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Norteamérica

versão On-line ISSN 2448-7228versão impressa ISSN 1870-3550

Norteamérica vol.6 spe Ciudad de México Jan. 2011

 

Reflexiones

 

Frontera sur de México, de camino al Norte

 

Josema de Miguel León*

 

* Periodista, josemademiguel@hotmail.com.

 

Miles de centroamericanos indocumentados intentan llegar cada año a Arriaga. De allí parte "la bestia", el tren de carga que los cruzará por México hacia el sueño americano. Para llegar, los migrantes han de superar primero la pesadilla de la frontera sur. Éstas son algunas de sus historias.

 

En balsa por Tecún Umán

El río Suchiate separa México de Guatemala. Un puente une los dos puestos migratorios de la frontera oficial. Es el paso para los que llegan con papeles y pasaporte. A veinte metros del puente, de la policía y la migración, están los balseros. Dos llantas de camión, unidas por troncos de madera, constituyen el chasis de una rudimentaria embarcación. Sacos de arena afinados en la orilla del Suchiate hacen las veces de embarcadero.

Allí, una señora sirve el arroz con frijol y tortas de papa. Aún está preparando el caldo de pollo, es temprano.

Pese a ello, han pasado ya la mayoría de los migrantes. "Se van al amanecer", dice el padre Ademar Barilli, un cura brasileño que lleva el albergue del migrante de Tecún Umán. Por allí han pasado más de cuarenta mil migrantes, catorce mil de los cuales han denunciado violaciones de derechos humanos. "Al albergue sólo se acercan los que no tienen nada. Muchos pasan tres o cuatro veces. Los repatrian hasta la frontera con su país y de volada vuelven a subir, cada vez en peor estado. Ayer deportaron a cuatro autobuses".

Cuando la señora sirve el arroz con frijol, el ambiente denso de la desesperación se puede notar en la orilla del embarcadero del Suchiate.

Los que sólo cargan una mochilita se quitan los tejanos y las botas, y cruzan el río a nado. Con las manos levantadas cargan sus pertenencias. Otros, los que tienen algo de dinero, pagan cinco quetzales para que los crucen los balseros. Llevan seis migrantes por viaje. Cuando llegan a la orilla mexicana, los balseros cargan las barcazas con cajas de refrescos o detergente y se regresan a la orilla de la temida Tecún Umán, donde los bicicleteros esperan el contrabando.

"Por negocios de más alto nivel como mujeres, menores o migrantes, mejor no preguntar, y si lo hacen tengan mucho cuidado. Es muy peligroso. Aquí estamos todos amenazados de muerte", se despide el padre Ademar.

Esta región del Soconusco está considerada, junto con Brasil y Tailandia, un punto negro de la trata de blancas. Casi todas son migrantes y centroamericanas.

 

Una sopa caliente en Tapachula

En el albergue de Belén, que lleva el padre Flor María Rigoni, en Tapachula, todos cuentan sus aventuras del viaje. "A mí me han deportado cinco veces -dice el Pelón-. Ésta es la ultima vez que lo intento. Quiero trabajar allí y regresar con feria a Nicaragua". No han comido. Su amigo, el del bigote, pide unas galletas, un cigarrillo. Doña Licha calienta agua en la cocina para darles una sopa Maruchan.

El albergue es un centro de información. Mapas de la república mexicana: a Houston, 2930 km; a Chicago, 3678; a Los Ángeles, 4025, dice un cartel. Hay trípticos con los derechos de los migrantes, casi ninguno los mira. Saben que, aunque tengan derechos, en México nadie los respeta. Son indocumentados, ilegales.

El cartel del lado es más práctico: un mapa con los albergues de migrantes que hay por el camino. Centros donde algún cura, como el padre Flor, da refugio. Tecún Umán, Tapachula, Arriaga, Ixtepec. Ésa es la ruta sur.

Los albergues se marcan en el mapa con una cama azul; con cruces, los lugares de muertes frecuentes de migrantes (el desierto en Arizona acumula cruces negras); con un muñequito sin pierna se marcan las zonas de accidentes, como Ixtepec, donde tantos sufren amputaciones al caerse del tren; billetes verdes señalan las zonas donde sufren extorsiones de "la migra".

Después de calentar el cuerpo con la sopa, el Pelón y su amigo únicamente quieren darse una ducha y lavar sus pantalones: "Que me presten unos shorts, quiero quitarme estos tejanos. Con este calor y el viaje, los llevo pegados". Mañana salen para Arriaga, por tren, y de ahí a Veracruz, pero hoy necesitan dormir.

Llegan al albergue del padre Flor dos muchachos con camisa blanca limpia y un maletín.

"Ésos son turistas" dice entre risas el Pelón.

