Introducción
Usualmente designadas al campo de lo biológico, las enfermedades, al ser experiencias corporales y situadas en coordenadas sociales y políticas específicas, se constituyen, al contrario, como complejos fenómenos sociales. Se trata de que, en palabras del historiador Roy Porter, “la enfermedad, ha sido y seguirá siendo un producto social no menos importante que la medicina que la combate” (Porter, 2005, p. 25). Resuenan así las inquietudes de Audre Lorde quien en los Diarios del Cancer (2008) reflexionaba acerca de cómo la vivencia del cáncer se relacionaba con su experiencia como mujer negra y en general con “la historia de todas las mujeres” (Lorde, 2008, p. 14).
En el citado texto, Lorde (2008) se preguntaba qué impactos tendría un ejército de mujeres de un solo pecho se manifestase frente al Congreso, para demandar, por ejemplo, la prohibición de ciertas hormonas cancerígenas. Es mi impresión de que la autora utiliza este hecho específico para apuntar a algo más amplio, en el sentido de que, la creación de dicho ejército, o bien de alguna organización similar, encuentra como requisito la politización de la experiencia del enfermar, la cual reconocería no solo los factores sociales que producen la aparición de diversas patologías, sino también aquellos elementos y dispositivos que configuran sus devenires, y, por tanto, sus posibles potencias. Entretejida en una densa red de discursos y experiencias capacitistas, la experiencia del enfermar adquiere una ontología negativa, que es vivenciada a partir de múltiples afectos, como lo pueden ser la culpa, el miedo y la vergüenza (Conrad, Bandiny y Vásquez, 2015), que funcionan como cimientos para que entre enfermedad y silencio se construya un odioso puente (Bustos, 2020a).
No obstante, en los últimos años se ha hecho tangible la aparición de militancias,1 que, siendo parte del movimiento de la discapacidad y principalmente vinculadas a las tendencias crip (Maldonado, 2020)y feministas, gravitan en torno a la experiencia del enfermar y muy especialmente alrededor de las llamadas Enfermedades Crónicas Discapacitantes (de ahora en adelante, ECDs). Estos activismos cuestionan las narrativas hegemónicas, individualistas y punitivistas de la enfermedad (Sontag, 2016), denuncian las violencias médicas y sociales, a la vez que generan nuevas narrativas mediante las cuales la enfermedad se convierte también en posibilidad. Se trata de una praxis que, al reconocer y reivindicar las vulnerabilidades y fragilidades constitutivas del hecho de enfermar, pero también de todo cuerpo humano, aumenta sus potencialidades políticas (Maldonado, 2021).
Partiendo de lo anterior, el objetivo de este artículo es el de explorar las problematizaciones y posibilidades asociadas a la experiencia del enfermar, según los proponen las militancias anteriormente nombradas. Escribo este texto desde una especie de doble posición, tengo una discapacidad, digamos “clásica” (OMS, 2011, citado en Bustos, 2020a), y vivencio también una ECD. Lo segundo me ha permitido reconocer, en dialogo con otras compañeras y compañeros, que, en algunos aspectos, ciertas tendencias del movimiento social de la discapacidad, principalmente algunas que se afirman como parte del llamado modelo social, invisibilizan las experiencias y demandas de las personas con discapacidad por enfermedad, aun cuando estas formen parte del mismo movimiento. Así, en este texto me interesa analizar críticamente las nuevas narrativas en torno a la experiencia del enfermar, y cómo estas contribuyen a potenciar y radicalizar el movimiento de personas con discapacidad y las luchas contracapacitistas (Vite, 2020b).
Enfermedades crónicas discapacitantes (ECDs)
La categoría de ECD no forma parte de la oficialidad médica, sino que ha sido propuesta por las militancias de la enfermedad, que también les llaman Discapacidades Invisibles o Discapacidades Dinámicas.2 Las ECDs se caracterizan por ser condiciones crónicas, sin cura, ni tratamientos disponibles que atenúen forma significativa los síntomas, por lo que, de manera fluctuante, estos se hacen sentir de manera cotidiana. La mayoría de ellas suelen implicar dolor crónico,3 fatiga y problemáticas psicoemocionales y psicosociales, algunas, al ser degenerativas generan daños irreparables, mientras que en otras no se han encontrado daños físicos, lo cual no quiere decir de ningún modo que sean patologías imaginadas. El daño o disfunción de las ECDs no suele residir en un solo órgano o sistema del cuerpo, sino que son alteraciones o desequilibrios que implican a varios órganos y sistemas, o bien a la interacción entre ellos, generando así comorbilidades de importancia y una diversidad de síntomas a veces difusos.
