados sus intereses financieros, una parte significativa de estos actores ha respondido regresivamente a través de fomentar campañas de desprestigio y cabildeo en contra de la aplicación de la regulación climática.

Las personas, en especial aquellas que habitan en el Norte Global, representan una notable fuente de contaminación (véanse los casos del consumo eléctrico en los hogares y el empleo de plásticos de un solo uso). A decir de los autores, transitar hacia una práctica de “consumo verde” supone una opción y, a la vez, un desafío de aceptación para alterar el insostenible modo de vida actual. Pero, independientemente de las responsabilidades en su cotidianidad, se le adjudica a la gente un papel activo dentro de la vida pública de su comunidad. En este aspecto, existe un reconocimiento de la actividad del movimiento climático global, expresada en el incremento de protestas y la formación de organizaciones de la sociedad civil, como alentadora de la acción climática -aunque de influencia limitada frente a otros actores poderosos-.

La falta de equidad y la deficiente efectividad de las políticas climáticas formuladas desde el ámbito nacional, argumentan los autores, llevan a cuestionar cuáles son los deberes climáticos de los actores subnacionales y no estatales en función del grado en que contribuyen al cambio climático. A pesar de ello, subyace una defensa de la apropiada acción climática nacional -originada como parte de un acuerdo internacional- como la respuesta ideal al cambio climático. Empero, no existe una pretensión de ofrecer directrices precisas y prácticas de lo que deben hacer, sino de brindar una forma de pensar los deberes climáticos a partir de determinadas consideraciones. Para ello, el libro se desarrolla en tres capítulos dedicados a los deberes de comunidades políticas subnacionales, corporaciones e individuales, respectivamente.

En el primer capítulo se argumenta que, en el caso de que los Estados no logren reducir sus emisiones mediante una adecuada política de mitigación, las comunidades políticas subnacionales pueden asumir -basadas en su contribución y capacidad- unilateralmente la obligación de emprender acciones al respecto. Esta decisión política, sostienen los autores, es una respuesta ante el fracaso del Estado; solo hasta ese punto los actores subnacionales se apropian de los deberes para tratar de cumplir de modo parcial los objetivos nacionales. Dicha consideración, sin embargo, se circunscribe a los países ricos debido a que, a menudo, en los pobres persiste una serie de motivos -como el dilema entre mitigar las emisiones y reducir la pobreza- que dificultan que el nivel subnacional se haga cargo de los deberes climáticos. Asimismo, se analiza el tema de la legitimidad en la medida que, con una distribución competencial desfavorable para la autoridad subnacional, cualquier acción climática puede ser suspendida por mandato judicial.

En el segundo capítulo, los autores razonan acerca de las obligaciones de los grandes productores de combustibles fósiles, en particular de carbono, debido a la enorme contribución de estos al cambio climático. Esta industria ha realizado importantes esfuerzos para impedir la acción climática gubernamental, a través de think tanks conservadores y científicos a modo, en un intento de fomentar el escepticismo climático y presionar a los poderes públicos para limitar las intenciones de poner en marcha regulaciones climáticas y mantener ciertos beneficios como los subsidios. Lo cierto es que, en distintos frentes, en especial desde el activismo climático, persiste la exigencia -observando su contribución y capacidades- de que las empresas se autoimpongan deberes climáticos, incluso cuando las deficientes legislaciones nacionales no exijan su obediencia. No obstante, se subraya que en la literatura académica está ausente un abanico de medidas que puedan implementar las empresas tan amplio como, en contraste, existe en relación con las políticas que deberían adoptar los gobiernos de los Estados.

Finalmente, en el tercer capítulo se abordan los deberes climáticos que tienen las personas cuando el Estado no pone en práctica políticas climáticas adecuadas. Los autores exponen y reconocen el carácter controvertido de este enfoque, por lo que lo matizan al excluir a la gente ordinaria de contar con plausibles obligaciones debido a su escasa contribución a la crisis climática. En consecuencia, los deberes climáticos son situados en un grupo reducido de personas pertenecientes a la clase alta (en especial del Norte Global) y quienes, frente al resto de la población (en particular del Sur Global), tienen una mayor huella personal de carbono y cuentan, además, con una significativa capacidad de respuesta. Empero, aseveran, la diferenciación -y equidad en la distribución- de responsabilidades no exime a la gente de promover la acción climática colectiva tanto de los Estados como de las comunidades políticas subnacionales y las empresas de las que forman parte. Su exposición es circunscrita a las democracias liberales occidentales ante el apremio de otros problemas sociales en los países en vías de desarrollo que puedan disputar la agenda pública.