"¿Dónde nos apuntamos para dormir?", pregunta uno de los chicos de camisa blanca. Tiene cara de colegial, casi de turista, pero no, también es migrante, es salvadoreño. Ésta es su primera vez. Conserva toda la inocencia en la cara, de familia de clase media. Y es que de El Salvador no sólo salen por pobreza, sino por la inseguridad y violencia de los Maras.

También sorben la sopa como si no hubiesen comido nada en días. Están cansados, pero sonrientes.

Olga ya no sonríe, ya no le brillan los ojos. "No es lo mismo el viaje con dinero que sin dinero. No me acostumbro a pedir, me da vergüenza". Hace dos días la repatriaron por segunda vez. En sus dos intentos le robaron lo que no había gastado. La primera vez fueron sus paisanos con los que viajaba y la segunda, la policía. Este tercer intento era diferente, ahora iba sin nada de dinero.

"Tanto que sufre una en el camino" suspira Olga mientras mira el "Tanto que sufre vacío. Tiene dos hijas, una de diecisiete y otra de siete años, a quienes dejó una en el camino con su madre en Honduras. A su hermana la secuestraron los Zetas cuando también subía al gabacho. La retuvieron hasta que su familia pagó cuatro mil dólares. Su cuñado, que vive allá, aportó la mayoría. Su mamá tuvo que empeñar su casita de Honduras. Después de esa experiencia, su mamá le pidió que no fuera. Su hermana tampoco quería que empezara el camino.

En la cocina del albergue, la señora Licha también da sopa Maruchan caliente a dos niños migrantes. Su mamá espera otro hermanito, tiene ocho meses de embarazo. Al padre de estos niños le pegaron cinco balazos en ciudad de Guatemala, cuando intentaba defenderlos: "Me querían robar a mis hijos", dice. No sabe si podrá recuperar la movilidad en el brazo, lo tienen que operar, pero no tienen dinero. La pierna va mejor, la bala sólo lo rozó. Se recupera en el albergue mientras espera a que su mujer dé a luz. Una asociación ha conseguido que los niños, aún indocumentados, puedan ir a la escuela en Tapachula.

Los niños se acaban la sopa, se ponen la mochila que les han donado y esperan la Combi en la puerta del albergue. Con mirada tímida de niños asustados, escuchan las historias de los migrantes, incluso la propia y los cinco balazos que le dieron a su padre.

Llega la Combi. Los niños se van a la escuela. El Pelón se afeita. Olga continúa sentada mirando el vacío. Los chicos de la camiseta impoluta se anotan para conseguir una litera. Otros dos se despiden, salen para Arriaga. La señora Licha recoge los envases de la sopa Maruchan, cierra la cocina del albergue con llave y se va.

 

Los malotes del camino

Son las 10:30 a.m. del domingo. En el albergue de Belén, empieza la misa: "Abel, un inmigrante, murió ayer en manos de otro inmigrante, de una pedrada". El padre Flor María Rigoni cierra los ojos y recapacita: "De una muerte salimos todos derrumbados. ¿Hasta cuándo Caín seguirá matando a Abel? Oremos, dando gracias a Dios". Empieza la misa el padre Flor.

Luis es la mano derecha del padre desde hace más de un año. Es un antiguo militar; veinte años de servicio le permiten dar orden y mando para poder llevar el día a día del albergue. "Hace unas semanas, tuvimos a seis cargos medio altos de los Maras aquí. Se pusieron a cobrar peaje a todo el que pasaba por la calle. Si no les pagaban, amenazaban o golpeaban. Los migrantes me avisaron. Tuve que plantarles cara. Aquí pasa gente buena, mala y canallas".

Saca del cajón una carpeta. Son fotos de migrantes fichados que han pasado por el albergue: polleros (los que por una cantidad hacen de guía), mareros (pandilleros sobre todo de la M18, M13 o Salvatrucha), los Zetas (antiguos militares de elite mexicanos, muchos entrenados por Estados Unidos. Se dedican a negocios de drogas o secuestros. Son los más crueles) y enganchadoras (mujeres que se ganan la confianza de los migrantes y luego los entregan a los polleros).

"A veces no te puedes fiar de las historias que cuentan. Mira ayer: de una pedrada lo mató, y había más gente en el río, estaban pisteando (tomando bebidas alcohólicas). También estaba su mujer, embarazada. Nadie ha querido decir nada ni su mujer, que se ha ido hoy mismo por miedo", comenta Luis.

El migrante muerto llevaba tatuada, en todo el pecho el símbolo de pertenencia a la Mara M13. Dicen que quería cobrar peaje por bañarse en el río y que la pedrada fue por algo relacionado con la mariguana.