Por lo difuso de la sintomatología, la falta de explicaciones causales y la dificultad de un diagnóstico médico objetivo para algunas de ellas, muchas ECDs son acusadas de ser psicosomáticas, así, un importante número de personas, especialmente mujeres, reciben explicaciones psicológicas respecto a sus malestares, lo cual se convierte en una barrera importante para alcanzar un diagnóstico, teniendo como resultado el empeoramiento de la condición, la pérdida de credibilidad y cambios negativos en la identidad y subjetividad (Cleghorn, 2021, Valls-LLobet, 2020, Barker, 2005).4 Es imposible construir una imagen prototípica de las ECDs, porque la categoría agrupa a una compleja diversidad de condiciones.5 Hay personas con ECDs que viven la mayor parte de sus vidas en cama, mientras que otras incluso pueden practicar algún deporte, habrá algunas que requieran aparatos de movilidad y su enfermedad tenga consecuencias visibles, mientras que otras a simple vista se presentan como sanas.6 La aparición y desarrollo de una ECD estará determinada también por un conjunto de condiciones sociales (etnia, clase social, género, entre otras) que pueden llegar a ser más definitorias que la dimensión biológica de la enfermedad.
Enfermedad como problema moral
En La enfermedad y sus metáforas, Susan Sontag (2016) demuestra que sobre las enfermedades se articulan explicaciones, que, funcionando a partir de metáforas, culpabilizan y responsabilizan a la persona enferma de su propia condición. La enfermedad se convierte así, en el precio a pagar ante alguna falta moral o psicológica. La autora señala que este pensamiento ha estado presente desde la antigüedad, en donde para los griegos la enfermedad podía ser gratuita o merecida,7 pero que con la llegada del judeocristianismo se impusieron ideas más moralizantes, opinión compartida por Pedro Laín Entralgo (1960) quien demuestra que el Nuevo Testamento posiciona una relación entre enfermedad y pecado y entre dolencias físicas y posesiones demoniacas. Esta relación fue profundizada y exagerada en el medioevo europeo, en donde según Jacques Le Goff y Nicolas Truong (2005), toda enfermedad adquirió en esta época explicaciones simbólicas y moralistas de carácter religioso, así, por ejemplo, la lepra se constituye como “lepra del alma”, causada principalmente por la lujuria (Le Goff y Truong, 2005).
Etimológicamente, la palabra enfermedad proviene del latín infirmitas-atis, en donde, el prefijo latino in, indica negación, el lexema firma, proveniente del adjetivo firmus, indica firmeza, fortaleza, e itat apunta a una cualidad u abstracción, encontramos así, que la palabra enfermedad hace referencia a una falta de firmeza o fuerza. Por su parte, el Real Diccionario de la Lengua Española, provee tres definiciones de enfermedad: 1) f. Alteración más o menos grave de la salud. 2) f. Pasión dañosa o alteración en lo moral o espiritual. 3) f. Anormalidad dañosa en el funcionamiento de una institución, colectividad, etc.
Dándole razón a Sontag, quien denunciaba que, “la palabra “enfermiza” (se usa) para cualquier situación con la que no se esté de acuerdo” (2016, p. 89), el diccionario de la RAE, comprueba que la palabra enfermedad es posibilitada de usarse como amplia metáfora moral. La falta de firmeza será así tanto física como moral.
Enfermedad y modernidad
La Modernidad, aunque señalada como una profunda transformación de época, no hizo ruptura con las atribuciones morales de la enfermedad, sino que les dio una investidura científica. El individuo supuestamente autocontenido y autosuficiente, como invento moderno, encontró como requisito la individuación de los cuerpos (Le Breton, 2002), llevada a cabo a través del establecimiento y estudio de la anatomía orgánica, pero también de un anatomopolítica ejercida a través de diversos regímenes disciplinarios (Foucault, 2008). El ímpetu científico, normalizador, y clasificador que empieza a constituirse en esta época no hizo sino allanar el camino para que la enfermedad, así como otras formas de desviaciones físicas, entraran, de forma certificada, al campo de la anomalía. No será ahora la cercanía o lejanía con Dios, la que determine los márgenes de humanidad de las distintas condiciones corporales, sino más bien los estrechos márgenes y coordenadas de lo que científicamente se argumenta como propio de la especie humana.
