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Polis

versão On-line ISSN 2594-0686versão impressa ISSN 1870-2333

Polis vol.1 no.1 México Jan./Jun. 2005

 

Reseñas

Simbolismo y ritual en la política mexicana

María Carsolio* 

* Licenciada en Ciencia Política por la Universidad Autónoma Metropolitana, Iztapalapa, México

Adler-Lomnitz, Larissa; Salazar Elena, Rodrigo; Adler, Ilya. Simbolismo y ritual en la política mexicana. Siglo XXI Editores, México: 2004. 311p.


El objetivo de esta obra es descubrir los significados culturales de las prácticas de la clase política mexicana, que permitieron reproducir un ritual político que confirió estabilidad al sistema social posrevolucionario. Para ello, los autores analizan los procesos de sucesión presidencial en los cuales se pone en juego la efectividad del pacto político generado a partir de la creación del Partido Revolucionario Institucional. De esta manera, lo que se reconoce como los rasgos característicos del sistema político mexicano: presidencialismo, partido hegemónico, corporativismo, populismo, nacionalismo revolucionario y política social, es resumido por los autores a partir de tres elementos estructurales: régimen político, elecciones y sistema de partidos.

El primer aspecto que se trata es la cuestión electoral, con base en la cual destacan como una particularidad de nuestro sistema político las elecciones no competitivas. Esto se manifiesta ‒en términos de legitimación desde la élite política que se inscribe en el poder a partir de 1929‒, en la relación clientelar subyacente entre la clase en el poder (familia revolucionaria) y las clases trabajadoras que se articulan con las estructuras del poder a partir de una relación formal denominada corporativismo. Y son precisamente los beneficios de la relación clientelar los que determinan la lealtad que las clases trabajadoras mantuvieron hacia una clase política incrustada en el poder, que se mostró comprometida a garantizar la participación de las clases subordinadas en la distribución de la riqueza. Quizá por ello no es gratuito que los autores califiquen al sistema político mexicano como un sistema primitivo de distribución de la riqueza. Lo anterior alude a un sistema político autoritario, o primordialmente paternalista, que establece una relación extrainstitucional, discrecional, con las clases subalternas; dicha práctica garantiza la lealtad requerida para legitimar la permanencia de una élite política en el poder. Evidentemente, esta condición es posible si y sólo si el sistema político elude la presencia o las posibilidades de la oposición para llegar al poder: la peculiaridad del partido hegemónico constituye la fuente primordial para garantizar los votos que requiere el partido oficial para mantenerse en el poder.

Sin embargo, la contundencia de una práctica política caracterizada por una relación clientelar no sugiere reconocer la presencia de una cultura política mexicana que se recrea y reproduce a partir de una organización de tejidos sociales que definen el intercambio simbólico entre los que tienen el poder y los que están subordinados a ellos: las relaciones patrón-cliente y la lealtad de las clases trabajadoras explican la estabilidad del sistema político en México; esta última pende de la obligación moral que asumen las partes.

La lealtad, en tanto símbolo ético para un intercambio informal de recursos, el acatamiento y permanencia en el poder, estriba en buena medida en códigos éticos no escritos que representan valores culturales que confirman una práctica política aceptada por una sociedad. La lealtad es bidireccional, de ahí que el clientelismo se asocie al paternalismo. A la sazón, el modelo clientelar-vertical de la sociedad mexicana, en tanto atributo del sistema hegemónico, se construye a partir de la creación de un partido oficial.

Así, el ritual político permitiría ajustes y convenios entre las partes sin recurrir a las normas jurídicas, lo que explica muchas prácticas políticas del periodo posrevolucionario, como el presidencialismo mexicano, el cual refleja el objetivo de una democracia que se esfuerza por garantizar el equilibrio entre los tres principales poderes: Ejecutivo, Legislativo y Judicial. Dicha situación obliga a reconocer que la política se expresa en dos planos: en el institucional y en el informal, máxima de la ciencia política que implica reconocer la existencia de la real politique.

No es gratuito que los autores otorguen particular atención a los periodos de la sucesión presidencial que, guiada por la lógica de la hegemonía priísta, estableció un conjunto de reglas del juego político a las cuales todos los participantes debían ajustarse. Dicha acción colectiva dio lugar a la reproducción de los rituales políticos propios del sistema mexicano que prevalecieron durante el periodo posrevolucionario hasta el año de 1988.

En ese contexto, los autores apuntan hacia los emblemas del presidencialismo mexicano, las dificultades que creaba el cambio de gobierno y la condición en que el sistema político requería la formalidad democrática para superarlos. Este fenómeno permitió en todo caso la reproducción de un ritual en el transcurso de las décadas posteriores a 1929, y dejó ver las formas, los actores participantes, así como sus significados más relevantes. La sucesión tendría que reconocerse como un proceso que se reproducía guardando ciertas formas, pero también como uno en el cual el presidente en turno transfería el poder al candidato del partido oficial, quien sin duda habría de sucederlo.

En efecto, tanto la presencia de un partido hegemónico como la estructura corporativa constituyen las cualidades del sistema político mexicano que explican la estabilidad vivida por nuestra sociedad a lo largo del siglo XX, apenas superada la crisis de la Revolución Mexicana. De la misma manera, como elemento causal de la generación del poder, la figura presidencial concentra el poder no sólo en el Poder Ejecutivo, sino en la persona del presidente. Se trata de facultades informales que sobrepasan lo estrictamente institucional. Es la famosa idea que propuso Jorge Carpizo, al destacar los poderes metaconstitucionales a los que se hace acreedora la figura presidencial.