 

Los amputados de los trenes

La familia de Dani ha venido desde Quetzaltenango, Guatemala, a verlo. No sabían nada de él desde que salió hacia el gabacho. No lo habían visto amputado. Su madre, ataviada con el huipil típico de su comunidad, no pudo evitar llorar cuando lo vio caminar con muletas hacia ella. "¿Cómo va a recoger leña así?", dijo en lengua quiché. Su familia es muy pobre, vivía de vender la leña que recogían de la montaña. También su tía lloró, y su hermana y su suegra. Su mujer no pudo venir: acababa de dar a luz a su segundo hijo. Dani se puso contento con la noticia. Hacía doce días que había perdido la pierna izquierda al caerse del vagón del tren, huyendo del operativo de "la migra". Al albergue lo trajeron miembros del Grupo Beta, lo recogieron en las vías. Él no se acuerda de nada.

Tampoco Mary se acuerda de lo que pasó aquella tarde cuando salía del trabajo que había encontrado para pagarse su viaje: vendía pollos en la frontera. Pero las huellas de aquella tarde se le han quedado grabadas en la cabeza. La tiene destrozada de la paliza. Un agujero en medio de la frente, que supura, y veinte puntos en el cogote. La encontraron moribunda y casi desangrada. Es hondureña.

"Sólo quiero volver a casa de mi mamá", llora Mary mientras se tapa con el pelo sus cicatrices. "Con el cabello tan largo que tenía, hasta aquí me llegaba, casi a la cintura. Negro era. Y ahora me van a ver así", dice y vuelve a llorar. "¿Quién me ha hecho esto? Si yo nunca le he hecho daño a nadie". Mary aún no sabe que está embarazada de sus violadores. "¿Cómo hago para que me baje la regla? ¿Qué me hicieron?", murmura.

Ricardo, el panadero del albergue, le da un pan caliente a Mary para que se calme. Otro a Luis, que va en silla de ruedas, y diez más a la familia de Dani, que no ha comido nada en todo el día. Los extorsionaron en la frontera cruzando Tecún Umán cuando venían a ver a su hijo amputado al albergue. Fueron los mismos de "la migra".

Ricardo regresa a la panadería. Tiene los panes en el horno. Hace cuatrocientas donas diarias, de chocolate y crema, y trescientos panes dulces. Con la venta de éstos ayuda a mantener este albergue del Buen Pastor que doña Olga abrió en 1990 en Tapachula. Sus instalaciones son muy precarias, no reciben ninguna ayuda pública. Viven de la limosna y de los panes de Ricardo. Aun así, han conseguido prótesis para miles de migrantes, y eso que cada una cuesta cerca de cuarenta mil pesos.

Dani está esperando la suya. Su familia se despide de él, regresan a Quezaltenango. Todos se arrodillan en círculo, menos Dani, quien, en su silla de ruedas, inclina la cabeza en señal de respeto. Rezan juntos y dan gracias a su dios, porque, después de todo, Dani está vivo y ellos están juntos.

 

Los putos de las calles

"¿Has visto qué guapo está Jonathan con su nueva prótesis?", dijo la Gorda, feliz mientras Jonathan caminaba con sus muletas por la plaza. Se habían conocido semanas antes, en las calles de Tapachula, donde trabajan.

La Gorda venía de San Pedro Sula, como su paisana la Flaca, que era de Tegucigalpa. Era la segunda vez que subían. "Esta vez, primero Dios, voy a North Carolina", dice la Flaca. Jonathan por fin llega con un six de Tecate, las rosas y las muletas "Me quedan cuatro rosas por vender y luego nos vamos a la disco".

También es la segunda vez que Jonathan sube al Gringo. La primera se quedó dormido arriba del tren. Es uno de los muchos que cayó. "Tuve mala suerte, me quedé sin pierna, pero hoy estreno prótesis y ahora voy a intentarlo de nuevo, dice Jonathan con una sonrisa.

De camino al gabacho, con su amigo Guanaco vende rosas a las parejas de enamorados del parque de Tapachula. Guanaco además hace tatuajes; su cuerpo es un catálogo de tatuajes que le dan pinta de marero. Estuvo en la cárcel de El Amate tres años. "Pero yo no me prostituyo", dice.

Jonathan sí, dice que es puto y que cobra quinientos pesos por trabajo. "Aquí mismo en la Plaza. Paro un coche y ¡vámonos! A mí no me gustan las mujeres, pero a veces para alguna con su carro y se lo hago por dinero". Jonathan tiene diecisiete años y vive en las calles desde que a los diez se fue de su casa. "Esta vez voy a subir en autobús, ahora tengo credencial mexicana que me dieron por el accidente. No subo de indocumentado escondido en los trenes. Quiero llegar con la otra pierna".