La enfermedad además entrará en contradicción con el dualismo cartesiano, importante modelo filosófico para dicho periodo. Según este, los seres humanos estamos constituidos por una dualidad compuesta por la res cogitans (sustancia pensante, ilimitada y consciente) y la res extensa (sustancia física, cuerpo, inconsciente). Para Descartes (2011) ambas dimensiones, si bien independientes, implicaban la subordinación de una sobre la otra; el cuerpo debía ser dominado por la razón, operación que, en la enfermedad, aparenta estar invertida. Siguiendo a Rojas (2021) encontramos entonces que, si seguimos la metáfora del titiritero, en la que el cuerpo es equivalente a una marioneta controlada por la razón, en el caso de la enfermedad, los hilos están rotos, el títere se rebela.
El dispositivo de persona según lo propone Espósito (2011) nos es útil también para pensar la relación Modernidad-enfermedad. El autor plantea que este dispositivo impone que, para ser considerado persona, un ser humano deberá garantizar el sometimiento de su dimensión biológica/animal. Se establece así una tipología jerárquica de clasificación que transita desde el hombre sano, representante por excelencia de la condición de persona, hasta el “viejo inválido, reducido a semi-persona; el enfermo terminal, al que se le atribuye el estatus de no-persona, y el loco, a quien le corresponde el rol de anti-persona” (Espósito, 2011, p. 77). Como toda jerarquía, la anterior tendrá efectos políticos, quienes ostenten el título de persona tendrán derechos sobre aquellas corporalidades “defectuosas”, incluso llegando a decidir si estas merecen o no vivir.
Enfermedad, discapacidad y capitalismo
La discapacidad como categoría sociopolítica, surge en el seno del capitalismo moderno y la revolución industrial (McRuer, 2021; Russell, 2019; Stone, 1984). La historiadora británica Deborah Stone (1984) evidencia que la categoría surge en el siglo XIX en Inglaterra con el objetivo de erigir clasificaciones, entre aquellas personas no activas laboralmente. Así, la categoría de discapacidad aparece en respuesta al dilema de la distribución de ayudas por parte del Estado, las cuales intentaban armonizar los principios del trabajo y de los cuidados sin afectar la productividad económica. De lo anterior queda claro que la supuesta capacidad de la que adolecen las personas con discapacidad es la de trabajar según los ritmos, exigencias y demandas del trabajo asalariado capitalista. En trabajos de Marx (2008, 2019) queda muy clara la relación entre trabajo capitalista8 y cuerpo. Primero que todo porque demuestra que el valor de una mercancía está determinado por el trabajo socialmente producido, el cual implica el gasto de “cerebro, nervio, músculo, órgano sensorio, etc.” (Marx, 2008, p. 316) y segundo, porque según Marx la única mercancía de la que es propietario el trabajador es la “fuerza de trabajo”, definida esta como el “conjunto de las facultades físicas y mentales que existen en la personalidad viva de un ser humano y que él pone en movimiento cuando produce valores de uso” (2008, p. 123). Quienes hoy son clasificados como personas con discapacidad, no mostraron una fuerza de trabajo apetecible para el mercado, siendo entonces devaluados, ya no solo en tanto su desviación de la norma, sino primordialmente por el “rendimiento de su actividad” (Cayuela, 2017).
Enfermedad, responsabilización neoliberal y nuevas formas de rehabilitación
La erosión de lo colectivo, la inestabilidad económica, la flexibilización y precarización laboral, el aumento de las desigualdades, la agrotoxicidad, entre otros efectos del neoliberalismo, tienen hondas consecuencias corporales.9 La gubernamentalidad neoliberal exige así una fuerte, flexible y adaptable constitución corporal, a la vez que a través de una semiótica afectiva y capacitista produce fantasías y deseos en torno a los cuerpos.