En virtud del poder que emana de la vinculación entre la figura presidencial, el partido hegemónico y la estructura corporativa, los autores plantean una pregunta pertinente: ¿para qué servirían las campañas en elecciones no competitivas cuando en todo el régimen priísta se sabía por adelantado quien sería el triunfador? Es justamente ésta la incógnita que los autores pretenden responder en el desarrollo de su investigación. De ahí la importancia de este libro para discutir sobre el ritual y la política mexicana, pues arroja valiosos elementos de análisis que nos permiten distinguir entre las prácticas políticas del poder y el cambio de la cultura política a partir de la emergencia de la oposición y de los medios de comunicación masiva que, desde entonces, comenzaron a abrir sus espacios a la oposición. Los autores también llaman la atención respecto del papel de los medios como cómplices del poder, ya sea porque develaban los intereses de los propietarios de ese instrumento, o la censura que aplicó el gobierno mexicano durante muchas décadas.

Asimismo, es irrenunciable reconocer que el destape y el tapado son características de nuestro sistema político, pero también del paternalismo con que nuestra clase política se recrea cada sexenio. Las actividades reales y formales, ocultas y públicas, se articulaban a través de fases que una vez cumplidas convencían a todos de que el presidente conservaba el mando y de que entre los grupos representados en el PRI prevalecía la unidad y la concordia. El presidente, utilizando la ambigüedad y la formalidad como prerrogativas del más poderoso en relación con los subordinados, ocultaba el proceso real, y negaba que el tapado y el dedazo existían como prerrogativa de su poder.

No obstante, es fundamental recordar que el deterioro del modelo de desarrollo impidió que la burocracia política dispusiera de los recursos en poder del Estado para garantizar la lealtad de las clases trabajadoras, como en todo caso lo confirma la posición que ganó la izquierda institucionalizada bajo el liderazgo de Cuauhtémoc Cárdenas y Porfirio Muñoz Ledo, quienes al salir del partido oficial organizaron el Frente Democrático Nacional en 1988. Esto demostró la vinculación entre política y economía, así como la posibilidad de reconocer relaciones de intercambio de bienes concretos y bienes simbólicos, pues se hizo obvio que un Estado que dirigía el desarrollo y recompensaba el apoyo popular con beneficios sociales estaba siendo sustituido por otro convencido de la necesidad del adelgazamiento estatal, de apoyar a la iniciativa privada, abrir los mercados a las inversiones extranjeras y renegociar la deuda externa. Dicha actitud de la tecnocracia permitió interpretar que se renunciaba al pasado revolucionario del partido oficial.

Un aspecto esencial de este libro es el papel de los medios de comunicación, cuya presencia garantizó que el espacio público adquiriera un halo de modernidad, aunque también exhibe que este espacio es restringido a los profesionales de la política, pues al menos la prensa es utilizada por la clase política para interactuar en el ritual que el sistema definió a partir de la fundación del partido oficial en 1929.

Después de analizar lo propio del sistema político mexicano, los autores destacan las características de la campaña presidencial de Carlos Salinas de Gortari en 1987-1988. De ese periodo valoran los movimientos del candidato priísta y su partido durante la campaña electoral, y permiten observar cómo entre los candidatos a la Presidencia, Salinas de Gortari aparecía como el idóneo, y se convertiría en el eje central del simbolismo del poder, pues sobre él desembocaron los elementos que el sistema definía como componentes de la nación. Se puede percibir cómo durante la campaña el candidato fortalecía su capacidad de manejar el poder y, poco a poco, iba tomando decisiones para resolver los problemas más urgentes de la nación.

Así adquieren importancia las giras estatales del candidato que cubrían todo el territorio nacional y las concertaciones con grupos sociales de distinta índole, evidenciando que lo regional se vincula con la nación y viceversa. Esto constituye una parte sustancial del ritual político en la comunicación de las principales alianzas del régimen, y refleja cómo los distintos actores recreaban conflictos y negociaciones en el interior del equipo del candidato, del partido, de los gobernantes y de los sectores.

En el sistema político mexicano se han dado cambios significativos que transformaron el papel del PRI y la Presidencia. El más relevante, quizás, sea el paso de un régimen político autoritario a uno democrático, como consecuencia de la división de poderes. Sin embargo, los cambios han afectado las relaciones interpartidistas y las relaciones internas de la coalición gobernante.

Este trabajo nos permite tener una perspectiva más completa y presenciar analíticamente las transformaciones que se han dado en el México actual.

En suma, esta obra de Larissa Adler-Lomnitz, Rodrigo Salazar Elena e Ilya Adler ofrece interpretaciones útiles para obtener una visión mucho más compleja del sistema político mexicano, y proporciona una excelente recopilación de datos sobre los procesos electorales, que ayudan a comprender los sentidos de los rituales de la política mexicana. De tal forma, ésta será una obra de consulta obligada para sociólogos, antropólogos, politólogos, psicólogos y científicos sociales que estén empeñados en refrendar su compromiso con la generación del conocimiento respecto de su realidad política.

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