Jonathan ha estado cuatro meses en el albergue del Buen Pastor, donde lo llevaron tras encontrarlo desangrándose en las vías. "Me salí del albergue porque a mí me gusta ir a la mía; trabajo de noche y allí no me dejaban. ¡Vamos a la disco!, a estrenar mi prótesis", insiste Jonathan con cara de pícaro: "Tengo que buscar clientes, hoy aún no he trabajado. De las rosas no se gana mucho y en una semana tenemos que empezar el viaje".

Hay un coche de policía en la puerta de la disco. Adentro, el 90 por ciento son centroamericanos indocumentados.

 

Por fin sale el tren en Arriaga

Viernes en la tarde, una estación de trenes de carga, decrépita, de un pueblo perdido en mitad de una ruta de éxodo humano, Arriaga. Llega el tren. Un tren al que se le conoce como La Bestia. Son cuatro vagones oxidados y una vieja locomotora que servirán de transporte para más de doscientos indocumentados en su viaje al gabacho.

Después de cruzar Nicaragua, Honduras, Guatemala, de sobrevivir a la frontera sur de Tecún Umán, de asearse en Tapachula, algunos de los que emprendieron el viaje han llegado a Arriaga. Mañana a las 6 de la mañana está previsto que salga el tren.

A algunos les falta algún miembro que fue amputado. Ya son veteranos del tren. Otros se emborrachan; es su primera vez "y nunca sabes cómo te va a ir, pero con la ayuda de Dios... ¿verdad?", dice uno mientras se tambalea cerca de las vías.

También los cientos de migrantes escondidos en las casas de los polleros que abundan en Arriaga se preparan.

"Entonces, ¿mañana a qué hora sale el tren?, para que yo avise a mi gente?", le pregunta un hombre gordo al encargado del ferrocarril. Es un pollero y el encargado trabaja para ellos. "A las 5:30, diles que vengan".

"La mayoría de los indocumentados viaja con un pollero hasta el Norte." Dice el padre Heyman Vázquez, que lleva el albergue de Arriaga. Entre 3 000 y 7 000 dólares cobra un pollero por llevar a un indocumentado centroamericano. "Los que vienen a los albergues son los más pobres".

Y entre los más vulnerables están las mujeres. Dunia es hondureña. Mañana también se subirá al tren. Lleva una prótesis en la pierna izquierda. "No tengo miedo, sé que mañana podré subir a ese tren", dice sonriente.

La Casa del migrante del padre Heyman está alborotada. Ya ha llegado la noticia de que La Bestia sale mañana. Ahí están alrededor de sesenta inmigrantes. Acababan de cenar cuando se enteraron. Ahora nadie puede dormir. Algunos repasan los mapas del camino que cuelgan de la pared del albergue. Otros descansan mientras miran en el televisor una película en inglés. Un grupo de jóvenes juega a las cartas, conversa, ríe. Federico, el guatemalteco, no se irá mañana, espera una prótesis. Tampoco la señora de El Salvador se irá: "No, yo ya voy de vuelta a casa, me regreso. Si no tienes a nadie que te ayude, es muy difícil". Otros, que sí irán, ponen el despertador o rezan.

Cuatro jóvenes hondureños parten a pasar la noche junto a las vías. "A mí no se me escapa ese tren", dice uno de ellos. El albergue abrirá sus puertas a las 5. A los cuatro hondureños no les importa.

No son los únicos. Es una noche ajetreada en la oscura estación de carga. A las cuatro de la mañana comienzan a aparecer sombras más negras que la noche. Son grupos de migrantes en busca de un lugar en un tren sin pasajes. A las 5:30 ya están casi todos los que van. Algunos no se mueven del sitio por miedo o por no perder su puesto, aunque el tren no saldrá sino hasta el cuarto para las siete.

Otros, en cambio, bajan y se acercan por un café que reparte, en una camioneta junto a las vías, el cónsul de Guatemala en Arriaga.

"Muchos de los que van en ese tren son chapines. A treinta mil deportaron el año pasado sólo de Guatemala, imagínate los que pasan. Intentamos ayudarlos, aunque sea con un café. También con agua para el camino", dice Estuardo, el cónsul guatemalteco. "Ahora en Chiapas parece que el gobierno está haciendo algo por proteger a los migrantes de paso, pero Oaxaca ya es otra cosa. Allí se dan la mayoría de los accidentes, por los operativos de la migra o los asaltos de los Zetas. Los migrantes se avientan del tren, huyendo", dice mientras sirve café.

Amanece en Arriaga. El viento del Norte sopla fuerte.

Son las 6:45. Sale el tren.

Un grupo de diez migrantes llega corriendo, se quedaron dormidos. Demasiado tarde, tendrán que esperar al menos tres días más para que salga el próximo, aunque nunca se sabe su horario. Los cuatro chicos hondureños que se fueron a dormir a las vías, sí están en el tren. Tienen sonrisas gigantescas en sus caras. Uno hace la señal de victoria con los dedos y grita: "Nos vemos en Houston".

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