La subjetividad neoliberal, organizada a partir de criterios de eficacia y rendimiento (Dardot y Laval, 2013) y de aquello que Foucault denominó como empresariado del sí mismo (2007) encuentra como requerimiento una corporalidad acorde, un cierto capital corporal. En auxilio de esta somatocracia neoliberal (Maldonado, 2020) acuden un conjunto de dispositivos, técnicas y saberes médicos, pero también, una variedad de prácticas que, aunque asumidas como transgresoras de las ciencias tradicionales, no fallan en ubicar al cuerpo íntegramente productivo y saludable como fin último de sus alcances. Dentro de estas diversas prácticas, ubico a aquellas orientales que en múltiples espacios han sido apropiadas por las lógicas del rendimiento, y que suelen ser agrupadas como corrientes de la Cuarta Ola, como por ejemplo el yoga, la meditación, biodanza, pero también, el coaching, la programación neurolingüística, y la psicología positiva. En torno a la enfermedad, el conjunto de estas prácticas, ofrece curas, que se articulan a través de discursos psicologicistas y espirituales. Ahora bien, nada de lo anterior excluye que muchas personas con ECDs encuentren mejorías sustanciales a partir de la práctica de alguna de estas disciplinas, lo que problematizo es la instrumentalización moral de las mismas, la cual considero que hacen parte de lo que Moscoso (2009b) definió como el ensañamiento disciplinario adicional hacia las personas con discapacidad.
A partir de este pequeño recorrido queda claro que la enfermedad ha resultado una problemática moral y material en diversos periodos históricos, y que, en el contemporáneo, por sus interpelaciones a ritmos lentos, delicados y calculados, se constituye como el reverso de la subjetividad neoliberal. No obstante, será justamente en ese reverso en que radique su fuerza.
Dispositivo de discapacidad y enfermedad
En la presentación virtual del manifiesto de la Barra Disca Nuestramericana,10 se problematizó la vinculación entre enfermedad y discapacidad. Llegado a un punto de la discusión, un participante afirmó que “la discapacidad no tiene nada que ver con la enfermedad” y que “las personas con discapacidad no estamos enfermas”. En sintonía con lo anterior, una activista suramericana declaró en un post de Instagram que las “personas con discapacidad no estamos enfermas”, de forma similar, otra militante escribió que decidió, ante un accidente sufrido, “no comportarse como una enferma”. Todo lo anterior, da cuenta que las discusiones y problematizaciones en torno a la relación entre enfermedad y discapacidad siguen vigentes e inacabadas.
Varias tendencias de los movimientos sociales de la discapacidad, algunas asociadas al llamado Modelo Social y el Movimiento de la Diversidad Funcional, determinan que enfermedad y discapacidad representan experiencias corporales disímiles. Por ejemplo, Javier Romañach y Manuel Lobato indican que “la discapacidad no tiene nada que ver con la enfermedad” (2005, p. 3), similarmente, Guzmán en un análisis de lo que llama binomio enfermedad/discapacidad, aclara que ambas cuestiones representan realidades distintas, postulando además que “solo una parte de las posibles discapacidades tiene causas patológicas” (2012, p. 63). El análisis de Guzmán, si bien denuncia la normalización respecto a ambas condiciones, pareciera dar a entender, que la discapacidad ha ocupado un lugar que por derecho le corresponde a la enfermedad.
Como bien indica el autor, la relación entre discapacidad y enfermedad empezó a cuestionarse a mediados del siglo XX, principalmente a través del Movimiento de Vida Independiente. Los motivos de este cuestionamiento, como argumenta Wendell (2001), son ampliamente válidos. La identificación de la discapacidad como una enfermedad produjo que muchas personas con discapacidad, fuesen medicalizadas, obligadas a recibir tratamientos innecesarios y a ser recluidas en instituciones médicas. La discapacidad se convirtió así en una tragedia individual que merecía, y debía, ser curada o rehabilitada.