El desarrollo del texto insinúa, al menos, tres deducciones. La primera se vincula a la obligación de matizar lo moralmente necesaria que es la acción climática unilateral en la esfera subnacional. Este deber no implica restar importancia al cuidado que deben tener los Estados-nación sobre el problema del cambio climático; la política climática estatal es el modo más deseable para abordarlo porque es posible ser más eficaces y justos. La segunda despeja que, aunque las empresas de carbono contribuyen más al cambio climático, otras corporaciones no están excluidas de la obligación de emprender acciones de mitigación. Tampoco se omite el papel que han desempeñado en la dependencia de las sociedades de los combustibles fósiles y su significativa capacidad para introducir mecanismos directos para reducir su huella como el uso de energías renovables o la inversión en el desarrollo de tecnologías de bajas emisiones. Y, en tercer lugar, se advierte en torno a las responsabilidades de los estratos sociales medios y altos de adoptar un estilo de vida menos contaminante y promover un comportamiento colectivo más sustentable. Por supuesto, evitan excusar al resto de la población -incluso cuando parte importante de ella se las ha autoimpuesto- de aportar con acciones modestas como los grupos activistas y las mayorías sociales, aunque se reconoce la brecha entre costes asociados que podrían representar.

En el apartado final, los autores concluyen con una serie de interesantes provocaciones. En principio, exponen dos objeciones respecto a su propia exposición argumentativa: la primera sostiene que quizá sea inviable esperar que los agentes cumplan los deberes climáticos atribuidos, y la segunda proclama que la adopción de acciones climáticas de manera unilateral no necesariamente es deseable. La primera objeción está relacionada con la relevante restricción a la acción climática que podría constituir la falta de motivación de los actores subnacionales y no estatales debido a los costos, dificultades y controversias que implica su realización. La segunda objeción está vinculada a temas procedimentales, toda vez que la toma de decisiones unilateral -que repercute en los intereses de personas de otros colectivos- puede ser procesalmente injusta, así como la probable disminución de las perspectivas de acción climática nacional a causa del “alivio de presión” que representaría la intervención de los actores subnacionales y no estatales. En el cierre de la sección, son repasadas las implicaciones institucionales de la acción climática subnacional y empresarial en su búsqueda por concretar una adecuada coordinación y colaboración entre actores, y el establecimiento de procesos deliberativos que permitan el respaldo popular; además de las implicaciones individuales para las personas, que son distinguidas entre deberes de participación (ayudar de modo equitativo en la promoción de la acción colectiva) y deberes de persuasión (convencer a otras personas del colectivo de que cumplan sus propias responsabilidades climáticas).

En su conjunto, Climate Justice Beyond the State es un libro tentador y puntual acerca del que quizá sea el problema más perverso que la humanidad ha afrontado. El planteamiento desde una posición más funcional de la justicia climática, lejos de degradar la discusión, pone sobre la mesa asuntos centrales como el solapamiento (o la superposición) de las personas al interior de la estructura social y, por lo tanto, la combinación de deberes climáticos en cada uno de esos colectivos (llámese empresa, entidad subnacional o el propio Estado-nación). Asimismo, como pocos esfuerzos académicos, asesta en las contradicciones variopintas que implica adoptar cada uno de los caminos existentes para llevar a cabo las medidas de mitigación y adaptación ante la rápida degradación de las condiciones climáticas. No obstante, y marcando una distancia considerable con otras obras sobre el tema, es constante la apelación -y crítica por sus notables fracasos hasta ahora- a los Estados nacionales como los últimos diques de contención capaces de establecer y aplicar un acuerdo global justo que responda adecuadamente al cambio climático.

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