No obstante, para algunas autoras feministas como Liz Crow (1996) y Susan Wendell (2001) en la lucha contra la medicalización, el modelo social generó un rechazo y censura hacia las experiencias de personas con discapacidad por enfermedad. El modelo social, argumentan, al concebir la discapacidad únicamente como el resultado de las barreras sociales, contribuyó a construir la idea de que una persona con discapacidad es esencialmente una persona sana, es decir, que tiene una corporalidad, que si bien diversa, alejada de la norma y sancionada por ello, se mantiene de cierta forma estable y hasta predecible, pudiendo funcionar igual que el “resto” si se implementasen los apoyos técnicos necesarios (Wendell, 2001). Todo lo anterior obnubiló las posibles reflexiones en torno al cuerpo, y primordialmente a lo que el mismo modelo denominó como impedimento. Se concibió que el ejercicio de reflexionar en torno a los dolores, malestares y limitaciones corporales, corría el riesgo de ser entendido como una concesión al modelo médico, que estipula que al fin y al cabo la discapacidad sí se relaciona con atributos corpoindividuales esencialmente negativos (Wendell, 2001; Hugues y Paterson, 2006; Crow, 1996), siendo esto así el Modelo Social operó, según Moscoso en una lógica de ocultamiento del daño corporal (Moscoso, 2009a).
Wendell, así como otras activistas como Daniela Herrera (2021)), nos recuerdan que muchas personas entran al dispositivo de la discapacidad a partir de una diversidad de malestares (dolor, fatiga, espasmos, debilidad) que no serán eliminadas a través de ninguna dosis de justicia social. Hay compañeras con discapacidad que no logran salir de sus casas por que los espacios físicos son altamente inaccesibles, mientras que hay otras que no lo pueden hacer, porque el dolor y la fatiga les impiden salir de cama. El movimiento de la discapacidad, deberá, si quiere constituir una política radical en torno a los cuerpos, dar cuenta de ambas experiencias. Retomo el llamado de Crow (1996) de integrar las cavilaciones en torno a los impedimentos y limitaciones, pero desde una perspectiva crítica, que no los asuma como condiciones naturales presociales y prediscapacidad, sino también como producciones sociales. La apuesta consiste en construir sentidos y afectos alrededor del dolor y el malestar desde posturas no medicalizadas/ patologizantes, individualistas o moralistas.
Ahora bien, reconociendo la amplitud, polifonía y diversidad del movimiento social de la discapacidad, se podría afirmar que el reconocimiento de las experiencias de discapacidad por enfermedad genera tensiones con ciertas políticas que giran alrededor del porno inspiracional (Young, 2014) y de las narrativas biográficas de superación, que instrumentalizan la discapacidad como una forma de aleccionamiento moral neoliberal (Maldonado, 2021; Moscoso, 2009a), se trata en palabras de Melania Moscoso de que el ocultamiento del daño corporal (…) está siendo utilizado como agua para el molino del capitalismo emocional (2009a, p. 179).11
Enfermedad y discapacidad en el dispositivo de la discapacidad
Siguiendo a Foucault, una diversidad de autores y autoras (Sanmiquel-Molinero, 2020; Angelino et. al, 2019; Cayuela, 2017; Contino, 2009) plantean un dispositivo de la discapacidad, conformado por un conjunto de instituciones, leyes, discursos, pronunciamientos, organizaciones y acciones que generan los sentidos hegemónicos otorgados a la categoría discapacidad, produciendo formas de identidad, y de disposiciones psicoemocionales (Sanmiquel-Molinero, 2020) tanto de las corporalidades sujeto-discapacitadas, así como de las sin discapacidad, estableciendo además a los “agentes de la representación” (Angelino et. al, 2019), y al tipo de organizaciones sociales y de activismos inteligibles y válidos (Cayuela, 2017).
Plantear un dispositivo de la discapacidad, ubica a la misma como una red de relaciones de poder en las cuales las personas ubicadas como discapacitadas y capacitadas “ocupan posiciones asimétricas en función de ideales reguladores sobre la estructura corporal” (Sanmiquel-Molinero, 2020, p. 7). En tanto se les ha atribuido una ontología negativa, según las coordenadas de la ideología de la normalidad, han sido medicalizadas y están inscritas en una trama moral, podemos decir que las corporalidades con ECDs, así como las discapacidades “tradicionales”, han sido cooptadas y configuradas por el dispositivo de la discapacidad. Siendo esto así, edificar muros entre ambas experiencias no potenciaría el movimiento de la discapacidad, sino todo lo contrario.12
La enfermedad como potencia
En este último apartado punteo algunas de las políticas del movimiento de personas con enfermedades crónicas discapacitantes en cuanto a visibilidad y creación de nuevas narrativas. Debe decirse que, esté cada vez se integra más al movimiento general de personas con discapacidad. La organización mexicana de mujeres feministas y con discapacidad FemiDiscas es buen ejemplo de una organización de personas con discapacidad en la que la experiencia de la enfermedad está ampliamente presente.
Visibilidad-salir del armario crip
Joanna Hedva (2020) Inicia Teoría de la Mujer Enferma13 con un relato acerca de la visibilidad/invisibilidad: En su barrio se está llevando a cabo una manifestación del Black Live Matters, debido a una crisis de salud ella no puede asistir, aun así, sola y en su cama levanta su puño en forma de solidaridad. Hedva (2020) retoma esta experiencia para problematizar la concepción de política de Hanna Arendt, quién la define como “cualquier acción pública”, preguntándose ¿cómo se puede romper la ventana de un banco si no puedes salir de la cama? Le acompañan a esta, otras preguntas como: ¿a quién se le permite ser visible e ingresar en la esfera pública? Si bien la autora retoma las críticas feministas realizadas a Arendt, que señalan que lo privado es político, reconoce la necesidad de visibilización pública, principalmente de aquellas colectividades que se han enfrentado a la invisibilización de sus experiencias.
Primordialmente, las militancias enfermas han dado respuesta al problema de la invisibilidad a través del internet y de las redes sociales. Según Conrad et. al (2015) la experiencia de la enfermedad ha sido primordialmente privatizada, 50 años de estudios en enfermedad, indican los autores, han demostrado que no había subculturas alrededor de éstas, y que, con excepción al Cáncer o el VIH, el enfermar era una experiencia privada, situación que ha sido transformada en los últimos años con mediación del internet. Demuestran Conrad et. al (2015) que las comunidades virtuales de la enfermedad se formaron alrededor de páginas de grupos de apoyo, en donde además de compartir información y testimonios, permitieron la transformación del rol de enfermo, cambiando la naturaleza de la relación doctor-paciente, posibilitando la construcción de nuevas narrativas y moldeando movimientos sociales.
Para muchas personas que no pueden salir de casa, la virtualidad se vuelve una extensión de sus cuerpos argumenta Daniela Herrera (2021) asimismo, para muchas personas, especialmente a aquellas con enfermedades raras, el internet permite conocer a otras personas con sus mismas o parecidas condiciones. Lo anterior, sumado a la virtualidad impuesta por la pandemia por COVID-19, promovieron la proliferación de un número importante de perfiles en redes sociales de activistas y organizaciones de personas con discapacidad y enfermedad crónica.14 En estos perfiles15 se muestran los embates físicos de la enfermedad, se publican testimonios respecto a las múltiples violencias, se comparte información, se da y se recibe apoyo, se articulan conversatorios, eventos virtuales, talleres, peñas artísticas, se establecen alianzas, se articula un lenguaje en común que permite dotar de sentido las experiencias anteriormente silenciadas, y, en fin, se construye comunidad.
Ahora bien, también hay experiencias de militancias enfermas que no ocurren únicamente a través de internet, por ejemplo, la organización Millions Missing ha llevado manifestaciones en la vía pública, en donde, exigen el reconocimiento de la encefalomielitis mialgica, así como una mayor investigación científica alrededor de la misma. Otra experiencia es el performance Bedding Out (Desencamarse) llevado a cabo por Liz Crow (Adewunmi, 2013), en el cual, la activista pasó 48 horas en cama en el Centro de Artes de Salisbury, además de ser una experiencia pública y abierta al público, el evento fue transmitido en vivo, con lengua de señas británico, en Twitter. Según, Crow, su performance tenía el doble objetivo de protestar en contra de los recortes a los programas de subsidio para personas con discapacidad (como también ha documentado Frances Ryan, 2020) y dar visibilidad a las muchas personas, que como ella, pasan buena parte de su tiempo en cama, que en el exterior deben fingir estar sanas.
La visibilidad crip/enferma implica tensionar el espacio público hegemonizado por las pasarelas cotidianas de cuerpos sanos y fuertes que saturan los imaginarios y espacios colectivos, a la vez que permite crear contranarrativas políticas y estéticas desde las corporalidades defectuosas y mutantes (Silvestri, 2017; McRuer, 2021), denunciar las violencias y recordarnos que la enfermedad es parte constitutiva de los cuerpos humanos. Las plataformas de visibilidad de las ECDs adquieren cada vez mayor atención, tanto así que la BBC (2021) realizó un pequeño documental en el que acusaba a varias activistas, (Thechroniciconic, por ejemplo) de fingir sus enfermedades. Entiendo esto como una forma de silenciamiento, en la que, el dispositivo de la discapacidad grita: escóndanse, ¡avergüéncense!, mientras que el movimiento de las personas con enfermedades crónicas discapacitantes responde: ¡Aquí estamos! Míranos, escúchanos, ¡incomódate!
Nuevas narrativas
Desde las narrativas del movimiento de personas con ECDs, lo problemático no es tanto la enfermedad como el imperativo de salud, y las jerarquías establecidas a partir del mismo. La salud se presenta entonces como una ficción ideológica (Hedva, 2020; Sontag, 2016) una exigencia capacitista (McRuer, 2021) y un ideal regulatorio y de disciplinarización (Silvestri, 2017; Colectivo Socialista de Pacientes, s.f). De la misma forma en que la heterosexualidad-como régimen político-no es lo contrario a homosexualidad y la capacidad no es lo contrario a la discapacidad, la salud no será el reverso de la enfermedad (Mc Ruer, 2021). El imperativo de salud, y sus atribuciones meritocráticas, trae consigo formas implícitas de entender y actuar sobre él mundo, crea tipificaciones y jerarquías de personas y dinámicas necropolíticas, que pueden llegar incluso a la legitimación del asesinato o el dejar morir a personas enfermas, como ha sucedido en múltiples lugares con la pandemia por Covid-19 (Arguedas, 2021).
El Colectivo Socialista de Pacientes/ Frente de Pacientes (s.f) concebía la enfermedad como una protesta de la vida ante las relaciones de producción capitalista. De forma similar, Hedva (2020) relaciona las enfermedades con los regímenes de opresión, en particular con el “cisheterpatriarcado neoliberal, supremacista blanco, imperial-capitalista (…) que nos está enfermando y manteniéndonos enfermos”16 (Hedva, 2020, p. 5). Leonor Silvestri (2017) significa su condición como una huelga corporal ante las exigencias del capitalismo, pero también como el resultado de un contexto marcado por la agrotoxicidad, la contaminación y la precarización laboral.
Ahora bien, las militancias enfermas plantean su reivindicación en una oscilación entre el dolor y el orgullo, lo cual representa una diferencia sustancial con el movimiento tradicional de personas con discapacidad que suelen reivindicar sus condiciones como diversidades corporales. Nos encontramos ante las preguntas de ¿cómo construir formas de orgullo y reivindicación de condiciones que implican fuertes dosis de malestar y dolor? ¿de qué formas podemos reivindicar una corporalidad que en ocasiones parece volverse en contra de sí misma? ¿cómo abordamos y reconocemos lo odioso del dolor, las crisis, los daños físicos sin caer en perspectivas médicas y patologizantes? ¿cómo anhelar una vida sin tantos embates físicos sin que esto implique el anhelo capacitista de la salud, la fuerza y el desprecio por las vulnerabilidades? Es decir, el movimiento con discapacidad ha luchado en contra de la erradicación, cura y normalización de la discapacidad, no obstante, en el campo de la enfermedad, estas posturas adquieren otros matices.
La enfermedad como arma
Una diversidad de activistas reconoce que la enfermedad da apertura a otras perspectivas de vida valiosas, la lejanía con respecto a las exigencias capitalistas y capacitistas permite imaginar otros horizontes (Herrera, 2021; Wendell, 2001, Crow, 1996). Virginia Woolf, importante inspiración para el movimiento en cuestión describía que la experiencia de la enfermedad le permitía desertar del “Ejercito de los Erguidos” y así poder ver el cielo y las rosas:
En cuanto nos vemos obligados a guardar cama o a reposar entre almohadones en un sillón (…) dejamos de ser soldados del ejército de los erguidos. Ellos marchan a la batalla. Nosotros flotamos con las ramitas en la corriente (…) quizá por primera vez en años (somos) capaces de mirar a nuestro alrededor, alzar la mirada y ver, por ejemplo, el cielo (Woolf, 2014, p. 37).
Lo anterior, alejado de un intento de romantización de la enfermedad, reconoce que “toda condición por dura que sea, tiene una potencia a invocar (…) la anomalía es acontencial y el acontecimiento no puede sino producir fisuras” (Silvestri, 2017, p. 194). Las narrativas del movimiento de la enfermedad, reconocen y que, de la reivindicación de la vulnerabilidad, fragilidad e interdependencia de todos los cuerpos, y especialmente de las corporalidades con enfermedades, pueden surgir formas y experiencias de vida valiosas que ponen en tensión las certezas inamovibles del sistema de la hiperproductividad.
Nada está dado. Vivenciar una enfermedad no garantiza encontrar potencialidades en ella, por el contrario, el dispositivo de la discapacidad nos arrastra a vivir la enfermedad como pura pérdida. La deconstrucción del capacitismo, de forma colectiva, así como el apoyo mutuo, permiten que de la enfermedad podamos encontrar posibilidades otras. Lo anterior no quita el hecho, de que, en ocasiones, suframos la enfermedad y deseamos su desaparición. Es un llamado más bien a que si sufrimos, lo hagamos en la medida justa y por las razones adecuadas (Sontag, 2016).
Si bien no han sido exploradas en este escrito, las militancias de la enfermedad, también luchan por demandas concretas, como lo son la mayor investigación científica en algunas condiciones, mayor accesibilidad a tratamientos, accesibilidades y ajustes razonables, entre otras. Es justo recordar que como apuntan Gildas Brégain (2021) los movimientos de la discapacidad son relativamente recientes, y mucho más en América Latina. El movimiento de las personas con enfermedades crónicas discapacitantes resulta aún más emergente, este, si bien inicia en el norte global, encuentra cada vez más experiencias propias en el sur. Al ser un movimiento principalmente virtual encuentra algunas limitantes importantes. Sin intención, puede estar excluyendo a personas que, por diversas razones, etarias y económicas, por ejemplo, no cuenten con acceso a internet o bien tengan un uso limitado del mismo, asimismo las dinámicas de esta militancia, al darse principalmente en redes sociales, algunas bastante inaccesibles, pueden ser un tanto oculocentristas (Bustos, 2020b). Otra discusión de fondo, que no abordamos acá tiene que ver con la dependencia a plataformas sociales vinculadas al gran capital económico (por ejemplo, Twitter, Facebook, Instagram). Por otro lado, aun hace falta que el movimiento establezca algo así como una agenda de lucha y de demandas específicas por país, que pueda ser acuerpada internacionalmente.
Conclusiones: Otra enfermedad es posible
Al igual que los movimientos de personas con discapacidad que le preceden, las militancias enfermas tensionan las representaciones sociales que configuran los sentidos comunes respecto a la salud, la enfermedad y los cuerpos, a la vez que aportan a la transformación material del mundo que habitamos.
Gran parte del activismo de la enfermedad se circunscribe en lo que denomino como discacidad. Con este concepto, que encuentra su influencia en el de homocidad según lo propone Leo Bersani (1998), para dar cuenta del del gay outlaw, es decir, fuera de la ley y que no entra en el “furor del reconocimiento” de una sociedad heterosexual, intento dar cuenta de la operación mediante la cual los atributos negativos asociados a la discapacidad y la enfermedad, como por ejemplo la vulnerabilidad, fragilidad, interdependencia, son reivindicados y reapropiados como parte de una praxis anticapitalista y contracapacitista.
En este sentido, las militancias enfermas no se esmeran en obtener el reconocimiento según las coordenadas de la sociedad capacitista, normal y sana, no tienen como objetivo ser fuente de inspiración ni persiguen la “superación” de su discapacidad, se trata por el contrario de una postura que encuentra un goce en rechazar activamente las normas corporales (Vite, 2020b)
Los ejes de lucha del movimiento de personas enfermas (la construcción de otras narrativas y reivindicación de subjetividades y la lucha por cambios materiales en la atención de la enfermedad) no solo producen nuevos modos de vivenciar la enfermedad, sino que revelan la contradicción entre el capitalismo/capacitismo y vida en todas sus dimensiones, ampliamente demostrada por el contexto de la pandemia por Covid-19. La deconstrucción y destrucción del dispositivo de la discapacidad en diálogo y complicidad con otras luchas (anticapitalistas, antirracistas, antipatriarcales) posibilitan así la existencia de otras formas de ser y estar, y por tanto, imaginar otros mundos posibles.